IV, 3.13 - La parodia en los entremeses calderonianos: costumbrismo y carnaval

 

Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices





La parodia en los entremeses calderonianos: costumbrismo y carnaval


Referencia IV, 3.13

 

Crítica de la razón literaria, Jesús G. Maestro

Tras el Barroco hispano, la risa inicia un proceso de degradación y limitación que alcanza su cima en el siglo XVIII, con el triunfo de la Ilustración europeísta y anglosajona. Los ilustrados, desde su más sofisticado neopuritanismo, impusieron imponentes limitaciones al sentido del humor, así como a la totalidad de las formas de la materia cómica, de lo risible a lo grotesco y de lo ridículo a la parodia. Durante la centuria setecentista la risa pierde la cosmovisión que poseía desde el Medioevo y el Renacimiento, y también el Barroco, para resultar degradada, denigrada, dogmatizada, codificada oficialmente, conservando sus vínculos materialistas y corporales, pero bajo el dominio de lo particular, lo arquetípico, lo inferior, lo cotidiano, lo despreciable, lo desacreditado. La posmodernidad, ebria de neopuritanismo, comparte muchas de estas limitaciones desde los imperativos de lo políticamente correcto con estas formas y métodos de represión de lo risible y de lo cómico. Los moralistas nunca se han caracterizado por su sentido del humor.

Durante el siglo XVII, especialmente en la literatura francesa —la más impermeable a la cultura popular, como bien demostrará el siglo XVIII—, los géneros cómicos difícilmente van más allá de la cultura oficial, razón por la cual la risa y lo grotesco se atenúan al penetrar en este ámbito cada vez más pulido por la moral[1]. No ocurría así en la literatura española. Pero es innegable que a medida que nos aproximamos al siglo XVIII, los protagonistas de las comedias van pasando paulatinamente de las plazas públicas a las mascaradas de corte y de salón. Éste ya no es el escenario de lo carnavalesco, sino de la moral y las «buenas costumbres», donde la vida humana resulta rigurosamente discriminada, generalizada y tipificada. Esto es el Versalles y la Francia del siglo XVIII. La risa se limita, se restringe cada vez más, y pierde su universalismo. Por un lado se asimila a lo tópico, lo general, lo banal, lo aparente, lo arquetípico; por otro lado se identifica con la invectiva personal o gremial, la burla unívoca y recurrente, el chiste contra algo o alguien. La moral, a lo largo del siglo XVII, está con frecuencia detrás de estos procesos de generalización y tipificación de lo risible. Pero será el siglo XVIII el que llevará al extremo una reestructuración en el modelo de las formas cómicas. La ideología, esto es, las creencias de un grupo social más o menos dominante, va a determinar, por encima de la poética, la codificación pública de la experiencia cómica en el mundo literario posterior al Barroco hispano.

En el conjunto de estas transformaciones, lo carnavalesco y sus irreverentes arquetipos resultan paulatinamente reemplazados en los escenarios teatrales por una forma mucho más sutil, doméstica y moderada de presentar los prototipos sociales conflictivos: el costumbrismo. El carnaval desaparece de las tablas en la medida en que el teatro se aleja de la plaza pública para acercarse al palacio y a la corte, y en su lugar prospera, a modo de recordatorio, un reparto de personajes marginales, otrora inquietantes y problemáticos, completamente domesticados e incluso esterilizados, cual inofensivos recursos estéticos, cuyo colorido y pintoresquismo se limita a lo popular, lo costumbrista, lo sainetero, lo folclórico, incluyendo en ocasiones alguna dosis de moralina[2]. Este germen se advierte levemente ya en algunas obras del teatro breve, cortesano en cierto modo, de Calderón. Es lo que sucede con varios personajes de entremeses como La casa holgona, El convidado, La franchota o La plazuela de Santa Cruz.

La casa holgona se ha interpretado como «pieza de enredo novelesco con abundantes notas costumbristas sobre la vida de las mujeres de “casa llana”» (Rodríguez y Tordera, 1982: 101). Nutrida de diálogos llenos de alusiones y equívocos, la pieza nos muestra a un estudiante capigorrón, Antón, que visita un prostíbulo del que sale esquilmado y escarmentado. La obra ofrece un final que suena a moraleja: «¿Cuáles son los holgones / más propiamente? / Los que están sin cuidado / de lo que deben» (vv. 182-185). El entremés parece contener un mensaje destinado a incautos, negligentes, y demás frecuentadores de ambientes prostibularios y rufianescos.

El convidado, por su parte, se concentra más bien en la burla justiciera de un prototipo de doble naturaleza: el soldado fanfarrón y el pícaro capigorrón. Un vejete sufre las visitas inoportunas de este gorrón y valentón. Hartos de él, sus criados Perico y Sabatina deciden someterlo una serie de burlas para escarmentarlo y que no vuelva. La parodia no ocupa el lugar preeminente del entremés. Queda ensombrecida por la burla justiciera. El convidado se construye sobre la broma pesada y justificada, sobre burla directa —«sale el Soldado, muy ridículo»—, y sobre la reprobación verbal explícita contra un gorrón socialmente inútil. Una vez más el entremés ilustra, como en otros de Calderón, un valor final moralizante, expresado en este caso en forma de advertencia: «Con que aqueste sainete / sirva de ejemplo / para los gorrones / y tramoyeros» (vv. 309-312).

El concepto de «cuadro de costumbres» resulta clave para interpretar buena parte de lo cómico en el teatro calderoniano. En muchos casos su concepto de lo cómico no trasciende los límites intencionales de un —pretendidamente inocente— cuadro de costumbres. Su poética de lo cómico es en buena medida una poética de lo cómico costumbrista. Ejemplo notable de ello es La plazuela de Santa Cruz. Según Scholberg (1954: 15), es el entremés «de menos interés y valor literarios». Sin embargo, aunque sin duda es el más intensamente costumbrista de todos, no es —desde el punto de vista que aquí consideramos— sustancialmente distinto de cualquier otro entremés calderoniano: estructura reiterativa, contenidos misóginos y, sobre todo, retrato paródico de prototipos sociales —entremetida e hidalgo—. La retórica de lo cómico discurre aquí netamente en el limitado y tipificado contexto de lo costumbrista.

En este teatro breve, la presencia del carnaval es un mero referente, un motivo poético que sirve de marco contextual. Sustancialmente, lo carnavalesco es un recuerdo, una fecha en el calendario, un escenario metateatral, como sucede en Las carnestolendas. No estamos aquí ante la expresión más completa y más pura de la cultura cómica popular. El tema pertenece a la Edad Media y el Renacimiento, y, aunque también al Barroco, en el que cabe todo, ya apunta hacia «ciertos modales» del siglo XVIII. Nada hay aquí de permutación de jerarquías, y mucho menos de inversión de autoridad: el bufón no se convierte nunca en rey. Ni siquiera estamos ante un bufón. Tan sólo es un vejete aburrido y tacaño que disputa ridículamente con sus tres hijas.

En el teatro cómico breve de Calderón, la parodia tiene una dirección y un carácter unívocos. Siempre son los mismos personajes los que, en una variada gama de arquetipos socialmente inferiores, son objeto de burla y parodia sin cesar. En un contexto tan unívoco, tan monológico, como éste, es imposible el carnaval. Ésta es la poética de lo cómico —en absoluto carnavalesca— que asume Calderón en sus entremeses, jácaras y mojigangas, y de este modo puede ridiculizar y caricaturizar a una serie de personajes singulares, tipificados como excéntricos y paródicos, anómicos incluso, con el fin de que nadie pueda, ni social ni moralmente, permitirse la más menor posibilidad de identificarse con ellos bajo ningún concepto, so pena de descrédito y repudio oficiales.

Don Pegote caricaturiza así la figura del galán acicalado («lindo») —que la posmodernidad ha bautizado con el marbete de «metrosexual»—, y cuya imagen se deteriora sistemáticamente en el entremés al atribuírsele numerosos rasgos ridículos y paródicos. En el personaje protagonista, don Pegote, se objetiva un cúmulo de arquetipos sociales objeto de parodia: el hombre vanidoso de su aspecto físico[3], el avaro[4], la hidalguía equívoca, un donjuán lleno de torpezas, el bobo o simple incluso. Doña Quínola finge un embarazo para conseguir de don Pegote cien ducados. El grotesco galán se niega a dar tal dinero, subrayando de este modo su ruda avaricia y su vulgar miseria. Don Pegote no entrega ni un ducado. Finalmente doña Quínola y doña Jimena se burlan de él punzándole con alfileres. En este punto, el entremés no tiene un final moralizante: las burladoras no triunfan sobre la avaricia. Unos y otros son unos farsantes. Por otro lado, el entremés tampoco persigue el desenmascaramiento en sí de un impostor, sino la broma y la juerga finales de una sociedad abúlica y jocosa.

El pésame de la viuda reitera las características apuntadas, al representar una sátira muy típica del siglo XVII cuyas figuras son uniformemente personajes de los estratos socialmente más bajos. La protagonista es la viuda aparentemente desconsolada a la que asedian, con su propio y mojigato consentimiento, ridículos pretendientes. Seguimos alejándonos de lo carnavalesco, en una pieza que reúne en sí misma las características esenciales de toda mojiganga: el paso relativamente abrupto de una situación de pesadumbre (duelo) a otra festiva (baile), gastronomía grosera en manos personajes gorrones, elevado número de figuras en escena, y música y baile como final a un proceso grotesco o burlesco. Sugería Bajtín (1965) que el Barroco discriminaba con rigor las fronteras de lo risible, custodiando sofisticadamente la seriedad moral de sus dogmas. Es posible que esto ocurra en los textos de Bajtín, y en los libros de los exégetas de Bajtín. Pero lo que resulta innegable es que el Barroco lo mezcla y combina todo, lo culto y lo popular, lo risible y lo incompatible con la risa, lo grotesco y lo ridículo, el carnaval y el escarnio, y la totalidad de las formas de la materia cómica. Sólo con el triunfo de la Ilustración afrancesada, anglosajona y europeísta, la literatura pierde algo esencial: el sentido del humor. No hay nada más elocuente en la Historia de la Literatura Universal que el silencio de la literatura española durante el siglo del XVIII. Por algo será.

 

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NOTAS

[1] «La riquísima cultura popular de la risa en la Edad Media vivió y evolucionó fuera de la esfera oficial de la ideología y la literatura serias. Fue gracias a esta existencia no-oficial por lo que la cultura de la risa se distinguió por su radicalismo y su libertad excepcionales, por su despiadada lucidez. Al vedar a la risa el acceso a los medios oficiales de la vida y de las ideas, la Edad Media le confirió, en cambio, privilegios excepcionales de licencia e impunidad fuera de esos límites: en la plaza pública, en las fiestas y en la literatura recreativa. Con ella la risa medieval se benefició amplia y profundamente. Pero durante el Renacimiento la risa en su forma más radical, universal y alegre, por primera vez en el curso de cincuenta o sesenta años (en diferentes fechas en cada país), se separó de las profundidades del pueblo y la lengua «vulgar», y penetró decisivamente en el seno de la gran literatura y la ideología «superior», contribuyendo así a la creación de obras maestras mundiales como el Decamerón de Boccaccio, el libro de Rabelais, la novela de Cervantes y los dramas de Shakespeare» (Bajtín, 1965/1982: 70). Lo cierto es que la risa no se apagó en absoluto durante el Barroco español. La risa se apagó, y en ciertos momentos de forma definitiva, con el triunfo de la Ilustración europeísta, afrancesada y anglosajona.

[2] Respecto a la relación entre lo carnavalesco y el teatro cómico breve de Calderón, autores como Pérez de León (2002: 1090) escriben que «esta estética subversiva se presenta como un imposible en el teatro breve de Calderón». La idea está apuntada en Chauchadis, quien, a propósito de Calderón, escribe: «Cabe subrayar aquí una diferencia fundamental entre el entremés y la fiesta carnavalesca: es que en esta la burla alcanza a todas las capas de la sociedad, confundidas, no se respeta al noble ni al superior , el mundo al revés derriba toda jerarquía, mientras que el entremés practica una burla selectiva en la que los inferiores se hacen más inferiores aún con el peso de las ridiculeces de los hunden» (Chauchadis, 1980: 171). Por su parte, Vicente Pérez de León desarrolla y explica esta argumentación con renovada hondura: «Una de las características de los entremeses calderonianos es la de crear un humor que refuerza la ideología al servicio de la política de la corte. Al contrario de lo que ocurre con la idea del carnaval en sus principios más básicos en la que, según Bajtín «todo el mundo era considerado igual durante el carnaval», e «incluye a todo el mundo», el humor de los entremeses de Calderón, si cabe, contribuye a fomentar que la distancia entre poderosos y oprimidos se acentúe, y también a que se excluyan y no incluyan, utilizando la burla, determinadas clases sociales en estas obras. En este sentido, los entremeses de Calderón, siguen en la órbita de los del siglo XVII, sobre todo a partir de la segunda década. El humor empleado es sistemáticamente degradante hacia mujeres, extranjeros, minorías y aldeanos, entre otros […]. El teatro breve de Calderón en muchos casos refuerza, con el castigo al débil, la idea de que debemos respetar la jerarquía social por encima de las manifestaciones que nos acercan a lo terrenal de la vida» (Pérez de León, 2002: 1095).

[3] «Es prodigio no visto, es cosa rara / ver las que mueren por aquesta cara. / Alabo su buen gusto: yo me gozo / de que todos me digan: ¡Qué buen mozo!» (vv. 4-7).

[4] «[…] Pues crea el muy barbón / que en materia de dar soy un Nerón. / Tanto, que por no dar a las señoras, / si yo fuera reloj no diera horas; / ni Pascua, por no dar ni buenos días, / pesames, parabienes, bienvenidas» (vv. 39-44).






Información complementaria


⸙ Referencia bibliográfica de esta entrada

  • MAESTRO, Jesús G. (2017-2022), «La parodia en los entremeses calderonianos: costumbrismo y carnaval», Crítica de la razón literaria: una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica. Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades del conocimiento racionalista de la literatura, Editorial Academia del Hispanismo (IV, 3.13), edición digital en <https://bit.ly/3BTO4GW> (01.12.2022).


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