Miguel Hernández
(Orihuela, Alicante, 30 de octubre de 1910 - Alicante, 28 de marzo de 1942)
XVII*
El toro sabe al fin de la corrida,donde prueba su chorro repentino,que el sabor de la muerte es el de un vinoque el equilibrio impide de la vida[1].Respira corazones por la heridadesde un gigante corazón vecino,y su vasto poder de piedra y pinocesa debilitado en la caída[2].Y como el toro tú, mi sangre astada,que el cotidiano cáliz de la muerte,edificado con un turbio acero[3],vierte sobre mi lengua un gusto a espadadiluida en un vino espeso y fuertedesde mi corazón donde me muero[4].
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NOTAS
[*] Miguel Hernández (1936), «El toro sabe al fin de la corrida», El rayo que no cesa, Madrid, Sial Ediciones, 2002, p. 103. Edición de José María Balcells. En este soneto, la imagen del toro, herido y moribundo, es un trasunto del propio poeta y de su masculinidad sufrida y amorosa: la fuerza vital desgarrada, la virilidad trágica, la sangre convertida en palabra. El poema condensa ese drama, tan recurrente Hernández, de pasión amorosa y muerte como destino ineludible, dos de los ejes constantes de El rayo que no cesa.
[1] Desde el principio del primer cuarteto irrumpe la figura central y numinosa: el toro como sujeto de experiencia humana, no como bestia irracional. El toro «sabe», como si fuera humano, con verbo propio de autoconciencia, que la muerte es inminente. Hay en este sabe una silepsis o dilogía (saber como conocimiento y saber como cata), metáfora sensorial que conecta la muerte con el vino (vida, sangre, embriaguez, pasión). La muerte como vino que trastorna el equilibrio vital une lo dionisíaco con el sacrificio trágico: se habla de beber la muerte, probarla, fundirse con ella. El «chorro repentino» es la sangre del táurico, pero también es la eyaculación humana, la pasión, lo irrefrenable.
[2] Indudablemente el segundo cuarteto objetiva una sublimación el enfrentamiento letal entre toro y torero: animal numinoso y destino trágico y mortal, que la literatura embellece poéticamente desde el ritual del sacrificio. La herida «respira corazones», sea entre animal y matarife, sea entre hombre y mujer, simbolizados respectivamente por el cornúpeta y el torero que lo mortifica y sacrifica. Nótese la ploce: corazones / corazón. «Piedra y pino»: son términos que remiten respectivamente a fuerza bruta del animal caído, como peso muerto, como piedra inerte, desde al altura de un pino, árbol alto, esbelto y fuerte. Adviértase la riqueza de los contrastes dialécticos: la fuerza cae, desde lo alto de su «vasto poder», como un peso muerto, «debilitado».
[3] En el primer terceto, el yo del poeta se identifica plenamente con el toro. La antropomorfización de la bestia es completa. Y la inversa, porque el poeta habla con la fuerza extrema del toro, a punto de morir sacrificado. Ya no se expresa el toro como toro, sino como símbolo de un yo humano y poético: «mi sangre astada» (armada con cornamenta, violenta, doliente, derrotada). La expresión es viva y violenta, y también numinosa y mítica, poéticamente idealizada e hiperbólica. El poeta se inviste de la numinosidad animal. El «cotidiano cáliz de la muerte» es una metáfora eucarística, de procedencia quevediana, y perteneciente a la liturgia cristiana. En ella se funde el traditum estoico y el cotidie morimur. El primero remite, como es bien sabido, al conjunto de doctrinas y enseñanzas, sentencias y ejercicios emocionales —no diré yo «espirituales»— que transmitidos por la escuela estoica desde Zenón de Citio hasta los estoicos romanos como Séneca, Epicteto y Marco Aurelio. A Quevedo estos principios llegan ya totalmente cristianizados. El tópico filosófico del cotidie morimur («morimos cada día», porque vivir es ir muriendo) es claramente senequista, y lo encontramos en las Epístolas Morales a Lucilio (24, 20). Sin embargo, en la poesía de Hernández, los valores religiosos se invierten: en lugar de redención cristiana y teológica, hay tragedia secular o pagana. El cáliz, elaborado o solidificado de «turbio acero», es imagen iconoclasta de la espada del torero, y del subsiguiente destino trágico y mortal: algo que hiere, atormenta y mata, sin otorgar ni prometer ninguna salvación posterior ni ultraterrena.
[4] Finalmente, en el último tercero, la muerte vuelve a ser catada o saboreada, como vino, pero ahora mezclado con acero mortal: un vino-sangre que contiene físicamente la espada del sacrificio y simbólicamente el ritual religioso, procedente del cristianismo. La lengua no degusta el placer, sino el dolor ritualmente sofisticado, no diremos exquisito, sino intenso, agudo y mortal. Fisiológicamente, todo fluye desde el corazón, también metafórico, ese centro vital donde el yo se muere sin redención posible. Es una muerte lúcida, consciente, casi voluptuosa, como quien se embriaga en la contemplación de su propio final. La imagen del corazón como lugar, escenario o teatro de muerte y sacrificio es recurrente en la poesía de Hernández y en los sonetos de El rayo que no cesa, como ocurre también el verso del segundo cuarteto del soneto 20: «dentro del corazón donde me muero».
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