IV, 2.38 - La crítica de la literatura ilustrada: Feijoo frente a Montaigne, con una nota sobre Gracián

 

Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices





La crítica de la literatura ilustrada: Feijoo frente a Montaigne, con una nota sobre Gracián


Referencia IV, 2.38


Feijoo, Gracián y Montaigne, Crítica de la razón literaria, Jesús G. Maestro

La crítica que se objetiva en la literatura llamada ilustrada, es decir, la que tiene lugar en el siglo XVIII, no habría sido posible sin una tradición inmediata en la que Baltasar Gracián (1601-1658) desempeña un papel fundamental con su obra El Criticón, que ve la luz en tres volúmenes en los años 1651, 1653 y 1657. Junto con el Teatro crítico universal de Benito Jerónimo Feijoo y El Criterio de Jaime Balmes, El Criticón constituye una trilogía que dota a la lengua española de un sentido genuino y específico por lo que al término crítica se refiere, disociándolo y preservándolo del idealismo trascendental con que Kant lo utilizó en cada una de sus tres críticas (Bueno, 2002). La idea de crítica designará en español la exigencia de establecer valores y contravalores, esto es, de cribar (del griego crinein, separar, seleccionar, criticar, juzgar, valorar…), de seleccionar de forma exclusiva y excluyente, de distinguir según modos diferenciados, específicos y cualitativos, las relaciones entre múltiples términos. Hay que situarse, pues, en la genealogía literaria de la tradición hispanogrecolatina para enfrentarse a la explicación anglosajona de movimientos como la Ilustración y el Romanticismo, que supusieron, para la anglosfera de la Edad Contemporánea, un descubrimiento de lo que la Hispanosfera conocía desde la Edad Moderna. En consecuencia, la crítica no puede ejercerse de espaldas a un sistema conceptual de saberes categoriales o científicos, ni tampoco desde la ignorancia de la dialéctica, desde el momento en que esta última es la relación racional entre dos ideas opuestas o antagónicas a través de una idea correlativa y fundamental a ambas[1]. La pobreza y la riqueza se oponen entre sí, porque existe el dinero, que es uno de los términos, entre otros muchos, que relacionan ambos extremos. Del mismo modo el bien y el mal son términos antagónicos que pueden relacionarse entre sí a través del ser humano como ente correlativo a ambos, capaz, en consecuencia, de ejecutar uno y otro de forma alternativa, sucesiva o incluso simultánea.

Gracián asume en El Criticón una concepción completamente dialéctica del mundo y de la realidad, cuyo antecedente fundamental y decisivo, nunca reconocido por la petulancia y el artificio de Gracián, es Cervantes. Semejante interpretación dialéctica revela ante todo la imposibilidad de percibir los hechos aislados unos de otros (ontología monista), así como también la negación de un relativismo armónico, en el que todo es pacíficamente compatible con todo porque nada está relacionado con nada (ontología atomista). Gracián, como antes que él Cervantes, postula una ontología dialéctica, basada en el principio platónico de symploké, desde la que se desestima todo idealismo respecto a la concepción terrenal del ser humano[2].


—Así es —respondió Critilo—, que todo este universo se compone de contrarios y se concierta de desconciertos: Uno contra otro, exclamó el filósofo. No hay cosa que no tenga su contrario con quien pelee, ya con vitoria, ya con rendimiento. Todo es hacer y padecer: Si hay acción, hay repasión. Los elementos, que llevan la vanguardia, comienzan a batallar entre sí; síguenles los mixtos, destruyéndose alternativamente; los males asechan a los bienes, hasta la desdicha a la suerte. Unos tiempos son contrarios a otros, los mismos astros guerrean y se vencen, y aunque entre sí no se dañan a fuer de príncipes, viene a parar su contienda en daño de los sublunares vasallos: de lo natural pasa la oposición a lo moral; porque ¿qué hombre hay que no tenga su émulo? ¿dónde irá uno que no guerree? En la edad, se oponen los viejos a los mozos; en la complexión, los flemáticos a los coléricos; en el estado, los ricos a los pobres; en la región, los españoles a los franceses, y así, en todas las demás calidades, los unos son contra los otros. Pero ¿qué mucho, si dentro del mismo hombre, de las puertas a dentro de su terrena casa, está más encendida esta discordia? (Gracián, 1651/1971: I, 36).


Al margen de la teología, Gracián presenta en El Criticón una concepción pésima y decepcionante del ser humano como criatura social y política:


Procura ir con cautela en el ver, en el oír y mucha más en el hablar; oye a todos y de ninguno te fíes; tendrás a todos por amigos, pero guardarte has de todos como de enemigos (Gracián, 1651/1971: I, 45).


La muy pesimista y negativa concepción del ser humano que explicita Gracián en El Criticón es recurrente, y trata de justificarse desde el racionalismo antropológico —que no desde el idealismo teológico— característico del Barroco contrarreformista. No olvidemos que hay un Barroco pagano, mitológico y materialista, cuyo fundamento es el racionalismo antropológico frente al idealismo religioso. Muchas de estas páginas de Gracián recuerdan el tono pesimista y extremadamente desengañado de El coloquio de los perros cervantino.


Cauta, si no engañosa, procedió la naturaleza con el hombre al introducirle en este mundo, pues trazó que entrase sin género alguno de conocimiento, para deslumbrar todo reparo: a escuras llega, y aun a ciegas, quien comienza a vivir, sin advertir que vive y sin saber qué es vivir. Críase niño, y tan rapaz, que cuando llora, con cualquier niñería le acalla y con cualquier juguete le contenta. Parece que le introduce en un reino de felicidades, y no es sino un cautiverio de desdichas; que cuando llega a abrir los ojos del alma, dando en la cuenta de su engaño, hállase empeñado sin remedio, vese metido en el lodo de que fue formado: y ya ¿qué puede hacer sino pisarlo, procurando salir dél como mejor pudiere? Persuádome que si no fuera con este universal ardid, ninguno quisiera entrar en un tan engañoso mundo, y que pocos aceptaran la vida después si tuvieran estas noticias antes. Porque ¿quién, sabiéndolo, quisiera meter el pie en un reino mentido y cárcel verdadera a padecer tan muchas como varias penalidades?: en el cuerpo, hambre, sed, frío, calor, cansancio, desnudez, dolores, enfermedades; y en el ánimo, engaños, persecuciones, envidias, desprecios, deshonras, ahogos, tristezas, temores, iras, desesperaciones; y salir al cabo condenado a miserable muerte, con pérdida de todas las cosas, casa, hacienda, bienes, dignidades, amigos, parientes, hermanos, padres y la misma vida cuando más amaba. Bien supo la naturaleza lo que hizo, y mal el hombre que lo aceptó. Quien no te conoce, ¡oh vivir!, te estime; pero un desengañado tomara antes haber sido trasladado de la cuna a la urna, del tálamo al túmulo. Presagio común es de miserias el llorar al nacer, que aunque el más dichoso cae de pies, triste posesión toma; y el clarín con que este hombre rey entra en el mundo no es otro que su llanto, señal que su reinado todo ha de ser de penas: pero ¿cuál puede ser una vida que comienza entre los gritos de la madre que la da y los lloros del hijo que la recibe? Por lo menos, ya que le faltó el conocimiento, no el presagio de sus males, y si no los concibe, los adivina (Gracián, 1651/1971: I, 59).


Gracián califica a la razón de «madre del desengaño» (Gracián, 1651/1971: I, 64). Su concepción de la sociedad política y humana no puede ser más degradada y negativa. Con todo, Gracián evita dar cuenta del vicio de otro modo que no sea el simbolismo y la alegoría. En este punto, elude todo contacto explícito con la realidad, a la que sólo accede a través del idealismo alegórico, con objeto de criticar, desde el más absoluto desengaño, el comportamiento social y político del Hombre.

En su desalentadora concepción del ser humano como miembro de una sociedad política o Estado, Gracián critica con dureza determinadas figuras, agentes o prototipos, altamente simbólicos y pragmáticos, como lo son el juez y el militar. Se advierte además que Gracián no ofrece como solución a los problemas antropológicos un desenlace teológico —como sí ocurre en algunas obras del teatro calderoniano (El príncipe constante)—, sino más bien una actitud de resignación, próxima, en última instancia, al senequismo cristiano. He aquí la presentación que ofrece Gracián de la figura del juez, en el contexto simbólico y alegórico que rodea a Critilo y Andrenio en compañía del fabuloso Quirón:


Asomó en esto un hombre de aspecto agrio, rodeado de gente de juicio; y así como le vio, se fue para él la Mentira a informarle con muchas razones de la poca que tenía. Respondióla que luego firmara la sentencia en su favor, a tener plumas. Al mismo instante, ella le puso en las manos muchos alados pies, con que volando firmó el destierro de la Verdad, su enemiga, de todo el mundo.

—¿Quién es aquel —preguntó Andrenio— que para andar derecho lleva por apoyo el torcimiento en aquella flexible vara?

—Este —respondió Quirón— es juez (Gracián, 1651/1971: I, 86).


Por su parte, la desmitificación crítica de la figura del militar tiene lugar desde la técnica del distanciamiento y la enajenación, cuestionando de forma dialéctica la pertinencia de ese tipo de fuerzas bélicas. Nótese algo importante: las críticas al ejército suelen darse en aquellas sociedades políticas que perciben su propia debilidad, comodidad o impotencia, ante la exigencia de luchar. La guerra es el mayor de los sacrificios humanos, y en diferentes momentos de la Historia las sociedades políticas optan por renunciar a su libertad a cambio de una vida supuestamente pacífica, aunque sea bajo la paz que impone un adversario, una paz a la que el cobarde, el débil o el sumiso, por no hablar del traidor o el vividor, se adaptan, obsecuentes y devotos, sin ninguna resistencia.


—¿De qué sirven estos en el mundo?
—¿De qué? Hacen guerra a los enemigos.
—¡No la hagan mayor a los amigos!
—Estos nos defienden.
—¡Dios nos defienda de ellos!
—Estos pelean, destrozan, matan y aniquilan nuestros contrarios.
—¿Cómo puede ser eso, si dicen que ellos mismos los conservan?
—Aguarda, yo digo lo que debrían hacer por oficio, pero está ya el mundo tan depravado, que los mismos remediadores de los males los causan en todo género de daños (Gracián, 1651/1971: I, 88).


Ya no hay fe, ni confianza, en una victoria por las armas, seguramente porque lo que se gana en la guerra se pierde en la paz, es decir, porque el logro de una victoria y sacrificio militares se gestiona pésimamente desde un punto de vista político. El éxito militar en la guerra se convierte en un fracaso político en manos de la administración de las élites. Los políticos no están a la altura de los militares. El valor de lo sacrificado en una guerra se mide por lo que se logra en la paz impuesta. La pregunta no es tanto a para qué sirve una guerra, sino más bien a qué nos conduce la paz que resulta de ella. Gracián considera que lo más valioso del ser humano es la razón. Por ello precisamente denuncia, como uno de los usos más depravados de ella, la perversión del racionalismo humano, que tiene lugar sobre todo en el seno de las sociedades civilizadas. Por desgracia, dentro de las sociedades políticas, y a diferencia de lo que ocurre en las sociedades bárbaras, cuyos miembros carecen de la facultad de razonar sabiamente, el ser humano hace un uso degradante y depravado de la razón, al convertirla en instrumento de vicios e impulsos salvajes: «Y es cosa de notar que, siendo el hombre persona de razón, lo primero que ejecuta es hacerla a ella esclava del apetito bestial» (Gracián, 1651/1971: I, 92).

El resultado de esta actitud es una concepción del mundo en el que la solución de los problemas genuinos es imposible. Nada resulta factible ante los conflictos originados por la perversión humana, de modo que cualquier tentativa de transformación o corrección social o política no dará ningún fruto. La única solución efectiva que parece proponer Gracián es soportar y sufrir la adversidad, en términos afines a una suerte de estoicismo cristiano.


—Debía estar de otra data el mundo.
—El mismo fue siempre que es: así le hallaron todos y así le dejaron […].
—Pues ¿cómo hacen para poder vivir, siendo tan cuerdos?
—¿Cómo?: ver, oír y callar (Gracián, 1651/1971: I, 93).


Hay, en suma, en las páginas de El Criticón, una absoluta renuncia por parte de Gracián a intervenir en el mundo, al que se abandona y da por insoluble en la subsanación de sus deficiencias y vicios. El objetivo, parece proponer el autor, es sobrevivir a la realidad, no enfrentarse a ella. La crítica racionalista es necesaria para la supervivencia, pero insuficiente para llevar a cabo la transformación y la corrección de las perversiones humanas. No basta disponer de razón teórica —revela Gracián—, sino que es imprescindible detentar la razón práctica. Y desde ella ejercer el poder. La razón teórica no se impone por sí sola. Por este motivo, y asumiendo acomodaticiamente las tesis de Erasmo en su Elogio de la locura, Andrenio proclama, engatusado por la Fuente de los Engaños (crisi VII), «que más vale ser necio con todos que cuerdo a solas» (Gracián, 1651/1971: I, 104). El pensamiento de Gracián es muy poco original. Está más cerca de Epicuro, Séneca o Erasmo que de Cervantes, Spinoza o Quevedo.

Lo que Gracián reconoce en El Criticón, al sostener este concepto de Hombre y de Mundo, es la impotencia de la razón humana para contrarrestar la fuerza y el poder de la sofística. Y lo que es más grave: la ineficacia de la voluntad humana. Admite la supremacía de la facultad del ser humano para actuar racionalmente, estima que «el dictamen de la razón» es «el más fiel amigo que tenemos» (I, 65), y advierte, mediante los recursos del simbolismo y la alegoría, que «declararon todos los males al hombre por su enemigo común, no más de por tener él razón» (I, 94). Pero no sabe cómo actuar. Gracián es un buen predicador, pero no sabe qué hacer. Domina la teoría, pero no sabe nada de la práctica. Los males son aquí, esencialmente, las pasiones: discordia, ambición, gula, codicia, soberbia, ira, malicia… No es por nada, pero todo esto ya lo sabemos desde el más antiguo pensamiento clásico y parenético. Gracián parece así rendirse ante la sofística, que gobierna y domina a la mayor parte del género humano, disponiendo un mundo al revés de toda lógica y sana razón:


Advertid que los que habían de ser cabezas por su prudencia y saber, esos andan por el suelo, despreciados, olvidados y abatidos; al contrario, los que habían de ser pies por no saber las cosas ni entender las materias, gente incapaz, sin ciencia ni experiencia, esos mandan (Gracián, 1651/1971: I, 80).


Gracián nos ofrece un Kitsch del discurso parenético. De aquí se desprende que el conocimiento del mundo y de sus realidades ha de ser siempre crítico, y ha de estar basado en una dialéctica destinada a la desmitificación y al descubrimiento del engaño. Sí, de acuero, pero... ¿para qué?


Entiendo todas las cosas al contrario de lo que muestran. Cuando vieres un presumido de sabio, cree que es un necio: ten al rico por pobre de los verdaderos bienes; el que a todos manda es esclavo común, el grande de cuerpo no es muy hombre […], el que murmura se condena […], el que se burla tal vez se confiesa […], el que dice mal de la mercadería la quiere […], el que hace el simple sabe más […], al avaro tanto le sirve lo que tiene como lo que no tiene […], lo que uno afecta y quiere parecer, eso es menos (Gracián, 1651/1971: I, 96).


La tesis fundamental de Gracián, como la de todo autor Barroco, es que quien no vive en el desengaño (de la apariencia) vive en la ignorancia (de la realidad). Pero Gracián no ofrece nada más. Ni nada nuevo. Frente a Cervantes, que responde a las falacias e injusticias del mundo con la ironía crítica y la simulación de la compostura religiosa y política, y frente a Quevedo, que reacciona desde la sátira amarga y burlesca, Gracián renuncia a toda posibilidad humana de vencer la sofística, y sitúa en el más allá de la metafísica cristiana, como bien demuestra el desenlace de El Criticón, la solución a los problemas humanos de este mundo terrenal. La respuesta de Gracián ante la sofística es el ejercicio de la crítica sin consecuencias prácticas y la terapia verbal de la resignación, al asumir que en toda sociedad humana dominará siempre, y de forma irremediable, el engaño: «Aquí le enseñarán el tajo para medrar y valer en el mundo, el arte de ganar voluntades y tener amigos: sobre todo el hacer parecer las cosas, que es el arte de las artes» (Gracián, 1651/1971: I, 97). Es evidente que Gracián habla como lo que es: un cura.

Tras esta referencia a El Criticón de Baltasar Gracián, es necesario retrotraerse a Michel de Montaigne —que sin ser cura escribe como si lo fuera, con objeto de enfrentarlo dialécticamente a Benito Jerónimo Feijoo —quien, siendo un cura, escribe como si no lo fuera. En efecto, es posible establecer una relación explícitamente dialéctica, por lo que se refiere a la idea de filosofía y al concepto de crítica, entre los textos de Feijoo y de Montaigne. El Teatro crítico universal (1726-1740) y los Essais (1580-1595) son dos obras que divergen abiertamente del modo de concebir e interpretar las ideas y la realidad.

Michel de Montaigne (1533-1592) es un escritor acríticamente sobrevalorado. Un mito francés. Un segundo Erasmo. No sólo se le atribuye falazmente la génesis del ensayo como género literario, olvidando de este modo las Obras morales y de costumbres (moralia) de Plutarco, así como otros antecedentes clásicos, como las Noches áticas de Aulo Gelio, y renacentistas, desde los Zibaldoni autografi (1480) de Angelo Poliziano hasta la célebre Silva de varia lección (1540) de Pedro Mexía, sino que incluso se le otorga una originalidad crítica —y también una influencia filosófica— que, de hecho, está muy lejos alcanzar.

Como se tratará de demostrar a continuación, los ensayos o escritos de Montaigne carecen no sólo de rigor crítico, sino también, y por ello mismo, de una filosofía consistente, es decir, de un sistema racional de ideas críticas verdaderamente fundamentadas sobre la materialidad del mundo empírico. El resultado es un pensamiento simple, retórico y verbal, muy formalista y especulativo, fragmentario y asistemático, muy del gusto de los relativistas de todos los tiempos, y especialmente grato y seductor a los ojos de egolatrías cortesanas (Renacimiento y Barroco), aburguesadas (Ilustración) o funcionariales (siglo XX y posmodernidad). Los escritos de Montaigne, redactados en una senectud que, más por impotencia que por virtud, aconseja prudencia y moralismo a sus lectores, destilan un pensamiento cuyos modales y antecedentes se encuentran en las filosofías del helenismo, en la línea del hedonismo epicureísta y de la tolerancia senequista, formas de ser, más que de pensar, destinadas a preservar la supervivencia emocional del individuo en tiempos difíciles. Montaigne es la repostería del erasmismo. No faltan en él todas las confituras y dulces del roterodamense. Frente al racionalismo escolástico propio de un Francisco de Vitoria o de un Francisco de Suárez, o incluso frente a la crítica platónica y aristotélica de los sesudos tratadistas del Renacimiento italiano, concebidas unas y otras en el poderoso contexto de una sociedad política o Estado, Montaigne aconseja, desde el retiro y la senilidad de su torre de marfil, templanza, prudencia, comedimiento, moderación, escepticismo, renuncia, contención, abstinencia… Montaigne es un temprano terapeuta del ego occidental posmoderno. No por casualidad Harold Bloom (1994, 2005) ha querido ver en él una suerte de Freud del Renacimiento europeo. Nos falta una tesis doctoral sobre las alucinaciones académicas de críticos anglosajones como Harold Bloom.

Si se examina críticamente uno de sus más célebres escritos, «De la experiencia», se observarán las limitaciones, la retórica y la fragilidad de su pensamiento. Se constata que el suyo es un ensayismo fundamentado en la sofística mucho más que en la filosofía. En este punto, Montaigne es un indiscutible antecesor de Rousseau, y de la subsiguiente posmodernidad, de Barthes a Derrida, Foucault o Terry Eagleton. Reinterpretado el relativismo de sus afirmaciones desde el punto de vista de las teorías de la ciencia de la segunda mitad del siglo XX, Montaigne conecta con figuras como Kuhn (1962) o Feyerabend (1970), cuyo escepticismo irracionalista nos deja inermes ante un nihilismo gnoseológico que convierte la vida humana en un absurdo. Un absurdo en el que relativistas, sofistas y nihilistas —Montaigne, Erasmo, Rousseau, Nietzsche, Freud, Derrida, Lacan, Foucault, Feyerabend…— son sumos pontífices que hacen su agosto. Adviértase que Giordano Bruno, Baruch Spinoza o Carlos Marx no caben en esta lista. Tampoco René Descartes, cuyas dudas —que hoy nos resultan cómicas, en su totalidad, se detenían ante la evidencia de las verdades matemáticas y científicas. Pero es que, además, las conexiones de Montaigne con la modernidad y posmodernidad no se detienen en Freud o Feyerabend, sino en autores mucho más próximos a nosotros, comunes mortales, como son el Ortega y Gasset de La rebelión de las masas (1930), el Antonio Gala columnista de prensa o el Vargas Llosa de La civilización del espectáculo (2012). «Bien predica quien bien vive» (Quijote, II, 20), llámese Michel de Montaigne, José Ortega, Antonio Gala o Mario Vargas.

Si se procede a desmenuzar las ideas objetivadas formalmente en los materiales sobre los que está construido el escrito de Montaigne titulado «De la experiencia», resultan evidentes dos hechos fundamentales: la constante falta de crítica y la recurrente seducción retórica, es decir, un ejercicio pleno de sofística. Esto es Montaigne, un sofista cuya retórica tiene como fin seducir la egolatría del lector en nombre de una fascinante y cautivadora moralina. Montaigne habla de experiencia... Y nos preguntamos... ¿Experiencia..., de qué...? Pues de la misma que hablan los autodenominados «poetas de la experiencia»: de papar moscas. Es decir, de nada. Un timo de holgazanes.

Escribe Montaigne que «no hay deseo más natural que el deseo de conocimiento. Probamos todos los medios que pueden llevarnos a él» (Montaigne, 1580-1595/1998: 337). Leamos de nuevo la frase pensando en Freud. El resultado sería éste: «no hay deseo más natural que el deseo de sexo. Probamos todos los medios, etc.». ¿Alguien podría negarlo? Si pensamos en Agustín de Hipona o en Lutero, donde leemos conocimiento o sexo diríamos fe; si en Spinoza, razón; si en Rousseau, estado salvaje; si en Marx, lucha de clases… Evidentemente, Montaigne habla, desde el comienzo, identificándose ante el lector como un sabio. Ése es su único compromiso, ni la fe, ni el dogma, ni la razón, ni la ciencia, ni la naturaleza, ni la civilización… No, sólo la suprema expresión de conocimiento, la sabiduría. Pero no cualquier tipo de saber, sino el fundamentado en la experiencia personal, esto es, en «mi propio ego». Dicho de otro modo: en nada. Sabido es que todo en Montaigne se explica e impone tomando como referencia el propio yo, la conciencia, la experiencia psicológica más personal, como prototipo de la experiencia colectiva, procedimiento retórico este que atrae sobremanera a todo lector. Aquí reside el éxito de la egolatría seductora de Montaigne. Es el sentimiento de un autoengaño emocional. Lo sensible sobre lo inteligible. Porque cuando lo inteligible es igual a cero, sólo nos queda un estado emocional, al que se llega no a través del conocimiento, sino de cualquier forma de «experiencia», desde el consumo de estupefacientes hasta el estado de duermevela. Todo lector deseará identificarse con el ego que le oferta Montaigne: «Con mi propia experiencia tendría bastante para hacerme sabio» (348). El yo inteligente representa una de las formas más seductoras del narcisismo. Porque, ¿cuáles son los contenidos de esa experiencia tan portentosa? Desde luego, quien no se consuela es porque no quiere.

Tras contraponer racionalismo y empirismo, obsérvese la sutileza con la que Montaigne introduce el relativismo y la desconfianza respecto a la razón: «Cuando nos falla la razón, usamos de la experiencia […]. Tiene la razón tantas formas que no sabemos a cuál agarrarnos» (337). Como si la experiencia no fuera el resultado constante de un razonar que sólo concluye con la muerte. Ya lo ha declarado: la razón es múltiple, y no es posible saber cómo formalizarla. He aquí la premisa del escepticismo y del relativismo, tan confortable a todo pensamiento débil. Apenas unas líneas más adelante, su premisa resulta explícita, de forma tal que se cuestiona la ciencia, el racionalismo y por supuesto toda posibilidad de conocimiento objetivo:


No sé qué decir sobre ello, mas se nota por experiencia que tantas interpretaciones disipan la verdad y la destruyen […]. Jamás dos hombres pensaron igual de una misma cosa, y es imposible que se den dos opiniones exactamente semejantes, no solo en hombres distintos sino en un mismo hombre a distintas horas (Montaigne, 1580-1595/1998: 340).


Con objeto de captar la simpatía del lector, Montaigne esgrime su afirmación desde el narcisismo de la ignorancia —«no sé qué decir sobre ello»—, para después apelar a su propia experiencia como forma de argumentación inobjetable, de modo que quien ataque su opinión, agrede o falta al respeto debido a su persona. He aquí cómo, discreta y decorosamente, se convierte la opinión en intocable cuestión personal. Incluso apela a la autoridad de los clásicos, citando a Quintiliano, para advertirnos del descrédito de las ciencias: «La ciencia crea la dificultad» («Difficultatem facit doctrina», Quintiliano, Institutio Oratoria, X, 3). Montaigne está próximo a elevar el relativismo a la categoría de lo absoluto. Nótese el oxímoron del relativismo absoluto. Su objetivo —al más puro estilo nietzscheano— es relativizar los hechos, hasta pulverizarlos, y reconocer un valor específico a todas y cada una de las interpretaciones, en cuyo ejercicio se disuelve la labor del humanista, pensador o investigador: «Hay más quehacer en interpretar las interpretaciones que en interpretar las cosas, y más libros sobre los libros que sobre otro tema: no hacemos sino glosarnos unos a otros» (342). Derrida no lo expresaría mejor. Ni Octavio Paz, ni Carlos Fuentes, ni Vargas Llosa, ni Emilio Lledó, ni Ortega y Gasset, ni Terry Eagleton, ni Michel Foucault, ni Roland Barthes... El mito de la cultura no se cultiva sin sofistas.

A partir de este momento, Montaigne proyecta sobre todos los órdenes de la actividad humana el relativismo, o incluso el nihilismo, de sus fundamentos. Y, paradójicamente, comienza por la Justicia, negando en las Leyes toda rectitud, imparcialidad e incluso honestidad:


Y es el caso que las leyes se mantienen vigentes no porque sean justas, sino porque son leyes. Es el fundamento místico de su autoridad; no tienen otro. El cual les sirve muy bien. Suelen estar hechas por necios, más a menudo por gentes que, por odio a la ecuanimidad carecen de equidad, en todo caso, siempre por hombres, autores vanos e irresolutos (Montaigne, 1580-1595/1998: 340).


Montaigne parece hablar aquí como si él no fuera hombre, y, sobre todo, como si él no hubiera sido magistrado en los tribunales de Burdeos entre 1554 y 1570. El objetivo de este despliegue de declaraciones no es otro que discutir la verdad e incluso negarla, no solo en el ámbito de la opinión humana (dóxa) —donde en efecto no cabe hablar en términos de verdad, pues toda opinión es siempre resultado de un yo (autologismo)—, sino sobre todo en el terreno del conocimiento científico (episteme), donde sí es posible hablar, en términos categoriales, conceptuales o lógicos, de verdades matemáticas (2 + 2 = 4), métricas (endecasílabo es el verso de once sílabas métricas), históricas (Cesar cruza el Rubicón en el 49 a.n.E.), químicas (H2O es la fórmula del agua pura), musicales (el tono de Re Mayor tiene dos sostenidos en la armadura), geométricas (el triángulo es un polígono de tres lados), etc. Sin embargo, acríticamente, Montaigne «deconstruye», en términos afines a nuestra posmodernidad contemporánea, la idea misma de verdad, «pues ni la misma verdad —escribe— tiene el privilegio de ser empleada en todo momento y de cualquier modo: tiene su uso, por noble que sea, sus circunscripciones y sus límites» (353). Pero Montaigne no explica cuáles son esos límites. Los únicos límites de la verdad son sus límites categoriales, es decir, los de la ciencia o categoría que hace posible el conocimiento y la conceptualización formal de una determinada realidad física, química, médica, histórica, filológica, termodinámica, musical, jurisprudencial o farmacéutica (Bueno, 1992). Montaigne iguala opinión personal (autologismo del yo) y conocimiento científico (norma de un sistema), es decir, impone una inaceptable isovalencia entre dóxa y episteme, por usar los términos platónicos. La argumentación de Montaigne es propia de un sofista. De un sofista de categoría, porque a su lado Gorgias es un párvulo.

Paralelamente, el autor de los Essais se reserva sus propios eximentes, entre ellos, el de considerarse exento de advertencia, consejo o educación: «mi edad está fuera de toda educación y no tiene otra cosa de la que ocuparse que de mantenerse» (360). Este tipo de actitudes identifican a Montaigne con la figura del autor que escribe sobre el mundo, pero al margen de él, es decir, con el artífice de un autologismo, cuya realidad no rebasa los límites de la propia conciencia, de la más personal y subjetiva experiencia psicológica. Senectud, egolatría, diríamos, invirtiendo el título de la obra de Baroja.

Es indudable que la fuerza de este autologismo, patente en sus ensayos, viene dada por el bienestar material en el que vive Montaigne, y desde el que escribe confortablemente retirado de toda vida política y social. Sus ensayos están impregnados de un imperativo idealismo moral, en el que la imaginación resulta una hormona decisiva. Insisto en que no por casualidad Harold Bloom ha señalado estrechos paralelismos entre Montaigne y Freud. Que nunca se debiliten tus deseos, parece ser la máxima que une a ambos autores. Basta, además, confirmar el valor que Montaigne otorga a la imaginación como matriz desiderativa: «¿cuán importante no es el contentar la imaginación? En mi opinión, esta parte influye en todo, más al menos que cualquier otra […]. Triste es decaer y debilitarse hasta en el deseo» (365). Nietzsche y Freud lo suscribirían plenamente. En particular, ratificarían esta afirmación: «Es verdad que los sueños son leales intérpretes de nuestras inclinaciones» (379). Sí, sin duda, sobre todo en el caso de los impotentes.

Acaso lo que mejor define el conjunto de escritos de Montaigne sea la diafonía ton dóxon, es decir, la confusa confluencia de diferentes y aun contradictorios argumentos, la mezcolanza de criterios diasporados y desiguales, la interferencia de ideas insolubles coherentemente unas en otras. Toda esa taracea es Montaigne. Su escepticismo es formalista y especulativo, no racional ni empírico; su religiosidad es ambiguamente indefinida, al transitar en una suerte de vago teísmo, lejos del dogma, frío de fe, renuente a las normas y adaptado al conforto de su propio ego, pero apto para todos los públicos; su pensamiento es acrítico, asistemático y atomizado, capaz de sustraerse a todo compromiso, y, en la cima de su mayor locuacidad, siempre ajeno a cualquier toma de posiciones firmes; sus ensayos no revelan deseo alguno de vida social, de modo que la filantropía cede el paso a una discreta misantropía ―que encantaría al Ortega de las minorías selectas―, más propia del menosprecio de corte que de la alabanza de aldea, pese a ser Montaigne más cortesano que labriego. Sus escritos rezuman seductora egolatría, que fascina a pseudocríticos y lectores de todos los tiempos, quienes parecen encontrar en la moralina individualista y autológica de Montaigne un espacio mucho más adecuado y privilegiado que el exigido por las normas políticas y sociales del mundo real y verdaderamente existente, donde las leyes son iguales para todos, y donde cortesanos, burgueses y funcionarios, habrán de trabajar como proletarios.

Sorprende que, como conclusión sumaria, una de las notas más características de la obra de Montaigne sea la que apela, siempre de forma acrítica, a la moralina individualista, autológica, propuesta, casi como imperativo categórico, a modo de norma o criterio universal, con el fin de llevar una vida «digna». Como si la idea de dignidad vital fuera un concepto claro y distinto, y no una referencia completamente subjetiva y particular, susceptible de que cada cual la interprete a su manera.


Componer nuestra conducta es nuestro oficio, no componer libros, y ganar, no batallas ni provincias, sino el orden y la tranquilidad de nuestro proceder. Nuestra obra de arte grande y gloriosa es vivir convenientemente (Montaigne 1580-1595/1998: 392).


Pero, ¿qué significa «vivir convenientemente»? Para un asesino a sueldo vivir convenientemente consiste en matar al mayor número posible de personas hasta que sus ganancias le permitan jubilarse, por ejemplo. Para una señorita decimonónica de «familia bien» vivir convenientemente en la posguerra franquista era aprender a coser y a callar (y acaso a tocar cursimente el piano), por ejemplo. Para determinados pueblos vivir convenientemente es cortarle el clítoris a las mujeres en el momento de alcanzar la pubertad, por ejemplo. Para un vago vivir convenientemente es procurarse el sustento sin tener que trabajar, del mismo modo que para un cura lo es el predicar la existencia de Dios y la resurrección de los muertos, o para un banquero hacer dinero a toda costa, etc. Afirmar que nuestro objetivo en la vida es «vivir convenientemente» es, desde luego, no decir nada. Todo en Montaigne queda reducido, en cierto modo como en Lutero, a un «hecho de conciencia», de imaginación, de psicologismo ―o como en Derrida, a un «hecho de escritura»―.

De hecho, Montaigne podría identificarse plenamente con lo que Marvin Harris reprochaba a los movimientos contraculturales del último tercio del siglo XX, cauces que desembocan en el erial de la posmodernidad contemporánea: la creencia de que la conciencia y el psicologismo controlan la Historia.


En la contracultura se estimula a la conciencia para que se aperciba de sus potencialidades inexploradas […]. La finalidad es expresar la conciencia, demostrar la conciencia, alterar la conciencia, aumentar la conciencia, ampliar la conciencia, todo menos objetivar la conciencia (Harris, 1974/2006: 218).


Los ensayos del pseudolaico Montaigne se fundamentan en una moral subjetiva y autológica, desde la cual se juzga, de forma tan seductora como acrítica, un mundo muy idealizado en sus virtudes y vicios. Su laicismo, mucho más aparente que real, contrasta dialécticamente con la crítica sistemática y racionalista que un cura gallego, afincado en Asturias, Benito Feijoo y Montenegro, nos ha dejado en su Teatro crítico universal (1726-1740).

Feijoo exige a sus lectores mucho más que Montaigne. Para este benedictino español del siglo XVIII, ni la filosofía es una terapia individual (autologismo) o gremial (dialogismo), sino un sistema crítico de relación racional de ideas (norma) a partir de conocimientos científicos, ni la ciencia una ficción explicativa o una retórica formalista en la que se desvanecen todas las posibles certidumbres, sino un conocimiento racionalista y operatorio basado en la interpretación sistemática, causal y lógica de la materia disponible al ser humano en el mundo empírico. Feijoo escribe sus ensayos, explícitamente críticos, tomando como referencia no su propia conciencia o subjetividad, como hace Montaigne, sino los conocimientos científicos y filosóficos de su tiempo, es decir, de su horizonte de expectativas, por utilizar la terminología de la estética de la recepción jaussiana. En suma, el Teatro crítico universal constituye una codificación, prácticamente sistemática, a lo largo de sus más de quince años de redacción, de la filosofía y de la ciencia características y constituyentes de la España del setecientos. Feijoo escribe su filosofía crítica sobre saberes conceptuales y científicos, no sobre el subjetivismo individualista de estados anímicos, resultantes de una reacción psicológica y personal del ser humano ante los acontecimientos del mundo fenomenológico y sensorial.

Sintéticamente, Feijoo es todo lo contrario de Montaigne: el español construye su crítica filosófica sobre saberes conceptuales, categoriales o científicos, y no sobre impresiones personales o experiencias subjetivas, que una figura como Montaigne trata de elevar a categoría de universales («Nadie sabe más que aquella facultad que estudia», «En defensa de las mujeres», 1726, I, 16: 351). Feijoo, siendo hombre de Iglesia, no escribe desde el moralismo teológico ni desde el dogma de la fe católica, sino desde un racionalismo antropológico que, respetuoso con la teología, se aleja de la dogmática para fundamentarse en la razón, de manera que la fe no se reduce a una experiencia subjetiva y autosuficiente, como propugna el luteranismo, y como asume con simpatía condescendiente un Montaigne («Regla Matemática de la Fe Humana», 1733, V, 1). Asimismo, Feijoo evita el pensamiento fragmentario, asistemático y atomizado, en una obra de título preciso e inequívoco, globalizante y sistemático, cuyo objetivo es una crítica racionalista y universal de la realidad del mundo al que se enfrenta, sin idealismos, sin dogmatismos y sin relativismos; el escepticismo especulativo y formalista de Montaigne se convierte en Feijoo en escepticismo crítico, empírico y escrutador («Escepticismo filosófico», 1729, III, 13). 

De forma explícita, el español apela al empirismo para ponerlo a disposición de la investigación científica y tecnológica, y nunca para someterlo a la sensorialidad de los estados de ánimo del yo, como instrumento de interpretación del entorno personal, al estilo de Montaigne («El gran Magisterio de la experiencia», 1733, V, 11). Y en cuanto al saber especulativo, Feijoo se muestra en todo momento crítico con cuanta retórica trata de envolver arteramente el conocimiento, desde su examen de la Escolástica hasta su rechazo explícito de la sofística y el ergotismo («Abuso de las disputas verbales», 1739, VIII, 1; «Desenredo de sofismas», 1739, VIII, 2). Pese a ser eclesiástico, Feijoo evita todo fideísmo e institucionalismo, así como toda misantropía o filantropía, desde el momento en que sus escritos apelan a cuestiones que estima objeto de crítica en relación siempre con ciencias categoriales concretas, como la Historia, el Derecho, la filología, la física, la química, la economía, la botánica, la meteorología, la medicina… Los escritos de Feijoo se refieren siempre de forma crítica a sistemas científicos que tratan de definirse categorialmente como tales.

Ha de advertirse igualmente que Feijoo no escribe ni como cortesano, ni como burgués, ni como funcionario, al modo de Montaigne. Ni siquiera, aun siéndolo, como hombre de Iglesia. Feijoo escribe como lo que es: un filósofo racionalista y crítico que renuncia a todo idealismo antropológico (si bien preservando o evitando, allí donde le resulta inexcusable o factible, el idealismo teológico).

Feijoo no es un pensador relativista, y en modo alguno hace un uso terapéutico, tan del gusto de los humanistas de todos los tiempos, del conocimiento. Todo lo contrario: se sirve del conocimiento científico del modo más crítico posible. Y es muy consciente de la antipatía y rechazo que tal actitud crítica ha de causar en sus lectores:


Lector mío, seas quien fueres, no te espero muy propicio, porque siendo verosímil que estés preocupado de muchas de las opiniones comunes, que impugno; y no debiendo yo confiar tanto, ni en mi persuasiva, ni en tu docilidad, que pueda prometerme conquistar luego tu asenso, ¿qué sucederá, sino que firme en tus antiguos dictámenes condenes como inicuas mis decisiones? Dijo bien el Padre Malebranche, que aquellos Autores, que escriben para desterrar preocupaciones comunes, no deben poner duda en que recibirá el público con desagrado sus libros. En caso que llegue a triunfar la verdad, camina con tan perezosos pasos la victoria, que el Autor mientras vive solo goza el vano consuelo de que le pondrán la corona de laurel en el túmulo (Feijoo, 1726-1740, I, lxxix, Prólogo al lector).


Uno de los objetivos fundamentales del Teatro crítico universal es precisamente la desmitificación de las falsas creencias, el conocimiento adulterado, las mitologías irracionales, los saberes acríticos, las magias y supercherías que embotan el correcto entendimiento y obstaculizan el desarrollo de ciencias y tecnologías. A diferencia de Montaigne, Feijoo se compromete con ideas firmes, toma partido por ellas, y adopta posiciones gnoseológicas muy definidas. Desde un racionalismo antropológico, que no necesita ni pretende el apoyo de la razón teológica, Feijoo denunciará como «errores» todo aquello que, sometido a la crítica, no resista el examen de la ciencia.


Culparásme acaso, porque doy el nombre de errores a todas las opiniones que contradigo. Sería justa la queja, si yo no previniese quitar desde ahora a la voz el odio con la explicación. Digo, pues, que error, como aquí le tomo, no significa otra cosa que una opinión, que tengo por falsa, prescindiendo de si la juzgo, o no probable (Feijoo, 1726-1740, I, lxxx-lxxxi, Prólogo al lector).


El resultado de esta obra plenamente ilustrada es una consecuencia muy barroca: el desengaño, entendido ahora no en su sentido emocional o psicológico, sino en los términos rigurosos de una desmitificación racional, crítica y conceptual, basada siempre en los conocimientos categoriales de una ciencia dada ontológicamente. Desde el punto de vista de Feijoo, las verdades lo son siempre dentro de un campo categorial o científico definido. No hay verdades fuera del conocimiento científico, pero sí dentro de él. Feijoo niega de este modo todo relativismo gnoseológico y se convierte en punto de inflexión decisivo de la investigación positivista y materialista.


Tan lejos voy de comunicar especies perniciosas al público, que mi designio en esta Obra es desengañarle de muchas, que por estar admitidas como verdaderas, le son perjudiciales; y no sería razón, cuando puede ser universal el provecho, que no alcanzase a todos el desengaño (Feijoo, 1726-1740, I, lxxxi-lxxxii, Prólogo al lector).


No hay ambigüedades en los escritos de Feijoo, ni juegos propios de una diafonía ton dóxon, donde se amalgama arbitrariamente la afirmación y negación de ideas similares, o se objetiva formalmente la interferencia y confusión de criterios contrarios o contradictorios. Un ejemplo palmario de su toma de partido en causas muy disputadas y complejas es el que se manifiesta en su «Defensa de las mujeres», texto muy polémico para su tiempo en el que Feijoo escribe críticamente contra quienes niegan a la mujer la igualdad de cualidades físicas, psicológicas e intelectuales con el hombre. No hay, probablemente, en todo el siglo XVIII europeo, ni tampoco mucho después de la tan cacareada Ilustración europeísta, un discurso en el que, como en éste, un escritor haya exigido con tan rotunda claridad de argumentos e ideas el reconocimiento en la mujer de las mismas cualidades, facultades y competencias que en el hombre.


En grave empeño me pongo. No es ya solo un vulgo ignorante con quien entro en la contienda: defender a todas las mujeres, viene a ser lo mismo que ofender a casi todos los hombres: pues raro hay que no se interese en la precedencia de su sexo con desestimación del otro. A tanto se ha extendido la opinión común en vilipendio de las mujeres, que apenas admite en ellas cosa buena. En lo moral las llena de defectos, y en lo físico de imperfecciones. Pero donde más fuerza hace, es en la limitación de sus entendimientos. Por esta razón, después de defenderlas con alguna brevedad sobre otros capítulos, discurriré más largamente sobre su aptitud para todo género de ciencias, y conocimientos sublimes (Feijoo, «Defensa de las mujeres», 1726-1740, I, 16: 325-326).


El desconocimiento de la obra de Feijoo sigue siendo hoy en día mayor del que cabría esperar en la comunidad científica y académica. Montaigne es más seductor y menos exigente que el autor del Teatro crítico universal. Todos los sofistas tienen suerte, y no sólo entre el vulgo.


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NOTAS

[1] Sobre la idea de dialéctica en la Crítica de la razón literaria, vid. sobre todo el capítulo III, 1.3.3.

[2] Sin embargo, los límites de la dialéctica en Gracián, como los límites de la razón antropológica, vienen impuestos y determinados por la teología cristiana, de fundamento monista e idealista, al identificar en Dios, artífice supremo, la razón de ser metafísica de todo cuanto existe: «Trazó las cosas de modo el supremo Artífice —dijo Critilo— que ninguna se acabase que no comenzase luego otra; de modo que de las ruinas de la primera se levanta la segunda. Con esto verás que el mismo fin es principio, la destrucción de una criatura es generación de la otra. Cuando parece que se acaba todo, entonces comienza de nuevo: la naturaleza se renueva, el mundo se remoza, la tierra se establece y el divino gobierno es admirado y adorado» (Gracián, 1651/1971: I, 37).






Información complementaria


⸙ Referencia bibliográfica de esta entrada

  • MAESTRO, Jesús G. (2017-2022), «La crítica de la literatura ilustrada: Feijoo frente a Montaigne, con una nota sobre Gracián», Crítica de la razón literaria: una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica. Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades del conocimiento racionalista de la literatura, Editorial Academia del Hispanismo (IV, 2.38), edición digital en <https://bit.ly/3BTO4GW> (01.12.2022).


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Feijoo, Gracián, Montaigne, Crítica de la razón literaria, Jesús G. Maestro