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V, 5.7 - Don Quijote como prototipo literario: el don Quijote de Avellaneda

 

Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices





Don Quijote como prototipo literario: el don Quijote de Avellaneda


Referencia V, 5.7


Retráteme el que quisiere —dijo don Quijote—, pero no me maltrate, que muchas veces suele caerse la paciencia cuando la cargan de injurias.

Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha (II, 59).


 

Crítica de la razón literaria Jesús G. Maestro

En el contexto de la teoría de los géneros literarios que se expone en la Crítica de la razón literaria (III.7), el prototipo es la figura gnoseológica que designa las partes determinantes o esenciales de una obra literaria dadas en sí misma, esto es, sus términos más genuinamente originales y suyos, no implantados o impuestos en la obra individual por razones de pertenencia a un género o a una especie definidos. El prototipo identifica términos esenciales a la obra misma, términos al margen de los cuales la obra literaria no existiría ni formal y ni materialmente. Pero hay algo más respecto al prototipo: estos términos intensionales o determinantes en la obra de referencia —llamémosla hipotexto, siguiendo a Genette (1982)— han de resultar legibles, visibles, interpretables, en otras obras literarias —llámense hipertextos— posteriores a ella, en las cuales también se reproducen, como partes determinantes suyas, estos mismos términos que constituyen el prototipo de la obra de referencia inicial (o hipotexto)[1].

Desde este punto de vista, el prototipo más importante del Quijote está constituido precisamente por su personaje protagonista, don Quijote de la Mancha, al que se incorpora casi incuestionablemente su escudero Sancho Panza. Son muy numerosas las obras literarias que, intertextualmente, reproducen como términos determinantes suyos, desde presupuestos interpretativos genéricos, específicos o distintivos, las figuras cervantinas de don Quijote y Sancho. Los orígenes de estas reproducciones intertextuales, imitaciones o continuaciones de los prototipos cervantinos, son muy tempranas[2], si bien desiguales, según geografías, literaturas y dominios culturales, aunque en España surgen de forma indirecta, puntual y casi inmediata, como apunta Anthony Close:


Pues bien, ¿cómo se explica el florecimiento de novelas imitadoras del Quijote fuera de España, antes que en la misma cuna del género? Parte de la explicación consiste sin duda en el hecho de que los equivalentes españoles del roman nunca alcanzaron el predominio ni el grado de preciosismo que tuvieron en Francia, y por lo tanto, no se prestaron de modo tan flagrante a una réplica burlona. Otra parte deba buscarse, tal vez, en el florecimiento de la novela picaresca en España, que desempeñaba de modo implícito el mismo papel que obras como Le roman comique —el de ser un antídoto cómico a géneros más serios, sin enfrentarse satíricamente con ellos como el Quijote—. Sea cual fuere la explicación lo cierto es que durante los siglos XVII y XVIII en España las imitaciones del Quijote en prosa narrativa son de tipo indirecto, empezando con El caballero puntual de Salas Barbadillo, cuyas dos partes salieron en 1614 y 1619. Aunque la novela de Salas imita en parte la novela de Cervantes, aprovecha el modelo para la sátira moral de costumbres más bien que la parodia literaria. En esta obra la manía del protagonista, un huérfano pobre adoptado por un viudo rico y caritativo, consiste en soñar con ser caballero en la Corte, y estos ensueños acaban por volverle loco, por lo cual se va a Madrid, se bautiza con el nombre de don Juan de Toledo, se equipa de carro, lacayos, y posada de lujo, y adopta el estilo de vida holgazán y corrompido típico de un caballero de la alta sociedad madrileña, obsequiando a sus amigos con costosos almuerzos, jugando a los naipes y perdiendo dinero, fingiéndose pariente cercano de una familia aristocrática, y sufriendo los fracasos y humillaciones previsibles. El mismo tipo de camino será recorrido por las numerosas imitaciones del Quijote compuestas en España en el siglo XVIII, las cuales, con la meritoria excepción del Fray Gerundio de Campazas del Padre José de Isla (1758), son de escaso interés e insufriblemente moralizantes. Un ejemplo sería la Historia fabulosa de … D. Pelayo Infanzón de la Vega, Quixote de la Cantabria (1792), de Alonso Bernardo Ribero y Larrea, cuyo héroe padece maniáticas ínfulas nobiliarias, y va por esos mundos en compañía de su criado Mateo, proclamando la superioridad de su tierra y alcurnia. Otro rasgo que diferencia las imitaciones españolas del Quijote de las que se producen en Francia, Alemania e Inglaterra durante la Ilustración es el predominio en aquellas del concepto de un Quijote ridículamente arrogante, entrometido y pomposo, en vez de la visión más matizada, equilibrada entre la ironía y la simpatía, que observamos en las creaciones quijotescas de Fielding, Smollett, Sterne, Diderot, Wieland (Close, 2009: 68-69).


Sin embargo, la primera de las obras literarias de la Historia que se consagra plenamente a la construcción e interpretación intertextual de los prototipos cervantinos, como bien sabemos, nace en España, en 1614, y se escribe, desde la pseudonimia, por Alonso Fernández de Avellaneda, quien, sin esperar la segunda parte cervantina, se adelantó a ella, tratando de apoderarse de los prototipos elaborados por el autor de la primera parte del Quijote, con el fin de ofrecer a los lectores contemporáneos una recepción e interpretación de la novela de Cervantes muy distinta —tanto que aquí la calificaré de completamente dialéctica— de la que ofrecía su original.


 

5.7.1. La dialéctica entre Quijotes: Avellaneda versus Cervantes

La interpretación dialéctica entre ambos Quijotes ha de enmarcarse en un estudio endogámico de Literatura Comparada. Voy a explicar qué significa esto.

La Literatura Comparada es el estudio comparado de los materiales literarios, es decir, la interpretación de autores, obras, lectores y transductores, a partir de la relación como figura gnoseológica que hace posible su análisis intertextual, cuya naturaleza será analógica, paralela o dialéctica, según los términos relacionados o comparados mantengan entre sí relaciones de semejanza, proximidad o contradicción. Ésta es la idea de Literatura Comparada que he desarrollado en trabajos anteriores, y que cabe exponer en el siguiente cuadro, en el que se objetivan los Modi sciendi comparationis litterariae o Modos científicos de la comparación literaria (III, 8.4.6).



 Modelo gnoseológico de la Literatura Comparada[3]

Modelo
Autor
OBRA
Lectores
Transductores
Autor
Isología
Atributivo

Metro

Heterología
Atributivo

Prototipo

Heterología
Distributivo

Canon

Heterología
Distributivo

Canon

OBRA
Heterología
Atributivo

Prototipo

Isología
Atributivo

Metro

Heterología
Distributivo

Canon

Heterología
Distributivo

Canon

Lector
Heterología
Atributivo

Prototipo

Heterología
Atributivo

Prototipo

Isología
Distributivo

Paradigma

Heterología
Distributivo

Canon

Transductor
Heterología
Atributivo

Prototipo

Heterología
Atributivo

Prototipo

Heterología
Distributivo

Canon

Isología
Distributivo

Paradigma



 

El caso que aquí nos ocupa corresponde al metro que se origina al establecer una relación comparativa entre dos obras, el Quijote de Cervantes y el Quijote de Avellaneda. Esta relación es isológica, ya que se establece entre dos términos de la misma naturaleza, esto es, obra = obra (que no entre términos de naturaleza diferente, obra / autor, lector / autor, lector / transductor, etc.). La relación, además de isológica, es aquí atributiva (y no distributiva), porque cada obra posee funciones propias, esenciales y específicas, en su género y en su especie, que se manifiestan en este proceso comparativo concreto y no en otros.

La relación gnoseológica o interpretativa que puede establecerse entre el Quijote de Cervantes y el Quijote de Avellaneda es una relación determinada atributivamente por la endogamia y por la dialéctica.

Se habla de endogamia en Literatura Comparada cuando la comparación se establece entre materiales literarios que pertenecen a una misma familia o phylum (una misma literatura, una misma época, una misma «cultura», etc.), es decir, cuando el comparatista se sitúa en un espacio gnoseológico en el que los términos del campo de investigación están determinados por relaciones de sincretismo o identidad. Es el caso, por ejemplo, de un estudio de comparatismo literario entre obras de una misma literatura (términos pertenecientes a una misma clase), como Lazarillo de Tormes y La familia de Pascual Duarte. La endogamia viene dada por pertenecer a una clase común, pues ambas obras se inscriben en la clase de Literatura Española, aunque una sea aurisecular y anónima y la otra posguerracivilista y de autor bien conocido. Del mismo modo, difícilmente puede considerarse como un estudio propio de Literatura Comparada sensu stricto la relación crítica que un intérprete establezca entre la primera y la segunda parte del Quijote, o incluso la implicación en este contexto determinante del Quijote de Avellaneda, pues, en el primer caso, ambas obras sufren las consecuencias de un sincretismo dado en la identidad autorial (Cervantes) y, en el segundo caso, la terna se inscribe en una dialéctica que, más que comparatista, resulta absorbida en una figura filosófica tridimensional: tesis (Quijote I de Cervantes, 1605), antítesis (Quijote apócrifo de Avellaneda, 1614) y síntesis (Quijote II de Cervantes, 1615) (Maestro, 1994a).

Por esta razón, considero que la relación que determina atributivamente el estudio comparado de ambas obras es la dialéctica. Antonio Márquez (1980) ha sido uno de los primeros investigadores en ocuparse de interpretar dialécticamente ambas novelas, enfrentadas no solo desde el punto de vista personal de sus autores, sino también desde el racionalismo de criterios antropológicos, teológicos y ontológicos. La tesis de Antonio Márquez se basa en la idea de que Alonso Fernández de Avellaneda es el pseudónimo bajo el cual se oculta un grupo de personas afines a Lope de Vega y a la Inquisición. No hay pruebas positivas de ello, si bien las consecuencias de tal interpretación parecen coherentes con la premisa. La hipótesis de Márquez busca, con todo, el apoyo de ciertos hechos, entre los que se aducen las lecturas devotas del don Quijote apócrifo, particularmente la Guía de pecadores (1556), de fray Luis de Granada —obra que la Inquisición daba a leer a sus reos de condición culta o intelectual—, así como el hecho de que la propia Inquisición permitiera sin objeciones de ningún tipo la publicación y circulación pseudónima de un libro, de cuyo supuesto autor, Alonso Fernández de Avellaneda, no se sabe nada.


Como casi es comedia toda la historia de don Quijote de la Mancha, no puede ni debe ir sin prólogo; y así, sale al principio desta segunda parte de sus hazañas este, menos cacareado y agresor de sus letores que el que a su primera parte puso Miguel de Cervantes Saavedra, y más humilde que el que segundó en sus Novelas, más satíricas que ejemplares, si bien no poco ingeniosas. No le parecerán a él lo son las razones desta historia, que se prosigue con la autoridad que él la comenzó y con la copia de fieles relaciones que a su mano llegaron; y digo mano, pues confiesa de sí que tiene sola una; y hablando tanto de todos, hemos de decir dél que, como soldado tan viejo en años cuanto mozo en bríos, tiene más lengua que manos. Pero quéjese de mi trabajo por la ganancia que le quito de su segunda parte, pues no podrá, por lo menos, dejar de confesar tenemos ambos un fin, que es desterrar la perniciosa lición de los vanos libros de caballerías, tan ordinaria en gente rústica y ociosa; si bien en los medios diferenciamos, pues él tomó por tales el ofender a mí, y particularmente a quien tan justamente celebran las naciones más estranjeras y la nuestra debe tanto, por haber entretenido honestísima y fecundamente tantos años los teatros de España con estupendas e inumerables comedias, con el rigor del arte que pide el mundo y con la seguridad y limpieza que de un ministro del Santo Oficio se debe esperar («Prólogo» al Quijote de Avellaneda).


En este contexto de enemistad personal hacia Cervantes, de constatación de que «en los medios diferenciamos», y de explícita apelación a Lope de Vega como «ministro del Santo Oficio»[4], la propuesta de Antonio Márquez me parece, pese a todo, muy coherente con una realidad de la que, hasta ahora, seguimos sabiendo muy poco[5]. Nos enfrentamos a un material literario cuya interpretación sigue siendo muy deficiente. Si de la vida de Cervantes se ignora mucho, en relación con lo que necesitaríamos saber, de la vida de este supuesto Avellaneda sólo conocemos su pseudónimo y —lo que es decisivamente importante— el texto de su novela. En ella se objetiva una relación dialéctica, respecto a la obra cervantina, cuya interpretación contiene las claves más seguras para reconstruir y examinar el sistema de ideas formalizado en el Quijote apócrifo. Pensar, interpretar, escribir..., es pensar, interpretar y escribir contra alguien. Avellaneda escribe contra Cervantes y su obra, reemplaza la razón antropológica que rige la fábula del Quijote de 1605 por una razón teológica que sanciona el desenlace social, político y religioso; deroga todo referente idealista y toda crítica dialéctica para subordinar a los personajes a las exigencias realistas y armónicas del orden moral vigente, que termina por dominarlos y normalizarlos, en un manicomio y en una servidumbre bufonesca; revierte y reproduce los contenidos y fábulas cervantinas, de orientación y temática secular y pagana, al contexto religioso, nobiliario y católico, propio de la Contrarreforma; y pretende, sin duda, ante los lectores contemporáneos de Cervantes, canalizar mediáticamente la recepción del Quijote de 1605, interponiéndose e interviniendo en sus posibilidades seculares y críticas de interpretación, con objeto de neutralizarlas o incluso de extinguirlas. No en vano en el prólogo al apócrifo, Avellaneda escribe lo siguiente (cursiva mía):


En algo diferencia esta parte de la primera suya, porque tengo opuesto humor también al suyo; y en materia de opiniones en cosas de historia, y tan auténtica como esta, cada cual puede echar por donde le pareciere; y más dando para ello tan dilatado campo la cáfila de los papeles que para componerla he leído, que son tantos como los que he dejado de leer («Prólogo» al Quijote de Avellaneda).


Si las tesis de Antonio Márquez resultan muy coherentes, al atribuir de este modo la autoría del Quijote apócrifo a un grupo de personas inducidas por Lope de Vega, las de Martín Jiménez son más realistas, al identificar a Avellaneda con Ginés de Pasamonte. Cito a Martín Jiménez:


Tanto Lope de Vega como Pasamonte fueron atacados e imitados por Cervantes en la primera parte del Quijote, y ambos pudieron tener motivos para vengarse de él escribiendo el Quijote apócrifo.

La primera parte del Quijote cervantino se publicó en 1605, pero Lope de Vega ya la conocía en 1604, lo que indica que circuló en manuscritos antes de su publicación. En una carta fechada el 14 de agosto de 1604, Lope afirma que no hay ningún poeta «tan malo como Cervantes, ni tan necio que alabe a don Quijote» (Vega, 1985: 68). Y en el prólogo de El peregrino en su patria, novela publicada en 1604, Lope de Vega respondió a las críticas contra sus comedias que se habían realizado en un manuscrito, de cuyo autor afirma además que le había imitado. Lope aludió claramente a las expresiones usadas por el cura cervantino en la primera parte del Quijote, lo que demuestra que esta obra circuló en forma manuscrita antes de su publicación (Martín, 200a, 2014). Y si el cura cervantino lamentaba que las comedias de Lope no se ajustaran al arte (es decir, a las normas tradicionales sobre las obras dramáticas incluidas en las artes poéticas), Lope defiende que sus comedias no sigan esas normas, pues, de lo contrario, no agradarían a los españoles.

Por lo tanto, Lope de Vega se defendió del ataque de Cervantes en el prólogo de El peregrino en su patria, justificando que sus comedias no siguieran el arte.

Por otra parte, en el prólogo del Quijote apócrifo, Avellaneda dice sentirse autorizado a proseguir la obra de Cervantes, como hemos visto, porque este había realizado una «copia de fieles relaciones que a su mano llegaron». La expresión «que a su mano llegaron» se refiere a los manuscritos que circulaban de mano en mano, por lo que Avellaneda lamenta que Cervantes haya copiado las «fieles relaciones» que figuran en un manuscrito. Sabemos que Cervantes, en la primera parte del Quijote, había imitado fragmentos de La Arcadia de Lope de Vega y de la Vida y trabajos de Jerónimo de Pasamonte. Pero La Arcadia no era un manuscrito, pues se había publicado como libro en 1598, y su contenido, además, era ficcional. Por eso, es mucho más probable que Avellaneda se refiriera a los hechos reales («fieles relaciones») incluidos en el manuscrito de la autobiografía de Pasamonte, que no llegó a publicarse en la época (su primera edición, realizada por Foulché-Delbosc, es de 1922).

Y Avellaneda denuncia después que Cervantes ha ofendido a dos personas [...]. Ese autor de innumerables comedias y ministro del Santo Oficio no es otro que Lope de Vega, quien en la portada de su Jerusalén conquistada (1609) figuraba como «Familiar del Santo Oficio de la Inquisición» (Vega Carpio, 1951-1955: I, 5). Por lo tanto, Avellaneda lamenta que Cervantes le haya ofendido a él mismo y a Lope de Vega. Y ya sabemos a qué dos personas atacó Cervantes en la primera parte del Quijote.

Además, Avellaneda afirma que la ofensa cervantina se ha realizado mediante la «ostentación de sinónimos voluntarios» (8), lo que seguramente se refiere al nombre y al apellido de Ginés de Pasamonte, ostentosamente parecidos a los de Jerónimo de Pasamonte.

Como se ha indicado, Lope de Vega se defendió de los ataques cervantinos en el prólogo de El peregrino en su patria, justificando que sus comedias no se ajustaran al arte, pues, de lo contrario, no agradarían a los españoles. Y Avellaneda también defiende a Lope de Vega contra esos ataques, pero de manera totalmente diferente, puesto que afirma, como se aprecia en las palabras citadas, que Lope ha escrito sus comedias «con el rigor del arte que pide el mundo». El propósito renovador de Lope de Vega, bien conocido por sus personas cercanas, consistía en ignorar las normas tradicionales del arte, y Avellaneda no parece estar muy al tanto de esa intención, ya que afirma lo contrario de lo que sostiene el propio Lope. Y eso indica que el autor del Quijote apócrifo, aun saliendo en defensa del Fénix, no pertenecía a su círculo de amistades (Martín Jiménez, 2020: 24-26).


Las tesis de Martín Jiménez, que profundizan notablemente las propuestas de Martín de Riquer (1988), no han sido debidamente consideradas por el cervantismo más reciente, entregado con frecuencia a otro tipo de intereses, más personales y gremiales que literarios y científicos.

Es indiscutible que el «sentido del humor» de Avellaneda es muy diferente del de Cervantes. También es manifiesta su dialéctica en lo que se refiere a la materia de la historia. Por último, queda claro que el autor apócrifo se ha formado e informado bien documentalmente para escribir esta obra, como si fuera de encargo, bien por convicciones personales, bien por exigencias gremiales o «familiares». De este modo, el autor, o los autores, del falso Quijote, llevan a cabo una triple operación de intervención en los materiales literarios de la novela cervantina, en la que podemos distinguir tres órdenes principales, que afectan, respectivamente, a las partes determinantes, integrantes y constituyentes del Quijote de 1605. Esta operación está destinada a provocar una interpretación de la obra cervantina muy diferente de la prevista por su autor, es decir, está orientada a generar una transducción aberrante del primer Quijote

Así, en primer lugar, Avellaneda lleva a cabo la supresión y adulteración de partes intensionales o esenciales del Quijote cervantino, como es el caso del repudio y derogación de Dulcinea por «el caballero Desamorado», al comienzo mismo del relato, y la degradación y el simplismo de la pareja protagonista, don Quijote y Sancho, que se sostiene de forma constante y progresiva hasta el final de la novela. 

En segundo lugar, el artífice del apócrifo ejecuta la reproducción o reversión religiosa de partes integrantes o extensionales, como es la introducción de relatos intercalados de contenido católico y desenlace moralizante, frente a los episodios secularizantes, paganos, e incluso suicidas, que había introducido Cervantes en su primera parte del Quijote. Asimismo, las secuencias y funciones narrativas que integran como protagonistas a figuras del clero y de la nobleza resultan cuidadosamente dignificadas, y se disponen siempre orientadas hacia la consecución de un supuesto bien común en el seno de la sociedad política que es el Estado y de la sociedad gentilicia que es la Iglesia, en armónica y racional connivencia. 

En tercer lugar, Avellaneda procede mediante la adición y acumulación constante y creciente de partes distintivas y constituyentes, que imponen una interpretación degradante de los prototipos protagonistas —don Quijote y Sancho—, y por supuesto radicalmente diferente, es decir, dialéctica y paródica, de la dispuesta y prevista por Cervantes en su novela. El don Quijote apócrifo acaba encerrado ignominiosa y justamente, según el orden moral entonces vigente, en una casa de locos, y Sancho, desnaturalizado y embrutecido, sirve vulgarmente a un noble no menos común y ordinario en sus ordinarieces[6].

No por casualidad Dulcinea es el primer personaje que suprime Avellaneda. Dulcinea no es simplemente un personaje cualquiera. Dulcinea un es personaje esencial, determinante o intensional, del Quijote de 1605, es decir, es un prototipo, una parte medular de la cual la obra cervantina no puede prescindir sin eclipsarse. Avellaneda suprime esta figura determinante. Y no de cualquier manera, sino atribuyendo al don Quijote apócrifo la iniciativa y la justificación de tal supresión, bajo el signo del aborrecimiento, cual si de un auténtico repudio se tratara.


Pues Dulcinea se me ha mostrado tan inhumana y cruel, y, lo que peor es, desagradecida a mis servicios, sorda a mis ruegos, incrédula a mis palabras y, finalmente, contraria a mis deseos, quiero probar, a imitación del Caballero del Febo, que dejó a Claridana, y otros muchos que buscaron nuevo amor, y ver si en otra hallo mejor fe y mayor correspondencia a mis fervorosos intentos (Quijote de Avellaneda, II)[7].


De este modo, el Quijote apócrifo se abre camino a través de la derogación y la adulteración de partes esenciales del Quijote cervantino. Dulcinea se presenta en su referente real y grosero, la Aldonza que recibe y responde grotescamente las cartas de Martín Quijada, exhibidas a la hilarante ociosidad del visitante Álvaro Tarfe. Nada hay de ideal en esta figura, hasta ahora inmaculada y mítica, indisociable de la naturaleza genuina y única de don Quijote. En esa insolubilidad habían insistido sin pausa autor y personaje, sobre todo en la segunda parte de la novela cervantina:


Porque quitarle a un caballero andante su dama es quitarle los ojos con que mira y el sol con que se alumbra y el sustento con que se mantiene. Otras muchas veces lo he dicho, y ahora lo vuelvo a decir: que el caballero andante sin dama es como el árbol sin hojas, el edificio sin cimiento y la sombra sin cuerpo de quien se cause (Quijote de Cervantes, II, 32).


De hecho, el detonante que provoca el nexo entre don Quijote y el personaje de importación cervantina, Álvaro Tarfe, es precisamente la falaz proclamación del desamor del caballero por su mítica dama:


—¿Para qué quiere vuestra merced, señor don Juan, que leamos estos disparates, si el que hubiere leído la primera parte de la historia de don Quijote de la Mancha no es posible que pueda tener gusto en leer esta segunda?

—Con todo eso —dijo el don Juan—, será bien leerla, pues no hay libro tan malo, que no tenga alguna cosa buena. Lo que a mí en este más desplace es que pinta a don Quijote ya desenamorado de Dulcinea del Toboso.

Oyendo lo cual don Quijote, lleno de ira y de despecho alzó la voz y dijo:

—Quienquiera que dijere que don Quijote de la Mancha ha olvidado ni puede olvidar a Dulcinea del Toboso, yo le haré entender con armas iguales que va muy lejos de la verdad; porque la sin par Dulcinea del Toboso ni puede ser olvidada, ni en don Quijote puede caber olvido: su blasón es la firmeza, y su profesión, el guardarla con suavidad y sin hacerse fuerza alguna (Quijote de Cervantes, II, 59).


El amor cortés, el fino amor, el amor como impulso en la literatura caballeresca, nos confirma que quien ama vale más que quien no ama, y que el caballero, o es caballero enamorado, o no es caballero decoroso. Avellaneda suplanta la pureza y el idealismo de Dulcinea por la bajeza de una furcia degradante, Bárbara, que acompaña a don Quijote y Sancho prácticamente hasta el final de la novela apócrifa. La relación entre Dulcinea y Bárbara es de una dialéctica determinante y absoluta.

A su vez, el ejemplo por excelencia de la bondad ejercida en el Quijote de Avellaneda por un eclesiástico lo constituye la figura de mosén Valentín, el clérigo que, a la ida y a la vuelta de Zaragoza, acoge a la pajera protagonista con intención de sanarles de sus locuras y disparates, y de tornarlos cuerdamente a su aldea. En su pretendido concierto con el soldado y el ermitaño para conseguir este propósito, el narrador del Avellaneda enuncia la idea fundamental de cordura que se sostiene en la novela apócrifa (cursiva mía):


Con todo, quedaron de común acuerdo [el cura, el soldado y el ermitaño] de procurar probar con todas sus fuerzas, por la mañana, si le podrían reducir a que dejase aquella vanidad y locura en que andaba, persuadiéndole con razones eficaces y cristianas lo que le convenía y dejarse de caminos y aventuras y volverse a su tierra y casa, sin querer morir como bestia en algún barranco, valle o campo, descalabrado o aporreado (Quijote de Avellaneda, XIV).


Adviértase que las razones que mueven a actuar a estos personajes son «eficaces y cristianas». No son, pues, unas razones cualesquiera. Son, como veremos más adelante, razones tridentinas.

Finalmente, los ejemplos de la degradación de Sancho no son menos duros que los que recibe don Quijote, de quien me ocuparé de forma específica en el apartado siguiente. Avellaneda arremete así contra Sancho, glotón, soez, sucio:


Y, apartándose a un lado, se comió las cuatro con tanta prisa y gusto, como dieron señales dello las barbas, que quedaron no poco enjalbegadas del manjar blanco; las otras dos que dél le quedaban se las metió en el seno con intención de guardarlas para la mañana (Quijote de Avellaneda, XII).


Cervantes responderá puntualmente a esta injuriosa degradación, por boca de los propios personajes, en la segunda parte, en la venta, ante los caballeros don Juan y don Jerónimo.


—Pues a fe —dijo el caballero— que no os trata este autor moderno con la limpieza que en vuestra persona se muestra: píntaos comedor y simple y nonada gracioso, y muy otro del Sancho que en la primera parte de la historia de vuestro amo se describe (II, 59).


Lo mismo sucederá en el diálogo con Antonio Moreno. Don Quijote y Sancho se defienden de las injurias, difamaciones y calumnias como si fueran personas reales. Como se atribuye a Séneca —y esto es algo que ningún calumniador (o calumniadora, que en esto, como en todo, el sexo pinta muy poco o nada) debe olvidar, pues del futuro nada está excluido—: «Quien puede soportar con firmeza injurias, difamaciones y calumnias, puede también vengarlas con igual o mayor firmeza». Con todo, no será la venganza la respuesta cervantina, sino la de perseverar en el cumplimiento de sus deberes y compromisos y, sobre todo, guardar silencio. Es la mejor respuesta a la calumnia (no incompatible, dicho sea de paso, con la vendetta).


—Acá tenemos noticia, buen Sancho, que sois tan amigo de manjar blanco y de albondiguillas, que si os sobran las guardáis en el seno para el otro día.

—No, señor, no es así —respondió Sancho—, porque tengo más de limpio que de goloso, y mi señor don Quijote, que está delante, sabe bien que con un puño de bellotas o de nueces nos solemos pasar entrambos ocho días. Verdad es que si tal vez me sucede que me den la vaquilla, corro con la soguilla, quiero decir que como lo que me dan y uso de los tiempos como los hallo; y quienquiera que hubiere dicho que yo soy comedor aventajado y no limpio, téngase por dicho que no acierta, y de otra manera dijera esto si no mirara a las barbas honradas que están a la mesa (Quijote de Cervantes, II, 62).



5.7.2. El personaje literario: don Quijote como prototipo

Lo he dicho: don Quijote se irrita frente a la injuria, la difamación y la calumnia, del mismo modo que si fuera un ser humano, porque «muchas veces suele caerse la paciencia cuando la cargan de injurias» (Quijote de Cervantes, II, 59). Y no le falta razón, porque el retrato deformante, degradado y vil, que de él hace Avellaneda es mayúsculo, como le advierten los primeros lectores del apócrifo, convocados en la segunda parte.


—Ni vuestra presencia puede desmentir vuestro nombre, ni vuestro nombre puede no acreditar vuestra presencia: sin duda vos, señor, sois el verdadero don Quijote de la Mancha, norte y lucero de la andante caballería, a despecho y pesar del que ha querido usurpar vuestro nombre y aniquilar vuestras hazañas, como lo ha hecho el autor deste libro que aquí os entrego (II, 59).


En realidad, tras la figura literaria de don Quijote, hay un ser humano injuriado, que es Cervantes. La crítica inicial de don Quijote al Avellaneda es superficial, esquiva y simple. Cervantes trata de restar valor e importancia a la obra apócrifa, desautorizando al autor como ignorante y espurio. Poco más. Con todo, el daño de la injuria sobre la figura de don Quijote, y sobre la persona de Cervantes, estaba hecho —«Y es querer atar las lenguas de los maldicientes lo mesmo que querer poner puertas al campo» (Quijote II, 55)—, pues, como suele decirse, lo peor que hacen los malos es obligarnos a dudar de los buenos.


—En esto poco que he visto he hallado tres cosas en este autor dignas de reprehensión. La primera es algunas palabras que he leído en el prólogo; la otra, que el lenguaje es aragonés, porque tal vez escribe sin artículos, y la tercera, que más le confirma por ignorante, es que yerra y se desvía de la verdad en lo más principal de la historia, porque aquí dice que la mujer de Sancho Panza mi escudero se llama Mari Gutiérrez, y no llama tal, sino Teresa Panza: y quien en esta parte tan principal yerra, bien se podrá temer que yerra en todas las demás de la historia (II, 59).


Es difícil combatir una calumnia. La mejor respuesta es el silencio. Cervantes parece evitar el enfrentamiento directo con Avellaneda. Si algo sabía al respecto, sobre su identidad, intenciones o aliados, lo silenció. Quien calumnia desea el escándalo, la vileza, la excrecencia de la propia ruindad, pues sabe, de ante mano, que sus testimonios son deturpantes, degradantes, falaces, sofistas, psicológicos, en todo caso, mentiras siempre. La calumnia tiene, sin embargo, algo importante: es la prueba principal de nuestras alianzas. Quien se deja seducir por la difamación, quien le da crédito, quien se comporta como si los contenidos de la calumnia hubieran sido posibles, ese es un traidor, pues teniendo razones para desmentir al calumniador, confiere valor de verdad a sus necedades. La calumnia, en última instancia, no desacredita al calumniado, sino a quien la levanta, la difunde o se la cree. Los amigos lo son de veras si son inmunes a la calumnia[8]. En caso contrario, son ordinarios traidores, con frecuencia después de haber sido serviles aduladores[9]. El público no traicionó, no abandonó, a Cervantes. Pero muy bien podría haber sucedido lo contrario. No faltaron, incluso ilustrados, y no ilustrados, que elogiaron el Quijote de Avellaneda muy por encima del Quijote de Cervantes. A quien injuria nunca le faltan aliados. Sin embargo, pasado el sarampión de la calumnia, resulta muy incómodo verse entre los difamadores, y como uno de tales pasar a la Historia. Pocos lo soportan.

Con todo, al margen incluso de todas estas declaraciones, pro-Cervantes y pro-Avellaneda, algunas pretendidamente «oficiales», aun en la propia ficción literaria, el don Quijote de uno y otro autor se diferencian en una cualidad determinante e intensional: la naturaleza de su locura. Desde el punto de vista que se sostiene en la Crítica de la razón literaria, en la novela de Cervantes, la locura de don Quijote es una invención de Alonso Quijano, que da lugar a un eficaz artificio sofisticado por el narrador; sin embargo, en el Quijote de Avellaneda, el protagonista es un loco de veras, simple y elemental de principio a fin. No evoluciona en ninguna de sus características ni propiedades. Ni en sus acciones. El don Quijote de Avellaneda es un personaje completamente plano, simple y fantoche. Y con una moralina muy de la época: si te comportas como un loco, serás tratado como tal, porque «este [libro] —dirá Avellaneda al final de su «Prólogo»— no enseña a ser deshonesto, sino a no ser loco».

Entonces, ¿cómo es, efectivamente, el don Quijote de Avellaneda? Ante todo, es un personaje literario mucho más castigado que el cervantino por lo que llamaríamos las fuerzas civiles y religiosas de orden público, esto es, por el Estado y por la Iglesia. Al don Quijote de Cervantes lo apalean arrieros, caminantes, venteros, puntualmente una moza del partido, y algún cuadrillero en funciones «de paisano», habiendo sido casi todos ellos previamente denostados por el ingenioso hidalgo; en cierto modo, lo burlan cuantos le tratan, especialmente los nobles, quienes más le faltan al debido respeto, y algún que otro eclesiástico, o castellano residente en Cataluña, le reprocha en público desabridamente su falta de cordura; pero al don Quijote de Cervantes no le pone la mano encima ninguna autoridad civil, ni militar, ni religiosa, es decir, ninguna institución política ni eclesiástica, de la sociedad a la que pertenece. Tampoco le acosan ni atacan los bandoleros. Sin embargo, al don Quijote de Avellaneda le agreden específicamente los poderes políticos y religiosos. Y aún más los primeros que los segundos, debidamente articulados por la mano del estamento nobiliario. Ya en el capítulo primero de la novela apócrifa encontramos a don Quijote en un aposento, convertido en mazmorra, y tratado como un facineroso, «con una muy gruesa y pesada cadena al pie» (Quijote de Avellaneda, I). A la salida de esta reclusión se entrega a la lectura, no sabríamos si decir patológica, de obras de meditación religiosa y contrarreformista, la Guía de pecadores de Granada, el Flos sanctorum de Villegas, y los Evangelios en vulgar. La mitología caballeresca ha sido sustituida inmediatamente por el racionalismo teológico. Pero sobre estas cuestiones volveré más adelante.

Sí ha de insistirse aquí en cómo la Justicia domeña y castiga al don Quijote apócrifo: «y a nuestro caballero, por las mismas calles que él la había empezado, le llevaron a la cárcel y le metieron los pies en un cepo, con unas esposas en las manos, habiéndole primero quitado todas sus armas» (Quijote de Avellaneda, VIII). Este don Quijote trata de libertar a un ladrón al que la Justicia azota por las calles, exhibiéndolo «a la vergüenza». A diferencia del don Quijote cervantino que libera a los galeotes, razonando a su modo la justificación de tal acto, el personaje de Avellaneda no argumenta nada —ni una idea de libertad, ni un concepto de Justicia, ni una razón que explique su discurso ni actuación—, simplemente disparata, comportándose como un enajenado y un demente. Al don Quijote de Avellaneda no le mueven ideales éticos ni idearios morales. Sus actos no se rigen por ningún criterio. Actúa solamente como un ser poseído por la alucinación y la demencia. Bien al contrario que el don Quijote cervantino, su locura carece de contenidos racionales. De hecho, la declaración que Avellaneda pone en boca de uno de sus personajes, maldiciendo al don Quijote apócrifo a las puertas de la cárcel en que está encerrado, es sumamente expresiva, desde el momento en que su valor imprecatorio puede interpretarse apuntando a la liberación de los galeotes habida en la primera parte cervantina:


Bien se merece el pobre caballero armado los azotes que le esperan, pues fue tan necio que metió mano, sin para qué, contra la justicia; y sin eso, en la misma cárcel ha descalabrado al hijo del carcelero (Quijote de Avellaneda, VIII).


En esta ocasión, don Quijote se encuentra de veras con la Justicia, que está dispuesta, cuando menos, a azotarlo por las calles, exponiéndolo, como era costumbre en tales casos, a la pública vergüenza. La oportuna intervención de Álvaro Tarfe evita semejante desenlace. La nobleza interviene aquí puntualmente, no se sabe muy bien si para evitar el fin de don Quijote, o, posiblemente, para prolongar el curso de sus disparates y posponer, durante el resto de la novela, el castigo que impone su desenlace final, al recluirlo carcelariamente en un manicomio. Tarfe hace el papel del «noble bueno», acaso para perpetuar y exhibir la burla del protagonista.


Don Álvaro Tarfe, disimulando, los mandó salir a todos fuera y rogó a uno de los dos caballeros que con él habían entrado se quedase allí, para que ninguno hiciese mal a don Quijote, mientras él con el otro, que era deudo muy cercano del justicia mayor, iban a negociar su libertad, pues sería cosa fácil el alcanzársela, constando tan públicamente a todos de su locura (Quijote de Avellaneda, IX).


Avellaneda habría querido incluso derogar el nombre mismo de don Quijote: «Ya no le llamaban don Quijote, sino el señor Martín Quijada, que era su proprio nombre» (I). Sin embargo, está claro que el autor apócrifo no puede permitirse este propósito. Suprimir el apelativo de don Quijote anularía toda posibilidad de referir en el futuro a este personaje la unidad de referencias semánticas y pragmáticas que la obra irá acumulando sobre él. Referencias que, como se verá, no son en absoluto complejas ni de relieve, sino muy simples, muy reducidas, y muy recurrentes. Avellaneda no puede imponer un supuesto nombre propio al nombre común del protagonista —esa pieza de la armadura que cubre el muslo—, y que desde su esencia misma funciona como propio al identificar al personaje de manera inequívoca y ya universal. El apelativo «don Quijote» es parte intensional y determinante del personaje, inseparable e indisociable de él. No cabe concebir a don Quijote con otro nombre. Ni siquiera apócrifamente. Hay elementos intensionales que, por mucho que se lo proponga, Avellaneda no puede extinguir. El núcleo no se deja extirpar.

Otra característica del Avellaneda es la soledad absoluta a la que familiarmente condena al personaje. No hay ama ni sobrina. Esta última se muere de «una calentura de las que los físicos llaman efímeras», y así, Madalena, que tal se llama la sobrina apócrifa, desaparece, «quedando el buen hidalgo solo y desconsolado» (I). Con todo, el cura no tarda en darle como ama «una harto devota vieja y buena cristiana» (I). Nada parecido hay en la aparente naturalidad del hogar del don Quijote cervantino, con un ama y una sobrina harto incautas y parlanchinas, de cuya inquietud religiosa no se dice ni palabra. Como del cura Pero Pérez, que hace de todo menos oficiar de ministro de su Dios.

Extinta Dulcinea, el narrador del don Quijote apócrifo empuja siempre a su personaje hacia figuras femeninas prostibularias. Bárbara representará el referente más degradado de este proceso, pero no es el único. En una puntual y recurrente devaluación imitativa —antes que paródica— de los hechos relatados en el Quijote cervantino, Avellaneda emputece explícitamente a toda mujer que se acerca al hidalgo. Así, en la primera venta, el «señor castellano» se la ofrece sin ambages, y el narrador apenas cambia la ascendencia asturiana de Maritornes por la gallega de esta nueva moza del partido:


Si quiere posada, entre, que le daremos buena cena y mejor cama, y aun, si fuere menester, no faltará una moza gallega que le quite los zapatos; que, aunque tiene las tetas grandes, es ya cerrada de años; y, como vuesa merced no cierre la bolsa, no haya miedo que ella cierre los brazos ni deje de recebirle en ellos (Quijote de Avellaneda, IV).


No cabe hablar, ante intertextualidades de este tipo, que se reproducen con asidua frecuencia en el Avellaneda, de parodia, pues no se trata de una imitación burlesca de un referente serio, sino de imitación degradante, porque lo que en efecto se está formalizando es una devaluación de materiales literarios primigeniamente cervantinos. Con todo, Avellaneda presenta a un don Quijote loco, irracional, estulto, violento y grotesco, pero no vicioso, ni sexualmente depravado. Estas últimas características no serían tolerables moralmente —esto es, públicamente, de cara al grupo (otra cosa sería íntima, privadamente)— por un autor, o un grupo de autores, afines a las honestidades y exigencias inquisitoriales. Por otro lado, el don Quijote apócrifo tiene con el dinero una relación muy distinta de la del cervantino[10]. Este último es, en la primera parte, cínico y deliberadamente irresponsable: viaja sin dinero, se va de las ventas sin pagar, destruye cueros de vino, y se desentiende de toda responsabilidad económica, mientras que en la segunda parte será en este sentido más racional, y actuará más sujeto a las normas sociales, al viajar mejor guarnecido económicamente, y mostrarse más liberal con quienes le rodean, desde Sancho hasta maese Pedro, pasado por los dueños del barco encantado que se destroza en una aceña. En el Avellaneda, don Quijote, simple en su locura no fingida, no solo paga siempre lo que debe en las ventas[11], sino que incluso mantiene con el dinero una relación de absoluto descontrol, derrochándolo absurdamente, como los doscientos ducados con los que pretendía obsequiar a la menesterosa moza ventera[12].

En el ejercicio de su locura, y a diferencia del don Quijote cervantino, el de Avellaneda solo protagoniza actos que, más que ridículos, cabe calificar de estúpidos. Si el personaje de Cervantes es el de un loco que actúa cínicamente, para unos, o lúcidamente, para otros, el de Avellaneda es un loco que se comporta como un necio. Los ejemplos son recurrentes, y acaso uno de los más expresivos sea el que corresponde al hecho de ir por las plazas públicas pregonando violentamente su misoginia y, de forma no menos retadora y amenazante, su repudio de Dulcinea:


Se ofreció en Ariza hacer él proprio [don Quijote] un cartel y fijarle en un poste de la plaza, diciendo que cualquier caballero natural o andante que dijese que las mujeres merecían ser amadas de los caballeros, mentía, como él solo se lo haría confesar uno a uno o diez a diez; bien que merecían ser defendidas y amparadas en sus cuitas, como lo manda el orden de caballería; pero que en lo demás, que se sirviesen los hombres dellas para la generación con el vínculo del santo matrimonio, sin más arrequives de festeos, pues desengañaban bien de cuán gran locura era lo contrario las ingratitudes de la infanta Dulcinea del Toboso. Y luego firmaba al pie del cartel: El Caballero Desamorado (Quijote de Avellaneda, VI).


La locura del don Quijote de Avellaneda no pone de manifiesto ningún conflicto serio, no ofrece ninguna observación crítica, ni social, ni política, ni religiosa. Sólo protagoniza tonterías sin consecuencias. Es, en este punto, una obra por completo acrítica. Su finis operis y su finis operantis son el mismo fin: degradar la interpretación del Quijote cervantino, imponiendo sobre la razón antropológica del original la razón teológica del apócrifo. El objetivo de Avellaneda no es la crítica del mundo interpretado en su novela, como sí lo era en el caso de Cervantes, sino la crítica degradante de la novela cervantina.

Avellaneda siempre enfrenta, y no por casualidad, a su personaje contra la Justicia del Estado, mas no contra figuras eclesiásticas ni autoridades vinculadas a la Iglesia. Muy al contrario que el don Quijote cervantino, quien en muy contadas ocasiones se enfrenta a autoridades civiles, con excepción del célebre episodio de los galeotes. En el Avellaneda, don Quijote nunca ataca a la Iglesia. La novela apócrifa se encuentra muy lejos de cumplir con el vocativo de Sancho, enunciado muy al final de la primera parte, en que impreca a su amo, diciéndole: «¿Qué demonios lleva en el pecho que le incitan a ir contra nuestra fe católica?» (Quijote de Cervantes, I, 52). Aquí la fórmula de la pregunta sería otra: ¿qué induce al don Quijote apócrifo a ir contra los representantes de nuestra sociedad civil?


—¿Qué hacéis, hombre de Barrabás? ¿Estáis loco? ¡En tal puesto y contra paje de persona de prendas tales, cual es el dueño dél y desta casa, metéis mano! Venga la espada luego y veníos a la cárcel, que a fe que os acordaréis de la burla más de cuatro pares e días.

No respondió palabra don Quijote, sino que, echando un pie atrás y levantando la espada, dio al bueno del alguacil una gentil cuchillada en la cabeza, de la cual le comenzó a salir mucha sangre. Viendo esto el herido alguacil, comenzó a dar voces diciendo:

—¡Favor a la justicia; que me ha muerto este hombre! (Quijote de Avellaneda, XXX).


Se reitera aquí una función o esquema recurrente: los nobles, que se presentan y actúan como dueños que controlan la administración y la política del Estado, impiden con rigurosa puntualidad que don Quijote sea ajusticiado, acabe en la cárcel o permanezca en ella el tiempo debido. El objetivo de esta supuesta indulgencia, o «gracia» de la Justicia, no es otro que el de convertir a este personaje en su bufón particular. Es como si la Justicia religiosa entregara el don Quijote apócrifo a la Justicia civil, quien lo indulta, durante un tiempo, a cambio de servirse de él como bufón. Así es como el figurón protagonista, una y otra vez, va de una en otra casa nobiliaria dando qué reír a cuantos lo burlan y manipulan, hasta que, finalmente, acabada la farsa, lo recluyen en una casa de locos. Entre tanto, el «donaire» de su necedad sirve de combustible a las burlas de una nobleza urbana no menos ociosa que la de la segunda parte cervantina.


En oyéndolo, se rió mucho el titular dello y, refiriendo al alcalde lo que don Quijote era y cómo por su orden le habían traído a su casa, le suplicó le soltase, dándosele como en fiado, que él se obligaba a entregársele siempre que le requiriese o constase que no era lo que le contaba, obligándose juntamente a todos los daños y costas de la cura del alguacil y a satisfacerle bastantemente. Lo mismo le rogaron todos los circunstantes que le acompañaban, deseosos de pasar la noche con el entretenimiento que les prometía el humor del preso y de los que venían en su compañía (Quijote de Avellaneda, XXX).


En manos de Avellaneda, don Quijote es un fantoche humano del que nada cabe esperar, salvo el regocijo y la burla de cuantos le rodean y manipulan inhumanamente para su propio solaz. No es un ser humano, es un pelele. Álvaro Tarfe lo mantiene cual bufón para uso privado y exhibición pública, especialmente en el contexto de las justas zaragozanas, a la sazón convertidas merced a la presencia de don Quijote en una «fiesta de locos»:


Porque por momentos se le representaba salía a la sortija, disputaba con los jueces, reñía con gigantes forasteros y otros cien mil dislates; porque estaba rematadamente loco, y Sancho ayudaba más a todo con sus simplicidades y boberías. Solo tenía de bueno don Quijote el recado y regalo porque se le daba bonísimo en presencia de don Álvaro, que siempre comía y cenaba con él, acompañado de diferentes caballeros cada vez […]. Maravillábase mucho el vulgo de ver aquel hombre armado para jugar la sortija, sin saber a qué propósito traía aquel pergamino atado en la lanza; si bien de solo ver su figura, flaqueza de Rocinante y grande adarga llena de pinturas y figuras de bellaquísima mano, se reían todos y le silbaban. No causaba esta admiración su vista a la gente principal, pues ya, todos los que entraban en este número sabían de don Álvaro Tarfe y demás caballeros amigos suyos, quién era don Quijote, su estraña locura y el fin para que salía a la plaza, pues era para regocijarla con alguna disparatada aventura. Y no es cosa nueva en semejantes regocijos sacar los caballeros a la plaza locos vestidos y aderezados y con humos en la cabeza, de que han de hacer suerte, tornear, justar y llevarse premios, como se ha visto algunas veces en ciudades principales y en la misma Zaragoza (Quijote de Avellaneda, XI).


Su imagen como fantoche resulta subrayada por una suerte de vanidosa necedad, de la que carece por completo el don Quijote cervantino. Avellaneda retrata a su personaje protagonista enajenado en la presunción: «andaba en esto don Quijote enseñando a unos y a otros las pinturas de su adarga, ufano de que tantos le mirasen» (Quijote de Avellaneda, XXIX).

Otro de los rasgos que cualifican en el Avellaneda la etiqueta semántica del personaje protagonista, es decir, sus rasgos intensionales, es la suciedad y la vileza corporal de don Quijote. Así se refleja desde la visión y el discurso de Sancho, quien no resultará retratado en su momento con mucha mayor limpieza:


—Cubra, señor Desamorado, ¡pecador de mí!, el etcétera, que aquí no hay jueces que le pretendan echar otra vez preso, ni dar docientos azotes, ni sacar a la vergüenza, aunque harto saca vuesa merced a ella las suyas sin para qué; que bien puede estar seguro.

Volvió la cabeza don Quijote y, alzando las bragas de espaldas para ponérselas, bajóse un poco y descubrió de la trasera lo que de la delantera había descubierto, y algo más asqueroso (Quijote de Avellaneda, X)[13].


Esta tendencia hacia la degeneración y degradación corporal del personaje se mantendrá hasta el final, donde alcanzará sus grados y expresiones más sobresalientes[14]. La dimensión física de la vileza se ve además corroborada por su naturaleza moral, encarnada en la compañía de Bárbara, la mujer del partido que el don Quijote de Avellaneda identifica con la reina Zenobia, y a la que convierte en compañera de viaje y aventuras. La fealdad de esta mujer, retratada de forma grotesca, así como la bajeza de su condición moral, contribuyen de forma superlativa a la degradación de la figura de don Quijote:


Salió ella [Bárbara] a la puerta del mesón con la figura siguiente: descabellada, con la madeja medio castaña y medio cana, llena de liendres y algo corta por detrás; la capa del huésped, que dijimos traía atada por la cintura en lugar de faldellín, era viejísima y llena de agujeros y, sobre todo, tan corta que descubría media pierna y vara y media de pies llenos le polvo, metidos en unas rotas alpargatas, por cuyas puntas sacaban razonable pedazo de uñas sus dedos; las tetas, que descubría entre la sucia camisa y faldellín dicho, eran negras y arrugadas, pero tan largas y flacas, que le colgaban dos palmos; la cara, trasudada y no poco sucia del polvo del camino y tizne de la cocina, de do salía; y hermoseaba tan bello rostro el apacible lunar de la cuchillada que se le atravesaba; en fin, estaba tal, que solo podía aguardar un galeote de cuarenta años de buena boya (Quijote de Avellaneda, XXIV)[15].


Con todo, este personaje degradante representa el racionalismo del que carecen otras figuras del más bajo estamento social. Así como en el Quijote de Cervantes es Sancho Panza quien informa al lector de los hechos reales que, en la ficción literaria, la visión de don Quijote transforma en acontecimientos fantásticos y sobrenaturales, conforme a los códigos de los libros de caballerías y a las expectativas de sus propios intereses, en el Avellaneda este racionalismo procede de la prostituta que los acompaña, y en modo alguno del escudero. Y así se lo hace ella saber al ingenioso hidalgo en más de una ocasión. La más explícita es la que se expone en el capítulo XXX:


Yo, señor don Quijote, he cumplido mi palabra en venir con vuesa merced hasta la Corte; y, pues ya estamos en ella, le suplico me despache lo más presto que pudiere, porque tengo de volverme en mi tierra a negocios que me importan; tras que temo, lo que Dios no quiera, que aquel alguacil que iba con el señor de la carroza, a quien vuesa merced llamaba príncipe de Persia, nos ha hecho traer a esta casa para saber quién es vuesa merced y quién soy yo. Y es cierto que, viendo cómo ando en compañía de vuesa merced, ha de pensar que estamos ambos amancebados, y nos hará llevar a la cárcel pública, donde temo seremos rigurosamente castigados y afrentados; y vuesa merced créame, y guárdese no le pongan en ocasión de gastar en ella ese poco dinero que le queda; y después, cuando quiera, volviendo sobre sí, meterse en su tierra, no se vea forzado a haber de mendigar. Por eso mire lo que en este negocio debemos hacer, pues en todo seguiré de bonísima gana su parecer (Quijote de Avellaneda, XXX).


La advertencia de amancebamiento o barraganía no es vana, pues en la misma tesitura se la remiten al propio Sancho los sirvientes del noble titular que los acoge en su casa, para divertimento de su pequeña corte urbana y aristocrática[16].


 

5.7.3. El Quijote de Avellaneda como parodia del Quijote de Cervantes

He indicado inicialmente que, si en el estudio de estas dos novelas se siguen los parámetros de la Literatura Comparada, es posible ofrecer un análisis de los materiales literarios basado en la figura gnoseológica de la relación. Desde este punto de vista, habrá que tener en cuenta el tipo de relación dada entre los términos literarios que se interpretan. Semejante relación intertextual podrá ser analógica, si tiende a la semejanza; paralela, si se atiene a la proximidad; y dialéctica, si se articula mediante la disposición de términos contrarios. Avellaneda se servirá de los tres procedimientos, en todos los casos de forma intencional, y siempre con el fin de conseguir el mismo objetivo: la parodia degradante del original cervantino. Hablo de degradante porque no se trata de una parodia burlesca, ni tampoco crítica, sino despectiva, menospreciadora y deformante. Avellaneda se propone dañar la obra de Cervantes semánticamente, primero, y pragmáticamente, después. El objetivo es que se interprete como la novela de un necio, cuyo protagonista es un necio también.

La analogía se limita básicamente a los referentes imprescindibles, entre los que figuran sobre todo los nombres de los personajes principales, así como la reproducción de episodios imitativos del Quijote de 1605, entre ellos la recuperación sanchopancina del rucio que se expone en el Avellaneda[17], con intenciones un tanto paródicas respecto a la primera parte de la novela, e impresa por primera vez en la segunda edición de Juan de la Cuesta (I, 30). Lo mismo cabe decir de la situación narrativa en que el Sancho de Avellaneda imita artificiosamente al don Quijote cervantino, al exigirle al soldado, que les acompaña junto con el ermitaño, que vaya a rendir pleitesía a su esposa, Mari Gutiérrez, como consecuencia absurda de una más que supuesta derrota ante el escudero. Avellaneda hace todo lo posible por situar a don Quijote en el contexto de las imitaciones y comparaciones más degradantes.


Quiero, pues, antes, y es mi voluntad —respondió Sancho—, ¡oh soberbio y descomunal gigante, o soldado, o lo que diablos fueres!, ya que te me has dado por vencido, que vayas a mi lugar y te presentes delante de mi noble mujer y fermosa señora, Mari Gutiérrez, gobernadora que ha de ser de Chipre y de todas sus alhondiguillas, a quien ya sin duda debes de conocer por su fama; y, puesto de rodillas delante della, le digas de mi parte cómo yo te vencí en batalla campal. Y si tienes por ahí a mano o en la faltriquera, alguna gruesa cadena de hierro, póntela al cuello para que parezcas a Ginesillo de Pasamonte y a los demás galeotes que envió mi señor Desamorado cuando Dios quiso fuese el de la Triste Figura, a Dulcinea del Toboso (Quijote de Avellaneda, XIV).


Especialmente representativo es el ejemplo de analogía intertextual que se advierte en el episodio del ataharre en el Avellaneda, en clara correspondencia con su equivalente en el Quijote cervantino, esto es, el baci-yelmo por el que disputan los personajes en la venta de Palomeque.


—¡Bendito sea Dios, señores, que estarán contentos! A fe que ahora, aunque les pese, han de confesar mi buen juicio, pues veen que acerté de la primera vez que este era ataharre, cosa en que jamás supieron caer tantos y tan buenos entendimientos.

Y, diciendo esto, dio el ataharre al labrador, lo cual viéndolo don Quijote se llegó a él, y, tirando reciamente, se le quitó diciendo:

—¡Ah, villano soez! ¿Y de cuándo acá fuiste tú digno de traer una tan preciada liga como esta, ni todo tu zafio linaje?

Tras lo cual se le iba a meter en la faltriquera, pero impedióselo el labrador, que no sabía de burlas, asiéndole del brazo, y porfiando don Quijote, que se lo contradecía. El labrador, en fin, como era hombre membrudo y de fuerza, y esas le faltaban a don Quijote, por estar tan flaco, pudo darle un empellón tal en los pechos, que le hizo caer con él de espaldas, y, saltándole encima, le quitó por fuerza el ataharre de la mano. Llegó Sancho en esto a ayudar a su amo, dando dos o tres crueles muchicones en la cabeza al labrador, el cual, revolviendo hecho un león contra Sancho, le cinchó dos o tres veces el ataharre por la cara (Quijote de Avellaneda, XXVII).


El paralelismo apela sobre todo a la disposición de la novela apócrifa siguiendo la estructura de la cervantina, mediante la reiterada presencia del cronista o sabio Alisolán, concomitante de Cide Hamete[18], o la incorporación de historias y relatos intercalados (caps. XV-XVI y XVII-XX), y del burlesco soneto del incipit, cuya autoría se atribuye a Pero Fernández, así como la apropiación de determinadas secuencias relativas a gigantes, encantadores y burlas varias (caps. XIII ss), con las correspondientes estancias en ventas a las que el protagonista loco confunde con castillos, etc., que van sucediéndose en el itinerario zaragozano postulado al final de la primera parte cervantina. Avellaneda trató de imitar y reproducir mediante un estrecho paralelismo formal las características narrativas y estructurales del Quijote cervantino, sin duda con el propósito de acercarse lo más posible al original, con objeto de deturpar del modo más eficaz la comprensión e interpretación del público, mediante la escritura y composición de una segunda parte apócrifa y degradante. 

El ejemplo más expresivo de paralelismo, y el más sutil, sin duda, es el que protagoniza Álvaro Tarfe para llevar y recluir a don Quijote a la Casa del Nuncio, el manicomio toledano. Es un procedimiento muy próximo funcionalmente al utilizado por el cura y el barbero en la primera parte del Quijote cervantino, con la ayuda de Dorotea, a la sazón convertida en princesa Micomicona. En el Avellaneda, Álvaro Tarfe idea, con la ayuda del joven secretario de su amigo don Carlos, que acaba por interpretar el papel de doncella menesterosa, por nombre Burlerina, hija del rey de Toledo, la farsa que permitirá conducir al enloquecido hidalgo a la ciudad Primada de España, para liberarla del asedio al que la tiene sometida el «alevoso príncipe de Córdoba» (XXXIV). Así se acredita lo «presto y bien que don Álvaro había entablado con el secretario de don Carlos el modo con que se podía facilitar el llevar a la Casa del Nuncio de Toledo a don Quijote» (Quijote de Avellaneda, XXXIV).

Lo cierto es que la novela apócrifa presenta, también en relación con la segunda parte cervantina, posterior a ella en un año, paralelismos —y analogías— sorprendentes. Aparte de las concomitancias señaladas, entre las que cabe recordar la interrupción que en la venta protagoniza don Quijote del ensayo de la comedia de Lope El testimonio vengado, en paralelo a la irrupción contra el retablo de la libertad de Melisendra de maese Pedro, piénsese en la carta de Sancho a su mujer, Mari Gutiérrez en el Avellaneda, en concomitancia o afinidad, que no en analogía o semejanza, con las que escribe el personaje cervantino en la segunda parte del Quijote (1615)[19]. Y piénsese sobre todo en el final de la primera parte de su epístola, que concluye con la misma afirmación que formulan las tres labradoras que hacen las veces de Dulcinea y sus damas de honor a la entrada del Toboso en el Quijote de 1615 (II, 11): «Jo, que te estriego, burra de mi suegro» (Quijote de Avellaneda, XXXV). Se trata, en fin, de un refrán muy popular, y por lo tanto de uso frecuente. No es sorprendente en absoluto que figure en ambas segundas partes. Pero no se olvide de que no es la única recurrencia común, sino una más entre bastantes, y es el conjunto de todas ellas lo que resulta, cuando menos, un tanto sorprendente, porque da la impresión —y nada más que la impresión— de que Cervantes y Avellaneda sabían mutuamente lo que, de forma tan simultánea como alternativa, estaban haciendo.

Con todo, la figura dominante, como se desprende cuanto se ha expuesto, es la dialéctica explícita entre ambas novelas (Dulcinea / Bárbara, Alonso Quijano / Martín Quijada, razón antropológica / razón teológica, locura lúcida / locura necia, etc.). Una dialéctica que precisamente separa aquello que une: don Quijote como protagonista y como prototipo literario de dos novelas antagónicas. El antagonismo entre ambos Quijotes viene determinado por la dialéctica entre ambas novelas, objetivadora, la de Cervantes, de una razón antropológica, frente a la de Avellaneda, que impone y formaliza el triunfo de la razón teológica y tridentina. Esta última es el código que hace posible en el autor apócrifo la degradación de la novela de Cervantes como objeto parodiado. He aquí sus cuatro elementos:


Artífice: Alonso Fernández de Avellaneda.
Sujeto: Los prototipos de Avellaneda (don Quijote y Sancho).
Objeto: Los prototipos de Cervantes (don Quijote y Sancho), y como objeto
                 último la novela que los formaliza como materiales literarios.
Código: La razón teológica contrarreformista.


 

5.7.4. El Quijote de Avellaneda como interpretación contrarreformista del Quijote de Cervantes.
            El fenómeno de la transducción literaria


Que son el demonio y Dios como la araña y abeja, que de una misma flor saca la una ponzoña que mata y la otra miel suave y dulce que regala y da vida.

Alonso Fernández de Avellaneda (Don Quijote de la Mancha, XXI).


El Quijote de Avellaneda constituye la primera interpretación «creativa» —en este caso literaria— del Quijote de Cervantes. Una interpretación determinada por la razón teológica de la Contrarreforma religiosa.

En este contexto, no sorprende al lector que la sobrina apócrifa de don Quijote,


por consejo del cura Pedro Pérez y de maese Nicolás, barbero, le dio un Flos sanctorum de Villegas y los Evangelios y Epístolas de todo el año en vulgar, y la Guía de pecadores de fray Luis de Granada; con la cual lición, olvidándose de las quimeras de los caballeros andantes, fue reducido dentro de seis meses a su antiguo juicio y suelto de la prisión en que estaba (Quijote de Avellaneda, I).


He insistido anteriormente en cómo de este modo la mitología caballeresca resulta reemplazada por el racionalismo teológico contrarreformista. Del mismo modo, las religiones secundarias o mitológicas habían sido por completo destruidas por la fe impuesta desde una razón que, si bien idealista, se articula en las religiones terciarias a través de una teología, es decir, a través de una filosofía —platónica y aristotélica— debidamente confesionalizada. 

La Iglesia se apropió de ese modo del pensamiento más avanzado del momento, hasta tal punto que, desde entonces, hizo de la razón su principal instrumento de interpretación. Por esa razón puede afirmarse, con todo rigor, que la Iglesia Católica —mucho más que el protestantismo, sin duda, cuya incursión en el psicologismo irracionalista es patente— ha sido y es una de las instituciones más racionales que han existido nunca. Hoy, sin embargo, parece haberse convertido al protestantismo, al comportarse como una institución que, de hecho, se ha protestantizado con unos 500 años de retraso. Hoy vivimos en una época en la que a la razón antropológica se la ataca más que nunca. Este fenómeno arranca del siglo XVIII, y procede de la Anglosfera. Es un movimiento contrario al racionalismo humano de orden hispanogrecolatino, y alentado crudamente por la sofística posmoderna, antieuropeísta y nostálgica de la barbarie.

De un modo u otro, el don Quijote de Avellaneda nos acredita su cordura inicial en la medida en que protagoniza, diríamos que patológicamente, una vida en extremo religiosa, de misa diaria y rosario en mano:


Comenzó tras esto a ir a misa con su rosario en las manos, con las Horas de Nuestra Señora, oyendo también con mucha atención los sermones; de tal manera, que ya todos los vecinos del lugar pensaban que totalmente estaba sano de su accidente y daban muchas gracias a Dios […]. En esto tocaron a vísperas, y él, tomando su capa y rosario, se fue a oírlas con el alcalde, que vivía junto a su casa (Quijote de Avellaneda, I).


Es como si nuestro personaje hubiera subrogado la locura por la fe, es decir, la mitología caballeresca —en realidad la razón antropológica— por la razón teológica. Don Quijote ya no habla como caballero andante, sino como intérprete fideísta de libros devotos y católicos, acaso de los mismos que decía leer la astuta y bella Dorotea:


—Todos los trabajos —dijo don Quijote— que padecieron los santos que te he dicho y los demás de quien trata este libro, los sufrían ellos valerosamente por amor de Dios, y así ganaron el reino de los cielos (Quijote de Avellaneda, i).


Por otra parte, el contenido de sendos relatos intercalados que narran el soldado y el ermitaño no dejan lugar a dudas respecto a los idearios doctrinales, religiosos y contrarreformistas, sobre los que se sustenta la idea de razón desde la que se concibe el Quijote de Avellaneda. 

La historia del ermitaño reproduce la fábula o mito de Margarita la tornera (caps. XVII-XX), y la del soldado cuenta, en un discurso que concluye con el suicidio de los protagonistas, la historia del rico desesperado, que abandona los hábitos y la vida religiosa para casarse (caps. XV-XVI), y paga por ello. Su matrimonio, pese a las buenas expectativas, fracasa, como consecuencia de lo cual su mujer se quita la vida arrojándose a un pozo, acto que el viudo imitará tras azotar a su hijo recién nacido (y hacerle pedazos) contra los brocales del mismo pozo. Sus cuerpos, «con parecer del obispo, los llevaron a un bosque vecino a la ciudad, do fueron quemados y echadas sus cenizas en un arroyo que cerca dél pasaba» (Quijote de Avellaneda, XVI). Aquí no ha lugar a entierros civiles, ni ceremoniales paganos, arcádicos o pastoriles, al estilo de Meliso (Galatea, 1585) o Grisóstomo (Quijote, 1605). La moralina que aquí se impone, como interpretación del relato intercalado, no es tampoco la idea de verosimilitud literaria, al modo de la lectura de El curioso impertinente. No es aquí la poética lo que cuenta, sino la teología. Quien abandona la Iglesia, lo paga caro: arruina su vida y la de los suyos. Sufra castigo por ello:


Porque muy de temer es el fin triste de todos los interlocutores desa tragedia. Pero no podrán tenerle mejor, moralmente hablando, los principales personajes della, habiendo dejado el estado de religiosos que habían empezado a tomar, pues, como dijo bien el sabio prior al galán cuando quiso salirse de la religión, por maravilla acaban bien los que la dejan (Quijote de Avellaneda, XVI).


Con todo, donde mejor se advierte el impacto de una interpretación racionalista y teológico-política de corte católico y contrarreformista es en la solución final que impone la novela apócrifa. Don Quijote, definitivamente falto de juicio, es encarcelado en la Casa del Nuncio, el célebre manicomio carcelario de Toledo, mencionado con frecuencia en abundantes obras literarias del Siglo de Oro, y fundado a fines del siglo XV por el canónigo Francisco Ortiz, entonces nuncio apostólico[20]Bárbara, mujer descarriada y de mala vida, es internada en Madrid, en una «casa de mujeres recogidas», a título de «arrepentidas», esto es, una especie de purgatorio político-religioso para purificación de alma y cuerpo[21]. Sancho, al fin y al cabo retratado durante toda la novela como bobo rupestre y necio hazmerreír —pues, «aunque simple, no peligraba en el juicio»—, se queda al servicio de un noble, de nombre ignoto, al que el narrador apócrifo apela una y otra vez con el pseudónimo de Archipámpano. 

Ha de observarse que la mayor parte de los nobles que acogen a don Quijote y Sancho no muestra su nombre propio ni en la misma ficción narrativa, con la excepción de Álvaro Tarfe y su amigo don Carlos. A los demás se les identifica bajo denominaciones lúdicas, pero funcionales, del tipo príncipe Perianeo, el Archipámpano, etc. Es evidente que el autor —o autores— del Quijote apócrifo gusta de la pseudonimia. De este modo, la razón teológico-política del momento organiza y encauza la vida de estos tres individuos, cuya patología y anomia —esta última especialmente significativa en el caso de don Quijote— resultaban inconvenientes o impertinentes a la eutaxia del orden moral y social entonces vigente. 

El Avellaneda impone de este modo un final armónico, reconfortante y restaurador del orden deseado, metiendo en cintura, o en vereda, diríamos, a los personajes que no se adecuan a lo que el Estado y la Iglesia exigen del individuo. El desenlace es completamente armonista, y está exento de toda dialéctica: como paranoico, don Quijote es recluido para su curación en el lugar adecuado; como mujer «perdida», Bárbara ingresa en una «casa de arrepentidas»; y como bobo útil, Sancho pasa a servir bufonescamente a un noble cortesano. Pero un final de esta naturaleza es degradante para un personaje que, como don Quijote, ha salido de una novela ajena al Avellaneda, y que responde a un racionalismo muy diferente del que el autor apócrifo pretende imponerle. 

La razón antropológica de la novela cervantina no es soluble en la razón teológico-política de la novela apócrifa de Avellaneda. Uno y otro don Quijote son muy diferentes, como bien se esforzó en demostrar el propio Cervantes, y el mismísimo personaje, en la segunda parte de la novela, publicada un año después del Avellaneda. Hasta tal punto Cervantes se toma en serio la legitimidad de su personaje, que en el seno de la fábula y la ficción literarias, don Quijote protagoniza, tomando por testigo al personaje de Avellaneda, Álvaro Tarfe, un juramento civil y político de autenticidad.


Llegóse en esto la hora de comer; comieron juntos don Quijote y don Álvaro. Entró acaso el alcalde del pueblo en el mesón, con un escribano, ante el cual alcalde pidió don Quijote, por una petición, de que a su derecho convenía de que don Álvaro Tarfe, aquel caballero que allí estaba presente, declarase ante su merced como no conocía a don Quijote de la Mancha, que asimismo estaba allí presente, y que no era aquel que andaba impreso en una historia intitulada Segunda parte de don Quijote de la Mancha, compuesta por un tal de Avellaneda, natural de Tordesillas. Finalmente, el alcalde proveyó jurídicamente; la declaración se hizo con todas las fuerzas que en tales casos debían hacerse, con lo que quedaron don Quijote y Sancho muy alegres, como si les importara mucho semejante declaración y no mostrara claro la diferencia de los dos don Quijotes y la de los dos Sanchos sus obras y sus palabras. Muchas de cortesías y ofrecimientos pasaron entre don Álvaro y don Quijote, en las cuales mostró el gran manchego su discreción, de modo que desengañó a don Álvaro Tarfe del error en que estaba; el cual se dio a entender que debía de estar encantado, pues tocaba con la mano dos tan contrarios don Quijotes (II, 72).


Tal parece que, en la jurisdicción de la ficción literaria, también hay tribunales legales. El personaje defiende a su autor, frente a terceros adúlteros.

A medida que se precipita el final, la sanción religiosa y contrarreformista de los hechos se hace formalmente más presente, si bien delegando siempre la actividad ejecutora en las manos de la justicia civil, en este caso, la administración estatal y la potestad nobiliaria. Repárese en las palabras de don Carlos a Sancho, tratando de persuadirle de que abandone a don Quijote y se quede en la corte, al servicio del noble protector de quien le habla (cursiva mía):


Pero, pues ha querido Dios que entraseis en ella [en la corte, en casa noble] al fin de vuestra peregrinación, agradecédselo; que sin duda lo ha permitido para que se rematasen aquí vuestros trabajos, como lo han hecho los de Bárbara, que, recogida en una casa de virtuosas y arrepentidas mujeres, está ya apartada de don Quijote y pasa la vida con descanso y sin necesidad, con la limosna que le ha hecho de piedad el Archipámpano, la cual es tan grande, que no contentándose de ampararla a ella, trata de hacer lo mesmo con vuestro amo. Y así, le perderéis presto, mal que os pese, porque dentro de cuatro días lo envía a Toledo con orden de que le curen con cuidado en la Casa del Nuncio, hospital consignado para los que enferman del juicio cual él (Quijote de Avellaneda, XXXV).


Don Carlos confirma a Sancho, en el curso del mismo diálogo, finalmente, un imperativo de categoría: «estad cierto de que nos os faltará en mi casa la gracia de Dios». El autor parece que quiere mostrar que el desenlace de los hechos, más que obra humana, es obra de Dios, designio de la Providencia, imperativo racionalista de un orden moral trascendente. Así opera la razón teológico-política. Incluso el mismo don Quijote, conducido hacia Toledo, parece olvidarse de Sancho por obra y gracia de Dios: «sin reparar don Quijote más en Sancho que si nunca le hubiera visto, que fue particular permisión e Dios» (Quijote de Avellaneda, XXXVI).

En cumplimiento de este itinerario previsto, cuyo artificio en última instancia el Avellaneda pone en manos de Dios y la Providencia, el último capítulo de la novela revela en su título, con indudable cinismo, el remate final de la fábula: «De cómo nuestro buen caballero don Quijote de la Mancha fue llevado a Toledo por don Álvaro Tarfe y puesto allí en prisiones en Casa del Nuncio, para que se procurase su cura». Subrayo, una vez más, la insistente recurrencia del autor apócrifo por encadenar, atar o aprisionar a don Quijote siempre que hay ocasión. La focalización inicial del manicomio tiene lugar desde el punto de vista de don Quijote, ya abandonado y engañado, y a merced de los locos y loqueros del lugar:


Se quedó solo en medio del patio don Quijote; y, mirando a una parte y a otra, vio cuatro o seis aposentos con rejas de hierro, y dentro dellos muchos hombres, de los cuales unos tenían cadenas, otros grillos y otros esposas, y dellos cantaban unos, lloraban otros, reían muchos y predicaban no pocos, y estaba, en fin, allí cada loco con su tema. Maravillado don Quijote de verlos, preguntó al mozo de mulas:

—Amigo, ¿qué casa es esta? O dime, ¿por qué están aquí estos hombres presos, y algunos con tanta alegría? (Quijote de Avellaneda, XXXVI).


Avellaneda gusta de subrayar aquí el extrañamiento inicial de don Quijote, su fragilidad e ingenuidad ante lo que le espera, en este momento objetivado en una imagen macabra y latentemente agresiva: hombres enjaulados y rientes, ajenos a toda razón normativa, esto es, a toda razón teológico-política entonces vigente. Inmediatamente, uno de los locos, que casi podría pasar por pariente del licenciado Vidriera, Tomás Rodaja, dada la cantidad de sentencias y latines que endilga a su interlocutor, le muerde violentísimamente la mano derecha, «de suerte que faltó harto poco para cortársela a cercen» (XXXVI). Por fin, como no podía ser de otro modo, tan al gusto de Avellaneda, en «breve rato le [a don Quijote] metieron en uno de aquellos aposentos muy bien atado» (XXXVI).

Sin embargo, la novela de Avellaneda termina, podría decirse, si no in medias res, con un final abierto y, si cabe, aún más degradante, pues don Quijote, pasando el tiempo, sale curado del manicomio para reincidir en sus locuras andantes, en esta nueva ocasión,


llevando por escudero a una moza de soldada que halló junto a Torre de Lodones, vestida de hombre, la cual iba huyendo de su amo porque en su casa se hizo o la hicieron preñada, sin pensarlo ella, si bien no sin dar cumplida causa para ello; y con el temor se iba por el mundo. Llevóla el buen caballero, sin saber que fuese mujer, hasta que vino a parir en medio de un camino, en presencia suya, dejándole sumamente maravillado el parto (Quijote de Avellaneda, XXXVI).


De un modo u otro, el trabajo del falso Avellaneda no fue estéril. Su novela apócrifa intervino racionalmente toda posibilidad de interpretar el original cervantino, y lo hizo desde posiciones definidas sin duda por la ideología de la Contrarreforma religiosa y por la razón teológico-política de esta ordenación moral del mundo, tan propia de la ortodoxia del Siglo de Oro español. De este modo, el autor del Avellaneda ejecuta una transducción del Quijote cervantino, es decir, elabora una interpretación literaria de la obra de Cervantes canalizada y objetivada desde la creación literaria de su propia obra, el Quijote apócrifo. El lector está ante una interpretación creativa, pero no por ello menos crítica ni menos eficaz que otras, sino acaso, precisamente por literaria, mucho más directa, impactante y sutil, desde el momento en que interviene y manipula de forma incisiva la recepción del Quijote de 1605. 

Como transductor, Avellaneda, o quienes fueran aquellos que se ocultaron bajo este pseudónimo, interpretan el Quijote de Cervantes desde los presupuestos de la razón tridentina y teológico-política del ortodoxo siglo XVII. El Quijote de Avellaneda es, por este hecho, la primera interpretación histórica del Quijote cervantino, puntualmente construida desde los criterios de la Contrarreforma religiosa, y conforme a su ideario de causalidad, organización y teleología. En un trabajo anterior me he referido con detalle a los procesos semánticos de construcción, transmisión y transformación del sentido entre ambos Quijotes, y no voy a repetir ahora, de nuevo, lo dicho entonces (Maestro, 1994, 1994a). Baste recordar aquí que la transducción literaria es un proceso de interpretación de los materiales literarios en virtud del cual el intérprete actúa operatoriamente con el fin de imponer a sucesivos lectores una determinada lectura o interpretación de la obra a la que se refiere según un finis operantis bien definido, con frecuencia, por una ideología —no por una ciencia— a la que el transductor, por razones varias, sirve fielmente (o servilmente, si se admite el pleonasmo).

Si, por ejemplo, examinamos algunos de los testimonios de autores y críticos ilustrados, como Agustín de Montiano y Luyando, o los autores que firman un «Juicio de esta obra», por referencia al Quijote de Avellaneda, en el Diario de los sabios, el 31 de marzo de 1704 (fol. 207), comprobamos que el novelista apócrifo no perdió su tiempo en manos de cierta posteridad que, reconociéndose ilustrada, hoy no lo parece tanto, según la fortuna literaria de uno y otro Quijote. Así, estos autores del Diario de los sabios, escriben:


Puede dezirse que la crítica que estos dos autores hazen, uno contra otro, no carece de fundamento […]. El Sancho de Avellaneda es más natural […]. Sea lo que fuere, me parece que Avellaneda no salió mal de su empressa: sostuvo el carácter de don Quixote, no le perdió de vista, hizo de él un cavallero andante que es siempre grave y que usa siempre de palabras magníficas, pomposas y floridas. Es preciso confessar que su Sancho es excelente, y más natural y original que el Sancho de Cervantes: aquél es un rústico labriego, que tiene el mismo entendimiento que éste; pero es más simple y dize, a dé donde diere, mil cosas que, por la destreza del autor, no desmienten su simplicidad, aunque las más vezes encierren en sí pensamientos finos y picantes. El carácter del Sancho de Cervantes no es tan uniforme: en tanto se le escapan algunas simples ingenuidades, y en tanto tiene discursos malignos, en los que se ve bien que siente y conoce toda la malicia de ellos, y que son algunas vezes muy elevados y estudiados para un labriego, y muy juiziosos para un criado que cree las locas visiones de su señor […]. En fin, me parece que se puede dezir que ay una diferencia sensible entre los dos Sanchos: el de Cervantes quiere de ordinario parecer bufón gracioso y chocarrero, y no lo es de ningún modo; el de Avellaneda lo es casi siempre, sin quererlo ser[22].


Tal parece, del juicio de estos autores «sabios», que su valoración de Sancho coincide con la opinión y gusto de Álvaro Tarfe, su amigo don Carlos, y la corte de nobles madrileños que tanto gustaban de sus «disparates» y «simplicidades», nada comparables a las del Sancho cervantino. A su vez, un ilustrado como Montiano y Luyando emite un juicio que, hoy por hoy, nos sorprende a todos, pero que en su momento resultaba de lo más justo y racional, en la España de 1732:


He reconocido la Segunda parte de Don Quixote, compuesta por el Licenciado Alonso Fernández de Avellaneda; y confiesso me sirvió de sumo gusto la ocasión de leer lo que muchos años ha deseaba, porque en medio de que en el don Quixote de Cervantes avía visto sus desprecios, como no avía hallado en ellos la solidez necessaria para persuadírmelos justificados, anelaba encontrar el original, donde yo mismo pudiera convencerme. No me sucedió assí, ni creo que ningún hombre juicioso sentenciará a favor de lo que Cervantes alega, si forma el cotejo de las dos segundas partes; porque las aventuras de este don Quixote son muy naturales, y que guardan la rigurosa regla de la verosimilitud; su carácter es el mismo que se nos propone desde su primer salida, tal vez estremado, y por esso más parecido; y en quanto a Sancho, ¿quién negará que está en el de Avellaneda más propriamente imitada la rusticidad graciosa de un aldeano?[23]


En fin, ¿qué añadir a estos comentarios que no haya sido dicho con anterioridad? No en vano, como escribían con cierta lástima los autores del Diario de los sabios, antes citados, «toda Europa está por Cervantes»[24]. Indudablemente, si entonces existiera el hoy ofertado Premio Cervantes, sin duda ese galardón se lo concederían a Avellaneda. Y, para ser sincero, confieso que tampoco estoy del todo seguro de que, hoy en día, no sucediera también otro tanto. Cierto que actualmente toda Europa, y todo el mundo, está por Cervantes, sí, pero cada cual lo está en la medida en que, a través del nombre y la obra de Cervantes, puede publicitar su propia obra y su propio nombre. No en vano la posmodernidad ha hecho de Cervantes un excelente recurso publicitario[25]. Y más de un artista, de haber vivido en la Alemania de la década de 1930, habría hecho, con tal de medrar, una aberrante exposición sobre «el Quijote y la raza aria», por ejemplo. A cada tiempo sus prejuicios, y a cada sofista la explotación de sus miserias preferidas. Así es la vida, esa vida que todos los mesías dicen querer cambiar. 

Y sin embargo, todos los españoles comunes y corrientes, éstos que no nacimos de las élites ni queremos formar parte de ellas, somos un Cervantes que no ha escrito el Quijote


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NOTAS

[1] En un recorrido inverso, en busca de los antecedentes de personajes como don Quijote, podría identificarse en el Entremés de los romances un prototipo literario que Cervantes habría desarrollado en su novela mayor. Vid. al respecto, entre otros muchos, los trabajos de Baras Escolá (1993) y, sobre todo, Rey Hazas (2006).

[2] Sin ánimo alguno de exhaustividad, señalo algunos referentes tempranos, de cierto interés histórico, o curiosidad bibliográfica, en el ancho espacio generado por las imitaciones y continuaciones del Quijote cervantino. Así, por ejemplo, François Filleau de Saint-Martin (1632-1695), traductor en 1677 del Quijote al francés, por encargo del editor Claude Barbin, en cuatro volúmenes, alteró el final de la novela en su versión francesa, de modo que don Quijote, en lugar de morir, se recupera de su enfermedad, lo que permitió al traductor escribir una continuación, un quinto tomo, en francés, con el título de Histoire de l’admirable don Quichotte de la Manche (1695). Esta obra quedó inconclusa a su muerte, pero fue continuada por Robert Challe, quien la publicó en 1713 con el título de Continuation de l’Histoire de l’admirable don Quichotte de la Manche. Tras la muerte de don Quijote, la vida de Sancho fue igualmente objeto de varias continuaciones. Es el caso de la obra de Pedro Gatell, de 1794, publicada con el título Historia del más famoso escudero Sancho Panza. En la misma línea puede situarse el libro de Juan Francisco de la Jara, Historia del más famoso escudero Sancho Panza: desde la gloriosa muerte de don Quixote de la Mancha hasta el último día y postrera hora de su vida, impreso entre los años 1793 y 1798. En 1741, también en País, se publica, sin nombre de autor conocido, una continuación del Quijote relativa a la vida de Sancho Panza, con el título de Suite Nouvelle et Veritable de L’Histoire et des Avantures de L’Incomparable Don Quichotte de La Manche. Histoire de Sancho Panza Alcade de Blandanda: Servant de sixième & dernier Volume, à la suite nouvelle des Avantures de Don Quichotte, de la que se publica una versión española en 1845. De 1786 data la impresión del libro Adiciones a la historia del ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha en que se prosiguen los sucesos ocurridos a su escudero el famoso Sancho Panza, escritas en arábigo por Cide-Hamete Benengeli y traducidas al castellano con las memorias de la vida de este, atribuido a Jacinto María Delgado, del que se hace una reimpresión en Barcelona en 1905. Vid. a este respecto el trabajo de Howard Mancing (1987). De 1792 data la impresión de la Historia fabulosa del distinguido caballero Don Pelayo Infanzón de la Vega, Quixote de la Cantabria, de Alonso Bernardo Ribero y Larrea, que narra las aventuras y desventuras de un fatuo simulador de Don Quijote con un Sancho Panza asturiano. Todavía al siglo XVIII pertenece el manuscrito del fraile jerónimo Juan de Valenzuela, publicado en 2005 por Antonio Rioja y Daniel Romero, con el título de Andanzas de Sancho Panza tras la muerte de su amo. La Provincia de la Mancha, en el que Sancho, «triste, cabisbaxo y melancólico», embarca con el séquito de un virrey hacia la Nueva España. De 1886 datan las Semblanzas caballerescas o las nuevas aventuras de Don Quijote de la Mancha, del militar y literato gallego Luis Otero y Pimentel, publicada en La Habana. De especial interés resulta la obra del escritor ecuatoriano Juan Montalvo, titulada Capítulos que se le olvidaron a Cervantes (1895), e impresa en numerosas ocasiones, una de las más recientes al cuidado de Ángel Esteban. En 1901 José Abaurre y Mesa publica en Madrid su Historia de varios sucesos ocurridos en la aldea después de la muerte del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. De 1905 data la La nueva salida del valeroso caballero D. Quijote de la Mancha: tercera parte de la obra de Cervantes, de Antonio Ledesma Hernández. Del mismo año, y también en impresa Barcelona, es La Resurrección de don Quijote. Nuevas y jamás oídas aventuras, de P. Valbuena, obra reeditada en 2005. Tulio Febres Cordero publica en Mérida, Venezuela, un Don Quijote en América, o sea, La cuarta salida del ingenioso hidalgo de La Mancha, en 1905. En 1969 el escritor José Camón Aznar publica una continuación del Quijote bajo el título de El pastor Quijótiz, libre recreación a partir de ciertas prolepsis anunciadas en la obra cervantina. No faltan, por supuesto, Quijotes a la feminista, como el de Monique Wittig en Le voyage sans fin (1985), no traducido al español, que yo sepa. Recientemente, en 2004, Andrés Trapiello publica una nueva continuación, titulada Al morir don Quijote, protagonizada por Sancho Panza y otros vecinos de la aldea, y en cuya fábula se narra el romance entre el bachiller Sansón Carrasco y la sobrina de don Quijote, Antonia Quijana. Para un estudio exhaustivo de las continuaciones e imitaciones del Quijote, remito al Proyecto Cervantes, dirigido porEduardo Urbina.

[3] Para una explicación detenida y ampliada de este modelo, en el que se objetivan los modos o procedimientos científicos de interpretación comparada de los materiales literarios, vid. el capítulo III, 8.4.6 de esta misma obra, Crítica de la razón literaria, titulado «El modelo gnoseológico de la Literatura Comparada: metro, prototipo, paradigma y canon».

[4] Como se sabe, Lope de Vega se ordena sacerdote en mayo de 1614, fecha en que sin lugar a dudas el Quijote de Avellaneda está ya en prensa. Con todo, Lope era «familiar del Santo Oficio de la Inquisición» desde 1608, es decir, era alguien que trabajaba, desde la vida civil y secular, a cambio de privilegios sociales, políticos y económicos, para este tribunal. Se han señalado diferentes competencias «laborales» para los familiares del Santo Oficio, entre ellas las de controlar, espiar y delatar a sus conciudadanos. Acaso no por casualidad, en el capítulo XI del Quijote de Avellaneda, este autor apócrifo cita un «famoso epigrama del excelente poeta Lope de Vega Carpio», al que apostrofa inmediatamente como «familiar del Santo Oficio». Los versos que se citan corresponden a la octava real latina que, con acentuación y rima de métrica romance, publica Lope de Vega en el canto XX de La hermosura de Angélica (1602), en honor a Felipe III. Avellaneda la reproduce en su Quijote (cap. XI), con sendos cambios en los versos primero y cuarto para acomodarla a Felipe II.

[5] Avellaneda aún ofrece una tercera alusión, tan elogiosa como las anteriores, a Lope de Vega, con motivo de los ensayos que una compañía de comediantes hace de «la grave comedia del Testimonio vengado, del insigne Lope de Vega Carpio» (xxvii), en medio de los cuales ensayos don Quijote arremete contra los actores al considerar, al igual que ante las figuras del retablo de maese Pedro, que lo que se representa como ficción sucede real y efectivamente.

[6] La ridiculización de Sancho al final de la novela apócrifa es sobresaliente. Al servicio de un noble cuyo verdadero nombre no se revela jamás, reemplazado por uno común que funciona como propio —Archipámpano—, tomado lúdicamente de la literatura caballeresca, acaba sus días, junto con su mujer, como bufón de pequeña corte urbana: «Archipámpano, para mayor recreación, hizo hacer un gracioso vestido a Sancho, con unas calzas atacadas, que él llamaba zaragüelles de las Indias, con que parecía estremadamente de bien, y más, puesto con espada al lado y caperuza nueva; siendo menester, para persuadirle se la ciñiese, decirle le armaban caballero andante una tarde, por la vitoria que había alcanzado del escudero negro, dándole el orden de caballería con mucho regocijo y fiesta» (Quijote de Avellaneda, xxxiv).

[7] Para las citas del Quijote de Avellaneda, sigo la edición de Florencio Sevilla, publicada digitalmente en Alicante, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2001.

[8] El camino más corto para caer en la desgracia y el infortunio consiste en creerse las calumnias, infamias o disparates, que, con fines diversos de autoinsatisfacción personal, relatan individuos paranormales y bufonescos, para solaz y recreo de las gentes. Porque creer en una calumnia consiste en comportarse como si su contenido falaz hubiera tenido la más mínima posibilidad de existir.

[9] Dignas de mención son en este punto las siguientes palabras de Tresguerres: «El adulador se hace acompañar asimismo de la traición: toda vez que sus expectativas no se vean satisfechas (y muchas veces aun siéndolo), al acto de adular le seguirán la calumnia, la maledicencia y, en suma, la traición [...]. Y esto es así, seguramente, porque toda adulación descansa sobre cimientos de envidia y de resentimiento; envidia de lo que el otro posee, y resentimiento por tener que adular para obtener el favor que se desea. El adulador no solo desprecia a quien adula, sino que se desprecia también a sí mismo por lo que hace («El adulador —decía La Bruyère— nunca piensa bien de sí mismo ni de los demás»). Y cuando el otro ya no resulta útil, difícilmente puede el adulador dejar de dar el paso a la traición más abyecta; doblemente resentido si no ha alcanzado su meta: resentido por haber adulado y resentido porque tan rastrero comportamiento no haya servido a su propósito. Pero aunque este se logre, no por ello quien adula dejará de traicionar a su benefactor: su resentimiento tomará ahora la forma de profunda vergüenza, y necesitará tratar de olvidarse cuanto antes de la forma ruin mediante la que ha llegado a su meta, mas necesitará que lo olviden también aquellos que, como espectadores, hayan podido asistir a la representación de sus viles maniobras. ¿Cómo, pues, podría intentar romper ese lazo humillante que amenaza atarle de por vida al adulado, recordándole a cada instante (y recordándoselo a los demás) el ser despreciable que en realidad es? Muy simple: poniendo su empeño todo en destruir a quien le ha beneficiado» (Tresguerres, «De los aduladores», 2003: 3).

[10] «Hizo también un buen lanzón con un hierro ancho como la mano, y compró un jumento a Sancho Panza, en el cual llevaba una maleta pequeña con algunas camisas suyas y de Sancho, y el dinero, que sería más de trecientos ducados» (Quijote de Avellaneda, iii).

[11] «[…] pues vos, dejando el honroso nombre de castellano, os hacéis ventero, yo soy contento que os paguen. Mirad cuánto es lo que os debemos» (Quijote de Avellaneda, v).

[12] «[…] y cuando Sancho dijo que había burlado a su amo en no haber querido dar a la gallega los docientos ducados, sino solos cuatro cuartos, se metió don Quijote en cólera, diciendo: —¡Oh, infame, vil y de vil casta! Bien parece que no eres caballero noble, pues a una princesa como aquella, a quien tan injustamente haces moza de venta, diste cuatro cuartos» (Quijote de Avellaneda, iv).

[13] No cabe duda de que el narrador gusta de exponer a los personajes protagonistas a la vergüenza, pues son recurrentes los momentos en que los presenta desnudos, descuidados o indecorosamente acomodados: «Estaban los dos en camisa, porque don Quijote, con la imaginación vehemente con que se levantó, no se puso más de celada, peto y espaldar, como queda dicho, olvidándose de las partes que por mil razones piden mayor cuidado de guardarse. Sancho también salió en camisa, y no tan entera como lo era su madre el día que nació» (Quijote de Avellaneda, xiii).

[14] «En fin, Sancho le desarmó, quedando el buen hidalgo en cuerpo y feísimo, porque, como era alto y seco y estaba tan flaco, el traer de las armas todos los días, y aun algunas noches, le tenían consumido y arruinado, de suerte que no parecía sino una muerte hecha de la armazón de huesos que suelen poner en los cimenterios que están en las entradas de los hospitales. Tenía sobre el sayo negro señalados el peto, espaldar y gola, y la demás ropa, como jubón y camisa, medio pudrida de sudor; que no era posible menos de quien tan tarde se desnudaba. Cuando Sancho vio a su amo de aquella suerte y que todos se maravillaban de ver su figura y flaqueza, le dijo: —Por mi ánima le juro, señor Caballero Desamorado, que me parece cuando le miro, según está de flaco y largo, pintiparado un rocinazo viejo de los que echan a morir al prado» (Quijote de Avellaneda, xxxiv).

[15] La prosopografía grotesca de Bárbara se reitera, esta vez en boca de Sancho, en un más que mediano parlamento dado en el capítulo xxxii del Avellaneda: «Pardiez, señoras, que pueden sus mercedes ser lo que mandaren; pero en Dios y en mi conciencia les juro que las excede a todas en mil cosas la reina Segovia. Porque, primeramente, tiene los cabellos blancos como un copo de nieve y sus mercedes los tienen tan prietos como el escudero negro mi contrario. Pues en la cara, ¡no se las deja atrás! Juro non de Dios que la tiene más grande que una rodela, más llena de arrugas que gregüescos de soldado y más colorada que sangre de vaca; salvo que tiene medio jeme mayor la boca que vuesas mercedes y más desembarazada, pues no tiene dentro della tantos huesos ni tropiezos para lo que pusiere en sus escondrijos; y puede ser conocida dentro de Babilonia, por la línea equinoccial que tiene en ella. Las manos tiene anchas, cortas y llenas de barrugas; las tetas largas, como calabazas tiernas de verano. Pero, para qué me canso en pintar su hermosura, pues basta decir della que tiene más en un pie que todas vuesas mercedes juntas en cuantos tienen? Y parece, en fin, a mi señor don Quijote pintipintada, y aun dice della, él, que es más hermosa que la estrella de Venus al tiempo que el sol se pone; si bien a mí no me parece tanto» (Quijote de Avellaneda, xxxii).

[16] «A fe, señor Sancho, que va vuesa merced medrando bravamente. No me desagrada que al cabo de sus días dé en rufián; por mi vida, que no es mala la moza. Rolliza la ha escogido; señal de buen gusto. Pero guárdela de los gavilanes desta corte, y vuesa merced vaya sobre el aviso, no le coja algún alcalde de corte con el hurto en las manos; que a fe que no le faltarán docientos y galeras; que liberalísimamente se dan esas prebendas en la corte» (Quijote de Avellaneda, xxxi).

[17]  «¡Ay, asno de mi alma, tú seas tan bien venido como las buenas Pascuas, y dételas Dios a ti y a todas las cosas en que pusieres mano, tan buenas como me las has dado a mí con tu vuelta! Mas dime: ¡Ay, asno de mi alma, tú seas tan bien venido como las buenas Pascuas, y dételas Dios a ti y a todas las cosas en que pusieres mano, tan buenas como me las has dado a mí con tu vuelta! Mas dime: ¿cómo te ha ido a ti en el cerco de Zamora con aquel Rodamonte, a quien rodado vea yo por el monte abajo en que Satanás tentó a Nuestro Señor Jesucristo?» (Quijote de Avellaneda, vii). Otro ejemplo que ha de aducirse, también con Sancho como protagonista, es el que corresponde al relato intercalado que el escudero pretende narrar, por fortuna infructuosamente, ante las historias del soldado y el ermitaño, cuyo comienzo en el Avellaneda reproduce literalmente los principia, y también buena parte de la estructura y motivos (reemplazando aquí las cabras por gansos), del cuento del Quijote cervantino expuesto durante el episodio de los batanes: «Érase que sera, en hora buena sea, el mal que se vaya, el bien que se venga, a pesar de Menga. Érase un hongo y una honga que iban a buscar mar abajo reyes...» (Quijote de Avellaneda, xxi).

[18] Así, desde el capítulo I: «El sabio Alisolán, historiador no menos moderno que verdadero». Y también en el último: «Estas relaciones se han podido solo recoger, con no poco trabajo, de los archivos manchegos, acerca de la tercera salida de don Quijote; tan verdades ellas, como las que recogió el autor de las primeras partes que andan impresas» (Quijote de Avellaneda, xxxvi).

[19] Por lo demás, los contenidos de la carta del Sancho de Avellaneda son de una vulgaridad, e incluso de un mal gusto, que en nada guardan relación de analogía con las epístolas cervantinas atribuidas a este personaje en la segunda parte del Quijote (1615).

[20] «Comunicaron esta determinación con don Álvaro, y, pareciéndole bien su resolución, les dijo que él se encargaba, con industria del secretario de don Carlos, cuando dentro de ocho días se volviese a Córdoba, donde ya sus compañeros estarían, por haberse ido allá por Valencia, de llevársela en su compañía hasta Toledo, y dejar muy encargada y pagada allí en Casa del Nuncio su cura, pues no le faltaban amigos en aquella ciudad, a quien encomendarle» (Quijote de Avellaneda, xxxiv).

[21] «Y, por que ninguno de los valedores de don Quijote y su compañía quedase sin cargo en orden a procurar su bien, le dio al príncipe Perianeo de que procurase con Bárbara aceptase el recogimiento que le quería procurar en una casa de mujeres recogidas, pues él también se obligaba a darle la dote y renta necesaria para vivir honradamente en ella» (Quijote de Avellaneda, xxxiv).

[22] Cito por el testimonio aducido en su edición del Quijote de Avellaneda por Martín de Riquer, vol. III, pp. 244-246.

[23] Ibid., vol. III, pp. 236-237.

[24] Ibid., vol. III, pp. 249.

[25] Vid. a este respecto el libro de Childers, Transnacional Cervantes (2006), cuyos contenidos, de no estar referidos al autor del Quijote, no suscitarían ninguna atención en el mercado académico norteamericano, y aún menos en el Hispanismo no formateado por la Anglosfera.






Información complementaria


⸙ Referencia bibliográfica de esta entrada

  • MAESTRO, Jesús G. (2017-2022), «Don Quijote como prototipo literario: el don Quijote de Avellaneda», Crítica de la razón literaria: una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica. Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades del conocimiento racionalista de la literatura, Editorial Academia del Hispanismo (V, 5.7), edición digital en <https://bit.ly/3BTO4GW> (01.12.2022).


⸙ Bibliografía completa de la Crítica de la razón literaria



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