IV, 2.41 - Larra: crítico, romántico y realista

 

Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices





Larra: crítico, romántico y realista


Referencia IV, 2.41


No sacrifiquemos la verdad al deseo de fascinar manifestando talento…   

Mariano José de Larra[1]

 


Crítica de la razón literaria de Jesús G. Maestro

Larra es un escritor fundamental en todo lo relativo a una literatura crítica o indicativa. Pero es también algo más. Larra es un cínico. Larra es el primer escritor español que responsabiliza públicamente a su propio país, y de forma tan virtuosa como irresponsable, de sus fracasos personales y profesionales. Larra hizo creer a sus lectores algo que tal vez él mismo también se creyó, a saber: que de haber escrito o vivido en Francia, o en otro país de la Europa septentrional, habría sido un escritor más reconocido. En primer lugar, cabe decir que no necesitó ser francés, inglés o alemán para ser reconocido, pues le bastó ser español (afrancesado) y escribir en español (no en inglés, ni francés, ni en alemán) para pasar a la Historia de la literatura, más española que universal. ¿Acaso los ingleses, franceses o alemanes han prestado a la literatura de Larra más atención de la que ésta ha recibido en España? Larra inauguró una costumbre nefasta —y subrayamos aquí el término costumbre—, muy apreciada y golosa para los intelectuales y escritores españoles de la Edad Contemporánea, que alcanzan entre los miembros de la generación del 98 su más alta dosis de neurosis hispánica: hablar públicamente mal de España, hasta convertir a «este país» en el culpable de los fracasos personales y profesionales de los españoles inteligentes, grupo de élite al cual, sin duda, pertenecería el propio Larra, exento, como Ortega y Gasset y tantos otros, de toda responsabilidad colectiva, individual y, por supuesto, laboral y cultural.

Los autores del Siglo de Oro, de Fernando de Rojas a sor Juana Inés de la Cruz, de Cervantes a Quevedo, y de Lope de Rueda al autor de El diablo Cojuelo, Luis Vélez de Guevara, no regatearon críticas a su tiempo y espacio históricos, pero nunca responsabilizaron a su país de sus posibles fracasos personales, profesionales, militares, económicos o políticos. Larra es el primero en hacerlo. De forma impune, y como si tal cosa fuera una virtud digna de imitación. Rojas, Cervantes, Lope de Vega, Quevedo, Guevara, sor Juana, etc., critican y censuran prototipos humanos, formas de conducta universales y comportamientos que consideran corruptos y nocivos, injustos e intolerables. Larra, sin embargo, reemplaza el arquetipo universal por el prototipo español. Es, acaso, la diferencia entre quien escribe desde el imperio y quien escribe desde la conciencia personal de pertenecer a una sociedad que se siente fracasada y no sabe asumir ese fracaso —un espejo en el que no sabe ni quiere verse ni reconocerse, porque no sabe ser original sin incurrir en el narcisismo de la inteligencia —de la inteligencia propia— que se exhibe, como genialidad incomprendida, a costa de culpar a los demás de incomprensión, enemistad o lo que surja. Éste es Larra. Ese «pobrecito hablador» que, en su victimismo personal, nunca dejó de culpar a sus compatriotas de sus miserias personales y fracasos profesionales.

Es importante que el lector sepa esto. Cuando Larra escribe y publica, el 30 de abril de 1833, ese célebre artículo titulado «En este país»...:


El autor tiene a la sazón veinticuatro años. Su padre había sido cirujano militar en los ejércitos franceses y tuvo por tanto que abandonar el país cuando se produjo la derrota napoleónica. La familia regresa tras la amnistía decretada por Fernando VII en 1818. La carrera del padre no se vio truncada en absoluto por su afrancesamiento. Al volver a España recupera su condición de médico militar y llegará a ser médico personal del infante Francisco de Paula, hermano de Fernando VII.

Larra crece en distintas ciudades españolas a donde la familia se traslada siguiendo los nombramientos de su padre. Sus ideas no son liberales en absoluto. Con dieciocho años ingresa en los Voluntarios Realistas, una milicia creada por Fernando VII en junio de 1823, tras la derogación de la Constitución de Cádiz, con el fin de impedir una nueva intentona constitucional. El Cuerpo de Voluntarios Realistas no era un ejército regular pero llegó a contar con doscientos mil voluntarios y fueron un apoyo importantísimo para los planes de Fernando VII, que desconfiaba grandemente del ejército. Cuando la milicia se disolvió en 1833, al morir Fernando VII, muchos de sus integrantes pasaron a engrosar las fuerzas del pretendiente Carlos María Isidro durante la Primera Guerra Carlista. 

El asunto de Larra y los Voluntarios Realistas ha traído a la crítica de cabeza y ha llevado al funambulismo interpretativo porque resulta molesto tener que poner a Fígaro, tan crítico y tan reformista, en el lado malo de la Historia. Nos hubiera gustado mucho a todos que Larra fuera liberal y esas cosas que los buenos deben ser pero no lo era, y esto no resta un micra de valor a su obra literaria ni a su estilo impecable ni a su capacidad crítica con respecto a la sociedad en la que le tocó vivir y de la que él, con todas sus contradicciones, formó parte. El atolladero interpretativo en lo que a la ideología de Larra se refiere viene de confundir lo afrancesado y lo liberal. Una vez que se establece el eje de coordenadas de la calificación moral de buenos y malos, se produce un vínculo contra natura de afrancesados y liberales por aquello de reformismo, y se intenta dejar a los absolutistas en el lado oscuro (la «España mala») y sacar de ahí a los afrancesados, pero no hay modo (Roca Barea, 2019: 210-211).


Además de leer a Roca Barea, el lector debe también consultar los trabajos que sobre Larra han escrito José Escobar (1983) y José Luis Varela (1983). También conviene que el lector evite confundir, cuando tiene a Larra delante, el exilio de los liberales con el exilio de los afrancesados, porque no fueron el mismo exilio, ni en sus causas, ni en sus consecuencias, ni en su regreso. A la vista de todos estos datos, la lectura de las «costumbres» de Larra sitúan al lector en un nuevo y original «horizonte de expectativas».

Larra es, también, uno de los escasísimos literatos románticos en los que la crítica siempre se ejerce indisociablemente ligada y unida a la realidad del mundo terrenal y humano. Los artículos de Larra son ante todo críticos, y su contenido está siempre implantado y justificado en la realidad política y social desde la que vive y escribe su autor. Esta alianza entre crítica y realidad —entre crítica y racionalismo— será decisiva en su literatura. Frente a él, la mayor parte de los escritores románticos subrogaron la realidad en general, y particularmente la civil, urbana y política, por el diseño de un mundo imaginario, extraordinario e insólito, desde cuya mitología e irrealidad tratarían de ofrecer una visión, no siempre crítica, sino más bien sofisticada y reconstructivista, del momento histórico y social que les había tocado vivir. Larra, por su parte, nunca abandonó la realidad, en sus exigencias humanas más sociales y políticas, para escribir una de las obras de arte verbal críticamente más reveladoras tanto de la Historia de la literatura como de los complejos personales de un autor.

Muy pocos artículos de costumbres de Larra se sustraen al costumbrismo urbano. Apenas títulos como «La caza» o «Las antigüedades de Mérida». En algún caso puntual Larra se sirve de formalismos más sofisticados, como el artificioso, casi imaginario, diálogo entre él y su criado, no ajeno a cierto simbolismo, de «La Nochebuena de 1836», artificio que se intensifica, casi alegóricamente, en textos como «El día de difuntos de 1836», o en «Cuasi. Pesadilla política», sobre los que volveré más adelante.

Como sabemos, el origen del costumbrismo está en la literatura española de los Siglos de Oro. Es una tendencia que crece a medida que avanza el siglo XVII español. El cuadro de costumbres abunda en las obras de Cervantes, Lope y Quevedo, y adquiere en títulos como El diablo Cojuelo (1641) de Guevara cimas de referencia. El Día de fiesta por la mañana (1654) y Día de fiesta por la tarde (1659), de Juan Zabaleta, ratifica un modelo que décadas después se exportará a la cultura anglosajona y de la literatura se trasplantará al género periodístico. 

En Inglaterra, de hecho, debido al escaso desarrollo del que siempre adoleció la limitada originalidad de su literatura, el costumbrismo proliferó en la prensa periódica, pero no en la creación literaria, que tiene lugar a comienzos del siglo XVIII. The Spectator de Addison y Steele, publicado en entregas diarias desde 1711 hasta casi 1714, constituyó el modelo convencional de referencia. Inglaterra siempre prestó más atención a la información y la propaganda que a la literatura. La descendencia costumbrista inaugurada por Addison consagró para este género un aparente equilibrio entre las formas del ensayo aparentemente crítico, la sátira y la narración, todo ello, sin duda, con una clara intención propagandística y política. Algunos intérpretes, llevados por el efecto anglófilo, llegan a afirmar que Victor Joseph Étienne, «Jouy», fue el autor modelo al que siguen varios escritores españoles a partir de la década de 1820. ¿Qué escritores? ¿Se trata realmente de escritores o de folicularios? Este formato costumbrista se caracteriza por alejarse del ensayismo crítico y de la sátira, así como por concentrarse en aspectos más descriptivos y narrativos (Romero Tobar y Pérez Vidal, 1997).

Desde un punto de vista crítico, Larra es a la literatura costumbrista lo que Cervantes al entremés de su tiempo: un renovador del género, precisamente a través del manejo de las facultades y potencias críticas de la escritura en la prensa del momento. El marco de referencias de Larra lo constituye la realidad social y política de la España que ha sobrevivido a la experiencia napoleónica de una Europa que se debate en insolubles luchas civiles e ideológicas. La Guerra de la Independencia, lejos de haber sido una revolución liberal, resultó ser más bien un revulsivo del absolutismo gestionado por las élites derrotadas, que volvieron a recuperar el poder en la siniestra figura de Fernando VII. España incuba desde entonces una serie de conflictos cuya más lamentable purgación se manifestó unos ciento treinta años después, con el estallido de la guerra civil española. En aquel contexto político Larra concibe, escribe y publica sus artículos de costumbres.

Tras la experiencia de la Ilustración europeísta y anglosajona, el siglo XIX exige una extraña libertad política: una libertad supeditada o subordinada al triunfo de ideologías extremas. Lutero había proclamado una libertad religiosa —expresión en sí misma oximorónica—, que en el formato protestante había quedado reducida a una libertad de conciencia, es decir, a una libertad religiosa imaginaria y de corral, cuyo límite era el idealismo fideísta y subjetivista del yo, sobre el que el pietismo alemán desplegaría toda su filosofía kantiana, idealista y trascendental. Una filosofía, la idealista germana, completamente incompatible con la realidad, pero extremadamente seductora. 

Sin embargo, la libertad ilustrada y romántica, lejos de la «libertad» religiosa y luterana, exige objetivarse en las leyes de un Estado secular y laico. Sin embargo, el idealismo de esta objetivación resulta casi patológico. Como advierte el propio Larra en su artículo «Literatura», nuestro escritor comienza su actividad literaria en un momento en que la idea de libertad es la divisa de la época. No obstante, se trata de una «divisa» francamente muy indefinida. La influencia de la cultura francesa, su lengua y literatura, proporcionan a Larra una perspectiva aparentemente crítica y supuestamente moderna, de la que se nos dice, desde la ignorancia más superlativa, que carecía la España absolutista y fernandina de comienzos del siglo XIX. Mentira. Algo así es una premisa negrolegendaria que exige ignorar la realidad de España. Larra plantea problemas propios y personales de un intelectual que exhibe ser crítico y heterodoxo, de un ciudadano atento y observador, y de un individuo que, desde una perspectiva antiespañola y proeuropeísta, asiste con inteligencia narcisista a los cambios políticos, culturales y sociales de su tiempo. Los medios desde los que Larra formaliza tales materiales son, como sabemos, el relato o sátira de costumbres, la crítica del ensayismo político, la reflexión de la crónica teatral y literaria, y el género de la carta ficticia o artificio epistolar[2]. Todo ello dentro de un medio de comunicación de masas, sujeto a propaganda ideológica y política: la prensa decimonónica. 

Larra es un escritor crítico cuyos materiales proceden, esencialmente, de un costumbrismo social y urbano como prototipo de sociedad política o Estado. Aparentemente, se trata de un costumbrista liberal y romántico, crítico y además realista, que no sólo se muestra contrario a la tendencia del costumbrismo tradicionalista y conservador, sino que además rechaza, en nombre de la crítica y de la razón, todo idealismo, toda utopía y toda ucronía[3]. Sin embargo, todo esto son apariencias. Larra es un conservador que en sus escritos seduce a los liberales extemporáneos. No a los liberales contemporáneos, que no le prestaron ninguna atención. Larra siempre parte de la realidad, y en su literatura, plenamente romántica, la realidad es premisa y conclusión de todo su sistema de pensamiento. Pero... de qué realidad parte exactamente Larra: de una realidad caricaturizada por su inteligencia narcisista. Larra, en realidad, no nos habla de la realidad, sino de una caricatura de la realidad. La caricatura que a él le conviene, para hacerse, en primer lugar, visible en su época, y en segundo lugar, y simultáneamente, diferente y superior a sus contemporáneos. 

Romero Tobar ha subrayado que Larra es el «primer periodista español que entrevera la tradición de la sátira moderna y la antigua sátira menipea para hacer de la mezcla una ágil respuesta a las incitaciones de cada día» (Romero, 1997: xii)[4]. La escuela de periodismo en la que Larra se forma se sitúa en el proceso de cambio que experimenta el mundo editorial español en la transición política y social que se inicia con la muerte de Fernando VII. Es un proceso marcado por la evolución de unas ideas en cambio dialéctico. Y en esa dialéctica, Larra juega sus cartas. Es evidente que Larra escribe convencido de las grandes ventajas que ofrece el periodismo moderno como medio de comunicación y como vehículo expresivo de la literatura y la crítica más personales. De hecho, usa el discurso periodístico para la expresión intensa del detalle y la reflexión punzante sobre lo fragmentario y particular en el seno de lo político y de lo social. Como él mismo escribe, «en Europa los periódicos y la pluma llevan al poder» («Literatura», El Español, 18 de enero de 1836). En Europa, y en todas partes. Pero no llevan al poder a cualquiera. Lo que parece ignorar Larra es algo muy evidente: la prensa no es un medio que conduce al poder, sino que es un medio de los que ya dispone el poder, y que utiliza para su propia preservación y consolidación. La prensa ha sido siempre un instrumento al servicio del poder político, y como tal se usa políticamente para administrar la libertad y organizar la forma de vida de los seres humanos. La única razón de ser del periodismo ha sido siempre la gestión de la mentira. La democracia es, ante todo, la más abierta gestión de la mentira. Con un grado de apertura históricamente muy variable, todo hay que advertirlo. La idea de libertad no es la misma en la antigua democracia ateniense que en la ilustrada democracia estadounidense del siglo XVIII, ni mucho menos que en la anglosajona y globalizante democracia posmoderna del siglo XXI.

La plena profesionalización de Larra como periodista culmina entre diciembre de 1832 y marzo de 1833 con su ingreso en la redacción de La Revista Española, que el 1 de diciembre de 1832 sucede a las Cartas Españolas. Larra comienza a publicar en La Revista Española artículos sobre teatro. La crítica teatral fue decisiva para su reconocimiento como periodista. Sólo desde 1834, apenas tres años antes de su suicidio, «Fígaro» comienza a ejercer la crítica política desde posturas supuestamente liberales que se harán poco a poco más radicales. El de Larra es un liberalismo muy extraño. Es un liberalismo —permítasenos parafrasear sus propias palabras— muy dispuesto a proscribir, en nombre de un presunto buen gusto, lo que la ley permite. Cuestión más compleja consiste en determinar en qué consiste ese «buen gusto» en nombre del cual Larra impone su crítica, sus exigencias y sus leyes proscriptoras.

Su desencanto con el público y la «opinión pública» son manifiestos. Y sin embargo Larra parece olvidar que él mismo forma parte —esencial— de esa opinión pública, y que incluso es más bien opinión publicada. Entre el escritor y la sociedad se interponen filtros mediadores decisivos. En la época de Larra, estos intermediarios son la censura política, estatal, normativa, y el mundo empresarial de comienzos del siglo XIX español. Es decir, los mismos, exactamente los mismos, que en cualquier época: censura, Estado, normas y dinero. Su obra contiene importantes reflexiones sobre la censura, como supresión de ideas y saberes que, según sus diferentes recursos políticos y medios de conocimiento, los seres humanos se imponen mutuamente con objeto de controlar el uso de la libertad y del poder. Precisamente estos dos poderes, el político (censura) y el económico (empresarial), son los principales obstáculos que ha de sortear el escritor —cualquier escritor— para llegar a sus lectores. Larra muestra ante todo un deseo por acceder al público, por asegurar la recepción en la comunicación, por saberse comprendido a través de lo que escribe. Larra lucha por ser interpretado y considerado por un público que, pese al acierto de su prosa, no acaba de encontrar.


Escribir y crear en el centro de la civilización y de la pluralidad, como Hugo y L’Herminier, es escribir. Porque la palabra escrita necesita retumbar, y como la piedra lanzada en medio del estanque, quiere llegar repetida de onda en onda hasta el confín de la superficie; necesita irradiarse, como la luz, del centro a la circunferencia. Escribir como Chateaubriand y Lamartine en la capital del mundo moderno es escribir para la humanidad[5].


¿Por qué entonces no escribió Larra en París, en lugar de hacerlo en Madrid? ¿Por qué escribió en español, en lugar de hacerlo en francés? Si se equivocó de país, ¿por qué no quiso subsanar ese error, nunca señalado, dicho sea de paso? Para Larra, la culpa de sus males la tenían España y los españoles. Él, no. Narciso tampoco era responsable de su propia belleza.

El pensamiento liberal ve en la supresión de la censura uno de sus objetivos fundamentales. La libertad de imprenta era un paso decisivo en la superación del Antiguo Régimen y sus limitaciones. Lo mismo podría decirse de la libertad de comercio y de industria. La libertad de pensamiento y de expresión eran cuestiones fundamentales para alguien que, como el escritor profesional o el periodista, vivía de la comunicación con el público. En el caso de Larra, esta comunicación no era en absoluto inocente, al estar por completo comprometida con la crítica social, política y humana. Lo que no explican estos liberales, sui generis e idealistas, del siglo XIX era cómo fue posible escribir una obra como el Quijote en un mundo, supuestamente, sin libertad. Y lo que tampoco se explica con la debida claridad es qué entienden realmente por «comercio», pues a juzgar por sus ideas parece que el comercio sólo surgió tras la instauración del nuevo régimen posrevolucionario francés.

Pero el público dispone también de su propia opinión. Con frecuencia silenciada por la opinicón publicada. Con la desaparición de la cultura oficial llega el uso instrumental de la prensa y de los medios de comunicación de masas por parte de los nuevos gremios de poder económico y político. Comienzan a cobrar importancia las consecuencias políticas de la «opinión pública» bajo el formato de la opinión publicada. ¿Dónde se fragua la «opinión pública»? ¿A quién sirve? ¿Quién regula su uso y función? ¿Es la «opinión pública» un tercer mundo semántico? Larra es uno de los primeros autores en denunciar y examinar críticamente uno de los problemas capitales de las sociedades modernas: la falta de consistencia y legitimidad de la denominada «opinión pública», de la que él mismo forma, acaso más cínicamente de lo que se ha señalado hasta ahora, parte esencial:


Reparo con singular extrañeza que el público tiene gustos infundados […]. Y en todas partes muchos majaderos, que no entienden de nada, disputan de todo […]. El ilustrado público gusta de hablar de lo que no entiende […], concluyo: que no existe un público único, invariable, juez imparcial, como se pretende; que cada clase de la sociedad tiene su público particular, de cuyos rasgos y caracteres diversos y aun heterogéneos se compone la fisonomía monstruosa del que llamamos público; que este es caprichoso, y casi siempre tan injusto y parcial como la mayor parte de los hombres que le componen; que es intolerante al mismo tiempo que sufrido, y rutinero al mismo tiempo que novelero, aunque parezcan dos paradojas; que prefiere sin razón, y se decide sin motivo fundado; que se deja llevar de impresiones pasajeras; que ama con idolatría sin porqué, y aborrece de muerte sin causa; que es maligno y mal pensado, y se recrea con la mordacidad; que por lo regular siente en masa y reunido de una manera muy distinta que cada uno de sus individuos en particular; que suele ser su favorita la medianía intrigante y charlatana, y objeto de su olvido o de su desprecio el mérito modesto; que olvida con facilidad e ingratitud los servicios más importantes, y premia con usura a quien le lisonjea y le engaña; y, por último, que con gran sinrazón queremos confundirle con la posteridad, que casi siempre revoca sus fallos interesados[6].


La base de la opinión pública, y en suma del público, es la sociedad. Pero eso no es decir nada. Es como afirmar que todo es química o todo es agua. Larra considera que no puede haber un buen criterio allí donde hay una mala sociedad, es decir, una sociedad mal educada y peor organizada políticamente. De hecho, su idea de sociedad humana y urbana no puede ser más decepcionante y desesperanzadora. Pero sin embargo, su alternativa es Francia, París y su idealismo galo y europeísta, el mismo que instauró la guillotina en la futura plaza de la Concordia y el mismo que desembocará en los campos de exterminio nazis. Pero en el idealismo de Larra, sólo cuenta la visión rosalegendaria de Europa y la leyenda negra antiespañola:


Podría deducirse que la sociedad es un cambio mutuo de servicios recíprocos. ¡Grave error!; es todo lo contrario: nadie concurre a la reunión para prestarle servicios, sino para recibirlos de ella; es un fondo común donde acuden todos a sacar, y donde nadie deja, sino cuando sólo puede tomar en virtud de permuta. La sociedad es, pues, un cambio mutuo de perjuicios recíprocos. Y el gran lazo que la sostiene es, por una incomprensible contradicción, aquello mismo que parecería destinado a disolverla; es decir, el egoísmo […]. Esa es la sociedad; una reunión de víctimas y de verdugos[7].


Larra es consciente de que la sociedad natural humana es la base de toda sociedad política. En su artículo «Cuasi. Pesadilla política», Larra expresa su visión de la civilización europea del momento en un texto que resulta fundamental para entender el pensamiento del escritor. Aquí Larra incurre, como buen intelectual, en la diafonía tón dóxon, es decir, en lo mismo que caracterizaba a Montaigne: la afirmación inconsciente de ideas contrarias, según conveniencia propia y circunstancial. Ahora Francia aparece diluida en el fracaso de la civilización occidental. Aquí, su idea de España y de Europa sigue siendo muy actual, y está en la línea de un Miguel de Unamuno (1905, 1914) y de un Gustavo Bueno (1999), al percibir el conjunto de los estados europeos como una biocenosis o lucha entre organismos que pugnan entre sí, debilitados y fragmentados, sin eutaxia alguna que los haga realmente plenos y conjuntamente organizados. Larra acude aquí al recurso del guía o cicerone fantástico o sobrenatural, que momentáneamente lo eleva sobre la geografía del continente y, cual diablo cojuelo, le permite ver de forma crítica y distante la realidad humana y política de Europa.


A tus pies está la Francia. Un pueblo cuasi-libre la ocupa. En otro siglo hubiera hecho una revolución entera, [como la hizo]; en este, y en su año 30, no ha podido hacer más que una cuasi revolución; en el trono un cuasi rey, que representa una cuasi legitimidad. Una Cámara cuasi nacional, que sufre en el país de nuevo una cuasi censura, cuasi abolida por una cuasi-revolución; un rey cuasi asesinado; una gran nación cuasi descontenta y otra conmoción política cuasi próxima.

¿Qué ves en Bélgica? Un estado cuasi naciente y cuasi dependiente de sus vecinos, mandado por otro cuasi rey.

Mira la Italia. Tantos estados cuasi como ciudades; cuasi presa del Austria. La antigua Venecia cuasi olvidada. Un Supremo Pontífice, en el día cuasi pobre, y del cual cuasi nadie hace caso.

Vuélvete al Norte. Pueblos cuasi bárbaros, regidos por un emperador cuasi déspota en un país cuasi despoblado y desierto. En Alemania los pueblos cuasi más civilizados con un Gobierno cuasi absoluto cuasi temperado por sus Dietas, instituciones cuasi representativas. En Holanda, nación cuasi toda mercantil y navegante, un rey cuasi rabioso y cuyo poder cuasi se desmorona.

En Constantinopla mismo, un imperio cuasi agonizante, una civilización cuasi naciente y un sultán cuasi ilustrado, con costumbres cuasi europeas.

En Inglaterra, una industria y un comercio, monopolio cuasi del mundo; un orgullo nacional cuasi insufrible y otro cuasi rey que no decide cuasi nada, y una mayoría cuasi whig. Un Gobierno cuasi oligárquico, que tiene la audacia de llamarse liberal.

En Portugal, una cuasi nación, con una lengua cuasi castellana y recuerdos de una grandeza cuasi borrada. Un [enlace real cuasi próximo, después de una definición regia cuasi naciente; un] cuasi ejército y una cuasi protección a España de cuasi seis mil hombres, cuasi todos portugueses.

En España, primera de las dos naciones de la Península (es decir, de la cuasi-ínsula), unas cuasi instituciones reconocidas por cuasi toda la nación; una cuasi-Vendée en las provincias con un jefe cuasi imbécil; [una cuasi libertad de imprenta y] conmociones aquí y allí cuasi parciales; un odio cuasi general a unos cuasi hombres que cuasi sólo existen ya en España. Cuasi siempre regida por un Gobierno de cuasi medidas. Una esperanza cuasi segura de ser cuasi libres algún día. Por desgracia muchos hombres cuasi ineptos. Una cuasi ilustración repartida por todas partes. Una cuasi intervención, resultado de un cuasi tratado, cuasi olvidado, con naciones cuasi aliadas. [Un modo de guerrear en las provincias cuasi incomprensible]. El cuasi en fin en las cosas más pequeñas. Canales no acabados, teatro empezado, palacio sin concluir, museo incompleto, hospital fragmento, todo a medio hacer... hasta en los edificios el cuasi.

Por último, tiende la vista por doquiera; una lucha cuasi eterna en Europa de dos principios: reyes y pueblos, y el cuasi triunfante de ella y resolviéndola con su justo medio de tener cuasi reyes y cuasi pueblos. Época de transición y Gobiernos de transición y de transacción; representaciones cuasi nacionales, déspotas cuasi populares; por todas partes un justo medio, que no es otra cosa que un gran cuasi mal disfrazado[8].


Apenas un año después, Larra escribe su artículo titulado «Literatura. Rápida ojeada sobre la historia e índole de la nuestra. Su estado actual. Su porvenir»[9]. Larra estima que literatura y política son realidades indisociables. Parte de premisas completamente afines a las de Madame de Staël en De la littérature (1800), al advertir que «la literatura es la expresión, el termómetro verdadero del estado de la civilización de un pueblo», y ahora incorpora a sus concepciones un patriotismo crítico, contrario a la mitología negrolegendaria contra la Historia de España: «ni somos de aquellos que piensan con los extranjeros que, al concluir nuestro Siglo de Oro, expiró en España la afición a las bellas letras».

Desde un punto de vista político-religioso, Larra es crítico con la Reforma, al considerar que el protestantismo fue en sus comienzos el refugio de pueblos y países vencidos por imperios y Estados católicos. Pero en términos literarios Larra juzga la obra del Siglo de Oro todavía desde una perspectiva marcada por el racionalismo de la Ilustración europeísta y enemiga de España: menciona al Quijote y a Quevedo, desestima el teatro aurisecular[10], como degradado, incluso, e incurre en el tópico de que la literatura española de los siglos XVI, XVII y XVIII no incorporó a sus materiales y formas un pensamiento filosófico explícito[11]. Con respeto se refiere a los ilustrados españoles —Ayala, Luzán, Huerta, Moratín padre, Meléndez Valdés, Jovellanos, Cienfuegos, Iriarte, Cadalso…—, a quienes objeta cuidadosamente su falta de originalidad, al entregarse de forma acrítica a los modelos del clasicismo dieciochesco francés (como si el afrancesadísimo Larra no hubiera venido de París...). Con todo, lo más relevante de este artículo de Fígaro se concentra en su idea y concepto de literatura, que resulta delimitada en los términos críticos y racionales que precisamente aquí, en la genealogía de la literatura de la Crítica de la razón literaria, identificamos con la literatura crítica e indicativa:


Rehusamos, pues —escribe Larra—, lo que se llama en el día [1836] literatura entre nosotros; no queremos esa literatura reducida a las galas del decir, al son de la rima, a entonar sonetos y odas de circunstancias[12], que concede todo a la expresión y nada a la idea, sino una literatura hija de la experiencia [y de la Historia y faro, por lo tanto, del porvenir]; estudiosa, analizadora, filosófica, profunda, pensándolo todo, diciéndolo todo en prosa, en verso, al alcance de la multitud ignorante aún[13]; apostólica y de propaganda[14]; enseñando verdades a aquellos a quienes interesa saberlas, mostrando al hombre, no como debe ser, sino como es, para conocerle; literatura, en fin, expresión toda de la ciencia de la época del progreso intelectual del siglo[15].


En síntesis, ésta es una de esas definiciones que el romanticismo español ha dado de lo que aquí denominamos literatura crítica o indicativa. Como resulta observable, este artículo de Larra, titulado precisamente «Literatura», constituye una reflexión histórica y contemporánea de la literatura de su tiempo. El resultado es un texto que puede considerarse como una de las formulaciones más estimables de la poética romántica en España.

Con todo, es posible que uno de los artículos más críticos y brillantes de Larra, en la agudeza de su romanticismo —tan realista y tan idealista a la vez, tan urbano y arbitrario— sea el titulado «El día de difuntos de 1836». Envuelto en un sofisticado y discreto alegorismo de tinte romántico y vespertino, Larra ubica en un imaginario camposanto la realidad política española, saturada de lirismo negrolegendario y poética autovictimista:


Vamos claros, dije yo para mí, ¿dónde está el cementerio? ¿Fuera o dentro? Un vértigo espantoso se apoderó de mí, y comencé a ver claro. El cementerio está dentro de Madrid. Madrid es el cementerio. Pero vasto cementerio donde cada casa es el nicho de una familia, cada calle el sepulcro de un acontecimiento, cada corazón la urna cineraria de una esperanza o de un deseo.

Entonces, y en tanto que los que creen vivir acudían a la mansión que presumen de los muertos, yo comencé a pasear con toda la devoción y recogimiento de que soy capaz las calles del grande osario.

[…] Más allá: ¡santo Dios! Aquí yace la inquisición, hija de la fe y del fanatismo: murió de vejez. […] ¿Qué es esto? ¡La cárcel! Aquí reposa la libertad del pensamiento. ¡Dios mío, en España, en el país ya educado para instituciones libres! […] Puerta del Sol. La Puerta del Sol: esta no es sepulcro sino de mentiras. La Bolsa. Aquí yace el crédito español. […] La Imprenta Nacional. Al revés que la Puerta del Sol, este es el sepulcro de la verdad. […] Los teatros. Aquí reposan los ingenios españoles. ¡Ni una flor, ni un recuerdo, ni una inscripción. […]

Pero ya anochecía, y también era hora de retiro para mí. Tendí una última ojeada sobre el vasto cementerio. Olía a muerte próxima. Los perros ladraban con aquel aullido prolongado, intérprete de su instinto agorero; el gran coloso, la inmensa capital, toda ella se removía como un moribundo que tantea la ropa; entonces no vi más que un gran sepulcro; una inmensa lápida se disponía a cubrirle como una ancha tumba. No había aquí yace todavía; el escultor no quería mentir; pero los nombres del difunto saltaban a la vista ya distintamente delineados.

¡Fuera, exclamé, la horrible pesadilla, fuera! ¡Libertad! ¡Constitución! ¡Tres veces! ¡Opinión nacional! ¡Emigración! ¡Vergüenza! ¡Discordia! Todas estas palabras parecían repetirme a un tiempo los últimos ecos del clamor general de las campanas del día de Difuntos de 1836.

Una nube sombría lo envolvió todo. Era la noche. El frío de la noche helaba mis venas. Quise salir violentamente del horrible cementerio. Quise refugiarme en mi propio corazón, lleno no ha mucho de vida, de ilusiones, de deseos.

¡Santo cielo! También otro cementerio. Mi corazón no es más que otro sepulcro. ¿Qué dice? Leamos. ¿Quién ha muerto en él? ¡Espantoso letrero! ¡Aquí yace la esperanza![16].


La obra de Larra es un laberinto poético de contradicciones, con frecuencia muy irresponsables.


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NOTAS

[1] «Los amigos», La Revista Española, 20 de octubre de 1833.

[2] Este recurso es de amplia tradición satírica, desde Horacio, y su fuente suele reconocerse en Lucilio (Knoche, 1957: 29 y 56). Sebastián Miñano y Bedoya ofrece una tradición más próxima a Larra con sus Lamentos políticos de un pobrecito holgazán, publicados en Madrid en 1820 (Bozal, 1982). Sobre todas estas cuestiones, vid. especialmente Pérez Vidal (1997, esp. LX y ss).

[3] Frente a La Gaceta, el periódico oficial del absolutismo, Larra escribe en El Pobrecito Hablador sobre las principales exigencias de la libertad de expresión. Una de las fuentes de la prosa de Larra, no demasiado estudiadas, es la del periodismo ilustrado y liberal del siglo XVIII, coetáneo de las Cortes de Cádiz y del Trienio Liberal. Piénsese, además, en títulos como «La educación de entonces», donde Larra se burla críticamente de una pareja de trasnochados conservadores, nostálgicos de un absolutismo chato y regresivo: «¡Oh, y qué bien dice usted, señor don Pedro! Yo le juro a usted por la verídica pintura que ante los ojos me acaba de poner, que he de emplear lo poco que valgo en hacer por que no sigan adelante estas ideas nuevas que se apoderan sin remedio de todas las cabezas, trastornando nuestras costumbres y nuestro modo de vivir, sino que volvamos a nuestro primitivo estado [...]. Llegaba aquí el diálogo, y nosotros insensiblemente, ellos hablando y yo escuchando, llegábamos ya a las puertas del convento de Atocha; a este punto, fueme imposible porque se entraron devotamente en él mis dos interlocutores, y yo volvíme hacia Madrid diciendo para mí: ¡He aquí los hombres de entonces! ¡He aquí los viejos materiales con que quieren hacerse casas nuevas! ¡He aquí, en fin, un artículo de costumbres mejor que todos los que yo acertara a hacer!» (Larra, «La educación de entonces», La Revista Española, 5 de enero de 1834). Sin embargo, el absolutismo de Larra era acaso el peor de todos los posibles: el absolutismo francés.

[4] Observación desde puntos de vista inusitados, presencia de personajes y perspectivas moralmente anómicas, oxímoros acusados y fuertes contrastes, uso de formas y géneros intercalados, risa irónica y recurrente, y atención a la actualidad más cercana, son algunos de los rasgos que se han identificado como comunes entre los artículos de Larra y la sátira menipea (Romero, 1997).

[5] Larra, «Horas de invierno», El Español, 25 de diciembre de 1836.

[6] Larra, «¿Quién es el público y dónde se encuentra? (Artículo mutilado, o sea refundido. Hermite de la Chaussée d’Antin), El Pobrecito Hablador, 18 de agosto de 1832.

[7] Larra, «La sociedad», Revista Española, 16 de enero de 1835

[8] Larra, «Cuasi. Pesadilla política», Revista Mensajero, 9 de agosto de 1835.

[9] El Español, 18 de enero de 1836.

[10] No hay que olvidar que para Larra el teatro es esencialmente literatura, y no tanto espectáculo. Sus concepciones son en este punto netamente románticas.

[11] «La novela, hija toda de la imaginación, se vio mejor representada entre nosotros, y en una época en que no era sospechado siquiera el género en el resto de Europa, pues que hasta los mismos libros de caballerías tuvieron su origen en la península española. En ella podemos citar escritores excelentes, si contados. El Ingenioso Hidalgo, último esfuerzo del ingenio humano, bastaría a adjudicarnos la palma, aunque no tuviéramos otras que presentar en lugar privilegiado, si no tan eminente. Pero esta época fue de corta duración, y después de Quevedo la prosa volvió al olvido de que momentáneamente la habían sacado unos pocos, sólo al parecer para dar una muestra al mundo literario de lo que era permitido hacer en ese género a la lengua y al ingenio español. Poco después, la literatura se refugió al teatro, y no fue por cierto para predicar ideas de progreso; no supo siquiera sostenerse; no hizo más que decaer» (Larra, «Literatura. Rápida ojeada sobre la historia e índole de la nuestra. Su estado actual. Su porvenir», El Español, 18 de enero de 1836).

[12] Esta es una idea de literatura que podría identificarse con la denominada literatura sofisticada o reconstructivista, muy propia de la recreación que el clasicismo francés del XVIII hizo de la literatura clásica y grecolatina, y frente a la cual Larra muestra sus disidencias, según el momento en que escriba y el estado de ánimo desde el que lo haga.

[13] Son los rasgos esenciales de lo que aquí identificamos con la literatura crítica o indicativa.

[14] Parece que Larra incluiría en la literatura crítica o indicativa también la literatura que en esta genealogía calificamos de programática o imperativa.

[15] Larra, «Literatura. Rápida ojeada sobre la historia e índole de la nuestra. Su estado actual. Su porvenir», El Español, 18 de enero de 1836.

[16] Larra, «El día de difuntos de 1836. Fígaro en el cementerio», El Español, 2 de noviembre de 1836.






Información complementaria


⸙ Referencia bibliográfica de esta entrada

  • MAESTRO, Jesús G. (2017-2022), «Larra: crítico, romántico y realista», Crítica de la razón literaria: una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica. Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades del conocimiento racionalista de la literatura, Editorial Academia del Hispanismo (IV, 2.41), edición digital en <https://bit.ly/3BTO4GW> (01.12.2022).


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