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IV, 2 - Crítica de la literatura crítica o indicativa

    


Jesús G. Maestro, Crítica de la razón literaria




IV


2


Crítica de la literatura
crítica o indicativa



2.1. La literatura homérica: «Tu valor te perderá».

2.2. El referente trágico de Esquilo: hacia el teatro de Cervantes y La Numancia.

2.3. Tragedia y religión: Los persasLos siete contra Tebas Prometeo encadenado de Esquilo frente a La Numancia de Cervantes.

2.4. Séneca en su teatro trágico. Hacia la idea de suicidio en La Numancia de Cervantes.

2.5. La Divina commedia de Dante: cómo la literatura sobrevive a la religión y a la política.

2.6. Los Cuentos de Canterbury de Chaucer: el Bulero y la Comadre de Bath.

2.7. La libertad humana según La Celestina de Fernando de Rojas.

2.8. El personaje nihilista en La Celestina.

2.9. El monólogo de Pleberio en La Celestina.

2.10. Cervantes frente a Séneca: la ausencia de senequismo en la tragedia cervantina.

2.11. Idea de libertad en La Numancia de Cervantes.

2.12. La Numancia y la secularización de la tragedia: Cervantes no es soluble en agua bendita.

2.13. Las tragedias numantinas de Cervantes y Rojas Zorrilla.

2.14. Arte barroco y personaje literario: El mercader de Venecia y El coloquio de los perros.

2.15. Nihilismo y tragedia en el teatro de Cervantes y Shakespeare.

2.16. El personaje teatral en las comedias de Miguel de Cervantes.

2.17. Atribuciones teatrales cervantinas: el espacio antropológico de los entremeses

2.18. El triunfo de la heterodoxia: el teatro de Cervantes y la literatura universal.

2.19. Síntesis crítica del teatro de Miguel de Cervantes.

2.20. Una glosa sobre risa y teatro en la Edad Moderna.

2.21. Cervantes y la sofística del prólogo al lector de las Novelas ejemplares.

2.22. Ética y moral en La gitanilla.

2.23. Política y religión en El amante liberal. Reconstrucción de la oposición etic / emic en el discurso narrativo.

2.24. Iglesia, nobleza y delincuencia organizada en Rinconete y Cortadillo.

2.25. Sociedad gentilicia y sociedad política en La ilustre fregona.

2.26. Crítica de la culpa, como «ejercicio» y como «representación», en Las dos doncellas.

2.27. La libertad y la secularización de la libertad en La señora Cornelia.

2.28. La dialéctica en El licenciado Vidriera.

2.29. Fuerza y materia en La fuerza de la sangre de Cervantes.

2.30. La desmitificación en El coloquio de los perros: ficción moralista, realismo antropológico y farsa religiosa.

2.31. El personaje anómico en el Persiles de Cervantes: eros y ethos bajo los imperativos políticos y religiosos de la Edad Moderna.

2.32. La risa en el Persiles.

2.33. Lope de Vega y Tomé de Burguillos: la heteronimia literaria en la expresión dialógica de los sonetos de las Rimas humanas y divinas.

2.34. Las formas de lo cómico en los entremeses de Quevedo.

2.35. Los Sueños de Quevedo.

2.36. La comedia crítica de Molière: Dom Juan, Le Misanthrope y Sganarelle.

2.37. Cervantes y Milton. Hacia una nueva expresión de la experiencia trágica: Samson Agonistes.

2.38. La crítica de la literatura ilustrada: Feijoo frente a Montaigne, con una nota sobre Gracián.

2.39. Referencias teatrales cervantinas en Vittorio Alfieri. Romanticismo y libertad en la extinción de la tragedia clásica.

2.40. La tragedia en la Edad Contemporánea: Büchner y Cervantes.

2.41. Larra: crítico, romántico y realista.

2.42. Miguel de Unamuno y Jean Richepin: en torno a la poligénesis de «La prière de l’athée».

2.43. El teatro de Gonzalo Torrente Ballester: de la experimentación a la desmitificación.

2.44. La libertad en Lope de Aguirre de Gonzalo Torrente Ballester.

2.45. La dudosa literatura crítica del siglo XX.




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Libro recomendado


Crítica de la razón literaria Jesús G. Maestro





Jesús G. Maestro, Crítica de la razón literaria



IV, 2.1 - La literatura homérica: «Tu valor te perderá»

 

Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices





IV, 2.1 - La literatura homérica: «Tu valor te perderá»


Referencia IV, 2.1

 

Jesús G. Maestro

Ilíada Odisea instituyen una idea de ser humano que desde la obra homérica ha caracterizado siempre a la literatura: un concepto de individuo que rebasa todas las categorías de tiempo y lugar, y que es por ello mismo superior e irreductible a la política, la religión, la filosofía, la moral, la economía, la geografía, la historia… Ilíada Odisea enseñan algo que Aristóteles dejará muy claro en su Poética: que la literatura es la racionalización de hechos humanos más allá de campos categoriales concretos, es decir, es la argumentación racional, a través de la fábula, de una realidad intervenida por el Hombre, e interpretada siempre sin limitarse a un ámbito exclusivo de conocimiento, de modo que tal interpretación será trascendente a todos y cada uno de sus casos particulares, porque rebasará los límites de toda categoría científica particular. La literatura se concibe, pues, como algo superior e irreductible a la Historia, la Economía o la Geometría, es decir, como un conjunto de conocimientos que resultan insolubles en los conocimientos categoriales de una única ciencia, sea incluso la filología, la retórica o la lingüística, porque los contenidos de los materiales literarios rebasan cualesquiera ciencias categoriales. La literatura exige y presupone para su conocimiento la totalidad de las ciencias, pero de tal modo que su interpretación no puede reducirse de ninguna manera a una sola de ellas. Ésta es una de las exigencias gnoseológicas fundamentales de la Crítica de la razón literaria. Esta propiedad gnoseológica, característica de la literatura, exige que toda interpretación de los materiales literarios tenga una cita inevitable con una filosofía crítica y dialéctica, a partir de las construcciones científicas aportadas por cada campo categorial capaz de intervenir en la interpretación detales materiales literarios (Filología, Historia, Lingüística, Antropología, Paleografía, Dialectología, Geografía, Retórica, Economía…).

Con la obra homérica nace la literatura crítica o indicativa, es decir, la literatura construida desde la intervención racional y diacrítica del ser humano en todo aquello que forma parte de su espacio antropológico: la política (eje circular), la naturaleza (eje radial) y los dioses (eje angular). Como se sabe, la Ilíada es un poema épico que, elaborado hacia el siglo VIII a.n.E., narra la historia de una guerra legendariamente acaecida en el siglo XIII, protagonizada por el cerco que una confederación de Estados helenos levanta contra la ciudad de Ilión, también llamada Troya, en la actual geografía de Turquía. Se atribuye a los pueblos jonios, emplazados desde el 1100 a.n.E. en los territorios más orientales de Asia Menor, la superación y expansión de la cultura micénica, así como la introducción en la literatura griega de la poesía épica, a lo largo del siglo VIII, durante el cual tiene lugar la constitución de las ciudades-estado helenas. Por lo que hoy sabemos, la vida de Homero y la composición de la Ilíada se sitúan en esa centuria. Sin embargo, el texto de la Ilíada se edita por vez primera en Venecia casi a finales del siglo XV, concretamente en 1488, por Demetrio Calcóndilas. La edición se basaba en un manuscrito, hoy perdido, de entre los muchos que se descubren a lo largo del Renacimiento italiano[1].

Infinitas páginas se han escrito acerca de la Ilíada y de sus temas dominantes. Lo cierto es que el poema homérico se refiere solamente a una serie de acontecimientos puntuales del curso de la guerra de Troya, mas no a la guerra en sí, ni al cerco como tal, y aún menos a la conquista de la ciudad, que ni siquiera se sugiere. Homero apela a la cólera de Aquiles, a partir de su enfrentamiento con Agamenón, y su posterior intervención en la guerra tras la muerte de Patroclo a manos de Héctor. El discurso de Aquiles representa ante todo el mérito herido, el valor no recompensando, el heroísmo no acreditado por el mismo poder que se ha beneficiado de sus hazañas. Iracundo y colérico, y sabedor de su importancia decisiva como guerrero coaligado a las fuerzas de los atridas, se niega a combatir al sentirse afrentado por Agamenón en el reparto de una mujer —Briseida— como botín de guerra. Aquiles es acaso el primer luchador heroico que en la literatura se enfrenta a un sistema de valores que no reconoce sus méritos. Aunque la crítica lo ha retratado sobre todo como colérico, el contenido de su discurso contra el poder de Agamenón se fundamenta sobre una decepción insubsanable. He aquí lo esencial de su respuesta a Ulises, quien le implora, como embajador de la confederación helena, su regreso al combate.


Preciso es que os manifieste lo que pienso hacer para que dejéis de importunarme unos por un lado y otros por el opuesto. Me es tan odioso como las puertas de Hades quien piensa una cosa y manifiesta otra. Diré, pues, lo que me parece mejor. Creo que ni el Atrida Agamenón ni los dánaos lograrán convencerme, ya que para nada se agradece el combatir siempre y sin descanso contra hombres enemigos. La misma recompensa obtiene el que se queda en su tienda, que el que pelea con bizarría; en igual consideración son tenidos el cobarde y el valiente; y así muere el holgazán como el laborioso. Ninguna ventaja me ha procurado sufrir tantos pesares y exponer mi vida en el combate […]. Conquisté doce ciudades por mar y once por tierra en la fértil región troyana; de todas saqué abundantes y preciosos despojos que di al Atrida, y éste, que se quedaba en las veleras naves, recibiólos, repartió unos pocos y se guardó los restantes. Mas las recompensas que Agamenón concedió a los reyes y caudillos siguen en poder de éstos; y a mí, solo entre los aqueos, me quitó la dulce esposa y la retiene aún; que goce durmiendo con ella […]. Y puesto que ya no deseo guerrear contra el divino Héctor, mañana, después de ofrecer sacrificios a Zeus y a los demás dioses, echaré al mar los cargados bajeles, y verás, si quieres y te interesa, mis naves surcando el Helesponto… (Ilíada, rapsodia IX, vv. 308-430).


Pero la muerte de Patroclo a manos del «divino» Héctor sobrepuja la furia de Aquiles por encima de las consecuencias de la afrenta de Agamenón. Aquiles entra en guerra con el único objetivo de matar a Héctor y vengar de este modo, como una cuestión personal, la muerte de Patroclo. Que este hecho propicie la victoria de los helenos, será cuestión secundaria en la Ilíada —donde no se narra ni se poetiza la conquista de Troya—, aunque resulte indudablemente decisiva en el desenlace de la guerra. En realidad, la derrota de los troyanos se deriva de uno más de los ardides de Ulises, y no tanto acaso de la intervención de Aquiles, por más que la muerte de Héctor resulte clave. Nada más irónico, pues, en un poema épico cuyo tema central es la guerra, que la victoria proceda del ingenio de un individuo antes que de la fuerza bélica de toda una confederación de Estados y ejércitos. Los troyanos sucumben no por débiles o cobardes, sino por confiados e incautos, al abrir las puertas de la fortaleza de Ilión a un insólito caballo, heleno y enemigo.

Si bien la cólera de Aquiles puede ser uno de los motores de la fábula, no es menos cierto que la muerte de Héctor es uno de los momentos culminantes, y acaso el nódulo, de toda la Ilíada, cuyo final desemboca precisamente en la recuperación del cadáver que el venerable Príamo hace de su hijo, ante su mismísimo homicida. Personalmente considero que la muerte de Héctor es el núcleo de la Ilíada. En ella reside la cima de la epopeya, en su dimensión trágica y elegíaca, y también en su proyección política —Héctor es el héroe troyano por excelencia, frente al menguado Paris— y familiar —ante su hijo Astianacte, su esposa Andrómaca y su padre Príamo—. El diálogo de amor y despedida entre Héctor y Andrómaca condensa el más amplio conjunto de valores codificados en la antigua épica: el ser humano se sabe consciente de que es imposible eludir impunemente determinados imperativos vitales, estatales, humanos; el amor se enuncia como expresión de unión conyugal, familiar e institucional —política—, cuya destrucción supone el deterioro de las condiciones de vida de todas las partes implicadas[2]; el héroe se sabe subordinado a un orden moral trascendente, pero firmemente objetivo en un modelo inquebrantable de sociedad política; el respeto al código del honor exige reconocer la preservación del grupo social como algo que está muy por encima de la vida de cada individuo o miembro de ese grupo. Andrómaca lo enuncia con absoluta claridad, y no se engaña cuando advierte que la ruina de los héroes es precisamente su valentía.


Andrómaca: Tu valor te perderá. No te apiadas del tierno infante ni de mí, infortunada, que pronto seré tu viuda; pues los aqueos te acometerán todos a una y acabarán contigo. Preferible sería que, al perderte, la tierra me tragara, porque si mueres no habrá consuelo para mí, sino pesares; que ya no tengo padre ni venerable madre […].

Héctor: Todo esto me da cuidado, mujer, pero mucho me sonrojaría ante los troyanos y las troyanas de rozagantes peplos, si como un cobarde huyera del combate; y tampoco mi corazón me incita a ello, que siempre supe ser valiente y pelear en primera fila entre los teucros, manteniendo la inmensa gloria de mi padre y de mí mismo. Bien lo conoce mi inteligencia y lo presiente mi corazón: día vendrá en que perezcan la sagrada Ilión, Príamo y el pueblo de Príamo, armado con lanzas de fresno. Pero la futura desgracia de los troyanos, de la misma Hécabe, del rey Príamo y de muchos de mis valientes hermanos que caerán en el polvo a manos de los enemigos, no me importa tanto como la que padecerás tú cuando alguno de los aqueos, de broncíneas corazas, se te lleve llorosa privándote de libertad, y luego tejas tela en Argos, a las órdenes de otra mujer, o vayas por agua a la fuente Meseída o Hiperea, muy contrariada porque la dura necesidad pesará sobre ti. Y quizás alguien exclame, al verte derramar lágrimas: «Esta fue la esposa de Héctor, el guerrero que más se señalaba entre los teucros, domadores de caballos, cuando en torno de Ilión peleaban». Así dirán, y sentirás un nuevo pesar al verte sin el hombre que pudiera librarte de la esclavitud. Pero ojalá un montón de tierra cubra mi cadáver, antes que oiga tus clamores o presencie tu rapto […].

Dichas estas palabras, el preclaro Héctor se puso el yelmo adornado con crines de caballo, y la esposa amada regresó a su casa, volviendo la cabeza de cuando en cuando y vertiendo copiosas lágrimas. Pronto llegó Andrómaca al palacio, lleno de gente, de Héctor, matador de hombres; halló en él muchas esclavas, y a todas las movió a lágrimas. Lloraban en el palacio a Héctor vivo aún, porque no esperaban que volviera del combate librándose del valor de las manos de los aqueos (Ilíada, rapsodia VI, vv. 407-503).


He aquí la premonitoria elegía trágica de quien conoce su destino triste y heroico, y se entrega a él con una valentía irreversible. En este diálogo matrimonial Troya explicita su derrota. Al menos dos terceras partes de la Ilíada están constituidas por el discurso directo de un diálogo entre personajes. En sentido estricto, no cabe hablar de diálogo propiamente, como enunciación que se sucede en la alternancia de emisión y recepción de actos de habla, sino que se trata más bien de una disposición de monólogos, pronunciados por los personajes como auténticos discursos, cuyas categorías retóricas resultan muy bien definidas en el marco de una tradición oratoria delimitada formal y semánticamente, y reconocida con claridad en el poema heroico. La Ilíada hace accesible por vez primera a la cultura occidental el valor de esta tradición retórica, expresada en un texto de referencia literaria indiscutible. La poética nace en ligazón con la retórica.

Con palabras y con hechos, desde las figuras del discurso y desde la composición de la fábula, Héctor se dispone como protagonista de una muerte bélica y heroica. Una vez más, la idea política del honor es clave en la interpretación de la fábula. El honor no es sensible a las inquietudes psicológicas particulares o individuales. El honor dicta y objetiva de forma lógica las normas de estructuración y cohesión del grupo o sociedad humana políticamente organizada. El honor de Aquiles, que ofende y hiere Agamenón, está en el comienzo de un conflicto entre dos caudillos aliados. El honor de Héctor le exige luchar y morir a manos de los helenos. La vida del individuo —ética— vale en tanto que se sacrifica por el bien —moral— de la sociedad política a la que este ser humano pertenece. La ética preserva la vida del individuo; la moral preserva la vida del grupo. Sólo en las sociedades democráticas contemporáneas la vida del individuo está por encima de la eutaxia del Estado. Todo lo contrario ocurría en la democracia ateniense y, por supuesto, en las satrapías persas. Y en la totalidad del mundo antiguo, medieval y moderno. Lo mismo cabe decir respecto a los regímenes marxistas, fascistas y totalitarios de las sociedades políticas de la Edad Contemporánea. El mundo homérico es un mundo aristocrático, esencialmente masculino, en el que el ser humano —que pretende la consecución de honor y de gloria— vale lo que materialmente alcanza a través de sus obras bélicas frente a sus adversarios. El honor dispone además que la venganza sea un comportamiento socialmente exigido y personalmente adiestrado. Con todo, la honra no sólo se adquiere por los hechos de armas, sino también, aunque como valor añadido, por la inteligencia en el consejo y la destreza en la oratoria. El honor equivale en el mundo antiguo a un racionalismo sobre el que se fundamenta un orden moral y político, que se pretende además trascendente, y que ningún otro tipo de acción subjetiva o argumentación individualista —de intervención ética, en suma— puede ni debe alterar. Hay en la Ilíada una rapsodia, la XXII, en la que Héctor, sintiéndose perseguido por Aquiles, momentos antes de morir a manos del joven y airado aqueo, protagoniza un soliloquio, probablemente el primero en la genealogía de la literatura occidental, en el que revela el pensamiento de un pacto irenista, de un acuerdo pacificador. Héctor sin duda habría sido un buen diplomático. Pero su papel no es el de un político, sino el de un héroe cuya muerte convierte a la Ilíada en la epopeya trágica y elegíaca que conocemos. La muerte de Héctor hace insignificante el resto de las muertes. Incluso la de Patroclo, y la del mismísimo Aquiles a manos del acoquinado Paris, cuya ejecución es casi un sortilegio, pues el homicida ha de acertar con el talón que Tetis dejó vulnerable en la laguna Estigia.


Héctor: ¡Ay de mí! Si traspongo las puertas y el muro, el primero en dirigirme baldones será Polidamante, el cual me aconsejaba que trajera el ejército a la ciudad la noche funesta en que el divinal Aquileo decidió volver a la pelea. Pero yo no me dejé persuadir —mucho mejor hubiera sido aceptar su consejo—, y ahora que he causado la ruina del ejército con mi imprudencia, temo a los troyanos y a las troyanas, de rozagantes peplos, y que alguien menos valiente que yo exclame: «Héctor, fiado en su pujanza, perdió las tropas». Así hablarán; y preferible fuera volver a la población después de matar a Aquileo, o morir gloriosamente delante de ella. ¿Y si ahora, dejando en el suelo el abollonado escudo y el fuerte casco y apoyando la pica contra el muro, saliera al encuentro del irreprensible Aquileo, le dijera que permitía a los Atridas llevarse a Helena y las riquezas que Alejandro trajo a Ilión en las cóncavas naves, que esto fue lo que originó la guerra, y le ofreciera repartir a los aqueos la mitad de lo que la ciudad contiene; y más tarde tomara juramento a los troyanos de que, sin ocultar nada, formarían dos lotes con cuantos bienes existen dentro de esta hermosa ciudad?... Mas, ¿por qué tales cosas me hace pensar el corazón? No, no iré a suplicarle; que, sin tenerme compasión ni respeto, me mataría inerme, como a una mujer, tan pronto como dejara las armas. Imposible es mantener con él, desde una encina o desde una roca, un coloquio, como un mancebo y una doncella; como un mancebo y una doncella suelen mantener. Mejor será empezar el combate cuanto antes, para que veamos pronto a quién el Olímpico concede la victoria (Ilíada, rapsodia XXII, 99-131).


Héctor se retrata aquí como un estratega deficiente, y sobre todo como un guerrero que parece haber olvidado la razón de la cólera de Aquiles. Al hijo de Tetis no le mueve la victoria sobre los teucros, sino la venganza de Patroclo contra Héctor. Por su parte, el héroe troyano quiere evitar un combate cuya derrota presiente convictamente. Su soliloquio delata un racionalismo pacifista que la ciudad-estado de Ilión no habría aceptado jamás.

La muerte de Héctor precipita el desenlace del poema homérico, mas no el de la guerra. La acción de la Ilíada, lo que los estructuralistas franceses denominarían —siguiendo a los formalistas rusos— el tiempo de la historia o trama, transcurre a lo largo de catorce días, a los que hay que sumar una veintena de inactividad, del décimo año de la guerra de los griegos frente a los troyanos. Al cabo de una década la ciudad cae en manos de la confederación helena, gracias a la astucia de Odiseo, y una vez que Aquiles muere a manos de Paris, quien con una sola flecha le hiere de muerte en el talón. Estos episodios —esenciales en la historia de la guerra de Troya— no se narran en el poema —cuya esencia poética es otra diferente de la histórica o legendaria—, el cual concluye con la audaz visita que Príamo protagoniza en el campamento de los mirmidones, donde reside Aquiles, para recuperar el cadáver de su hijo Héctor.


Acuérdate de tu padre, Aquileo, semejante a los dioses, que tiene la misma edad que yo y ha llegado al funesto umbral de la vejez. Quizás los vecinos circunstantes le oprimen y no hay quien le salve del infortunio y de la ruina; pero al menos aquél, sabiendo que tú vives, se alegra en su corazón y espera de día en día que ha de ver a su hijo, llegado de Troya. Mas yo, desdichadísimo, después que engendré hijos excelentes en la espaciosa Troya, puedo decir que de ellos ninguno me queda. Cincuenta tenía cuando vinieron los aqueos: diez y nueve procedían de un solo vientre; a los restantes diferentes mujeres los dieron a luz en palacio. A los más el furibundo Ares les quebró las rodillas; y el que era único para mí, pues defendía la ciudad y sus habitantes, a ése tú lo mataste poco ha, mientras combatía por la patria, a Héctor; por quien vengo ahora a las naves de los aqueos, a fin de redimirlo de ti, y traigo un inmenso rescate. Pero, respeta a los dioses, Aquileo, y apiádate de mí, acordándote de tu padre; que yo soy todavía más digno de piedad, puesto que me atreví a lo que ningún otro mortal de la tierra: a llevar a mi boca la mano del hombre matador de mis hijos (Ilíada, XXIV, vv. 486-506).


El narrador, omnisciente y objetivo, transmite el relato de hechos y palabras. No da directamente la descripción de los protagonistas, sino que deja ver el efecto dramático que provocan entre sí las diferentes figuras y personalidades del poema: el ejemplo siempre mencionado es el de Helena, cuya belleza no se describe nunca de forma directa, sino a través del juicio y el discurso de los demás personajes. En la épica, como en la tragedia, el sufrimiento del héroe desempeña un papel decisivo[3]. Podría decirse de hecho que el ser humano es heroico en la medida en que asume con valor su adversidad. No por casualidad muchas tradiciones épicas se han basado en una idea fundamental de la experiencia trágica: los ideales heroicos conducen al sufrimiento y a la muerte prematura. Aquiles y Héctor fallecen tempranamente. Ulises y Paris, más hábiles y astutos, sobreviven con holgura. Ha de observarse además algo muy relevante, y es que el sufrimiento de la tragedia no tiene como sujeto al personaje pasivo, sumiso y obediente, como puede serlo el Job del Antiguo Testamento, sino más bien todo lo contrario: el sufrimiento trágico tiene siempre como protagonista a un héroe insumiso, desafiante, rebelde, que se manifiesta enfrentándose a un orden moral trascendente, superior, olímpico. Es el caso de Edipo ante el Oráculo, de Antígona ante las leyes estatales de Creonte y éste ante las divinidades protectoras de los rituales funerarios, de Medea ante las atroces consecuencias del homicidio de sus propios hijos, de Orestes perseguido por las Furias tras ajusticiar a su propia madre Clitemnestra... Job, sin embargo, no se enfrenta a nada, simplemente espera, haciendo de la paciencia la virtud que distingue al impotente. No por casualidad ni el hebreo ni el árabe poseen en su lexicografía una palabra propia para designar lo que los griegos genuinamente llamaron tragedia y comedia.

Los dioses homéricos nada tienen que ver con el dios veterotestamentario. Los dioses homéricos son dioses literarios. Son las primeras divinidades de la literatura propiamente dicha. Sin duda, son los primeros de la literatura crítica o indicativa. Pero, ¿qué significa ser un dios literario? Ante todo, significa algo muy diferente de lo que es Yahvéh y de lo que exige su celoso monoteísmo. Un dios literario es un dios que carece de existencia operatoria, es decir, de realidad. Semejante estatuto es algo que no puede permitirse ningún dios hebreo, cristiano o musulmán, divinidades a las que sus respectivos fieles atribuyen nada menos que la idea y creación del cosmos. Con anterioridad me he referido a esta característica al hablar del concepto de ficción en la literatura (III.6), y al advertir que los materiales literarios constituyen, desde su nacimiento homérico, una profanación, y también una provocación, de los materiales y creencias religiosos. Y así ocurría incluso entre los propios griegos, desde moralistas como Platón, que veían con muy malos ojos el comportamiento indecoroso de los dioses homéricos, hasta los más píos de los helenos, que no dudaban en acusar políticamente de asebeia a quienes fuera necesario ajusticiar por impiedad —entre ellos al propio Sócrates—.

De cualquier modo, hablar de religión en la Grecia clásica es algo que exige precisiones. ¿De qué religión hablamos cuando hablamos de la Grecia homérica, platónica, aristotélica? Por un lado, el dios de los filósofos, desde Tales de Mileto hasta Epicuro e incluso los filósofos helenísticos, es una idea metafísica. A su vez, los dioses de Homero son personajes literarios. Por otro lado, no parece posible identificar en la Grecia antigua y clásica la existencia de una casta de personas encargadas de mantener un culto religioso o un cuerpo doctrinal que diera sentido institucional a los diversos ritos. Los dioses homéricos no proyectan sobre el mundo un plan teológico reconocido y previamente meditado; no disponen tampoco una salvación futura, una condenación o reconversión de la humanidad, sino el desarrollo de una acción en interrelación con la voluntad humana, y siempre más poderosa que ella. Los dioses homéricos, en suma, no se articulan en una teología, sino en una literatura ―su mitología es una poética―, que se identifica a sí misma como crítica e indicativa, y que emerge genealógicamente de tradiciones orales primitivas, cuyos antecedentes más ancestrales comprenden una compleja relación de elementos antropológicos, desde una muy arcaica mitología babilonia y egipcia hasta una muy dogmática religiosidad hebrea, literariamente alejadas y disociadas de Homero o de los poemas épicos a él atribuidos.

Los dioses helénicos se constituyen a partir de un largo proceso en que divinidades de pueblos mediterráneos se amalgaman con creencias míticas llegadas con las migraciones indoeuropeas y sus explicaciones imaginarias de los fenómenos naturales, a partir del antropomorfismo y el politeísmo, dos dimensiones esenciales en la constitución de las religiones secundarias del mundo antiguo (Bueno, 1985). Las religiones primarias o numinosas, propias de un mundo arcaico, divinizan figuras y criaturas animales; las religiones secundarias o mitológicas, introducen la iconología antropomorfa y se codifican en un politeísmo naturalista, que alcanza su máxima expresión en las religiones del paganismo griego y romano; finalmente, las religiones terciarias son aquellas que se articulan en una teología, o filosofía confesional, de modo que se sirven de la razón para justificar idealmente una fe o credo sociopolítico, como es el caso fundamental del cristianismo. Si para interpretar buena parte de la literatura religiosa del Siglo de Oro puede ser útil acudir a la teología cristiana, y particularmente católica, nada de esto es aplicable a la Ilíada o la Odisea. En primer lugar, no cabe hablar de teología en la Grecia clásica. La teología es una teoría idealista sobre la idea de Dios que nace con el desarrollo del cristianismo, en la medida en que los filósofos cristianos medievales incorporan al pensamiento de la Iglesia la filosofía platónica (Agustín de Hipona) y aristotélica (Alberto Magno y Tomás de Aquino), dando lugar respectivamente a la teología dogmática de expansión agustinista —de la que brotarán Lutero y el reformismo protestante— y a la filosofía escolástica promovida ante todo por los dominicos, cuyo racionalismo estará en la base de la Contrarreforma impulsada por los jesuitas posrenacentistas. Toda interpretación de la religión en la obra homérica exige situarse ante materiales religiosos de tipo secundario, es decir, mitológicos y antropomorfos, no teológicos ni incorpóreos (ángeles, demonios, querubines, serafines…). La Ilíada de Homero no es Paradise Lost de John Milton. La obra de este último brota directamente del Antiguo Testamento, es decir, de una lectura miltoniana de la literatura primitiva o dogmática, mientras que la obra de Homero supera el primitivismo y el dogma del mundo arcaico, e instituye lo que desde entonces ha sido y sigue siendo una literatura crítica o indicativa. Y de ella —de la Ilíada y la Odisea— brota a comienzos del siglo XIV una obra singularmente original y magna que, pese a su formato teológico y escolástico, abre las puertas de la modernidad, al anteponer la crítica, construida desde la literatura, al imperativo programático, subyacente en el cristianismo teológico que le sirve de referencia. Me refiero a la Divina commedia de Dante Alighieri.


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NOTAS

[1] El texto homérico de la Ilíada sufrió al menos dos regularizaciones o codificaciones. La primera de ellas afectaría a la expresión y el contenido; la segunda, cuya autoría se identifica con Aristarco de Samotracia, delimitaría lo que suponemos es la materia propiamente homérica, eliminando adiciones posteriores. Aristarco de Samotracia fue director de la Biblioteca de Alejandría en los comienzos del siglo II a.n.E., y se le considera el filólogo más importante de la Antigüedad. Ha de advertirse que la lengua en que está escrita la Ilíada ha sido calificada por algunos estudiosos de «lengua artificial» (Hoz, en Homero, 1954/1996: 13), pues se trata de una lengua que no se corresponde con ninguna de las habladas en la Grecia antigua. Dada su variedad y diversidad de registros y rasgos alternativos, y hasta contradictorios, todo hace pensar en un conjunto de estilos y fórmulas de tradición oral. En la Antigüedad griega había al menos cuatro grupos de dialectos: el jonio, el arcado-chipriota (continuador, junto con el jonio, de los dialectos hablados en los territorios micénicos del segundo milenio anterior a la Era Cristiana), el eolio (de difícil clasificación), y el griego clásico (hablado por los dorios de Esparta y otros estados septentrionales). Con anterioridad a Homero existía una larga tradición de poetas orales. Y esta oralidad, como la improvisación, presentaba diferentes grados de intensidad, capaces de incidir en el acto de creación del poema, así como en su escritura y transmisión. Es indudable que la cultura oral puede proporcionar a una literatura una tradición singularmente valiosa.

[2] Sobre el amor en la Ilíada, y en la literatura grecolatina y renacentista, hasta la obra de Cervantes, es de referencia obligada la obra de Juan Ramón Muñoz Sánchez, De amor y literatura: hacia Cervantes. Vid. esp. Muñoz Sánchez (2012: 34-45).

 [3] «Los trágicos se inspiraron en general en temas de la edad heroica pero transmitidos por la mera narrativa popular o en versiones de poetas épicos de estatura muy inferior a la de Homero, en las que abundaban los sucesos maravillosos y sobre todo predominaba una estructura episódica. Lo que los trágicos hacen con estas versiones es precisamente homerizarlas, extraer un episodio concreto y focalizarlo, dejar al descubierto unas líneas básicas de causa y efecto, y convertir en motor de la acción y del sufrimiento que la acompaña, el carácter y la decisión del héroe trágico» (Hoz, en Homero, 1954/1996: 55).






Información complementaria


⸙ Referencia bibliográfica de esta entrada

  • MAESTRO, Jesús G. (2017-2022), «La literatura homérica: Tu valor te perderá», Crítica de la razón literaria: una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica. Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades del conocimiento racionalista de la literatura, Editorial Academia del Hispanismo (IV, 2.1), edición digital en <https://bit.ly/3BTO4GW> (01.12.2022).


⸙ Bibliografía completa de la Crítica de la razón literaria



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Jesús G. Maestro


IV, 2.2 - El referente trágico de Esquilo: hacia el teatro de Cervantes y La Numancia

 

Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices





El referente trágico de Esquilo: hacia el teatro de Cervantes y La Numancia


Referencia IV, 2.2


El referente trágico de Esquilo: hacia el teatro de Cervantes y La Numancia

1. Cervantes frente a Esquilo: La Numancia, superación de la tragedia griega

El mundo que separa la obra de Esquilo de la obra de Cervantes es un mundo en el que se codifica una experiencia decisiva e irrepetida en la evolución del conocimiento humano, es decir, una transformación de los saberes primitivos, precientíficos, característicos de culturas bárbaras —mito, magia, religión y técnica— en conocimientos científicos, esto es, conocimientos transmitidos de forma selectiva, organizada y sistemática, según criterios de racionalidad, propios de sociedades civilizadas, en las cuales es posible distinguir un saber crítico —ciencia y filosofía— y un saber acrítico —ideologías, pseudociencias, teologías y tecnologías—, resultado de la influencia de la razón sobre los saberes precientíficos o primitivos.

Estas transformaciones codifican cambios esenciales entre los mundos históricos y culturales en que escriben Esquilo y Cervantes[1]. Entre uno y otro autor se comprueba históricamente que la técnica se ha convertido en tecnología, los mitos se han fragmenta­do en creencias (que en la Edad Contemporánea darán lugar a las más diversas ideologías), la magia sobrevive metamorfoseándose en pseudociencias, y las religiones se articulan y formulan en teologías (Bueno, 1985).

Desde esta perspectiva, vamos a examinar una serie de categorías del saber que consideramos decisivas para interpretar las relaciones dialécticas y analógicas entre La Numancia de Cervantes y las tragedias de Esquilo[2].

 

 

2. Barbarie y civilización

Tanto en la Historia de la península ibérica[3] como en La Numancia de Cervantes, esto es, tanto en la realidad histórica como en la realidad literaria, los numantinos se nos presentan como una comunidad de individuos que constituyen una cultura aparentemente bárbara, cuyas características son, entre otras, 1) la creencia en mitos y leyendas; 2) la práctica de rituales mágicos; 3) las celebraciones religiosas propias de religiones secundarias, es decir, de las religiones que carecen de una teología; 4) el uso de la técnica en lugar del desarrollo tecnológico; 5) la organización de la vida en un ámbito insular, cerrado, limitado por el aislamiento y las relaciones exclusivamente internas entre los miembros de la comunidad de Numancia. Sin embargo, estas cualidades, que podrían definir formalmente a una cultura bárbara, no se dan funcionalmente en el desarrollo de la acción trágica de La Numancia, y no definen desde una perspectiva pragmática y materialista el comportamiento de los numantinos en el curso de la obra dramática. Y no sólo no lo definen como una cultura bárbara, sino que incluso lo subvierten como tal cultura bárbara, por las siguientes razones.

En primer lugar, porque su creencia en mitos y leyendas es más bien una percepción del lector o espectador que una realidad contenida en la tragedia; es más bien un misticismo nacionalista que hechiza al españolito del siglo XVI y XVII, y que con frecuencia ha entusiasmado también a varios críticos literarios contemporáneos —sobre todo españoles—, que una auténtica creencia objetiva en relatos ritualizados que expliquen el origen, organización y destino de la comunidad étnica y cultural del pueblo de Numancia; se trata más bien de una mitología proléptica, de un misticismo teleológico, orientado idealmente a la consecución de una fama que sobrevive al cuerpo, y que supuestamente han de heredar los españoles del futuro. La pura realidad es que los numantinos de la tragedia de Cervantes se sirven de la magia con fines meramente prolépticos y oraculares. En última instancia, políticos. Sólo quieren saber cuál será el final de su encerramiento. No hay ninguna inquietud religiosa en su relación con lo numinoso. No hay religión en Numancia.

En segundo lugar, porque la práctica de rituales mágicos se discute y desmitifica en La Numancia por varios de los personajes que la contemplan o incluso la ejercitan —como un espectáculo teatral—, como sucede en los diálogos que mantienen Leoncio y Morandro (II, vv. 915-922 y vv. 1097-1104), y porque un rechazo de este tipo a los rituales míticos es absolutamente impensable en una cultura bárbara, al tratarse de una respuesta específica del racionalismo moderno.

En tercer lugar, la celebración religiosa a la que asiste oficialmente el pueblo de Numancia, aun reuniendo todas las características propias de las religiones secundarias o míticas, que se desarrollan sin alcanzar una estructura o discurso teológico (religiones terciarias), pero habiendo superado el culto a los animales como númenes zoomorfos (religiones primarias), contiene una auténtica subversión de las prácticas de las religiones teológicas o terciarias, dominantes —al igual que hoy en día— en la época en que escribe Cervantes (cristianismo, islamismo y judaísmo). El rito religioso se concentra en la representación teatral a través de la visión de dos numantinos, que narran al espectador su personal impresión de los hechos. El espectáculo religioso se convierte en la teatralización del sacrificio de un animal —pese a que en ese momento algunos de ellos ya se han muerto de hambre— en la teatralización de la tragedia (II, 2, vid. acotación inicial). El sacrificio del carnero no se celebra tanto para adorar a Júpiter (irónicamente, deidad romana), cuanto para que Júpiter les hable de su futuro, o se lo revele de alguna manera a los oficiantes. Los numantinos hacen de Zeus un Apolo. Convierten a un dios en un adivino. A tal cosa queda reducida en sus rituales religiosos la esencia de la divinidad. La novedad de la visión dramática que ofrecen los dos personajes (Leoncio y Morandro) que son testigos del ritual de Estado, reside en varios aspectos: lo que el espectador percibe está marcado por la distancia y la objetividad que —brechtianamente— introduce Cervantes al colocar a estos dos numantinos y sus testimonios vivenciales entre los sacerdotes y el público; un doble escenario separa a los oficiantes o hechiceros del espectador; la religión es un teatro, para todos visible, y como tal contemplan los ritos los personajes Leoncio y Morandro; una práctica de las religiones secundarias o míticas (sacrificio de animales a los dioses) resulta teatralizada y desmitificada en una época controlada dogmáticamente por las religiones teológicas o terciarias (donde todo dios deja de ser una entidad viva y personal para transformarse en sujeto de atributos abstractos e ideas límite, como inmovilidad, infinitud, eternidad), que Cervantes destierra por completo de su obra, en un silencio más sospechoso y elocuente que cualquier forma verbal o literaria explícita. Cervantes es un racionalista, un materialista y un ateo, precursor de un sistema de pensamiento como el de Baruch Spinoza.

En cuarto y último lugar, cabe advertir que la ausencia de referentes que permitan al lector de esta tragedia reconstruir con nitidez los recursos técnicos y materiales en que se sustantiva la vida de los numantinos ha inducido a muchos críticos a situar idealmente la polis o Estado de Numancia en una suerte de utopía genuina, asequible en un tiempo remoto, mítico, heroico, legendario. Pero lo cierto es que la utopía remite a un futuro o porvenir (desde Cristo a Marx, pasando por Moro), más que a un pasado genesíaco (el mito hebreo del Paraíso terrenal) o un tiempo cronológico concreto (la conquista histórica de Numancia por las tropas romanas). 

Por otro lado, una utopía, pese a sus virtualidades imaginarias, sólo es concebible modernamente en el formato de una naturaleza urbana, no rural, ni menos rupestre, es decir, sólo es concebible en el contexto de un estado, de una ciudad-estado, absolutamente artificial en todos sus extremos (como el Vaticano, por ejemplo, donde el estado «natural» de todos sus habitantes es el celibato). En este punto, La Numancia alcanza una de sus mayores ambigüedades, al no declarar nada relacionado con las formas materiales de vida de sus habitantes, que se mueven entre las apariencias de la barbarie y los resultados de la civilización. La técnica revela cómo el ser humano se adapta a la naturaleza, mientras que la tecnología demuestra hasta qué punto la naturaleza se adapta al dominio de las potencias humanas. En La Numancia los extremos de esta balanza permanecen en posiciones muy ambiguas y confusas. Aparentemente, las necesidades básicas exigen a los numantinos el dominio técnico, pero no tecnológico, del entorno. A la estrategia escipiónica del cerco, que garantiza la inmunidad a un torturador cuya impotencia o cobardía en el acto de guerrear queda al descubierto, los numantinos contraponen la estrategia del suicidio, negación de todo sentido religioso y trascendente de la vida humana. ¿Para qué se suicidan todos los habitantes de Numancia? ¿Para estar esa tarde a la derecha de un dios en el Paraíso? No. Cervantes no es Calderón, ni La Numancia es El Príncipe Constante. ¿Para hacer creer a los españoles de ayer, a los nacionalistas de siempre, o a los posmodernos de hoy, en el misticismo de la identidad? Probablemente no, aunque muchos necesiten responder que sí para preservar tal misticismo, frente a una identidad que ha sido y será siempre históricamente variable. ¿Para hechizar a los ejércitos con la idea de que la valentía y el heroísmo son los nombres que recibe la temeridad cuando el individuo sobrevive al riesgo de sus consecuencias? De seguro que no, aunque numerosos críticos, sobre todo españoles, se hayan ilusionado con el heroísmo de los numantinos, heroísmo que consiste —entre otras realidades— en matar a los propios hijos para liberarlos de males mayores. Si los numantinos se suicidan para evitar ante todo el sufrimiento físico bajo la opresión romana, entonces, y sólo entonces, habrá que aceptar que su ética es una ética materialista y que su religión es la antesala del ateísmo.

 

 

3. Mito e ideología

En segundo lugar, hemos de considerar, en el contexto de La Numancia, la significación funcional de los conceptos de mito e ideología. El saber mitopoético o legendario, característico de sociedades bárbaras, de la que los numantinos serían una muestra aparente, se basa en relatos ritualizados, que se transmiten literalmente y sin alteraciones de generación en generación, mediante la difusión oral, y que explican el origen, organización y destino de una comunidad étnica, cultural y religiosa, cuya identidad y cohesión tratan de preservarse intactas, aisladas incluso, y con frecuencia conservando también sus formas asimétricas (jerarquía social inamovible, relaciones de dominio, esclavitud) e intransitivas (imposibilidad de transmisión de ideas heterodoxas, prohibiciones, tabúes). Éstas y otras exigencias no están presentes en los habitantes de La Numancia cervantina. 

Del mismo modo, no es posible confirmar en la tragedia de Cervantes otras características funcionales, propias del mito en las sociedades primitivas, que no resulten desmitificadas puntualmente por algún personaje. Los numantinos tampoco poseen narraciones legendarias que impongan o difundan un valor simbólico o normativo a sus actos, y la obra en su conjunto no las ofrece, si exceptuamos acaso ciertos fragmentos imputables a alguno de los personajes alegóricos a los que el dramaturgo cede la palabra en uno u otro momento de la tragedia. Por otro lado, no hay en La Numancia una dramatización de fenómenos de la naturaleza sobre las acciones humanas y personales, así como tampoco explicaciones antropomórficas y animistas que las sugieran o justifiquen. Antes al contrario, el dramaturgo no permite que el espectador conceda mayor crédito a hechos de este tipo, y pone en boca de numantinos como Leoncio un discurso completamente desmitificador, cuya impiedad habría horrorizado a cualquier protagonista de las tragedias esquíleas. 

El mito no representa en la acción de La Numancia ninguna fuente de cohesión social, a diferencia de lo que sucedía en las sociedades primitivas o bárbaras, pues a los numantinos sólo les une, formalmente, el nombre de la ciudad que habitan, y, funcionalmente, el cerco que les impone Escipión. El mito, de existir, se sitúa fuera de la obra en sí, es decir, se ubica, en primer lugar, en la historia, en la leyenda, antes incluso de que Cervantes escribiera su tragedia, y, en segundo lugar, se emplaza —muy a menudo— en la mente del crítico, quien, jaleado por algunas declaraciones morales de los personajes alegóricos, con frecuencia pretende concitarnos idealmente en una suerte de mística del heroísmo hispano, auténtico desagüe literario por el que desembocamos en la cloaca de las ideologías.

En efecto, una de las primeras transformaciones históricas que provoca el desarrollo del conocimiento científico es la crítica y disolución del pensamiento mítico. Aun así, las cenizas de los mecanismos que generan los mitos sobreviven en las sociedades modernas y contemporáneas a la crítica de la razón —pura y práctica— bajo la forma y el contenido de las ideologías. Las ideologías son siempre plurales. Remiten en cada caso a una pluralidad en la que de alguna manera todas están implicadas. No hay civilización sin ideologías. Es una ficción hablar de una única ideología, como es una ficción hablar de un pensamiento único. Las ideologías son creencias constitutivas de un mundo social. Son representaciones organizadas lógicamente, pero desde motivaciones muy psicológicas y sociológicas, capaces de expresar el modo en que las personas viven, comunican e interpretan la realidad en que están insertas. 

Al igual que los mitos en las culturas bárbaras, las ideologías contribuyen en las culturas civilizadas a asegurar la cohesión del grupo social en función de unos intereses prácticos inmediatos, es decir, de unos intereses políticos decisivos. Las ideologías incorporan materiales heterogéneos, desde los que disponen su propia justificación lógica —consecuencia del rigor impuesto por el desarrollo de los saberes críticos— ante las alternativas de otras ideologías oponentes, a las que excluyen internamente y critican en público. La idea de la filosofía marxista, según la cual en toda sociedad civilizada hay una ideología dominante que refleja las ideas de estos grupos sociales dominantes, los cuales se las arreglan para imponerlas al resto de la sociedad por procedimientos más o menos coactivos y sofisticados, es hoy día plenamente vigente. Sin embargo, nada de esto es visible en La Numancia, donde el espectador sólo percibe una sociedad sin clases —diríamos de acuerdo con una filosofía marxista—, es decir, una sociedad donde no existen relaciones asimétricas, porque todos sus miembros son «iguales» entre sí: las diferencias sexuales se borran, pues los hombres deciden no morir guerreando para no abandonar de este modo a las mujeres; la comida se reparte sin diferencias entre niños, jóvenes y ancianos; los sacerdotes no parecen poseer ningún estatuto dotado de privilegios o diferencias; por último, no hay en Numancia ninguna estructura aristocrática, militar o religiosa socialmente relevante y autónoma.

Los numantinos carecen stricto sensu de una mitología propia, bien al contrario de lo que sucede con los pueblos protagonistas de tragedias griegas como Los persas o Los siete contra Tebas, por citar sólo dos ejemplos afines. Esta carencia aleja a Numancia de ser funcionalmente lo que formalmente parece ser, un pueblo bárbaro. Supondríamos, pues, que los numantinos se encontrarían unidos y definidos por una ideología, o un sistema de ideologías. Observamos que tampoco esta cualidad, que los aproximaría a una cultura o sociedad civilizada, se cumple en la organización de su vida social, política o religiosa. Interpretaciones de esta naturaleza confirman que la situación de la Numancia cervantina corresponde a la de un estado completamente idealizado. Podríamos considerarlo, en este punto, de utópico. En todo caso, y por las razones que hemos aducido más arriba, se trata también de una utopía sui generis. Además, lejos de explicar la situación que materialmente se plantea en la tragedia cervantina, esta orientación hacia la utopía nos sitúa en un contexto que radicaliza las interpretaciones idealistas e ideológicas, que tanto placer provocan en el crítico posmoderno (o en la crítica posmoderna, como se prefiera), y desde las cuales cualquier cosa puede legitimarse irracionalmente.

La sociología del conocimiento, disciplina que se ocupa del análisis de las ideologías (Mannheim, 1929), nos invita —por decirlo de alguna manera— a considerar que toda ideología es un fenómeno psicológico, una deformación o error que sufre un sujeto o un grupo social en alguna dimensión de su pensamiento. Algo así como un prejuicio o un conjunto sistemático de prejuicios bien organizados y justificados. El marxismo, en muchas de sus variantes, insistía en que toda ideología —excepto la suya propia— era una especie de engaño necesario e inconsciente, una deformación intencionada y total del pensamiento. La ciencia y la filosofía, en su ejercicio racional más estricto, confieren a la ideología un sentido crítico y negativo. Aceptamos indudablemente que la ciencia y la filosofía no siempre están exentas de contaminaciones ideológicas, pero afirmamos rigurosamente que ninguna ideología puede identificarse nunca ni con la ciencia ni con la filosofía, disciplinas a las que siempre reconoce como discursos críticos y subversivos de los intereses ideológicos. Consideramos aquí que toda ideología es siempre una deformación aberrante del pensamiento crítico, cuya naturaleza es esencialmente científica o filosófica. Esta deformación del pensamiento crítico se advierte —de forma especial en la interpretación literaria— en dos irracionalismos fundamentales: el idealismo y el dogmatismo. El primero es una deformación semántica de la interpretación científica; el segundo, su imposición pragmática. Uno y otro son los dos pilares fundamentales del dicurso retórico de la posmoderna (Maestro, 2004b).

 

 

4. Magia y pseudociencia

En tercer lugar, hemos de considerar la significación que la magia adquiere en La Numancia desde el punto de vista del desarrollo funcional de la acción. Desde la Crítica de la razón literaria se considera que la magia posee, tanto en La Numancia como en otras obras de Cervantes, el valor de una pseudociencia. Apoyamos esta afirmación en las palabras de personajes numantinos que, al igual que muchos otros de la literatura cervantina, afirman, a propósito de las prácticas mágicas, oraculares, premonitorias, etc., lo que sigue:

 

       Que todas son ilusiones,
quimeras y fantasías,
agüeros y hechicerías,
diabólicas invenciones.
       No muestres que tienes poca
ciencia en creer desconciertos;
que poco cuidan los muertos
de lo que a los vivos toca.
       (Leoncio a Marquino. II, 1097-1104).

 

La creación literaria cervantina registra una de las grandes transformaciones que los conocimientos bárbaros o primitivos experimentan, al metamorfosear la magia —para garantizar de este modo su pervivencia en las sociedades civilizadas— en una pseudociencia, plenamente integrada, incluso en nuestro tiempo, en una sociedad de mercado que rinde culto cotidiano y público a las ciencias ocultas. A ningún personaje de Los persas de Esquilo se le ocurre ni por lo más remoto dudar o cuestionar la aparición del difunto Darío, rey de los persas otrora triunfantes. Lo mismo ocurre ante el espectro del padre de Hamlet, en la obra homónima de Shakespeare, hecho literario que por sí sólo remite a un arcaísmo sorprendente en el teatro isabelino inglés de comienzos del siglo XVII, y que lo aleja de forma nefasta de esa modernidad que el imperialismo anglosajón ha forjado a través de su propia industria editorial, tan rosalegendaria. En La Numancia, los protagonistas numantinos descreen de la resurrección de los muertos, de los resultados de los augurios y de todo pronóstico sobre cualquier futuro posible, pues «[…] todas son ilusiones, / quimeras y fantasías, / agüeros y hechicerías». ¿Alguien puede imaginarse al coro de ancianos persas pronunciando tales palabras ante el espíritu de Darío revivido? Es la distancia entre el cosmos mítico en que escribe Esquilo y la modernidad crítica en que se sitúa Cervantes.

La Numancia cervantina es una tragedia en la cual los personajes descreen de la magia, desacreditan la resurrección de los muertos y no asumen declaraciones sobrenaturales sobre la aparición de espectros. Nada más alejado de la esencia metafísica de una tragedia clásica. Incluso de la tragedia shakesperiana, tan mitificada y en realidad tan arcaizante. Una y otra resultan, cada cual a su modo, inconcebibles sin fantasmas y fuerzas numinosas vitales. La tragedia contemporánea seguirá, sin embargo, las pautas cervantinas —Woyzeck de Büchner, La casa de Bernarda Alba de Lorca, Waiting for Godot de Beckett...—, cumpliendo una trayectoria de la experiencia trágica en el arte dramático que comienza con la desmitificación de la metafísica religiosa en La Numancia de Cervantes, es decir, con la secularización de la tragedia, y concluye con la expresión más radical del existencialismo trágico que se alcanza en el nihilismo beckettiano.

Cervantes ofrece ejemplos célebres de personajes determinados por la anomia. Don Quijote y el licenciado Vidriera se han convertido en auténticos símbolos del estado de aislamiento sui generis en que puede vivir un individuo gracias a la desorganización e incongruencia de la sociedad en que se encuentra (Güntert, 1993). La magia o la pseudociencia justifican hechos que para la razón son inaceptables. Múltiples actividades derivadas de la magia sobreviven en nuestro tiempo con total impunidad, estimulando supersticiones arcaicas, fe en profecías disparatadas, creencias en sueños que revelan verdades ocultas, atracción por embrujamientos o hechizos, respeto a ufólogos o zahoríes, y atención irracional todo un conjunto cotidiano de paranormalidades variadas. Todo esto está desterrado de La Numancia, a pesar de presentarse los numantinos como miembros, insisto que sólo en apariencia, de una sociedad supuestamente bárbara o primitiva. El ejercicio de la magia posee objetivos primariamente prácticos, que en el caso de La Numancia no conducen a ninguna parte. Se concentran ante todo en conocer el futuro, no en adorar a los dioses. Y nada más irónico ante el espectador que la pretensión de conocer ese futuro, cuando ya está sancionado por historia, que no por la metafísica, desde antes del comienzo de la tragedia. Ésta es otra de las grandes aportaciones de Cervantes al proceso de la secularización de la tragedia: la sustitución de la metafísica por la Historia como matriz y referente del fatum trágico. Las prácticas rituales se desacreditan por su mistificación, o por la ironía de una interpretación rigurosamente racionalista: sacrifican todo un carnero cuando en realidad muy pronto van a morirse de hambre (el cuerpo muerto que resucita Marquino es de hecho el de un joven que ha muerto de hambre antes del sacrificio del carnero).

La escena de los augurios, que tiene lugar en el centro de la jornada segunda de La Numancia, es decisiva en cualquier interpretación de esta tragedia. El ceremonial chamanístico que aquí se celebra se sitúa entre la magia y la religión. El conjunto de sacerdotes de Numancia celebra un rito oficial y estatal cuyo objetivo es esencialmente político, práctico: conocer las consecuencias que ha de tener el cerco al que los romanos les someten. Es un fin político, no religioso. La finalidad del ritual no consiste en adorar a Júpiter, lo que sería propiamente una actividad religiosa, sino en conseguir que el dios les informe sobre el futuro de la ciudad, lo cual es un fin pragmático y político, cuyo conocimiento afectará a las decisiones del estado. La magia se utiliza estatalmente, oficialmente, como un medio para acceder a las revelaciones del dios sobre el futuro de Numancia, pero no como una demostración de la religiosidad de los numantinos, que ni siquiera están organizados en una iglesia, un credo o una mínima estructura religiosa. 

No por casualidad la escena de los augurios está introducida por el diálogo que mantienen Leoncio y Morandro, personajes dotados de personalidad propia, desde la cual se examina críticamente todo cuando sucede en esta y otras secuencias. Uno y otro serán testigos de las actividades de los hechiceros desde un espacio en acecho, desde el que observan sin ser observados. El diálogo de ambos personajes sintetiza claramente que la escena de los augurios, que el espectador va contemplar inmediatamente, se sirve de la magia como medio, como instrumento, para acceder a determinados conocimientos sobre el futuro, y adoptar de este modo decisiones políticas concretas, que constituyen en sí mismas el fin específico, el objetivo último, de estas prácticas chamanísticas. Nótese que los numantinos piden a Júpiter información, pero no protección. La relación entre ellos y el dios no es una relación religiosa, sino chamanística, mágica, oracular, adivinatoria, que funciona como un medio de acceso, como una forma de contacto, entre los numantinos y Júpiter, pero no como un intercambio de contenidos religiosos, de culto a cambio de protección, de amor a cambio de salvación eterna, etc., sino como una mera solicitud de información. Invocan al dios para que les informe del porvenir, no para que les proteja del presente. Tratan a Júpiter como si fuera Mercurio. Confunden a Zeus con Hermes. Aún peor: le solicitan servicios que corresponderían a una pitonisa délfica.

 

[...] quizá por ocultas vías
se ordena nuestro provecho; 
que Júpiter soberano
nos descubrirá camino,
por do el pueblo numantino
quede libre del romano;
...   ...   ...   ...   ...   ...   ...
que, para tener propicio
al gran Júpiter Tonante,
hoy Numancia, en este instante,
le quiere hacer sacrificio.
    Ya el pueblo viene y se muestra
con las víctimas e incienso.
¡Oh Júpiter, padre imenso,
mira la miseria nuestra!
[Apártanse a un lado.]
(Leoncio a Marquino. I, 771-787).

 

Leoncio y Morandro contemplan el ritual como espectadores segregados del resto del público, lo que confiere a la ceremonia religiosa un estatuto teatral dentro de la representación de la tragedia. Ha de insistirse en ello: un doble escenario separa a los númenes del espectador. Cervantes introduce así una distancia física y emocional jamás prevista en la tragedia antigua, y que objetiva sin duda el descrédito y la desmitificación con la que los dos personajes numantinos transmiten a los espectadores de la tragedia Numancia la teatralización de la experiencia religiosa.

 

Han de salir agora dos numantinos, vestidos como sacerdotes antiguos, y traen asido de los cuernos en medio de entrambos un carnero grande, coronado de oliva o yedra y otras flores, y un Paje con una fuente de plata y una toalla al hombro; otro, con un jarro de plata lleno de agua; otro, con otro lleno de vino; otro, con otro plato de plata con un poco de incienso; otro, con fuego y leña; otro que ponga una mesa con un tapete, donde se ponga todo esto; y salgan en esta scena todos los que hubiere en la comedia, en hábito de numantinos, y luego los sacerdotes, y dejando el uno el carnero de la mano, diga: [Sacerdote Primero:] Señales ciertas de dolores ciertos... (II, 789).

 

En esta secuencia ritual se manifiestan varias confluencias, contradicciones y mixturas entre elementos religiosos propios de las religiones primarias o numinosas, como es el sacrificio animal, y la relación verbal con un numen; de las religiones secundarias o míticas, como es la presencia sofisticada de un ceremonial protagonizado por personas a las que se les confiere una autoridad religiosa y ejecutiva, los sacerdotes, y la referencia a un dios —Júpiter[4]— que es un numen andromorfo perteneciente al paganismo de la mitología romana, la cual, en este caso, pertenece genuinamente al pueblo invasor; y de las religiones teológicas o metafísicas, como es la afirmación de un contenido moral propio concretamente del cristianismo, tal como se declara por boca del Sacerdote Segundo:

 

y arrepentíos de cuanto mal hicistes;
que la oblación mejor y la primera
que se debe ofrecer al alto cielo,
es alma limpia y voluntad sincera
(Sacerdote Segundo al pueblo de Numancia. II, 800-804).

 

La escena de los augurios evoluciona hacia una ilustración épica e idealista de ornitoscopias, con interpretación funesta de graznidos y direcciones en el vuelo de las aves.

 

¿No ves un escuadrón airado y feo
de unas águilas fieras, que pelean
con otras aves en marcial rodeo?
(II, 849-851).

 

Júpiter es la única deidad suprema mencionada en La Numancia. Y lo es por los numantinos, nunca por los romanos. Júpiter es citado, mencionado, aludido, inquirido, evocado, etc., con el único fin de conocer el futuro. Nunca, sin embargo, es adorado con otra intención. No se le rinde culto, sino que simplemente se le invoca para que actúe como un oráculo, como un numen revelador de prolepsis. No se le trata propiamente como lo que es, un dios todopoderoso, sino como a una especie de Pitonisa o criatura délfica. En el mejor de los casos, los numantinos tratan a Júpiter como los helenos invocaban al dios Apolo, ignorando que deberían alabarlo como a un Zeus. El Zeus de los numantinos quedaría reducido a un sacerdote de Apolo, a un numen délfico. Realmente los numantinos carecen de inquietud religiosa: sólo invocan al dios o numen para conocer el futuro, es decir, lo que les sucederá en la vida terrena, como consecuencia del cerco. El más allá no constituye para ellos ningún problema, ninguna inquietud, nada. En este sentido actúan de forma completamente epicúrea, descreída, atea. Es como si hubieran sido educados en los criterios más fundamentales del epicureísmo, pues viven sin experimentar ningún temor hacia los dioses, sin manifestar ningún miedo a la muerte, sin hacer del dolor físico el núcleo o el protagonista de la tragedia que les hace morir, y sin expresar incluso una ideología moral, es decir, un conjunto de ideas falsas acerca de lo que constituye el bien y el mal en la realidad que les ha tocado vivir.

A continuación, se invoca una nueva deidad: Plutón. Se trata ahora de un numen terrestre, demoníaco, también andromorfo, pero sujeto a las deidades celestes. Igualmente se trata de un dios perteneciente a la mitología romana, es decir, a la cultura invasora. Plutón introduce el sacrificio del animal, un carnero. La ironía que nos sirve el racionalismo no puede ser mayor. Los numantinos, cercados y asfixiados, prontos a morirse de hambre, ofertan un carnero a los númenes. Y no es coherente decir que los acontecimientos decisivos aún no han tenido lugar, porque el cuerpo muerto que el hechicero Marquino va a resucitar justo en la secuencia siguiente ha muerto, precisamente de hambre, antes de que los sacerdotes sacrificaran al animal: «De qué murió» —pregunta Marquino—. «Murió de mal gobierno» —responde Milvio—: / La flaca hambre le acabó la vida, / peste cruel salida del infierno» (II, 945-947). E inmediatamente después Milvio confirma: «Habrá tres horas que le di el postrero / reposo, y le entregué a la sepultura / y de hambre murió, como refiero» (II, 954-956). Al parecer el carnero se lo lleva un Demonio que aparece bajo el tablado, sin duda un Plutón, o un enviado de Plutón, que acude a recoger el fruto del sacrificio[5].

El crédito de todas estas actividades se discute y se niega explícitamente por Leoncio en sus diálogos con Marquino. Son éstas declaraciones que carecen de valor institucional o estatal, es decir, no son oficiales, sino personales, particulares, críticas, heterodoxas:

 

Morandro, al que es buen soldado
agüeros no le dan pena,
que pone la suerte buena
en el ánimo esforzado; 
y esas vanas apariencias
nunca le turban el tino:
su brazo es su estrella y signo;
su valor, sus influencias. 
Pero si quieres creer
en este notorio engaño,
aún quedan, si no me engaño,
experiencias más que hacer;
que Marquino las hará,
las mejores de su ciencia
(Leoncio a Morandro. II, 915-928).

 

Las palabras de Leoncio poseen una significación decisiva para interpretar desmitificadoramente cuanto sucede en La Numancia desde el punto de vista de la magia y la religión, al insistir en calificarlo, una y otra vez, de «vanas apariencias» y «notorio engaño». La magia y la pseudociencia sólo pueden difundirse con éxito seguro en las sociedades bárbaras, y también en comunidades cerradas y aisladas de fieles o creyentes que persisten en el seno de las sociedades civilizadas. Su último fin consistirá en favorecer la entropía del sistema social y la anomia de las masas que lo habitan. Son prácticas dogmáticas y acríticas, saturadas de irracionalismo que simula argumentos racionales. El aislamiento de personas y grupos sociales es una fuerza fundamental para su desarrollo, lo que explica que prosperen especialmente en las comunidades primitivas y precientíficas. Su principal enemigo reside, sin duda, en el escepticismo organizado, el racionalismo filosófico y la educación científica e intelectual de la sociedad, cuyos primeros pasos se desarrollaron históricamente en la Grecia del siglo VII antes de nuestra Era. No creemos exagerado afirmar, a partir de la lectura de La Numancia y de otras obras del mismo autor, que estas ideas que acabamos de exponer, contrarias a la magia y las pseudociencias, están muy presentes en la mente y en la escritura literaria de Cervantes.

 

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NOTAS

[1] Autores como F. A. De Armas (1998: 86-87) han establecido ciertos interesantes paralelismos entre La Numancia de Cervantes y Los persas de Esquilo. Sin embargo, muchas de estas analogías se limitan a paralelismos argumentales (la ciudad sitiada, la frustración de un general, el lamento de un pueblo derrotado...). Lejos de justificar la imitación cervantina, tales coincidencias en los hechos de la historia de La Numancia y Los persas, sobre todo si tenemos en cuenta las diferencias que en el tratamiento semántico y formal del discurso adquieren funcionalmente esos mismos hechos, permiten explicar una concepción completamente diferente de la acción trágica en cada una de estas obras. La distancia que separa a Cervantes de Esquilo es inmensa e irrecuperable. Es la distancia que aleja definitivamente los últimos años del Renacimiento europeo de un mundo que, como el de la Grecia clásica, nunca apreció diferencias sustanciales entre la historia y la mitología religiosa.

[2] Como ha advertido Lewis-Smith (1987: 25) en sus estudios sobre el teatro cervantino, a lo largo del siglo XVI Esquilo era uno de los autores griegos cuyos textos apenas eran conocidos, frente a lo que sucedía con Sófocles y Eurípides, y sobre todo respecto a Séneca. Aunque no es en absoluto imposible que Cervantes conociera o hubiera oído hablar de Los persas de Esquilo, parece poco probable que hubiera leído alguna versión de esta tragedia. Con todo, e inducido principalmente por las motivaciones que él mismo establece entre La Numancia y Los persas, F. A. De Armas considera que «if Cervantes knew any of Aeschylus’s tragedies, the The Persians is the most likely candidate. Not only did it enjoy great popularity in its own time, but during the decline of the Roman Empire it was chosen as one of seven plays of Aeschylus for school reading. As such, it was preserved in medieval manuscripts. Furthermore, The Persians was also included in a collection of three of Aeschylus’s plays to be read in the schools of the Byzantine Empire. Greek manuscripts of Aeschulus were brought to Italy with the fall of Constantinople, and the editio princeps of his works was published in 1518. In deed there were several exemplary editions of his plays during the sixteenth century» (F. A. De Armas, 1998: 87-88). En efecto, como ha señalado Th. Rosenmeyer (1982: 17), ediciones de los textos de Esquilo hicieron Turnubus y Robortello en 1552, Vittori en 1557 y Canter en 1580. Y no conviene olvidar, en favor de quienes se decantan por el conocimiento cervantino de las tragedias esquíleas, que la edición de Turnubus contiene también una traducción y comentario en latín de tres tragedias de Esquilo: Prometeo encadenado, Los siete contra Tebas y Los persas.

[3] De acuerdo con los testimonios históricos más autorizados, se considera que el asedio de Numancia se prolongó durante catorce años, hasta que Escipión, en el año 130 antes de nuestra Era, hace sucumbir la ciudad. A. de Guevara escribe: «Catorce continuos años tuvieron los romanos cercados a los numantinos, en los cuales fueron grandes los daños que los numantinos recibieron y muy extremados los capitanes romanos que allí murieron […]. Luego al siguiente año, que fue el treceno del cerco, enviaron los romanos al cónsul Scipión con nuevo exército a Numancia […]. Un año y siete meses tuvo Escipión cercada la ciudad de Numancia […]. Grandísimo era el daño que cada día rescebía el cónsul Scipion en aquel cerco, porque los numantinos, allende de que como fieros animales andaban en los romanos encarniçados, peleaban ya, no como enemigos, sino como desesperados» (A. de Guevara, Libro primero de las Epístolas familiares, V, Madrid, BSCE, 1950, 1, pp. 42-44, ed. de José María de Cossío). A. de Morales, por su parte, sostiene que «la guerra de Numancia desta vez [duró] no más de siete años» (La crónica, fol. 135r).

[4] Júpiter es la única deidad mencionada en La Numancia. Y lo es por los numantinos, nunca por los romanos. Júpiter es citado, mencionado, aludido, inquirido, evocado, etc., con el único fin de conocer el futuro. Nunca, sin embargo, se apela a él con otra intención. Jamás se le adora. No se le rinde culto, sino que simplemente se le invoca para que actúe como un oráculo, como un numen revelador de prolepsis. No se le trata propiamente como lo que es, un dios todopoderoso, sino como a una especie de Pitonisa o criatura délfica. En el mejor de los casos, los numantinos tratan a Júpiter como los helenos invocaban al dios Apolo, ignorando que deberían alabarlo como a un Zeus. El Zeus de los numantinos quedaría reducido a un sacerdote de Apolo, a un numen délfico. Realmente los numantinos carecen de inquietud religiosa: sólo invocan al dios o numen para conocer el futuro, es decir, lo que les sucederá en la vida terrena, como consecuencia del cerco. El más allá no constituye para ellos ningún problema, ninguna inquietud, nada. En este sentido actúan de forma completamente epicúrea, descreída, atea. Es como si hubieran sido educados en los criterios más fundamentales del epicureísmo, pues viven sin experimentar ningún temor hacia los dioses, sin manifestar ningún miedo a la muerte, sin hacer del dolor físico el núcleo o el protagonista de la tragedia que les hace morir, y sin expresar incluso una ideología moral, es decir, un conjunto de ideas falsas acerca de lo que constituye el bien y el mal en la realidad que les ha tocado vivir. Sobre la religión y la secularización en La Numancia, vid. Maestro (2000 y 2004a). No deja de ser irónico que los numantinos invoquen a dioses romanos y los romanos no hagan referencia a ninguna divinidad, ni propia ni ajena.

[5] «Aquí ha de salir por los huecos del tablado un Demonio hasta el medio cuerpo, y ha de arrebatar el carnero, y meterle dentro, y tornar luego a salir, y derramar y esparcir el fuego y todos los sacrificios» (II, acotación entre vv. 884-885).






Información complementaria


⸙ Referencia bibliográfica de esta entrada

  • MAESTRO, Jesús G. (2017-2022), «El referente trágico de Esquilo: hacia el teatro de Cervantes y La Numancia», Crítica de la razón literaria: una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica. Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades del conocimiento racionalista de la literatura, Editorial Academia del Hispanismo (IV, 2.2), edición digital en <https://bit.ly/3BTO4GW> (01.12.2022).


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El referente trágico de Esquilo: hacia el teatro de Cervantes y La Numancia