Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica
del conocimiento racionalista de la literatura
Preliminares a una ontología de la literatura
Partimos de la definición de literatura dada desde la ontología materialista que se expone en la Crítica de la razón literaria, según la cual la literatura es una construcción humana y racional, que se abre camino hacia la libertad a través de la lucha y el enfrentamiento dialéctico, que utiliza signos del sistema lingüístico, a los que confiere un valor poético o estético y otorga un estatuto ficcional, y que se desarrolla a través de un proceso comunicativo de dimensiones históricas, geográficas y políticas, cuyas figuras fundamentales son el autor, la obra, el lector y el intérprete o transductor. No cabe hablar de literatura al margen de los materiales literarios, es decir, haciendo abstracción de los materiales que hacen posible la realidad de la literatura. No es, pues, concebible, la literatura al margen de su propia ontología. Los materiales de la literatura son muy numerosos, y pueden organizarse gnoseológicamente en torno a cuatro realidades ontológicas nucleares y fundamentales: el autor, el texto, el lector y el intérprete o transductor. Cada una de estas categorías está relacionada en symploké con las demás, y por supuesto está implantada de forma determinante en un contexto pragmático, de dimensiones históricas, geográficas y políticas, que resulta inseparable de la literatura.
La literatura es inconcebible al margen del complejo procesual en el que se articula y sustantiva su expresión, comunicación e interpretación. La Crítica de la razón literaria concibe la pragmática de la literatura como una totalidad atributiva procesual, cuyas partes materiales y formales se articulan en cuatro núcleos, combinados en symploké:
autor ® obra ® lector ® transductor
En este capítulo voy a analizar críticamente cada uno de estos conceptos desde los presupuestos de la Crítica de la razón literaria como Teoría de la Literatura. Ha de advertirse que de la formalización o conceptualización de estos cuatro materiales literarios nucleares —autor, obra, lector, transductor— se deriva un complejo procesual en el que es posible identificar cuatro momentos pragmáticos fundamentales, que se disponen de forma no lineal (descriptivista, teoreticista o adecuacionista), sino circular (gnoseológica); no analítica (no parte de la proposición que se pretende demostrar), sino dialéctica (parte de la proposición que va a refutarse); no monista (no privilegia un material literario —sea el autor, la obra o el lector— al cual los demás quedan subordinados), sino dada en symploké (los materiales están combinados entre sí de forma material y lógica); y no formalista (la interpretación no se da con independencia de determinados componentes, que quedarían anulados y suprimidos por la ideología del intérprete), sino materialista (la interpretación se apoya total y sistemáticamente en el conjunto de los materiales que son objeto de estudio, y que delimitan el campo gnoseológico de la investigación científica, frente a cualquier imposición ideológica que pretenda derogarlos o clausurarlos). Esta disposición en symploké de los materiales literarios nucleares, de naturaleza gnoseológica y dialéctica, encuentra su circularismo en la figura del transductor, en tanto que sujeto operatorio que transmite y transforma incesantemente los materiales literarios y sus posibilidades de interpretación.
Interpretación
de la ontología literaria
desde
la semiología y la gnoseología materialistas
Llegados a este punto conviene distinguir cuatro tipos fundamentales de teorías gnoseológicas o teorías de la ciencia, que pueden establecerse a partir de la relación entre la materia y la forma de las ciencias, y que se delimitan en función del concepto de verdad científica.
Desde esta perspectiva, la tipología que establece Gustavo Bueno (1992) en su filosofía de la ciencia, que aquí reinterpretaremos desde las exigencias de la interpretación de la literatura y desde los procedimientos metodológicos de la Crítica de la razón literaria como Teoría de la Literatura, es gnoseológica y dialéctica. Es gnoseológica porque, como se ha dicho, pretende clasificar las teorías de la ciencia por relación a las coordenadas de materia y forma como conceptos conjugados. Y es dialéctica porque, como se verá, no se limita a la exposición acrítica de un censo o inventario de teorías de la ciencia efectivas o posibles, sino que plantea abiertamente un sistema enfrentado de alternativas, dentro del cual cada teoría contiene de forma potencial o explícita la expresión negativa de las demás teorías. El resultado de la tipología que seguimos y reinterpretamos, propuesta por Bueno (1992), es inmanente y dialéctica, y dispone un conjunto de teorías de la ciencia caracterizadas por la beligerancia mutua, dada por el contraste o incluso la incompatibilidad objetiva entre sus principios, métodos y consecuencias interpretativas —incompatibilidades y contrastes que aquí no se evitarán ni eludirán, en nombre de un holismo armónico o un monismo epistemológico, u otras extravagancias acríticas y curiosas, como la «cortesía bibliográfica» o la «diplomacia académica»—. He aquí los cuatro tipos de teorías gnoseológicas, a las que me referiré en relación con cada uno de los materiales literarios globales y nucleares: autor, obra, lector e intérprete o transductor.
1. En primer lugar, el descriptivismo ha determinado particularmente a las teorías y estudios literarios que se han ocupado del autor, al considerarlo como una entidad preexistente y acrítica, apriorísticamente dada, la cual se ha reducido a objeto de descripción histórica, positivista, psicoanalítica, sociológica, lingüística, estilística o incluso meramente formalista. Desde el descriptivismo se considera que la verdad brota de la materia independientemente de la forma (la verdad como aléetheia, como descubrimiento). La verdad se identifica aquí exclusivamente con la materia, que resulta hipostasiada (sea la obra literaria, en manos de los formalistas; sea el autor, frente al positivismo histórico; sea el lector, según las teorías de la recepción, etc.). El descriptivismo está en la base de la mayoría de las teorías literarias centradas en el autor y sus hipóstasis. El escritor y su circunstancia.
2. En segundo lugar, el teoreticismo se ha caracterizado porque su influencia ha sido absoluta en las poéticas formales, funcionales y estructuralistas, que analizan sobre todo las formas determinadas por su valor funcional en el texto. Según el teoreticismo, la verdad procede de la forma, independientemente de la materia (la verdad como coherencia, como estructura, como desarrollo lógico y formal). La verdad estará, pues, en la forma o estructura de los materiales literarios, forma que resulta hipostasiada: el crítico y teórico de la literatura separa la forma de la materia literaria que dota a esta forma de contenido empírico (es el caso del ser humano reducido a un pronombre personal ―yo―, sujeto lingüístico, o sujeto de la enunciación, de la poesía ―o de cualquier acto de habla― reducida a una secuencia tónica y átona de segmentos métricos, o de la novela limitada a una sintaxis de acciones, funciones o situaciones narrativas). He aquí el triunfo de las teorías literarias estructuralistas. La obra y su estructura.
3. En tercer lugar, el adecuacionismo mostró su impacto que se ha reflejado sobre todo en la estética de la recepción alemana (Jauss, 1967; Iser, 1972), así como en sus antecedentes fenomenológicos (Ingarden, 1931) y hermenéuticos (Gadamer, 1960) y en sus consecuentes posmodernos más inmediatos, la vacuidad de los posestructuralismos (Barthes, 1968; Foucault, 1969, Eco, 1979), el nihilismo de la deconstrucción (Derrida, 1967) y la hiperformalista teoría de los polisistemas (Even Zohar, 1990). El adecuacionismo pulveriza al lector real, valga la redundancia, porque no hay más lectores que los reales, es decir, los de carne y hueso, corpóreos y operatorios. El resto de lectores (ideales, modélicos, informados, implícitos, implicados, etc.) son ficciones de la teoría literaria formalista y posformalista. Sólo existen en la mente del teórico de la literatura. Son fantasmas inventados por teorías literarias que han perdido el contacto con la realidad de la literatura y del mundo. Considera que el conocimiento surge de la yuxtaposición de la materia y la forma (la verdad como correspondencia, como «encaje»). Forma y materia se hipostasían primeramente por separado, y sólo después se postula su «engranaje», coordinación o adecuación. La conexión entre materia y forma es metamérica o completa, al plantearse entre totalidades globales enterizas (obra / lector), de modo tal que la obra literaria se concibe como una materia que un lector ideal o modélico, implícito o implicado, es decir, inexistente, absolutamente hiperformalizado e irreal, interpreta en términos adecuacionistas (obra / lector = materia / forma). La forma deja de este modo de estar objetivada en la estructura ―«ausente», dirá Eco― de la obra literaria, que queda convertida en objeto material de examen, para ubicarse en la mente o conciencia de un lector ideal, operatoria o empíricamente inexistente. La estética de la recepción alemana no es sino una fuga de las formas ―y de los formalismos― a través de la conciencia subjetiva de sujetos ideales. El estructuralismo pasa del texto al lector, de la obra al receptor, para postular desde la Rezeptionsästhetik una adecuación entre ambos. Es la versión luterana, y no en vano alemana, del lector y su psicología: la verdad de la literatura está en la psique del lector. Lo sensible del receptor se impone y yuxtapone a lo inteligible del texto.
4. En cuarto y último lugar, el circularismo es la concepción que postula la Crítica de la razón literaria como Teoría de la literatura, a partir de una reinterpretación de la filosofía buenista llevada a cabo desde las exigencias de la realidad de la literatura respecto a la interpretación de los materiales literarios: autor, obra, lector e intérprete o transductor. La verdad científica o conocimiento correcto brota de contextos en los que desaparece la distinción entre materia y forma (la verdad como identidad sintética y operatoria ―ejecutiva― entre materia y forma), en tanto que se concibe que la materia y la forma se construyen de forma mutua, simultánea, solidaria y conjugada, por parte de un ser humano real (no ideal, ni implícito, como postulaba la estética de la recepción; ni mucho menos inexistente, como afirmaba Barthes del autor), y que bajo ningún concepto considera la forma y la materia de la literatura como entidades, autónomas o inconexas, ni en el tiempo (descriptivismo y teoreticismo) ni en el espacio (adecuacionismo). Se evita toda hipóstasis e idealización de materia o de forma en la literatura. La conexión entre materia y forma gnoseológicas se da en términos de conexión diamérica (entre sus partes), no metamérica (entre totalidades enterizas, globales o no estructuradas). La figura pragmática y gnoseológica de la transducción literaria, tal como la he expuesto desde 1994, constituye el procedimiento metodológico por excelencia del circularismo literario (Maestro, 1994, 1994a, 1996, 2002). El circularismo exige la interpretación de la literatura tal como ésta se desarrolla en todos y cada uno de sus procesos operativos: la autoría, la objetivación en un texto, la recepción de un lector y la interpretación de un transductor. Se consuma así el cierre circular del proceso de construcción, comunicación e interpretación y difusión de los materiales literarios. El análisis de la literatura es, ahora, completo. Hemos superado el dogma de las teorías literarias ablativas.
El circularismo es la teoría de la ciencia en que se basan los presupuestos gnoseológicos de la Crítica de la razón literaria, al negar toda disociación entre materia y forma de la literatura. Se rechaza el teoreticismo, porque pone la verdad científica fundamentalmente en la coherencia formalista o estructuralista, lo que desemboca en un idealismo. Renuncia a la verdad como algo capaz de dar cuenta objetivamente de hechos, y aspira a un sistema teórico con enunciados coherentes y no contradictorios entre sí. El descriptivismo, a su vez, postula una realidad exterior objetiva e independiente del ser humano, y sostiene que la verdad consiste en aprehender tal realidad ―constituida por entidades previas o ajenas a la actividad humana― a través de enunciados científicos. El descriptivismo tratará de ir mejorando poco a poco, mediante ciertas experiencias, el conocimiento humano de una realidad a la que considera inmutable, ajena y positiva. Simplemente concibe el entendimiento humano como una herramienta más para descifrar la realidad: una realidad hecha por otros, agentes no humanos, metafísicos, creacionistas, que han construido un mundo en el que, a posteriori, ha irrumpido el ser humano. El descriptivismo, en suma, parte de un idealismo incompatible con el racionalismo humano. Su diferencia con el adecuacionismo es que mientras en el descriptivismo la realidad exterior lo es todo, el adecuacionismo reconoce que los hechos se ven afectados por el entendimiento humano: no en el sentido de «hechos transformados» operatoriamente por la mano del hombre, sino de hechos en los que se reconoce la importancia del contexto gnoseológico, con frecuencia reducido a psicología, fenomenología o idealismo, para el establecimiento de verdades. El adecuacionismo es un estadio evolutivo del luteranismo renacentista y fideísta, del idealismo alemán decimonónico y secular, y de la estética de la recepción germana que disuelve la literatura en una fenomenología de la cultura, en términos sociológicos y psicológicos. La adecuación requiere un contexto en el que producirse y un punto sobre el que articularse. Por esta razón considera que, si bien la materia es fundamental, la forma de acercarnos a ella y de organizar nuestros conocimientos es igualmente importante. Nuestra constitución gnoseológica y nuestra organización del conocimiento son decisivas a la hora de tratar esa realidad objetiva. El adecuacionismo propugna un contexto epistemológico que permita una mejor adecuación de nuestro entendimiento a la naturaleza. El circularismo, frente al descriptivismo, es puro constructivismo humano (la realidad la hace el ser humano, no es previa a él, ni en ella intervienen factores ajenos a lo operatoriamente humano). El circularismo literario remite a conceptos conjugados (forma y materia literarias), que construye y reconstruye constantemente, no yuxtapuestos desde la psicología de un receptor ideal, frente a lo que postula el adecuacionismo, y supone, en consecuencia, que en efecto hay una realidad, una realidad de hecho (y no como «hecho de conciencia»), la cual realidad resulta decisivamente afectada por las operaciones humanas, porque conocer es operar y operar es construir y transformar. El circularismo sostiene que hay hechos, y que estos hechos son más importantes que sus posibles interpretaciones, al contrario de la célebre afirmación nietzscheana. Las interpretaciones que sólo se fundamentan en una coherencia formal o estructural pueden ser muy bonitas y atractivas, pero si no sirven para explicar la construcción y destrucción de los hechos a los que remiten, es decir, su síntesis y su análisis, entonces no habrán servido para nada más que enunciar teorías literarias estructuralistas, cuya única validez será la coherencia ideal de su propia y tautológica estructura. Ésta ha sido la mayor y más pesada e inerte herencia de las teorías literarias estructuralistas o teoreticistas del siglo XX. Un teoreticismo que desembocó en el nihilismo de la deconstrucción y el resto de posformalismos.
La razón por la cual expongo estas cuatro teorías de la ciencia se debe a que, históricamente, desde la Teoría de la Literatura, se ha tratado de interpretar cada uno de los cuatro materiales literarios a los que aquí voy a referirme —autor, obra, lector e intérprete o transductor— a través de una de estas teorías. Así pues, como trataré de justificar, la idea de autor se ha examinado a partir de teorías literarias claramente descriptivistas, desde Aristóteles hasta el positivismo histórico más reciente; a su vez, la idea de texto, mensaje u obra literaria, acaparó siempre la atención de teorías de la literatura de corte fuertemente teoreticista o formalista, desde la decimonónica escuela morfológica alemana hasta varias corrientes posestructuralistas y posmodernas; por lo que se refiere al lector, es muy evidente que fueron teorías literarias de naturaleza adecuacionista las que pretendieron, no siempre con éxito, establecer una correspondencia o diálogo entre la obra literaria y el receptor, incurriendo en muchísimos casos en una fenomenología de consecuencias metafísicas, la cual ha afectado, en mayor o menor grado, a casi todas las corrientes metodológicas aglutinadas en torno a las poéticas de la recepción; finalmente, la compleja verdad de la comunicación literaria, interpretada en su sentido más pragmático, exige el reconocimiento y análisis de la figura del transductor, esto es, un sujeto que opera con materiales literarios, en tanto que intérprete que transmite y transforma tales materiales para disponerlos ante nuevos lectores, análisis que nos sitúa ante una teoría circularista —la que exige la Crítica de la razón literaria como Teoría de la literatura—, al reconocer en el itinerario de construcción, comunicación e interpretación literario un proceso circular, incesante y dialéctico, en el que están implicados de forma continuada y global todos los materiales de la literatura.
En consecuencia, es posible afirmar que autor, obra literaria, lector y transductor son a la Teoría de la Literatura lo mismo que la tabla periódica de los elementos, establecida por Dimitri Mendeléiev, es a la Química; o lo mismo que los conceptos de tiempo, espacio, masa y gravitación, lo son al campo categorial de la Física, interpretada primero por Isaac Newton y confirmada en el siglo XX por Albert Einstein; es decir, autor, obra literaria, lector y transductor son las categorías literarias constituyentes de la ontología literaria, en torno a las cuales se produce operatoriamente el cierre de la Teoría de la Literatura como ciencia de la literatura, esto es, como conocimiento científico y conceptual de los materiales literarios.
Así pues, cuatro son los materiales literarios fundamentales o de referencia, insolubles, irreductibles e inderogables, en la constitución ontológica del campo categorial de la literatura: autor, obra, lector e intérprete o transductor. La cancelación, supresión o desaparición de uno solo de ellos supone la destrucción del conocimiento literario, así como de la literatura como hecho y realidad efectivamente existente. Del mismo modo que la Medicina no es tal si prescinde del estudio del hígado o del pulmón, como término físico de su campo categorial, o la Química no puede operar como ciencia si suprime de la tabla periódica de sus elementos el wolframio o el bario, no cabe hablar de Teoría de la Literatura al margen del autor (como hicieron estructuralistas como Barthes (1968) o posmodernos como Foucault [1969]), ni de los valores literarios de la obra (como hacen, por ejemplo, quienes estudian la vida de los artrópodos [sic] en el Quijote [Montserrat, 2011]), ni de la figura del lector real (en nombre de un lector ideal, implícito o irreal, al estilo de fenomenólogos e idealistas que, como Iser (1972), siguen las teorías jaussianas de la estética de la recepción), ni la operatividad del intérprete o transductor (ignorada por el propio Jakobson en su sobrevalorada ponencia del congreso de Indiana en 1958 sobre «Lingüística y poética» [1960]).
Estos materiales alcanzan su máxima relación en el eje circular o humano del espacio antropológico, como consecuencia de la expansión tecnológica dada en el eje radial, y tras abandonar la literatura sus implantaciones arcaicas y primigenias en la numinosidad del eje angular. Estos cuatro elementos —autor, obra, lector e intérprete o transductor— constituyen una totalidad atributiva, en la que cada uno de ellos desempeña una función específica y es insoluble e irreducible en los demás; mantienen entre sí una relación sinalógica, como términos que están en contacto operatorio; y constituyen el campo categorial de la literatura cuyo cierre delimitan circularmente (autor → obra → lector → intérprete o transductor → autor, etc.).
En primer lugar, desde un punto de vista plotiniano, podríamos decir, siguiendo a Bueno, que estos cuatro términos constituyen una totalidad atributiva[1], la literatura, dentro de la cual autor, obra, lector e intérprete desempeñan, cada uno de ellos, una función insustituible y única, que ningún otro término del campo categorial de la literatura puede asumir o absorber, del mismo modo que las funciones metabólicas del hígado no pueden ser reemplazadas en el organismo humano por las actividades renales del riñón, y al igual en el campo categorial de la Música la tonalidad de Do sostenido menor no puede ser reemplazada, ni transportada a otra tonalidad, sin las debidas alteraciones, sea en la armadura, sea en el curso de la escritura musical. Autor, obra, lector e intérprete o transductor son, pues, términos atributivos, constituyentes de la literatura como totalidad atributiva. Cervantes, Shakespeare, Dante, Joyce, Borges, Leopardi, Homero, etc., son términos del campo categorial de la literatura, así como sus respectivas obras, lectores e intérpretes, de modo que cada uno de ellos y de ellas posee su propio y particular valor atributivo en el conjunto de la totalidad ―literaria― de la que forma parte.
En segundo lugar, hay que advertir que estos términos (autor, obra, lector, intérprete) mantienen entre sí una relación sinalógica. ¿Qué significa esto? Significa que están relacionados de forma directa, física y operatoria, es decir, que están en contacto, dado que son términos conectados, apotéticos o interrelacionados (Bueno, 1992). Es evidente que el autor mantiene una relación operatoria con la obra literaria de la que es artífice, del mismo modo que el lector usa su cuerpo —las manos, los ojos, el oído, la mente, la sensibilidad, la inteligencia— para acceder a los contenidos e ideas objetivados formalmente en la obra literaria de referencia, y que lo mismo hace el intérprete o transductor. Es un hecho que autores, lectores e intérpretes mantienen entre sí diversas relaciones operatorias, en torno a la sociología, la psicología, la promoción académica y comercial de las obras —y de sí mismos—, como agentes literarios o simplemente como sujetos implicados en los procesos de autoría, lectura y recensión de materiales literarios.
En consecuencia, la sinalogía designa la relación de síntesis, de unidad, como totalidad atributiva, que es posible constatar entre términos unidos mediante vínculos, contactos, relaciones de afinidad, proximidad o contigüidad, sea en el tiempo o en el espacio —en el caso de los materiales literarios tanto geográficamente como históricamente—, sea de forma estática o dinámica —Literatura Comparada, intertextualidad, crítica de fuentes…—, sea causal o acausal —influencia directa, o poligénesis simultánea o diferida—. La sinalogía identifica relaciones entre términos conexos, como las que se dan entre los términos fundamentales del campo categorial de la literatura (autor, obra, lector e intérprete). Los ejemplos podrían multiplicarse respecto a otros términos literarios menos complejos que los términos mayores. El verso y la rima son términos sinalógicos de la métrica, dados en interacción mutua; la metonimia es la figura retórica sinalógica por excelencia, explicitada con frecuencia por atracción unívoca de un término partitivo sobre un todo atributivo, etc. Los términos relacionados sinalógicamente forman parte de totalidades atributivas (como los órganos del cuerpo humano, las notas de la escala cromática o dodecafónica, la tabla periódica de los elementos químicos, o los cuatro materiales literarios de referencia).
Frente a la sinalogía, se encuentra la isología, que designa la relación de unidad que se establece entre términos que no mantienen relaciones de afinidad, contigüidad o proximidad. Se trata de términos que no están en contacto, y que, por lo tanto, no forman parte de totalidades atributivas, sino que constituyen totalidades distributivas. Semejanza, analogía u homología, suelen ser propiedades isológicas, al caracterizar a términos que se distribuyen por igual como partes constituyentes de un todo. Los dientes como perlas son términos isológicos de una metáfora verbal («los dientes son perlas»: de modo que no se distingue odontológicamente molares deciduos de incisivos laterales) o de un símil que los relacione comparativamente (A como B). Téngase en cuenta que los dientes de los odontólogos no son los dientes de los poetas... Odontología y gemología son actividades profesionales diferentes. Metáforas y símiles son figuras retóricas isológicas por excelencia, al poner en relación términos inconexos (por lo común, nadie tiene, literalmente hablando, perlas en la boca ni rubíes en los labios).
Adviértase, por ejemplo, que la unidad entre los elementos sintácticos de una novela (personajes, tiempos, espacios, acciones o funciones narrativas y diálogo) es sinalógica, mientras que la unidad entre los elementos sintácticos homólogos de novelas diferentes es isológica (los personajes del Quijote de Cervantes respecto al Quijote de Avellaneda, a Tom Jones de Henry Fielding o Ana Karenina de Tolstoi). Las obras literarias son unidades sinalógicas, construidas a partir de términos relacionados entre sí formal y materialmente (es decir, gnoseológicamente), mientras que las interpretaciones de tales o cuales términos constitutivos de cada obra literaria en particular serán unidades isológicas, esto es, totalidades construidas a partir de términos que, pertenecientes a unidades u obras literarias distintas, mantienen entre sí relaciones de analogía, semejanza u homología.
De acuerdo con criterios plotinianos, las especies que pertenecen a un mismo género forman una misma familia, no porque se parezcan entre sí, analógicamente, sino porque proceden de un mismo tronco o esencia común, sinalógicamente[2]. Es lo que ocurre, por ejemplo, con todas aquellas formas literarias en las que se objetiva un narrador: pertenecen al género de la narrativa, en sus diferentes especies (poema épico, cantar de gesta, novela, cuento, relato breve, novella, novela de aventuras, autobiográfica, epistolar, Bildungsroman, novela lírica, etc.). Así procede la teoría de los géneros literarios desarrollada en la Crítica de la razón literaria como Teoría de la literatura (Maestro, 2009). Los miembros, o las especies, resultantes de un mismo tronco común constituyen una familia cuyas ramificaciones individuales (cada obra literaria particular) se desenvuelven entre sí de forma dialéctica y conflictiva. Los géneros literarios se explicitan históricamente en un desarrollo estructural, y en este desenvolvimiento, conflictivo y dialéctico, han de examinarse e interpretarse, no en el idealismo de su concepción estática, nuclear e inmutable. El conflicto es una de las formas evolutivas más enérgicas y efectivas de toda genealogía. Por eso es posible afirmar que la literatura es, genealógicamente hablando, la dimensión estructural e histórica de una génesis numinosa, más en concreto: es una expansión radialmente tecnológica y circularmente política de una experiencia angularmente numinosa o religiosa, de la que la propia literatura se va segregando, en la misma medida en que el racionalismo científico y filosófico resulta absorbido por unos materiales literarios cada vez más explicativos, menos acríticos y mejor interpretados.
En relación con los criterios de sinalogía e isología, Bueno (1992: 509-512 y 1431-1432) se sirve también de las nociones de autotético y alotético. El término autotético remite a lo que tienen en común los elementos de un mismo conjunto, por ejemplo, en el caso de la literatura, las diferentes especies de novelas (bizantina, lírica, epistolar, autobiográfica, realista, fantástica o maravillosa…) que pueden identificarse en la narración como género literario. A su vez, el término alotético remite a los criterios que ponen en relación un elemento de un conjunto con otro elemento de otro conjunto, por ejemplo, la idea de personaje literario, tanto en la narrativa inglesa del siglo XIX como en el teatro español del Siglo de Oro, por ejemplo. Bueno interpreta lo autotético como concepto plotiniano, esto es, como una especie (particular) que avanza conservando los rasgos del género (común), o transformándolos: lo autotético del ser humano sería el genoma; en la novela, el narrador; en el teatro, el diálogo; en la lírica, el verso, etc. A su vez, se concibe lo alotético como concepto porfiriano, es decir, como aquella especie que avanza (diferencialmente) al margen del género (próximo): lo alotético del ser humano es lo que relaciona rasgos semejantes de seres humanos distintos (altura, color de ojos, rasgos faciales…), en tanto que proceden de clases, conjuntos o matrices diferentes; en la literatura, son alotéticos todos aquellos rasgos o propiedades distintivas de una obra literaria particular, frente a los rasgos extensionales o integrantes (un personaje, un tiempo, un espacio, una forma cómica recurrente…), que la definirían frente a la especie a la que pertenece (entremés, novela bizantina, comedia nueva, soneto, tragedia absoluta, pastiche, tragicomedia…), y frente a los rasgos intencionales o determinantes (narrador en novela, diálogo en teatro, verso en poesía lírica…), que la delimitaría frente al género al que pertenece (narración, drama, lírica…) (Maestro, 2009).
En tercer lugar, los materiales literarios ejecutan el cierre circular del campo categorial de la Teoría de la literatura. Es la tesis que expuse en mi libro Los materiales literarios (2007b). Así, desde el punto de vista del espacio antropológico, autor, lector e intérprete o transductor son los sujetos operatorios que en el eje circular o humano protagonizan los procesos de construcción, comunicación e interpretación de las obras literarias, las cuales constituyen el término de referencia que, en el eje radial, como resultado de la expansión tecnológica de la civilización humana, es objeto de las operaciones de los sujetos literarios (emisor, lector, transductor). Desde el punto de vista del eje angular o religioso, el racionalismo académico contemporáneo no reconoce —a pesar de todo lo que reconoce, que no es poco— la intervención de una voluntad metafísica o una inspiración divina, dotada de competencias operatorias, cuya autoría se pueda reconocer en los materiales literarios convencionales. Por otro lado, desde el punto de vista del espacio gnoseológico, será posible distinguir, como ya se ha hecho a partir de la filosofía de Bueno (1992) (Maestro, 2007b, 2009a), un eje sintáctico, en el que los términos (autor, obra, lector e intérprete o transductor) se relacionan críticamente, mediante operaciones llevadas a cabo por los seres humanos que manipulan los materiales literarios; un eje semántico, en el que es posible distinguir la dimensión física de las obras literarias (oralidad, escritura, textos, libros, soportes digitales) (M1), su expresión psicológica, sensorial o fenomenológica (la valoración personal o social que el ser humano hace del sentido de los materiales literarios) (M2), y su interpretación científica, conceptual o lógica (explicación racional y crítica de los materiales literarios) (M3); y un eje pragmático, en el que se explicitan los autologismos (interpretación literaria individual, articulada desde el yo), los dialogismos (análisis de los materiales literarios que proponen determinados grupos humanos, gremios, comunidades académicas, ideologías, credos, lobbies…, y que constituyen la interpretación del nosotros), y las normas (interpretaciones basadas en pautas gnoseológicas y científicas que rebasan la voluntad de individuos y grupos sociales).
Se observará, pues, que cada uno de estos términos mantiene, dentro de su propia categoría, es decir, isológicamente, por referencia a los de su misma clase (autor con autor, obra con obra, etc.), relaciones dialécticas de oposición (Cervantes versus Avellaneda, el Quijote de 1605 frente al Quijote apócrifo de 1614…), relaciones paralelas de contigüidad histórica o geográfica (Cervantes y Shakespeare, Il Cortegiano de Castiglione y los coloquios de Erasmo De recta Graeci et Latini sermonis pronuntiatione, ambos de 1528…), o correspondencia de analogías (Ilíada y Divina comedia, Erasmo y Montaigne, Calderón y Goethe, Juan Ramón Jiménez y Paul Valéry, Unamuno y Borges como lectores del Quijote…). Este tipo de relaciones son fundamentales en el estudio de la Literatura Comparada, y dan lugar a los denominados metros, que resultan de relacionar críticamente términos isológicos (pertenecientes a la misma clase, sea de autores, obras, lectores o intérpretes) y atributivos (con valor específico propio: Dante, Cervantes, Milton, Büchner, Tolstoi, Aleixandre; Decamerón, La vida es sueño, Werther, Ulysses…) (Maestro, 2008).
Las relaciones isológicas dan lugar al reconocimiento de oposiciones, contigüidades y analogías, es decir, se basan en la dialéctica, el paralelismo metonímico y la correspondencia metafórica, pero excluyen la absorción y la inserción, es decir, Goethe es insoluble en Cervantes, y a la inversa, del mismo modo que Hölderlin no puede interpretarse nunca como una prótesis de William Blake o de Ugo Foscolo, por ejemplo. El procedimiento para hacer legibles las relaciones de absorción e inserción es otro, y se basa en el establecimiento de sinalogías, es decir, en el reconocimiento de configuraciones integradoras de términos simples que, sofisticadamente, van constituyendo términos más complejos.
Tomemos el ejemplo del soneto clásico, término literario en el que se insertan dos cuartetos y dos tercetos, los cuales son a su vez términos literarios más simples, en los que se insertan versos de arte mayor cuya disposición métrica será normativamente abba abba cdc dcd. Lo mismo ocurre con infinidad de términos como el de personaje literario, como sujeto operatorio dentro de la estructura formal de obras literarias narrativas y dramáticas, que se identifica como uno de los elementos sintácticos de la fábula o discurso, junto con el tiempo, el espacio, las formas de comunicación verbal, y las acciones, funciones o situaciones: los personajes literarios pueden figurar insertos en todo tipo de obras narrativas y teatrales, incluso también poéticas y líricas, desde la epopeya antigua hasta el teatro del absurdo, pasado por los sonetos de Shakespeare, el Cancionero de Petrarca o los Sonetos a Orfeo de Rainer-Maria Rilke. Este tipo de términos literarios, insertos estructural y formalmente, esto es, como partes formales suyas, en otros términos más amplios y complejos, constituyen las dimensiones integrantes o extensionales que caracterizan a unas especies literarias frente a otras del mismo género, es decir, a una novela de aventuras (Los trabajos de Persiles y Sigismunda) frente a un Bildungsroman (Wilhelm Meister, Stephen Dedalus o Alberto Díaz de Guzmán), a un entremés frente a un paso, una loa o una jácara, etc.
Las mayores evoluciones y transformaciones de los géneros literarios se producen precisamente por las alteraciones que experimentan las partes extensionales o integrantes de las obras literarias, las cuales, en su desarrollo como términos ―en principio simples― dan lugar a términos cada vez más complejos, al recibir inserciones o «injertos» de nuevas formas o términos literarios con los que entran en interacción.
En otros casos, estas formas de interacción no son solamente intertextuales, ni se limitan a operar mediante el procedimiento de inserción o incorporación que se acaba de describir, sino que proceden directamente por absorción. En este contexto, los ejemplos más visibles son los que constituyen las influencias de una literatura en otra, como fue el caso de la absorción del endecasílabo italiano en la lírica española del Renacimiento, a través de los sonetos, églogas y liras de Garcilaso y de Boscán, frente al casticismo del romance y del octosílabo castellano. Pero el procedimiento más contundente de absorción no se manifiesta tanto en contextos históricos cuanto en contextos estructurales, es decir, aquellos en los que los términos en cuestión están en contacto a través de relaciones integradoras, recursivas y envolventes: Chaucer, Fernando de Rojas, Rabelais, Quevedo o Chéjov, quedan absorbidos, pese a todas sus manifiestas diferencias, en la categoría de autores, del mismo modo que Fernando de Herrera (en tanto que comentarista de Garcilaso), Menéndez Pelayo, Américo Castro, Borges (como autor de Nueve ensayos dantescos) o Harold Bloom, resultan absorbidos en la clase constituida por los intérpretes o transductores de los materiales literarios.
Como se observará, el procedimiento que seguimos en estos ejemplos es el que corresponde a los agrupamientos, es decir, a las clasificaciones que siguen un orden ascendente en la relación de términos atributivos, con el fin de constituir una totalidad (el conjunto de autores, u obras, o lectores…) cuyas partes (Cervantes, Víctor Hugo, Galdós, Leopardi, Thomas Mann / La gitanilla, Los miserables, Fortunata y Jacinta, Cantos, La montaña mágica…) poseen un valor específico e insoluble, esto es, atributivo.
De este modo es posible identificar los términos constituyentes de la ontología de la literatura, así como la delimitación del cierre circular del campo categorial de la Teoría de la Literatura, disciplina que efectivamente exige el ejercicio de una gnoseología de la literatura[3].
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NOTAS
[1] En su Teoría del cierre categorial (1992), Bueno señala que las totalidades
atributivas son aquellas en las que a cada parte del todo se le atribuye, y
desempeña, una función específica e irremplazable por cualquiera de las otras
partes del mismo todo. Distributivas serán aquellas totalidades en las
que cada parte del todo desempeña una función idéntica a la desempeñada por
cualquiera de las restantes partes. Una hora, por ejemplo, es una totalidad
distributiva de 60 minutos, cada uno de los cuales es idéntico a todos los
demás, pues todos disponen de 60 segundos. La escala cromática, o escala
dodecafónica, es una totalidad atributiva, en la que cada sonido desempeña una
función específica y posee su propio tono, con su correspondiente notación
musical (Do, Do sostenido o Re bemol, Re, Re sostenido o Mi bemol, Mi, Fa, Fa
sostenido o Sol bemol, Sol, Sol sostenido o La bemol, La, La sostenido o Si
bemol, Si).
[2] Sigo el modelo de Bueno (1992) en el tratamiento y consideración de las esencias plotinianas y porfirianas, que él utiliza en su libro El animal divino (1985), y que aquí reinterpreto desde las exigencias de la literatura. Lo apliqué en 2006 en mi obra La Academia contra Babel, y desde entonces en las sucesivas áreas que constituyen la Crítica de la razón literaria.
[3] De hecho, si nos centramos en el espacio gnoseológico de la Teoría de la literatura, y dejamos ahora a un lado los otros tres espacios (antropológico, ontológico y estético), se observará que el espacio gnoseológico se dispone en tres ejes (sintáctico, semántico y pragmático). En este capítulo III.4 de la Crítica de la razón literaria, dedicado a la ontología de la literatura, me refiero particularmente al primero de ellos, al eje sintáctico, en el que es posible distinguir tres sectores: términos, relaciones y operaciones. En el caso de la literatura, los términos globales son los cuatro antemencionados (autor, obra, lector y transductor); las relaciones, las que sea posible establecer entre ellos de forma racional, lógica y sistemática, esto es, en symploké, en tanto que materiales literarios que constituyen el campo de nuestra investigación y el objeto de nuestro conocimiento conceptual y crítico; las operaciones, a su vez, son las interpretaciones efectivas que puede objetivar el ser humano en tanto que sujeto operatorio o gnoseológico que manipula, analiza y sintetiza los materiales literarios relacionados. Pues bien, estos procedimientos permiten distinguir al menos cuatro modos de ejecutar los procesos operatorios de las ciencias, que Bueno (1992) ha denominado modos sciendi o modos científicos inmanentes de conocimiento literario: definiciones, clasificaciones, demostraciones y modelos. Así los ha codificado Bueno en su Teoría del Cierre Categorial, y así los reinterpretamos aquí, desde los presupuestos metodológicos de la Crítica de la razón literaria, en el capítulo dedicado a la gnoseología de la literatura, para su aplicación a los materiales literarios.
- MAESTRO, Jesús G. (2017-2022), «Preliminares a una ontología de la literatura», Crítica de la razón literaria: una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica. Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades del conocimiento racionalista de la literatura, Editorial Academia del Hispanismo (III, 4.0), edición digital en <https://bit.ly/3BTO4GW> (01.12.2022).
⸙ Bibliografía completa de la Crítica de la razón literaria
- El secreto mejor guardado de la literatura.
- ¿Qué es y cómo funciona la Crítica de la razón literaria como Teoría de la Literatura?
- No hay sistemas filosóficos puros: el materialismo filosófico tampoco lo es.
- Cervantes contra Shakespeare: la literatura es una construcción política.
- Defensa de la interpretación científica de la literatura.
- La Regenta de Clarín: adolescencia de Ana Ozores. La literatura y el Bildungsroman, como parodia de la filosofía y del krausismo.
- Dostoievski hace creer al lector de Crimen y castigo que él, el lector, y no Raskólnikov, es el asesino.
- Cien años de soledad de Gabriel García Márquez: el amor de los psicópatas. Los Buendía son una familia de locos y dementes.
- Borges en su poema «Un lector»: el narcicismo de la modestia o el lujo y glamour de la ignorancia.
Introducción a los materiales literarios
Autor, obra literaria, lector e intérprete o transductor
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