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III, 4 - Ontología de la Literatura




III


4


Ontología de la literatura


Los materiales literarios:

autor, obra, lector e intérprete o transductor



Tanto si el blanco de mis críticas son los posmodernos de izquierda como si son los fundamentalistas de derecha o quienes tienen una empanada mental, sea cual sea la franja política o apolítica de la que procedan, mi lema es el mismo: el pensamiento claro, combinado con el respeto por la evidencia —especialmente aquella que resulta incómoda y no deseada, aquella que desafía nuestros prejuicios—, es de la máxima importancia para la supervivencia de la especie humana en el siglo XXI.

Alan Sokal (2008/2009: 13).



Índice capitular


4.0. Preliminares a una ontología de la literatura.

4.1. Crítica del concepto de autor: la falacia descriptivista.
         La construcción de la literatura. Contra el nihilismo mágico de la deconstrucción.

         4.1.1. El autor desde la teología literaria constructivista o creacionista. La falacia descriptivista.
         4.1.2. El autor desde la teología literaria destructivista o nihilista. La falacia posmoderna.
         4.1.3. Idea y concepto de autor según la Crítica de la razón literaria.

4.2. Crítica del concepto de texto: la falacia teoreticista.
         El texto literario como sistema de ideas objetivadas formalmente en los materiales literarios.

         4.2.1. Idea de texto en las teorías formalistas de la literatura.
         4.2.2. Idea de texto en las ideologías posformalistas de la literatura.
         4.2.3. Concepto de texto según la Crítica de la razón literaria.

4.3. Crítica del concepto de lector: la falacia adecuacionista.
         Contra el idealismo metafísico de la teología de la recepción.
         Idea de lector en el concepto de espacio estético.

         4.3.1. El concepto de lector en las teorías literarias del siglo XX.
         4.3.2. La falacia adecuacionista de las poéticas de la recepción.
         4.3.3. Los conceptos de lector y de espacio estético según la Crítica de la razón literaria.

4.4. Crítica del concepto de transductor: la verdad circularista.
         La transducción literaria.

         4.4.1. Reinterpretación de la semiología según la Crítica de la razón literaria.
         4.4.2. La verdad circularista de la semiología literaria.
         4.4.3. El concepto de transducción literaria
         4.4.4. El fenómeno de la transducción en la literatura teatral

4.5. Teoría del genio: explicación y justificación de la genialidad en el arte y la literatura.

         4.5.1. Desde el espacio estético.



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Libro recomendado


Ontología de la literatura





Jesús G. Maestro


III, 4.0 - Preliminares a una ontología de la literatura

 

Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices





Preliminares a una ontología de la literatura


Referencia III, 4.0

 

Jesús G. Maestro, Crítica de la razón literaria

Partimos de la definición de literatura dada desde la ontología materialista que se expone en la Crítica de la razón literaria, según la cual la literatura es una construcción humana y racional, que se abre camino hacia la libertad a través de la lucha y el enfrentamiento dialéctico, que utiliza signos del sistema lingüístico, a los que confiere un valor poético o estético y otorga un estatuto ficcional, y que se desarrolla a través de un proceso comunicativo de dimensiones históricas, geográficas y políticas, cuyas figuras fundamentales son el autor, la obra, el lector y el intérprete o transductor. No cabe hablar de literatura al margen de los materiales literarios, es decir, haciendo abstracción de los materiales que hacen posible la realidad de la literatura. No es, pues, concebible, la literatura al margen de su propia ontología. Los materiales de la literatura son muy numerosos, y pueden organizarse gnoseológicamente en torno a cuatro realidades ontológicas nucleares y fundamentales: el autor, el texto, el lector y el intérprete o transductor. Cada una de estas categorías está relacionada en symploké con las demás, y por supuesto está implantada de forma determinante en un contexto pragmático, de dimensiones históricas, geográficas y políticas, que resulta inseparable de la literatura.

La literatura es inconcebible al margen del complejo procesual en el que se articula y sustantiva su expresión, comunicación e interpretación. La Crítica de la razón literaria concibe la pragmática de la literatura como una totalidad atributiva procesual, cuyas partes materiales y formales se articulan en cuatro núcleos, combinados en symploké:


autor  ®  obra  ®  lector  ®  transductor

 

En este capítulo voy a analizar críticamente cada uno de estos conceptos desde los presupuestos de la Crítica de la razón literaria como Teoría de la Literatura. Ha de advertirse que de la formalización o conceptualización de estos cuatro materiales literarios nucleares —autor, obra, lector, transductor— se deriva un complejo procesual en el que es posible identificar cuatro momentos pragmáticos fundamentales, que se disponen de forma no lineal (descriptivista, teoreticista o adecuacionista), sino circular (gnoseológica); no analítica (no parte de la proposición que se pretende demostrar), sino dialéctica (parte de la proposición que va a refutarse); no monista (no privilegia un material literario —sea el autor, la obra o el lector— al cual los demás quedan subordinados), sino dada en symploké (los materiales están combinados entre sí de forma material y lógica); y no formalista (la interpretación no se da con independencia de determinados componentes, que quedarían anulados y suprimidos por la ideología del intérprete), sino materialista (la interpretación se apoya total y sistemáticamente en el conjunto de los materiales que son objeto de estudio, y que delimitan el campo gnoseológico de la investigación científica, frente a cualquier imposición ideológica que pretenda derogarlos o clausurarlos). Esta disposición en symploké de los materiales literarios nucleares, de naturaleza gnoseológica y dialéctica, encuentra su circularismo en la figura del transductor, en tanto que sujeto operatorio que transmite y transforma incesantemente los materiales literarios y sus posibilidades de interpretación.


 

Interpretación de la ontología literaria
desde la semiología y la gnoseología materialistas

 

Jesús G. Maestro, Crítica de la razón literaria

 

 

Llegados a este punto conviene distinguir cuatro tipos fundamentales de teorías gnoseológicas o teorías de la ciencia, que pueden establecerse a partir de la relación entre la materia y la forma de las ciencias, y que se delimitan en función del concepto de verdad científica.

Desde esta perspectiva, la tipología que establece Gustavo Bueno (1992) en su filosofía de la ciencia, que aquí reinterpretaremos desde las exigencias de la interpretación de la literatura y desde los procedimientos metodológicos de la Crítica de la razón literaria como Teoría de la Literatura, es gnoseológica y dialéctica. Es gnoseológica porque, como se ha dicho, pretende clasificar las teorías de la ciencia por relación a las coordenadas de materia y forma como conceptos conjugados. Y es dialéctica porque, como se verá, no se limita a la exposición acrítica de un censo o inventario de teorías de la ciencia efectivas o posibles, sino que plantea abiertamente un sistema enfrentado de alternativas, dentro del cual cada teoría contiene de forma potencial o explícita la expresión negativa de las demás teorías. El resultado de la tipología que seguimos y reinterpretamos, propuesta por Bueno (1992), es inmanente y dialéctica, y dispone un conjunto de teorías de la ciencia caracterizadas por la beligerancia mutua, dada por el contraste o incluso la incompatibilidad objetiva entre sus principios, métodos y consecuencias interpretativas —incompatibilidades y contrastes que aquí no se evitarán ni eludirán, en nombre de un holismo armónico o un monismo epistemológico, u otras extravagancias acríticas y curiosas, como la «cortesía bibliográfica» o la «diplomacia académica»—. He aquí los cuatro tipos de teorías gnoseológicas, a las que me referiré en relación con cada uno de los materiales literarios globales y nucleares: autor, obra, lector e intérprete o transductor.

1. En primer lugar, el descriptivismo ha determinado particularmente a las teorías y estudios literarios que se han ocupado del autor, al considerarlo como una entidad preexistente y acrítica, apriorísticamente dada, la cual se ha reducido a objeto de descripción histórica, positivista, psicoanalítica, sociológica, lingüística, estilística o incluso meramente formalista. Desde el descriptivismo se considera que la verdad brota de la materia independientemente de la forma (la verdad como aléetheia, como descubrimiento). La verdad se identifica aquí exclusivamente con la materia, que resulta hipostasiada (sea la obra literaria, en manos de los formalistas; sea el autor, frente al positivismo histórico; sea el lector, según las teorías de la recepción, etc.). El descriptivismo está en la base de la mayoría de las teorías literarias centradas en el autor y sus hipóstasis. El escritor y su circunstancia.

2. En segundo lugar, el teoreticismo se ha caracterizado porque su influencia ha sido absoluta en las poéticas formales, funcionales y estructuralistas, que analizan sobre todo las formas determinadas por su valor funcional en el texto. Según el teoreticismo, la verdad procede de la forma, independientemente de la materia (la verdad como coherencia, como estructura, como desarrollo lógico y formal). La verdad estará, pues, en la forma o estructura de los materiales literarios, forma que resulta hipostasiada: el crítico y teórico de la literatura separa la forma de la materia literaria que dota a esta forma de contenido empírico (es el caso del ser humano reducido a un pronombre personal ―yo―, sujeto lingüístico, o sujeto de la enunciación, de la poesía ―o de cualquier acto de habla― reducida a una secuencia tónica y átona de segmentos métricos, o de la novela limitada a una sintaxis de acciones, funciones o situaciones narrativas). He aquí el triunfo de las teorías literarias estructuralistas. La obra y su estructura.

3. En tercer lugar, el adecuacionismo mostró su impacto que se ha reflejado sobre todo en la estética de la recepción alemana (Jauss, 1967; Iser, 1972), así como en sus antecedentes fenomenológicos (Ingarden, 1931) y hermenéuticos (Gadamer, 1960) y en sus consecuentes posmodernos más inmediatos, la vacuidad de los posestructuralismos (Barthes, 1968; Foucault, 1969, Eco, 1979), el nihilismo de la deconstrucción (Derrida, 1967) y la hiperformalista teoría de los polisistemas (Even Zohar, 1990). El adecuacionismo pulveriza al lector real, valga la redundancia, porque no hay más lectores que los reales, es decir, los de carne y hueso, corpóreos y operatorios. El resto de lectores (ideales, modélicos, informados, implícitos, implicados, etc.) son ficciones de la teoría literaria formalista y posformalista. Sólo existen en la mente del teórico de la literatura. Son fantasmas inventados por teorías literarias que han perdido el contacto con la realidad de la literatura y del mundo. Considera que el conocimiento surge de la yuxtaposición de la materia y la forma (la verdad como correspondencia, como «encaje»). Forma y materia se hipostasían primeramente por separado, y sólo después se postula su «engranaje», coordinación o adecuación. La conexión entre materia y forma es metamérica o completa, al plantearse entre totalidades globales enterizas (obra / lector), de modo tal que la obra literaria se concibe como una materia que un lector ideal o modélico, implícito o implicado, es decir, inexistente, absolutamente hiperformalizado e irreal, interpreta en términos adecuacionistas (obra / lector = materia / forma). La forma deja de este modo de estar objetivada en la estructura ―«ausente», dirá Eco― de la obra literaria, que queda convertida en objeto material de examen, para ubicarse en la mente o conciencia de un lector ideal, operatoria o empíricamente inexistente. La estética de la recepción alemana no es sino una fuga de las formas ―y de los formalismos― a través de la conciencia subjetiva de sujetos ideales. El estructuralismo pasa del texto al lector, de la obra al receptor, para postular desde la Rezeptionsästhetik una adecuación entre ambos. Es la versión luterana, y no en vano alemana, del lector y su psicología: la verdad de la literatura está en la psique del lector. Lo sensible del receptor se impone y yuxtapone a lo inteligible del texto.

4. En cuarto y último lugar, el circularismo es la concepción que postula la Crítica de la razón literaria como Teoría de la literatura, a partir de una reinterpretación de la filosofía buenista llevada a cabo desde las exigencias de la realidad de la literatura respecto a la interpretación de los materiales literarios: autor, obra, lector e intérprete o transductor. La verdad científica o conocimiento correcto brota de contextos en los que desaparece la distinción entre materia y forma (la verdad como identidad sintética y operatoria ―ejecutiva― entre materia y forma), en tanto que se concibe que la materia y la forma se construyen de forma mutua, simultánea, solidaria y conjugada, por parte de un ser humano real (no ideal, ni implícito, como postulaba la estética de la recepción; ni mucho menos inexistente, como afirmaba Barthes del autor), y que bajo ningún concepto considera la forma y la materia de la literatura como entidades, autónomas o inconexas, ni en el tiempo (descriptivismo y teoreticismo) ni en el espacio (adecuacionismo). Se evita toda hipóstasis e idealización de materia o de forma en la literatura. La conexión entre materia y forma gnoseológicas se da en términos de conexión diamérica (entre sus partes), no metamérica (entre totalidades enterizas, globales o no estructuradas). La figura pragmática y gnoseológica de la transducción literaria, tal como la he expuesto desde 1994, constituye el procedimiento metodológico por excelencia del circularismo literario (Maestro, 1994, 1994a, 1996, 2002). El circularismo exige la interpretación de la literatura tal como ésta se desarrolla en todos y cada uno de sus procesos operativos: la autoría, la objetivación en un texto, la recepción de un lector y la interpretación de un transductor. Se consuma así el cierre circular del proceso de construcción, comunicación e interpretación y difusión de los materiales literarios. El análisis de la literatura es, ahora, completo. Hemos superado el dogma de las teorías literarias ablativas.

El circularismo es la teoría de la ciencia en que se basan los presupuestos gnoseológicos de la Crítica de la razón literaria, al negar toda disociación entre materia y forma de la literatura. Se rechaza el teoreticismo, porque pone la verdad científica fundamentalmente en la coherencia formalista o estructuralista, lo que desemboca en un idealismo. Renuncia a la verdad como algo capaz de dar cuenta objetivamente de hechos, y aspira a un sistema teórico con enunciados coherentes y no contradictorios entre sí. El descriptivismo, a su vez, postula una realidad exterior objetiva e independiente del ser humano, y sostiene que la verdad consiste en aprehender tal realidad ―constituida por entidades previas o ajenas a la actividad humana― a través de enunciados científicos. El descriptivismo tratará de ir mejorando poco a poco, mediante ciertas experiencias, el conocimiento humano de una realidad a la que considera inmutable, ajena y positiva. Simplemente concibe el entendimiento humano como una herramienta más para descifrar la realidad: una realidad hecha por otros, agentes no humanos, metafísicos, creacionistas, que han construido un mundo en el que, a posteriori, ha irrumpido el ser humano. El descriptivismo, en suma, parte de un idealismo incompatible con el racionalismo humano. Su diferencia con el adecuacionismo es que mientras en el descriptivismo la realidad exterior lo es todo, el adecuacionismo reconoce que los hechos se ven afectados por el entendimiento humano: no en el sentido de «hechos transformados» operatoriamente por la mano del hombre, sino de hechos en los que se reconoce la importancia del contexto gnoseológico, con frecuencia reducido a psicología, fenomenología o idealismo, para el establecimiento de verdades. El adecuacionismo es un estadio evolutivo del luteranismo renacentista y fideísta, del idealismo alemán decimonónico y secular, y de la estética de la recepción germana que disuelve la literatura en una fenomenología de la cultura, en términos sociológicos y psicológicos. La adecuación requiere un contexto en el que producirse y un punto sobre el que articularse. Por esta razón considera que, si bien la materia es fundamental, la forma de acercarnos a ella y de organizar nuestros conocimientos es igualmente importante. Nuestra constitución gnoseológica y nuestra organización del conocimiento son decisivas a la hora de tratar esa realidad objetiva. El adecuacionismo propugna un contexto epistemológico que permita una mejor adecuación de nuestro entendimiento a la naturaleza. El circularismo, frente al descriptivismo, es puro constructivismo humano (la realidad la hace el ser humano, no es previa a él, ni en ella intervienen factores ajenos a lo operatoriamente humano). El circularismo literario remite a conceptos conjugados (forma y materia literarias), que construye y reconstruye constantemente, no yuxtapuestos desde la psicología de un receptor ideal, frente a lo que postula el adecuacionismo, y supone, en consecuencia, que en efecto hay una realidad, una realidad de hecho (y no como «hecho de conciencia»), la cual realidad resulta decisivamente afectada por las operaciones humanas, porque conocer es operar y operar es construir y transformar. El circularismo sostiene que hay hechos, y que estos hechos son más importantes que sus posibles interpretaciones, al contrario de la célebre afirmación nietzscheana. Las interpretaciones que sólo se fundamentan en una coherencia formal o estructural pueden ser muy bonitas y atractivas, pero si no sirven para explicar la construcción y destrucción de los hechos a los que remiten, es decir, su síntesis y su análisis, entonces no habrán servido para nada más que enunciar teorías literarias estructuralistas, cuya única validez será la coherencia ideal de su propia y tautológica estructura. Ésta ha sido la mayor y más pesada e inerte herencia de las teorías literarias estructuralistas o teoreticistas del siglo XX. Un teoreticismo que desembocó en el nihilismo de la deconstrucción y el resto de posformalismos.

La razón por la cual expongo estas cuatro teorías de la ciencia se debe a que, históricamente, desde la Teoría de la Literatura, se ha tratado de interpretar cada uno de los cuatro materiales literarios a los que aquí voy a referirme —autor, obra, lector e intérprete o transductor— a través de una de estas teorías. Así pues, como trataré de justificar, la idea de autor se ha examinado a partir de teorías literarias claramente descriptivistas, desde Aristóteles hasta el positivismo histórico más reciente; a su vez, la idea de texto, mensaje u obra literaria, acaparó siempre la atención de teorías de la literatura de corte fuertemente teoreticista o formalista, desde la decimonónica escuela morfológica alemana hasta varias corrientes posestructuralistas y posmodernas; por lo que se refiere al lector, es muy evidente que fueron teorías literarias de naturaleza adecuacionista las que pretendieron, no siempre con éxito, establecer una correspondencia o diálogo entre la obra literaria y el receptor, incurriendo en muchísimos casos en una fenomenología de consecuencias metafísicas, la cual ha afectado, en mayor o menor grado, a casi todas las corrientes metodológicas aglutinadas en torno a las poéticas de la recepción; finalmente, la compleja verdad de la comunicación literaria, interpretada en su sentido más pragmático, exige el reconocimiento y análisis de la figura del transductor, esto es, un sujeto que opera con materiales literarios, en tanto que intérprete que transmite y transforma tales materiales para disponerlos ante nuevos lectores, análisis que nos sitúa ante una teoría circularista —la que exige la Crítica de la razón literaria como Teoría de la literatura—, al reconocer en el itinerario de construcción, comunicación e interpretación literario un proceso circular, incesante y dialéctico, en el que están implicados de forma continuada y global todos los materiales de la literatura.

En consecuencia, es posible afirmar que autor, obra literaria, lector y transductor son a la Teoría de la Literatura lo mismo que la tabla periódica de los elementos, establecida por Dimitri Mendeléiev, es a la Química; o lo mismo que los conceptos de tiempo, espacio, masa y gravitación, lo son al campo categorial de la Física, interpretada primero por Isaac Newton y confirmada en el siglo XX por Albert Einstein; es decir, autor, obra literaria, lector y transductor son las categorías literarias constituyentes de la ontología literaria, en torno a las cuales se produce operatoriamente el cierre de la Teoría de la Literatura como ciencia de la literatura, esto es, como conocimiento científico y conceptual de los materiales literarios.

Así pues, cuatro son los materiales literarios fundamentales o de referencia, insolubles, irreductibles e inderogables, en la constitución ontológica del campo categorial de la literatura: autor, obra, lector e intérprete o transductor. La cancelación, supresión o desaparición de uno solo de ellos supone la destrucción del conocimiento literario, así como de la literatura como hecho y realidad efectivamente existente. Del mismo modo que la Medicina no es tal si prescinde del estudio del hígado o del pulmón, como término físico de su campo categorial, o la Química no puede operar como ciencia si suprime de la tabla periódica de sus elementos el wolframio o el bario, no cabe hablar de Teoría de la Literatura al margen del autor (como hicieron estructuralistas como Barthes (1968) o posmodernos como Foucault [1969]), ni de los valores literarios de la obra (como hacen, por ejemplo, quienes estudian la vida de los artrópodos [sic] en el Quijote [Montserrat, 2011]), ni de la figura del lector real (en nombre de un lector ideal, implícito o irreal, al estilo de fenomenólogos e idealistas que, como Iser (1972), siguen las teorías jaussianas de la estética de la recepción), ni la operatividad del intérprete o transductor (ignorada por el propio Jakobson en su sobrevalorada ponencia del congreso de Indiana en 1958 sobre «Lingüística y poética» [1960]).

Estos materiales alcanzan su máxima relación en el eje circular o humano del espacio antropológico, como consecuencia de la expansión tecnológica dada en el eje radial, y tras abandonar la literatura sus implantaciones arcaicas y primigenias en la numinosidad del eje angular. Estos cuatro elementos —autor, obra, lector e intérprete o transductor— constituyen una totalidad atributiva, en la que cada uno de ellos desempeña una función específica y es insoluble e irreducible en los demás; mantienen entre sí una relación sinalógica, como términos que están en contacto operatorio; y constituyen el campo categorial de la literatura cuyo cierre delimitan circularmente (autor → obra → lector → intérprete o transductor → autor, etc.).

En primer lugar, desde un punto de vista plotiniano, podríamos decir, siguiendo a Bueno, que estos cuatro términos constituyen una totalidad atributiva[1], la literatura, dentro de la cual autor, obra, lector e intérprete desempeñan, cada uno de ellos, una función insustituible y única, que ningún otro término del campo categorial de la literatura puede asumir o absorber, del mismo modo que las funciones metabólicas del hígado no pueden ser reemplazadas en el organismo humano por las actividades renales del riñón, y al igual en el campo categorial de la Música la tonalidad de Do sostenido menor no puede ser reemplazada, ni transportada a otra tonalidad, sin las debidas alteraciones, sea en la armadura, sea en el curso de la escritura musical. Autor, obra, lector e intérprete o transductor son, pues, términos atributivos, constituyentes de la literatura como totalidad atributiva. Cervantes, Shakespeare, Dante, Joyce, Borges, Leopardi, Homero, etc., son términos del campo categorial de la literatura, así como sus respectivas obras, lectores e intérpretes, de modo que cada uno de ellos y de ellas posee su propio y particular valor atributivo en el conjunto de la totalidad ―literaria― de la que forma parte.

En segundo lugar, hay que advertir que estos términos (autor, obra, lector, intérprete) mantienen entre sí una relación sinalógica. ¿Qué significa esto? Significa que están relacionados de forma directa, física y operatoria, es decir, que están en contacto, dado que son términos conectados, apotéticos o interrelacionados (Bueno, 1992). Es evidente que el autor mantiene una relación operatoria con la obra literaria de la que es artífice, del mismo modo que el lector usa su cuerpo —las manos, los ojos, el oído, la mente, la sensibilidad, la inteligencia— para acceder a los contenidos e ideas objetivados formalmente en la obra literaria de referencia, y que lo mismo hace el intérprete o transductor. Es un hecho que autores, lectores e intérpretes mantienen entre sí diversas relaciones operatorias, en torno a la sociología, la psicología, la promoción académica y comercial de las obras —y de sí mismos—, como agentes literarios o simplemente como sujetos implicados en los procesos de autoría, lectura y recensión de materiales literarios.

En consecuencia, la sinalogía designa la relación de síntesis, de unidad, como totalidad atributiva, que es posible constatar entre términos unidos mediante vínculos, contactos, relaciones de afinidad, proximidad o contigüidad, sea en el tiempo o en el espacio —en el caso de los materiales literarios tanto geográficamente como históricamente—, sea de forma estática o dinámica —Literatura Comparada, intertextualidad, crítica de fuentes…—, sea causal o acausal —influencia directa, o poligénesis simultánea o diferida—. La sinalogía identifica relaciones entre términos conexos, como las que se dan entre los términos fundamentales del campo categorial de la literatura (autor, obra, lector e intérprete). Los ejemplos podrían multiplicarse respecto a otros términos literarios menos complejos que los términos mayores. El verso y la rima son términos sinalógicos de la métrica, dados en interacción mutua; la metonimia es la figura retórica sinalógica por excelencia, explicitada con frecuencia por atracción unívoca de un término partitivo sobre un todo atributivo, etc. Los términos relacionados sinalógicamente forman parte de totalidades atributivas (como los órganos del cuerpo humano, las notas de la escala cromática o dodecafónica, la tabla periódica de los elementos químicos, o los cuatro materiales literarios de referencia).

Frente a la sinalogía, se encuentra la isología, que designa la relación de unidad que se establece entre términos que no mantienen relaciones de afinidad, contigüidad o proximidad. Se trata de términos que no están en contacto, y que, por lo tanto, no forman parte de totalidades atributivas, sino que constituyen totalidades distributivas. Semejanza, analogía u homología, suelen ser propiedades isológicas, al caracterizar a términos que se distribuyen por igual como partes constituyentes de un todo. Los dientes como perlas son términos isológicos de una metáfora verbal («los dientes son perlas»: de modo que no se distingue odontológicamente molares deciduos de incisivos laterales) o de un símil que los relacione comparativamente (A como B). Téngase en cuenta que los dientes de los odontólogos no son los dientes de los poetas... Odontología y gemología son actividades profesionales diferentes. Metáforas y símiles son figuras retóricas isológicas por excelencia, al poner en relación términos inconexos (por lo común, nadie tiene, literalmente hablando, perlas en la boca ni rubíes en los labios).

Adviértase, por ejemplo, que la unidad entre los elementos sintácticos de una novela (personajes, tiempos, espacios, acciones o funciones narrativas y diálogo) es sinalógica, mientras que la unidad entre los elementos sintácticos homólogos de novelas diferentes es isológica (los personajes del Quijote de Cervantes respecto al Quijote de Avellaneda, a Tom Jones de Henry Fielding o Ana Karenina de Tolstoi). Las obras literarias son unidades sinalógicas, construidas a partir de términos relacionados entre sí formal y materialmente (es decir, gnoseológicamente), mientras que las interpretaciones de tales o cuales términos constitutivos de cada obra literaria en particular serán unidades isológicas, esto es, totalidades construidas a partir de términos que, pertenecientes a unidades u obras literarias distintas, mantienen entre sí relaciones de analogía, semejanza u homología.

De acuerdo con criterios plotinianos, las especies que pertenecen a un mismo género forman una misma familia, no porque se parezcan entre sí, analógicamente, sino porque proceden de un mismo tronco o esencia común, sinalógicamente[2]. Es lo que ocurre, por ejemplo, con todas aquellas formas literarias en las que se objetiva un narrador: pertenecen al género de la narrativa, en sus diferentes especies (poema épico, cantar de gesta, novela, cuento, relato breve, novella, novela de aventuras, autobiográfica, epistolar, Bildungsroman, novela lírica, etc.). Así procede la teoría de los géneros literarios desarrollada en la Crítica de la razón literaria como Teoría de la literatura (Maestro, 2009). Los miembros, o las especies, resultantes de un mismo tronco común constituyen una familia cuyas ramificaciones individuales (cada obra literaria particular) se desenvuelven entre sí de forma dialéctica y conflictiva. Los géneros literarios se explicitan históricamente en un desarrollo estructural, y en este desenvolvimiento, conflictivo y dialéctico, han de examinarse e interpretarse, no en el idealismo de su concepción estática, nuclear e inmutable. El conflicto es una de las formas evolutivas más enérgicas y efectivas de toda genealogía. Por eso es posible afirmar que la literatura es, genealógicamente hablando, la dimensión estructural e histórica de una génesis numinosa, más en concreto: es una expansión radialmente tecnológica y circularmente política de una experiencia angularmente numinosa o religiosa, de la que la propia literatura se va segregando, en la misma medida en que el racionalismo científico y filosófico resulta absorbido por unos materiales literarios cada vez más explicativos, menos acríticos y mejor interpretados.

En relación con los criterios de sinalogía e isología, Bueno (1992: 509-512 y 1431-1432) se sirve también de las nociones de autotético y alotético. El término autotético remite a lo que tienen en común los elementos de un mismo conjunto, por ejemplo, en el caso de la literatura, las diferentes especies de novelas (bizantina, lírica, epistolar, autobiográfica, realista, fantástica o maravillosa…) que pueden identificarse en la narración como género literario. A su vez, el término alotético remite a los criterios que ponen en relación un elemento de un conjunto con otro elemento de otro conjunto, por ejemplo, la idea de personaje literario, tanto en la narrativa inglesa del siglo XIX como en el teatro español del Siglo de Oro, por ejemplo. Bueno interpreta lo autotético como concepto plotiniano, esto es, como una especie (particular) que avanza conservando los rasgos del género (común), o transformándolos: lo autotético del ser humano sería el genoma; en la novela, el narrador; en el teatro, el diálogo; en la lírica, el verso, etc. A su vez, se concibe lo alotético como concepto porfiriano, es decir, como aquella especie que avanza (diferencialmente) al margen del género (próximo): lo alotético del ser humano es lo que relaciona rasgos semejantes de seres humanos distintos (altura, color de ojos, rasgos faciales…), en tanto que proceden de clases, conjuntos o matrices diferentes; en la literatura, son alotéticos todos aquellos rasgos o propiedades distintivas de una obra literaria particular, frente a los rasgos extensionales o integrantes (un personaje, un tiempo, un espacio, una forma cómica recurrente…), que la definirían frente a la especie a la que pertenece (entremés, novela bizantina, comedia nueva, soneto, tragedia absoluta, pastiche, tragicomedia…), y frente a los rasgos intencionales o determinantes (narrador en novela, diálogo en teatro, verso en poesía lírica…), que la delimitaría frente al género al que pertenece (narración, drama, lírica…) (Maestro, 2009).

En tercer lugar, los materiales literarios ejecutan el cierre circular del campo categorial de la Teoría de la literatura. Es la tesis que expuse en mi libro Los materiales literarios (2007b). Así, desde el punto de vista del espacio antropológico, autor, lector e intérprete o transductor son los sujetos operatorios que en el eje circular o humano protagonizan los procesos de construcción, comunicación e interpretación de las obras literarias, las cuales constituyen el término de referencia que, en el eje radial, como resultado de la expansión tecnológica de la civilización humana, es objeto de las operaciones de los sujetos literarios (emisor, lector, transductor). Desde el punto de vista del eje angular o religioso, el racionalismo académico contemporáneo no reconoce —a pesar de todo lo que reconoce, que no es poco— la intervención de una voluntad metafísica o una inspiración divina, dotada de competencias operatorias, cuya autoría se pueda reconocer en los materiales literarios convencionales. Por otro lado, desde el punto de vista del espacio gnoseológico, será posible distinguir, como ya se ha hecho a partir de la filosofía de Bueno (1992) (Maestro, 2007b, 2009a), un eje sintáctico, en el que los términos (autor, obra, lector e intérprete o transductor) se relacionan críticamente, mediante operaciones llevadas a cabo por los seres humanos que manipulan los materiales literarios; un eje semántico, en el que es posible distinguir la dimensión física de las obras literarias (oralidad, escritura, textos, libros, soportes digitales) (M1), su expresión psicológica, sensorial o fenomenológica (la valoración personal o social que el ser humano hace del sentido de los materiales literarios) (M2), y su interpretación científica, conceptual o lógica (explicación racional y crítica de los materiales literarios) (M3); y un eje pragmático, en el que se explicitan los autologismos (interpretación literaria individual, articulada desde el yo), los dialogismos (análisis de los materiales literarios que proponen determinados grupos humanos, gremios, comunidades académicas, ideologías, credos, lobbies…, y que constituyen la interpretación del nosotros), y las normas (interpretaciones basadas en pautas gnoseológicas y científicas que rebasan la voluntad de individuos y grupos sociales).

Se observará, pues, que cada uno de estos términos mantiene, dentro de su propia categoría, es decir, isológicamente, por referencia a los de su misma clase (autor con autor, obra con obra, etc.), relaciones dialécticas de oposición (Cervantes versus Avellaneda, el Quijote de 1605 frente al Quijote apócrifo de 1614…), relaciones paralelas de contigüidad histórica o geográfica (Cervantes y Shakespeare, Il Cortegiano de Castiglione y los coloquios de Erasmo De recta Graeci et Latini sermonis pronuntiatione, ambos de 1528…), o correspondencia de analogías (Ilíada y Divina comedia, Erasmo y Montaigne, Calderón y Goethe, Juan Ramón Jiménez y Paul Valéry, Unamuno y Borges como lectores del Quijote…). Este tipo de relaciones son fundamentales en el estudio de la Literatura Comparada, y dan lugar a los denominados metros, que resultan de relacionar críticamente términos isológicos (pertenecientes a la misma clase, sea de autores, obras, lectores o intérpretes) y atributivos (con valor específico propio: Dante, Cervantes, Milton, Büchner, Tolstoi, Aleixandre; Decamerón, La vida es sueño, Werther, Ulysses…) (Maestro, 2008).

Las relaciones isológicas dan lugar al reconocimiento de oposiciones, contigüidades y analogías, es decir, se basan en la dialéctica, el paralelismo metonímico y la correspondencia metafórica, pero excluyen la absorción y la inserción, es decir, Goethe es insoluble en Cervantes, y a la inversa, del mismo modo que Hölderlin no puede interpretarse nunca como una prótesis de William Blake o de Ugo Foscolo, por ejemplo. El procedimiento para hacer legibles las relaciones de absorción e inserción es otro, y se basa en el establecimiento de sinalogías, es decir, en el reconocimiento de configuraciones integradoras de términos simples que, sofisticadamente, van constituyendo términos más complejos. 

Tomemos el ejemplo del soneto clásico, término literario en el que se insertan dos cuartetos y dos tercetos, los cuales son a su vez términos literarios más simples, en los que se insertan versos de arte mayor cuya disposición métrica será normativamente abba abba cdc dcd. Lo mismo ocurre con infinidad de términos como el de personaje literario, como sujeto operatorio dentro de la estructura formal de obras literarias narrativas y dramáticas, que se identifica como uno de los elementos sintácticos de la fábula o discurso, junto con el tiempo, el espacio, las formas de comunicación verbal, y las acciones, funciones o situaciones: los personajes literarios pueden figurar insertos en todo tipo de obras narrativas y teatrales, incluso también poéticas y líricas, desde la epopeya antigua hasta el teatro del absurdo, pasado por los sonetos de Shakespeare, el Cancionero de Petrarca o los Sonetos a Orfeo de Rainer-Maria Rilke. Este tipo de términos literarios, insertos estructural y formalmente, esto es, como partes formales suyas, en otros términos más amplios y complejos, constituyen las dimensiones integrantes o extensionales que caracterizan a unas especies literarias frente a otras del mismo género, es decir, a una novela de aventuras (Los trabajos de Persiles y Sigismunda) frente a un Bildungsroman (Wilhelm Meister, Stephen Dedalus o Alberto Díaz de Guzmán), a un entremés frente a un paso, una loa o una jácara, etc. 

Las mayores evoluciones y transformaciones de los géneros literarios se producen precisamente por las alteraciones que experimentan las partes extensionales o integrantes de las obras literarias, las cuales, en su desarrollo como términos ―en principio simples― dan lugar a términos cada vez más complejos, al recibir inserciones o «injertos» de nuevas formas o términos literarios con los que entran en interacción. 

En otros casos, estas formas de interacción no son solamente intertextuales, ni se limitan a operar mediante el procedimiento de inserción o incorporación que se acaba de describir, sino que proceden directamente por absorción. En este contexto, los ejemplos más visibles son los que constituyen las influencias de una literatura en otra, como fue el caso de la absorción del endecasílabo italiano en la lírica española del Renacimiento, a través de los sonetos, églogas y liras de Garcilaso y de Boscán, frente al casticismo del romance y del octosílabo castellano. Pero el procedimiento más contundente de absorción no se manifiesta tanto en contextos históricos cuanto en contextos estructurales, es decir, aquellos en los que los términos en cuestión están en contacto a través de relaciones integradoras, recursivas y envolventes: Chaucer, Fernando de Rojas, Rabelais, Quevedo o Chéjov, quedan absorbidos, pese a todas sus manifiestas diferencias, en la categoría de autores, del mismo modo que Fernando de Herrera (en tanto que comentarista de Garcilaso), Menéndez Pelayo, Américo Castro, Borges (como autor de Nueve ensayos dantescos) o Harold Bloom, resultan absorbidos en la clase constituida por los intérpretes o transductores de los materiales literarios. 

Como se observará, el procedimiento que seguimos en estos ejemplos es el que corresponde a los agrupamientos, es decir, a las clasificaciones que siguen un orden ascendente en la relación de términos atributivos, con el fin de constituir una totalidad (el conjunto de autores, u obras, o lectores…) cuyas partes (Cervantes, Víctor Hugo, Galdós, Leopardi, Thomas Mann / La gitanilla, Los miserables, Fortunata y Jacinta, Cantos, La montaña mágica…) poseen un valor específico e insoluble, esto es, atributivo.

De este modo es posible identificar los términos constituyentes de la ontología de la literatura, así como la delimitación del cierre circular del campo categorial de la Teoría de la Literatura, disciplina que efectivamente exige el ejercicio de una gnoseología de la literatura[3].


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NOTAS

[1] En su Teoría del cierre categorial (1992), Bueno señala que las totalidades atributivas son aquellas en las que a cada parte del todo se le atribuye, y desempeña, una función específica e irremplazable por cualquiera de las otras partes del mismo todo. Distributivas serán aquellas totalidades en las que cada parte del todo desempeña una función idéntica a la desempeñada por cualquiera de las restantes partes. Una hora, por ejemplo, es una totalidad distributiva de 60 minutos, cada uno de los cuales es idéntico a todos los demás, pues todos disponen de 60 segundos. La escala cromática, o escala dodecafónica, es una totalidad atributiva, en la que cada sonido desempeña una función específica y posee su propio tono, con su correspondiente notación musical (Do, Do sostenido o Re bemol, Re, Re sostenido o Mi bemol, Mi, Fa, Fa sostenido o Sol bemol, Sol, Sol sostenido o La bemol, La, La sostenido o Si bemol, Si).

[2] Sigo el modelo de Bueno (1992) en el tratamiento y consideración de las esencias plotinianas y porfirianas, que él utiliza en su libro El animal divino (1985), y que aquí reinterpreto desde las exigencias de la literatura. Lo apliqué en 2006 en mi obra La Academia contra Babel, y desde entonces en las sucesivas áreas que constituyen la Crítica de la razón literaria.

[3] De hecho, si nos centramos en el espacio gnoseológico de la Teoría de la literatura, y dejamos ahora a un lado los otros tres espacios (antropológico, ontológico y estético), se observará que el espacio gnoseológico se dispone en tres ejes (sintáctico, semántico y pragmático). En este capítulo III.4 de la Crítica de la razón literaria, dedicado a la ontología de la literatura, me refiero particularmente al primero de ellos, al eje sintáctico, en el que es posible distinguir tres sectores: términos, relaciones y operaciones. En el caso de la literatura, los términos globales son los cuatro antemencionados (autor, obra, lector y transductor); las relaciones, las que sea posible establecer entre ellos de forma racional, lógica y sistemática, esto es, en symploké, en tanto que materiales literarios que constituyen el campo de nuestra investigación y el objeto de nuestro conocimiento conceptual y crítico; las operaciones, a su vez, son las interpretaciones efectivas que puede objetivar el ser humano en tanto que sujeto operatorio o gnoseológico que manipula, analiza y sintetiza los materiales literarios relacionados. Pues bien, estos procedimientos permiten distinguir al menos cuatro modos de ejecutar los procesos operatorios de las ciencias, que Bueno (1992) ha denominado modos sciendi o modos científicos inmanentes de conocimiento literario: definiciones, clasificaciones, demostraciones y modelos. Así los ha codificado Bueno en su Teoría del Cierre Categorial, y así los reinterpretamos aquí, desde los presupuestos metodológicos de la Crítica de la razón literaria, en el capítulo dedicado a la gnoseología de la literatura, para su aplicación a los materiales literarios.






Información complementaria


⸙ Referencia bibliográfica de esta entrada

  • MAESTRO, Jesús G. (2017-2022), «Preliminares a una ontología de la literatura», Crítica de la razón literaria: una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica. Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades del conocimiento racionalista de la literatura, Editorial Academia del Hispanismo (III, 4.0), edición digital en <https://bit.ly/3BTO4GW> (01.12.2022).


⸙ Bibliografía completa de la Crítica de la razón literaria



⸙ Glosario 



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Introducción a los materiales literarios




Autor, obra literaria, lector e intérprete o transductor




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Jesús G. Maestro, Crítica de la razón literaria


III, 4.1 - Crítica del concepto de autor: la falacia descriptivista

 

Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices







Crítica del concepto de autor: la falacia descriptivista. 


La construcción de la literatura.
Contra el nihilismo mágico de la deconstrucción 


Referencia III, 4.1


                                                                                        Cuando leemos el Quijote, leemos a Cervantes.

                                                                                                                                                            Francisco Rico


Crítica de la razón literaria, Jesús G. Maestro

La figura del autor en la literatura se ha recuperado inteligentemente en los últimos tiempos, superando la etapa estructuralista y neoformalista que decretaba de forma sofista su «muerte» (Barthes, 1968) o su disolución (Foucault, 1969). La deconstrucción postulaba de este modo una suerte de nihilismo mágico desde el que trataba de suprimir formalmente la presencia del autor. Pero como han señalado muchos críticos, entre ellos Dámaso López García, «al autor, como a la materia, le cuesta desaparecer» (1993: 64). Dicho de otro modo: el autor es una realidad ontológicamente inderogable. Y como tal, exige gnoseológicamente una formalización crítica capaz de explicarlo.

La realidad de la literatura y el trabajo de buena parte de la crítica literaria han contrarrestado este nihilismo mágico propio de una deconstrucción académica y mercantil. Véase, por ejemplo, el volumen sobre El autor en el Siglo de Oro. Su estatus intelectual y social, a cargo de Manfred Tietz (et al. 2011). Este libro contiene más de treinta contribuciones sobre el tema monográfico del autor en la literatura española aurisecular, y constituye una publicación de referencia en este campo[1].

En La deshumanización del arte (1925/1983: 35), Ortega recuerda etimológicamente que «autor viene de auctor, el que aumenta. Los latinos llamaban así al general que ganaba para la patria un nuevo territorio». La autoridad del autor parece emanar de su capacidad para incrementar un poder efectivo sobre una parte inédita de la realidad. Sin embargo, como consecuencia de las ideas kantianas acerca de la autonomía de la obra de arte, el siglo XX irá introduciendo cada vez con mayor intensidad la deshumanización de los materiales literarios, y el primero de ellos será precisamente el autor. Así lo hicieron las vanguardias históricas durante el primer cuarto del siglo XX, y así lo hicieron también desde su segunda mitad las corrientes neoformalistas de teoría y crítica literarias. La deshumanización del arte se saldó apenas dos o tres décadas después con la irrupción de teorías de la interpretación literaria desde las que se consideraba que deshumanizar consistía en suprimir al autor del campo categorial o científico de la investigación literaria. Situaron la deshumanización no en el método —científico—, sino en el objeto —de conocimiento—. Si la medicina hubiera hecho lo mismo, habría prescindido del paciente. La literatura, sin embargo, gracias estos críticos idealistas y sofistas, quedó reducida —y desde entonces así ha permanecido para toda mentalidad neoformalista y posmoderna— a un único material literario: el texto. Un texto ideal (porque es ilegible), absoluto (porque no tiene límites), e ininteligible (puesto que si todo es texto y todo es soluble en la retórica de la textualidad, incluyendo incluso realidades como Auschwitz o las monstruosas guerras contemporáneas, entonces no hay nada que interpretar, porque «no hay hechos»)[2].

Desde el punto de vista de la Crítica de la razón literaria, el autor es el artífice de los contenidos lógico-materiales, ideas y conceptos, objetivados formalmente en un texto que, de ser literario, interpretamos como literatura. Esto significa que el autor exige ser interpretado como materia y como forma, es decir, desde criterios gnoseológicos (lógico-materiales), y no desde una perspectiva meramente epistemológica (idealista), que enfrenta, tras haberla reducido psicológicamente a un puro objeto de conciencia, la figura del autor a la figura de un sujeto receptor, ambos retóricamente aderezados.

El enfoque gnoseológico identifica en el autor una realidad lógico-material de componentes materiales y formales, inseparables en sí mismos (ontológicamente), pero disociables en la medida en que pueden analizarse mediante conceptos (gnoseológicamente). Por su parte, el enfoque epistemológico, seguido de forma acrítica desde el idealismo kantiano prácticamente hasta nuestros días, ofrece una idea de autor por completo idealista, como no puede ser de otro modo, al manipularlo como una figura construida desde la conciencia de un sujeto receptor que, cuanto más cualificado y modélico se presenta, más irreal y metafísico resulta. El autor no puede reducirse, pues, a una dimensión exclusivamente formal o textual, como han pretendido tantos idealistas de la cultura, fenomenólogos de la literatura y teólogos de la escritura, ignorantes «de lo que pasa en la calle», desde el momento en que el autor es una persona materialmente física, psicológica y lógica, es decir, pertenece materialmente al género físico (M1), al género psicológico (M2) y al género lógico (M3), y por lo tanto es autor de materialidades físicas, psicológicas y lógicas, esto es, artífice de formas o textos, experiencias o hechos reales o ficticios, e ideas o conceptos racionalmente analizables. El autor, pues, no es autor o artífice exclusivamente de formas o textos. Esta paupérrima y grosera noción de autor es la que, desde una suerte de primer mundo retórico y tercer mundo semántico, han sostenido sofistas como Barthes, Derrida o Foucault, entre muchos otros posmodernos y preposmodernos (por llamarlos de alguna manera, como Eliot, Forster, Wimsatt o Beardsley). Pero no es esta noción la que sostenemos quienes, según los postulados de la Crítica de la razón literaria, reconocemos la evidencia de que el autor de obras literarias es un ser humano, esto es, un sujeto operatorio, que es autor precisamente porque lo es de formas verbales poética y estéticamente relevantes (M1), de experiencias psicológicas esencialmente humanas (M2), y de ideas y conceptos lógicos absolutamente inderogables (M3). Si para lectores como Barthes, Derrida o Foucault, la autoría de ideas y conceptos lógicos formalmente objetivados en las obras literarias es algo que, en su indefinida, acrítica y acientífica noción de «texto», les resulta ilegible, sua culpa est. No me cabe duda de que los seguidores de estos escribas posmodernos adolecerán de la misma miopía a la hora de leer las ideas objetivas contenidas formalmente, esto es, poética y estéticamente, en los textos literarios. Si el autor no es autor de ideas, no habrá ideas legibles para ningún lector. Solo habrá formas, indudablemente vacías de contenido, que el lector ignorante de ideas podrá henchir, con alegre arbitrariedad —es decir, sin dar cuenta de sus actos interpretativos a ningún código racional o científico—, de psicologismos e ideologías del más variado pelaje, vertederos que el discurso posmoderno abastece y mantiene siempre pletóricos de contenido. Pero la interpretación científica de la literatura no puede convertirse en un vertedero histórico de ideologías.

El concepto de autor que sostiene la Crítica de la razón literaria —el autor como artífice de contenidos materiales, ideas y conceptos, objetivados formalmente en una obra literaria— exige considerar la idea de autor desde la cuádruple perspectiva que ofrecen el espacio antropológico, el espacio ontológico, el espacio gnoseológico y el espacio estético o poético.

A lo largo de la Edad Contemporánea, la figura del autor ha sido objeto de dos tipos de falacias. Así, la falacia descriptivista sometió al autor a un creacionismo teológico, de modo que postuló su descripción como si se tratara de un dios, es decir, de una divinización del yo del artista, del poeta, del «creador». Fue el procedimiento de la crítica tradicional, prácticamente desde la Edad Moderna hasta la culminación del Romanticismo y la intervención de las vanguardias históricas y los formalismos teórico-literarios del siglo XX. En el otro extremo del péndulo se sitúa la falacia negacionista, una suerte de nihilismo mágico diseñado por la posmodernidad, de la mano de figuras como Barthes, Derrida o Foucault, quienes proclamaban de forma retórica e imaginaria la «muerte del autor», a imitación neonietzscheana de la «muerte de Dios». Ninguno de los dos extremos es aceptable, el primero por su idealismo descriptivista y teológico, y el segundo por su negacionismo, deconstructivismo o nihilismo igualmente idealista y falaz[3].

El autor es el artífice de las ideas objetivadas formalmente en los materiales literarios, y como tal es un término ontológico fundamental del campo categorial de la Teoría de la literatura.

En 1990, un volumen impreso en los Estados Unidos, con el que acaso se pretendía dar cuenta de significados científicos, todavía se refiere al autor de obras literarias como un término que connota autonomía, invención, creatividad, autoridad, originalidad y dominio sobre una creación (Pease, 1990). La figura del autor seguía identificándose entonces por los críticos de la Anglosfera con el acto de creación de una realidad subordinada a su creador. Tal idea de autor, que ha dominado y sigue dominando la mente de muchos lectores y críticos reconocidos, es completamente psicologista, metafísica y teológica. Y lo es incluso para quienes niegan, desde terrenos no menos metafísicos y teológicos —como es el caso de Barthes— la existencia del autor[4].

Si exceptuamos ciertas corrientes estilísticas, la mayor parte de los enfoques formalistas de la obra literaria trató de separar el texto literario del control del autor. Entre los primeros en haber propuesto la ruptura de esta relación lógica y fundamental figuran los New Critics norteamericanos Wimsatt y Beardsley (1954). Considero, frente a estos dos autores, que la «falacia autorial» no está en hacer un uso racional de los conocimientos de que disponemos acerca del autor de una obra literaria, sino en negar el uso de tales conocimientos, o incluso en negar la figura misma del autor, como material literario, el cual, además, es causa eficiente de la obra literaria misma, auténtico núcleo de la dimensión pragmática y social de la literatura. Archiconocida es la proclamada «muerte del autor» (Barthes, 1968), simplemente porque el autor es, desde siempre, el primer obstáculo para una interpretación libre del texto por parte del crítico literario. El éxito de las interpretaciones luteranas y psicológicas de las Sagradas Escrituras se debió, esencialmente, a que los textos veterotestamentarios no tenían autor conocido, y eran un terreno franco y fértil a la libre hermenéutica protestante. Para el crítico literario, el autor es un estorbo, cuya «muerte» resulta de gran utilidad. Asimismo, para el científico de la literatura, la «muerte del autor» equivale a la supresión de todo tipo de componentes subjetivos en los materiales literarios, depurados para su análisis exclusivamente formalista. En contra de opiniones muy generalizadas, sostengo que Barthes no fue un teórico de la literatura, sino un retórico de la escritura. Cualquier frase escrita por este hombre, incluso las mejores de ellas —las «mejores» de ellas sobre todo— son sólo metáforas. Y casi siempre metáforas fraudulentas, por lo que a la gnoseología de la literatura se refiere. Su supuesta teoría es una manifiesta retórica. Sus escritos son meras metáforas verbales, destinadas a explicar conceptos e ideas superiores e irreductibles a una tropología literaria, incompatibles con la sistematización científica y la crítica filosófica que exige la interpretación de las ideas contenidas en la literatura. No en vano Barthes es un tropoturgo, un artífice de metáforas hipnóticas, un sofista, estrecho puente retórico que no conduce más que a las puertas falsas de la deconstrucción, la diseminación y la posmodernidad, es decir, al psicologismo gregario y al autismo gremial.

Por estos caminos, la crítica y la teoría literarias del siglo XX han desembocado en una progresiva y creciente dominación del crítico literario (transducción) en los diferentes estadios de la pragmática de la comunicación literaria[5]. Al autor se le declara, quiéralo o no, muerto (estructuralismo francés). De la obra se dice que, como escritura que es, no puede ser interpretada objetivamente, de modo transparente, debido a que sus autores e intérpretes siempre estarán implicados en un contexto histórico que ha de enturbiar las posibilidades de comprensión del texto escrito. Sólo un «sujeto sabio» estará en condiciones de «dialogar» —me atrevo a añadir que como una especie de médium— con la escritura de la obra literaria (Gadamer, 1960). Por su parte, el crítico estructuralista y posestructuralista ha sometido al lector a un proceso tal de idealización que ha llevado a su disolución y despersonalización más absolutas, en una suma de abstracciones encarnadas en lectores ideales, modélicos, archilectores, lectores implicados, implícitos, explícitos, etc. Demasiados lectores para que ninguno de ellos sea auténticamente real. He aquí buena parte de la herencia de las poéticas de la recepción. Como consecuencia de todo esto, el crítico literario, o transductor, es la figura que sale fortalecida, dada la desaparición o, por mejor decir, la desautorización del autor; dada la limitación de las posibilidades de acceso a la interpretación de los textos, que desde Heidegger y Gadamer sólo son legibles y asequibles a la preparación selecta de un sujeto sabio y cualificado, que deja sin voz al lector común, el cual leerá solo por placer y por consumo, pero sin posibilidad de interpretar ideas; y dada la idealización, hasta la abstracción teórica y la disolución empírica, de la figura del lector, que será cualquier cosa menos un ser humano. Al final de semejante trayecto lo que queda es, en primer lugar, y ante todo, la figura de un crítico transductor, que domina —con pretensiones totalitarias— la transmisión de las interpretaciones literarias y la posibilidad de comprensión de las obras de arte verbal, y, en segundo lugar, la realidad de un conjunto de masificados lectores sin voz, de lectores comunes, debidamente amaestrados por la pedagogía académica y el mercado publicitado, carentes de la formación adecuada para la comprensión de los textos literarios, y que han de requerir el consejo indiscutido e imperativo de los críticos, transductores, o gobernadores de la opinión —que no ciencia— codificada y publicada sobre los textos literarios[6].

En este contexto, los movimientos posestructuralistas han supuesto en cierto modo una posible recuperación de la figura del autor, es decir, más concretamente, diríamos que determinados críticos posestructuralistas, culturalistas, feministas, etc., con objeto de justificar sus personales o gremiales valores ideológicos o axiológicos, y con objeto de buscarles un lugar visible y populista en el que hacerlos valer, en el proceso de la pragmática de la comunicación literaria, han tratado de recuperar la figura heterodoxa, homosexual, culturalista, neohistoricista, feminista, etc., marginal, diríamos, respecto a una tradición canonizada a lo largo del tiempo, de un autor. Se recupera en este caso la figura de un autor, pero no como afirmación de la literatura o del ser humano, sino como medio de justificar, apoyándose en personajes morales y más o menos populistas, formas de conducta rechazadas por la tradición. Se rescata una idea de autor, sí, pero para revestirlo o travestirla de nuevas interpretaciones, para manipularlo o adulterarla como un instrumento psicológico y sofista al servicio de las nuevas ideologías.

A lo largo de los últimos años, especialmente en Estados Unidos, y América en general, bajo la influencia de la Anglosfera, el pensamiento literario se ha alimentado de inanidades. Ideologías varias, psicologismos sectarios y retóricas gremiales han sido su principal fuente de abastecimiento y organización. El resultado es y sigue siendo un discurso que apenas expresa absolutamente nada acerca de la literatura. Con frecuencia es un discurso sólo legible desde el estrecho formato de las psicologías gremiales. Lo que yo no entiendo, y me gustaría que alguien me lo explicara, es por qué semejantes vacuidades gozan de respeto, e incluso de «prestigio», en el mundo académico contemporáneo[7]. La Hispanosfera interpreta su propia literatura desde la pobreza metodológica de presuntas teorías literarias promovidas desde la Anglosfera. Esto es peor que ponerse unas gafas mal graduadas para ver mejor la realidad. Académicamente, es una absurdidad completa.

Las ideologías posmodernas, que pretenden pasar fraudulentamente por teorías literarias, no sólo han renunciado a la idea de verdad en la interpretación científica, sino que han pretendido imponer esa renuncia en todas las metodologías a través de las que se desarrolla la investigación académica contemporánea. Del mismo modo, han renunciado también a la idea de sistema, con objeto de sustraerse a cualquier organización coherente y racional del pensamiento humano, lo que sin duda permite y facilita la expresión atomizada, inconexa y arbitraria de cualquier afirmación, que nunca podrá ser debidamente verificada. Lo asistemático se construye siempre sobre simetrías engañosas, sobre arbitrariedades gratas a la vista, y sobre apariencias científicamente insostenibles, pero ideológicamente convincentes. Lo asistemático nos entrega un universo sin calificar, un cosmos por interpretar, esto es, un tercer mundo semántico. La renuncia a las ideas de verdad y de sistema legaliza la posibilidad de afirmar cualquier tipo de discurso gramatical o políticamente correcto, de tal modo que tan verdadero es proferir que «el autor ha muerto» (Barthes, 1968) como que «Dios es Amor» (Benito XVI, 2006). Uno y otro enunciado no son más que sendas metáforas verbales, porque ni el autor muere como idea —aunque su cuerpo fenezca físicamente— (seguimos estudiando a Cervantes, pese a quien pese, y no como forenses), y porque todo dios es pura psicología individual o colectiva, por muy poderosas y numerosas que sean las sectas que se sirven de tal invención psíquica para abastecerse económicamente. Expresarse mediante metáforas fraudulentas —como las aducidas por Barthes o Benito XVI— es labor propia de poetas frustrantes y de sofistas consumados, pero no de científicos ni de filósofos materialistas, es decir, es un procedimiento indigno de personas racionalistas. La metáfora fraudulenta es tropo que identifica siempre a un embaucador. Son fraudulentas todas aquellas metáforas cuya relación de semejanza entre los términos propuestos es falsa, ya que gnoseológicamente no puede ejecutarse jamás, bien porque uno de los dos términos —a veces incluso ambos— no existe ni real ni materialmente, bien porque se pretende exponer en términos científicos lo que sólo es válido en términos gramaticales o retóricos. La metáfora fraudulenta es el núcleo vertebrador de la sofística. Nada tiene que ver con la literatura, ni con la metáfora poética o literaria. La relación que el embaucador establece entre los términos de este tipo de metáfora es en sí misma una falacia. No hablamos de ficción, sino de sofisma. En el caso que nos ocupa, porque el autor existe siempre como idea, y porque ningún Dios ha existido jamás (y menos como un dios amoroso, siendo, como es propio de los dioses, ser crueles y homicidas). La singularidad de las hipótesis posmodernas reside sobre todo en que son inverificables, es decir, no pueden refutarse jamás. Una hipótesis no verificable carece de todo valor científico y funcional. Vale menos que una pésima metáfora.

En consecuencia, aquí se considerará al autor como una propiedad esencial de la literatura, un atributo indisociable de ella y absolutamente necesario a ella misma. Por otro lado, no se olvide que cuando una teoría literaria se convierte en un ejercicio retórico de exclusiones no es una teoría literaria: es una ideología gremial.


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NOTAS

[1] Entre los diferentes hispanistas que intervienen, Claudia Hammerschmidt ha sintetizado valiosamente algunas de las contribuciones que sobre el autor se han publicado en los últimos años: «Para un concepto del autor escolástico medieval: Minnis (1984); para el desarrollo del concepto de autor profesional en el Siglo de Oro español: Strosetzki (1987); para la autoconciencia poética de Boscán a Góngora y las estrategias editoriales: Ruiz Pérez (2009); para una sociología del autor en el siglo XVII francés: Viala (1985); para una historia de la autoconcepción del autor desde 1630 a 1900: Goulemot y Oster (1992); desde la Ilustración hasta la actualidad (sobre todo en la literatura alemana): Selbmann (1994)» (Hammerschmidt, 2011: 157-158). En la misma dirección cabe situar el trabajo de Pedro Ruiz, al advertir que el proceso de recuperación del autor «fue estudiado por Chartier (2000) y desmontado por Burke (1992) y López García (1993), a los que siguió el rotundo libro de Bernas (2001). Mientras Bénichou (1996) o Couturier (1995) reconstruían desde distintas perspectivas la figura del autor y su discurso, se desarrollaban numerosos estudios centrados en la constitución del autor, la formación de su conciencia y la proyección de su discurso en las prácticas literarias y la formalización de los textos en diferentes espacios históricos y culturales, no faltaban revisiones de conjunto, como las recopiladas en los volúmenes de Jacques-Lefèvre (2001) y Brunn (2001), o reconstrucciones de este proceso en el marco jurídico y legal (Edelman, 2004)» (Ruiz Pérez, 2011: 360). Sobre el autor como «material literario», vid. mi monografía al respecto (Maestro, 2007b), hoy reproducida en la actual versión digital de la Crítica de la razón literaria.

[2] La tropológica muerte del autor, tan cacareada por las teorías neoformalistas, estaba trazada ya en las vanguardias históricas de comienzos del siglo XX: «¿Qué puede hacer entre estas fisonomías el pobre rostro del hombre que oficia de poeta? Solo una cosa: desaparecer, volatilizarse y quedar convertido en pura voz anónima que sostiene en el aire las palabras, verdaderos protagonistas de la empresa lírica. Es pura voz anónima, mero substrato acústico del verso, es la voz del poeta, que sabe aislarse de su hombre circundante. Por todas partes salimos a lo mismo: huida de la persona humana. Los procedimientos de deshumanización son muchos» (Ortega, 1925/1983: 35-36).

[3] «Si se tomara por la palabra a algunos representantes de la deconstrucción, se les podría devolver su actitud teórica sobre el concepto de autoría haciendo entrar en contradicción su práctica con sus propias ideas. Se podría describir en sus textos el concepto de autoría como concepto reprimido, desplazado, aniquilado; incluso se podría pensar que el tratamiento que hace Derrida del concepto de autoría lleva sobre sí la marca del logocentrismo» (López, 1993: 31).

[4] «La identificación del autor con un dios, católico más que cristiano, que tiene una responsabilidad limitada sobre su propia creación, es una inquietud muy antigua; y muy poco provechosa» (López, 1993: 27).

[5] «The critic is the real beneficiary of the separation of an author from a text» (Pease, 1990/1995: 112).

[6] Sin embargo, como ha advertido sabiamente Dámaso López, «no se puede pensar que el camino del autor al texto está interrumpido, mientras que el que va del texto al autor está abierto para el crítico» (López, 1993: 142).

[7] Coincido plenamente con las siguientes palabras de Dámaso López García, en su Ensayo sobre el autor (1993: 17): «El problema de una buena parte de la crítica no es el sopor al que invita al lector, sino la vacuidad, el alejamiento de los problemas centrales de la literatura, su dispersión y quizá su ingenuidad, teñida de añoranzas de lingüística, psicologismo, psicoanálisis, fraseología hegeliana, marxista, historicismo, sociologismo, antropología, etc. […]. El campo propio de la literatura no puede someterse alegremente al monismo de moda que cualquier teórico desee utilizar».






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