IV, 1.4 - La regresión reformista de John Milton: Paradise Lost

  

Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices





La regresión reformista de John Milton: Paradise Lost


Referencia IV, 1.4


Jesús G. Maestro, Crítica de la razón literaria

Paradise Lost (1667) de John Milton constituye uno de los más poderosos testimonios de literatura programática o imperativa que, en la plenitud más avanzada de la Edad Moderna, no llega a romper jamás la placenta de una literatura primitiva o dogmática, desde la que ha sido concebido y de la que procede, sin apenas rebasarla estructuralmente. Se ha sugerido con frecuencia que Paradise Lost es una suerte de Divina commedia del protestantismo seiscentista en su versión insular inglesa. Ésta es una declaración brillante, pero muy insuficiente, porque la obra de Dante sobrepuja a la de Milton por todas partes. En este punto, la comparación literaria es odiosa para el protestantismo.

En primer lugar, hay que advertir que Dante, en la frontera histórica de los siglos XIII y XIV, compone su obra reproduciendo un modelo filosófico que es el de la Escolástica de Tomás de Aquino, con tres figuras gnoseológicas de referencia —Mundo interpretado (Mi) fenomenológicamente, Mundo (M) trascendente o metafísico y Ego trascendente (E) identificado con el Dios cristiano—, cuya disposición es la siguiente:


Mi  Ì  M  Ì  E

 — — — — — — — ®


Desde el punto de vista de Dante, el ser humano habita un mundo fenomenológico sensorialmente interpretable (Mi), esto es, un mundo físico, sensible y terrenal, el cual a su vez está incluido en un mundo trascendente y metafísico (M) —obra de Dios, como sujeto supremo y trascendente (E)—, cuya inusitada geografía el poeta recorre de la mano de Virgilio. Dante parte del terrenal mundo del Hombre para adentrarse en la metafísica cristiana y regresar. Milton, por su parte, escribe un poema metafísico que concluye precisamente allí donde y cuando comienza el terrenal mundo del ser humano. Milton recorre el camino inverso de Dante, y se detiene justo ante el mundo interpretado y sensible, es decir, ante el terrenal mundo del Hombre, aquel que la Divina commedia toma precisamente como premisa y punto de partida —y de regreso— fundamental. Los protagonistas miltonianos son seres irreales y fantásticos, cuya dimensión literaria es exclusivamente numinosa, mitológica y teológica, pero en absoluto operatoriamente humana. Son héroes y antihéroes metafísicos que no pertenecen a nuestro mundo. A pesar de la poderosa humanidad que domina las pasiones del Dios de Paradise Lost, de su hijo Cristo y del siniestra y luzbelinamente esbelto Santán, podría decirse, en su sentido más literal, que nada humano hay en esta obra tan magna. Casi cuatrocientos años después de Dante, el modelo filosófico que se objetiva en el poema de Milton es el de la filosofía dogmática medieval, en la línea de Agustín de Hipona, y que durante el Renacimiento asumirá plenamente Lutero para dar forma definitiva a su regresiva Reforma protestante. Casi a las puertas de la Ilustración europea, Milton compone una obra basada en la dogmática medieval, cuyo modelo esquemático, que es el siguiente, dispone que el Ego trascendente (E) es ahora Dios, dentro del cual está incluido el Mundo en su totalidad, tanto en su dimensión metafísica (M), imperceptible e inasequible al ser humano, como en su dimensión física, fenomenológica o sensorial (Mi). Éste es el modelo filosófico de la teología dogmática (Bueno, 2004), que siguen Agustín de Hipona y Lutero —el monje agustino—, y que está en la base del protestantismo:


¬ — — — — — — 

Mi  Ì  M  Ì  E


Sin embargo, Milton, en su Paradise Lost, suprime nada menos que el Mundo interpretado (Mi), es decir, detiene su obra ante la realidad fenomenológica, sensorial y humana, de modo que amputa a la filosofía dogmática medieval una figura gnoseológica esencial: el ser humano. Su modelo es bidimensional, y se limita a Dios (E) y a su mundo metafísico (M), del que el hombre y la mujer son justicieramente expulsados, y de cuya interpretación, sin duda más miltoniana que protestante —en su sentido más ortodoxo— se deriva una literatura programática o imperativa de primer orden. En Milton no hay un mundo humano interpretable, porque el universo de Paradise Lost concluye con el nacimiento de la Humanidad. Algo así hace de esta obra una alegoría que, pese a su magnitud literaria y simbolismo religioso, a muy pocos lectores contemporáneos les resultará legible.

 

¬ — — — — 

M  Ì  E


Paradise Lost es el encomio de la justicia de un Dios protestante, que el Romanticismo leyó como un elogio de Satán (Blake, 1793), y que los exégetas de Milton se empeñan en interpretar como una reflexión sobre la caída y el pecado, cuando en realidad la Justicia de ese Dios paradisíaco se impone sin margen alguno de disquisición humana. Es innegable, pese a toda apariencia, que el propio Milton concibió y dictó Paradise Lost completamente de espaldas a la realidad operatoria y política de un mundo que ya no podía controlar de ninguna manera, en el que le estaba vetado intervenir, y que incluso le había perdonado la vida, a cambio de reducirlo casi a un proscrito. Ésa es la Inglaterra que Milton, desterrado de sí mismo, ve hundirse de forma definitiva con la caída de Cromwell. Todos los inestables y cambiantes idearios de este utopista autoritario e invidente no tienen ya, por aquellos años, la menor posibilidad de hacerse factibles. Paradise Lost es el repliegue de Milton a un mundo metafísico y divino que concluye allí donde comienza la realidad efectivamente humana. Paradise Lost no es una utopía, ni celestial ni política, es la distopía de la creación, el error de la obra de Dios. Un error que el protestantismo miltoniano, en su interpretación irracional y fideísta —luterana al cabo—, atribuye a un ser humano límbico, mitológico e irreal. Sólo la literatura es capaz de salvar la distopía de la creación divina. Ése es el mérito que el protestantismo debe reconocerle a Milton. El valor de su obra es exclusivamente literario, no teológico.

La vida del autor de Paradise Lost no se cita con la mística, sino más bien con la utopía religiosa y política. Más precisamente, con la distopía humana. No en vano podemos afirmar que Paradise Lost pertenece a la genealogía de la literatura —o pseudoliteratura— distópica de hechura anglosajona: Un mundo feliz de Aldous Huxley (1932), 1984 de George Orwell (1949),  o Fahrenheit 451 de Ray Bradbury (1953). 

Sin embargo, invidente y apartado de toda actividad pública, hay determinados momentos en la composición de la obra magna de Milton que le convierten en un místico instantáneo, con ansias de poeta visionario. Así ocurre al comienzo del libro III. Un Milton privado del sentido de la vista protagoniza, como poeta y narrador, una honda y sentida invocación a la sagrada Luz, una suerte de plegaria que concluye en la exultación del propio ego como vate visionario:


Brilla, tanto más tú, celeste Luz,
En mi interior, que irradie mi alma en todas
Sus potencias, coloca ojos allí,
Funde y dispersa de ahí toda niebla
Para que pueda yo ver y contar
Lo que se oculta a los ojos mortales
(III, vv. 51-56)[1].


Ésta será una más de las imágenes miltonianas, de muy antigua ascendencia —como atestiguan en el mismo parlamento las menciones de Tiresias, Homero y Fineo— que el Romanticismo recuperará y potenciará máximamente: la del invidente que ve más que los demás mortales. La ceguera se concibe como una forma superior de visión, como la locura pretende ser una forma superior de racionalismo. Sin embargo, esta «visión» y este «racionalismo» capaces, según los antiguos, desde Homero hasta Milton, de adentrarse en el «más allá», y de describir ese mundo metafísico postulado por la Biblia, y diseñado tanto por la literatura primitiva y dogmática como por el pensamiento presocrático y la filosofía platónica, esa metafísica, para nuestros románticos y contemporáneos, entre los que se incluyen los posmodernos de ahora mismo, ya no estará en el «más allá» ultraterreno, sino en el más acá intrahumano, y su nombre será, desde Nietzsche y Freud, el inconsciente. La metafísica antigua era religiosa y trascendente, y su centro de gravedad se situaba en la idea de una divinidad absolutista; la metafísica moderna es cultural e inmanente, su centro de gravedad es la conciencia del ser humano, determinada por los impulsos naturales —roussonianos— que legitiman verdades ignotas, desconocidas, las «auténticas verdades», verdades como dioses, sólo verificables por los médiums del psicoanálisis freudiano —o su figura retórica contemporánea, el intelectual que disiente cínicamente del sistema del que se parasita—, convertidos en auténticos sacerdotes de la posmodernidad.

En Paradise Lost se contiene lo más primitivo y dogmático de las literaturas arcaicas, sofisticado por el fideísmo protestante, y tamizado por su imperativo programa teológico. Biblia e Ilíada se dan difícilmente la mano, pero, pese a sus diferencias ontológicas de forma, poética y ficción, las conexiones temáticas con la obra de Milton resultan innegables, por más que las diferencias sean insalvables: Satán, como Aquiles, quiere más de lo que posee y recibe; dos titanes se enfrentan, cuales helenos y troyanos; y de nuevo Satán, como Ulises, usa la astucia y el engaño, que no la fuerza, como instrumento de victoria:


[…]. Nuestra ventaja está
En idear un proyecto tan perfecto
Que por el fraude o por la astucia obtenga
Lo que la fuerza no pueda conseguir;
Para que también él, al fin, aprenda
De nosotros que quien vence a la fuerza
A su enemigo solo a medias vence
(I, vv. 644-649)[2].


Con todo, la guerra luzbelina entre Dios y su Satán es una guerra muy difícil de comprender para un ser humano. En primer lugar, porque no es una guerra verdadera, real, política, como son en efecto todas las guerras, sino metafísica, alegórica, simbólica. No hay tragedia, sino poética de la épica, estética romántica de una epopeya cuya geografía es el más allá y su historia una leyenda bíblica, un escenario imposible y fabuloso. Los bandos enfrentados son resultado de un dogmático maniqueísmo teológico, numinoso, mitológico. ¿Cuál es el bien que han hecho los buenos? ¿En qué consiste el mal de los malvados? Es una guerra sin Estado, sin sociedad política, sin contenido antropológico. En una palabra, es una guerra sin seres humanos. Una guerra que carece de aquello que la hace verosímil: el Hombre. Es, además, una poesía intervenida por la teología protestante, una literatura que tiene que asumir su papel de programa e imperativo religioso. Es, en suma, una literatura comprometida con un Dios anglicano y puritano, reformado por un hombre autoritario, desahuciado y ciego. Eso es Milton. Ésa es su literatura.

Todo discurre en el eje angular de un espacio antropológico absolutamente unidimensional: dioses, ángeles, númenes, demonios, mitos, conceptos teológicos. Son figuras que, perteneciendo exclusivamente a la literatura, y sin poder sobrepasar sus límites, han de comportarse según normas religiosas o contra ellas, pero jamás podrán disociarse de la interpretación teológica que, desde su misma concepción miltoniana, pesa sobre cada una de ellas.

Satán, sin duda, el personaje más lúcido y valiente de la obra, ilumina a perpetuidad la insolencia de los revolucionarios románticos de todas las épocas. Airado, iracundo, vengativo, asolado por la envidia luzbelina, el odio más humano y la frustración adolescente de verse despreciado por la figura del padre, le declara una suerte de guerra eterna, de la que, sin embargo, apenas se libran más de dos batallas. Es el ángel para quien el autor construye toda una poética de la derrota, el grandioso espectáculo de un ocaso, cuyo protagonista acaba ejecutando una venganza miserable: la burla del ser humano para dañar el orgullo de Dios y dejar al descubierto la imperfección del altísimo hacedor. Con todo, la figura de Satán es más seductora que valiosa. No sólo ha seducido —desde la vileza numinosa de un oficio— a la Eva paradisíaca, ha seducido también a muchos lectores y críticos, desde el visionario Blake hasta un autor de best-sellers académicos tan popular como Harold Bloom. ¿Quién es el Satán de Milton? Una criatura derrotada que, cual polizón que se adentra en el Paraíso revelando la torpeza de los númenes celestes de Dios, protagoniza una venganza propia de rufián más que de príncipe. Sin embargo, un acontecimiento de tal bajeza, indigno acaso del propio Ulises —pues éste usaba del ardid para conquistar Troya y regresar a Ítaca—, le sirve a Satán para ser condecorado por la historiografía literaria de Occidente, por la poética de la literatura, por el arte de la música y de la pintura, y por los más singulares ideólogos de las revoluciones jacobinas.

La salutación del Infierno que protagoniza Satán, como lugar de poder, refugio y libertad, es de una retórica manifiesta, cuyo contenido —de gran vacuidad— resulta imperceptible para la mayoría de los lectores por lo que se refiere a un hecho clave: la libertad que exalta en los Infiernos, para sí mismo y sus cohortes de apestados, es una libertad de corral. Es la libertad de la Reforma protestante. Una libertad cuyos límites son absolutos, desde el momento en que su tiempo y su espacio son, desde la primera derrota, los deshechos definitivos de todo tiempo y de todo espacio, es una libertad que no sirve para nada, porque es utópica y ucrónica. Una libertad absoluta equivale a una absoluta impotencia. Sólo en la nada se puede hacer de todo. El Satán de Milton es una figura infinitamente vacua y vacía. Podría decirse que está hecho sólo de palabras.


¡Adiós, felices campos, donde mora
Para siempre la dicha! ¡Salve, horrores,
Salve, mundo infernal, y tú, profundo
Averno, recibe a tu nuevo señor,
Aquél cuyo designio nunca puede
Alterarse con el lugar y el tiempo.
La mente es su propio lugar y puede
Hacer en ella un Cielo del Infierno
Y del Infierno un Cielo. ¿Qué importa,
Si sigo siendo el mismo, lo que sea
Y dónde esté, solamente inferior
A aquél a quien el rayo hizo más grande?
Aquí al menos, tendremos libertad;
Pues el Altísimo, que por envidia
No ha creado aquí, no nos arrojará;
Podemos, luego, aquí reinar seguros;
Y en mi opinión reinar vale la pena,
Aunque sea en el Infierno: mejor es
Reinar aquí que servir en el Cielo
(I, vv. 249-263)[3].


Satán habla de libertad. ¿Libertad, para qué? Para ser un rebelde, un marginado, un derrotado. Para poder expresar la grandeza moral de su hundimiento, la majestad literaria de su pictórica y resonante caída, como fórmula nuclear de todo «Principio de Rebeldía». Pero tener razón implica imponer la razón que se dice tener, es decir, disponer de razón práctica, y no sólo de razón teórica. La verdad está en los hechos (verum est factum). Y no en cualesquiera hechos: en los hechos probados, impuestos e irreversibles. La libertad que ostenta Satán es una libertad de corral, es, con toda franqueza, la idea de libertad que esgrime el protestantismo, la libertad sólo de conciencia, la libertad como hecho de conciencia: «La mente es su propio lugar y puede / Hacer en ella un Cielo del Infierno / Y del Infierno un Cielo». Ésa es la libertad de Lutero, pero no la de Francisco de Vitoria; es la libertad de Rousseau, pero ni siquiera la del cursi Montesquieu. Es libertad de conciencia y de corral, pero no libertad de hecho ni de derecho. Porque la libertad no es una cuestión de la mente, no es ni puede ser una experiencia psicológica, ni un sentimiento. La libertad es lo que los demás nos dejan hacer, bien de acuerdo con el ordenamiento jurídico de un Estado, en las sociedades civilizadas, bien según la fuerza bruta en el estado salvaje de la naturaleza, fuera de toda sociedad política. Y el Estado es un concepto político que tanto Dios como Satán desconocen por completo, y que John Milton, pese a todas sus tentativas y pretensiones, no supo interpretar nunca al margen de la utopía religiosa. Paradise Lost es, en este punto, el consuelo religioso —y también literario— de su propio fracaso político. El protestantismo es el callejón sin salida del cristianismo.


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NOTAS

[1] «So much the rather thou celestial Light / Shine inward, and the mind through all her powers / Irradiate, there plant eyes, all mist from thence / Purge and disperse, that I may see and tell / Of things invisible to mortal sight» (Milton, 1667/1993: 65).

[2] «So as not either to provoke, or dread / New war, provoked; our better part remains / To work in close design, by fraud or guile / What force effected not: that he no less / At length from us may find, who overcomes / By force, hath overcome but half his foe» (Milton, 1667/1993: 28).

[3] «[…] Farwell happy fields / Where joy for ever dwells: hail horrors, hail / Infernal world, and thou profoundest hell / Receive thy new possessor: one who brings / A mind not to be changed by place or time. / The mind is its own place, and in itself / Can make a heav’n of hell, a hell of heav’n. / What matter where, if I be still the same, / And what I should be, all but less than he / Whom thunder hath made greater? Here at least / We shall be free; th’ Almighty hath not built / Here for his envy, will not drive us hence: / Here we may reign secure, and in my choice / To reign is worth ambition though in hell: / Better to reign in hell, than serve in heav’n» (Milton, 1667/1993: 16).






Información complementaria


⸙ Referencia bibliográfica de esta entrada

  • MAESTRO, Jesús G. (2017-2022), «La regresión reformista de John Milton: Paradise Lost», Crítica de la razón literaria: una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica. Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades del conocimiento racionalista de la literatura, Editorial Academia del Hispanismo (IV, 1.4), edición digital en <https://bit.ly/3BTO4GW> (01.12.2022).


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