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IV, 3 - Crítica de la literatura programática o imperativa







IV


3


Crítica de la literatura 
programática o imperativa

 

 

3.1. Platón y su teoría poética de la locura contra la literatura: República, X.

3.2. Teología y literatura programática o imperativa.

3.3. Cuestiones religiosas en la Farsa del Mundo y Moral de Hernán López de Yanguas.

3.4. ¿Hay un Calderón trágico?

3.5. Calderón, el teatro trágico y la impotencia de la teoría literaria.

3.6. El romanticismo de la crítica calderoniana contemporánea.

3.7. Interpretaciones muy críticas sobre la tragedia calderoniana.

3.8. Las contradicciones de la crítica calderoniana.

3.9. Política y literatura programática o imperativa.

3.10. El teatro del Siglo de Oro ante el poder político.

3.11. El teatro cómico breve de Calderón como teatro político.

3.12. La parodia del bobo o simple en el teatro breve de Calderón.

3.13. La parodia en los entremeses calderonianos: costumbrismo y carnaval.

3.14. Ilusión paródica o falacia de heterodoxia: la mojiganga de Las visiones de la muerte de Calderón.

3.15. Calderón, entre la teología y el teatro programático: El príncipe constante.

3.16. Obsolescencia del teatro político de Brecht: el caso de los Einakter

3.17. El mito de la poesía social: Gabriel Celaya.

3.18. Vicente Aleixandre: «¿Para quién escribo?»

3.19. Poética y literatura programática o imperativa.

3.20. La literatura programática o imperativa del Siglo de Oro.

3.21. El espacio estético de la poética teatral aurisecular.

3.22. La lógica incomprendida del teatro de Cervantes y la lógica comprensible del Arte nuevo de Lope de Vega.

3.23. El Arte nuevo de Lope de Vega y la literatura programática o imperativa.

3.24. Poética y preceptiva ante el teatro breve entremesil en el Siglo de Oro.

3.25. Sobre censura y teatro en el Siglo de Oro.

3.26. De nuevo el Arte nuevo de Lope: del autologismo al canon literario.

3.27. Creacionismo y Vanguardias: Vicente Huidobro.




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Libro recomendado


Crítica de la razón literaria Jesús G. Maestro





Jesús G. Maestro, Crítica de la razón literaria



IV, 3.1 - Platón y su teoría poética de la locura contra la literatura: República, X.

 

Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices





Platón y su teoría poética de la locura contra la literatura: República, X.


Referencia IV, 3.1


Crítica de la razón literaria, Jesús G. Maestro
El origen de las literaturas nacionales no hay que buscarlo en la literatura, sino en el Estado. Porque, aunque el origen de las literaturas nacionales es el Estado, el origen de la literatura misma no es el Estado, sino la barbarie, es decir, las sociedades sin Estado, crecidas al calor del mito, la magia, la religión numinosa y las técnicas de expresión más rudimentarias, desde la oralidad a la más silvestre litografía. Y porque el origen de las literaturas no es político, sino literario, es decir, no es histórico, sino genealógico. Los Estados, es decir, las sociedades organizadas políticamente, han expropiado a los orígenes de la literatura su naturaleza literaria, para imponer y desplegar sobre ella una intervención política y, con frecuencia, también ideológica. Las literaturas nacionales son una construcción política, así como las supuestas literaturas nacionalistas son su más regresiva versión mitológica. La ideología, esa organización emocional de la ignorancia colectiva, es el vertedero de la política, del mismo modo que la mitología suele ser su caja fuerte. En este contexto, toda literatura programática o imperativa está indisociablemente comprometida con una determinada idea de Estado, religión o preceptiva artística, y con frecuencia también con un inevitable programa o imperativo político, religioso o estético.

El libro X de la República platónica expone una teoría política sobre la ontología y la pragmática de la poética, es decir, sobre la esencia, usos y funciones estatales de una literatura, aquella que, en torno al siglo IV a.n.E., conoció Platón. Y hay que advertir desde el comienzo que Platón conoció muy poca literatura. Estos pasajes del libro X, junto con otros del libro III (394d), se han interpretado casi siempre desde una controversia extraordinaria, y con frecuencia reiterada de forma muy acrítica y superficial, limitándose a una enredadera acerca de si los poetas deben o no ser expulsados del Estado. Ésa es una anécdota tras la que se ubica la cuestión esencial y clave: cómo hacer soluble la literatura en la política —o por mejor decir, en la filosofía, tal como la entiende Platón—, esto es, cómo dominar políticamente el arte en general y el arte verbal en particular. Sólo con la estatalización del cristianismo la Iglesia católica se planteó de forma efectiva esta cuestión, dentro de un amplísimo proyecto destinado a dominar teológicamente todo lo existente, incluyendo, por supuesto, las formas y materiales artísticos. El planteamiento de Orwell en 1984 tiene precedentes antiquísimos.

Lo primero que ha de advertirse al examinar críticamente estos pasajes de la República es que Platón no se refiere a la literatura tal y como nosotros, siglos después, la escribimos, leemos e interpretamos. Porque la literatura que Platón conoció, y a la que se refiere en sus diálogos, es la poesía de tradición y elaboración helénica que prevalece en la Atenas de los siglos V-IV a.n.E, cuyo referente fundamental es la obra homérica, hacia la que el fundador de la filosofía académica siente una declarada admiración: «un cierto amor y respeto que tengo desde niño por Homero se opone a que hable» sobre el hecho de «no aceptar de ningún modo la poesía» (Platón, República, X, 595a-b). En el mejor de los casos, Platón puede tener una amplia perspectiva de la literatura griega ática, es decir, la que se desarrolla con anterioridad a él durante los siglos VI y V a.n.E. En consecuencia, la visión que Platón tiene de la literatura es muy reducida y limitada, sobre todo si la comparamos con la que se dispone en cualquier otra época histórica posterior a la suya, o en cualquier otra visión del mundo geográficamente más amplia que la asequible en la Atenas clásica.

En segundo lugar, Platón no habla en la República de la política como demócrata —esto es evidente—, sino como ideólogo dogmático, utópico e idealista, que, huyendo precisamente de la democracia ateniense, busca en la filosofía crítica un fundamento metafísico para la materialización de sus absolutismos, y que toma además como modelo mundano la sociedad política de Esparta[1]. En consecuencia, Platón utiliza la filosofía para diseñar idealmente una política que es dogmática, y una literatura que será programática o imperativa, o no será nada, porque resultará por completo abolida en las leyes del Estado. Y aunque Platón escribe, hablando por boca de Sócrates, en términos de filosofía, ha de advertirse que se trata de una filosofía idealista de la política, no de una filosofía efectiva de la literatura, por lo que no es posible reconocer en tales páginas, ni extraer de ellas, una crítica de las formas y materiales literarios tal como las Edades Media, Moderna y Contemporánea los han conformado y conceptualizado, sino una política utópica y ucrónica de una literatura que se concibe reducida exclusivamente a una literatura programática o imperativa, cuya constitución material es casi igual a cero, pues está reducida a la mínima expresión terapéutica y estatal de confirmación de los imperativos y razones de Estado (himnos y canciones de contenido social, político y militar).

Platón se convierte de este modo en el primer teórico, naturalmente desde posiciones políticas idealistas y dogmáticas, de una literatura programática o imperativa. El autor de la República fue incapaz de observar la utilidad política de una literatura crítica o indicativa como la contenida y objetivada en la obra homérica, por una razón fundamental, que en realidad nada tiene que ver con la literatura, y que en esencia es también enemiga de la filosofía: la crítica al Estado. Porque en una ciudad perfecta o Estado ideal, la crítica no tiene ningún sentido ni razón de ser. ¿Qué cabida tiene la crítica en el Paraíso Terrenal bíblico? ¿Qué crítica puede tolerar Stalin en su «perfecta» sociedad marxista? La crítica es insoluble —por inconcebible— en los logros de una utopía. En el terreno de la política, la crítica de la filosofía platónica se detiene absolutamente ante los imperativos dogmáticos e idealistas de su propia utopía republicana.

Es un hecho que la crítica, y su ejercicio, sólo es posible en un mundo real e histórico —nunca en un escenario mítico, prehistórico o metafísico—, y que sólo es razonable y operatoria desde la inteligencia filosófica y científica, y nunca de espaldas a ella, por muy atractivo y seductor que sea el diseño político resultante (la utopía). En su idealismo político, Platón se comporta como un auténtico miope, al reducir la compleja totalidad de lo que la literatura es y puede ser a una «poética imitativa»[2] —arte verbal que reproduce de forma cada vez más degradada y deteriorada un conocimiento emocional y dóxico (M2) que sabotea toda posibilidad de acceder a un conocimiento intelectual o epistémico (M3)—, de modo que en esa poética mimética sólo reconoce un único fundamento, el cual se correspondería con una sola de las cuatro familias o progenies de la genealogía de la literatura: la literatura sofisticada o reconstructivista —y con ninguna otra—, pues ésta es la única que Platón logra identificar, y a la cual reduce todas las demás, efectivas o posibles, incapaz de verificar en ellas un sistema de ideas racionales y lógicas de innegable desarrollo y complejidad. Platón razona, como todo filósofo idealista —y toda filosofía, por materialista que sea, tiende al idealismo, con la mente de un adolescente.

De este modo, al basarse en su metafísica teoría de la mímesis, de la que Aristóteles se divorciará de modo explícito en la Poética, Platón reduce filosóficamente la totalidad de la literatura a una sola de sus especies o familias genealógicas —la literatura sofisticada o reconstructivista—, a la que políticamente considerará nociva y perjudicial para su República o Estado ideal. 

Estamos, en consecuencia, ante un Platón que, en primer lugar, ignora todo lo relativo a una literatura primitiva o dogmática, al igual que cualquiera de sus contemporáneos o antecesores; en segundo lugar, es incapaz de reconocer e interpretar críticamente los contenidos de una obra poética como la homérica, que constituye la más explícita y primigenia manifestación de la literatura crítica o indicativa; en tercer lugar, propugna en su república la negación y abolición de toda posible literatura, al considerar reductivamente que no hay otra poética que la imitativa, sofisticada o reconstructora de apariencias, cuyo resultado es el deterioro del conocimiento humano y la destrucción del Estado civil; y en cuarto lugar, sugiere la posibilidad de rehabilitar alguna forma de poética o literatura basada en criterios programáticos o imperativos, cuyos contenidos materiales se orienten a la confirmación de los dogmas del Estado, como contenido específico de los cánticos militares o himnos políticos. 

Platón se decanta de este modo por una literatura programática o imperativa, al servicio de una política absolutista y definitiva, tal como a lo largo de la Historia, en numerosos momentos no siempre afortunados, diferentes sociedades humanas han tratado de ejecutar, tanto en términos teológicos, desde las exigencias de la Iglesia católica o protestante, como en términos políticos, desde las sociedades soviéticas y marxistas, o fascistas y nacionalistas de todos los tiempos, entre muchos otros supuestos que podrían aducirse. Para Platón, toda literatura es sofisticada o reconstructivista, esto es, imitativa o fraudulenta, por lo que —según él— debe ser abolida por completo. Platón fue incapaz de ver una literatura crítica o indicativa, incluso teniendo ante sí la realidad imponente de la obra homérica, que le infunde respeto y admiración, como se ha visto, pero que no logró hacerle ver la génesis de un sistema crítico de ideas en el seno mismo de los materiales literarios.

Lo cierto es que Platón no llega a la literatura a través de la filosofía, sino desde el imperativo de la política y el idealismo de la utopía, un imperativo y un idealismo que exigen la negación de toda actividad crítica posterior a la constitución del Estado. Como consecuencia de ello, la más solvente de las genealogías literarias —la literatura crítica o indicativa— no tiene la mínima razón de ser, ya que Platón no quiere críticos en su República, sino políticos, que, si bien se mira, han dejado de comportarse como filósofos para actuar como burócratas dictatoriales. Platón exige conocimiento a la literatura, pero no encontró, en la poética de su tiempo, ese «conocimiento» objetivado en los materiales literarios, acaso con la excepción de algunos pasajes de la Ilíada y la Odisea: «es necesario que un buen poeta, si va a componer debidamente lo que compone, componga con conocimiento; de otro modo no será capaz de componer» (República, X, 598e).

Sin embargo, desde el punto de vista platónico, las ideas críticas se objetivan en la filosofía, y son de hecho su contenido material, pero en ningún caso penetran en la poética ni se explicitan en la literatura, que sería tan sólo una forma cavernícola de imitación de apariencias, fenómenos y simulacros dados a los sentidos humanos. En consecuencia, la construcción literaria, o poética mimética, nos aleja doblemente del conocimiento de las ideas, y por ello debe ser políticamente proscrita y ontológicamente destruida.


—Dejamos establecido, por lo tanto, que todos los poetas, comenzando por Homero, son imitadores de imágenes de la excelencia y de las otras cosas que crean, sin tener nunca acceso a la verdad […]. Porque si se desnudan las obras de los poetas del colorido musical y se las reduce a lo que dicen en sí mismas, creo que sabes el papel que hacen, pues ya lo habrás observado.

—Sí, por cierto.

—Se parecen a esos rostros que son jóvenes pero no bellos, tal como se los ve cuando han dejado atrás la flor de la juventud (Platón, República, X, 600e-601b).


Inequívocamente Platón considera, al igual que muchas personas hoy día, que la literatura —que toda la literatura— es un discurso incapaz de objetivar sistemas críticos de ideas. Para Platón, retórica, poética y literatura son lo mismo: un discurso —un conjunto de palabras— sólo sensible, pero no siempre inteligible de igual modo. Se trata de algo que suena bien, pero que, en términos rigurosamente racionales, no dice nada. Platón, como Gustavo Bueno, y como muchos otros tecnólogos de la filosofía y de las ciencias, no pueden comprender el sentido de versos como éstos, en los que Juan Ramón Jiménez, en su modernista «Balada de la mañana de la cruz», habla de un Dios azul:


Dios está azul. La flauta y el tambor
anuncian ya la cruz de primavera[3].


Ningún filósofo antiguo ni escolástico, ningún pensador racionalista del siglo XVII, ningún científico positivista decimonónico, y acaso ningún lector anterior al simbolismo, podría comprender fácilmente que Dios sea susceptible de recibir en su substancia un atributo o un accidente «azul», porque si algo así tuviera la más pequeña posibilidad de llevarse a cabo, la más limitada potencia de actualizarse, Dios no sería Dios. Platón, Aristóteles, Plotino, Descartes, Spinoza, Hume, etc., jamás habrían comprendido semejante sinestesia, y aún menos verbalizada en la forma —tan española— que ontológicamente implica el verbo estar, identificando en una causa primera y esencial nada menos que un estado existencial, y además cromático, dado en la inconmensurable inmutabilidad de una divinidad teológica. Pero el Dios de los poetas no es el Dios de los teólogos, el cual, es además, en buena medida, el Dios de los filósofos. Dicho con más precisión, y atendiendo a la genealogía de la literatura que se expone en la Crítica de la razón literaria: el Dios de la literatura sofisticada o reconstructivista —el de la poesía modernista juanramoniana, por ejemplo— no es el Dios de la literatura primitiva o dogmática —el Yahvéh del Antiguo Testamento—, ni el Dios de la literatura crítica o indicativa —desde ese Dios inoperante e inhabilitado, tan propio de la novela y el teatro cervantinos, materialmente ateístas, hasta ese trono vacío de toda divinidad, tan patente en tragedias contemporáneas e igualmente deicidas como En attendant Godot—.

En suma, Platón no podría concebir —ni aceptar— de ninguna manera que Dios esté azul, porque en su filosofía no cabe la literatura sofisticada o reconstructivista, sino que solamente cabe, y reducida a la mínima expresión estatalista y política, una literatura programática o imperativa. La literatura crítica o indicativa no se tolera en la República platónica, y ya no por literaria o poética —esto es, por mimética—, sino por crítica o heterodoxa —es decir, por disidente—. Por otro lado, ya se ha advertido con anterioridad que el mundo antiguo y las culturas arcaicas no consideraban como literarios ni poéticos muchos de los materiales y formas antropológicos que aquí sí reconocemos como tales en la genealogía de la literatura primitiva o dogmática, porque la interpretación histórica posterior los ha incorporado al corpus de obras estéticas. El pueblo hebreo anterior a Cristo no podría haber admitido, bajo ningún concepto, que el Génesis fuera una obra literaria: el Génesis, como todos los demás libros del Viejo Testamento, es una Escritura Sagrada, no una ficción poética o una fábula literaria. Nada más lejos, pues, de algo tan profano, y al cabo vulgar, mundanal y frívolo, como la literatura.

Poeta, en suma, para Platón, es aquel que hace el mimo —o incluso el memo— para entretener a la gente, y pervertir su correcta participación política en las responsabilidades y compromisos del Estado. La función del poeta es, pues, «imitar lo que pasa por bello para la multitud ignorante», porque «la imitación es como un juego que no debe ser tomado en serio; y los que se abocan a la poesía trágica, sea en yambos o en metro épico, son todos imitadores como los que más» (República, X, 602b). Por las razones apuntadas, Platón no salva del destierro ni a los más altos y reputados tragediógrafos griegos.

Con todo, la más grave incriminación contra la poesía no tiene en Platón razones ni fundamento en la filosofía, sino —una vez más— en la política, y bajo una de las formas más psicológicas de la sociología política: la desestabilidad emocional de las masas. Ha de advertirse, en suma, que Platón incurre aquí en un psicologismo impropio de un pensador tan supuestamente seguro del conocimiento racional, si bien, y acaso por ello mismo, tan convencido del poder que la psicología emocional ejerce siempre sobre la sociedad humana. He aquí sus palabras:


—Pero aún no hemos formulado la mayor acusación contra la poesía; pues lo más terrible es su capacidad de dañar incluso a los hombres de bien, con excepción de unos pocos […]. Por lo tanto, Glaucón, cuando encuentres a quienes alaban a Homero diciendo que este poeta ha educado a la Hélade, y que con respecto a la administración y educación de los asuntos humanos es digno de que se le tome para estudiar, y que hay que disponer toda nuestra vida de acuerdo con lo que prescribe dicho poeta, debemos amarlos y saludarlos como a las mejores personas que sea posible encontrar, y convenir con ellos en que Homero es el más grande poeta y el primero de los trágicos, pero hay que saber también que, en cuanto a poesía, sólo deben admitirse en nuestro Estado los himnos a los dioses y las alabanzas a los hombres buenos. Si en cambio recibes a la Musa dulzona, sea en versos líricos o épicos, el placer y el dolor reinarán en tu Estado en lugar de la ley y de la razón que la comunidad juzgue siempre la mejor.

— Es una gran verdad.

—Esto es lo que quería decir como disculpa, al retornar a la poesía, por haberla desterrado del Estado, por ser ella de la índole que es: la razón nos lo ha exigido (República, X, 605c y 606e-607a).


Y sin embargo, siempre por consideración y respeto hacia la obra de Homero, cuya calidad emocional Platón reconoce sin reservas, el autor de la República está dispuesto a permitir en su Estado ideal un determinado tipo de poesía que acepte someterse a las exigencias políticas, y que, en consecuencia, les sirva de apoyo. En realidad, Platón sigue sin reconocer en la literatura la posibilidad de formalizar materiales inteligibles, pero sí sensibles, de modo que sólo aceptaría, en última instancia, aquella poesía capaz de exaltar emocionalmente al pueblo conforme a los ideales dogmáticos del Estado. Este tipo de poesía, sin duda una literatura programática o imperativa, requiere la presencia de unos intérpretes, que Platón califica de «protectores», y que no serían los poetas, sino los «amantes de la poesía», los cuales han de ser capaces de defenderla, o de justificar su presencia en el Estado, de acuerdo con las exigencias políticas establecidas por los filósofos o gobernantes.


—Dime, amigo mío, ¿no te dejas embrujar tú también por la poesía, sobre todo cuando la contemplas a través de Homero?

—Sí, mucho.

—Concederemos también a sus protectores —aquellos que no son poetas sino amantes de la poesía— que, en prosa, aleguen a su favor que no solamente es agradable sino también beneficiosa tanto respecto de la organización política como de la vida humana, y los escucharemos gustosamente; pues seguramente ganaríamos si se revela ser no sólo agradable sino también beneficiosa […]; así también nosotros, llevados por el amor que hacia esta poesía ha engendrado la educación de nuestras bellas instituciones políticas, estaremos complacidos en que se acredite con el máximo de bondad y verdad; pero, hasta tanto no sea capaz de defenderse, la oiremos repitiéndonos el mismo argumento que hemos enunciado, como un encantamiento, para precavernos de volver a caer en el amor infantil, que es el de la multitud; la oiremos, por consiguiente, con el pensamiento de que no cabe tomar en serio a la poesía de tal índole, como si fuera seria y adherida a la verdad, y de que el oyente debe estar en guardia contra ella, temiendo por su gobierno interior, y de que ha de creer lo que hemos dicho sobre la poesía (República, X, 607d-608b).


Por todo esto Platón fue además responsable de que muchos poetas, y artistas de todos los tiempos, vindicaran como propia y original la supuesta irracionalidad de la poesía, y trataran de dotar a este presunto irracionalismo literario de una genialidad superior a cualquier otra forma histórica y posible de pensamiento humano. Nietzsche y Freud contribuyeron decisivamente a incrementar las posibilidades de esta exigencia, al reconocer en la exaltación del irracionalismo, primero, y en el trampantojo del inconsciente, después, una forma de «pensamiento superior» al pensamiento racionalista. 

La retórica de los pseudoteóricos de la literatura y del discurso posmoderno hizo el resto: relacionó este irracionalismo de diseño —de corte y confección, diríamos— con la idea erasmista de locura, como forma superior y genial de ejercer la razón, y de ver más allá de los avances tecnológicos y científicos, a los que se tilda de opresores y mutiladores de los impulsos naturales humanos, cuyas virtudes habría codificado Rousseau. El fantasma freudiano del inconsciente se convirtió en el Dios adorado por todos aquellos que, con frecuencia autodenominados artistas o también intérpretes de un «arte» ininteligible, no tienen nada racional que decir. 

Y los intérpretes de Platón también han sido muy responsables de todo esto, al no advertir con la debida nitidez crítica que la literatura griega de los siglos VI-V a.n.E., la única a la que se refiere el autor de la República, no puede tomarse nunca como referencia absoluta o esencial, ni como prototipo global o definitivo, de lo que la literatura es, como si los versos homéricos, las odas pindáricas o los metros trágicos y cómicos, constituyeran una suerte de Weltliteratur panhelénica en la que se agotara la explicación o la interpretación de toda posible literatura posterior. Las ideas de Platón sobre la poética y la literatura nacen histórica y geográficamente muy limitadas por los dominios de la Hélide —denominación endonímica por antonomasia—, y se conciben de forma muy reductora a causa de las exigencias e imperativos de una política absolutamente idealista y utópica. 

De hecho, si bien se mira, la sola consideración de la teoría platónica acerca de la poesía, en los términos políticos del idealismo, francamente inverosímil, en que ha sido planteada, resulta incluso ridícula. Sólo determinados sistemas monstruosamente absolutistas, como la Iglesia católica o el marxismo soviético, entre otros muchos que han ido pereciendo —y renaciendo— a lo largo de la geografía y de la Historia, se han tomado en serio, y siempre a su manera, algo así. ¿Por qué? Porque saben, con certeza, que la literatura no se puede destruir, y que por lo tanto es necesario programarla, y someterla a los imperativos de la política (Platón, Brecht, Celaya, «political correctness», feminismos varios, etc.), de la Teología (Berceo, Dante, Calderón, Milton…) o de la preceptiva estética (tratadistas aristotélicos del Renacimiento, Lope de Vega, «querelle des anciens et de modernes», Hernani, manifiestos surrealistas, futuristas, creacionistas, dadaístas, etc.).

Habitualmente se considera a Platón como fundador de la filosofía académica. Naturalmente esta consideración es razonable, pero también cuestionable desde determinados criterios. Acaso Platón sea el fundador de la filosofía institucionalizada académicamente, más que de la filosofía académica propiamente dicha. Vamos a explicar esta cuestión. 

No es Platón, a mi juicio, sino Aristóteles, quien lleva a cabo realmente esa fundación ―la fundación de la filosofía, como disciplina académica―, al liberar a la filosofía de una hipoteca metafísica, que la hace incompatible con la realidad. 

Platón, en cierta medida ―y sólo en cierta medida, dado que introduce cambios fundamentales, como el principio de symploké y la ontología dialéctica―, es el canto del cisne de la metafísica presocrática. Platón es un idealista filosófico, un utopista político y geómetra lúdico. Su idea de ciencia es totalmente formalista, sus planteamientos sobre política resultan absolutamente inviables, por imaginarios y fantasiosos, y sus conocimientos de literatura son abiertamente ridículos y por completo paupérrimos, además de amenazantes y patibularios. 

Hoy no se puede hablar de literatura en términos platónicos ―es decir, no se puede citar a Platón, como una autoridad sobre poética literaria―, porque este filósofo idealista desconoció toda la literatura que, durante 25 siglos de Historia y comparatismo, constituye y conforma la ontología literaria que hoy tenemos delante y a la que podemos y debemos enfrentarnos. Y que, desde luego, no es posible ni legítimo ignorar. No hay en Platón nada actual sobre interpretación literaria. Citar a Platón como autoridad o referente de la literatura es una cursilería que sólo se pueden permitir novatos, diletantes o inexpertos. Veamos por qué.

La locura, como la literatura, siempre es racionalmente muy ambigua. Lo que de veras sorprende es que hoy, en el siglo XXI, siga hablándose comúnmente ―incluso académicamente también― de locura en términos parejos a los del mundo antiguo y arcaizante. Y es aquí, en relación con la locura y la literatura, donde tenemos nuestra primera cita clave con Platón.

Había en la genuina Grecia dos corrientes metodológicas explicativas de la locura. Una de ellas, de raíces científicas y materialistas, procedió de Hipócrates (c. 460-377 a.n.E.), quien, desde la Isla de Cos, interpretó la locura al margen de las teorías demonológicas y numinosas, indudablemente metafísicas, que sus contemporáneos habían heredado e impuesto. Como sabemos, con Hipócrates surge en los siglos V y IV la primera escuela de medicina. Esta concepción hipocrática de la locura apunta genealógicamente a los pitagóricos, quienes, como el propio Hipócrates, consideraban que los trastornos mentales ―que hoy llamaríamos psicopatologías― tenían una causa física y exigían una explicación material. Se desestimaban de este modo las causas demonológicas y las explicaciones metafísicas de cualesquiera problemas psíquicos relativos a declaraciones, acciones o pensamientos supuestamente anómalos o anormales. Desde tales criterios hipocráticos, la locura se concebía como una enfermedad física que tenía causas y consecuencias naturales.

Sin embargo, esta concepción de la idea de locura resulta eclipsada y destruida por Platón y su filosofía metafísica, idealista y utópica, desde la cual se restaura de nuevo la tesis demonológica y espiritualista como causa de la locura. Desde finales del siglo V a.n.E., las ideas metafísicas (platónicas) sobre la locura se imponen a las tesis naturalistas o fisiológicas (hipocráticas) con un éxito sorprendente, el cual llega hasta nosotros, apadrinado por el cristianismo medieval, el protestantismo reformista, la ilustración europeísta ―pese a todos sus mitos hiperracionales y logocéntricos―, el idealismo alemán y la contemporánea posmodernidad anglosajona. ¿No es curioso que la filosofía (idealista) de Platón haya destruido la medicina (materialista) de Hipócrates? ¿No resulta sorprendente que la filosofía, que se jacta de fundamentarse sobre saberes científicos, los rechace y desestime irracionalmente, nada menos que para la posteridad, y discurra por los caminos propios de una metafísica para explicar la realidad material humana? 

Platón​ (c. 427-347 a.n.E.) era aproximadamente unos 30 años más joven que Hipócrates, y su filosofía resultó más hechizante por idealista y utópica― que la medicina hipocrática, sin duda más naturalista, fisicalista y materialista. Y por ello mismo mucho menos atractiva. En la Historia del pensamiento de Occidente, como del mismo modo ocurrió en Oriente, y acaso allí con mucha mayor intensidad, el espíritu siempre ha gozado de buena fama, sin cardar una lana, frente a una materia que, sin duda y por supuesto, resultó demonizada desde siempre de forma irrevocable y sin apelación posible. La obra platónica, saturada de misticismo, y salvaguardada por los intereses políticos y religiosos del cristianismo de todos los tiempos ―tanto del católico como incluso, con más fuerza aún, del reformado―, destruyó para la posteridad el crédito de las ideas hipocráticas sobre la explicación naturalista y materialista de la locura. 

Platón no sólo resultó ser en este punto un precursor del inconsciente freudiano, al anteponer el impulso místico como fundamento y motor de la locura, y prototipo del comportamiento psicopatológico, sino que fue responsable de legitimar la locura, ante los idealistas y románticos de la Edad Contemporánea, como una forma superior de racionalismo, al entender estos últimos, de forma revertida, que la «verdad» de lo humano se objetivaba en un inconsciente reprimido por la razón, o en un misticismo cuya fuerza se revelaba ―por fin, en libertad― en los estados oníricos, psicopatológicos o simplemente anómicos. De este modo, toda forma de heterodoxia queda definitivamente justificada, tanto en términos políticos como religiosos, bajo el amparo posmoderno de una idea de libertad completamente gratuita y presuntamente irracional. 

Enfrentarse a la razón será ―de nuevo― una forma de exhibir esta idea gratuita y falsa de libertad. Pero una cosa es exhibir un postureo libertario y posmoderno, y otra muy diferente es ejercer de veras la libertad. La saga de los sofistas y de los irracionalistas de diseño es recurrente: Montaigne, Rousseau, Nietzsche, Freud, Heidegger, Derrida, Foucault... E imitadores. Marx figura en otras listas, pero no en ésta. Carlos Marx no es soluble en ninguna posmodernidad. Su idealismo postula otros paraísos.

Sorprende impresionantemente que a nadie le haya sorprendido ―valga el extrañamiento― que Platón, el «fundador de la filosofía» para muchos autorizados filósofos, el transformador de la realidad a través de la política en su idealista República filosófica, en su modelo utópico e irreal de Estado, hubiera tomado como ciencia de referencia la geometría y no la medicina. ¿Por qué? ¿Por qué Platón toma como ciencia de referencia para entrar en la Academia la geometría y no la medicina? ¿Por qué puede entrar en la Academia quien ignore el materialismo médico pero no quien desconozca el idealismo geométrico? ¿Qué concepto tiene Platón de las ciencias? Pues un concepto completamente lúdico, idealista y logopédico. Platón juega con la geometría como si ésta fuera un logogrifo. ¿Qué puentes construyó Platón? ¿Qué campos aró, sembró o diseñó Platón como ingeniero o agrimensor gracias a sus conocimientos de geometría? 

Usar la geometría para para proponer ejercicios mentales, no operatorios, y jueguecitos filosóficos y filosocráticos ―lo que equivale a decir también pseudofilosóficos y pseudosofísticos (porque toda filosofía no es sino una forma excéntrica de ejercer la sofística)― es una muestra más de cinismo y de ludismo que de originalidad filosófica y de desarrollo científico. Desengáñese el admirador de los diálogos platónicos: Platón es artífice de una filosofía completamente incompatible con la realidad. Pero, precisamente por ello, de un poder seductor insólito y permanente. Platón es el primer seductor de idealistas. Y lo es aún hoy.

He insistido en diferentes lugares en que difícilmente se puede considerar a Platón como fundador de la filosofía. Platón es un sofista más, si bien excéntrico, como su maestro, Sócrates. Si la filosofía tiene realmente un comienzo, éste está en la obra de Aristóteles. Platón es el canto del cisne de un pensamiento realmente presocrático: su visión idealista y utópica, mística y metafísica, aunque le lleva a superar el monismo y el relativismo de todos sus predecesores, impulsado por un afán de originalidad que sólo en cierto modo fue capaz de satisfacer, no nos sitúa en la realidad de este mundo, sino en el idealismo absoluto de las ideas puras. Su filosofía, como la de su mítico maestro y socrático ventrílocuo, sin duda y sin reservas, no era de este mundo. Y esta huida hacia el idealismo, esta fuga hacia la metafísica idealista y utópica, tanto en política como en ciencia, es lo que hace fascinante su filosofía, aún hoy, para todos aquellos que ―adolescentemente― se ilusionan con la idea de ser disidentes, ante una realidad que les disgusta, y superiores, ante un entorno que ―como a Sócrates gualdrapero― no les comprende en su «genialidad».

Desde un idealismo filosófico incompatible con el racionalismo materialista, Platón explicó a su manera lo que formó parte de su tiempo y de su espacio, de su historia y su geografía, muy reducidas frente a las nuestras, con todas las limitaciones que esto entraña, y que la tradición posterior a Platón nos sirvió en bandeja —cristiana primero, y secularizada después—, como una preceptiva que estaba prohibido tocar y cuestionar, de la Edad Media romana y apostólica al Romanticismo teísta y protestante, y de éste a nuestra contemporánea y no menos espiritualista posmodernidad. 

El propio Aristóteles fue extremadamente cuidadoso en este punto con su maestro. Aristóteles fue un discípulo que supo nadar y guardar la ropa. Si todo discípulo es un intérprete sin originalidad ―que más que interpretar al maestro simplemente lo sigue, lo cita o lo recita―, Aristóteles supo ser un discípulo original, valga la abismal paradoja. Porque un discípulo original, a partir de cierto punto, deja de ser un discípulo, y se convierte en otra cosa. Es decir, deja de ser ―también― un condiscípulo.

Platón impregnó de misticismo todas sus interpretaciones de la realidad, e hipotecó definitivamente de este modo no sólo su propia filosofía, sino toda forma posible de interpretarla. Piénsese que para Platón hay dos tipos de locura: una, que resulta de la enfermedad física, de la que no se ocupa en absoluto; y otra, cuya causa es metafísica, y actúa por inspiración divina o posesión demoníaca, al dotar a su poseso de potencias ―que no facultades― proféticas, poéticas o irracionales. 

Es potencia, y no facultad, porque, para Platón, nadie enloquece cuando quiere, sino cuando puede, por mediación o intervención divinas o demonológicas. Aquí residiría la esencia, o la genialidad, de la creación poética: el poetizarAsí es como el misticismo filosófico de Platón eclipsa y disuelve el criterio naturalista de Hipócrates. En cierto modo, podríamos decir que las ideas platónicas sobre la locura perduran hasta hoy en la mente de ciertos pensadores, idealistas y adolescentes. Para Platón, la experiencia mística ―que no la experiencia fisiológica― explica el motor del comportamiento humano. Son los dioses quienes trastornan al ser humano, y no los hechos materiales de la vida real. ¿Son éstas interpretaciones que pueda asumir un filósofo materialista? Porque ésta y no otra es la teoría de Platón sobre la poesía y los poetas, sobre el origen de la literatura y la causa misma del hecho literario: una locura metafísica, que hace del poeta una criatura «alada», «divina», «loca», «enajenada», «demente»... La poesía ―como prototipo de lo literario― era para Platón resultado del «alma» irracional, insensata, enferma, trastornada y alejada de todo racionalismo. 

Esto es una «teoría» metafísica de la poesía y de la literatura que nada tiene que ver ni con la poesía ni con la literatura, y que desde luego hay que explicar por contraposición a la idea de locura que sostiene Hipócrates, como enfermedad diagnosticable desde causas y consecuencias naturales, y por contraposición a la idea de literatura que exige la Crítica de la razón literaria, como sistema de materiales y formas que objetiva, a través de la ficción, una forma inédita de racionalismo. Pues toda literatura mide y objetiva el grado de racionalismo del que dispone la sociedad humana que la hace políticamente posible. Hipócrates es científico y materialista, frente a un Platón filosófico, idealista y utópico. He aquí el discípulo de Sócrates y el «fundador» de una filosofía, siempre metafísica, idealista y utópica, absolutamente incompatible con la realidad. 

La filosofía de Platón es la de sus antepasados socráticos y presocráticos, pero mejor contada: «Porque es una cosa leve, alada y sagrada el poeta, y no está en condiciones de poetizar antes de que esté endiosado, demente, y no habite ya más en él la inteligencia» (Platón, Ion, 534b). Y hasta aquí llega la inteligencia literaria de Platón. La filosofía platónica termina donde comienza la literatura. No por casualidad desde Platón la literatura ha sido el Talón de Aquiles de los filósofos. Cuando la literatura habla, la filosofía calla. Porque sólo la literatura puede silenciar a la filosofía. 

A continuación voy a referirme, a través de ejemplos literarios concretos —y sin pretensión de exhaustividad, dado que el corpus de tales materiales literarios resulta inagotable—, a las relaciones que genealógicamente han podido establecerse con la literatura programática o imperativa desde la teología, la política y la poética.


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NOTAS

[1] «Platón […] ve en la democracia un estado de descomposición al que se llegará tras el proceso de degradación de una sociedad en la que cada cual sólo busca su propio provecho y juzga en función de sus intereses» (Bueno, 1991: 232).

[2] «—O sea, ¿es imitación de la realidad o de la apariencia? —De la apariencia. —En tal caso el arte mimético está sin duda lejos de la verdad, según parece; y por eso produce todas las cosas pero toca apenas un poco de cada una, y este poco es una imagen. Por ejemplo, el pintor, digamos, retratará a un zapatero, a un carpintero y a todos los demás artesanos, aunque no tenga ninguna experiencia en estas artes. No obstante, si es buen pintor, al retratar a un carpintero y mostrar su cuadro de lejos, engañará a niños y a hombres insensatos, haciéndoles creer que es un carpintero de verdad» (Platón, República, X, 598b-c).

[3] Juan Ramón Jiménez, Obra poética (2005: I, 681), «Balada de la mañana de la cruz», Baladas de primavera (1907).






Información complementaria


⸙ Referencia bibliográfica de esta entrada

  • MAESTRO, Jesús G. (2017-2022), «Platón y su teoría poética de la locura contra la literatura: República, X», Crítica de la razón literaria: una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica. Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades del conocimiento racionalista de la literatura, Editorial Academia del Hispanismo (IV, 3.1), edición digital en <https://bit.ly/3BTO4GW> (01.12.2022).


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Crítica de la razón literaria, Jesús G. Maestro