Referencia IV, 3.1
El origen de las literaturas nacionales no hay que buscarlo en la
literatura, sino en el Estado. Porque, aunque el origen de las literaturas
nacionales es el Estado, el origen de la literatura misma no es el Estado, sino la barbarie, es decir, las sociedades sin Estado, crecidas al calor del mito,
la magia, la religión numinosa y las técnicas de expresión más rudimentarias,
desde la oralidad a la más silvestre litografía. Y porque el origen de las
literaturas no es político, sino literario, es decir, no es histórico, sino
genealógico. Los Estados, es decir, las sociedades organizadas políticamente, han expropiado a los orígenes de la literatura su naturaleza
literaria, para imponer y desplegar sobre ella una intervención política y, con
frecuencia, también ideológica. Las literaturas nacionales son una construcción
política, así como las supuestas literaturas nacionalistas son su más regresiva
versión mitológica. La ideología, esa organización emocional de la ignorancia colectiva, es el vertedero de la política, del mismo modo
que la mitología suele ser su caja fuerte. En este contexto, toda literatura programática o imperativa está indisociablemente comprometida con una
determinada idea de Estado, religión o preceptiva artística, y con
frecuencia también con un inevitable programa o imperativo político, religioso
o estético.
El libro X de la República platónica expone una teoría política sobre la ontología y la pragmática de la poética, es decir, sobre la esencia, usos y funciones estatales de una literatura, aquella que, en torno al siglo IV a.n.E., conoció Platón. Y hay que advertir desde el comienzo que Platón conoció muy poca literatura. Estos pasajes del libro X, junto con otros del libro III (394d), se han interpretado casi siempre desde una controversia extraordinaria, y con frecuencia reiterada de forma muy acrítica y superficial, limitándose a una enredadera acerca de si los poetas deben o no ser expulsados del Estado. Ésa es una anécdota tras la que se ubica la cuestión esencial y clave: cómo hacer soluble la literatura en la política —o por mejor decir, en la filosofía, tal como la entiende Platón—, esto es, cómo dominar políticamente el arte en general y el arte verbal en particular. Sólo con la estatalización del cristianismo la Iglesia católica se planteó de forma efectiva esta cuestión, dentro de un amplísimo proyecto destinado a dominar teológicamente todo lo existente, incluyendo, por supuesto, las formas y materiales artísticos. El planteamiento de Orwell en 1984 tiene precedentes antiquísimos.
Lo primero que ha de advertirse al examinar críticamente estos pasajes de la República es que Platón no se refiere a la literatura tal y como nosotros, siglos después, la escribimos, leemos e interpretamos. Porque la literatura que Platón conoció, y a la que se refiere en sus diálogos, es la poesía de tradición y elaboración helénica que prevalece en la Atenas de los siglos V-IV a.n.E, cuyo referente fundamental es la obra homérica, hacia la que el fundador de la filosofía académica siente una declarada admiración: «un cierto amor y respeto que tengo desde niño por Homero se opone a que hable» sobre el hecho de «no aceptar de ningún modo la poesía» (Platón, República, X, 595a-b). En el mejor de los casos, Platón puede tener una amplia perspectiva de la literatura griega ática, es decir, la que se desarrolla con anterioridad a él durante los siglos VI y V a.n.E. En consecuencia, la visión que Platón tiene de la literatura es muy reducida y limitada, sobre todo si la comparamos con la que se dispone en cualquier otra época histórica posterior a la suya, o en cualquier otra visión del mundo geográficamente más amplia que la asequible en la Atenas clásica.
En segundo lugar, Platón no habla en la República de la política como demócrata —esto es evidente—, sino como ideólogo dogmático, utópico e idealista, que, huyendo precisamente de la democracia ateniense, busca en la filosofía crítica un fundamento metafísico para la materialización de sus absolutismos, y que toma además como modelo mundano la sociedad política de Esparta[1]. En consecuencia, Platón utiliza la filosofía para diseñar idealmente una política que es dogmática, y una literatura que será programática o imperativa, o no será nada, porque resultará por completo abolida en las leyes del Estado. Y aunque Platón escribe, hablando por boca de Sócrates, en términos de filosofía, ha de advertirse que se trata de una filosofía idealista de la política, no de una filosofía efectiva de la literatura, por lo que no es posible reconocer en tales páginas, ni extraer de ellas, una crítica de las formas y materiales literarios tal como las Edades Media, Moderna y Contemporánea los han conformado y conceptualizado, sino una política utópica y ucrónica de una literatura que se concibe reducida exclusivamente a una literatura programática o imperativa, cuya constitución material es casi igual a cero, pues está reducida a la mínima expresión terapéutica y estatal de confirmación de los imperativos y razones de Estado (himnos y canciones de contenido social, político y militar).
Platón se convierte de este modo en el primer teórico, naturalmente desde posiciones políticas idealistas y dogmáticas, de una literatura programática o imperativa. El autor de la República fue incapaz de observar la utilidad política de una literatura crítica o indicativa como la contenida y objetivada en la obra homérica, por una razón fundamental, que en realidad nada tiene que ver con la literatura, y que en esencia es también enemiga de la filosofía: la crítica al Estado. Porque en una ciudad perfecta o Estado ideal, la crítica no tiene ningún sentido ni razón de ser. ¿Qué cabida tiene la crítica en el Paraíso Terrenal bíblico? ¿Qué crítica puede tolerar Stalin en su «perfecta» sociedad marxista? La crítica es insoluble —por inconcebible— en los logros de una utopía. En el terreno de la política, la crítica de la filosofía platónica se detiene absolutamente ante los imperativos dogmáticos e idealistas de su propia utopía republicana.
Es un hecho que la crítica, y su ejercicio, sólo es posible en un mundo real e histórico —nunca en un escenario mítico, prehistórico o metafísico—, y que sólo es razonable y operatoria desde la inteligencia filosófica y científica, y nunca de espaldas a ella, por muy atractivo y seductor que sea el diseño político resultante (la utopía). En su idealismo político, Platón se comporta como un auténtico miope, al reducir la compleja totalidad de lo que la literatura es y puede ser a una «poética imitativa»[2] —arte verbal que reproduce de forma cada vez más degradada y deteriorada un conocimiento emocional y dóxico (M2) que sabotea toda posibilidad de acceder a un conocimiento intelectual o epistémico (M3)—, de modo que en esa poética mimética sólo reconoce un único fundamento, el cual se correspondería con una sola de las cuatro familias o progenies de la genealogía de la literatura: la literatura sofisticada o reconstructivista —y con ninguna otra—, pues ésta es la única que Platón logra identificar, y a la cual reduce todas las demás, efectivas o posibles, incapaz de verificar en ellas un sistema de ideas racionales y lógicas de innegable desarrollo y complejidad. Platón razona, como todo filósofo idealista —y toda filosofía, por materialista que sea, tiende al idealismo—, con la mente de un adolescente.
De este modo, al basarse en su metafísica teoría de la mímesis, de la que Aristóteles se divorciará de modo explícito en la Poética, Platón reduce filosóficamente la totalidad de la literatura a una sola de sus especies o familias genealógicas —la literatura sofisticada o reconstructivista—, a la que políticamente considerará nociva y perjudicial para su República o Estado ideal.
Estamos, en consecuencia, ante un Platón que, en primer lugar, ignora todo lo relativo a una literatura primitiva o dogmática, al igual que cualquiera de sus contemporáneos o antecesores; en segundo lugar, es incapaz de reconocer e interpretar críticamente los contenidos de una obra poética como la homérica, que constituye la más explícita y primigenia manifestación de la literatura crítica o indicativa; en tercer lugar, propugna en su república la negación y abolición de toda posible literatura, al considerar reductivamente que no hay otra poética que la imitativa, sofisticada o reconstructora de apariencias, cuyo resultado es el deterioro del conocimiento humano y la destrucción del Estado civil; y en cuarto lugar, sugiere la posibilidad de rehabilitar alguna forma de poética o literatura basada en criterios programáticos o imperativos, cuyos contenidos materiales se orienten a la confirmación de los dogmas del Estado, como contenido específico de los cánticos militares o himnos políticos.
Platón se decanta de este modo por una literatura programática o imperativa, al servicio de una política absolutista y definitiva, tal como a lo largo de la Historia, en numerosos momentos no siempre afortunados, diferentes sociedades humanas han tratado de ejecutar, tanto en términos teológicos, desde las exigencias de la Iglesia católica o protestante, como en términos políticos, desde las sociedades soviéticas y marxistas, o fascistas y nacionalistas de todos los tiempos, entre muchos otros supuestos que podrían aducirse. Para Platón, toda literatura es sofisticada o reconstructivista, esto es, imitativa o fraudulenta, por lo que —según él— debe ser abolida por completo. Platón fue incapaz de ver una literatura crítica o indicativa, incluso teniendo ante sí la realidad imponente de la obra homérica, que le infunde respeto y admiración, como se ha visto, pero que no logró hacerle ver la génesis de un sistema crítico de ideas en el seno mismo de los materiales literarios.
Lo cierto es que Platón no llega a la literatura a través de la filosofía, sino desde el imperativo de la política y el idealismo de la utopía, un imperativo y un idealismo que exigen la negación de toda actividad crítica posterior a la constitución del Estado. Como consecuencia de ello, la más solvente de las genealogías literarias —la literatura crítica o indicativa— no tiene la mínima razón de ser, ya que Platón no quiere críticos en su República, sino políticos, que, si bien se mira, han dejado de comportarse como filósofos para actuar como burócratas dictatoriales. Platón exige conocimiento a la literatura, pero no encontró, en la poética de su tiempo, ese «conocimiento» objetivado en los materiales literarios, acaso con la excepción de algunos pasajes de la Ilíada y la Odisea: «es necesario que un buen poeta, si va a componer debidamente lo que compone, componga con conocimiento; de otro modo no será capaz de componer» (República, X, 598e).
Sin embargo, desde el punto de vista platónico, las ideas críticas se objetivan en la filosofía, y son de hecho su contenido material, pero en ningún caso penetran en la poética ni se explicitan en la literatura, que sería tan sólo una forma cavernícola de imitación de apariencias, fenómenos y simulacros dados a los sentidos humanos. En consecuencia, la construcción literaria, o poética mimética, nos aleja doblemente del conocimiento de las ideas, y por ello debe ser políticamente proscrita y ontológicamente destruida.
Ningún filósofo antiguo ni escolástico, ningún pensador racionalista del siglo XVII, ningún científico positivista decimonónico, y acaso ningún lector anterior al simbolismo, podría comprender fácilmente que Dios sea susceptible de recibir en su substancia un atributo o un accidente «azul», porque si algo así tuviera la más pequeña posibilidad de llevarse a cabo, la más limitada potencia de actualizarse, Dios no sería Dios. Platón, Aristóteles, Plotino, Descartes, Spinoza, Hume, etc., jamás habrían comprendido semejante sinestesia, y aún menos verbalizada en la forma —tan española— que ontológicamente implica el verbo estar, identificando en una causa primera y esencial nada menos que un estado existencial, y además cromático, dado en la inconmensurable inmutabilidad de una divinidad teológica. Pero el Dios de los poetas no es el Dios de los teólogos, el cual, es además, en buena medida, el Dios de los filósofos. Dicho con más precisión, y atendiendo a la genealogía de la literatura que se expone en la Crítica de la razón literaria: el Dios de la literatura sofisticada o reconstructivista —el de la poesía modernista juanramoniana, por ejemplo— no es el Dios de la literatura primitiva o dogmática —el Yahvéh del Antiguo Testamento—, ni el Dios de la literatura crítica o indicativa —desde ese Dios inoperante e inhabilitado, tan propio de la novela y el teatro cervantinos, materialmente ateístas, hasta ese trono vacío de toda divinidad, tan patente en tragedias contemporáneas e igualmente deicidas como En attendant Godot—.
En suma, Platón no podría concebir —ni aceptar— de ninguna manera que Dios esté azul, porque en su filosofía no cabe la literatura sofisticada o reconstructivista, sino que solamente cabe, y reducida a la mínima expresión estatalista y política, una literatura programática o imperativa. La literatura crítica o indicativa no se tolera en la República platónica, y ya no por literaria o poética —esto es, por mimética—, sino por crítica o heterodoxa —es decir, por disidente—. Por otro lado, ya se ha advertido con anterioridad que el mundo antiguo y las culturas arcaicas no consideraban como literarios ni poéticos muchos de los materiales y formas antropológicos que aquí sí reconocemos como tales en la genealogía de la literatura primitiva o dogmática, porque la interpretación histórica posterior los ha incorporado al corpus de obras estéticas. El pueblo hebreo anterior a Cristo no podría haber admitido, bajo ningún concepto, que el Génesis fuera una obra literaria: el Génesis, como todos los demás libros del Viejo Testamento, es una Escritura Sagrada, no una ficción poética o una fábula literaria. Nada más lejos, pues, de algo tan profano, y al cabo vulgar, mundanal y frívolo, como la literatura.
Poeta, en suma, para Platón, es aquel que hace el mimo —o incluso el memo— para entretener a la gente, y pervertir su correcta participación política en las responsabilidades y compromisos del Estado. La función del poeta es, pues, «imitar lo que pasa por bello para la multitud ignorante», porque «la imitación es como un juego que no debe ser tomado en serio; y los que se abocan a la poesía trágica, sea en yambos o en metro épico, son todos imitadores como los que más» (República, X, 602b). Por las razones apuntadas, Platón no salva del destierro ni a los más altos y reputados tragediógrafos griegos.
Con todo, la más grave incriminación contra la poesía no tiene en Platón razones ni fundamento en la filosofía, sino —una vez más— en la política, y bajo una de las formas más psicológicas de la sociología política: la desestabilidad emocional de las masas. Ha de advertirse, en suma, que Platón incurre aquí en un psicologismo impropio de un pensador tan supuestamente seguro del conocimiento racional, si bien, y acaso por ello mismo, tan convencido del poder que la psicología emocional ejerce siempre sobre la sociedad humana. He aquí sus palabras:
Por todo esto Platón fue además responsable de que muchos poetas, y artistas de todos los tiempos, vindicaran como propia y original la supuesta irracionalidad de la poesía, y trataran de dotar a este presunto irracionalismo literario de una genialidad superior a cualquier otra forma histórica y posible de pensamiento humano. Nietzsche y Freud contribuyeron decisivamente a incrementar las posibilidades de esta exigencia, al reconocer en la exaltación del irracionalismo, primero, y en el trampantojo del inconsciente, después, una forma de «pensamiento superior» al pensamiento racionalista.
La retórica de los pseudoteóricos de la literatura y del discurso posmoderno hizo el resto: relacionó este irracionalismo de diseño —de corte y confección, diríamos— con la idea erasmista de locura, como forma superior y genial de ejercer la razón, y de ver más allá de los avances tecnológicos y científicos, a los que se tilda de opresores y mutiladores de los impulsos naturales humanos, cuyas virtudes habría codificado Rousseau. El fantasma freudiano del inconsciente se convirtió en el Dios adorado por todos aquellos que, con frecuencia autodenominados artistas o también intérpretes de un «arte» ininteligible, no tienen nada racional que decir.
Y los intérpretes de Platón también han sido muy responsables de todo esto, al no advertir con la debida nitidez crítica que la literatura griega de los siglos VI-V a.n.E., la única a la que se refiere el autor de la República, no puede tomarse nunca como referencia absoluta o esencial, ni como prototipo global o definitivo, de lo que la literatura es, como si los versos homéricos, las odas pindáricas o los metros trágicos y cómicos, constituyeran una suerte de Weltliteratur panhelénica en la que se agotara la explicación o la interpretación de toda posible literatura posterior. Las ideas de Platón sobre la poética y la literatura nacen histórica y geográficamente muy limitadas por los dominios de la Hélade —denominación endonímica por antonomasia—, y se conciben de forma muy reductora a causa de las exigencias e imperativos de una política absolutamente idealista y utópica.
De hecho, si bien se mira, la sola consideración de la teoría platónica acerca de la poesía, en los términos políticos del idealismo, francamente inverosímil, en que ha sido planteada, resulta incluso ridícula. Sólo determinados sistemas monstruosamente absolutistas, como la Iglesia católica o el marxismo soviético, entre otros muchos que han ido pereciendo —y renaciendo— a lo largo de la geografía y de la Historia, se han tomado en serio, y siempre a su manera, algo así. ¿Por qué? Porque saben, con certeza, que la literatura no se puede destruir, y que por lo tanto es necesario programarla, y someterla a los imperativos de la política (Platón, Brecht, Celaya, «political correctness», feminismos varios, etc.), de la Teología (Berceo, Dante, Calderón, Milton…) o de la preceptiva estética (tratadistas aristotélicos del Renacimiento, Lope de Vega, «querelle des anciens et de modernes», Hernani, manifiestos surrealistas, futuristas, creacionistas, dadaístas, etc.).
Habitualmente se considera a Platón como fundador de la
filosofía académica. Naturalmente esta consideración es razonable, pero
también cuestionable desde determinados criterios. Acaso Platón sea el fundador de la filosofía institucionalizada académicamente,
más que de la filosofía académica propiamente dicha. Vamos a
explicar esta cuestión.
No es Platón, a mi juicio, sino
Aristóteles, quien lleva a cabo realmente esa fundación ―la fundación de la
filosofía, como disciplina académica―, al liberar a la filosofía de una
hipoteca metafísica, que la hace incompatible con la realidad.
Platón, en cierta medida ―y sólo en cierta medida, dado que
introduce cambios fundamentales, como el principio de symploké y
la ontología dialéctica―, es el canto del cisne de la metafísica
presocrática. Platón es un idealista filosófico, un utopista político y
geómetra lúdico. Su idea de ciencia es totalmente formalista, sus
planteamientos sobre política resultan absolutamente inviables, por imaginarios
y fantasiosos, y sus conocimientos de literatura son abiertamente ridículos y
por completo paupérrimos, además de amenazantes y patibularios.
Hoy no se puede hablar de literatura en términos platónicos ―es
decir, no se puede citar a Platón, como una autoridad sobre poética literaria―,
porque este filósofo idealista desconoció toda la literatura que, durante 25
siglos de Historia y comparatismo, constituye y conforma la ontología literaria
que hoy tenemos delante y a la que podemos y debemos enfrentarnos. Y que, desde
luego, no es posible ni legítimo ignorar. No hay en Platón nada actual sobre
interpretación literaria. Citar a Platón como autoridad o referente de la
literatura es una cursilería que sólo se pueden permitir novatos, diletantes o
inexpertos. Veamos por qué.
La locura, como la literatura, siempre
es racionalmente muy ambigua. Lo que de veras sorprende es que hoy, en el siglo
XXI, siga hablándose comúnmente ―incluso académicamente también― de locura en
términos parejos a los del mundo antiguo y arcaizante. Y es aquí, en relación
con la locura y la literatura, donde tenemos nuestra primera cita clave con
Platón.
Había en la genuina Grecia dos
corrientes metodológicas explicativas de la locura. Una de ellas, de raíces
científicas y materialistas, procedió de Hipócrates (c. 460-377 a.n.E.), quien,
desde la Isla de Cos, interpretó la locura al margen de las teorías
demonológicas y numinosas, indudablemente metafísicas, que sus contemporáneos
habían heredado e impuesto. Como sabemos, con Hipócrates surge en
los siglos V y IV la primera escuela de medicina. Esta concepción hipocrática
de la locura apunta genealógicamente a los pitagóricos, quienes, como el propio
Hipócrates, consideraban que los trastornos mentales ―que hoy llamaríamos
psicopatologías― tenían una causa física y exigían una explicación
material. Se desestimaban de este modo las
causas demonológicas y las explicaciones metafísicas de cualesquiera problemas
psíquicos relativos a declaraciones, acciones o pensamientos supuestamente
anómalos o anormales. Desde tales criterios hipocráticos, la locura se concebía
como una enfermedad física que tenía causas y consecuencias naturales.
Sin embargo, esta concepción de la
idea de locura resulta eclipsada y destruida por Platón y su filosofía
metafísica, idealista y utópica, desde la cual se restaura de nuevo la tesis
demonológica y espiritualista como causa de la locura. Desde finales del siglo V a.n.E., las
ideas metafísicas (platónicas) sobre la locura se imponen a las tesis
naturalistas o fisiológicas (hipocráticas) con un éxito sorprendente, el cual
llega hasta nosotros, apadrinado por el cristianismo medieval, el
protestantismo reformista, la ilustración europeísta ―pese a todos sus mitos hiperracionales
y logocéntricos―, el idealismo alemán y la contemporánea posmodernidad
anglosajona. ¿No es curioso que la filosofía
(idealista) de Platón haya destruido la medicina (materialista) de Hipócrates?
¿No resulta sorprendente que la filosofía, que se jacta de fundamentarse sobre
saberes científicos, los rechace y desestime irracionalmente, nada menos que
para la posteridad, y discurra por los caminos propios de una metafísica para
explicar la realidad material humana?
Platón (c. 427-347 a.n.E.) era
aproximadamente unos 30 años más joven que Hipócrates, y su filosofía resultó más hechizante ―por idealista y utópica― que la
medicina hipocrática, sin duda más naturalista, fisicalista y materialista. Y
por ello mismo mucho menos atractiva. En la Historia del pensamiento de
Occidente, como del mismo modo ocurrió en Oriente, y acaso allí con mucha mayor
intensidad, el espíritu siempre ha gozado de buena fama, sin
cardar una lana, frente a una materia que, sin duda y por
supuesto, resultó demonizada desde siempre de forma irrevocable y sin apelación
posible. La obra platónica, saturada de
misticismo, y salvaguardada por los intereses políticos y religiosos del
cristianismo de todos los tiempos ―tanto del católico como incluso, con más
fuerza aún, del reformado―, destruyó para la posteridad el crédito de las ideas
hipocráticas sobre la explicación naturalista y materialista de la
locura.
Platón no sólo resultó ser en este
punto un precursor del inconsciente freudiano,
al anteponer el impulso místico como fundamento y motor de la locura, y
prototipo del comportamiento psicopatológico, sino que fue responsable de
legitimar la locura, ante los idealistas y románticos de la Edad Contemporánea,
como una forma superior de racionalismo, al entender estos últimos, de forma
revertida, que la «verdad» de lo humano se objetivaba en un inconsciente
reprimido por la razón, o en un misticismo cuya fuerza se revelaba ―por
fin, en libertad― en los estados oníricos, psicopatológicos o simplemente
anómicos. De este modo, toda forma de
heterodoxia queda definitivamente justificada, tanto en términos políticos como
religiosos, bajo el amparo posmoderno de una idea de libertad completamente
gratuita y presuntamente irracional.
Enfrentarse a la razón será ―de nuevo― una forma de exhibir esta idea gratuita y falsa
de libertad. Pero una cosa es exhibir un postureo libertario y posmoderno, y
otra muy diferente es ejercer de veras la libertad. La saga de los sofistas y
de los irracionalistas de diseño es recurrente: Montaigne, Rousseau, Nietzsche,
Freud, Heidegger, Derrida, Foucault... E imitadores. Marx figura en otras
listas, pero no en ésta. Carlos Marx no es soluble en ninguna posmodernidad. Su
idealismo postula otros paraísos.
Sorprende impresionantemente que a
nadie le haya sorprendido ―valga el extrañamiento― que Platón, el «fundador de
la filosofía» para muchos autorizados filósofos, el transformador de la
realidad a través de la política en su idealista República filosófica,
en su modelo utópico e irreal de Estado, hubiera tomado como ciencia de
referencia la geometría y no la medicina. ¿Por qué? ¿Por qué Platón toma como
ciencia de referencia para entrar en la Academia la geometría y no la medicina?
¿Por qué puede entrar en la Academia quien ignore el materialismo médico pero
no quien desconozca el idealismo geométrico? ¿Qué concepto tiene Platón de las
ciencias? Pues un concepto completamente lúdico, idealista y logopédico. Platón
juega con la geometría como si ésta fuera un logogrifo. ¿Qué puentes construyó
Platón? ¿Qué campos aró, sembró o diseñó Platón como ingeniero o agrimensor
gracias a sus conocimientos de geometría?
Usar la geometría para para proponer
ejercicios mentales, no operatorios, y jueguecitos filosóficos y filosocráticos
―lo que equivale a decir también pseudofilosóficos y pseudosofísticos (porque
toda filosofía no es sino una forma excéntrica de ejercer la sofística)― es una
muestra más de cinismo y de ludismo que de originalidad filosófica y de
desarrollo científico. Desengáñese el admirador de los
diálogos platónicos: Platón es artífice de una filosofía completamente
incompatible con la realidad. Pero, precisamente por ello, de un poder seductor
insólito y permanente. Platón es el primer seductor de idealistas. Y lo es aún
hoy.
He insistido en diferentes lugares en
que difícilmente se puede considerar a Platón como fundador de la filosofía.
Platón es un sofista más, si bien excéntrico, como su maestro, Sócrates. Si la filosofía tiene realmente un
comienzo, éste está en la obra de Aristóteles. Platón es el canto del cisne de
un pensamiento realmente presocrático: su visión idealista y utópica, mística y
metafísica, aunque le lleva a superar el monismo y el relativismo de todos sus
predecesores, impulsado por un afán de originalidad que sólo en cierto modo fue
capaz de satisfacer, no nos sitúa en la realidad de este mundo, sino en el
idealismo absoluto de las ideas puras. Su filosofía, como la de su mítico
maestro y socrático ventrílocuo, sin duda y sin reservas, no era de este mundo.
Y esta huida hacia el idealismo, esta fuga hacia la metafísica idealista y
utópica, tanto en política como en ciencia, es lo que hace fascinante su
filosofía, aún hoy, para todos aquellos que ―adolescentemente― se ilusionan con
la idea de ser disidentes, ante una realidad que les disgusta, y superiores,
ante un entorno que ―como a Sócrates gualdrapero― no les comprende en su
«genialidad».
Desde un idealismo filosófico
incompatible con el racionalismo materialista, Platón explicó a su manera lo
que formó parte de su tiempo y de su espacio, de su historia y su geografía,
muy reducidas frente a las nuestras, con todas las limitaciones que esto
entraña, y que la tradición posterior a Platón nos sirvió en bandeja —cristiana
primero, y secularizada después—, como una preceptiva que estaba prohibido
tocar y cuestionar, de la Edad Media romana y apostólica al Romanticismo teísta
y protestante, y de éste a nuestra contemporánea y no menos espiritualista
posmodernidad.
El propio Aristóteles fue
extremadamente cuidadoso en este punto con su maestro. Aristóteles fue un
discípulo que supo nadar y guardar la ropa. Si todo discípulo es un intérprete
sin originalidad ―que más que interpretar al maestro simplemente lo sigue, lo
cita o lo recita―, Aristóteles supo ser un discípulo original, valga la abismal
paradoja. Porque un discípulo original, a partir de cierto punto, deja de ser
un discípulo, y se convierte en otra cosa. Es decir, deja de ser ―también―
un condiscípulo.
Platón impregnó de misticismo todas
sus interpretaciones de la realidad, e hipotecó definitivamente de este modo no
sólo su propia filosofía, sino toda forma posible de interpretarla. Piénsese que para Platón hay dos tipos
de locura: una, que resulta de la enfermedad física, de la que no se ocupa en
absoluto; y otra, cuya causa es metafísica, y actúa por inspiración divina o
posesión demoníaca, al dotar a su poseso de potencias ―que no facultades―
proféticas, poéticas o irracionales.
Es potencia, y no facultad, porque,
para Platón, nadie enloquece cuando quiere, sino cuando puede, por mediación o
intervención divinas o demonológicas. Aquí residiría la esencia, o la
genialidad, de la creación poética: el poetizar. Así es como el misticismo filosófico de Platón eclipsa y
disuelve el criterio naturalista de Hipócrates. En cierto modo, podríamos decir que las ideas platónicas sobre
la locura perduran hasta hoy en la mente de ciertos pensadores, idealistas y
adolescentes. Para Platón, la experiencia mística ―que no la experiencia
fisiológica― explica el motor del comportamiento humano. Son los dioses quienes
trastornan al ser humano, y no los hechos materiales de la vida real. ¿Son éstas interpretaciones que pueda asumir un filósofo
materialista? Porque ésta y no otra es la teoría de Platón sobre la poesía y
los poetas, sobre el origen de la literatura y la causa misma del hecho
literario: una locura metafísica, que hace del poeta una criatura «alada»,
«divina», «loca», «enajenada», «demente»... La poesía ―como prototipo de lo literario― era para Platón
resultado del «alma» irracional, insensata, enferma, trastornada y alejada de
todo racionalismo.
Esto es una «teoría» metafísica de la poesía y de la literatura
que nada tiene que ver ni con la poesía ni con la literatura, y que desde luego
hay que explicar por contraposición a la idea de locura que sostiene
Hipócrates, como enfermedad diagnosticable desde causas y consecuencias
naturales, y por contraposición a la idea de literatura que exige la Crítica
de la razón literaria, como sistema de materiales y formas que objetiva, a
través de la ficción, una forma inédita de racionalismo. Pues toda literatura
mide y objetiva el grado de racionalismo del que dispone la sociedad humana que
la hace políticamente posible. Hipócrates es científico y
materialista, frente a un Platón filosófico, idealista y utópico. He aquí el
discípulo de Sócrates y el «fundador» de una filosofía, siempre metafísica,
idealista y utópica, absolutamente incompatible con la realidad.
La filosofía de Platón es la de sus
antepasados socráticos y presocráticos, pero mejor contada: «Porque
es una cosa leve, alada y sagrada el poeta, y no está en condiciones de
poetizar antes de que esté endiosado, demente, y no habite ya más en él la
inteligencia» (Platón, Ion, 534b). Y hasta aquí llega la inteligencia literaria de Platón. La filosofía
platónica termina donde comienza la literatura. No por casualidad desde Platón la
literatura ha sido el Talón de Aquiles de los filósofos. Cuando la literatura habla, la filosofía calla. Porque
sólo la literatura puede silenciar a la filosofía.
A continuación voy a referirme, a través de ejemplos literarios concretos —y sin pretensión de exhaustividad, dado que el corpus de tales materiales literarios resulta inagotable—, a las relaciones que genealógicamente han podido establecerse con la literatura programática o imperativa desde la teología, la política y la poética.
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NOTAS
[1] «Platón […] ve
en la democracia un estado de descomposición al que se llegará tras el proceso
de degradación de una sociedad en la que cada cual sólo busca su propio
provecho y juzga en función de sus intereses» (Bueno, 1991: 232).
[2] «—O sea, ¿es
imitación de la realidad o de la apariencia? —De la apariencia. —En tal caso el
arte mimético está sin duda lejos de la verdad, según parece; y por eso produce
todas las cosas pero toca apenas un poco de cada una, y este poco es una
imagen. Por ejemplo, el pintor, digamos, retratará a un zapatero, a un
carpintero y a todos los demás artesanos, aunque no tenga ninguna experiencia
en estas artes. No obstante, si es buen pintor, al retratar a un carpintero y
mostrar su cuadro de lejos, engañará a niños y a hombres insensatos,
haciéndoles creer que es un carpintero de verdad» (Platón, República, X,
598b-c).
[3] Juan Ramón
Jiménez, Obra poética (2005: I, 681), «Balada de la mañana de la cruz», Baladas
de primavera (1907).