IV, 1.5 - Cuando el diablo es un bufón: Fausto, Goethe y Mefistófeles, personaje nihilista

 

Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices





Cuando el diablo es un bufón: Fausto, Goethe y Mefistófeles, personaje nihilista


Referencia IV, 1.5

 

Crítica de la razón literaria, Jesús G. Maestro

El germen del Fausto de Goethe está escrito en español: se titula El diablo Cojuelo, y su autor es Luis Vélez de Guevara. Hablamos de 1641. Ésta fue la semilla.

El Faust (1808) goetheano es una obra muy diferente al Paradise Lost (1667) de Milton, que acabamos de ver (IV, 1.4). Prototipo de literatura crítica o indicativa que se construye sobre el racionalismo y el criticismo de materiales procedentes de literaturas primitivas e incluso dogmáticas, la obra de Goethe introduce un concepto de demonio que nada tiene que ver en esencia con sus referentes bíblicos más genuinos[1]. La presentación de Mefistófeles, declarando su nihilismo racionalista —«Yo soy el espíritu que siempre niega, y con razón»[2]—, no se produce inopinada o gratuitamente. Todo lo contrario: se encuentra precedida por una de las más patéticas, y sin duda también más trágicas, maldiciones que personaje alguno haya pronunciado en la literatura contemporánea. La maldición de Fausto es una desesperada exaltación de disgusto, frustración y desengaño. Fausto nace ante nosotros como lo que es: un personaje totalmente fracasado. 

La búsqueda obstinada de un ideal, encarnado en una individualidad humana, es una de las aspiraciones características de la civilización occidental y de su mitología. Un impulso irrefrenable, excesivo siempre, y acaso patológico, intensifica una determinada forma de conducta que convierte a sus protagonistas en la expresión mítica de una específica forma de ser o de existir. La necesidad dispone a veces que una fuerza sea superior al poder de las leyes. Bien lo saben los personajes nihilistas. Fausto, don Quijote y don Juan se caracterizan por representar los impulsos más positivos e individualistas que surgen con el Renacimiento europeo. Su vida se mueve esencialmente por un imperativo de actuación individual, de ser a su propio modo, al margen de los demás, y con frecuencia, y como consecuencia, frente a los demás[3]. El individualismo radical y laico de personajes como Fausto, don Quijote o don Juan, los convierte, acaso con la particular excepción de don Quijote, quien no cabe en ningún prototipo, en una suerte de continua negación de lo social. El individualismo de estos personajes se orienta incesantemente hacia la búsqueda constante de experiencias inéditas.

El control del mundo invisible, del mundo metafísico y sus realidades imaginarias, con todas sus propiedades rituales, mágicas y sobrenaturales, constituyó desde el origen de las primeras civilizaciones humanas un objetivo fundamental para quienes no son capaces de enfrentarse a la realidad tal como es. Con el paso del tiempo este objetivo se ha instrumentalizado a tavés de las instituciones, fundamentalmente religiosas, que se han desarrollado a lo largo de la Historia. En numerosos momentos, algunas de estas instituciones no han dudado en absoluto en imponer, de forma intolerante y cruel, la posesión exclusiva de ese control sobre cualquier forma de creencia, mito o ritual.

En el tratamiento literario del mito de Fausto[4] —al que Goethe se incorpora desde el Sturm und Drang— se dan cita temas decisivos, entre los que es posible identificar al menos tres impulsos u obsesiones genuinamente renacentistas: el ansia de conocimiento, la atracción por belleza terrenal y la inquietud por la condenación moral, religiosa o espiritual del Hombre.

El conocimiento entraña especiales peligros para el ser humano. Así nos lo hacen saber antiguos mitos punitivos, desde la curiosidad devastadora de la caja pandórica, en la tradición helénica, hasta las consecuencias de la expulsión del paraíso terrenal, en el Génesis veterotestamentario, por parte de un Dios justiciero que, a cambio de la felicidad que ignora toda moral, niega al género humano la posibilidad de acceder al árbol de la ciencia[5].

Autores como Ian Watt (1996) han interpretado desde un punto de vista sociológico e histórico algunas de las características del Doctor Faustus (1616) de Chr. Marlowe, como el resultado, en la Inglaterra de comienzos del siglo XVII, de una clase intelectual descontenta y marginada en incipiente desarrollo. Cuando el individuo asume vocacionalmente la posibilidad de satisfacer, a través del ejercicio de su profesión, el saber cultural y el conocimiento de las diferentes actividades humanas (arte, literatura, lenguaje, etc.), se encuentra con una inmediata frustración, al comprobar la distancia que existe entre lo que la educación científica promete, pretende y exige, y lo que en realidad depara el ejercicio de esta actividad educadora: el conocimiento de una realidad humana esencialmente corrupta, y tan indolente en su degeneración que cualquier intento de modificación o perfeccionamiento resulta siempre circunstancial y al cabo estéril.

La filosofía ha percibido esta frustración desde el pensamiento platónico; la literatura, desde el nacimiento de los géneros cómicos, de tal modo que la percepción de su desarrollo puede verse con gran claridad, si consideramos la evolución que en las literaturas hispanogrecolatinas han experimentado las formas de la comedia. La educación científica ha despertado en la mente del ser humano, sobre todo desde el Renacimiento, esperanzas trascendentes en la posibilidad real de mejorar intelectual y moralmente las condiciones de vida. Se comprueba, sin embargo, con las subsiguientes decepciones, cómo en nombre de un supuesto progreso, más bien técnico y material antes que humano —y no es progreso verdadero el progreso que no es humano—, la arbitrariedad y el capricho del Hombre, es decir, una especie de azar natural socialmente corrompido (Rousseau), determinan el curso y la medida de acontecimientos en los que no se constata la intervención de ninguna realidad metafísica (Nietzsche). En numerosos momentos de la Historia de la humanidad los pueblos han querido disponer de medios necesarios para identificar sus más graves problemas, y procurar a través del conocimiento su resolución[6]. Pero, en realidad, ¿de qué tipo de conocimiento se espera la solución de problemas reales? Porque ocurre, con excesiva frecuencia, que la metafísica, la filosofía, y también determinadas formas de ejercer el humanismo, no proporcionan ningún conocimiento destinado a resolver problemas reales. Y el problema de los falsos problemas es que exigen soluciones también falsas.

Pensemos en cuál es hoy día la forma de discurso que, lejos de compromisos circunstanciales, ideológicos o mercantilistas, puede ofrecer la expresión más auténtica de la realidad humana y de sus posibilidades de conocimiento: ¿el discurso periodístico, el discurso literario, o el discurso científico? He aquí los tres grandes lenguajes del Hombre contemporáneo, en muchos casos absolutamente incompatibles entre sí. Sin duda Fausto habría despreciado por entero, al tratarse de un discurso completamente vulgar y deficiente, el primero de ellos; respecto al segundo, diremos que de él se sirve para inmortalizarse; y en cuanto al tercero, constituye el motivo primigenio de su ansiedad y frustración esenciales. No olvidemos que Fausto —al igual que muchos filósofos a lo largo de la Historia— se sirve de la filosofía como una forma de pseudociencia. 

Es indiscutible que el saber es la principal amenaza que puede esgrimirse contra el poder. Bien lo sabía el Dios hebreo que expulsó del paraíso a quienes probaron el fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal. El mundo del Renacimiento y de la Reforma, en el que germina inicialmente el mito de Fausto, está limitado por unas condiciones que hacen imposible la realización de determinadas aspiraciones. Entonces sólo se concebía la superación de tales limitaciones a través de la magia y la cábala; hoy, sin embargo, se ha renunciado por completo a superarlas definitivamente, y el investigador trata de sublimar sus ansiedades a través de la consecución de fama y éxito, a veces a cualquier precio, en una sociedad cada vez más saturada y dominada por los medios de comunicación de masas, articulados a través de los capilares de las redes sociales, obsesionada por la idea de reducir el conocimiento a comunicación —algo que a veces equivale a la destrucción misma del conocimiento—, en medio de cuya corrupción lingüística la cultura lucha por hacerse oír con un lenguaje propio y políticamente correcto. Dicho de otro modo menos confortable: neolengua (orwelliana) y censura (posmoderna).

En su lucha contra el tiempo, Fausto representa la agonía del ego solitario, entre la ignorancia y el deseo de saber. El mito fáustico expresa secretamente dos facultades que el Renacimiento había estimulado más que las demás: el poder y el saber, la curiosidad y el individualismo, la riqueza y la belleza. El Renacimiento y la Reforma fueron movimientos que provocaron el desarrollo de generaciones anárquicas e individualistas, y también muy irracionales. Sin duda el discurso contrarreformista representó la condena y el anatema de algunas de estas fantasías irracionales, que un amplio grupo de optimistas ilusos había albergado en la expansión de la literatura y el arte de la primera mitad del siglo XVI europeo. La Reforma fue uno de los primeros intentos por convertir a la literatura en el terreno de juego de las pseudociencias. Sólo en cierto modo la literatura se prestó a este juego con el estreno del Romanticismo anglosajón. De este modo, aunque el curso de la Historia acabara finalmente por alterar todas las previsiones, no cabe duda de que el mito de Fausto emerge, como una consecuencia, de tales conflictos, que hicieron del saber y de la inmortalidad una amenaza contra el poder divino y sus instituciones humanas. Pero lo hicieron al modo de una profecía post eventum, es decir, una vez que, en el Romanticismo tardío, las creencias religiosas ya estaban completamente abatidas, de modo que las mismas creencias, religiosamente improductivas, se secularizaron y preservaron, en su irracionalismo, para la Edad Contemporánea. Los dioses, ahora, no serán los dioses teológicos de las antiguas religiones del libro, sino otras divinidades más cercanas, y no menos inquisitivas e intimidatorias: el Volksgeist, la Raza, la Lengua, el Territorio, la Nación, etc. Perdonarás a tus enemigos, pero no a los enemigos de tu Dios... Es decir, perdonarás a tus enemigos, pero no a los enemigos de tu lengua, de tu raza, de tu nación, de tu tierra, etc. Eso es el Romanticismo, germen de las nuevas religiones secularizadas, semilla de los nuevos fundamentalismos posmodernos.

Más que una realidad mimetizada, Goethe construye en el Fausto una realidad poetizada, síntesis estética de sus conocimientos y gustos literarios[7]. La realidad de Fausto es una poética del espíritu y una fábula de la metafísica[8]. Todos los seres y objetos se convierten en un referente ulterior que designa una realidad trascendente y numinosa. Es en este sentido, es una obra continuadora y también precursora del simbolismo que se desarrollará más tarde en la literatura europea de fines del siglo XIX. Paralelamente, la segunda parte del Fausto se ha interpretado con frecuencia como la formulación poética de una visión hegeliana, dialéctica, del mundo, como superación de las antinomias y antagonismos que hicieron de la realidad humana una experiencia imperfecta e inconclusa[9]. Hegel sirve para casi todo. Consideremos, pues, algunas de estas observaciones, desde el punto de vista de una interpretación nihilista del discurso de Fausto y Mefistófeles, que desarrollamos en los cinco apartados siguientes.



1. La maldición de Fausto

Uno de los móviles iniciales de la acción dramática de este protagonista del Romanticismo europeo es la amargura vital, sumido en la soledad de su existencia terrena y en la insatisfacción de un conocimiento demasiado humano. E insólitamente inútil. En esta situación, antes incluso de la aparición de Mefistófeles, Fausto desafiará a Dios y al poder divino, a los que responsabiliza de su insatisfacción y hastío vitales:


Llegó ya el momento de probar con hechos que la dignidad del hombre no cede ante la grandeza de los dioses […], aún a riesgo de abismarse en la nada[10].


Fausto reniega de Dios inducido por su propia soberbia, impulso genuinamente luzbelino. Incluso al contrario que el mito adánico del Génesis, Fausto, ante el Mefistófeles romántico, renuncia al conocimiento que posee, como si se tratara de algo inútil al cabo de la vida, a cambio de la satisfacción sensual[11] de otros deseos, entre los cuales ocupa un lugar primordial la posesión del mundo mediante el ejercicio de la acción personal. La tragedia de Fausto se inicia propiamente en la soledad de la noche[12], con un soliloquio en el que el viejo maestro, desprendiéndose de la lógica del escolástico medieval, expresa su más intensa insatisfacción por la vida humana y sus formas más nobles y ennoblecedoras de expansión: el cultivo del conocimiento. El saber se convierte en una de las inquietudes esenciales de la desesperación y la ansiedad. El conocimiento de la vida la hace aún más insoportable. Sus imprecaciones contra la existencia humana y sus prestigios recuerdan el nihilismo y la misantropía de discursos como el que pronuncia en la tragedia shakesperiana Timón de Atenas[13].


Si unos dulces acentos que me eran conocidos me arrancaron a la horrible confusión burlando el último resto de mis sentimientos infantiles con el recuerdo de un tiempo feliz, maldigo todo cuanto cerca el alma con el señuelo de seducciones y prestigios, y en este antro de dolor la retiene fascinada mediante fuerzas que deslumbran y halagan. ¡Maldito sea por adelantado el alto concepto de que se rodea a sí mismo el espíritu! ¡Maldito el engaño de la apariencia que acosa a nuestros sentidos! ¡Maldito lo que en sueños se insinúa hipócritamente en nosotros con ilusiones de gloria y fama imperecedera! ¡Maldito lo que nos lisonjea como posesión, en forma de esposa e hijo, de sirviente y arado! ¡Maldito sea Mammón, cuando con tesoros nos incita a arrojadas empresas, cuando para el placer ocioso nos apareja mullidos almohadones! ¡Maldito sea el balsámico zumo de la uva! ¡Malditos sean los favores supremos del amor! ¡Maldita sea la esperanza! ¡Maldita sea la fe, y maldita sobre todo la paciencia[14].


Pero Fausto no es coetáneo de los Nibelungos. Fausto no es un héroe, sino todo lo contrario, y como figura antiheroica pertenece por entero a un mundo moderno y contemporáneo. Su espacio no corresponde a la geografía ni a la Historia de un tiempo en el que, irreflexivamente, nacía la literatura primitiva y dogmática. No. Fausto es una recreación romántica, sofisticada y esteticista, que emana de la nostalgia de un mundo antiguo, y que evoca con cariño onírico el gusto por el mito, la magia y la hechicería religiosa. La incapacidad para satisfacer sus ansias de conocimiento y de poder trascendentes, la impotencia para experimentar todos los placeres materiales del ser y del estar, síntesis de perfecciones humanas y divinas, induce a Fausto a aceptar el pacto con Mefistófeles, constatando de este modo el insoportable contraste que existe entre la ambición del hombre y sus limitaciones reales. Fausto es expresión radical de un impulso humano que está perpetuamente condenado a fluctuar entre un ideal inalcanzable y una realidad insatisfactoria. Es, aristotélicamente hablando, aspiración y ansiedad de una plenitud imposible y a la vez verosímil. En la cúspide de esta frustración, aparece una de las criaturas más paradójicas de la literatura universal: un numen nihilista, Mefistófeles.



2. La conjuración nihilista de Mefistófeles

A la maldición de Fausto contra la vida humana[15] sucederá una nueva execración de Mefistófeles contra la materia del mundo, en su deseo de disolución absoluta, bajo la fórmula de una simpática e inofensiva conjuración nihilista. En un parlamento mucho más breve y desapasionado que el del viejo doctor, Mefistófeles introduce paulatinamente al lector en su retórica concepción del nihilismo exterminador, que al fin y al cabo resulta impotente frente a la obstinada resistencia de la materia. Como veremos, es el del Mefistófeles goetheano un nihilismo más tropológico que pragmático. En realidad, este diablillo tiene más de sofista que de nihilista.


Lo que se opone a la nada, ese algo, ese mundo grosero, por más que lo haya intentado yo, no he podido hacerle mella alguna con oleadas, tormentas, terremotos ni incendios; tranquilos quedan al fin mar y tierra. Y tocante a la maldita materia, semillero de animales y hombres, no hay medio absolutamente de dominarla[16].


En efecto, si se leen de nuevo los versos de su propia presentación, se advierte que, antes que un personaje verdaderamente nihilista, este diablo goetheano es un retórico y un apologeta del nihilismo, es decir, un personaje —demasiado simpático, por otra parte— cuyo referente supremo, formal y funcionalmente, es el nihilismo..., pero nada más. No estamos ante una literatura genuinamente primitiva o dogmática, sino ante un simulacro de ella. Más concretamente, ante un sofisticado y recreativo simulacro romántico. En realidad, se trata de una literatura sofisticada o reconstructivista.


Yo soy el espíritu que siempre niega, y con razón, pues todo cuanto tiene principio merece ser aniquilado, y por lo mismo, mejor fuera que nada viniese a la existencia. Así, pues, todo aquello que vosotros denomináis pecado, destrucción, en una palabra, el Mal, es mi propio elemento[17].


Mefistófeles no aniquila en toda la obra más de lo que podría destruir cualquier otro ser humano de carne y hueso; es más, constituye uno de los estímulos y recursos principales de la creativa acción fáustica. El nihilismo en él es sobre todo un referente, una intención simbólicamente representada y retóricamente muy bien ilustrada, pero apenas ejercida. Desde la etimología, su nombre remite en todo caso a la negación de la luz, como rechazo de toda existencia o fuerza creadora de vida. La mayor parte de los filólogos, y así lo han hecho constar también los investigadores de la literatura fáustica, han relacionado el nombre de Mefistófeles con la expresión griega me to fos files, es decir, «la luz no es mi amiga», equivalente en cierto modo, en su sonoridad, al apelativo Mefotofiles, «no es amigo de la luz»[18].



3. El pacto del Bien y del Mal

Consideremos ahora el pacto entre Dios y el Diablo, que tiene como trasfondo la mitología hebrea, especialmente el Génesis y el Libro de Job (vs. 6-12), en el que Lucifer, con el consentimiento de Dios, someterá la fidelidad del protagonista a una larga serie de pruebas[19]. Una vez más, el primero que pacta con el Diablo es el propio Dios. Hay entre ambos una suerte de estrecha relación que les induce a jugar con los seres humanos, a probar a sus criaturas, a medir su poder arriesgando la presencia de terceros. Así parecen confirmarlo las últimas palabras, a solas, de Mefistófeles:


De tiempo en tiempo pláceme ver al Viejo, y me guardo bien de romper con él. Muy linda cosa es, por parte de todo un gran señor, el hablar tan humanamente con el mismo diablo[20].

 

Hay en el diálogo entre Dios y el diablo una irónica consideración acerca de la risa en las tradiciones judía y cristiana[21]. Mefistófeles reprocha a Dios la falta de espíritu burlón, la pérdida de la experiencia de la risa: «Mi jerigonza te movería ciertamente a risa si no hubieras perdido la costumbre de reírte»[22]. La respuesta del Dios es de indolente y discreto desdén: «De todos los Espíritus que niegan, el burlón es el que menos me molesta»[23]. Hay aquí una minusvaloración de la risa y sus atributos —la burla, lo cómico, la ironía...—, que la experiencia de Dios considera inofensiva.

En la escena en la que Fausto, siguiendo las indicaciones de Mefistófeles para acceder a la presencia de Helena, ha de descender hasta el lugar que habitan las Madres —las ideas puras—, y apoderarse allí del trípode incandescente que hará posible la aparición de la heroína troyana, diablo y cómplice mantienen un interesante diálogo acerca del concepto de la nada, como realidad referencial y alternativa al mundo perceptible y sensorial. Mefistófeles pregunta a Fausto si es capaz de comprender el concepto del vacío, de la nada —«¿Tienes tú idea del vacío...?»[24]–; inmediatamente trata de describirle, mediante imágenes que remiten a la anulación de toda expresión sensorial, un mundo nihilista: «... mientras que en un alejamiento eternamente vacío, nada verás, ni oirás siquiera el rumor de tus pasos, ni hallarás un punto firme donde reposar»[25]. Le advierte que tendrá que atravesar ese mundo para acceder a las Madres, y le previene de los riesgos de tal experiencia. La respuesta de Fausto, sumido en la ansiedad de la acción y en el deseo de reencontrarse con Helena, es contundente: «En tu Nada, espero encontrar el Todo»[26]. En esta circunstancia, Mefistófeles incita una vez más a Fausto a la acción, y le conjura en su viaje con un imperativo capital: «Huye de lo que tiene existencia»[27]. He aquí, unidos en una misma fórmula, el principio de la misantropía y el fin de todo nihilismo: huir de la vida.

El Romanticismo está saturado de arbitrariedades.

En Fausto no sólo es posible encontrar la sombra de don Juan, también podemos descubrir la huella del misántropo. Cuando Mefistófeles invita al insaciable sabio a transitar primero por el «pequeño mundo» cotidiano y contemporáneo, y después por el «gran mundo» de la mitología y del pasado helénico, Fausto se muestra inicialmente renuente, medroso de la relación directa con las gentes, y confiesa entonces su falta de capacidad para adaptarse al mundo.


Fáltame soltura en el trato de las gentes. La tentativa no me saldrá bien; jamás he sabido acomodarme al mundo[28].


Una vez más el egotismo ha hecho al sujeto impermeable a la crítica y al diálogo, es decir, a los demás. En realidad, Fausto nunca se acerca de veras —ni demasiado— a ningún ser humano. Su interés por los semejantes, apenas podría hablarse de amor o de afecto en este sentido, es más bien impersonal y teórico, es decir, un tipo de relación corriente entre los bienhechores intelectuales.



4. Sturm und Drang

Sin embargo, Fausto es ante todo insatisfacción, tormenta y ansiedad: insatisfacción del mundo humano y ansiedad de acción trascendente.


Quisiera llorar lágrimas amargas al ver el día, que en su curso no saciará uno solo de mis anhelos, ni uno tan siquiera...[29]


Esta ansiedad le acompañará hasta el final de sus días, cuando en su palacio, construido sobre las aguas, deseará poseer «una atalaya para contemplar el infinito»[30]. Así lo reconocerá el viejo doctor ante el personaje alegórico de la Inquietud, que le ronda momentos antes de morir.


No hice más que anhelar y satisfacer mis afanes, y anhelar de nuevo, y así con pujanza he pasado impetuosamente mi vida...[31].


Drama humano, pues, de ansiedad e insatisfacción, no ha faltado algún crítico que haya visto en Fausto la representación simbólica de personajes históricos y literarios de relevancia universal, en quienes supuestamente se identificaría un sentimiento de insuficiencia vital sublimada: Leonardo, Galileo, Federico el Grande, Napoleón, Kant, Byron, Hamlet, Don Quijote, Don Juan... La afirmación es tan gratuita que podríamos incluir en ella incluso al pato Donald. Sea como fuere, la acción representa para el protagonista el único medio de satisfacer sus más inmediatos impulsos de ansiedad y ambición: «Sólo por una incesante actividad es como se manifiesta el hombre»[32].

La inquietud de Fausto por la acción emana de las primeras escenas de la tragedia, en el momento de enfrentarse a la traducción de las palabras iniciales del Evangelio de san Juan, cuando identifica el origen o fundamento esencial —el logos griego— con la Tat germánica.


Escrito está: «En el principio era la Palabra»... Aquí me detengo ya perplejo. ¿Quién me ayuda a proseguir? No puedo en manera alguna dar un valor tan elevado a la palabra; debo traducir esto de otro modo si estoy bien iluminado por el espíritu. Escrito está: «En el principio era el sentido»... Medita bien la primera línea; que tu pluma no se precipite. ¿Es el pensamiento el que todo lo obra y crea? Debiera estar así: «En el principio era la Fuerza»... Pero también esta vez, en tanto que esto consigno por escrito, algo me advierte ya que no me atenga a ello. El Espíritu acude en mi auxilio. De improviso veo la solución, y escribo confiado: «En el principio era la Acción»[33].


He aquí el testimonio que constata cómo la acción suplanta la palabra y la deroga: el discurso se convierte en fábula, el logos en mythos. Fausto ansía febrilmente la posesión del mundo físico y del mundo imaginario, del cosmos real y de sus hipóstasis mitológicas y trascendentes. M. J. González y M. A. Vega lo ha expresado con toda pertinencia en su lectura de este episodio.


Ni el mundo teológico del verbo, «en el principio era la Palabra», ni el credo sensualista de su tiempo «en el principio era el Sentido», ni la inconcreción herderiana «en el principio era la Fuerza» podrían servirle de fundamento para el planteamiento de la cuestión vital: «¡En el principio era la Acción!». He aquí en esta exégesis goetheana la clave de la modernidad; el culto a la acción como caracterización del hombre «fáustico» de Spengler[34].


Fausto pretende acceder al conocimiento de lo que le está vedado al hombre, el saber secreto que poseen dioses y seres trascendentes, y desde el que se alcanza la satisfacción suprema que proporciona el dominio absoluto de cuanto está dotado de existencia. Pero lo cierto es que toda esa implicatura —saberes secretos, dioses y demonios luzbelinos, seres trascendentes y criaturas numinosas— es rotundamente falsa, ilusa y engañosa. Fausto es, en este sentido, expresión suprema del personaje renacentista rediseñado por el Romanticismo idealista y metafísico: el sabio ambicioso, el alquimista literario, el erudito del grabado gótico, el excéntrico patológico... No en vano la trayectoria de su acción se sitúa al principio de la obra en la herencia final de la Edad Media, con toda la recreación romántica de un escenario gótico, para acceder inmediatamente a los descubrimientos y las reformas de la modernidad.



5. Fausto y don Juan

Frente al nihilismo circundante, siempre más retórico que funcional, y entre los impulsos fáusticos afines al mundo clásico y renacentista, el amor y el culto a la sensorialidad resultan referentes principales. Con todo, el amor de Fausto hacia Margarita no ha sido para el rejuvenecido sabio apenas más que una experiencia sensual aprovechable en la medida de lo posible, es decir, una aventura francamente donjuanesca. Anteriormente nos hemos referido a la sombra de Don Juan en Fausto, y determinadas secuencias de la obra de Goethe así lo confirman[35]. Tal es el caso, por ejemplo, del diálogo entre Fausto y Margarita en la escena del jardín de Marta, en el que la joven inquiere al amante acerca de sus principios religiosos, frente a las reticencias del siervo de Mefistófeles, que recuerdan sin duda la fragilidad moral de Don Juan, interrogado por Sganarelle, en la primera escena del acto III del Dom Juan molieresco[36].


Margarete:        Versprich mir, Heinrich!
Faust:                                                               Was ich kann!
Margarete:        Nun sag, wie hast du’s mit der Religion?
                            Du bist ein herzlich guter Mann,
                            Allein ich glaub’, du hältst nicht viel davon.
Faust:                Laß das, mein Kind! Du fühlst, ich bin dir gut;
                            Für meine Lieben ließ’s ich Leib und Blut,
                            Will niemand sein Gefühl und seine Kirche rauben.
Margarete:       Das ist nicht recht, man muß dran glauben!
Faust:                Muß man?
Margarete:                              Ach! wenn ich etwas auf dich könnte!
                            Du ehrst auch nicht die heil’gen Sakramente.
Faust:                Ich ehre sie.
Margarete:                               Doch ohne Verlangen.
                            Zur Messe, zur Beichte bist du lange nicht gegangen.
                            Glaubst du an Gott?
Faust:                                                      Mein Liebchen, wer darf sagen:
                            Ich glaub’ an Gott?
                            Magst Priester oder Weise fragen,
                            Und ihre Antwort scheint nur Spott
                            Über den Frager zu sein.
Margarete:                                                     So glaubst du nicht?[37]


Frente a una minusvalorada y sugerente concepción del ser humano, propuesta inicialmente por Mefistófeles, y que apela a uno de los tópicos esenciales de la retórica hispanogrecolatina —el hombre, «ese pequeño mundo extravagante» («der Mensch, die kleine Narrenwelt», v. 1347)—, la conducta de Fausto pretende justificar la legalidad inmanente de la acción humana. Y no se trata de una acción cualquiera, sino de aquella que tiene por meta y resultado un comportamiento heterodoxo, proscrito incluso por el orden natural. Goethe no era el primer escritor en hacer algo así en la cultura occidental —Fernando de Rojas, Cervantes, Tirso, acaso hasta Shakespeare—, pero sí sabía —como los demás— que utilizaba el discurso literario para justificar esa legalidad, tan anhelada por la Ilustración anglosajona, de ser cínicamente independiente y moralmente un farsante.

Desde las páginas del Fausto, Goethe parece interpretar la cultura europea como la evolución de una acción ideal que, tendiendo hacia lo absoluto, hacia lo irreal, sólo por la gracia o por la intervención de una realidad trascendente consigue rectificar el sentido de su intención. El logos hegeliano convierte a Napoleón en un títere de la razón, el Dios cristiano salva a los conjurados en su errado camino hacia Damasco, etc. Siempre hay una filosofía dispuesta a explicar el fracaso desde una perspectiva romántica. Fausto, incluso sin pretenderlo, acaba redimido en virtud de una triste bondad moral que inconscientemente ha pretendido y consumado. Es el único desenlace posible para una tragedia —que finalmente no lo es, no puede serlo—, desde la perspectiva de la experiencia de la Ilustración y el Romanticismo, esos movimientos gemelos y paradójicos que tan mutuamente se complementan. El Fausto de Goethe es la negación del destino trágico. El mismo germen reside en la filosofía de Rousseau: la esencia de la naturaleza humana es originariamente un impulso de inocencia que la sociedad civilizada ha de corromper. El hombre se redime porque, al fin y al cabo, en su individualidad, es inocente, pese a haber construido involuntariamente un mundo que funciona por sí mismo, y haberle dotado de la conciencia de una legalidad inmanente. Un ser que no es un Dios se atreve a pensar por sí mismo, y a justificar, en el saber científico y en el conocimiento del bien y del mal, el sentido de su acción más personal. He aquí el hombre, «ese pequeño mundo extravagante...», interpretado desde un acrítico idealismo romántico y germano.


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NOTAS

[1] Resulta de interés mencionar aquí la distinción que Javier Aparicio Maydeu establece, a propósito del teatro de Calderón, entre los tres papeles dramáticos que se suele atribuir al demonio en la literatura: el trágico, el cómico y el lógico. Quizás resulte más preciso —me atrevo a sugerir— denominar a este último como teológico. Vid. Aparicio (2012: 493 y ss). Es indudable que el Mefistófeles goetheano responde al prototipo del diablo cómico.

[2] «Ich bin der Geist, der stets verneint! / Und das mit Recht…» (Goethe, 1808/1996: 147; Faust, I, vv. 1338-1344).

[3] Para la antigüedad helénica y hebrea la expulsión del individuo del grupo social estaba considerada como una catástrofe personal. Tales eran las maldiciones que pesaban sobre figuras míticas como Caín o Edipo, destinados a vagar fugitivos y errantes. Sin embargo, como ha señalado Ian Watt (1996/1999: 134), personajes como Fausto, don Juan o don Quijote, tienen en común una existencia que los convierte en «nómadas solitarios», lo que les aparta por completo de cualquier posibilidad de vida doméstica o cotidiana. Incluso podría decirse que la única relación plenamente eficaz que establecen a lo largo de su vida es la que mantienen con un su propio criado, asistente o escudero. Fausto, don Quijote y don Juan son personajes que mitifican las formas de un individualismo condenado en cierto modo al fracaso.

[4] La tradición literaria del mito fáustico es ciertamente amplia, y su desarrollo se sitúa con frecuencia en el ámbito de la cultura anglogermana. Los primeros textos en relación con esta figura tienen como referencia la muerte en 1540 del histórico Jorge Fausto, persona que da origen al personaje mítico. En 1587, en Frankfurt del Meno, aparece editado por Johann Spies —Herausgegeber—, y como obra anónima, el Faustbuch, que constituye un hito en el desarrollo literario y artístico de esta figura (cfr. modernamente la reed. de Hans Henning, Historia von Johann Fausten: Neudruck des Faust-Buches von 1587, Halle, 1963; la ed. crítica alemana más reciente es, que sepamos, la de Stephan Füssel y Hans Joachim Kreutzer, Stuttgart, 1988; hay trad. esp. de Juan José del Solar, en Madrid, Siruela, 1994). El autor anónimo de este libro se hace eco, sin detallarlas, de las consecuencias humanas que se derivaron de toda una serie de admoniciones demoníacas instauradas por la Alemania luterana. El Faustbuch constituye una narración que reflexiona sobre las maldiciones que la Reforma impuso sobre cualquier intento particular de expresión ritual, placer mundano, experiencia estética o conocimiento laico que no estuviera refrendado y reconocido por el luteranismo. Así limitó el mundo germánico de la Reforma buena parte de las aspiraciones más optimistas que brotaron del Renacimiento europeo. Un capítulo con frecuencia silenciado por la propaganda rosalegendaria de la libertad de conciencia y pensamiento de tanta querencia para el protestantismo. Desde entonces se han sucedido numerosas recreaciones estéticas del mito, con obras como Die Wahrhaftigen Historien von... Doctor Johannes Faustus [La verdadera historia del doctor Fausto], de Georg Rodolf Widmann (Hamburg, 1599); el Doctor Faustus (1616) de Chr. Marlowe; Das Pfitzersche Faustbuch (1674), del médico Nikolaus Pfitzer; Das Faustbuch des christlich Meynenden [El Fausto del pensante cristiano] (1725), versión anónima, o de pseudónimo ilocalizable, acaso una de las que primero manejó Goethe; disponemos de fragmentos de un Faust de Lessing (la escena tercera del acto segundo, que está incluida en la decimoséptima de sus Cartas literarias, y cuatro escenas más pertenecientes al acto primero); un drama de A. von Arnim sobre el mito fáustico fechado en 1811; el escritor alemán Nicolás Lenau compone un Faust (1836) en verso, de 24 capítulos, en el que alternan pasajes narrativos y dramáticos, y confiere al protagonista una expresión más nihilista e individualista que la del Fausto goetheano; Josephus Faust (1842), de W. Nürnberger; el boceto de ballet de H. Heine titulado Der Doktor Faustus; una pretendida tercera parte (Dritter Teil) del Fausto de Goethe, llevada a cabo por F. Th. Vischer en 1868, filósofo hegeliano y teórico de la estética que trató de continuar la obra de Goethe; y ya en el siglo XX, Thomas Mann publica en 1947 su Doktor Faustus (se produce aquí una transubstanciación del mito: Fausto pierde su esencia trascendente y queda desvinculado de las ideas simbólicas que le hacía encarnar la tradición anterior); también su hermano, Heinrich Mann, publica su Mephisto (1958), referido a uno de los personajes más célebres implicados en la fábula fáustica. Sobre la bibliografía del mito de Fausto, debe consultarse especialmente la obra de Hans Henning, en cuatro tomos (Faust Bibliographie, Berlin und Weimar, 1966-1968-1970-1976). El primer volumen comprende referencias bibliográficas de publicaciones escritas desde el origen del mito fáustico hasta 1790; el segundo y el tercero se refieren al Fausto de Goethe; el cuarto alcanza hasta 1975. Paralelamente, la importancia que adquiere el mito fáustico en la música nos parece muy relevante, y debe destacarse. Desde 1816 Franz Schubert escribió unas ochenta canciones sobre textos de Goethe, entre las que figura la célebre Gretchen am Spinnrade [Margarita junto a la rueca]. Héctor Berlioz compone hasta ocho escenas musicales sobre el Fausto de Goethe, y a partir de una versión francesa de Gérard de Nerval (1828) escribe La damnation de Faust. Asimismo, Robert Schumann compuso varias escenas musicales sobre el mito, Richard Wagner le consagró una obertura, Franz List una sinfonía en tres movimientos —además de la Totentanz referida a la secuencia gregoriana del Dies irae que Margarita escucha en la catedral—, y Charles Gounod una ópera, basada libremente en episodios en los que también interviene Margarita. Uno de los principales libretistas de Verdi, Arrigo Boito, le dedica su ópera Mefistófeles de 1875. Gustav Mahler, a su vez, introdujo, en pleno posromanticismo musical, la figura de Fausto en el segundo movimiento de su Octava Sinfonía.

[5] Es como si desde entonces sobre toda institución destinada al saber y al conocimiento humanos pesara una suerte de inexplicable maldición, que convirtiera a sus descendientes en seres inevitablemente conflictivos y cainitas.

[6] Desde la Ilustración europea, esta preocupación se ha convertido en una experiencia obsesionante, y quizá nuestra época, acaso más eficazmente que ninguna otra, dispone de los medios técnicos más adecuados para el conocimiento de sus problemas. Sin embargo, la posesión del conocimiento que caracteriza al Hombre de nuestro tiempo ha demostrado lo conveniente que resulta para algunas personas, especialmente poderosas y con responsabilidad suficiente para resolver grandes problemas, fingir una ignorancia de la que en realidad carecen. Nunca como hoy ha sido posible disponer de tantos medios para acceder al conocimiento de los problemas humanos, y nunca como hoy quienes pueden servirse del poder de ese conocimiento lo han manipulado tanto y tan constantemente, con el fin de no hacer evidente ante la sociedad las posibilidades de que disponen para resolver los conflictos, y mejorar socialmente de este modo las condiciones de la vida humana. No parece que sea igualmente deseable para todo el mundo que un saber intelectual o científico denuncie en público la irresponsabilidad que secretamente protege a quienes detentan alguna forma de poder. Sólo se hace público aquello que no debilita o atenúa el poder que posee el que habla. No es tan importante incrementar el conocimiento o mejorar la educación científica de una sociedad cuanto sí conservar o incrementar el poder personal a costa de la educación, formación o información de esa sociedad, sin la cual no existiríamos, como criaturas más o menos poderosas. El mito de Fausto es simplemente una explicación literaria de este problema, propio de cualquier época. Fausto se atiene solamente a la expresión de una frustración, más intelectual que académica, y más existencial que metafísica: expresa la insatisfacción del ser humano ante los límites perceptibles del conocimiento. El sabio doctor Fausto se sintió decepcionado al percatarse, tras una vida entregada al estudio, de su insondable ignorancia; si hoy existiera esta figura, posiblemente daría conferencias por todo el mundo vanagloriándose de un conocimiento que él mismo no dudaría secretamente en calificar de farsa trivial. He aquí el mito de tanto sabio moderno: el uso de la cultura como un mero instrumento de acceso al poder y de propaganda ante las masas. En casos así la cultura y sus instituciones sólo interesan como un discurso retórico (doxa), y en muy pocos casos como un verdadero instrumento de conocimiento científico (episteme). Vid., para un desarrollo más amplio de estas ideas, los estudios del filósofo francés J. F. Revel (1988), acerca de la utilidad del conocimiento inútil en la sociedad contemporánea. No en vano Mefistófeles advierte que «Es war die Art zu allen Zeiten /…/, Irrtum statt Wahrheit zu verbreiten» (Faust, 1996: 82; I, vv. 2560 y 2562. Trad. esp., 1991: 176-177: «En todos los tiempos ha habido costumbre de difundir /…/ el error en lugar de la verdad».

[7] Así, por ejemplo, el «Prólogo en el cielo» remite a la imaginería medieval —retablos, teatros, pasos, misterios—, así como a las formas y temas propios de los oratorios y piezas musicales, que también sirven de cierre al trágico final por la madre de Gretchen, en la catedral; el diálogo entre Dios y el Diablo sobre la tentación de Fausto revive el escenario de los autos sacramentales calderonianos; el soliloquio de Fausto, en la noche, recapitulación ética sobre el saber vital, tras la aparición del «Espíritu de la Tierra», es una auténtica expresión del Sturm und Drang; la primera parte del drama está alejada de los modelos clásicos, afines a Shakespeare o a Schiller, y dominan más bien las formas y soluciones románticas; la segunda parte, sin embargo, representa la síntesis armónica que Goethe percibe en tres culturas universales: griega, latina y hebrea. A lo largo de toda la obra el carácter popular se refleja en la presencia de baladas, canciones y coros («El rey de Thule», «Canción de Margarita junto a la rueca»); y también en las escenas de soldados y campesinos, de mozas en las fuentes y de populares lugareños en la taberna de Auerbach; finalmente, escenarios como el de la noche de Walpurgis contribuyen a intensificar la presencia de elementos dionisíacos, románticos y mitológicos.

[8] Jane K. Brown (1986) ha insistido ampliamente en que Goethe no compuso el Fausto ni para confirmar un interés aristotélico por la acción, ni para construir un personaje literario adecuado a las prescripciones de las teorías racionalistas e ilustradas acerca del concepto de persona, vigentes desde el desarrollo del pensamiento cartesiano. Fausto seguiría más bien las pautas de dramas simbólicos e imaginarios, como el Gran teatro del mundo, de Calderón; de obras afines a la mascarada, o incluso la ópera; sin olvidar, en este sentido, las afinidades manifiestas con Sakuntala, obra del indio Kalidasa, por el que Goethe manifestó con frecuencia su admiración. La fábula de Fausto, especialmente a lo largo de la segunda parte, sigue una suerte de estructura semejante a la de un theatrum mundi. A la luz de los manuscritos y textos conservados, la crítica ha distinguido cuatro etapas o momentos en la composición del Faust de Goethe: 1) El Faust originario o Urfaust. Se trata de un opúsculo de unas 50 páginas, redactado en Frankfurt entre los años 1773 y 1775. Fue descubierto en 1887 por el germanista y editor alemán Erich Schmidt. Es la copia que una de las amistades de Goethe en Weimar, Luise von Göchhausen, hizo de un primer manuscrito del Faust, hoy desaparecido. 2) La primera aparición del Fausto: un fragmento. Poco después de su viaje a Italia, en 1790, Goethe publica en la editorial Göschen una primera versión del Fausto, bajo el título de Faust. Ein Fragment. Hay algunas leves diferencias formales entre el Urfaust y las versiones definitivas; desde el punto de vista argumental, quizá la nota más destacada sea la ausencia de la voz celestial que en las versiones siguientes asegura la salvación de Margarita. 3) Faust I. Eine Tragödie. Se publica en 1808 en la editorial Cotta de Tubinga. 4) Faust II. Aparece en 1832, como parte integrante de la «Edición Completa» de las obras de Goethe, que en 61 tomos publica la editorial Cotta.

[9] La obra es un despliegue de expresiones dialécticas, entre el bien y el mal, Dios y el diablo, ciencia y magia, utopía y verdad; el saber desinteresado, propio de una concepción aristotélica del mundo, y la voluntad de poder nietzscheana; la belleza de Helena y la bondad de Margarita... Simultáneamente, una síntesis filiar combina elementos antagónicos: Fausto y Helena, expresiones simbólicas de Germania y Grecia, Romanticismo y Clasicismo, Medievo y Antigüedad, encuentran en Euforión la unidad mística de sus alteridades; Dios y Mefistófeles se unen impulsivamente en Fausto, quien, pretendiendo ser como Dios, se convierte en el compañero privilegiado del diablo; Homúnculo y Galatea, en el abrazo final de agua y fuego, darán lugar a Eros, origen y supremacía de todo vitalismo humano.

[10] «Hier ist es Zeit, durch Taten zu beweisen, / Daß Manneswürde nicht der Götterhöhe weicht […], / Und wär’ es mit Gefahr, ins Nichts dahinzufließen» (Goethe, Faust, 1808-1832/1996: 29; I, vv. 712-713 y 719). Fausto volverá a reiterar la intensidad del desafío contra Dios en otro momento esencial de la obra, precisamente en la escena en que tiene lugar el pacto con Mefistófeles: «El gran Espíritu me desdeñó, y ante mí se cierra la Naturaleza» (1991: 153) («Der große Geist hat mich verschmäht, / Vor mir verschließt sich die Natur» (1996: 58; I, vv. 1746 y 1747).

[11] «Apaguemos las ardientes pasiones en los abismos de la sensualidad» (1991: 153). «Laß in den Tiefen der Sinnlichkeit / Und glühende Leidenschaften stillen!» (1996: 58; I, vv. 1750 y 1751).

[12] No hay que olvidar la transformación que experimenta Fausto durante el día. En su paseo con Wagner por la urbe, entre sus conciudadanos burgueses y labradores, al contacto con la naturaleza viva del campo, el viejo doctor parece recuperar un equilibro entre el orden del espíritu o psicológico y el orden de los sentidos o físico. Sin embargo, Fausto ha de preferir, al cultivo del conocimiento en el ámbito de una existencia ordinaria, la embriaguez de la sensualidad y la locura del poder, que harán de él un protagonista permanente de acciones pretendidamente heroicas.

[13] Vid. especialmente W. Shakespeare (1993: 898), Timon of Athens (1608)IV, 1, vv. 1-41.

[14] Goethe (1808-1832/1991: 150). «Wenn aus dem schrecklichen Gewühle / Ein süß bekannter Ton mich zog, / Den Rest von kindlichem Gefühle / Mit Anklang froher Zeit betrog, / So fluch’ ich allem, was die Seele / Mit Lock- und Gaukelwerk umspannt, / Und sie in diese Trauerhöhle / Mit Blend- und Schmeichelkräften bannt! / Verflucht voraus die hohe Meinung, / Womit der Geist sich selbst umfängt! / Verflucht das Blenden der Erscheinung, / Die sich an unsre Sinne drängt! / Verflucht, was uns in Träumen heuchelt, / Des Ruhms, der Namensdauer Trug! / Verflucht, was als Besitz uns schmeichelt, / Als Weib und Kind, als Knecht und Pflug! / Verflucht sei Mammon, wenn mit Schätzen / Er uns zu kühnen Taten regt, / Wenn er zu müßigem Ergetzen / Die Polster uns zurechtelegt! / Fluch sie dem Balsamsft der Trauben! / Fluch jener höchsten Liebeschuld! / Fluch sie der Hoffnung! Fluch dem Glauben, / Und Fluch vor allen der Geduld! (Goethe, Faust, 1808-1832/1996: 54; I, vv. 1583-1606).

[15] Al final de sus días, en soledad frente a la muerte, Fausto lamentará haber maldecido de ese modo a la vida y al mundo. Le asedian entonces cuatro alegorías femeninas que simbolizan los signos principales de la negación: escasez, deuda, inquietud y miseria: «Yo lo fui en otro tiempo [un ser humano], antes de buscar en las sombras, antes de haber maldecido con una impía palabra a mí y al mundo» (1991: 416). «Das war ich sonst, eh’ ich’s im Düstern suchte, / Mit Frevelwort mich und die Welt verfluchte» (1996: 343; II, vv. 11408-11409).

[16] Goethe (1808-1832/1991: 144). Was sich dem Nichts entgegenstellt, / Das Etwas, diese plumpe Welt, / So viel als ich schon unternommen, / Ich wußte nicht ihr beizukommen, / Mit Wellen, Stürmen, Schütteln, Brand— / Geruhig bleibt am Ende Meer und Land! / Und dem verdammten Zeug, der Tier- und Menschenbrut, / Dem ist nun gar nichts anzuhaben» (Goethe, Faust, 1808-1832/1996: 48; I, vv. 1363-1370).

[17] Goethe (1808-1832/1991: 144). «Ich bin der Geist, der stets verneint! / Und das mit Recht; denn alles, was entsteht, / Ist wert, daß es zugrunde geht; / Drum besser wär’s, daß nichts entstünde. / So ist denn alles, war ihr Sünde, / Zerstörung, kurz das Böse nennt, / Mein eigentliches Element» (Goethe, Faust, 1808-1832/1996: 47; I, vv. 1338-1344).

[18] Desde el hebreo se han propuesto etimologías análogas. Cfr. a este respecto el epílogo de John Henry Jones al libro de William Empson (1987: 203-204).

[19] En el Antiguo Testamento, salvo en el libro del Génesis, el diablo tiene un papel muy secundario e insignificante. Su protagonismo es, sin embargo, mayor en el Nuevo Testamento, cuyo momento culminante acaso se alcanza en la escena en que Satán tienta a Cristo, secuencia que analógicamente habremos de ver reproducida en buena parte de la literatura occidental, en momentos decisivos en los que las fuerzas del mal tientan al héroe de la fábula, seducido por la ambición, el poder, la gloria...: «Llevóle el diablo a un monte muy alto, y mostrándole todos los reinos del mundo y la gloria de ellos, le dijo: todo esto te daré si de hinojos me adorares». Posteriormente, san Pablo, en la Epístola a los Efesios, desempeñó un papel decisivo en la confirmación del dominio de Satán sobre el mundo laico.

[20] Goethe (1808-1832/1991: 117). «Von Zeit zu Zeit seh’ ich den Alten gern, / Und hüte mich, mit ihm zu brechen. / Es ist gar hübsch von einem großen Herrn, / So menschlich mit dem Teufel selbst zu sprechen» (1996: 19; I, vv. 350-353).

[21] «Entre los pueblos de raza semítica o de religión musulmana, a los que el dogma prohíbe todo arte de imitación, se manifiestan también algunas formas rudimentarias de acción dramática, pero quedan relacionadas con el santuario» (Baty y Chavance, 1932/1993: 12). No obstante, algunas de las narraciones del Antiguo Testamento, como el Libro de Job o el Cantar de los cantares, adoptan en su desarrollo formas semejantes a la exposición dramática y dialogada de los hechos. Por su parte, el Corán prohíbe explícitamente la representación o imitación de cuanto vive o existe, por medio de la escultura, el drama o cualesquiera otras formas miméticas

[22] Goethe (1808-1832/1991: 115). «Mein Pathos brächte dich gewiß zum Lachen, / Hättst du dir nicht das Lachen abgewöhnt» (Goethe, Faust, 1808-1832/1996: 17; I, vv. 277-278).

[23] Goethe (1808-1832/1991: 116). «Von allen Geistern, die verneinen / Ist mir der Schalk am wenigsten zur Last» (Goethe, Faust, 1808-1832/1996: 18; I, vv. 338-340).

[24] Goethe (1808-1832/1991: 280). «Hast du Begriff von Öd» (Goethe, Faust, 1808-1832/1996: 191; II, v. 6227).

[25] Goethe (1808-1832/1991: 281). «Nichts wirst du sehn in ewig leerer Ferne, / Den Schritt nicht hören, den du tust, / Nichts Festes finden, wo du ruhst» (Goethe, Faust, 1808-1832/1996: 192; II, vv. 6246-6248).

[26] Goethe (1808-1832/1991: 281). «In deinem Nichts hoff’ ich das All zu finden» (Goethe, Faust, 1808-1832/1996: 192; II, v. 6256).

[27] Goethe (1808-1832/1991: 282). «Entfliehe dem Entstandnen» (Goethe, Faust, 1808-1832/1996: 193; II, v. 6276).

[28] Goethe (1808-1832/1991: 160). «Fehlt mir die leichte Lebensart. / Es wird mir der Versuch nicht glücken; / Ich wußte nie mich in die Welt zu schicken» (Goethe, Faust, 1808-1832/1996: 66; I, vv. 2056 y 2058).

[29] Goethe (1808-1832/1991: 148). «Ich möchte bittre Tränen weinen, / Den Tag zu sehn, der mir in seinem Lauf / Nicht Einen Wunsch erfüllen wird, nicht Einen...» (Goethe, Faust, 1808-1832/1996: 53; I, vv. 1555-1557).

[30] «Ein Luginsland... / Um ins Unendliche zu schaun» (Goethe, Faust, 1808-1832/1996: 341; II, v. 11345).

[31] Goethe (1808-1832/1991: 417). «Ich habe nur begehrt und nur vollbracht / Und abermals gewünscht und so mit Macht / Mein Leben durchgestürmt...» (Goethe, Faust, 1808-1832/1996: 344; II, vv. 11437-11439).

[32] Goethe (1808-1832/1991: 153). «Mit einander wechseln, wie es kann; / Nur rastlos betätigt sich der Mann» (Goethe, Faust, 1808-1832/1996: 58; I, vs. 1758 y 1759. Palabras equivalentes, y si cabe aún más expresivas, volverá a repetirlas casi al final de la obra, en el acto cuarto, momentos antes de la batalla entre los emperadores: «Lo que yo ambiciono es el dominio, el señorío. La acción es todo, la gloria nada es» (1808-1832/1991: 384). «Herrschaft gewinn’ ich, Eigentum! / Die Tat ist alles, nichts der Ruhm» (1808-1832/1996: 308; II, vv. 10187 y 10188).

[33] Goethe (1808-1832/1991: 141-142). «Geschrieben steht: «Im Anfang war das Wort!» / Hier stock’ ich schon! Wer hilft mir weiter fort? / Ich kann das Wort so hoch unmöglich schätzen, / Ich muß es anders übersetzen, / Wenn ich vom Geiste recht erleuchtet bin. / Geschrieben steht: Im Anfang war der Sinn. / Bedenke wohl die erste Zeile, / Daß deine Feder sich nihct übereile! / Ist es der Sinn, der alles wirkt und schafft? / Es sollte stehn: Im Anfang war die Kraft! / Doch, auch indem ich dieses niederschreibe, / Schon warnt mich was, daß ich dabei nicht bleibe. / Mir hilft der Geist! Auf einmal seh’ ich Rat / Und schreibe getrost: Im Anfang war die Tat!» (Goethe, Faust, 1808-1832/1996: 4; I, vv. 1224 y 1237).

[34] Vid. sus palabras de «Introducción» a la trad. esp. de Fausto, realizada por José Roviralta, en Madrid, Cátedra, 1991, pág. 84.

[35] Gonzalo Torrente Ballester ha subrayado brillantemente en su Don Juan la resonancia literaria de esta observación crítica: «La presencia de un diablo en la historia de don Juan le quita originalidad, la hace parecerse demasiado a la historia de Fausto. Ya un viejo amigo mío, profesor agudo, decía de los escritores modernos que, cuando reinventan a don Juan, o sacan un nuevo Fausto o un nuevo Hamlet. Usted ha preferido un nuevo Fausto» (Torrente, 1963/1998: 109).

[36] Sobre Fausto y don Juan existe una amplia bibliografía literaria y metodológica, desde el temprano estudio de Chr. D. Grabbe, en 1827, sobre Don Juan und Faust, hasta los más recientes, como el de K. Reichenberger (2000), que junto con el de I. Watt (1996), recoge un interesante repertorio de artículos y monografías sobre ambos mitos.

[37] Faust, 1996: 109; I, vv. 3414 y 3430. Trad. esp.: «Margarita: Prométeme, Enrique... Fausto: Lo que pueda. Margarita: Vamos, dime: ¿qué piensas en materia de religión? Eres un hombre bueno de corazón, mas creo que no le haces gran caso. Fausto: dejemos eso, hija mía. Ya ves que yo te quiero bien, y por las personas a quienes amo, daría mi cuerpo y mi sangre. No quiero arrebatar a nadie sus sentimientos ni apartarle de su iglesia. Margarita: No basta con eso, es preciso creer. Fausto: ¿Es preciso? Margarita: ¡Ah! ¡Si tuviera sobre ti algún poder! Tampoco veneras los santos Sacramentos. Fausto: Los venero. Margarita: Pero sin fervor. Hace mucho tiempo que no has ido a misa ni a confesar. ¿Crees en Dios? Fausto: Amor mío, ¿quién osaría decir: «Creo en Dioses»? Puedes preguntar a sacerdotes y sabios, y su respuesta no parecerá sino una burla dirigida al preguntador. Margarita: Luego, ¿no crees?» (1991: 202).






Información complementaria


⸙ Referencia bibliográfica de esta entrada

  • MAESTRO, Jesús G. (2017-2022), «Cuando el diablo es un bufón: Fausto, Goethe y Mefistófeles, personaje nihilista», Crítica de la razón literaria: una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica. Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades del conocimiento racionalista de la literatura, Editorial Academia del Hispanismo (IV, 1.5), edición digital en <https://bit.ly/3BTO4GW> (01.12.2022).


⸙ Bibliografía completa de la Crítica de la razón literaria



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Jesús G. Maestro, Fausto y Mafistóteles de Goethe