IV, 2.45 - La dudosa literatura crítica del siglo XX

 

Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices





La dudosa literatura crítica del siglo XX


Referencia IV, 2.45


Crítica de la razón literaria, Jesús G. Maestro

Una de las características fundamentales de la genealogía de la literatura durante el siglo XX es la amalgama, confluencia y confusión de la crítica que sus respectivos autores, lectores e intérpretes dicen ejercer. En muchos casos no se trata de una literatura crítica y racionalista, sino de una literatura cuyo racionalismo se detiene ante los compromisos de una ideología social, una creencia religiosa o un sistema político más o menos definido. Este tipo de literatura, racionalista, ma non troppo, inconformista pero con reservas, desmitificadora aunque parcial, revolucionaria incluso sin criterios, se caracteriza, en suma, por ser racionalista pero acrítica, es decir, resulta ser una literatura comprometida con una sofística. Se trata, en consecuencia, de un modelo literario programático o imperativo, que a lo largo del siglo XX no se somete a la subordinación de criterios estéticos, como antes lo habían hecho la poética mimética de Aristóteles, el Arte nuevo de hazer comedias en este tiempo (1609) de Lope de Vega, o incluso en los comienzos del propio siglo XX la serie de manifiestos vanguardistas que sobre el futurismo, el dadaísmo o el surrealismo hicieron autores como Marinetti, Tzara o Breton, entre otros escritores y artistas, sino de criterios ideológicos y políticos, con idearios de arte totalitarios, en especial de naturaleza marxista (Lenin, Lukács, Brecht, Stalin, Sartre, Camus, Malraux…), superviviente a la segunda conflagración mundial, y en consecuencia también al arte fascista y nazi, con el que colaboraron figuras, tan respetables y honorables para la posmodernidad contemporánea, como Martin Heidegger.

El siglo XX ofrece una literatura que nos hace dudar de su propia capacidad crítica. ¿Por qué? Porque aunque es racional en sus planteamientos, es idealista en sus pretensiones, y porque a merced del idealismo al que se entrega pierde de vista la realidad del mundo al que pertenece, para citarse con la nostalgia del mito, la magia, la religión o la utopía, lo que tiene como consecuencia inevitable desembocar, bien en una literatura programática o imperativa, cuya máxima expresión es la denominada littérature engagée, bien en una literatura sofisticada o reconstructivista, cuyo momento álgido se encuentra particularmente en las vanguardias históricas del siglo XX, así como en todos aquellos movimientos que proclaman idealmente el triunfo del arte por el arte, como si la obra literaria pudiera sobrevivir de espaldas a la realidad y resultar inteligible al margen del mundo real, es decir, del mundo operatorio, histórico y político.

En el primer caso, el de la literatura programática, nos encontramos ante el imperativo de una forma de escribir e interpretar obras de arte determinada por el uso condicionado o deturpado de la razón, y por la negación personal (autologismo), gremial o gregaria (dialogismo), y también legislativa o política (normativa) de la crítica y la dialéctica: se degrada y menoscaba la razón, por una parte, y por otra se deroga o inhabilita la crítica. Es, pues, una literatura que supone el triunfo de la sofística, negando la dialéctica. Toda la denominada «literatura comprometida» quedaría engrosada, y no precisamente por su calidad, en este capítulo, que es lo más parecido al purgatorio que puede encontrarse en el planteamiento de una genealogía de la literatura.

En el segundo caso, el de la literatura reconstructivista, nos hallamos ante una forma esencialmente esteticista, y también cuidadosamente sofisticada, de concebir la hechura de las obras de arte verbal, determinadas esta vez por el ejercicio de una actividad crítica, capaz con frecuencia de sortear obstáculos de mercado, censura y ideologías adversas, pero que sin embargo se desenvuelve en el ámbito de la recreación irracional, imaginaria, mitológica, numinosa, con frecuencia expresada en términos lúdicos, artificiosos, simulados: solapa la razón, configurándola bajo una cobertura irracional, con el fin de afinar la hondura del ejercicio crítico. Es una literatura que, sin degradar la razón, la disfraza de irracionalismo —un irracionalismo de diseño, naturalmente—, a la vez que potencia, por los caminos de lo imaginario, el ejercicio de una crítica que se proyecta sobre la realidad del terrenal, histórico y político, mundo del ser humano. Pensemos en títulos como El castillo, de Kafka, o La metamorfosis; en buena parte de la literatura fantástica contemporánea, en la mayor parte de la poesía surrealista y creacionista, en los cuentos de Cortázar o Borges, en la poesía de Rainer-Maria Rilke, o en el pastiche como forma literaria de singular desarrollo en el siglo XX.

No es posible exponer aquí toda la casuística sobre la que fundamentar semejante discriminación entre literaturas crítica o indicativa, programática o imperativa y sofisticada o reconstructivista, pues la descripción de cada caso u obra particular sería una labor inagotable. Por otro lado, la Crítica de la razón literaria expone una genealogía de la literatura, articulada en cuatro modelos esenciales, en los que se comprende la totalidad de la realidad literaria de la que es posible dar cuenta. No se expone en ese capítulo (III, 3) una Historia de la literatura, sino una genealogía de la literatura, es decir, una génesis de los materiales literarios. Con todo, voy a aducir tan sólo tres ejemplos precisos, dados en el siglo XX, y correspondientes cada uno de ellos a estos tres modelos antemencionados de la genealogía literaria: El árbol de la ciencia (1911) de Pío Baroja, como literatura crítica o indicativa; el poema «Goya» (1948), de Rafael Alberti, como muestra de literatura programática o imperativa que pretende hacerse pasar por literatura crítica, sin serlo realmente; y el relato Ifigenia (1987), de Gonzalo Torrente Ballester, que constituye un ejemplo admirablemente logrado de literatura crítica o indicativa a pesar de la disimulación con la que su propio autor pretende hacerlo pasar por literatura sofisticada o reconstructivista.

El árbol de la ciencia de Baroja constituye una muestra perfecta, sin disimulación alguna, de literatura crítica o indicativa, muy característica además del siglo XX, donde la denuncia comienza a encontrar cabida en formas literarias abiertamente declarativas, cuyas consecuencias llegan de forma inequívoca a la realidad de nuestros días. Baroja no yerra un ápice cuando pone en la perspectiva vital del pensamiento de Andrés Hurtado esta declaración acerca de la enseñanza universitaria. En lo que se equivoca Baroja, y ahí demostró haber viajado poco, es en limitar, como hizo Larra, los problemas a España. En este punto, Baroja es un producto más de la leyenda negra antiespañola y de su placenta noventayochista:


Los profesores no sirven más que para el embrutecimiento metódico de la juventud estudiosa. Es natural. El español todavía no sabe enseñar; es demasiado fanático, demasiado vago y casi siempre demasiado farsante. Los profesores no tienen más finalidad que cobrar su sueldo y luego pescar pensiones para pasar el verano […]. En España en general no se paga el trabajo, sino la sumisión. Yo quisiera vivir del trabajo, no del favor (Baroja, 1911/1998: 158).


Algo más adelante, en sus reflexiones sobre la «crueldad universal», Baroja enuncia, en términos propios de una crítica característica de la impotencia observable en una sociedad política que carece de medios para actuar y lograr la consecución de sus fines, un ideario vital determinado por la ataraxia y el epicureísmo, en un contexto de biocenosis o lucha entre las diferentes especies y fuerzas en conflicto.


Que la vida es una lucha constante, una cacería cruel en que nos vamos devorando los unos a los otros […]. Claro, llamamos a todos los conflictos lucha, porque es la idea humana que más se aproxima a esa relación que para nosotros produce un vencedor y un vencido. Si no tuviéramos este concepto en el fondo, no hablaríamos de lucha. La hiena que monda los huesos de un cadáver, la araña que sobre una mosca, no hace más ni menos que el árbol bondadoso llevándose de la tierra el agua y las sales necesarias para su vida. El espectador indiferente, como yo, ve la hiena, a la araña y al árbol, y se los explica. El hombre justiciero le pega un tiro a la hiena, aplasta con la bota a la araña y se sienta a la sombra del árbol, y cree que hace bien […]. Ante la vida no hay más que dos soluciones prácticas para el hombre sereno: o la abstención y la contemplación indiferente de todo o la acción limitándose a un círculo pequeño (Baroja, 1911/1998: 125-127).


Todo en Baroja es individualismo, y la lucha lo es de forma especialmente radical. Su novela niega toda realidad colectiva, y afirma profundamente lo individual y personal. La sociedad es tan sólo el campo de batalla en el que los individuos se consumen o fracasan. Sin embargo, la idea de una crítica social irá adentrándose en la literatura del siglo XX, hasta convertirse en una de sus expresiones más solicitadas. El llamado realismo social triunfa en la segunda posguerra europea para ponerse al servicio del idealismo político socialista o incluso de la utopía marxista instilada por la extinta Unión Soviética. 

Las masas necesitaban una estética. El arte y la literatura del siglo XX habrían sido sociales ganara quien ganara la II Guerra Mundial. Con el triunfo de las democracias occidentales, por una parte, y del marxismo soviético, por otra, prosperaron, en paralelo a sus respectivos sistemas políticos, o a la sombra de ellos, los ideales de un arte socialista o los imperativos de una preceptiva estética marxista. De haber ganado la guerra la Alemania Nazi el arte habría sido igualmente socialista y totalitario. Hoy día, sin embargo, el arte ha dejado de ser social y socializante, para tornarse cada vez más individualista y autológico. Y a la vez, y paradójicamente, globalista y totalitario. Lejos quedan los ideales del poeta que se enaltece o se exhibe a sí mismo como la voz del pueblo. En nuestros días lo único que se comparte es la información, y no siempre, sino sólo cuando es masivamente útil socializar determinados contenidos informativos, por razones económicas, políticas o de mercado. De hecho, hemos pasado de la literatura comprometida al arte solidario o a la estética de la denuncia. ¿Por qué este cambio? Porque ninguna forma de literatura, y menos aún la que se pretenda «comprometida», llega a las masas. Por eso la difusión masiva de las obras ha tenido que dar lugar a la exhibición individualista del artista, formateado bajo un imperativo o programa ideológico, en un intento de mostrar públicamente una solidaridad que le haga individualmente popular o famoso, allí donde su arte resulta casi por completo ilegible, inaudible o incluso ininteligible.

Pensemos en el caso de Rafael Alberti, poeta de la denominada generación del 27, afiliado al partido comunista, apasionado de los toros y en absoluto pacifista, es decir, hijo de su tiempo. Mucha de su literatura puede resultar aparentemente crítica, y sin embargo no lo es. También puede parecer comprometida o engagée, pero en realidad tampoco lo está. Porque su crítica se detiene ante los dogmas y prejuicios de su propia ideología comunista, socialista o republicana, o de su españolismo histórico, y porque su «compromiso» ha sido meramente verbal o exclusivamente poético, cuando no inevitable y forzado (el exilio). En su poema «Goya», Alberti parece ofrecernos una crítica de la realidad social y política de España a través de la pintura del aragonés. Y sin embargo el lector podrá observar que ante la apariencia de la crítica lo único que hay es un juego poético sobre una obra pictórica. Porque la crítica no está en Alberti, sino en Goya, es decir, no está en la poesía, sino en la pintura. ¿Qué sentido tiene hacer, como hace Alberti, en 1948, una crítica a la Inquisición, a la España del siglo XVIII, a la guerra, a la sociedad, a la religión, a la monarquía, a los Borbones o a la violencia? Tiene el sentido de la crítica anacrónica y extemporánea. Es, en suma, la crítica de quienes nadan y guardan la ropa. Eso sí, muy hermosamente. Léase, si no, el poema, y compruébese cómo el autor es un lúdico «fingidor» y un juguetón artífice de simulacros críticos. La verdad y la crítica están en Goya, no en Alberti.


La dulzura, el estupro,
la risa, la violencia,
la sonrisa, la sangre,
el cadalso, la feria.
Hay un diablo demente persiguiendo
a cuchillo la luz y las tinieblas.
De ti me guardo un ojo en el incendio.
A ti te dentelleo la cabeza.
Te hago crujir los húmeros. Te sorbo
el caracol que te hurga en una oreja.
A ti te entierro solamente
en el barro las piernas.
Una pierna.
Otra pierna.
Golpea.
¡Huir!
Pero quedarse para ver,
para morirse sin morir.
 
¡Oh, luz de enfermería!
Ruedo tuerto de la alegría.
Aspavientos de la agonía.
Cuando todo se cae
y en adefesio España se desvae
y una escoba se aleja. 
  
Volar.
El demonio, senos de vieja.
Y el torero,
Pedro Romero.
Y el desangrado en amarillo,
Pepe-Hillo.
Y el anverso
de la duquesa con reverso.
Y la Borbón esperpenticia
con su Borbón espertenticio.
Y la pericia
de la mano del Santo Oficio.
Y el escarmiento
del más espantajado
fusilamiento.
Y el repolludo
cardenal narigado,
narigudo.
Y la puesta de sol en la Pradera.
Y el embozado
con su chistera.
Y la gracia de la desgracia.
Y la desgracia de la gracia.
Y la poesía
de la pintura clara
y la sombría.
Y el mascarón
que se dispara
para
bailar en la procesión.
El mascarón, la muerte,
la Corte, la carencia,
el vómito, la ronda,
la hartura, el hambre negra,
el cornalón, el sueño,
la paz, la guerra.
¿De dónde vienes tú, gayumbo extraño, animal fino,
corniveleto,
rojo y zaíno?
¿De dónde vienes, funeral,
feto,
irreal
disparate real,
boceto,
alto
cobalto,
nube rosa,
arboleda,
seda umbrosa,
jubilosa
seda?
Duendecitos. Soplones.
Despacha, que despiertan.
El sí pronuncian y la mano alargan
al primero que llega.
Ya es hora.
¡Gaudeamus!
Buen viaje.
Sueño de la mentira.
Y un entierro
que verdaderamente amedrenta al paisaje.
Pintor.
En tu inmortalidad llore la Gracia
y sonría el Horror[1].


Alberti ofrece aquí un ejemplo perfecto de literatura sofisticada o reconstructivista que pasa, aparentemente, por ser literatura crítica o indicativa, cuando sin embargo no lo es, porque ni siquiera es literatura programática o imperativa. Insisto en que la crítica que contiene el poema está en Goya, no en Alberti. No es crítico el poema, sino la pintura de Goya. Alberti aquí es lúdico, brillante, sofisticado, reconstructivista, a partir de los lienzos de este pintor afrancesado e ilustrado, de una crítica a la realidad española que se enuncia, poética y recreativamente, de forma por completo anacrónica e intempestiva, pero de un modo muy atractivo y seductor.

Por su parte, Gonzalo Torrente Ballester, en su relato Ifigenia (1987), ofrece un ejemplo admirable y singularmente valioso de literatura crítica o indicativa, pese a que esta novela corta resulta en su apariencia un testimonio de literatura sofisticada o reconstructivista. Fijémonos en la presentación de Calcas, el personaje que asume el papel de hechicero:


Contemporáneo de Sócrates, Calcas hubiera bebido, también, la cicuta. Nacido unos cientos de años antes, la gente se limitó a encogerse de hombros ante su ciencia; un encogimiento de hombros universal, desde el rey al esclavo, desde la Magna Grecia al misterioso Egipto. Ante tamaño fracaso, Calcas había tenido que falsificar su sabiduría, convirtiéndola en superchería, que era lo que la gente respetaba y pagaba. Ateo, se hizo sacerdote de cualquier dios; racionalista, se reputó a sí mismo de zahorí, intérprete de señales y clarividente del futuro; pedante, transfiguró su oratoria de lógica en patética, y su ademán, de solemne en teatral. Tenía una figura enteca y arrugada, ojos vivaces y envidiosos, sonrisa amarga y falsa. Cargado con sus chirimbolos profesionales, iba de santuario en santuario, de plaza en plaza, de palestra en palestra, y en todas partes sorprendía al auditorio y le sacaba para vivir (Torrente Ballester, Ifigenia, 1987: 19).


Calcas no es el bulero de los Cuentos de Canterbury, ni la Celestina que invoca convictamente a Plutón, ni el Hamlet shakesperiano que oye la voz del espectro paterno. No. Este figurín tampoco es el simulacro de la sabiduría, ni la parodia del conocimiento fingido. Calcas es la realidad humana que expresa un resultado tan amargo como imprescindible en la vida social contemporánea: la represión que se ejerce contra la razón humana y la proscripción que se impone sobre la crítica científica.

Desde Nietzsche, y sobre todo desde Freud, se nos ha educado en la obligatoriedad de asumir, sin que nadie ose discutirlo, que la razón reprime los deseos, como si la mayor parte de los deseos humanos no fueran racionales, o como si fuera posible establecer una radical dicotomía entre lo que se razona y lo que se desea. Freud, a partir de Nietzsche, y éste a partir de Rousseau, obliga a creer a sus lectores que cualquier deseo es más valioso y genuino en la medida en que es más natural y más irracional, es decir, más salvaje y más instintivo o fideísta. El Hombre supremo sería el más sensible y el menos inteligible. Torrente Ballester, en su literatura de desmitificación, sostiene precisamente la idea contraria: los deseos humanos son impulsos absolutamente racionales, y, lejos de ser el racionalismo humano la fuente de la represión, es la falta de conocimiento y de sentido crítico lo que más somete, oprime y degrada al ser humano, pues es la supresión de la ciencia lo que convierte la sabiduría en superchería —«lo que la gente respeta y paga», dirá Torrente—, es la negación de la razón lo que convierte al ateo en feligrés de cualquier dios, es la degradación de los métodos científicos lo que hace del meteorólogo un intérprete de la ornitoscopia, es la interdicción de la crítica lo que convierte a un dialéctico en un retórico, es decir, a un filósofo en un sofista.

¿Qué reprime a la razón humana? ¿Quiénes son sus enemigos? Lo cierto es que no estamos acostumbrados a que se formulen preguntas tan explícitamente antifreudianas. Innumerables elementos muy bien asentados en todas las épocas, y no menos en nuestro mundo contemporáneo reprimen la razón humana y actúan como sus enemigos: el miedo y la fe, el prejuicio y la violencia, la locura y la guerra… Incluso podríamos decir también que la Universidad y el colega son dos figuras que contribuyen en demasía a reprimir la razón e imponer un desenlace completamente irracional en muchas ocasiones. Sin embargo, la mayor parte de los impulsos naturales humanos, aquellos que Freud identificaba como irracionales, suelen ser habitualmente los más racionales, pues nada hay más racional que el deseo de placer sexual, con o sin fines reproductivos, entre otros innumerables placeres igualmente racionales, desde el enriquecimiento pecuniario —lícito o no— hasta el ansia de fama y celebridad —merecida o indigna—. Los deseos más racionales son precisamente los más humanos, es decir, los más castigados y reprimidos por el irracionalismo de todas las sociedades y de todas las épocas. No es la razón humana la que reprime los deseos humanos: es el irracionalismo de las colectividades e individuos lo que agrede, destruye y lesiona intimidatoriamente las facultades racionales y críticas del ser humano.

Determinadas sociedades y épocas obligan al científico a callarse o a retractarse (Galileo), al crítico a exiliarse (Unamuno), al artista a obedecer (Shostakóvich), al sabio a comportarse como un charlatán (mejor no dar aquí nombre alguno, dada la altísima competencia de concurrentes), y al profesor universitario a reemplazar la actividad docente e investigadora por la labor burocrática y administrativa, cada día más valorada ad maiorem mediocritatis gloriam.

Con todo, la crítica que distingue y caracteriza la literatura de Torrente Ballester, bajo la cobertura lúdica y recreativa de los mitos clásicos, es precisamente su desmitificación y su implantación dialéctica en un presente contemporáneo, de modo tal que quedan al descubierto las contradicciones, incoherencias e incluso deformidades de nuestro mundo más actual y moderno.

La desmitificación, como disolución o desautorización del mito, se ha manifestado en la historia de la humanidad desde épocas muy tempranas. En este sentido, sería posible reconocer al menos tres grandes períodos de desmitificación.

El primero de estos momentos correspondería, ya en el siglo V a.n.E., al primer moralismo griego, que comienza con Hesíodo, y prosigue con Arquíloco, Esquilo, el pensamiento socrático y la obra platónica, así como con otros filósofos como Jenofonte y Heráclito. El moralismo pagano reducirá el comportamiento humano a dos formas principales de conducta: el bien y el mal. Evidentemente, con la llegada de los moralistas llegaron también los problemas. El moralismo introduce explicaciones racionales de la vida humana, se convierte en un enemigo de la interpretación mítica, y acabará exigiendo al individuo un comportamiento normativo en el que el mito —y también el teatro— resultan inconvenientes[2].

Una segunda corriente de desmitificación surge inicialmente con el cristianismo. La desmitificación moralista cristiana desacredita el mito pagano —para introducir sus propios mitos— como forma de conducta moral, y por supuesto desautoriza esencialmente el mito pagano como forma de explicación de la vida humana. El cristianismo sólo reconocerá valores morales, y considerará ante todo que sólo una experiencia, la del pecado, puede impedir al Hombre el acceso a una vida trascendente. Desde este contexto, heredero de una tradición hebrea, se exige al ser humano una conducta moralmente normativa y escrupulosamente sancionadora. Sin embargo, el mito reaparecerá, debidamente cristianizado, en la Europa del Renacimiento, como un complemento y una expresión de la historia sagrada, la teología y la leyenda cristiana.

El cristianismo nació en el seno de una tradición popular judía que no disponía, ni deseaba, ninguna experiencia del teatro. El moralismo hebreo, como más tarde el moralismo cristiano, educa al hombre para rogar constantemente el favor divino en beneficio de la vida, una vida sin duda religiosamente custodiada[3]. La religión de la que nació el teatro griego no fue una religión aparentemente como la cristiana, es decir, normativa —que tiene con el teatro una relación muy limitada—, sino de aspecto popular, lúdica incluso, y abierta a la vida humana en momentos esenciales de su expresión pasional. Así se nos presenta hoy. Tal vez en el relato de la muerte de Sócrates no presentaba el mismo aspecto. La nueva cultura que surge en Europa a finales de la Edad Media y comienzos del Renacimiento irá descubriendo, muy paulatinamente, en el teatro —autóctono, griego y latino—, un medio de expresión dotado de un amplio repertorio de vitalidad y espontaneidad humanas. No obstante, pese a contar el teatro con frecuencia con un apoyo social mayoritario, el control de las instituciones religiosas y políticas es muy intenso, y la representación de los espectáculos cede una y otra vez a los imperativos eclesiásticos y políticos en toda la Europa de la Edad Moderna. 

Una tercera corriente de desmitificación la encontramos en el siglo XX. Surge en esencia de una cultura laica, y se manifiesta sobre todo a través del discurso literario. Su principal forma de expresión es la de una devaluación crítica en la reinterpretación estética, más que poética, los mitos clásicos, sobre todo los de genealogía hispanogrecolatina. Los moralismos socrático y cristiano habían disuelto completamente las estructuras y los discursos míticos a los que se enfrentaba su propio pensamiento; no trataban de desmitificar el mito, sino de evitarlo, desautorizarlo o proscribirlo más o menos sutilmente, para reemplazarlo por su propia mitología. Sin embargo, la desmitificación que se manifiesta a lo largo de buena parte de la literatura europea del siglo XX necesita el mito clásico para desnudarlo, para desposeerlo cotidianamente de sus atributos heroicos y superiores; necesita del mito tradicional para devaluarlo, en una palabra, para existencializarlo, para dotarlo de una existencia contemporánea y crítica, capaz de implantarlo en la realidad social del presente. Con frecuencia, reemplaza el mito a cambio de nada. Es el tránsito del mito hacia el nihilismo. La nada es otra forma de mitología, indudablemente.

Así se explica en las literaturas de nuestro tiempo esa suerte de desacreditación de las excelencias sociales, de la magnificación del ser humano, heredada de las culturas clásicas, como un ser superior, demasiado perfecto en su virtud o en su corrupción, en sus deseos de individualismo o en sus impulsos de seducción. La desmitificación deroga excelencias humanas, echa por tierra prestigios ancestrales, desenmascara fielmente toda una serie de creencias en modelos ideales de virtud o inteligencia, de poder, piedad o tolerancia. El mito, en su origen, no estaba humanizado como lo estaba el ser humano. Y hoy más que nunca la literatura y el teatro insisten en que el héroe no es de una pieza, sino que se trata de alguien muy humano, extraordinariamente frágil, inconsistente, desigual y, sobre todo, patológico. En este contexto, el poeta de la Edad Contemporánea encuentra cada vez más posibilidades literarias para exponer ante el público la pervivencia de mitos vacíos como una realidad existencialmente humana. El mito (clásico) se existencializa, pues, cuando el héroe (contemporáneo) se llena de experiencias iguales a nada. Ése es el combustible, por ejemplo, de la denominada poesía de la experiencia.

Toda desmitificación conlleva un descrédito del referente, una desautorización de esa realidad a la que remite literariamente el personaje mítico[4]. La desmitificación trata de poner al descubierto los impulsos genuinos de la acción que enmascara toda fábula heroica, en la que el personaje protagonista, con todos sus atributos y cualidades, se imponía como realidad indiscutible. La desmitificación constituye con frecuencia un discurso disolvente, reaccionario, crítico, cuyo límite es sin duda el nihilismo (Dostoievski) o el juego (Torrente Ballester). Naturalmente la desmitificación admite grados de intensidad, desde el descrédito de los prestigios humanos hasta la negación de cualesquiera valores y principios morales, metafísicos o científicos. Indudablemente, hemos de admitir que el relato mítico ha contribuido decisivamente a confirmar un determinado orden moral y político, que con frecuencia constituía la principal fuente de fortaleza en la solidaridad social de un grupo humano. Si el mito ratifica y sacraliza las instituciones humanas, desde los derechos de propiedad hasta la magia, la desmitificación introduce la desacralización y el desprestigio de todo cuanto existe, reduciéndolo a una vanidosa mixtificación mundana de la vida social, individual y política.

La mejor literatura crítica e indicativa del siglo XX, entre la que ha de figurar la obra de Gonzalo Torrente Ballester, desmitifica no sólo todo lo relativo al psicoanálisis freudiano y su mitología, sino también a todo lo relacionado con el irracionalismo y la interdicción crítica, aspectos uno y otro que se encuentran presentes, respectivamente, en la literatura sofisticada o reconstructivista (pseudoirracional) y en la literatura programática o imperativa (pseudocrítica), como a continuación se verá. Porque la literatura no está en las palabras, sino en la realidad de las palabras. La ontología no cabe en la filología. Es superior e irreducible a ella. Los filólogos no valen más que la realidad que los hace posibles, al contrario que la literatura, que suele ser mucho más interesante y atractiva que la realidad de la que brota.


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NOTAS

[1] Rafael Alberti (1948/1988: 347-349), «Goya», A la Pintura. Poema del color y la línea.

[2] Los escritos morales contra el teatro comienzan con Platón, quien en varios fragmentos de su República (377 c, 597 e) proscribe radicalmente las formas dramáticas, basándose en dos argumentos: en primer lugar, por su expresión mimética, que aleja doblemente al ser humano de su acercamiento a la verdad; en segundo lugar, porque presenta modelos moralmente débiles, al tratarse de un espectáculo que ante todo pretende intensificar las pasiones, en lugar de atemperarlas. Solo en las Leyes (800 d) Platón parece suavizar levemente esta actitud, a cuya crítica tampoco podrán sustraerse Ilíada y Odisea.

[3] «La visión moralista del cristianismo desaprobaba los géneros que realmente estaban vivos: el mimo y la pantomima […]. En principio, hubo una oposición frontal a lo que quedaba del teatro. La habría habido igualmente, sin duda, frente a la tragedia, que representaba el espectáculo del dolor humano que el cristianismo quería curar con la esperanza de la otra vida; pero la tragedia ya no existía. La habría habido frente a la comedia aristofánica (no comprendida, en realidad, hasta el siglo XIX) e incluso frente a su continuadora, pero ya no existían. La oposición fue, principalmente, frente al mimo y frente a todos los restos de las festividades populares. Así ya en Tertuliano, así en el canon del III Concilio de Toledo (586 d. C.) que dice que debe exterminarse la costumbre de los bailes y los cantos en las iglesias. Así en las Partidas (I, tít. VI, 34) que estatuyen que los sacerdotes no deben representar farsas burlescas en las iglesias, ni permitirlas dentro, ni asistir a las que hagan otros. Durante mucho tiempo hubo una gran desconfianza respecto al teatro […]. La Iglesia temía al teatro, que creaba un ambiente de expectación y fiesta y tendía a introducir motivos profanos. A reconstruir la unidad de la vida humana, como en Grecia y Roma, donde diversos géneros acompañaban a la tragedia y aun tendían a fundirse con ella» (Rodríguez Adrados, 1999: 70-71 y 73).

[4] Una de las características míticas del héroe tradicional es su exclusión de todo lazo social o familiar en su existencia doméstica o cotidiana. El héroe clásico carece de atributos existenciales, de condiciones particulares de vida, de circunstancias vitales que lo vinculen a necesidades humanas inmediatas. Por el contrario, el héroe contemporáneo y desmitificado se caracteriza porque todas las cualidades que necesita para su éxito o fracaso son cualidades existenciales, íntimamente ligadas a problemas personales de subsistencia cotidiana, familiar, social. Las acciones heroicas transcurren narrativamente en un mundo ficticio de episodios y acontecimientos sobrenaturales. Se objetivan de este modo ideas populares relativas a fenómenos naturales o históricos, en los que es posible identificar los fundamentos de una ideología, una cultura o una civilización. El antihéroe, por el contrario, se singulariza sobre todo por estar obligado a vencer dificultades exclusivamente cotidianas, ordinarias, sociales, existenciales, es decir, propias de la complejidad de la vida humana contemporánea, en las que el ser humano se ve inmerso en una sociedad que le supera en todos los órdenes (administración, política, cultura, economía, ideologías, credos religiosos, problemas laborales, etc.), y en medio de la cual le resulta francamente difícil reconocerse como persona.






Información complementaria


⸙ Referencia bibliográfica de esta entrada

  • MAESTRO, Jesús G. (2017-2022), «La dudosa literatura crítica del siglo XX», Crítica de la razón literaria: una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica. Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades del conocimiento racionalista de la literatura, Editorial Academia del Hispanismo (IV, 2.45), edición digital en <https://bit.ly/3BTO4GW> (01.12.2022).


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Crítica de la razón literaria, Jesús G. Maestro