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V, 4 - Dialéctica de interpretaciones, ciencias e ideologías

  


Jesús G. Maestro, Crítica de la razón literaria


V


4

 

Dialéctica de interpretaciones,

ciencias e ideologías

 

 

4.1. Sobre la escuela morfológica alemana, el formalismo ruso, el psicologista New Criticism y el estructuralismo afrancesado.

4.2. Sobre la autodenominada «ciencia empírica» de la literatura.

4.3. Sobre el pensamiento literario de Hans-Robert Jauss  

4.4. La crítica literaria: de lo sensible a lo inteligible.

4.5. Los placeres de Babel. Hacia una literatura sin intérpretes: «¡Fuera de la Academia!».

4.6. Diatriba contra la Universidad actual.

4.7. El silencio de la democracia ante la destrucción posmoderna de la Libertad de Cátedra                                  en la Universidad actual.

 

 



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Libro recomendado


Crítica de la razón literaria Jesús G. Maestro





Jesús G. Maestro, Crítica de la razón literaria


V, 4.1 - Sobre la escuela morfológica alemana, el formalismo ruso, el psicologista New Criticism y el estructuralismo afrancesado

 

Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices





Sobre la escuela morfológica alemana, el formalismo ruso, el psicologista New Criticism y el estructuralismo afrancesado


Referencia V, 4.1

 

Y se afirmará que el arte y la literatura no mantienen ninguna relación significativa con el mundo. Este es el presupuesto común de los formalistas rusos (a los que el régimen bolchevique combate y no tarda en reprimir), de especialistas en estudios estilísticos o «morfológicos» en Alemania, de los discípulos de Mallarmé en Francia y de los partidarios del New Criticism en Estados Unidos.

Tzvetan Todorov (2007/2009: 76).


 

Crítica de la razón literaria Jesús G. Maestro

A comienzos del siglo XX se desarrollan en Alemania y Austria importantes estudios sobre la literatura, orientados especialmente hacia el análisis formal, cuyos principales representantes fueron Schissel, Seuffert y Dibelius.

Schissel, en sus estudios sobre la literatura (1910, 1912, 1913), rechazó como punto de partida las teorías procedentes de la poética normativa tradicional, que a su juicio valoraban la obra literaria de acuerdo con unos principios formulados idealmente (poética idealista), y la crítica psicologista, inaugurada por Freud en 1899 con sus primeras obras sobre la interpretación de los sueños. Schissel objetó que ambos métodos, el preceptista y el psicologista, no alcanzaban realmente conocimientos sobre la literatura como arte específico, sino sobre unos modelos ideales que le servían de canon, relativos al autor o la obra, los cuales, al igual que la historia literaria, permanecían fuera del texto, sin acceder a los valores esencialmente literarios. En consecuencia, Schissel propuso una poética basada en una retórica como modo de acceso directo a la obra literaria, cuyo objeto inmediato eran los recursos retóricos y su uso en obras concretas, géneros literarios y discursos verbales. 

De este modo, distinguió entre compositio y dispositio, discriminación de por sí descriptivista y formalista, de modo que los motivos dejaban de examinarse como elementos temáticos y pasaban a considerarse como elementos formales de elaboración. Paralelamente, las normas de composición entraban en el estudio formal de la literatura, así como el orden de las formas objetivadas en las obras literarias se convirtió en un criterio capaz de diferenciar la historia, como conjunto de sucesos y acontecimientos referidos, y el argumento, como construcción y expresión formal de tales hechos. Schissel inaugura de este modo los primeros pasos que conducirán a una diferencia entre historia o trama (el contenido de los hechos narrados) y discurso o argumento (la forma de contarlos). 

Sin embargo, y a diferencia de los formalistas rusos y los estructuralistas de mediados del siglo XX, que incurrieron de forma idéntica en la falacia descriptivista (dados los contenidos de una historia había que describir sus formas literarias), Schissel cae en la falacia adecuacionista, desde el momento en que su poética morfológica mantuvo la idea de separación de fondo y forma como uno de sus principios fundamentales: el fondo estaría constituido por la materia bruta (los referentes de la historia), mientras que la forma actuaría como principio ordenador sobrepuesto o yuxtapuesto (la retórica de la literatura). Esta tesis será una de las que diferencien la escuela morfológica alemana de las posiciones generales adoptadas por los formalistas rusos, para los que la literariedad se encuentra tanto en la forma como en el fondo de la obra literaria. 

Para los incipientes narratólogos alemanes y austríacos de la escuela morfológica de finales del siglo XIX, la forma es el conjunto de los recursos retóricos, pero no solo es irrelevante incluso estéticamente, sino que —sobre todo— desde el punto de vista de las ideas objetivadas formalmente en los materiales literarios, el examen de tales formas resultaba por completo anulado, ya que la verdadera poesía transcendería el análisis formal y, desde luego, también el análisis relativo a las ideas objetivas formalmente materializadas en los textos. Schissel reduce de este modo la crítica literaria al ejercicio de una retórica de las formas del texto literario, es decir, reduce la crítica de la literatura, en el mejor de los casos, a una disciplina académica, y en el peor de ellos, a una metodología limitada a un término del campo categorial de la literatura, el texto, al que considera no solo de espaldas a sus contenidos, sino sobre todo desde la ignorancia de las Ideas formalmente objetivadas en su materialidad textual. 

Schissel examina la obra de arte fuera de un espacio estético ontológicamente existente, y desde un espacio gnoseológico que resulta reducido a uno solo de sus tres ejes, esto es, al eje sintáctico, el cual, a su vez, solo será manipulado e interpretado desde los elementos que forman parte del sector correspondiente a los términos. Schissel apenas hizo uso de operadores y de relatores, ignoró sustancialmente el eje semántico, pues parte de fenómenos y no alcanza referentes ni esencias, y rechaza de pleno el eje pragmático, negando autologismos, dialogismos y normas[1].

Las aportaciones de Schissel al estudio de la poética, al igual que las procedentes de otros representantes de la morfología germánica de fines del XIX, constituyen una valiosa antesala de las teorías del formalismo ruso, como culminación de la poética morfológica y de las teorías románticas sobre el lenguaje literario. Sus conceptos de forma y composición están en la base de muchos de los planteamientos de los formalistas rusos, al considerar que «la forma es el esqueleto necesario de la estructura poética, el esquema abstracto, estéticamente vacío; la poesía es, gracias a su contenido, a sus temas originales y a sus tonos espontáneos, una potencia estética» (apud Dolezel, 1990: 160). Paralelamente, Schissel se había referido a los esquemas de composición como elementos de interés primario de la poética narrativa, en los que era posible distinguir la dispositio, como ornamento lógico, y la compositio, como estructuración artística de la materia narrativa: «La composición es un principio de organización universal de la narrativa que, contemporáneamente, es capaz de expresar la más alta individualidad creadora» (Schissel, 1912: 6).

Por su parte, Seuffert (1909-1911) contrapone a la irrelevancia poética de la forma el poder estético del contenido, y tratará con posterioridad de desarrollar algunas de las ideas enunciadas por Schissel en su manifiesto programático de 1912, especialmente las que se relacionan con la taxonomía de los esquemas compositivos. Desde este punto de vista, los narratólogos alemanes del XIX estudiaron los denominados «esquemas compositivos de la estructura narrativa», que permitían examinar la evolución y transformaciones de la acción de los personajes-agente (actuantes). Surgen así los primeros planteamientos acerca de la disposición natural y cronológica de los hechos relatados (historia o trama) frente a la formalización y ordenación artificial de que son objeto en la composición narrativa (discurso o argumento). El descriptivismo formalista comienza a adquirir un desarrollo cada vez más potente, y también más idealista y falaz.

Dibelius (1910, 1916), que se ocupó fundamentalmente del estudio de la novela inglesa desde Defoe hasta Dickens, ofrece aportaciones de gran interés para el análisis de la dimensión sintáctica del relato. Dibelius propone distinguir «papel» y «personaje», categorías que en la sintaxis estructural de Greimas (1966) recibirán el nombre de «actuante» y «personaje». La distinción de Dibelius inicia la posibilidad de establecer invariantes funcionales no solo respecto de las acciones (funciones), sino también en los personajes (roles). En el estudio de los personajes del relato, Dibelius trata de proyectar en la narrativa la morfología goetheana del Ur-Tipo. A través del concepto de rol que elabora Dibelius, se integra la morfología de Goethe en la poética novecentista[2]. Elaboró además un esquema genético que explicaba cómo componer una novela a partir de una idea que se realiza en fases progresivas de desarrollo en el texto, y que sirve de modelo de análisis para cualquier discurso narrativo. De este modo, Dibelius trataba de elaborar un modelo morfológico de validez general para el estudio de cualquier obra narrativa, en el cual estuvieran comprendidos todos los elementos de la composición formal y de las categorías semánticas.


I. Plano global.
1. Tipo de novela (aventura, psicológica...).
2. Motivos de construcción (viaje, amor, educación...).
3. Motivos de acción (acontecimientos).
 
II. Ejecución (A).
1. Distribución de papeles (héroe, antagonista, princesa...).
2. Personajes.
3. Caracterización (directa, indirecta...).
4. Descripción física.
 
III. Dirección de la acción.
1. Punto cero.
2. Inicio.
3. Punto culminante.
4. Final.
 
IV. Ejecución (B).
1. Modo de presentación (objetivo, subjetivo...).
2. Forma narrativa (personaje observador, epistolario, diario, etc.).
 
V. Concepción.
1. Satírica, exhortativa, ilustrativa...
2. Patética, trágica, cómica, humorística...
3. Sentimiento de la naturaleza.


En consecuencia, con la obra de Schissel, Seuffert y Dibelius se establecen en la poética alemana los primeros fundamentos de la moderna narratología, a partir de los presupuestos procedentes de la antigua retórica y de una emergente teoría del arte (Kunstwissenschaft). Schissel representa, junto con Riemann, el primer intento de estudio moderno de la composición narrativa, mientras que a Dibelius se debe la formulación más sistemática de la poética alemana sobre la novela, así como al germanista Seuffert ha de considerársele como el primer promotor de los presupuestos metodológicos de esta escuela morfológica.

Mientras que en su país de origen la morfología narrativa alemana tuvo un desarrollo que pasó prácticamente desapercibido, no sucedió lo mismo en Rusia, donde sus presupuestos de investigación fueron rápidamente asumidos por autores como Sklovski, Eichenbaum y Zirmunskij, entre otros, de modo que hacia 1920 los métodos y resultados de la poética narrativa alemana eran bien conocidos entre los formalistas rusos. En este sentido, Eichenbaum sitúa a Dibelius entre los precursores de la poética narrativa formalista, y Zirmunskij señalaba en 1923 las afinidades principales entre la morfología alemana y el formalismo ruso.

Si hubiéramos de resumir en breves palabras el pensamiento epistemológico de Schissel, diríamos que la poética debe centrarse en el estudio de los medios artísticos y retóricos de la obra literaria, al describir diferentes posibilidades de uso y función en el discurso. Resultará fácilmente observable verificar que un pensamiento de esta naturaleza se muestra francamente próximo a las declaraciones de algunos formalistas, quienes estimaban que los medios artísticos constituían el objetivo principal de los estudios literarios. En este sentido, Eichenbaum había insistido en la conveniencia de distinguir entre «sujeto» (sjuzet), como disposición literaria de los hechos narrados, y fabula, en tanto que conjunto de acontecimientos que forman parte de la novela pero organizados cronológicamente; del mismo modo, se introduce la noción de skaz, con objeto de designar el principio constitutivo de la novela sin trama (Eichenbaum, 1927). Todo entre los formalistas se constituía y se desarrollaba sobre los presupuestos de la falacia descriptivista[3].

Paralelamente, el estudio realizado por Petrovski en 1925 sobre El disparo, de Pushkin, representó acaso la manifestación más notable de la influencia de la morfología alemana sobre la labor de los formalistas rusos. Petrovski fue el principal representante ruso de la morfología compositiva. En 1921 realizó un análisis formal del cuento de Maupassant En voyage, y en 1925 estudió, con la misma metodología, como se ha dicho, el cuento de Pushkin titulado El disparo, en el que distingue «construcción» y «función» de la historia narrativa. En 1927 publicó en la revista Ars poetica el artículo «Morfología de la novela», traducido al inglés por vez primera en 1987, donde proponía un modelo de análisis limitado a la oposición disposición / composición. La «composición» narrativa se caracterizaría para este autor por la progresión de la acción, tal como la había diseñado Aristóteles (conflicto-nudo-desenlace), y de acuerdo con una serie de principios a través de cuya aplicación se iría interpretando su «disposición» (punto de vista particular, modo narrativo determinado...). Petrovski distinguió en la forma narrativa del relato la construcción (aspecto anatómico) y la función (aspecto fisiológico). La constitución, a su vez, estaba determinada por dos categorías básicas: 1) la alternancia de segmentos estáticos (descriptio) y su segmentación dinámica (narratio), y 2) la oposición entre dispositio y compositio en el sentido propuesto por Schissel (1912) en su manifiesto programático.

Discípulo de Petrovski, Reformatski escribió en 1922 un Ensayo sobre el análisis de la composición de la novela, donde sigue muy de cerca el modelo de Dibelius. Distingue entre categorías estructurales y funcionales, matiza el concepto de compositio («organización artificial», no cronológica, del «tempo narrativo»), en oposición al de dispositio, concebida ahora como organización cronológica. Se establece así desde la morfología alemana un precedente directo del concepto de «argumento» (sjuzet), que los formalistas rusos desarrollarán ampliamente de la mano de Tomachevski.

Respecto a la noción de función narrativa, en el sentido que este concepto adquiere en la obra doctrinal de Propp (1928), se ha señalado a Gippius, Nejman y Nikiforov como precursores del funcionalismo narratológico, y como introductores en la Rusia de los formalistas de la morfología alemana del Ur-Tipo. En este sentido, Nikorov había advertido en 1928 que «el reagrupamiento de las funciones individuales de los personajes principales y secundarios en un cierto número de combinaciones libremente (aunque no del todo libremente) es lo que constituye el núcleo de la trama de la fábula» (apud Dolezel, 1990: 180).

La labor de Gippius se centró fundamentalmente en el estudio de la obra narrativa de Turgenev y de Gogol, donde manifiesta explícitamente sus múltiples conexiones con la tradición morfológica alemana. Uno de los principios más representativos del pensamiento de Gippius consistió en identificar la composición narrativa con un sistema de invariantes semánticas, cuyos significados prevalecían a través de manifestaciones textuales diferentes. De modo semejante, Nejman dispuso la morfología del relato según dos coordenadas principales, comunes a Gippius, y derivadas de la escuela alemana, cuyos precedentes en este sentido remiten de nuevo a la morfología organicista de Goethe (Ur-Tipo: Typus, Urphänomen) y a la poética romántica de presupuestos mereológicos. De este modo, Nejman propuso distinguir en el estudio de los relatos una «vivencia invariante», expresada a través de las acciones fundamentales de la trama (viaje, agresión, abandono...), y un «sistema invariante de roles», lo que permitiría la configuración de determinados personajes en los que se encarnaba el desarrollo de la acción narrativa (héroe, heroína, princesa, pretendiente, bufón, rey, ladrón, pícaro...).

En términos propios de la Crítica de la razón literaria, puede decirse que estos autores trataron de desplegar una nomenclatura capaz de aprehender los términos y unidades sintácticas reconocibles de un texto literario, es decir, partían, desde presupuestos descriptivistas —y por tanto falaces— de la pretensión de interpretar la literatura reduciendo la totalidad de la literatura al eje sintáctico del espacio gnoseológico —concretamente a los términos del campo categorial de los materiales literarios—, adoptando una concepción radial de los fenómenos literarios, desde el punto de vista del espacio antropológico, y limitándose, por lo que se refiere al espacio ontológico, a la literatura como materialidad primogenérica (M1), de modo que la interpretación de los materiales literarios se retrotrae y reduce a sus formas determinadas por su valor funcional —en el mejor de los casos manipuladas como relatores u operadores— entre los términos del campo categorial. En suma, la posición de estos autores ante la literatura está determinada y limitada por la falacia descriptivista, por la reducción epistemológica de la literatura como objeto al intérprete como sujeto, y por el idealismo trascendental que postula el análisis de unas formas segregadas de las ideas objetivas en ellas materializadas.

Como resulta innegable, pese a las afirmaciones de numerosos intérpretes y doxógrafos de la teoría literaria del siglo XX[4], el concepto de forma es, tanto en la escuela morfológica alemana como en el formalismo ruso, un concepto «formalista», desde el momento en que la forma literaria es para ellos algo que aporta, conlleva, transmite o altera el sentido de unos materiales literarios reducidos a la obra literaria, esto es, el texto, que se interpreta en la medida en que se describe formalmente (falacia descriptivista); se conceptualiza lógicamente de acuerdo con unas estructuras igualmente formalistas (falacia teoreticista); o incluso, en el caso particular de un morfólogo como Schissel, en la medida en que un texto literario se concibe sintéticamente como producto en el que se yuxtapone retóricamente una forma estética a la que corresponde un contenido irrelevante. 

La forma, pues, se concibe como la fuente principal del efecto estético, sí, pero en el contexto epistemológico —nunca gnoseológico— de una teoría del arte completamente idealista, limitada a los medios, modos y objetos del eje sintáctico del espacio estético, y reducida, en su eje semántico, a una concepción mecanicista de la ontología del arte (M1), y, en su eje pragmático, al dialogismo existente sólo entre los miembros de las escuelas formalistas, ajenos a otras normas que no fueran las exclusiva y excluyentemente formalistas, algo que implicaba la negación del autor, de la historia, del lector y de todo crítico o transductor que no siguiera los preceptos del gremio formalista.

 


Formalismo ruso

A fines del siglo XIX y comienzos del XX la situación de los estudios literarios era más o menos idéntica en toda Europa: la Historia de la Literatura se concebía desde presupuestos positivistas (objetivismo histórico), resultaba excesivamente erudita, y apenas prestaba atención a los valores estéticos, especialmente a los problemas que podrían derivarse de su comprensión y análisis formal; por otra parte, la crítica impresionista y psicologista, tan frecuente entonces en periódicos y revistas como hoy en las aulas universitarias, se encontraba aún más alejada de los planteamientos de estudio científico del fenómeno literario, y resultaba con frecuencia muy poco rigurosa y eficaz.

Tal era la circunstancia en que se encontraban los estudios literarios en Rusia cuando un grupo de universitarios funda, en el invierno de 1914-1915, el Círculo Lingüístico de Moscú, con el fin de desarrollar científicamente un nuevo enfoque en los estudios de lingüística y de poética. Entre sus miembros fundadores se encuentran los nombres de Buslaev, Vinokur y Jakobson. En 1916, sólo un año después, un grupo de lingüistas y estudiosos de la literatura, entre los que figuraban Sklovski y Eichenbaum, funda en San Petersburgo la Sociedad para el Estudio del Lenguaje Poético (OPOJAZ), estrechamente relacionado, al igual que el Círculo de Moscú, con las corrientes vanguardistas del momento, en especial con el futurismo, merced a la presencia de autores como Maiakovski. En este contexto surge el denominado formalismo ruso.

Históricamente, los estudios e investigaciones llevados a cabo por los formalistas rusos conocen dos etapas representativas. La primera de ellas se prolonga durante unos diez años (1914-1925), desde su fundación hasta mediados de la década de 1920, período durante el cual los formalistas desarrollan un intenso trabajo a través de gran número de publicaciones, desde las que progresivamente fueron ampliando su campo de investigación y los límites de su objeto de conocimiento, la obra literaria, que entonces se consideraba desde puntos de vista cada vez más variados. De la caracterización de determinados problemas sobre la métrica y el lenguaje literario evolucionaron rápidamente hacia el estudio de determinados aspectos formales de la novela y el cuento, a los que no tardaron en incorporar análisis procedentes de temas, motivos, propiedades estilísticas o manifestaciones folclóricas, así como problemas de composición y disposición de elementos formales.

En la primera etapa del formalismo ruso (1914-1925) pueden reconocerse dos momentos principales. Inicialmente se produce un desarrollo de los principios teóricos generales, que sirven de hipótesis de trabajo para la ulterior investigación de hechos concretos: trata de superarse las teorías procedentes de los modelos simbolistas y subjetivistas, elaboradas según los presupuestos del potebnianismo; se delimita el objeto de conocimiento: los rasgos específicos del arte literario; se disponen los medios adecuados para la comprensión del objeto de conocimiento, sin pretender la construcción de un método particular ni dogmático, y sin considerar el estudio de las formas como el único objetivo. De este modo, la distinción entre lenguaje poético y lenguaje estándar se configura como el primer punto de partida.

En consecuencia, la posición de los formalistas rusos ante los materiales literarios fue epistemológica (la literatura es un objeto dado apriorísticamente al sujeto), descriptivista (el objeto de conocimiento se describe mediante una serie de rasgos que desvelan o descubren la esencia de la literatura o literariedad), y formalista (la esencia de la literatura reside en la formalización de sus materiales). Incurrieron, pues, respectivamente en el idealismo epistemológico, en la falacia formalista y en la hipóstasis de las formas de los materiales literarios.


El llamado «método formal» no se constituyó como consecuencia de la creación de un sistema «metodológico» particular, sino que se originó en el proceso de la lucha por establecer una ciencia literaria independiente y concreta. El concepto de «método», por lo general, se extendió desmesuradamente y empezó a designar demasiadas cosas. Para los «formalistas», la cuestión principal no es el método utilizado para el estudio de la literatura, sino la literatura en cuanto objeto de estudio [...]. Mi objetivo principal consiste en señalar cómo el método formal, al evolucionar y ampliar el campo de sus estudios, rebasa por completo los límites de aquello que se llama generalmente metodología y se transforma en una ciencia autónoma que tiene por objeto la literatura en cuanto dominio específico de hechos (Eichenbaum, 1925/1970: 69-71).


Eichenbaum habla como un idealista. Reduce, como formalista, la ciencia de la literatura a la ciencia del texto. La poética es una retórica, la teoría de la literatura es una teoría textual, la conceptualización de los materiales literarios es una sintaxis de los materiales literarios desconectados del autor, de la historia, de la sociedad incluso, y por supuesto del lector. La teoría de la literatura de los formalistas rusos es una teoría de la literatura que trabaja con un solo término del campo categorial de la literatura —la obra o texto literario (al margen del autor, el lector y el transductor)— y con un solo elemento del término —la forma de los materiales de la obra al margen de los materiales de la obra—.

En primer lugar, el formalismo ruso rompe la symploké de la literatura, dada en la circularidad de los cuatro términos que constituyen su campo categorial (autor, obra, lector y transductor), y, en segundo lugar, destruye todo uso racional y lógico de la idea de forma, al quebrar la conjugación existente entre ambos conceptos —forma y materia—, a los que concibe y manipula como conceptos sintéticos, indisociables e inseparables.

El formalismo ruso no identificó la materia y la forma de los hechos literarios, sino que solapó a la primera con la segunda, es decir, las confundió. Y las confundió en una sola entidad a la que conceptualizó y formalizó científicamente al margen de otros materiales literarios que, considerados trascendentes a la obra, desestimó como no operatorios (autor, lector y transductor). Los formalistas rusos disolvieron la materia en la literatura en la forma de los materiales literarios, reducidos estos últimos exclusivamente al texto.

En consecuencia, los formalistas rusos sólo operaron con las formas del texto, estructuradas según valores funcionales. Sus teorías resultaron enormemente interesantes como teorías descriptivistas de las formas conceptualizadoras de los materiales literarios, pero también resultaron completamente estériles a la hora de dar cuenta de las ideas objetivadas formalmente en los materiales literarios. Su objetivo era otro. No buscaban ideas en los materiales literarios, buscaban posibilidades reales de formalización de esencias, posibilidades reales que les permitieran encontrar la esencia de la literatura, a la que denominaron literariedad (literaturnost’). Y así, empujados por este imperativo epistemológico, idealista y descriptivista, buscaron la esencia de la literatura en las formas de las obras literarias, que es como buscar a la Humanidad, o a la esencia de la Humanidad, en la masa de seres humanos que llenan la quinta avenida neoyorquina en hora punta.

La esencia de la literatura no está en las formas de los textos literarios, sino en la conjugación de las formas y de los materiales que constituyen los términos del campo categorial de la literatura, esto es, su ontología, dada circularmente en la relación social, histórica y política que vincula sin cesar la operatoriedad del autor, la obra, el lector y el transductor. Del mismo modo, la «Humanidad» que puede encontrarse en la quinta avenida neoyorquina al mediodía será sólo una muestra de lo que acontece humanamente allí y entonces en esa ciudad, pero no una constatación de la esencia de lo que es el género humano más allá de la inmanencia y de la formalización de la ciudad de Nueva York. Continuemos.

A principios de la década de 1920 comienzan a plantearse discusiones y análisis sobre problemas concretos de la teoría poética: la teoría general del verso, los procedimientos retóricos de composición poética, el fenómeno de la motivación, los conceptos de sujeto y fábula, la noción de skaz, y las primeras reflexiones sobre la teoría de los géneros literarios[5], con especial atención a cuestiones concernientes a la tradición, evolución e influencia de las formas literarias...[6] De esta etapa datan la mayor parte de los trabajos de los formalistas rusos, junto con sus aportaciones más originales, que a continuación trataré de reinterpretar críticamente desde las coordenadas de la Crítica de la razón literaria.

La segunda etapa de los estudios del formalismo ruso se inicia aproximadamente a partir de 1925, y representa un período de decadencia y disolución. Si tras la revolución marxista-leninista de 1917 los formalistas continuaron con buen ritmo el desarrollo de sus trabajos, a mediados de la década de 1920 comienzan a surgir obstáculos y polémicas que complican enormemente su labor, al discutirse el fundamento de sus presupuestos teóricos y formales. Debe mencionarse a este respecto la obra de Trotsky, sobre Literatura y revolución, de 1924, en que se censura abiertamente la metodología de los formalistas, en especial sus lazos comunes con el neokantismo, en el que los marxistas veían una concepción de los valores ideológicos como entidades autónomas, desvinculadas de un proceso histórico que habría de explicar y justificar su trayectoria y teleología. Y los marxistas soviéticos, en este punto, no erraban el blanco de su crítica a los formalistas rusos. A las críticas de Trotsky sucedieron las agrias polémicas motivadas por Bujarín y Lunacharskij, de modo que hacia 1930 el grupo de los formalistas rusos quedaba francamente extinguido y diasporado, si bien varios de sus representantes continuarían sus investigaciones fuera de la entonces Unión Soviética, como en Checoslovaquia, donde tuvo lugar la función del Círculo Lingüístico de Praga, el 6 de octubre de 1926, al que me referiré más adelante.

El formalismo ruso reacciona inicialmente contra las dos tendencias más representativas de la crítica literaria de su tiempo: el positivismo histórico[7] y la crítica impresionista[8]

Se ha indicado con frecuencia que la primera de estas tendencias se caracterizaba por la búsqueda de la exactitud a través de la objetividad y el dato históricos, lo que desembocaba con frecuencia en una erudición cruda y monótona, que apenas revelaba nada acerca de las propiedades estéticas de la obra literaria. 

Paralelamente, la crítica impresionista se encontraba muy lejos de los planteamientos científicos pretendidos por los formalistas, quienes rechazaron en todo momento las tendencias subjetivistas y tendenciosas habituales en este tipo de análisis improvisados de la literatura. 

El formalismo ruso surge, pues, de un enfrentamiento dialéctico contra el positivismo histórico, en primer lugar, que reduce la interpretación literaria a la manipulación de los materiales históricos objetivados en torno a la figura del autor —de modo que incurre en un reduccionismo de la totalidad de los materiales literarios a uno solo de los términos, en este caso el artífice—, y contra el psicologismo de la crítica simbolista, en segundo lugar, representada sobre todo por Potebnia —la cual incurría gravemente en la fenomenología y la ideología como estados anímicos desde los que se ejecutaba la interpretación de los hechos literarios—. Dicho en términos propios de la Crítica de la razón literaria: los formalistas rusos postulan un análisis de los materiales literarios que rechaza la lógica del positivismo histórico (M3) y la psicología de la crítica impresionista (M2). Pero en ningún caso se plantearon superar las reducciones del positivismo histórico ni del psicologismo simbolista, sino que, bien al contrario, ellos mismos incurrieron en una nueva modalidad de reduccionismo en sus pretensiones objetivistas: la reducción de las formas determinadas por su valor funcional en el texto. Surgen así las teorías literarias ablativas.

Se inicia de este modo un camino que concluirá décadas más tarde en un callejón sin salida: la hipóstasis de las formas, separadas de un autor, de una historia, de un contexto social y político, de un lector de carne y hueso, y de una indolencia e ignorancia a la acción decisiva de los transductores literarios. Este callejón sin salida dado en la interpretación de los materiales literarios estaba clausurado por varios imperativos metodológicos: el idealismo epistemológico, la falacia descriptivista, la hipóstasis de las formas y el ilusionismo fenomenológico de concebir la obra de arte literaria como una entidad autónoma, desconectada de los restantes materiales literarios. Este último aspecto provoca, sin reservas, la ruptura de la symploké literaria (autor, obra, lector e intérprete o transductor). La única escapatoria de este pozo sin fondo la abrió Jauss en 1967 al desplazar la interpretación literaria hacia la figura del lector. Naturalmente, se trataba de un «lector ideal», como no tardará en reconocer Iser (1972), porque sólo un lector ideal puede acompañar a los formalistas en su viaje metafísico por las formas de la literatura, sin tocar, sin operar, sin manipular, las Ideas objetivadas formalmente en los materiales literarios. El lector de la estética de la recepción alemana es un lector incorpóreo, es decir, un lector irreal e imposible.

En consecuencia, los formalistas tratan de convertir la literatura en el objeto de conocimiento específico de una determinada disciplina científica, una poética formal, que, desde principios metodológicos propios, dé cuenta de las cualidades estéticas esenciales de la obra de arte literaria. Desde este punto de vista, consideran que la literariedad (literaturnost’) constituye el objeto principal de estudio de la ciencia literaria, al ser lo que confiere de forma específica a una obra su calidad literaria, lo que constituiría el conjunto de los rasgos distintivos del objeto o artefacto literario[9].

Los estudios prácticos del formalismo ruso sobre obras literarias concretas desembocaron en conclusiones abiertamente diferentes a las de Potebnia y el grupo de poetas simbolistas, para quienes el lenguaje literario en general, y de modo muy especial la poesía, era una especie de «pensamiento de imágenes». Este concepto fue ampliamente discutido por Sklovski desde 1917, en sus estudios sobre «El arte como procedimiento», donde se explicitan las diferencias entre el método formal y los principios teóricos del simbolismo, distancia que alcanzó su máxima expresión en 1919, con la publicación de su artículo titulado «Potebnia», en el que reitera de forma prácticamente definitiva que el empleo de imágenes y símbolos no constituye la distinción específica entre el lenguaje poético y el lenguaje estándar. Esto supone confirmar que la idea de forma concebida por los formalistas se define dialécticamente por referencia a la idea de fondo esgrimida por los simbolistas del grupo de Potebnia. Los formalistas huían del psicologismo, y creían que la objetivación de las formas les permitiría culminar esta huida. Sin embargo, y por desgracia para los propósitos formalistas, en la inmanencia de las formas literarias les aguardaba un psicologismo aún mucho más imponente que el que ellos mismos atribuían a las trascendencias de la poética simbolista: la hipóstasis psicológica de la forma literaria, esto es, la concepción autónoma de la obra de arte, extraída y aislada de la circularidad pragmática que la hace ontológicamente posible.


Mucha gente piensa todavía que el pensamiento por imágenes, «los caminos y las sombras», «los surcos y los confines», representa el rasgo principal de la poesía. Para esta gente, pues, la historia del arte por imágenes consistiría en una historia del cambio de la imagen. Pero ocurre que las imágenes son casi inmóviles; de siglo en siglo, de país en país, de poeta en poeta, se transmiten sin cambiarse [...]. Todo el trabajo de las escuelas poéticas no es otra cosa que la acumulación y revelación de nuevos procedimientos para disponer y elaborar el material verbal, y consiste mucho más en la disposición de las imágenes que en su creación. Las imágenes están dadas; en poesía las imágenes son más recordadas que utilizadas para pensar. El pensamiento por imágenes no es en todo caso el vínculo que une todas las disciplinas del arte, ni siquiera del arte literario; el cambio de imágenes no constituye la esencia del desarrollo poético (Sklovski, 1917/1965: 56).


1. Con objeto de establecer las características específicas y distintivas del discurso literario, los formalistas renunciaron inicialmente al análisis de todos los elementos ajenos a la inmanencia literaria, de naturaleza referencial o externa, especialmente los referidos al autor, a su actitud psicológica o a su experiencia humana, del mismo modo que también trataron de sustraerse a los presupuestos de cualquier estética especulativa. De este modo, se entregaron de lleno al ejercicio de la falacia descriptivista. Uno de sus apoyos metodológicos fundamentales consistió en definir la esencia de lo literario a partir de la comparación entre lenguaje poético y lenguaje estándar. Pensar que en esta diferencia reside uno de los rasgos distintivos o esenciales de la literatura es incurrir en un ilusionismo epistemológico de consecuencias demoledoras para cualquier interpretación literaria. Y sin embargo los formalistas se entregaron de este modo a describir todo tipo de leyes que permitieran explicar la oposición entre lenguaje literario y lenguaje cotidiano, con el fin de disponer también de los mecanismos de automatización y perceptibilidad de los fenómenos literarios, al advertir que toda actividad humana tendía inevitablemente hacia la rutina y el automatismo, del mismo modo que el lenguaje tendía a la lexicalización de sus formas —nada obligaba necesariamente a pensar en los contenidos—, lo que constituía una progresiva erosión de la perceptibilidad de las estructuras del lenguaje, cada vez más disociado de las Ideas objetivadas en los materiales literarios.

Sobre las diferencias entre lenguaje poético y lenguaje estándar, Boris Eichenbaum escribió en 1925 lo siguiente:


Los esfuerzos fundamentales de los formalistas no se concretaban en el estudio de la llamada «forma», ni en la construcción de un «método» particular, sino en la fundamentación de la idea de que deben estudiarse los rasgos específicos del arte literario y que, para ello, es necesario partir de la diferencia funcional entre el lenguaje poético y el lenguaje práctico (Eichenbaum, 1925/1970: 84).


Pero «los rasgos específicos del arte literario» no pueden fundamentarse en una idea que exige separar el «arte literario» de sus elementos y términos esenciales de su campo categorial, es decir, de aquellas realidades materiales que hacen posible ontológicamente la existencia de la obra de arte literaria como tal. Si la forma no equivale a la conceptualización metodológica, a la formalización interpretativa, de una materia, entonces, ¿qué formaliza?, ¿qué conceptualiza?, ¿qué interpreta? En el mejor de los casos, una estructura retórica. En el peor de ellos, una metafísica de la expresión literaria. Objetivar la esencia de la literatura en la diferencia entre lenguaje literario y lenguaje ordinario es, mutatis mutandis, lo mismo que pretender establecer la esencia del género humano en la diferencia dada entre un aristócrata y un plebeyo, o entre un burgués y un proletario, si adoptamos el ejemplo de una categoría sociológica. Ninguno de los dos supuestos dará cuenta de las cualidades esenciales del género humano, pero el primero nos dirá que el contexto determinante de la pregunta se sitúa en el Antiguo Régimen, mientras que el segundo nos emplaza en los problemas sociales de la Edad Contemporánea. Plantear en tales términos la búsqueda de una esencia, sea de la literatura, sea del género humano, no da cuenta de ninguna esencia, sino de la naturaleza histórica, social y gnoseológica, de quien la formula: un historiador, un sociólogo o un crítico literario formalista.

Así, por ejemplo, Sklovski, en su artículo de 1917 sobre «El arte como artificio», insiste constantemente en el concepto de automatización, para referirse a la lexicalización o «consumición» del uso original de las formas literarias, al advertir que «si examinamos las leyes generales de la percepción, vemos que una vez que las acciones llegan a ser habituales se transforman en automáticas». Y añade, algo más adelante, a propósito de unas anotaciones tomadas del diario de Tolstoi, del 28 de febrero de 1897:


La automatización devora los objetos, los hábitos, los muebles, la mujer y el miedo a la guerra [...]. Para dar sensación de vida, para sentir los objetos, para percibir que la piedra es piedra, existe eso que se llama arte. La finalidad del arte es dar una sensación del objeto como visión y no como reconocimiento; los procedimientos del arte son el de la singularización de los objetos, y el que consiste en oscurecer la forma, en aumentar la dificultad y la duración de la percepción. El acto de percepción es en arte un fin en sí y debe ser prolongado. El arte es un medio de experimentar el devenir del objeto: lo que ya está ‘realizado’ no interesa para el arte (Sklovski, 1917/1970: 60).


¿Eran los formalistas rusos quienes planteaban evitar el psicologismo en la interpretación y la crítica literarias? Entonces, ¿cómo pueden entenderse semejantes palabras de Sklovski? Fijémonos en sus términos e imperativos: «la automatización devora los objetos, los hábitos, los muebles, la mujer y el miedo a la guerra…». ¿Cabe mayor psicologismo en el uso de tales categorías? «Para dar sensación de vida —dice uno de los formalistas que trata de huir del psicologismo—, para sentir los objetos […] existe eso que se llama arte». Sucede que ahora el arte es un artefacto hecho para sentir: «La finalidad del arte es dar una sensación del objeto como visión y no como reconocimiento». Potebnia y los simbolistas no podrían estar más de acuerdo. Sklovski sostiene aquí una concepción completamente animista, idealista y psicologista de su «teoría formal» acerca de lo que el arte es, o debe ser.

Desde este punto de vista, la literatura se configuraría como una forma de experimentar nuevas sensaciones fenomenológicas, al ofrecer una visión de la realidad personalizada a través de singularizaciones sucesivas de objetos o artefactos, destinadas a atraer constantemente la atención del lector, y a renovar una y otra vez los procedimientos formales, con el fin de evitar la monotonía y automatismo de la percepción[10]. El arte sería una suerte de «estímulo estético», cuyo impacto fenomenológico en el ser humano resultaría comparable en cierto modo a los calambrazos que Skinner ensayaba para provocar en los animales el control y la manipulación de comportamientos automáticos. Las metáforas, los tropos, y en general todo tipo de procedimientos retóricos, contribuirían de un modo u otro a facilitar la percepción del objeto literario y a evitar la lexicalización de sus formas.

Jakobson, sin duda el más inteligente de los formalistas rusos, trató de establecer la esencia de la literatura en la literariedad, sí, pero a partir de los procesos de expresión y significación de la obra literaria, es decir, implantando la obra de arte, como material literario, en un contexto comunicativo que la implica y relaciona con otros dos materiales o términos del campo categorial de la literatura, el emisor y el receptor. Jakobson reflexiona, desde este contexto articulado en tres elementos (emisor, mensaje, receptor), y aquejado de un descriptivismo formalista y funcionalista, sobre las posibilidades de distinguir científicamente el lenguaje poético (obra) del lenguaje informativo o referencial (contexto) y del lenguaje emotivo o expresivo (autor), esquema que habría de conocer amplias transformaciones hasta su configuración definitiva en el congreso de Indiana, en 1958, en el que su artífice establece una decisiva vinculación entre los estudios de lingüística y poética, fundamental en el ulterior desarrollo del estructuralismo europeo y norteamericano[11]

El mérito de Jakobson consistió en haber inventariado causalmente tres los cuatro términos del campo categorial de la Teoría de la Literatura. Faltaba el transductor. Sin duda fue un paso decisivo hacia la modernización de la teoría literaria, pero el lastre que se arrastraba era aún enorme, y se debía sobre todo al anclaje en tres limitaciones muy poderosas: el idealismo epistemológico, que imponía la ignorancia de la labor del transducción en los procesos de interpretación, transmisión y transformación de los materiales literarios; la falacia descriptivista, que invitaba a seguir hablando de los hechos literarios como de objetos dados de forma apriorística y acrítica en un sujeto que ha de interpretarlos como entidades preexistentes solo susceptibles de descripción formal, revelación estructural o descubrimiento de inmanencias ocultas pero legibles; la hipóstasis de las formas literarias, es decir, la falsa idea relativa a la autonomía de la obra de arte verbal respecto al resto de materiales o términos del campo categorial, lo que llevaba entonces a hablar a formalistas, funcionalistas y estructuralistas, de emisor en lugar de autor, de mensaje en lugar de obra literaria, y de receptor en lugar de lector, apoyándose en un modelo lingüístico que, si bien resultaba coherente en términos teoreticistas, era completamente idealista desde el punto de vista de la literatura efectivamente existe, porque el Quijote, por ejemplo, no lo escribió el sujeto de la enunciación, sino Cervantes, y porque el «lector ideal» de la Divina commedia no existe sino en la personalidad de un lector histórico, político y social, esto es, encarnado operatoriamente en un lector de carne y hueso, nunca en la conciencia de un «lector implícito».

Acaso el formalista ruso más afín a las tesis finales de Jakobson fuera Eichenbaum, si bien desde presupuestos inmanentistas, al afirmar que el lenguaje poético modifica la dimensión semántica de la palabra, pues esta dejaría de comprenderse en sus sentidos referenciales para adquirir un valor semántico válidamente operativo en los límites del discurso literario, determinado por su ambigüedad y polivalencia significativa. Igualmente, Tinianov consideró que los nexos formales del lenguaje poético eran mucho más rigurosos y solidarios que los del lenguaje estándar, ya que, según su análisis de las interrelaciones entre los elementos semánticos y rítmicos del poema, el examen de la lengua literaria revelaba una disposición formal cuyas exigencias no satisfacían en absoluto el lenguaje cotidiano. Evidentemente, posturas de esta naturaleza solo pueden sostenerse desde un idealismo epistemológico cuyo destino final es la hipóstasis de las formas literarias, interpretadas al margen de la totalidad de los materiales literarios efectivamente existentes:


La unidad de la obra no es una entidad simétrica y cerrada, sino una integridad dinámica que tiene su propio desarrollo; sus elementos no están ligados por un signo de igualdad y adición, sino por un signo dinámico de correlación e integración. La forma de la obra literaria debe ser sentida como forma dinámica. Ese dinamismo se manifiesta en la noción del principio de construcción. No hay equivalencia entre los diferentes componentes de la palabra; la forma dinámica no se manifiesta ni por su reunión ni por su fusión, sino por su interacción y, en consecuencia, por la promoción de un grupo de factores a expensas de otro. El factor promovido deforma a los que se le subordinan. Se puede decir entonces que siempre se percibe la forma en el curso de la evolución de la relación entre el factor subordinante y constructivo y los factores subordinados (Tinianov, 1923/1970: 87-88).


De nuevo, el lenguaje científico de los formalistas rusos incurre en un psicologismo sorprendente: «la obra literaria debe ser sentida como forma dinámica» (cursiva mía). ¿Y qué ocurriría si un determinado científico no «siente» la obra literaria como «forma dinámica»? ¿Cómo se «siente» el «dinamismo» de una obra de arte? Con declaraciones de este tipo, mucho más abundantes en los textos de los formalistas rusos de lo que comúnmente se cree, se advierte que para ellos la obra literaria se percibía, con frecuencia, como un epifenómeno de la conciencia del lector, epifenómeno cuyas «propiedades» formales resultaban ser más una «sensación» fenomenológica del intérprete que una realidad ontológica objetivada formalmente en los materiales de la literatura.


2. La idea que los formalistas rusos sostienen respecto a la correlación entre los conceptos de fondo y forma es de la mayor importancia. La Crítica de la razón literaria interpreta en este punto las ideas de los formalistas como características de la falacia adecuacionista, es decir, propias de quienes hipostasían la forma y la materia de los hechos literarios con el fin de postular entre ambas una relación de adecuación, correspondencia o yuxtaposición. Sin embargo, lo primero que hay que advertir —y es una advertencia muy grave— es que la idea de forma que sostienen los formalistas rusos respecto de los materiales literarios no fue una idea estable, uniforme o constante, sino variable y fluctuante. Sobre todo sincrónicamente fluctuante e históricamente variable.

Es bien sabido que los formalistas rusos rechazaron teóricamente y con firmeza la tradicional oposición entre la forma y el fondo de la obra literaria. La concepción dinámica del texto literario, elaborada desde sus más tempranos trabajos, les llevó a considerar la obra literaria como un discurso orgánico y abierto —abierto en los límites de su inmanencia, valga la paradoja—, y no como una unidad formalmente clausurada —aunque sí cerrada— y semánticamente unívoca —si bien desposeída de la polivalencia semántica que le pudieran proporcionar otros materiales literarios, como el autor, el lector o el transductor, con los que carecía de toda relación posible y factible—. 

En consecuencia, los formalistas admiten que los elementos referenciales de la obra literaria (ideología, valores, cognoscitivos, emociones, etc.) adquieren un sentido que se encuentra determinado por la forma en que se manifiestan en la obra de arte verbal: la forma no es una mera cobertura material de un contenido, sino que según ellos se identifica en unidad con el conjunto de los valores estéticos dados en la obra. No existen en el discurso literario valores independientes de la forma y la función que tales valores adquieren en el texto, y en virtud de los cuales deben ser interpretados. No hay, pues, oposición entre el fondo y la forma de la obra literaria, sino entre textos literarios y textos que carecen de propiedades estéticas. Pero…, detengámonos un momento en el modo en que está planteada esta relación de identidad entre el fondo y la forma de los materiales literarios tal como la conciben los formalistas. 

En primer lugar, se advierte que los formalistas trabajan con al menos tres referentes (fondo, forma y materia), al menos dos coordenadas (una epistemológica y otra gnoseológica), y al menos tres modos de organizar sus conocimientos (descriptivismo, teoreticismo y adecuacionismo). En segundo lugar, se advierte un uso muy relajado, cuando no una abierta confusión sincrónica, entre referentes, coordenadas y modi sciendi, resultado sin duda de la pluralidad de autores, estudios y corrientes que nutren este movimiento, nunca realmente tan compacto como de forma en exceso habitual se nos ha presentado. En tercer lugar, se constatan importantes alteraciones y cambios, históricamente hablando, en lo relativo a la idea de forma, que, a lo largo de su evolución, sostienen varios de los miembros del denominado formalismo ruso. Vayamos por partes.

Los formalistas rusos identifican teóricamente en la idea de forma la esencia de la forma en que se objetiva y materializa el lenguaje literario, núcleo de la literariedad o literaturnost’. Su obsesión por aislar esa esencia, es decir, el lenguaje literario del no literario, es constante. Tan constante como infructuosa. Entre otras razones porque nunca se persuadieron, al igual que los representantes de la estilística y de la nueva crítica norteamericana, de que el lenguaje literario está hecho de lenguaje no literario, porque uno y otro son conceptos conjugados, y no insolubles entre sí. Al verse incapaces de «aislar» el lenguaje literario del lenguaje, buscaron las nuevas posibilidades de «aislamiento» en los usos retóricos, esto es, formales, de los textos reconocidos históricamente, es decir, social, política e institucionalmente, como literarios. Partieron, en suma, de una literatura oficialmente ya construida, ya dada, ya impuesta convencionalmente por un sistema de normas objetivadas. 

Su teoría literaria se ponía a prueba sobre materiales literarios cuya literariedad estaba ya canónicamente demostrada por la tradición, la historia y las teorías literarias en contra de las cuales el propio formalismo ruso decía querer imponerse. Por este camino, los formalistas logran, sin grandes dificultades, construir progresivamente un sistema conceptual y metodológico capaz de describir retóricamente los procedimientos poéticos de la ontología literaria, es decir, consiguen constituir un método descriptivo de las formas constituyentes de los materiales literarios, materiales que manipulan como entidades dadas de forma acrítica y apriorística. 

No se olvide que el formalismo ruso no cuestionó la literatura efectivamente existente y canonizada, sino solo dos tipos de interpretación literaria: el positivismo histórico y psicologismo de la crítica simbolista. Ahora bien, el potencial metodológico de los formalistas rusos no era el de una retórica cualquiera, no, no era una sofisticada industria tropológica o elocutiva, como ocurre en la posmodernidad; era todo un poderoso sistema conceptual capaz de dar cuenta de la retórica constituyente nada menos que de la ontología de la obra literaria en sí. Incluido, por supuesto, el fondo contenido en la forma de la obra literaria, al que, por el hecho mismo de estar objetivado como material literario, asimilaron ontológicamente a su dimensión formal. 

El significado del contenido de la obra literaria quedaba de este modo subordinado ontológicamente a la interpretación de la forma de la obra literaria, en la cual residía para ellos la esencia de la literatura, reducida, a su vez, a la existencia de un único material literario: el texto. El contenido referencial de la obra literaria será legible en la medida en que la forma resulte interpretable en términos estructurales, funcionales e inmanentes. Y no lo será en la medida en que el examen inmanente no lo autorice o no lo haga visible. El fondo de la obra literaria está a merced de la falacia descriptivista, que instituye la interpretación formal del texto literario, concebido ahora como el único material literario objeto de análisis. 

La perspectiva epistemológica sitúa al texto, en tanto que objeto, ante el escenario fenomenológico de un científico, que, en tanto que sujeto, interpretará las formas literarias determinadas por su valor funcional en el texto, mas no por su relevancia o pertinencia en la expresión de Ideas objetivas formalizadas en los materiales literarios. Insisto en que la idea de forma que sostienen los formalistas rusos, pese a sus fluctuaciones sincrónicas y variaciones históricas, es una idea epistemológica (construida sobre la oposición objeto / sujeto), no gnoseológica (articulada en la conjugación materia / forma); es una idea descriptivista (describe un hecho, la obra literaria canonizada, dada apriorísticamente), no circularista (no tiene en cuenta la dimensión pragmática ni la symploké de la totalidad de los materiales literarios); es una idea idealista y preconcebida (conceptualiza los hechos literarios al margen de las ideas en ellos formalizados) y no materialista (en su regressus no alcanza la formulación de ideas, pues se disuelve en un mero descriptivismo, al modo de una matemática infinita, de operaciones perfectas, pero que no hacen ninguna referencia a construcciones reales, porque todo es forma); y es una idea hipostática (resulta del aislamiento, de la extracción, de la separación, de la forma respecto de la materia literaria).

Y ha de añadirse, respecto a la relación entre el fondo y la forma de la obra literaria, siguiendo las palabras de Eichenbaum, que el formalismo ruso se apoyó en los siguientes presupuestos y modi operandi:


a) Los formalistas comienzan su labor estudiando los sonidos en el verso como el problema más conflictivo y fundamental de aquel momento histórico.

b) Los sonidos existen en el verso con independencia de cualquier conexión con la imagen y poseen una función discursiva autónoma.

c) De este modo, los formalistas se liberan progresivamente de la correlación tradicional entre forma y fondo: «Los hechos artísticos demostraban que la especificidad del arte no se expresa en los mismos elementos que constituyen la obra, sino en su utilización peculiar» (Eichenbaum, 1925/1970: 81).


Adviértase cómo inicialmente el formalismo insistió, sin duda de forma excesiva, en la posibilidad de estudiar la obra literaria desde una perspectiva autónoma e inmanente, como si se tratara de una realidad autosuficiente, susceptible de ser sustraída de una corriente histórica y de una circularidad pragmática que constantemente la motiva y determina. Sin embargo, la visión diacrónica de los fenómenos artísticos ocupó siempre un lugar esencial en la teoría de la literatura de los formalistas rusos, especialmente en lo que se refiere a la comprensión de los conceptos de influencia y evolución de las formas literarias, directamente relacionados con los valores dinámicos de la literatura, con su cronología y su afirmación y transformación en la historia.

A mediados de la década de 1920, el concepto inicial de «forma» que sostienen los formalistas rusos se había enriquecido y alterado con nuevas ideas acerca del dinamismo y los valores evolutivos de la obra literaria, lo que representa un paso decisivo en el tránsito de la una poética teoreticista y descriptivista hacia una historia de la literatura. Sklovski es uno de los primeros en referirse a este problema al insistir en que no es posible concebir aisladamente la obra literaria, ya que su forma se distingue por relación a la de otras obras, en virtud de las cuales adquieren relieve y sentido. Adviértase que Sklovski postula la relación intertextual, paradigmática, de unas obras con otras, pero en ningún caso de una obra con el resto de los términos o materiales literarios del campo categorial de la Teoría de la Literatura.


Nosotros carecemos de tesis dogmáticas generales que nos aten las manos y nos cierren el acceso a los hechos. No podemos hacernos responsables de nuestros esquemas si alguien intenta aplicarlos a hechos desconocidos para nosotros: los hechos pueden exigir cambios, modificaciones o correcciones. El trabajo sobre un material concreto nos obligó a hablar de funciones y, por consiguiente, a complicar el concepto de procedimiento. La teoría misma exigió el derecho a convertirse en historia (Eichenbaum, 1925/1970: 104).


Una de las principales inquietudes de los formalistas había sido la de conferir a sus métodos de investigación un rendimiento empírico explícito y eficaz, en el que el análisis de las formas se revelara en su unidad estética con los contenidos en ellas expresados. En consecuencia, resultaba de primordial interés la configuración de un método adecuado al análisis de los diferentes textos literarios, y lo suficientemente flexible como para evitar cualquier tipo de soluciones dogmáticas:


No tuvimos ni tenemos ningún sistema ni doctrina acabados. En nuestro trabajo científico, damos a la teoría únicamente el valor de hipótesis de trabajo con cuya ayuda los hechos se descubren y adquieren sentido, es decir, con cuya ayuda estos se comprenden como existentes conforme a ciertas leyes y se convierten en materia de investigación (Eichenbaum, 1925/1970: 71).


De estas palabras de Eichenbaum se desprende la confirmación descriptivista, teoreticista y adecuacionista que caracteriza las amplias relaciones que el formalismo ruso postula sobre el texto de la obra literaria. Descriptivista, porque «los hechos se descubren» o describen, se desvelan, al modo de la aléetheia griega; teoreticista, porque dan «a la teoría únicamente el valor de hipótesis de trabajo con cuya ayuda los hechos […] adquieren sentido, es decir, […] se comprenden como existentes conforme a ciertas leyes», al modo de los planteamientos popperianos de las deducciones y refutaciones; y adecuacionista, porque de este modo, estos mismos hechos «se convierten en materia de investigación», al yuxtaponer o adecuar racionalismo y empirismo al más puro estilo kantiano. La innegable verdad es que el formalismo ruso incurre en las tres falacias características de los tres modos del conocimiento epistemológico: descriptivismo, teoreticismo y adecuacionismo.

Adentrado en las implicaciones inherentes a un contexto histórico, el concepto de influencia elaborado por Sklovski (1917), así como la noción de «evolución literaria» (Tinianov, 1927) y la práctica estilística propuesta por Vinogradov (1922), demuestran que el análisis sincrónico de una obra literaria no puede olvidar el dinamismo de los diferentes estilos e influencias históricas que en ella confluyen. Tinianov introduce, a propósito de sus estudios sobre la evolución literaria, el concepto de sustitución de sistemas, desde el que se concibe la literatura como un conjunto de entidades organizadas o sistemas, los cuales mantienen entre sí relaciones de solidaridad, es decir, dependencias e interacciones mutuas, ordenadas con frecuencia hacia la consecución de una finalidad determinada. 

Es, en suma, una idea de sistema muy similar a la que utiliza Itamar Even-Zohar en su teoría de los polisistemas. Lo que no se comprende, desde criterios racionales y lógicos, es por qué las relaciones entre diferentes sistemas se presentan casi siempre como solidarias o interactivas, cuando tal relación suele ser casi siempre de oposición o enfrentamiento entre dos o más sistemas, de absorción violenta de un sistema por otro, o de inserción impuesta de un sistema sobre otro. Habitualmente los sistemas culturales suelen ser sistemas definidos políticamente, y se conforman unos frente a otros por sus relaciones dialécticas, y no precisamente por interacciones solidarias. Imponer esta imagen de isovalencia, isonomía o solidaridad entre sistemas es implantar un idealismo contrario a la razón, a la verdad y a la historia. En 1928, Jakobson y Tinianov publican un ensayo programático sobre Los problemas de los estudios literarios y lingüísticos, en el que se sistematizan de forma muy precisa varias de las ideas aportadas en 1927 por Tinianov acerca de la evolución literaria, las conexiones entre diacronía y sincronía, y la correlación de la historia de la literatura con otras modalidades artísticas. En palabras de Eichenbaum (1925/1970: 71), «nuestro objetivo es comprender teórica e históricamente los hechos del arte literario en cuanto tal».


3. Otro capítulo decisivo del formalismo ruso apela a las diferencias entre verso y prosa. Frente a los idearios de Potebnia y los simbolistas, el formalismo ruso estableció amplias diferencias entre el lenguaje del verso y el lenguaje de la prosa. Si respecto a sus estudios sobre la prosa ellos mismos declararon sentirse libres de la tradición, no sucedió lo mismo en sus intentos de desarrollar una teoría sobre el verso, ya que la mayor parte de los problemas planteados no contaban con un corpus científico precedente que contribuyera a su clarificación.

No había ninguna teoría del verso en el sentido amplio de la palabra: ninguno de los problemas tales como el ritmo del verso, la conexión entre ritmo y sintaxis, los sonidos (los formalistas señalaron tan solo algunas premisas lingüísticas) o el léxico y la semántica en el verso fue dilucidado desde el punto de vista teórico. En otras palabras, la problemática del verso en cuanto tal quedaba, en realidad, sin aclarar. Era necesario apartarse de los detalles especiales de la métrica y enfocar en el verso los principios que lo sustentaban. Ante todo era necesario plantear el problema del ritmo de tal manera que no dependiese de la métrica y que abarcase los aspectos más esenciales del discurso del verso (Eichenbaum, 1925/1970: 94).

A esta tarea el formalismo ruso dedicó diferentes estudios y publicaciones. En 1920, Brik redactaba un estudio —que no llegó a concluirse— «Sobre las figuras rítmico sintácticas», en que trataba de demostrar la existencia en el verso de formaciones sintácticas estables, y su unidad al ritmo de forma indisoluble, de modo que la métrica quedaba relegada a un segundo plano en los estudios sobre la lírica.

En una línea semejante de investigación debe situarse el trabajo de Eichenbaum sobre El principio melódico del verso (1922), en que estudiaba la dimensión fónica del discurso lírico, apoyándose en ideas de amplia tradición occidental (Sievers, Saran...), desde las que postulaba una distinción de estilos poéticos de acuerdo con presupuestos léxicos: «Es necesario encontrar algo que esté relacionado con la frase en el verso y que, al mismo tiempo, no nos desvíe del verso en cuanto tal, algo que se encuentre en el límite entre la fonética y la semántica. Este ‘algo’ es la sintaxis» (Eichenbaum, 1925/1970: 96).

Acaso la más amplia síntesis de los estudios de métrica realizados por el formalismo ruso puede encontrarse en el manual de Tomachevski sobre La versificación rusa, de 1924, en el que decididamente se sitúa a la métrica en un segundo plano, como disciplina auxiliar del análisis poético, al conferir la máxima importancia a una teoría general del verso.

En sus estudios Sobre el verso checo, de 1923, Jakobson planteó nuevos problemas sobre la teoría general del ritmo y del lenguaje poético. Jakobson define entonces el verso como una figura fónica recurrente, y establece una contraposición entre las formas lingüísticas que apenas oponen resistencia al material (correspondencia absoluta entre el verso y el espíritu de la lengua), y la teoría de la influencia que sobre la lengua ofrecen las formas del lenguaje poético (verso, métrica, figuras retóricas...). Los trabajos de Jakobson sobre el verso no se limitaron a la literatura checa, sino que trataron de dilucidar problemas generales del lenguaje poético, y concluyeron en que la lengua literaria y la lengua estándar son dos fenómenos diferentes, determinados por ciertas condiciones de conducta, en el primer caso, y por su orientación hacia la satisfacción de determinados objetos, como sucede en el lenguaje poético, en el segundo:


La poesía puede utilizar los métodos del lenguaje emocional, pero únicamente para sus propios objetivos. Esta semejanza entre ambos sistemas lingüísticos y el empleo por parte del lenguaje poético de los medios habituales del lenguaje emocional provocan frecuentemente la identificación del lenguaje poético con el lenguaje emocional. Esta identificación es errónea, porque no toma en consideración la diferencia funcional fundamental entre ambos sistemas lingüísticos (apud Eichenbaum, 1925/1970: 100).


La principal contribución de Tinianov al estudio de los fenómenos materiales del verso se encuentra en su obra El problema del discurso del verso, publicada en 1924. Esta obra dio cuenta en su momento de las profundas diferencias efectivas entre la lingüística psicológica y el estudio científico del lenguaje poético. Tinianov insistía entre la estrecha relación existente entre el sentido de las palabras y la disposición formal del verso, atendiendo a cuestiones relativas a la semántica y al ritmo del discurso lírico. El concepto de forma se enriqueció —y transformó— de nuevo para los formalistas rusos al asociarlo a fenómenos de polivalencia semántica y concepción dinámica de la obra literaria, fundamentados sobre el ritmo como factor constructivo fundamental del verso, determinante de su unificación y densidad literarias.


4. Respecto a la conceptualización de la formas narrativas, ha de advertirse que los formalistas estudiaron detenidamente diferentes aspectos relacionados con la novela y el cuento, tales como las diferencias genológicas (Sklovski), las diferentes formas de construcción de la novela, la importancia del tiempo y del espacio como unidades sintácticas del relato, la discriminación lógico-formal entre fábula (historia o trama) y sujeto (discurso o argumento), o el significado de nociones como motivación, skaz, función, etc.

Sklovski, en su artículo sobre «La conexión de los procedimientos de la composición del siuzhet con los procedimientos generales del estilo» (1929), trató de demostrar formalmente la existencia de procedimientos específicos en la elaboración del discurso o argumento, es decir, en la «composición del sujeto» (siuzhetoslozhenie) de la obra literaria, y advirtió su conexión con diferentes procedimientos estilísticos, apoyándose para ello en el análisis de obras como el Quijote de Cervantes y Tristram Shandy de Sterne. En su trabajo de 1929, Sklovski formula del modo siguiente la diferencia entre sujeto y fábula, distinción capital para toda investigación narratológica posterior:


El concepto de sujeto se confunde demasiado a menudo con la descripción de los sucesos, con lo que propongo llamar convencionalmente fábula. En realidad, la fábula no es sino el material con el que se configura el sujeto. Así, pues, el sujeto de Eugenio Onegin no son los amores del héroe y Tatiana, sino la elaboración de esta fábula en un sujeto realizada con ayuda de digresiones intercaladas, que interrumpen la acción... Las formas artísticas se explican por sus leyes interiores y no por una motivación exterior dependiente del ambiente social (byt). Cuando el escritor frena la acción de la novela no por la introducción, por ejemplo, de personajes que obligan a los héroes a separarse, sino por el simple desplazamiento de las partes, nos muestra las leyes estéticas sobre las que se cimentan ambos procedimientos de composición (Sklovski, 1929/1971: 92).


El pensamiento de Sklovski no rechaza la conexión general de la literatura con su ambiente social (byt), mediante la que Veselovski y otros representantes de la escuela etnográfica explicaban las particularidades de los motivos y los siuzhets narrativos, simplemente no la acepta como hecho literario que permita explicar en exclusiva tales peculiaridades.

Por su parte, Eichenbaum (1925) identificó tres aspectos fundamentales para una morfología de la narración: 1) la diferencia historia / discurso; 2) el postulado de que determinados recursos de la historia tienen valor literario, de modo que los recursos literarios no son solo los retóricos, como pensaban los morfólogos alemanes; y 3) la posibilidad de que existan novelas sin historia, pues hay otros principios constructores: no todos los relatos reconocerán la división tradicional de motivos ordenados en una composición.

A su vez, Tomachevski, en su obra de 1928, Teoría de la Literatura, introdujo importantes nociones sobre la «temática», al referirse a la construcción de la «trama» y al problema de los géneros literarios. Tomachevski distinguió a este respecto entre motivo (Veselovski), como unidad narrativa más pequeña en que se descompone el complejo concepto de «trama», y que se dispone a lo largo de la narración (los motivos serán «libres», si se pueden eliminar sin alteración de la fábula —historia—, y serán «ligados» en caso contrario)[12]; trama (discurso) o «Zjujet», que identifica con la distribución de los acontecimientos en el orden, disposición y conversión que adquieren en una combinación literaria, en el texto literario; y fábula (historia o trama), como conjunto de los acontecimientos con sus relaciones internas. 

Al concepto de motivación dedicó Tomachevski un completo artículo en 1928, en el que señala distintos procedimientos de la composición del sujeto, estableciendo diferencias decisivas entre la disposición textual de la obra literaria y los elementos que permiten su construcción (fábula, personajes, motivos, ideas...). En definitiva, el objetivo principal consiste en establecer diferentes unidades entre los variados procedimientos constructivos, cuyo material puede ser muy diverso, con objeto de superar esteticismos ingenuos o subjetivismos conmovedores, tan habituales en los simbolistas y en la «ciencia literaria» anterior al formalismo. En el contexto metodológico de la narratología, Eichenbaum introdujo la noción de skaz en su célebre artículo «Cómo está hecho El capote de Gogol» (1919), en el que se considera este concepto como un principio compositivo característico del relato sin siuzhet. Los formalistas rusos consideran el skaz como un tipo de «narración coloquial», muy extendida en la literatura rusa, y a la que tanto el formalismo (Eichenbaum y Vinogradov) como el posformalismo (Bajtín) prestaron una gran atención.

En sus estudios sobre la novela, Bajtín había observado, desde presupuestos posformalistas, que las formas estéticas son resultado y expresión de hechos sociales. En el discurso de los personajes subyace un intenso dialogismo —sostiene Bajtín—, ya que cada uno de ellos se expresa teniendo en cuenta ideas y formas procedentes de otros. El discurso intersubjetivo, el inderogable dialogismo y la polifonía cultural serán tipificados como rasgos fundamentales de la novela moderna como género literario. El dialogismo y la polifonía bajtinianos no se referían a la novela como un discurso en el que tienen cabida las lenguas de grupos, profesiones, clases sociales..., sino que designa el plurilingüismo consustancial al ser humano que vive en sociedad, penetrado de ideologías y sentidos que poseen diversas procedencias. Seamos francos: el concepto bajtiniano de dialogismo no puede ser más vaga y difuso. La novela se organizaría, pues, con discursos y voces de personajes particulares, síntesis de ideas y de palabras que les llegan del tiempo pasado y del espacio presente en que se mueven sus vidas; unas son rechazadas y otras aceptadas, pero su conjunto va constituyendo una visión particular del mundo, una forma personal de pensar y de hablar. Semejante vaguedad conceptual sedujo durante décadas a todo tipo de teóricos y críticos literarios, que hicieron del dialogismo un comodín para hablar entre sí, con frecuencia fingiendo de que se entendían entre ellos.

Se observará que, desde los presupuestos de la Crítica de la razón literaria, la teoría bajtiniana es claramente descriptivista y relativista, pero no circularista. Bajtín describe algunos de los fenómenos esenciales de la comunicación literaria, socialmente identificados, pero sin adscribirles un punto de gravedad definido —esto es, sin implicarlos en la symploké del campo categorial de los materiales literarios— y sin percibir en su organización formal una dirección y sentido específicos —es decir, sin ubicarlos en el circularismo de la pragmática de la comunicación literaria efectivamente existente—. En suma, Bajtín trabaja con formas literarias que describe en la medida en que «se mueven» en una dimensión pragmática, propia de los hechos literarios, sí, pero al margen de una ontología definida por la delimitación y presencia de materiales literarios operatorios dados en symploké: autor, obra, lector y transductor.

El relato se configura de ese modo como un género en el que se manifiesta una concurrencia de voces —las de los personajes, a las que hay que añadir la envolvente del narrador—, que son a su vez síntesis de la experiencia verbal de cada uno de ellos, tal como se supone en su mundo ficcional. Para llegar a este concepto idealista de novela, Bajtín superó dos imperativos dominantes durante mucho tiempo en el panorama de la teoría literaria, y que lo vinculan directamente con la herencia de los formalistas rusos: en primer lugar, el fondo y la forma se yuxtaponen de modo indisociable, pues resultan afectados por los mismos cambios y mantienen un sentido convergente en su relación ideal de adecuación; y, en segundo lugar, postula que la influencia de los fenómenos sociales en el arte no se limita a los contenidos, sino que se manifiesta sobre todo en las formas, en expresiones y relaciones de tipo homológico, cuando no icónico. 

Bajtín confirma de este modo su caída en la falacia adecuacionista, al hipostasiar primero la materia de la literatura, y después la forma, para yuxtaponer finalmente ésta sobre aquélla. En consecuencia, Bajtín estimó que las formas eran proyección de una determinada materia ideológica, así como de una visión del mundo propia de un sujeto, el autor, quien se dirige a unos lectores que, a su vez, la interpretarán desde su propia visión. La falacia adecuacionista no está en Bajtín exenta del subjetivismo en el que incurren todas las posiciones epistemológicas y formalistas.

Finalmente, las aportaciones sin duda más celebradas, respecto a las investigaciones sobre narratología, corresponden al etnólogo y folclorista Vladimir Propp, cuya Morfología del cuento (1928) ha sido una obra esencial en la configuración y desarrollo de los modernos estudios sobre la novela, el cuento e incluso el cine. Frente a la variedad de elementos que integran la narración (personajes, espacios, acciones...), Propp se propone identificar en el relato un conjunto de elementos invariantes, a partir de los cuales resulte posible establecer un determinado número de unidades funcionales, cuya ordenación y disposición estructural facilite la comprensión del discurso y la identidad de sus diferentes elementos compositivos. 

Desde esta perspectiva, Propp (1928/1977: 33) elabora el concepto de función, al que considera como «la acción de un personaje definida desde el punto de vista de su significación en el desarrollo de la intriga». En semejante concepción del funcionalismo, la semántica sigue siendo una semántica inmanente. La función es una abstracción de la acción, del mismo modo que el actuante lo es del personaje: un mismo personaje puede desempeñar varias funciones diferentes (sincretismo), así como una misma función puede ser ejecutada por sucesivos personajes (recurrencia). De nuevo el sentido de las obras literarias, en este caso narrativas, se construye en la medida en que resulta legible por un aparato formalista y conceptualizador de determinados recursos literarios. Esto es, los materiales literarios serán legibles en la medida en que resulten formalmente legibles. La reducción formalista y la falacia descriptivista resultaron indisociables de toda la labor desarrollada por los formalistas rusos y sus descendientes.


Lo que cambia son los nombres (y al mismo tiempo los atributos) de los personajes; lo que no cambia son sus acciones, o sus funciones. Se puede sacar la conclusión de que el cuento atribuye a menudo las mismas acciones a personajes diferentes. Esto es lo que nos permite estudiar los cuentos a partir de las funciones de los personajes (Propp, 1928/1977: 32).


Propp, en su Morfología del cuento (1928), se propuso estudiar las formas invariantes de los cuentos tradicionales: «La palabra morfología significa el estudio de las formas». Se apoya en el concepto de «función», que representa un valor constante en los relatos, y que señalará un número limitado de acciones significativas, y su sucesión con frecuencia idéntica. Además, el concepto de función sustituyó en la teoría de Propp a las nociones de motivo (Veselovski) y elemento (Bédier). Como es bien sabido, sus ideas se desarrollaron ampliamente por los formalistas franceses, en Europa, y por Dundes (1958), en Norteamérica.


 

Círculo Lingüístico de Praga

El Círculo Lingüístico de Praga se fundó en esta ciudad, el 6 de octubre de 1926, por varios lingüistas y estudiosos de la literatura de origen checo y ruso, algunos de ellos procedentes de la Unión Soviética, donde la actividad investigadora de los formalistas resultaba cada vez más limitada debido a la influencia del marxismo en el mundo académico y cultural. Entre sus principales representantes figuran Jakobson y Mukarovski, en el ámbito de la lingüística y la estética literaria; Trubetzkoy en la fonología, y Wellek y Dolezel en los estudios sobre teoría de la literatura, su dimensión histórica y condiciones evolutivas a través de los diferentes períodos de la cultura, faceta en la que se integran importantes contribuciones de naturaleza estructuralista y semiótica. El Círculo Lingüístico de Praga se dispersó completamente como consecuencia de la II Guerra Mundial, si bien Jakobson y Chizhevskij ya habían abandonado Checoslovaquia en 1939.

Mukarovski fue uno de los teóricos más representativos del denominado Círculo de Praga. Sus investigaciones se orientaron principalmente hacia el estudio del lenguaje poético y literario en sus relaciones y diferencias con el lenguaje estándar, y hacia el análisis de todos aquellos fenómenos estéticos que pueden expresarse mediante signos, cuyo funcionamiento resulte semejante al del sistema lingüístico.

En el VIII Congreso Internacional de Filosofía, celebrado en Praga en 1934, Mukarovski enuncia uno de los principios básicos de la semiología: «Todo contenido psíquico que traspasa los límites de la conciencia individual adquiere por el mismo hecho de la comunicabilidad el carácter de signo» (Mukarovski, 1936). La semiología pretendía superar de este modo el psicologismo formalista, del que innegablemente partía. A su vez, Mukarovski considera que el lenguaje, en relación con la realidad extralingüística, desempeña dos funciones principales: la función comunicativa, basada en el significado, y la función poética, que se dirige al mismo signo y adquiere valor autónomo. Adviértase que ya no es la forma el criterio caracterizador de la discriminación entre lenguaje literario y lenguaje ordinario, sino determinadas funciones que, sin dejar de ser lingüísticas, trascienden la complejidad inmanente de los enunciados verbales y literarios. Mukarovski distingue también en la obra literaria su dimensión significante, constituida por lo que la obra es en sí misma, como producto o artefacto, y en tanto que objeto estético o significado.

El Círculo Lingüístico de Praga se caracterizó por el desarrollo de una teoría lingüística concebida no como disciplina apriorística, independiente de la experiencia, sino como un conjunto sistemático de conocimientos derivados del análisis empírico de materiales lingüísticos concretos, sujetos a constantes verificaciones, desarrollos y perfeccionamientos; reacciona contra el atomismo de los neogramáticos, y sostiene una concepción estructural del desarrollo histórico del lenguaje.

El estructuralismo lingüístico de círculo de Praga se desarrolló a través de tendencias afines y similares, que discurrían simultáneamente en el ámbito de la lógica, la matemática, la psicología, la etnología, las ciencias naturales, la filosofía, etc., según modelos elaborados por autores como Zubaty, B. Havranek, Korinek, Mathesius, Trnka y Vachek, entre varios más. Como sabemos, el estructuralismo constituyó una corriente lingüística muy interesada por el análisis de las relaciones entre los segmentos de una lengua, concebida como una totalidad jerárquicamente ordenada[13].

En 1929 tiene lugar la redacción y presentación, en el I Congreso de Eslavistas, celebrado en Praga en octubre de aquel año, de las célebres tesis sobre el estructuralismo lingüístico, elaboradas por este grupo de estudiosos del lenguaje poético y la teoría literaria. Las tres primeras de estas tesis interesan de forma especial, por su relación directa con la teoría y la lingüística estructuralistas, mientras que los restantes apartados se refieren a problemas particulares de las lenguas eslavas.

La primera tesis se refiere al «método sincrónico y sus relaciones con el método diacrónico, comparación estructural y comparación genética, carácter fortuito o encadenamiento regular de los hechos de evolución lingüística» (AA.VV., 1929/1970: 15), y en ella se concibe el lenguaje como una totalidad atributiva y funcional, en el que la lengua se configura como un «sistema de medios de expresión apropiados para un fin» (funcionalismo). En la segunda tesis se fundamentan los principios del análisis fonológico del lenguaje y sus objetivos fundamentales e inmediatos, en torno a la identificación de las unidades formales (fonemas) y el estudio de sus relaciones en el sistema. La tercera tesis es de especial importancia, por sus referencias a las posibilidades de conocimiento e investigación de la lengua literaria y sus diferentes funciones en la vida humana. 

Desde el punto de vista funcional, los estructuralistas de Praga insistieron en el estudio sobre las facultades de la lengua literaria para expresar el modo de vida de las distintas culturas y civilizaciones (funcionamiento de su pensamiento político, religioso, científico, jurídico...), la capacidad de modificación y conceptualización que el conjunto de estas operaciones conlleva en los procesos de acción sobre el lenguaje, y la necesidad humana de expresarse frecuentemente sobre realidades que no guardan relación con la experiencia de la vida real, ni pertenecen a ella. La lengua literaria se caracterizaría, en consecuencia, por el uso funcional, altamente potenciado, de los elementos gramaticales y léxicos, y por una mayor abundancia de normas lingüísticas y sociales (Argente, 1972/1980: 30 ss).

El lenguaje poético se estudia en sí mismo, y desvinculado de cualquier sistema ideológico y axiológico preestablecido que pudiera determinarlo desde presupuestos metodológicos —o de cualquier otro tipo— ajenos a la estructura misma del propio lenguaje, como conjunto autónomo de signos que adquiere sentido en razón de su propia finalidad. La lingüística —había escrito Hjelmslev en 1943 (1984: 14)— es el «estudio del lenguaje y de sus textos como fin en sí mismo», de modo que el lenguaje habrá de considerarse como totalidad autosuficiente, y no (sólo) como medio de conocimiento histórico y literario. Lamentablemente, el estructuralismo lingüístico, como el estructuralismo literario, siempre acaba dando lugar a consecuencias idealistas, de pretensiones megáricas, como las que afirman, según se acaba de ver, la autonomía e independencia de las formas frente a los materiales con los que estas necesariamente se conjugan y desenvuelven. Concebir el lenguaje como un ente autosuficiente implica negar la operatoriedad del ser humano —no ya como hablante u oyente— sino como artífice mismo del lenguaje.



New Criticism

Como se sabe, New Criticism es la denominación que recibe un grupo de profesores norteamericanos que, avanzado el segundo cuarto del siglo XX, desarrollaron, en las universidades de los Estados Unidos, un movimiento de investigación textual basado en el uso interpretativo de determinadas formas de las obras literarias. Su denominación como «nueva crítica» procede del título de una obra del poeta y crítico norteamericano John C. Ransom —The New Criticism (1941)—, que constituye un estudio formalista de la obra de Eliot, Richards e Winters[14].

Los diferentes estudiosos que pueden agruparse bajo esta denominación no constituyen un grupo homogéneo de investigadores, cuyas ideas hayan sido unánimemente compartidas y uniformemente desarrolladas, sino que se trata de personas que, si bien parecen servirse de instrumentos de trabajo relativamente afines, manifiestan no ya una amplia diversidad doctrinal, sino más una notoria dispersión metodológica y conceptual, cuyos programas no han recibido siempre la adhesión de todos sus miembros, pese a hallarse identificados bajo una misma denominación. Por esta razón se ha propuesto hablar —sin éxito— de una «escuela del sur» (Southern school), en la que podrían incluirse los nombres de Ramson, Tate, Brooks y Warren, como autores que desarrollan su actividad en determinadas universidades sureñas de los Estados Unidos, y a los que unen, amén de determinadas concepciones metodológicas, la edición de varias revistas y publicaciones, como Southern Review (1935-1942), Kenyon Review (1938) o Sewanne Review (1944).

No obstante, y frente a toda diferencia, los estudiosos cuya labor puede agruparse bajo la denominación de New Criticism tienen muchas características en común, entre ellas su reacción contra dos modos de crítica literaria a los que ya se habían enfrentado los formalistas europeos: la crítica procedente de la erudición académica e historicista, y la interpretación literaria fundamentada sobre presupuestos subjetivos e impresionistas. Su concepción anti-romántica y anti-expresiva del lenguaje literario y la elaboración poética, orientada a la superación del psicologismo, así como el planteamiento de propuestas metodológicas destinadas al estudio de la obra literaria desde presupuestos autónomos, afines al pensamiento estructuralista, son algunas de sus premisas fundamentales (Brooks, 1947). Entre los autores cuya obra ha influido más intensamente en la formación de la doctrina y pensamiento metodológicos del New Criticism pueden citarse a Hulme, Richards y Eliot, quienes con frecuencia se habían apoyado en las teorías de Coleridge y Bentham sobre las posibilidades del lenguaje poético.

El crítico y pensador inglés Hulme, fallecido en 1917 en plena I Guerra Mundial, ejerció una notable influencia en el pensamiento metodológico del New Criticism, especialmente en autores como Eliot, a través de su obra titulada Speculations, editada póstumamente al cuidado de Read, si bien la mayor parte de su doctrina era ya conocida por los miembros del grupo a través de conferencias y manuscritos. El pensamiento poético de Hulme estuvo siempre muy fuertemente condicionado por su concepción ideológica, tradicionalista y ortodoxa, y radicalmente enemiga de las ideas liberales del Romanticismo. Sus postulados estéticos se fundamentan en las concepciones del arte neoclásico, desde las que exige el rechazo del subjetivismo, y la inestabilidad emocional propia de la literatura romántica, en favor de la exaltación de un arte preciso, riguroso, exacto, consecuencia de una disciplina depurada. Hulme participa igualmente de una concepción organicista de la obra literaria, lejos de la visión mecanicista de los fenómenos culturales. 

A estos postulados habría que añadir la valoración de la literatura como un dominio estético autónomo, bien diferenciado de cualesquiera otras disciplinas como la religión, la filosofía o la ética. Finalmente, debo añadir que la poética de Hulme, siempre insistente en la afirmación de que no existe un contenido poético independientemente del lenguaje que le da forma y sentido, de modo que toda idea o concepto es, por su mera existencia, un fenómeno comunicable y objetivable a través del lenguaje, incurre en última instancia en el callejón sin salida al que conducen todos los formalismos: la hipóstasis de la forma, concebida e interpretada en última instancia al margen de toda materialidad, es decir, de toda idea posible en ella objetivada. Tampoco deja de resultar abiertamente paradójico que un hombre tan reaccionario y conservador como Hulme pretendiera desarrollar —y aun creyera conseguirlo— una teoría literaria contraria al psicologismo en el que su propio artífice incurría sin cesar.

Otro de los autores más influyentes y representativos del pensamiento estético del New Criticism ha sido el estudioso de estética y semántica literaria Richards (1924, 1929, 1936), cuya obra permite considerarlo como uno de los principales contribuyentes del Idealismo de la crítica literaria del siglo XX, especialmente en el ámbito de las escuelas inglesa y norteamericana (James, 1907; Lubbock, 1921; Forster, 1927; Muir, 1929; Friedman, 1955; Booth, 1961; Chatman, 1978). Pese a que su doctrina estética es profundamente psicologista[15], contrariando de este modo uno de los principios fundamentales del New Criticism, Richards influyó notablemente en este movimiento merced a sus trabajos sobre semántica y análisis lingüístico, todo lo cual demuestra, una vez más, la intensa falta de coherencia entre los postulados y premisas, por una parte, y los resultados y consecuencias, por otra, que ha caracterizado con frecuencia a las corrientes formalistas de interpretación literaria. En suma, todas ellas acaban incurriendo, más tarde o más temprano, en el idealismo y la inconsecuencia de la falacia descriptivista.

Richards (1924) distinguió a propósito del lenguaje dos usos principales, el referencial y el emotivo, a partir de los cuales trata de establecer las diferencias esenciales entre el lenguaje literario y el lenguaje científico. Sus ideas principales a este respecto consistieron en afirmar la «densidad semántica» del lenguaje literario —concepto en sí mismo metafórico y confuso, y por ende nada científico—, frente a otras formas de discurso lingüístico. De forma tan tropológica Richards introduce la noción de polivalencia semántica, que, afín a la de ambigüedad, habría de ser ampliamente desarrollada por su discípulo Empson, en sus obras Seven Types of Ambiguity (1930) y The Structure of Complex Words (1951). A todas estas ideas hay que añadir una última aportación, de amplio desarrollo en el formalismo francés, según la cual los sentidos del lenguaje literario sólo pueden captarse y comprenderse como es debido desde la denominada «perspectiva contextualista», no tanto expresiva o interpretativa, sino más bien textual, como proceso semiósico de significación del texto literario. 

Richards afirma de este modo la concepción megárica del texto literario, como si se tratara de una realidad autónoma, independiente de todo lo relativo a su creador o artífice, y cuya potencia, polivalencia o ambigüedad semántica es preexistente a cualquier lector, que será inteligente o modélico en la medida en que, cual médium de la hermenéutica literaria, sea capaz de desvelar o describir el significado inmanente, profundo, interior, encerrado y encriptado en las estructuras formales de la obra literaria. No cabe mayor idealismo. El texto, cada vez menos literario, se concibe como una pompa de jabón, cuya inmanencia o esencia se afirma al margen de toda trascendencia o relación exterior con el resto de los términos de la ontología literaria (autor, lector e intérprete o transductor).

Eliot, en su obra La tradición y el talento individual, establece los fundamentos teóricos de su poética en estrecha afinidad con el pensamiento de Hulme y Pound, al concebir la creación literaria como un proceso de despersonalización, a través del cual el artista se desprende de las emociones y obsesiones de su personalidad, lejos de confesarse y de declarar abiertamente los supuestos secretos de su intimidad[16]. Con anterioridad me he referido en esta obra a las paupérrimas aportaciones, anegadas de psicologismo e incluso de infantilismo, de Eliot[17]. Sus escritos, que pretenden manifestar de modo ingenuo y tropológico el rechazo a la doctrina romántica de la creación artística, en favor de una concepción clásica de la génesis literaria, basada en no tanto en la emotividad de la inspiración, sino más bien en el resultado del estudio, la tradición y la madurez, se desautorizan por sí mismos a cada paso, hundidos de forma constante en el subjetivismo de su autor. 

En segundo lugar, debo decir que la teoría estética de Eliot se caracteriza por la atención prioritaria que pretende conceder al poema frente al poeta, situando en el texto la objetivación de los valores literarios, valores de los que nunca da cuenta, sino es desde una retórica psicologista e inane. Desde este punto de vista, si, por un lado, toda disposición metodológica orientada hacia el estudio biográfico, psicológico, social o referencial del autor y su obra resulta discutido y rechazado, por otro, las declaraciones de Eliot son siempre, y de forma exclusiva, biográficas, psicológicas, sociologistas y autorreferenciales. Así, por ejemplo, en su artículo titulado «Hamlet y sus problemas» (1928), Eliot introduce el concepto de correlato objetivo, noción con la que trata de designar la configuración estructural y autónoma de la obra literaria, cuyas propiedades inmanentes constituyen el objeto de conocimiento científico del discurso literario[18]

Sin embargo, tal «correlato objetivo» no es más que una metáfora psicologista y fraudulenta aducida por el propio Eliot para postular gratuitamente la concepción megárica y autónoma de la obra literaria, a la que termina por concebir como un material completamente segregado de la symploké de la que forma parte inherente y esencial (autor, obra, lector y transductor o intérprete). Eliot concibe la obra literaria del mismo modo que un médico demente puede exigir a un ojo, arrancado de su cavidad orbitaria, y depositado sobre una mesa, que le diga lo que ve y observa. El ojo, naturalmente, no dirá nada, ni verá nada, pero el médico demente puede asegurar la autonomía del ojo de marras respecto al cuerpo del que formaba parte, de tal modo que, afirmada su independencia respecto al cuerpo, la visión será más pura y objetiva. Y la interpretación, en consecuencia, más científica. La aberración resulta patente. Es lo mismo que exigirle a un hígado que metabolice proteínas al margen de un aparato digestivo integrado en un cuerpo humano. Formalmente, un corazón late por sí mismo; materialmente, solo gracias a la existencia de un cuerpo humano vivo el corazón puede latir. 

Los nuevos críticos norteamericanos, al igual que casi todos los formalistas, estudiaron las obras literarias como si se tratara de ojos extraídos de sus cavidades orbitarias. Pese al tiempo transcurrido, y pese a la demencia de tal procedimiento, la «exoculación» de los materiales literarios sigue siendo una práctica habitual en la mayor parte de los laboratorios y departamentos universitarios de nuestro tiempo. Al igual que otros contemporáneos suyos, pertenecientes al New Criticism, Eliot recogió en sus ensayos los planteamientos básicos de este movimiento, al rechazar abiertamente la crítica impresionista de raíces románticas, identificada con la interpretación del autor, de apoyos extraliterarios, y defender una concepción organicista del poema lírico, como cuerpo de materiales y formas dotado de vida propia y autónoma, y estructurado de forma mereológica y autosuficiente, de manera que al propio Eliot le sea posible considerar idealmente las relaciones de sus partes con el todo y de aquellas entre sí, cual si se tratara de organismos vivos e independientes frente a las normas de interpretación científica establecidas por sujetos operatorios.

Ramson es otro de los representantes emblemáticos del New Criticism. En su obra ensayística insistió de forma muy reiterada en la recusación del impresionismo como modo de acercamiento a la obra literaria, y en la conveniencia de fundamentar en el texto literario, como objeto de estudio científico, la totalidad de los análisis sobre la literatura. Ramson llegó incluso a proponer la supresión del léxico crítico de determinados vocablos, que designaban con frecuencia reacciones psicológicas del público lector (emocionante, extraordinario, valioso, admirable...), al exigir el desarrollo de una crítica inmanente centrada en el análisis de las formas literarias, desde la que se concibe el texto como un todo orgánico autónomo y autosuficiente, en el que los diferentes elementos se disponen de modo estructural, formando un sistema de relaciones y unidades formales solidarias entre sí. Si por un lado trataban de alcanzar la objetividad sustrayéndose al psicologismo, por el otro alcanzaban la cima del idealismo incurriendo en el mismo psicologismo del que pretendían huir.

Brooks, Wimsatt y Beardsley son algunos de los nombres cuya obra ensayística se vincula directamente con el pensamiento metodológico del New Criticism. Brook, en sus estudios sobre la estructura de la obra poética (1947), considera el texto literario como un sistema cuyos principios de integración y relación son la paradoja y la ironía, figuras de pensamiento a cuyo análisis dedicó importantes páginas en las que confiere al lector un importante papel en el proceso comunicativo de la obra literaria. Con Brook, el psicologismo ya apunta inequívocamente a la conciencia de un lector ideal. 

En un ensayo conjunto dedicado a la «falacia afectiva» (the affective fallacy), Wimsatt y Beardsley (1954) se refirieron a problemas afines a las operaciones de recepción, al denunciar la confusión que con frecuencia establece el público entre lo que el poema es formalmente y lo que el poema provoca psicológicamente. Ambos insistieron entonces en la conveniencia de consagrar la investigación literaria al estudio de los valores estéticos, como cualidades inherentes del objeto textual, cuyo sentido suponían superior e irreductible al de las experiencias que los motivaban o que de ellos mismos se derivaban. Wimsatt y Beardsley estaban incurriendo en una gravísima reducción: estaban jibarizando la esencia del arte al eje sintáctico del espacio estético, es decir, a los modos, medios y objetos de que se sirve formalmente la construcción material de una obra de arte literaria[19].

Entre sus diferentes objetivos metodológicos, los autores del New Criticism se refirieron con frecuencia a los problemas derivados de la diferenciación del lenguaje poético frente a los lenguajes científico y estándar, y al recurrente planteamiento de las relaciones entre el fondo y la forma de la obra literaria.

Respecto a la primera de estas cuestiones, la diferencia establecida por Richards (1924) entre lenguaje referencial y lenguaje emotivo resultó determinante en los planteamientos posteriores del New Criticism sobre el estudio de las propiedades específicas del lenguaje literario, faceta ampliamente considerada por la mayor parte de estos autores. En este sentido, Wimsatt (1954), en sus estudios sobre la lógica del discurso verbal, propuso distinguir el lenguaje de la poesía, al que consideraba estrictamente literario y «antilógico», del lenguaje de la prosa, que se encontraría caracterizado por su tendencia a la lógica verbal y su alejamiento de las formas propiamente literarias. Probablemente sin saberlo, Wimsatt negaba de este modo, de forma muy comparable al Platón de Ion (534b), la lógica y el racionalismo de la obra de arte literaria, al reducir el lenguaje a una idea científica de razón, y al excluir, simultáneamente, del lenguaje literario, toda posibilidad de asimilar, objetivar o formalizar tal idea de razón científica. 

Ignoró Wimsatt que la literatura no es solo lenguaje, sino, especialmente, materia formalizada, es decir, no es solo forma, sino forma material, en la que se objetivan ideas, las cuales, siempre son objeto de una gnoseología en tanto que materializan hechos operables, y no en cuanto que formalizan ficciones operatoriamente inexistentes. Es decir: la literatura, o mejor, los materiales literarios (autor, obra, lector y transductor) son objeto de una gnoseología, pero los contenidos ficticios de la obra literaria no son, ni pueden serlo nunca, objeto de verdad o de mentira, es decir, no pueden someterse a la jurisdicción de una interpretación gnoseológica. Entre otras cosas evidentes, porque la ficción es una materia que carece de existencia operatoria. Solo posee existencia estructural o formal. Don Quijote sólo existe operatoriamente dentro de la novela que lleva su nombre, dentro de la cual posee una existencia genética, una existencia que puede generar actos («funciones», diría Propp), pero fuera de la novela su existencia es exclusivamente formal o estructural, esto es, no operatoria[20].

De modo muy semejante, Ransom (1941) había diferenciado el significado lógico, racional y parafraseable de la prosa, del sentido que adquiere el lenguaje en su uso poético (metro, ritmo, figuras retóricas, complejidades formales y lógicas...), como si el lenguaje de la poesía careciera de lógica, de razón y de posibilidades perifrásticas. Por su parte, Brooks (1951) había hablado del método «explícito y directo» de la prosa, en que el sentido de las palabras tiende a afirmarse de forma clara y precisa, frente al método «indirecto y sugestivo» de la poesía, en que el significado literario suele expresarse a través de símbolos, metáforas y figuras que con frecuencia suponen un «desvío» respecto a los procedimientos habituales de la prosa y del lenguaje estándar.

New Criticism y estilística gestaban el mismo embrión, iluso e ideal, que proclamaba la creencia psicológica de que la lengua poética no estaba hecha de lengua, sino de lengua «desviada». El último límite del callejón sin salida del formalismo estaba más cerca. Reducir la esencia de la literatura al lenguaje acuciaba la exigencia de encontrar en el lenguaje la diferencia entre lo que era literario y lo que no era. Tardaron décadas en darse cuenta de que ese no era el camino, sino el callejón: sin salida. La diferencia esencial del hecho literario no puede buscarse en la obra, y aún menos en la inmanencia de sus formas, porque allí ni está ni puede encontrarse, sino solo inventarse.

A lo largo de la segunda mitad del siglo XX los formalismos huyeron de su propio callejón sin salida tomando la dirección única de un nuevo desvío: el lector. Esta figura, irreal a más no poder —siempre se trató de un lector incorpóreo, de una forma inmaterializada—, condujo de nuevo a otro callejón sin luz ni alternativa posibles: la conciencia megárica e ideal de un lector tan modélico como inexistente. Anclados en el limbo de la recepción, las teorías literarias aterrizaron en el pantano de las ideologías, los revisionismos idealistas, las declaraciones lacustres de principios, el eclipse y la pérdida de la dialéctica, la reinvención neohistoricista, la isovalencia y la mitificación de las culturas, los feminismos fundamentalistas, etc. La cloaca de la posmodernidad está saturada. De aquellos polvos, estos lodos.

Cuando Brooks se apoyó en el concepto de paráfrasis para distinguir las características del lenguaje poético frente al discurso en prosa, y afirmó la imposibilidad de reducir la complejidad de sentidos del poema —así como de alterar su disposición formal— con afirmaciones o resúmenes discursivos que pudieran transformar su constitución sintáctica y semántica, lo que a su modo de ver constituía la denominada «herejía de la paráfrasis», capaz de anular los valores significativos que proceden del contexto literario, y de destruir o erosionar profundamente los valores connotativos del lenguaje, negaba, en suma, la posibilidad de interpretar en términos racionales y lógicos el contenido material de las ideas objetivas formalizadas en los textos literarios. Si las palabras de Brook fueran ciertas, todo texto literario resultaría ilegible e intraducible, y, en consecuencia, incomprensible. Como admitir la posibilidad de parafrasear en prosa un discurso lírico equivalía a aceptar la dicotomía del lenguaje literario entre un fondo y una forma perfectamente disociables entre sí, según una antigua concepción retórica de la obra literaria, como idea que resulta revestida de formas y procedimientos diversos, Brook no podía ceder esta carta fundamental.

Al igual que los formalistas rusos, la «nueva crítica» norteamericana manifiesta una concepción orgánica y autocontextual de la obra literaria, es decir, una concepción imposible, porque, en suma, al negar toda posibilidad de distinguir en ella una forma y un contenido establemente disociables, en sus diferentes procesos de expresión, significación e interpretación, clausuran sus posibilidades de interpretación crítica, científica y filosófica. La literatura no es la forma de la literatura, sino la formalización de los materiales literarios. Formalistas, new critics y estructuralistas negaron la dialéctica entre forma y fondo, sí, pero negaron esa dialéctica entre tales conceptos para hipostasiarlos, para desposeerlos de sus contextos materiales efectivamente existentes. Incurrieron en un error de partida: no se puede negar la dialéctica entre materia y forma porque materia y forma no son conceptos dialécticos, en tanto que insolubles o irreconciliables, sino conceptos conjugados: es decir, son términos inseparables, y por ello mismo disociables. Sin embargo, formalistas y new critics, al postular la supresión de su dialéctica, los trataron como términos indisociables, pero separables. La dialéctica es una cualidad de lo separable, como la conjugación lo es de lo indisociable[21].

Autores como Winters (1947) habían señalado a este respecto la conveniencia de distinguir los efectos racionales y emotivos de la obra literaria, a los que desde un punto de vista lingüístico designa mediante los términos denotación y connotación. Ransom estableció una distinción semejante entre los conceptos de estructura y textura del poema, de modo que la «estructura» designaría la consistencia lógica y racional del texto, mientras que su «textura» estaría constituida por los elementos irrelevantes, desde un punto de vista lógico, que sin embargo soportan y dan sentido a las formas (Dinglichkeit), tal como ocurre con el metro, ritmo, prosodia, rima, etc. Sucede, sin embargo, que elementos como el metro, el ritmo, la prosodia, la rima, etc., son más lógicos y racionales que otros como los que Ramson identifica con la «estructura» del texto, una estructura desposeída de ideas y contenidos, y depositaria de la única fisicalidad que lograron reconocer los nuevos críticos, como si desde la insularidad de las formas pudiera hablarse materialmente de texto. 

Del mismo modo, Tate (1955) considera que todo objeto poético se configura como un conjunto orgánico en el que actúan elementos extensionales, de naturaleza conceptual y denotativa, e intensionales, cuyas propiedades connotativas introducen en el discurso lírico la tensión necesaria para dotarlo de entropía y polivalencia semánticas[22]. De este modo, los new critics afirman indolentemente que un texto es legible por sus formas e ilegible por sus contenidos: las formas poseen estructuras —irrelevantes, como la métrica, por ejemplo, según ellos—, y los contenidos son en sí mismos igualmente irrelevantes, porque nos sitúan en un contexto extratextual, ajeno a la inmanencia radical de una forma inmaterial en la que se objetiva la esencia de una literatura que ellos dicen haber estudiado.



El estructuralismo afrancesado

El triunfo del pensamiento estructuralista francés se sitúa en torno a la década de 1960. En su desarrollo intervinieron varios factores y acontecimientos, entre los que se encuentran la divulgación en Europa Occidental de la teoría literaria de los formalistas rusos; las primeras investigaciones de antropología y etnología estructurales llevadas a cabo por Lévi-Strauss; la llegada de determinados autores eslavos, como Todorov (1965) y Kristeva (1969, 1972), quienes difundieron las obras de los formalistas rusos y los estudios de semiótica soviética; la traducción al inglés, de Ruwet, de los Essais de linguistique générale, de Jakobson; y la introducción, a través de Kristeva (1967), de los trabajos posformalistas de Bajtín sobre la novela polifónica y la translingüística o pragmática, etc. Se configura de este modo un movimiento intelectual relativamente homogéneo, el formalismo francés, agrupado en torno a actividades editoriales que promueven firmas como Le Seuil y revistas como Tel Quel, Critique, Communications y Poétique.

El formalismo francés planteó la posibilidad de un estudio plenamente inmanente de los textos literarios, al considerar que la ciencia de la literatura residía en el análisis de las estructuras de la obra literaria, y aceptar de este modo el enfoque estructuralista de su dimensión lingüística, sociológica y psicoanalítica. 

El estructuralismo, en primer lugar, redujo los materiales literarios a la obra literaria, sustrayéndose, cuando no anulando por completo, el resto de los términos de la ontología literaria (autor, lector y transductor); en segundo lugar, asimiló formalmente toda interpretación literaria a modelos propios y exclusivos de la Lingüística, como disciplina o cuerpo de conocimientos bien organizados; y, en tercer lugar, adoptó sin reservas una posición epistemológica (que no gnoseológica), al examinar el texto literario como un objeto cuya estructura resultaba descriptivamente analizada por la conciencia de un sujeto. 

Incurrió de este modo en una triple y gravísima reducción, ontológica, metodológica y epistemológica: 1) ontológicamente, la literatura queda reducida a un único término —la obra—, progresivamente conceptualizada como «texto», o conjunto de formas capaces de sustraerse a todo contenido y, por supuesto, a toda posibilidad de interpretar las Ideas formalmente objetivas en la totalidad de los materiales literarios; 2) metodológicamente, la ciencia que determinó el modo de acercamiento al único material literario reconocido, la obra, prontamente reducida a lenguaje, cuando no a formas gráficas, fue la lingüística, como ciencia categorial de la que se hizo brotar un conjunto de modelos estructurales, indudablemente insuficientes en sí mismos, para dar cuenta de una muy compleja totalidad de realidades ontológicas implantadas en campos categoriales de muy diversa naturaleza; y 3) epistemológicamente, porque al concebir la literatura como el resultado de una reducción imperativa a un solo y único material literario —el texto—, expuesto fenoménicamente ante la conciencia de un sujeto indeterminado e incorpóreo, la investigación supuestamente científica desemboca de forma inevitable en el idealismo metafísico de una interpretación basada en la construcción preconcebida de estructuras ideales ,y acaso perfectas, pero sin duda irreales e ilusorias. El texto, el método y la estructura, tal como los concibieron los estructuralistas, eran ante todo un epifenómeno de la conciencia del receptor. Un ilusionismo formal, metodológico y epistemológico.

El estructuralismo buscó siempre esquemas ideales de relaciones cerradas y perfectas, de ahí que fuera la sintaxis el aspecto de la semiótica que más estudió y desarrolló. En efecto, si la semiología del relato atendió en sus primeros tiempos a los hechos sintácticos, se debió precisamente al peso de los presupuestos estructurales para el estudio científico de todos los objetos históricos. El estructuralismo había considerado a la lingüística como el modelo principal en la investigación de los fenómenos culturales. Estudiosos como Lévi-Strauss (1958) demostraron, desde el punto de vista de su aplicación en la antropología y la etnología, la validez interdisciplinar del modelo lingüístico[23], que Lacan habría de continuar —de forma tal ideal como fraudulenta en el psicoanálisis: Althusser (1967) en una nueva lectura del marxismo, Foucault en sus escritos retóricos y sofistas sobre el saber, la locura y el poder, Barthes en sus publicaciones de pseudoteoría literaria, junto con los trabajos teóricos desarrollados por Genette (1966, 1969, 1972), Kristeva (1966), Greimas (1966) y Todorov (1968, 1969), principalmente.

La visión estructural de los fenómenos culturales se configura como aquello que revela el análisis interno de su totalidad. Desde este punto de vista, resultan esenciales los conceptos de estructura, sistema y solidaridad, al referirse a un conjunto de elementos determinados por sus mutuas relaciones de interdependencia (estructura), que se manifiestan como solidarias en el proceso (un término A exige necesariamente la presencia de otro término B, y a la inversa), y como complementarias en el sistema, cuya estabilidad viene determinada por la interrelación de todos sus elementos.

El carácter de totalidad e interdependencia entre los elementos que forman el sistema distinguía entonces a los estructuralistas de las escuelas atomistas, cuyos presupuestos de investigación eran habituales en las prácticas de los neogramáticos, quienes concebían la realidad como compuesta de elementos aislables, cuya suma o yuxtaposición configuraba la constitución del conjunto. Sin embargo, para los formalistas franceses, y en general para los estructuralistas del siglo XX, la noción de estructura, antes que una realidad empíricamente observable, era un simulacro, un ilusionismo epistemológico, como he indicado, con pretensiones de funcionar como un principio metodológico y explicativo de hechos culturales y de materiales literarios. 

Frente al atomismo neogramático, cuya herencia e impronta se observaba en la estilística francesa de un Charles Bally (1909), así como en los escritos —de desbordante idealismo literario— de un Dámaso Alonso (1950), los estructuralistas se jactaban ingenuamente de «poseer» un sistema caracterizado por disponer de una potente organización inmanente para interpretar las formas de la literatura. Lástima que la potencia de tal organismo sistemático se limitara ontológicamente a un término del campo categorial de la literatura, destruyendo de este modo la posibilidad real de estudiar la literatura en sí y en cuanto tal, reducidos y limitados —jibarizados—, como estaban, al texto —no siempre literario (pues nunca dispusieron de métodos efectivos para distinguir lo literario de lo no literario, pese a su ilusionismo epistemológico y metodológico)—, concebido como una estructura distributiva —que no como una estructura atributiva (en cuyo caso habrían tenido que incorporar a su limitado «sistema» los términos categoriales de autor, lector y transductor)—. 

La jactancia metodológica del estructuralismo se basaba sobre en una premisa metodológicamente ingenua y epistemológicamente ilusa: postular que el sistema era el texto de la obra, y suponer que a tal sistema le bastaba con operar con las formas de la obra, imaginando que la estructura de esa obra o de ese texto era el campo categorial de toda la literatura. Los estructuralistas actuaron en este sentido como médicos que consideran que la medicina se limita únicamente a estudiar las formas del corazón determinadas por su valor funcional en el aparato cardiovascular. Lo que no forma parte de la totalidad distributiva de los vasos sanguíneos no es funcionalmente pertinente al estudio de la medicina.


El carácter de totalidad propio de las estructuras es esencial, pues la única oposición en la que todos los estructuralistas están de acuerdo es en la de estructuras y agregados […]. Una estructura está, ciertamente, formada de elementos, pero éstos están subordinados a leyes que caracterizan el sistema como tal; y estas leyes, llamadas de composición, no se reducen a asociaciones acumulativas, sino que confieren al todo en tanto que tal propiedades de conjunto distintas de las de los elementos (Piaget, 1968).


La misma simpleza teórica puede leerse en un autor tan célebre y representativo como Pouillon. Los estructuralistas habían descubierto un juguete funcionalmente muy operativo, la estructura, y un modelo formalmente muy exportable, la lingüística. Lástima que las funciones de sus operaciones y que las formas de su modelo no tuvieran más aplicaciones que las vertidas en la inmanencia de circuitos fenomenológicos artificiosos e ideales, postulados a su vez por la conciencia de sujetos que interpretaban de un modo preconcebido materiales formalizados lingüísticamente a posteriori.


El método consiste en reconocer entre los conjuntos organizados, que se comparan precisamente para verificar las hipótesis, diferencias que no son simple alteridad, sino que indiquen la relación común, según la cual se definen. Consiste, en segundo lugar, en ordenarlos en el eje (o ejes) semántico así precisado, de tal suerte que los conjuntos considerados aparezcan como variantes entre sí y el conjunto de estos conjuntos como el producto de un arte combinatoria (Pouillon, 1966/1969: 7).


Desde el punto de vista de las filosofías humanistas, el estructuralismo introduce importantes transformaciones de orden metodológico y epistemológico, al considerar que el sujeto deja de desempeñar el papel fundamental en la investigación de los fenómenos culturales, en favor de determinados principios metodológicos, como las nociones de estructura, discurso, sistema, código, etc. Sin embargo, lo que hicieron fue reemplazar un sujeto corpóreo y operatorio, un intérprete real, de carne y hueso, por un sujeto epistemológico, kantiano, reducido a un teoreticismo mentalista, porque todas esas nociones de estructura, discurso, etc., son solo resultado de la conciencia fenomenológica del propio sujeto receptor: son un epifenómeno de la mente del intérprete. Son pura subjetividad. 

De este modo, su oposición a los sistemas de pensamiento humanistas, que habían dominado el panorama francés de las últimas décadas (fenomenología y existencialismos), es tan manifiesta como aparente, porque en la proclamación misma de los estudios inmanentistas de la obra literaria está contenida la fórmula fenomenológica y subjetiva de la interpretación de las formas del objeto de estudio, al trasladar el centro del pensamiento del sujeto al objeto en tanto que discurso, lenguaje, forma o estructura. Hablar —como hacía Lévi-Strauss— de antisubjetivismo teórico o epistemológico equivale a incurrir en la falacia teoreticista sin ser consciente de semejante incursión. En suma, si algo fallaba en la interpretación, en el uso de este modelo teórico, la culpa la tenía la realidad, pero no la estructura, en sí misma correcta e infalible.


La exclusión del sujeto representa una necesidad, diríamos de orden metodológico: excluir el punto de vista del árbitro que inspecciona el mito desde fuera y, por este hecho, es propenso a encontrarle causas desde afuera (Lévi-Strauss, 1971/1983: 4).


Los estructuralistas creyeron, desde la mayor de las ingenuidades, poder segregar el sujeto cognoscente sin abandonar la posición epistemológica en sus interpretaciones de los hechos culturales, algo equivalente a pretender mirarse al espejo sin que el espejo refleje la imagen del sujeto que se sitúa ante él. El sujeto cognoscente sólo puede segregarse de una investigación cuando esta investigación se lleva a cabo, esto es, se ejecuta, en el seno de un contexto gnoseológico, nunca epistemológico, es decir, en un contexto determinado por los criterios de materia y forma (materialismo), como conceptos conjugados, y nunca configurado por los conceptos de objeto y sujeto (idealismo), como términos yuxtapuestos, alternativos o dialécticos. Suprimir o prescindir del sujeto en una investigación desarrollada de acuerdo con criterios epistemológicos supone incurrir en una falacia teoreticista de dimensiones absolutas. Hasta tal punto que el resultado de la teoría puede ser incluso un objeto inexistente, un espejismo, una estructura formalmente ideal, una ilusión epistemológica, una forma incorpórea. No por casualidad el estructuralismo acaba generando un espejo deformante: la posmodernidad.

En el ámbito de la teoría literaria, Barthes había escrito en 1968, a propósito de «La muerte del autor» —texto que he criticado profusamente al referirme a la ontología de la literatura según la Crítica de la razón literaria[24]—, que la voz, el autor mismo, y el origen de la escritura, desaparecen cuando un hecho se relata con fines intransitivos; cuando, como suponen los estructuralistas sucede con el discurso literario, el lenguaje no tiene como finalidad actuar directamente sobre lo real. En realidad, ningún hecho se relata con fines intransitivos, es decir, sin consecuencias. Barthes consideraba simplemente que el autor era un «personaje del mundo moderno», introducido en la sociedad tras la Edad Media, merced al empirismo inglés, el racionalismo continental del siglo XVII y el concepto personal de fe establecido por la Reforma, que descubren y potencian el prestigio del individuo. 

Por mi parte, simplemente puedo aducir, como he explicado anteriormente, que la supresión del autor es solo una figura retórica —nunca gnoseológica, porque el autor es un material literario formalmente inderogable, es un sujeto corpóreo y operatorio—, introducida en la teoría de la literatura contemporánea por el discurso posmoderno, dadas sus deficiencias interpretativas y sus compromisos ideológicos con autores y autoridades inexistentes en el canon literario. Desde la sofisticada retórica de Barthes, el estructuralismo francés rechaza el «sentido teológico» de la obra literaria, objetivado en el autor, así como el conjunto de hipóstasis (sociedad, psicología, historia, libertad...) que tratan de vincular el estudio de la literatura con algunas de las cualidades exteriores que actúan sobre la idea del autor como dios de la literatura. 

Quien habla no es, pues, el autor, sino el lenguaje (como si el lenguaje fuera ahora el dios, el demiurgo o el sujeto operatorio de la semántica); mientras que el autor de carne y hueso, el sujeto operatorio que construye la obra literaria, debe ser desplazado o derogado en beneficio de la escritura y del lector, es decir, de la escritura como conjunto de formas gráficas y del lector como ente metafísico en el que convergen las posibilidades ideales de interpretación de una obra literaria, a la sazón, «escritura». Interpretados de este modo, resultado del concepto de estructura elaborado por los neoformalistas franceses, escritura y lector son dos entidades metafísicas cuyas formas carecen de contenido material, porque pueden ser, de iure, cualquier cosa, al ser, de facto, pura retórica.


Una vez hallado el Autor, el texto se «explica», el crítico ha alcanzado la victoria; así pues, no hay nada asombroso en el hecho de que, históricamente, el imperio del Autor haya sido también el del Crítico, ni tampoco en el hecho de la crítica (por nueva que sea) caiga desmantelada a la vez que el Autor (Barthes, 1968/1987: 70).


La única caída que se advierte aquí es la del posformalismo barthesiano, que se precipita en una metafísica de las palabras, al ubicar la figura del autor de obras literarias en una teología de la escritura. Las palabras de Barthes son, más que nunca en este artículo necrológico sobre el autor, sofística y perifrástica tropología nietzscheana, cuya raíz está en el fragmento 125 de La gaya ciencia, donde se postula la famosa exclamación «¡Dios ha muerto!» (= «El autor ha muerto», dirá Barthes).

Al igual que los formalistas rusos, los neoformalistas franceses no se separan mucho de Aristóteles en sus estudios sobre la morfología del relato, en tanto que uno y otros coinciden en incurrir en las falacias descriptivista y teoreticista, bien proyectada hacia la formas como conceptos reproductores de la realidad exterior a ellas (Aristóteles), bien orientada hacia una idea de estructura en que formalmente se objetivan los fenómenos identificados en la conciencia del sujeto receptor o intérprete, reducido por los estructuralistas a un sofisticado fenomenólogo (poéticas formales y funcionales). 

Así, por ejemplo, el funcionalismo consideraba que el elemento fundamental del relato eran las acciones y las situaciones de los personajes (actuantes) abstraídas en sus valores funcionales (funciones), y solo por relación a ellas se configuraban como tales esos actuantes, o sujetos generadores de las acciones narrativas. Los personajes eran actuantes, sujetos teóricos revestidos de caracteres físicos, psíquicos y sociales que los individualizaban. No por casualidad Tomachevski consideraba, en su mencionada obra de 1928, que el personaje era un elemento secundario en la trama. Barthes (1966), en el célebre volumen 8 de Communications, también sostuvo, aristotélicamente, como si fuera alguna novedad, que la noción de personaje era por completo secundaria, y que estaba subordinada a la trama. Lo sabemos desde la Poética del estagirita. Con todo, algo original había en la argumentación barthesiana: el sofista francés negaba al personaje la legitimidad de su dimensión psicológica, que consideraba de influjo burgués. Era una forma de otorgar carta de ciudadanía en aquel momento histórico y social a su teoría literaria. Era clave captar la simpatía de las masas. Las formas literarias, determinadas por su valor funcional en el texto, debían emanciparse —a finales de la década de 1960— de la terrible y feroz influencia de la burguesía.

A propósito del análisis funcional del discurso dramático, y con independencia de las investigaciones de Propp (1928) y Lévi-Strauss (1975), Souriau (1950) se propuso determinar, desde presupuestos estructuralistas, las principales funciones dramáticas sobre las que se fundamenta la obra teatral. De este modo, Souriau estudió morfológicamente las principales combinaciones, examinó las causas de las diferentes propiedades estéticas que las motivaban, y observó finalmente a través de qué modos y procedimientos se encadenaban tales situaciones dramáticas. Souriau llegó a hablar —exactamente— de 210.141 situaciones dramáticas, que resultarían de la combinación variable de determinadas funciones y combinaciones teatrales, presentes en la estructura de cada obra de (reunión de dos o más funciones en un personaje, toma de una función como principio rector de otra, etc.). 

En consecuencia, cada situación dramática se definía como «la figure structurale dessinée, dans un moment donné de l’action, par un système de forces», fuerzas que son las funciones dramáticas propiamente dichas, y que Souriau reducía a seis principales, representadas mediante símbolos astrológicos: fuerza temática (León), representante del valor deseado (Sol), objeto receptor del bien deseado (Tierra), elemento oponente (Marte), árbitro o juez del conflicto dramático (Balanza), agente auxiliar (Luna). ¿Cabe una prueba más expresiva y representativa de lo que puede llegar a ser la falacia teoreticista y el ilusionismo fenomenológico en el que de forma sistemática incurren las poéticas estructuralistas?

La influencia de la obra de Propp en Europa Occidental comienza en 1958, con la traducción al inglés de la Morfología del cuento (1928), precisamente el mismo año en que Lévi-Strauss publica su Antropologie structurale, y ocho años antes de la aparición de la Semántique structurale de Greimas, obra que adapta el libro de Propp sobre la morfología de los cuentos populares a las necesidades del estructuralismo de la década de 1960, y construye un modelo de gran rentabilidad y soltura para el análisis estructural del relato. Esta obra de Greimas se usó durante décadas como una auténtica calculadora de funciones narratológicas, un fecundo mecanismo de descubrimiento, conquista y colonización de términos sintácticos identificables y combinables en la inmanencia de cualesquiera formas interpretables como narraciones de historias. 

A partir de la lingüística de Tesnière (1959), y de los modelos funcionales elaborados por Propp y Souriau, Greimas elaboró un cuadro actancial compuesto idealmente por seis entidades funcionales o actuantes, caracterizados por desempeñar las mismas funciones en todos los cuentos, relatos y novelas. Los actuantes —en el seno del cuadro— eran abstracciones funcionales de los personajes, y sus relaciones solían estar mediatizas con frecuencia por las modalidades de saber, poder o querer. De este modo, con el auxilio de un ayudante y la adversidad de un oponente, un sujeto pretendía un objeto, movido por un remitente, cuyas consecuencias sufría o gozaba un destinatario.

Por su parte, Brémond (1964, 1966) introdujo a su vez llamativas modificaciones en el sistema narratológico de Propp, al eliminar las denominadas «funciones pivotes», que planteaban dos alternativas tras cada situación narrativa, y vinculaban toda función a la precedente, y al suprimir la concepción proppiana que exigía en cada relato el cumplimiento de las treinta y una funciones señaladas para los cuentos tradiciones rusos. En consecuencia, Brémond se apoyó en la noción de secuencia, como unidad sintáctica en la que había de agruparse una serie tripartita de funciones que se implicaban necesariamente, y que con frecuencia designaban tres fases obligatorias en todo proceso: apertura de una situación, medios que la transforman, y desenlace final de éxito o fracaso. Como se observará, el estructuralismo jugaba con las formas, siempre determinadas por su valor funcional en un sistema ideal, pero al margen de la interpretación semántica que exigen las ideas objetivadas formalmente en los materiales literarios.

En este contexto, el pensamiento jakobsoniano sigue su desarrollo, ahora durante la década de 1960 en los Estados Unidos. Considero que Jakobson culminó sus aportaciones con su célebre intervención en el congreso de Indiana, en 1958, cuando, apoyándose en la lingüística, al igual que el formalismo francés, como ciencia global de la estructura verbal, formula su teoría sobre las funciones del lenguaje. En 1960, en el volumen Style in Language, tiene lugar la publicación de esa ponencia de clausura que Jakobson lee dos años antes en el congreso sobre el estilo celebrado en la Universidad de Indiana, intervención en la que reformulaba algunas de las posiciones teóricas esenciales del formalismo ruso y del estructuralismo checo, y cuya consideración ha determinado de forma esencial la evolución posterior de los estudios sobre poética lingüística y literaria.

Considerando la poética como parte integrante de la lingüística, Jakobson identifica algunos de los problemas más importantes con los que ha de enfrentarse la lingüística estructural (hipótesis monolítica del lenguaje, interdependencia de múltiples estructuras en el interior de una misma lengua...), y elabora, a partir de las archiconocidas funciones del lenguaje señaladas por Bühler en 1934, y de la teoría matemática de la información y la comunicación, un modelo de seis funciones básicas del lenguaje, que hace corresponder a cada uno de los sujetos y elementos que intervienen en el proceso de comunicación. Estos esquemas se han repetido hasta la saciedad, pero siempre acríticamente. Sólo desde los presupuestos metodológicos de la Crítica de la razón literaria se ha impugnado el idealismo y teoreticismo de su formulación, al introducir un cuarto y decisivo elemento: el intérprete o transductor. Se impone así el cierre categorial de la Teoría de la Literatura.


contexto
emisor  →  mensaje  →  receptor
contacto
código
 
 
referencial
emotiva  →  poética  →  conativa
fática
metalingüística


Hoy es un ejercicio muy simple identificar la presencia, ausencia y dominio de determinadas escuelas y corrientes de investigación literaria en cada una de estas funciones.


sociología de la literatura
poética romántica  →  poéticas formales  →  poética de la recepción
poéticas morfológicas y funcionales


La ausencia de determinadas teorías literarias pone de manifiesto en el esquema de Jakobson la carencia de funciones determinantes en el proceso de construcción, comunicación e interpretación de la literatura y del lenguaje, del mismo modo que la falta de tales funciones constata la incapacidad para identificar, aún a mediados del siglo XX, la funcionalidad de una realidad ontológica fundamental, que pasó por completo desapercibida como función a todos los funcionalistas, formalistas y estructuralistas, que estudiaban, en el estructuralismo francés, las formas literarias determinadas por su valor funcional en el texto. Me refiero a la función del transductor, y las operaciones de transducción literaria debidas a este agente y sujeto operatorio, el cual constituye un término ontológico fundamental e indomable en el campo gnoseológico en el que se sitúan, formal y materialmente, en symploké, los materiales literarios (autor, obra, lector y transductor).

El funcionalismo había evitado encontrarse con la función más dinámica y compleja de todas las funciones, la transducción. Precisamente aquella que situaba los materiales literarios en una estructura circular y empírica, es decir, pragmática y real.

La función referencial (Darstellung) se interpretaba en su orientación (Einstellung) hacia el referente contextual, en virtud del cual se reconocía en el lenguaje la transmisión de un contenido. Se interpretó en direcciones muy amplias como una función eminentemente denotativa y cognoscitiva, cuya presencia se admitía en todo tipo de mensajes verbales, pero no siempre de forma dominante: «Puede ser —advertía Jakobson (1960/1984: 353)— el hilo conductor de varios mensajes, pero el lingüista atento no puede menos que tomar en cuenta la integración accesoria de las demás funciones en mensajes de este tipo», si bien la estructura verbal de un texto «depende, primariamente, de la función predominante».

La función emotiva o expresiva (Ausdruck o Kundgabe) se categorizó estruc-turalmente como centrada en el sujeto emisor o destinador del mensaje, y su interpretación se orientó hacia la expresión directa de la actitud del hablante ante aquello que comunicaba. Jakobson había tomado el término «emotivo» de la obra de Marty (Untersuchungen zur Grundlegung der allgemeinen Grammatik und Sprachphilosophie, 1908), quien lo prefirió al vocablo «emocional».

La función apelativa o conativa (Appell o Auslösung) se orientó estructuralmente hacia el destinatario del mensaje o sujeto receptor, con el fin de actuar sobre sus competencias y modalidades. Lingüísticamente, esta función presenta propiedades especiales, derivadas de la naturaleza del imperativo como forma gramatical, cuya construcción se aparta de las restantes categorías nominales y verbales, especialmente de las oraciones declarativas (el imperativo no puede ser objeto de verificación), de las que se diferencia sintáctica, morfológica y fonémicamente.

Por su parte, la función fática resultó característica de aquellos mensajes que servían para establecer, prolongar o interrumpir la comunicación, verificar el funcionamiento y la eficacia del medio o canal de transmisión, y actuar sobre la atención del interlocutor, con objeto de confirmar adecuadamente su mantenimiento durante el tiempo que durara la interacción. La interpretación de la función fática se orientó en definitiva hacia el medio, canal o contacto, que hacía posible el tránsito de la comunicación. El término fático lo introduce el antropólogo funcionalista Malinovski, en 1923, en su estudio sobre «El problema del significado en los lenguajes primitivos».

La función metalingüística, como función de glosa, resultaría característica de los discursos que se ocupan del código, y se hizo derivar de la diferencia establecida por la lógica moderna entre dos niveles diferentes de lenguaje, según se utilice el lenguaje para referirse a un contenido objetual o referencial, o para hablar del lenguaje mismo: la lengua como forma reflexiva de sí misma.

Finalmente, la función poética —función estrella para formalistas y estructuralistas— se centraba en el mensaje como tal, imponiendo de este modo una función idealmente poética del texto, concebido como un material intransitivo —el mensaje por el mensaje— e insular en sus formas —las ideas objetivadas en la literatura importan mucho menos que las formas que las objetivan—, y se caracterizó, según Jakobson, por ser la función dominante o determinante del arte verbal, pues, sin ser la única, se convino en que estimulaba más que ninguna otra la expresividad de los signos lingüísticos, y que confería, mejor que ninguna otra, un estatuto autónomo y específico al mensaje literario, semánticamente orgánico (aunque su semántica se limitara a su inmanencia formal y funcional), contextualmente estable (aunque el contexto fuera la conciencia del receptor y la estabilidad no fuese otra cosa que una ilusión fenomenológica), y formalmente cerrado (como si la fluctuación filológica, las exigencias de la ecdótica, las transformaciones lingüísticas y, en definitiva, las metamorfosis interpretativas, es decir, transducción y todas sus consecuencias no existieran jamás).

Tras describir los límites y el modo de ser de la función poética, Jakobson fundamentó formalmente el criterio lingüístico de esta función en la proyección del principio de la equivalencia del eje de selección al eje de combinación, como dos modos básicos de conformación empleados en la conducta verbal. La poética se configuró de este modo como aquella parte de la lingüística que trataba de la función poética en sus relaciones con las demás funciones del lenguaje. Así se decretó que la primacía, no obstante, de la función poética sobre la referencial no eliminaba la referencia, pero la hacía ambigua. Pero las consecuencias de estos «decretos» no tardaron en manifestarse ante los recursos metodológicos de las poéticas formalistas.

Resultó que la función poética no podía estudiarse de modo eficaz fuera de los problemas generales del lenguaje y de la literatura, es decir, no podía aislarte del resto de los materiales literarios ni de los términos que constituían la ontología del campo categorial de la literatura, como ingenuamente estaban haciendo a mediados del siglo XX los principales representantes del estructuralismo francés y de poéticas formalistas como el New Criticism o la estilística.

Por otra parte, la indagación del lenguaje requería igualmente una consideración global de la recién denominada función poética. Cualquier tentativa de reducir la esfera de la función poética a la poesía o de confinar la poesía a la función poética resultaba una tremenda simplificación engañosa incluso para los propios formalistas. La función poética no era la única función del arte verbal, sino solo una función, considerada dominante y determinante por las poéticas formales, que —no se olvide— eran teorías literarias reductoras, teoreticistas y epistemológicas, es decir, idealistas, fenomenológicas, y mutiladoras de materiales literarios esenciales. Estamos hablando, nada menos, que de teorías literarias ablativas, esto es, cercenadoras o mutiladores de materiales literarios esenciales, como el autor, el lector y el intérprete o transductor.

La función poética, tal como la concibieron desde mediados del siglo XX las poéticas formalistas contemporáneas al último Jakobson, era un mayúsculo epifenómeno fermentado en la mente del intérprete o del crítico literario de entonces, el cual necesitaba negar obstinadamente la presencia de esta estelar «función poética» en todas las demás actividades verbales, dentro de las cuales actuaría solo como constitutivo subsidiario y accesorio, si es que en algún caso llegaba a manifestarse tímidamente. 

Esta función estelar, al promocionar la patente de los signos en tanto que formas disociadas de Ideas objetivas en ellos materializadas, o de formas capaces por sí mismas —dada su «autonomía»— de sustraerse a toda significación establemente definible, incrementó ilusoriamente la dicotomía formalista entre signos y objetos, por un lado, y entre signos y conceptos, por otro. De ahí que, al estudiar la función poética, la lingüística no pudiera limitarse exclusivamente al campo de la poesía, y que, por la misma razón, al estudiar la Literatura, esto es, los materiales literarios, la teoría literaria formalista no pudiera dar, más allá de la matemática funcional de unas descripciones idealmente estructuradas, una respuesta satisfactoria desde exigencias semánticas, y que, asimismo, solo pudiera ofrecer de los textos literarios una expresión fenomenológica y psicologista, desde posiciones pragmáticas ocupadas por sujetos operatorios ignorantes de los innumerables procesos de transducción que ellos mismos estaban generando dentro del campo categorial de la interpretación lingüística y literaria.

Epistemológicamente, el estructuralismo se caracterizó, frente al pensamiento historicista y las filosofías humanistas, por la búsqueda, de nuevos modos de acercamiento al mundo mitificado de la cultura, desde una dimensión sincrónica; la semiología, a su vez, analizará —de forma cada vez más desnaturalizada y vacua— las posibilidades que ofrece la consideración de las obras humanas como partes de un proceso de comunicación. La idea más general para el cambio de orientación epistemológica fue la evidencia de que toda obra realizada por el ser humano adquiere un significado más allá de sus formas inmanentes: frente a los hechos naturales, que son, los hechos culturales son y significan, bien porque se hayan creado como signos para expresar o comunicar un significado, bien porque alguien los interpreta funcionalmente como signos en relación a su autor, su época, una clase social, una ideología, etc., esto es, una armadura o contexto determinante[25].

Esta idea sobre la dimensión significante de todo lo humano se refiere tanto a las formas (desde esta perspectiva actúan los formalismos), como a las relaciones sintácticas (objetivo directo de los estructuralismos) y a los usos que hace el ser humano de los objetos que él mismo ha creado (el lenguaje como medio de expresión científica, filosófica, artística, etc.), e incluso a los objetos naturales interpretados o relacionados de algún modo con el hombre. Por el hecho de remitir a algún aspecto humano, cualquier objeto se convierte o se interpreta como signo, pues acumula un significado. Todo lo que hace el hombre significa, y todo lo que significa es objeto de la semiología.

La semiología, que se ofrece como un enfoque general válido para la investigación de los sistemas culturales, se ha desarrollado en relación con otras orientaciones en el ámbito de la lingüística y de la Teoría de la Literatura. En lo que se refiere al análisis de la dimensión sintáctica, se desarrolló en una forma próxima y paralela al estructuralismo y a la gramática del texto: muchos conceptos y buena parte del léxico de la sintaxis semiótica tiene origen lingüístico e incluso responden a categorías lingüísticas que se trasladan a otros sistemas de signos, pues desde el estructuralismo se estimaba que los esquemas del lenguaje tenían una validez general. Más tarde, las teorías de la construcción imaginaria y el interés por la ficción, o las tendencias psico y sociocríticas de la teoría literaria, proporcionaron temas, términos y conceptos abundantes a la semántica y la semiótica de la literatura, y en algún aspecto a la pragmática, que se complementaron durante el último tercio del siglo XX con aportaciones fenomenológicas de la estética de la recepción (Jauss, Iser, Eco) y con el materialismo aberrante —reducido exclusivamente al mundo físico (M1)— de la denominada ciencia empírica de la literatura (Schmidt, 1980).

Los estructuralismos han hecho posible que la pragmática, que tuvo un desarrollo muy limitado en sus primeras décadas, se impusiera posteriormente de forma muy poderosa y con pretensiones de totalidad, transformando modelos que fueron aceptados en principio, y alterando con frecuencia los límites referenciales o conceptuales de algunos términos. La concepción estática y dinámica del signo fue el criterio que señaló el límite entre estructuralismo y semiología, y fue el que acostumbraron a seguir los semiólogos españoles (Bobes, 1973), quienes, incapaces de crear —durante décadas— una teoría literaria, sólo pudieron limitarse a importar o traducir las extranjeras: Alarcos con el estructuralismo francés, García Berrio con el formalismo ruso y Bobes con la semiología afrancesada. No desarrollaron ninguna teoría literaria original, y se complacían en mostrarse originales cuando en realidad eran simples importadores, y en ocasiones ni siquiera traductores, de libros ajenos. De esta forma disimularon su incapacidad y su impotencia para construir una teoría literaria propia. Contra esta tendencia ciega, de absurda y mecánica admiración hacia lo extranjero, y de importación acrítica de cuanto se presentaba proveniente de Rusia, Alemania, Estados Unidos o Francia, se escribió la Crítica de la razón literaria.

La definición saussureana sirvió de punto de partida para el estructuralismo clásico, al admitir que el signo era el resultado de la concurrencia de un significado y un significante. Esta definición no da entrada al sujeto (ni como autor, ni como lector, ni como transductor), quien queda excluido y derogado por los presupuestos estructuralistas que imponen el análisis de la obra en sí, de sus unidades y de sus esquemas de relación fijos y cerrados. El signo se concibe como un objeto estático, en el que se distinguen dos dimensiones: significante, o parte material, y significado, o contenido mental. El psicologismo viajaba en primera clase en el seno de teorías literarias y culturales que pretendían segregar al ser humano como sujeto operatorio, pero no como forma disuelta en ulteriores partes formales de la obra literaria (actuante, sujeto, narrador, enunciador, sujeto del enunciado, sujeto de la enunciación, etc.). 

La glosemática dio un paso decisivo hacia la semiología al considerar el signo como resultado de un proceso dinámico, en el que el sujeto emisor pone en relación una parte sensible (significante) con una parte mental (significado), concretando entre las virtuales notas de significación aquellas que se actualizan en el uso concreto. Pero una vez más la glosemática redujo el significado a una interpretación psicologista. El signo no era para esta disciplina algo abstracto y exterior al sujeto, sino una forma que se concretaba en el uso material por la intervención de un sujeto. De este modo, la interpretación del signo no podía sustraerse al psicologismo del sujeto, actuara como emisor o como receptor.

La influencia del estructuralismo lingüístico en la semiótica puede comprobarse en la definición que el Diccionario de semiótica de Greimas y Courtés (1979, 1990) ofreció para el signo como «unidad de manifestación constituida por la función semiósica, es decir, por la relación de presuposición recíproca (o solidaridad) que se establece entre las magnitudes del plano de la expresión (o significantes) y del plano del contenido (o significados) durante el acto del lenguaje». La semiótica estructural partió siempre del esquema básico constituido por los tres elementos jakobsonianos: emisor, signo y receptor, y aunque admite distintas posibilidades, en cuanto a la presencia e intervención de los sujetos en los diferentes procesos semiósicos (expresión, comunicación, interpretación), el signo se concibió siempre como efecto de la acción de un sujeto, que ejecuta en el uso una de las virtuales posibilidades que ofrece el signo constituido, o que habilita como signo circunstancial cualquier objeto determinado por su capacidad operatoria.

El estructuralismo, en suma, afrancesado, entronó de nuevo el psicologismo en el seno de las teorías literarias de finales del siglo XX, y aseguró de este modo su explosión ideológica en la totalidad de las corrientes culturales de la posmodernidad. Y todo esto, sin la menor originalidad, y sin cuestionárselo en absoluto, se lo tragó por entero la Universidad española de la segunda mitad del siglo XX. Estamos en 2022, y yo me pregunto: ¿cuál es, y dónde está, en qué obras, la originalidad de los profesores españoles de teoría literaria de los últimos 70 años?


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NOTAS

[1] Sobre la teatralogía espacial que se expone en la Crítica de la razón literaria, vid.el capítulo III.2.2 de esta obra. De especial interés, en la crítica que planteamos de la teoría literaria de Schissel, es el espacio gnoseológico, y el lugar que en él ocupa la literatura.

[2] El origen de muchos de los principios teóricos formalistas y funcionales podría encontrarse en el modelo morfológico de la poética romántica, elaborada por autores como W. Goethe y W. von Humboldt, y continuada por los miembros de la escuela morfológica alemana, que representó una nueva fase en el desarrollo del modelo mereológico de la literatura, y que sirvió además de puente entre la tradición aristotélica y las poéticas estructuralistas del siglo XX. Surge de este modo una concepción organicista de los fenómenos culturales, que sustituye al modelo descriptivo de la poética mimética, al integrar el estudio de categorías poéticas universales es esquemas naturalistas y estructuras biológicas. La teoría morfológica de Goethe, fundamento de la mereología romántica, se ocupa de la representación de obras poéticas particulares como constituyentes de una estructura idealista y orgánica, frente a la concepción aristotélica, centrada escolásticamente en la representación de categorías poéticas universales. La morfología goetheana se fundamenta en tres conceptos básicos, sobre los que se dispone una visión organicista de los fenómenos culturales: 1) estructura (Gestalt), 2) Ur-Tipo (Typus, Urphänomen), y 3) el concepto de metamorfosis. Del mismo modo, los estudios que lleva a cabo W. von Humboldt sobre poética y morfología literarias, recogidos en su monografía sobre Hermann und Dorothea (1799) y en su ensayo (en francés) del mismo año dedicado a Mme. de Staël, se refieren al estudio empírico del texto poético singular, y desarrollan una auténtica poética morfológica en la que lingüística y poética comparten idénticos presupuestos epistemológicos e idealistas. Desde el pensamiento de W. von Humboldt, la representación de la naturaleza mediante la imaginación implica una transformación de la naturaleza misma, pues el acto de «creación» conlleva siempre un elemento psicológico, no mecánico, como propugnaba la poética aristotélica, que hace que el artista construya de forma creativa y subjetiva algo diferente de la naturaleza exteriormente observada. El lenguaje se configura, pues, como una actividad creadora de sentidos, en los que el acto lingüístico determina y expresa la disposición y competencia del sujeto en la elaboración de la obra de arte verbal. Humboldt contrapone al descriptivismo aristotélico el teoreticismo propio del idealismo alemán. Es, sin duda, el triunfo del psicologismo en la creación artística. La supremacía del ego creador. Es el idealismo filosófico, en el fondo, una filosofía incompatible con la realidad. 

[4] Me refiero sobre todo a autores como García Berrio (1973), Jefferson (1982: 28 ss) y Dolezel (1990: 177 ss). Los tres, como intérpretes del formalismo ruso, incurren, entre muchos otros, en la misma falacia descriptivista que caracteriza a los formalistas de todos los tiempos, incluido el propio Aristóteles en su formulación de la mímesis como teoría poética y como principio generador del arte. Berrio, además de descriptivista, es, sobre todo —a diferencia de Dolezel, por ejemplo— un doxógrafo del formalismo ruso. Es vergonzoso cómo la teoría literaria que se enseñó en España, en nuestras universidades, durante décadas, se ha limitado a traducir, reproducir, citar y recitar, de forma completamente acrítica y mecánica, teorías literarias de importación, todas ellas idealistas y, en muchos casos, necróticamente extemporáneas. Varios de estos catedráticos españoles de teoría literaria se jubilaron, o incluso se murieron, ignorando que nunca fueron originales. Tal era el desconocimiento que tuvieron de sí mismos. Y de los que sus colegas supervivientes pensaban de ellos. El engreimiento ciega más que la fama que se pretende alcanzar.

[5] «El problema central de la historia de la literatura es la evolución independientemente del autor, el estudio de la literatura como un fenómeno social peculiar. En este sentido, atribuimos gran importancia a la formación y sustitución de los géneros literarios, y por lo tanto, a la literatura «de segundo orden» y a la literatura «de masas», en la medida en que esta literatura participa en este proceso» (Eichenbaum, 1925/1970: 109).

[6] «La afirmación fundamental de los formalistas consistía y consiste en que el objeto de la ciencia literaria en cuanto tal debe ser la investigación de las cualidades específicas del material literario que los distinguen de cualquier otro, aunque este material, debido a sus rasgos secundarios, indirectos, dé motivo y derecho a utilizarlo también como objeto auxiliar en otras ciencias» (Eichenbaum, 1925/1970: 75).

[7] «En el momento del surgimiento de los formalistas, la ciencia ‘académica’, que desestimaba totalmente los problemas teóricos y que seguía utilizando muellemente los viejos ‘axiomas’ estéticos, psicológicos e históricos, había perdido la sensación de su objeto de estudio hasta el punto de que su misma existencia en cuanto ciencia se volvió quimérica. Casi no fue necesario luchar contra ella: no había por qué forzar la puerta donde no había ninguna puerta; en vez de una fortaleza encontramos un patio abierto» (Eichenbaum, 1925/1970: 73).

[8] «De lo que se trataba, al mismo tiempo, era de oponer a los principios estéticos subjetivistas en que se inspiraban para sus trabajos teóricos los simbolistas, la exigencia de una actitud científica y objetiva ante los hechos. De ahí el nuevo pathos del positivismo científico característico de los formalistas: rechazo de premisas filosóficas, de interpretaciones psicológicas y estéticas, etc. La ruptura de relaciones con la estética filosófica y con las teorías ideológicas del arte fue dictada por los imperativos de la situación» (Eichenbaum, 1925/1970: 74-75).

[9] «Lo que nos caracteriza a nosotros no es ni el «formalismo» en cuanto estética, ni una «metodología» en cuanto sistema científico cerrado en sí, sino únicamente la aspiración a crear una ciencia literaria autónoma sobre la base de las cualidades específicas del material literario» (Eichenbaum, 1925/1970: 71).

[10] «El lenguaje poético se distingue del lenguaje prosaico por el hecho de que su construcción se siente [...]. La creación de una poética científica debe comenzar a partir del reconocimiento efectivo, apoyado en un inmenso número de hechos, de la existencia de un lenguaje poético y un lenguaje prosaico, cuyas leyes difieren, y a partir del análisis de estas diferencias» (Sklovski, 1919; apud Eichenbaum, 1925/1970: 84).

[11] «El rasgo distintivo de la poesía reside en el hecho de que, en ella, una palabra es percibida como una palabra, y no meramente como un mandatario de los objetos denotados, ni como la explosión de una emoción; reside en el hecho de que, en ella, las palabras y su disposición, su significado, su forma externa e interna, adquieren peso y valor por sí mismas» (Erlich, 1955: 156).

[12] Entre los antecedentes que se han señalado al concepto de motivo, figuran las obras de Bédier (Les Fabliaux, 1893) y Veselovski (Poética de las tramas, 1913).

[13] Durante el período de entreguerras surgen en Europa diferentes corrientes lingüísticas de naturaleza estructuralista, como la Escuela de Ginebra, el Círculo Lingüístico de Praga (lingüística funcional), el Círculo Lingüístico de Copenhague (glosemática), y la escuela de Leonard Bloomfield (lingüística descriptiva). En sus diferentes ámbitos de aplicación, el estructuralismo lingüístico se caracterizó por su divergencia de métodos frente a los neogramáticos (atomización y psicologismo), movimiento creciente desde la década de 1890 del siglo XIX, al concebir la lingüística como ciencia independiente de otras disciplinas humanas (sociología, psicología, fisiología...), y estrechamente dependiente del concepto de signo lingüístico.

[14] Debe advertirse que Spingarn, historiador de la teoría literaria del Renacimiento, discípulo y comentarista de la obra de Croce, había publicado en 1911 un volumen titulado precisamente The New Criticism (New York, Columbia University Press), en el que rechazaba los presupuestos historicistas de la investigación literaria, así como las «excesivas» pretensiones científicas de la crítica universitaria y academicista, abogando por una especie de crítica creadora, afín al impresionismo y al psicologismo más explícitos.

[15] Desde el punto de vista de Richards, los valores artísticos quedan en dependencia absoluta de los factores subjetivos de la composición, de modo que la obra poética carece de objetividad, al menos en lo que se refiere a su proceso de expresión. Las categorías objetivas de la obra literaria constituyen expresiones falaces y virtuales, pues conceptos como ritmo, trama, personaje, etc., no designan cualidades inherentes a la obra, sino que representan proyecciones de experiencias psíquicas procedentes del sujeto. Richards incurre así en un reduccionismo psicologista que exige renunciar a la idea de verdad y de interpretación científica a la hora de examinar los materiales literarios. En tales circunstancias, no cabe hablar de teoría literaria posible, dado que todo se desarrolla bajo un absoluto eclipse gnoseológico. La supuesta teoría literaria de Richards es un entretenido relato retórico, un ensayo amenamente compuesto.

[16] «Cuanto más perfecto sea el artista, más completamente están separados en él el hombre que sufre y el espíritu que crea, y el espíritu digiere y transmuta de manera más perfecta las pasiones que constituyen su material» (apud Aguiar, 1967/1984: 418). La declaración retórica de Eliot es aguda, por surrealista: ¿se imaginan a un espíritu —una forma incorpórea— digiriendo las pasiones que constituyen un material viviente?

[17] Vid. en el tomo I de esta misma obra, Crítica de la razón literaria, el capítulo 4.1.2.

[18] «El único modo de expresar una emoción en forma artística consiste en hallar un ‘correlato objetivo’; en otras palabras, un conjunto de objetos, una situación, una cadena de acontecimientos, que serán la fórmula de una emoción particular» (Eliot, 1928: 100). Es decir, cualquier cosa. Eliot establece así, gracias a la retórica de las palabras, una relación de isovalencia fantástica entre el «correlato objetivo» y el mundo.

[20] Sobre el concepto de ficción literaria, vid., en esta obra, el capítulo III.6, así como la correspondiente serie de vídeos.

[21] Vid. en este punto el artículo de Bueno (1978a) sobre «Conceptos conjugados».

[22] «El significado del poema es su tensión, el cuerpo plenamente organizado de toda la extensión e intensión que podemos hallar en él» (Tate, 1942: 71). La orientación inmanentista de los trabajos del New Criticism resulta fácilmente observable, pues tanto Ransom como Winters y Tate insisten de forma recurrente en que el significado del poema no coincide con su paráfrasis racional, su conjunto de motivos o sus componentes extensionales, sino en la interacción de sus unidades y elementos formales.

[23] «Pienso en la relación no ya entre una lengua (o el lenguaje mismo) y una cultura (o la cultura misma), sino entre la lingüística y la antropología consideradas como ciencias. ¿Cómo explicar este trato desigual? Es que el problema de las relaciones entre lenguaje y cultura es uno de los más complicados que puedan imaginarse [...]. La cultura posee una arquitectura similar a la del lenguaje. Una y otra se edifican por medio de oposiciones y correlaciones, es decir, de relaciones lógicas, de tal manera que el lenguaje puede ser considerado como el cimiento destinado a recibir las estructuras que corresponden a la cultura en sus distintos aspectos, estructuras más complejas a veces pero del mismo tipo que las del lenguaje» (Lévi-Strauss, 1958/1987: 110).

[25] Son términos de Gustavo Bueno, procedentes de su Teoría del cierre categorial (1992). Para una reinterpretación crítica de esta obra de Bueno, vid. el capítulo III.5.6 de esta misma obra, Crítica de la razón literaria.






Información complementaria


⸙ Referencia bibliográfica de esta entrada



⸙ Bibliografía completa de la Crítica de la razón literaria



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Crítica de la razón literaria Jesús G. Maestro