Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica
del conocimiento racionalista de la literatura
Crítica y literatura
Como desde su propio título se indica, la Crítica de la razón literaria ha de desarrollarse en el ejercicio de la crítica literaria. No hay crítica literaria sin teoría o sin literatura, es decir, al margen de un objeto de conocimiento y de un método de interpretación. No resultará ocioso recordar que la palabra crítica aparece en español con un sentido moderno en El criticón (1651) de Gracián y en el Teatro crítico universal (1726) de Feijoo. Del griego crinein, aquí se concibe la crítica literaria como una criba, clasificación, ordenación, valoración o análisis sobre el que construir una interpretación científica y dialéctica de los materiales literarios. La crítica literaria basada que se expone en esta obra ha de estar fundamentada en criterios científicos y dialécticos, y no será doxográfica, ni ideológica, ni moral. Doxografía, ideología y moral son formas acríticas de conducir y expresar el saber literario, frente a la ciencia y la dialéctica, que son formas esencialmente críticas de expresión, interacción e interpretación de saberes y conocimientos.
Es acrítico todo intento de definir la
literatura o sus materiales mediante algún predicado permanente y global, tales como identidad, tolerancia, memoria, cultura, solidaridad, negritud, o cualesquiera dioses o ismos (homosexualidad,
mestizaje, feminismo, nacionalismo, multiculturalismo...), entre tantos ejemplos de palabras mágicas, estultamente bien vistas, y políticamente correctas, porque estos
predicados son siempre abstractos, y presuponen ya la ideología o las creencias que se pretende
derivar de ellos. Los materiales literarios no son una esencia rígida y lineal,
inmutable o definitivamente dada, sino un contenido
que está haciéndose y reelaborándose circularmente, esto es,
dialécticamente, en cada experiencia que nos relaciona con ellos, a partir de
un núcleo (la
obra literaria), a través de un cuerpo (todos
materiales literarios que, como tejidos, forman parte del
cuerpo o estructura de la literatura sistemáticamente organizada: lenguaje,
cultura, sociedad, autores, editores, lectores, intérpretes críticos...), y a
lo largo de un curso (la
historia de los materiales literarios, su creación, difusión, evolución e interpretación) que transmite y transforma
incesantemente la forma, el sentido y los materiales de la literatura.
La crítica
consiste ante todo en
ordenar gnoseológicamente los materiales que constituyen nuestro objeto de
interpretación según
su contenido de
realidad, es decir, según su
contenido de verdad.
La crítica ejercida desde la Teoría de la Literatura, si pretende ser
consistente y consecuente con los conceptos objetivos de las formas literarias
que trata de explicar, ha de estar basada en una gnoseología
que tenga en cuenta los
criterios de materia, forma y verdad, es decir, ha de estar basada en una
gnoseología
materialista. Toda disciplina es inseparable de
la materia
que conforma, es decir, de la
materia
que da
forma, a su objeto de conocimiento. La
Teoría de la
Literatura es inseparable de los materiales
de la literatura. A una
gnoseología materialista
corresponderá determinar
formalmente, esto es, teórica o teoréticamente, pero siempre a partir y a
través de operaciones materiales explícitamente ejecutadas, las posibilidades
del conocimiento humano sobre los materiales
literarios que
constituyen el campo de investigación de la
Teoría de la
Literatura.
La epistemología se
diferencia de la gnoseología en que
la primera, como teoría del
conocimiento basada en la
oposición objeto
conocido / sujeto cognoscente, no tiene en cuenta el problema de la
verdad, o simplemente la da por supuesta,
al margen de toda consideración crítica.
Por su parte, la ontología es, como
sabemos, aquella disciplina filosófica que se ocupa del estudio del Ser (del
griego óntos y del latín ente), y que desde la Crítica de la razón literaria se prefiere denominar, estrictamente, materia. Porque el
ser, o es material, o no es.
La gnoseología materialista
considera que la materia y la forma son realidades inseparables, aunque
disociables, es decir, no hipostasía, no convierte en metafísica, ni a la
materia ni a la forma, sino que las trata como realidades sustantivadas,
conjugadas y solidarias. Como teoría de la
ciencia, el objeto de la gnoseología materialista
es explicar la conexión entre la
materia
de una ciencia y su
formalización
o conformación como tal materia específica de esa
ciencia, es decir, en el caso que nos ocupa, determinaría la relación entre los materiales literarios
y las
teorías, formas o teoremas que los estudian, esto es, la Teoría
de la Literatura, la
cual permite interpretar conceptualmente la verdad en ellos contenida.
La gnoseología materialista,
al desarrollarse dentro de las coordenadas gnoseológicas de
materia, forma y verdad, constituye la denominada teoría
del cierre categorial
(Bueno, 1992). Esta teoría de la
ciencia difiere de la epistemología aristotélica,
kantiana o carnapiana, porque no puede aceptar que la forma de una ciencia sea una forma
silogística, una forma a
priori del
entendimiento, o una forma lingüística o matemática. La gnoseología
materialista, en que se
basa la Teoría del
Cierre Categorial, busca la forma
o conformación de una ciencia en los nexos
esenciales que la vinculan con sus contenidos de verdad, los cuales se objetivan en las
concatenaciones o relaciones unitarias de sus partes o materias, constituyentes de su unidad
inmanente, la cual se fundamenta de forma efectiva en la unidad sintética
de sus partes
materiales. Dicho de otro modo: toda ciencia ha de explicar formalmente sobre
qué contenidos
materiales está sistemáticamente
construida. No se puede hacer una investigación científica de espaldas a la materia.
Pues, en ese caso, ¿qué estamos estudiando? Un formalismo puro. Fantasmagorías
metafísicas. Y en este error, en este formalismo, han incurrido sin consciencia
alguna de ello, casi todas las teorías literarias del siglo XX.
En función de la
verdad de las ciencias, esto es, de la formalización conceptual de su contenido material,
la distinción gnoseológica
entre materia
y forma conduce a cuatro tipos posibles de
teorías del conocimiento, a las que se refiere Bueno en su Teoría del cierre categorial (1992).
En primer lugar, cabe referirse al descriptivismo, como teoría de la ciencia que sitúa
la verdad científica en la materia constitutiva del campo de cada
ciencia (hechos, fenómenos, observaciones...), e interpreta aquello que puede
encontrarse asociado al proceso científico (lenguaje, instituciones sociales,
razonamientos, libros, experimentos...) como formas que no contribuyen propiamente a la
conformación de la
verdad científica ―que se supone ya dada―, sino que facilitan metodológicamente
el acceso a las verdades manifiestas en las descripciones de los
hechos o de los
fenómenos. La idea de verdad que sostiene el descriptivismo equivale a la
noción griega
de aléetheia, es decir, un descubrimiento de la
realidad, un hallazgo desvelado de lo que es tal como es. Se supone de este modo que
la verdad reside en la materia y que el científico no hace sino des-cubrirla,
des-velarla, esto es, describirla. La materia, el objeto, es el
lugar en el que reside la ciencia, y la forma (matemática, lógica, lingüística)
no hace más que
reflejarla o representarla. Desde este punto de vista, la ciencia estaría
constituida por una
teoría, es decir, por una
forma, que da cuenta descriptiva de unos
hechos o materiales objetivos y externos. Se trataría de una ciencia constituida por un
tipo de conocimiento
referido a una
experiencia. Es una concepción
científica dualista, que
descansa en la distinción entre un
objeto y un método. Ofrece un espacio epistemológico bidimensional. De este
modo, los contenidos de una ciencia se entienden como reproducción
o reflejo
teórico
y formal de un material objetivo y externo, que se supone previamente dado y
autónomamente instituido, incluso por sí mismo (Aristóteles). En otros casos,
ese mismo material puede ubicarse en la conciencia, el «pensamiento interior
del hombre», la vida subjetiva, la fe, la vivencia, la memoria, etc., de modo
que la teoría describe
en este supuesto una experiencia subjetiva
e interna, dada de forma espontánea o genial
en la mente del individuo (Kant). Agustín de Hipona o Lutero hablarían en este
caso de mística o revelación, como forma de acceso a la Verdad, divina y
metafísica. El primero de los supuestos antemencionados remite a la
epistemología aristotélica,
en la que se basa la teoría de la
mímesis o imitación de la
naturaleza como principio generador del
arte, mientras que el segundo de los casos remite a la epistemología
kantiana, que sitúa
el centro de gravedad de
toda interpretación en la
conciencia o subjetividad del yo. De un modo u otro, ambos procedimientos son
epistemológicos (objeto / sujeto), no gnoseológicos (materia / forma), y su fin
se limita a desvelar formalmente unos contenidos ―sean exteriores al yo, sean
dados en la inmanencia de su propia conciencia― de modo que la naturaleza
científica de su proceder se basa siempre en un mero descriptivismo. En su
ensayo La
deshumanización del
arte, Ortega expresó
con claridad esta
diferencia que marca el paso de la mímesis aristotélica al idealismo kantiano: «de
pintar las cosas se ha pasado a pintar las ideas» (Ortega, 1925/1983: 41). La epistemología
descriptiva reconoce la
presencia y función de las
formas
científicas, pero no las
considera constitutivas de verdad científica alguna, y en esto se
diferencia de la gnoseología materialista.
Tal es el caso del positivismo histórico, que en su aplicación literaria se limitó
a describir el acontecer
historicista de los hechos literarios (autores, fechas y obras), de la
fenomenología
de Husserl, del primer
positivismo lógico del Círculo
de Viena (Schlick y
Carnap)[1], o de la retórica y
poética del psicoanálisis freudiano, por ejemplo.
En segundo lugar, hay que referirse al formalismo o teoreticismo, como teoría de la ciencia que sitúa
la verdad científica en
el proceso formal
de construcción
de conceptos, o de
enunciados sistemáticos. Se basa en una idea de verdad próxima al concepto
lógico y formal de coherencia
de las construcciones
científicas. Las ciencias se conciben de este modo como sistemas o teorías
hipotético-deductivas. El formalismo surge al renunciar inicialmente a los
axiomas evidentes, o verdaderos por sí
mismos, y al establecer
a continuación una
equivalencia entre axiomas
evidentes y
postulados
formales, pero carentes
de contenido, en torno a los cuales comienza a enunciarse un sistema coherente
de proposiciones derivadas. El teoreticismo alcanzó su máxima expresión
en buena parte de las
teorías literarias del siglo XX, a través del formalismo ruso, el
estructuralismo, el neoformalismo francés y los posestructuralismos posmodernos.
Su antecedente inmediato, aún en el siglo XIX, es la escuela morfológica
alemana. Lo mismo cabe decir del formalismo matemático de David Hilbert, o del
paradigma kepleriano, auténtica aplicación extensiva de la deducción matemática al terreno de la astronomía y de la
física. Modernamente, la idea teoreticista de ciencia está ligada a la escuela del filósofo Karl
Popper (1934, 1964, 1972), cuyo teoreticismo subraya la primacía
de la forma sobre la
materia en su definición de
ciencia y de conocimiento científico, intensificando el componente teórico
constructivo y operativo que se da de
facto en la
investigación científica.
De este modo, se considera que los contenidos de una ciencia son algo
esencialmente vinculado a las estructuras operatorias sintácticas, lingüísticas
y lógico-formales, las cuales no se resolverían en el campo de los «datos» empíricos
y materiales, sino en el terreno de las formas. De este modo, en
última instancia, si
algo falla, la realidad «está mal hecha».
El conocimiento científico no procede, pues, por inducción, sino por
operaciones hipotético-deductivas, formuladas para dar cuenta y razón
de los fenómenos
materiales. Sin embargo, el punto débil del teoreticismo popperiano reside
precisamente en la conexión entre la
ciencia, que se considera como mundo
autónomo y creador (ámbito de la forma vivificadora), y la realidad, o mundo de los hechos (que se
concibe como un mundo inerte, o de materia inerte, ante las formas vivas de la
ciencia). Un nexo negativo une, pues, las teorías a los hechos. La teoría
de la ciencia se
desarrolla en
virtud de su propia fuerza y coherencia interna, y cuando alguna de sus
proposiciones no se ajusta o adapta al plano de los hechos, resulta desmentida,
refutada, o falseada, hasta que se adapte, con frecuencia, de forma ideal.
Frente a Popper y su concepción teoreticista de la razón y la ciencia abstractas, utópicas y
ucrónicas, que envuelven idealmente la materia y la informan desde el exterior,
cabe advertir que la racionalidad efectiva humana es propia de sujetos
corpóreos individuales y operatorios, es decir, que operan e interactúan en el
medio exterior, circundante y envolvente[2].
En tercer lugar, el denominado adecuacionismo epistemológico
se caracteriza por ser
una teoría de la
ciencia que distingue, en los cuerpos de las ciencias, una forma (lingüística, conceptual, teórica...)
y una materia
(empírica, real...),
y porque define la verdad científica como una correspondencia o
adaequatio
entre las construcciones
formales de las ciencias y la materia empírica o real constitutiva de sus
campos. El adecuacionismo se basa, en consecuencia, en un postulado de
correspondencia, concordancia o armonía, entre dos órdenes de componentes, mediante una
hipóstasis o conversión metafísica
que resulta inaceptable desde los presupuestos materialistas y racionalistas[3]. El adecuacionismo
epistemológico es la teoría en la
que se basa Hans-Robert Jauss (1967, 1970) al exponer su estética de la
recepción, de modo que establece una adecuación o yuxtaposición entre la obra literaria (materia),
por una parte, y una idea fenomenológica y sociológica de lector (forma), por
otra parte. Jauss impone la coordinación o adecuacionismo entre ambos términos
―la obra como objeto y el lector como sujeto―, incurriendo en un extraordinario
idealismo formalista y epistemológico, desde el momento en que postula la
existencia, sin duda virtual, fenomenológica y teoreticista, de un lector «ideal»
―que Iser (1972) denominará «implícito»―, y que será de todo menos un lector real y
efectivamente existente. Será un
lector sin cuerpo, sin biografía, sin existencia operatoria. El lector diseñado
por Jauss es un lector que nunca ha aprendido operatoriamente, esto es, de forma efectiva, a leer
ni a escribir (Maestro, 2010).
En cuarto y último lugar, hemos de referirnos al circularismo gnoseológico propuesto por Bueno (1992), como teoría de la ciencia que concibe y organiza los sistemas proposicionales o causales como multiplicidades de elementos relacionados entre sí, no según un orden lineal (de principios a consecuencias, de causas a efectos), sino según un orden circular, en el que las consecuencias o los efectos pueden desempeñar a su vez, en un momento dado del proceso, la función de principios o causas. El circularismo gnoseológico considera que la distinción entre materia y forma de las ciencias debe entenderse como la relación entre dos órdenes yuxtapuestos, nunca hipostasiados (adecuacionismo), con el fin de construir el lugar de la verdad en la ciencia, sin negar por reducción la forma en la materia (descriptivismo), y sin negar tampoco por reducción la materia en la forma (formalismo o teoreticismo), sino mediante una transformación o transducción (Maestro, 1994, 1996, 2002) mutua y circular, solidaria y conjugada (Bueno, 1978a), de la una en la otra, de modo que la forma constitutiva de la ciencia pueda presentarse como el nexo esencial de concatenación y relación, como identidad sintética, de las partes constitutivas de la materia de las ciencias y, por supuesto, como contenido mismo de la verdad científica. La gnoseología materialista es la ejecución del circularismo gnoseológico, que está en la base de los procesos de construcción, comunicación, interpretación y transducción de los materiales literarios (Maestro, 2007b)[4].
NOTAS
[1] Bueno insistió en que el
descriptivismo hacía un uso muy relajado del término ciencia, como
cuerpo organizado de conocimientos, algo que en sí mismo es equívoco e inútil.
Se trata más bien de un sinónimo del término disciplina, que incorpora a
sus contenidos una segunda acepción de ciencia, como cuerpo de conocimientos
históricamente desarrollados. Además, excluye dos atributos esenciales de toda
ciencia, que, desde Descartes, se reconocen como ineludibles: su carácter
necesario y su fundamento verdadero. El punto débil de esta idea descriptivista
de ciencia es que carece de posibilidades para discriminar conocimientos cuyo
estatuto gnoseológico es claramente diferente. Por esta razón, y así lo
advierte Bueno (1992), se puede aplicar por igual a la Química y a la
Matemática que a la Historia, la Jurisprudencia o la Teología (aun cuando esta
última no es una ciencia, porque su objeto de conocimiento, Dios, es
físicamente igual a cero). Además, se le pueden hacer otras dos objeciones
importantes. La primera, que no da cuenta del proceso efectivo, operativo y
constructivista, de las ciencias positivas, ya que ninguna ley universal puede
derivarse de un número finito de datos experimentales. (La inferencia por
abstracción no basta para fundamentar un conocimiento objetivo, verdadero y
necesario). Y la segunda, que es pura ingenuidad gnoseológica pretender que,
por una parte, haya unos hechos (materia) y, por otra, una teoría (forma); es
decir, por un lado, unos hechos sensoriales y, por otro, sobrevalorándolos, o
yuxtaponiéndose a ellos, una construcción racional (de apariencia lingüística,
lógica o matemática). Muy al contrario de lo que suponen estas dos
limitaciones, la razón, la construcción racional, es la reorganización misma de
las percepciones, de los preceptos, que son los objetos mismos. La verdad está
en los hechos, tal como reconoce la tradición filosófica racionalista (verum
est factum). Vid. a este respecto la obra de Mondolfo (1971), quien recoge
abundantes conceptos que apuntan en esta dirección, desde Anaxágoras («el
hombre piensa porque tiene manos») hasta Vico («el criterio de tener ciencia de
una cosa es efectuarla»). En este mismo contexto, cabe recordar las
declaraciones de Pierre-Gilles de Gennes, Premio Nobel de Física (1991), al
diario El País (22 de mayo de 1993): «Para pensar hace falta estar en
contacto con la realidad». En todos los supuestos señalados, vid. siempre Bueno
(1972, 1992, 1995, 1995a).
[2] Popper concibe
la naturaleza como algo eterno (ucrónico) y sin lugar de reposo (utópico). No
deja de ser irónico, para el teoreticismo, que las matemáticas, ciencias
exactas por excelencia, no puedan nunca ser desmentidas por los hechos, habida
cuenta de su naturaleza formal y abstracta. La racionalidad (tecnológica, científica y filosófica), no puede
pensarse sin el lenguaje, pero esta misma racionalidad no puede reducirse
exclusivamente al lenguaje. Como señala Bueno (1992), tan racional es el
sistema métrico de numeración decimal como el uso humano de la pentadactilia
para manipular objetos corpóreos y tangibles. El concepto de racionalidad está vinculado al concepto
del comportamiento individual independiente, es decir, al sujeto humano
corpóreo y operatorio.
[3] Heredera de las
formulaciones originales de Aristóteles, esta tendencia epistemológica supone
que el conocimiento científico descansa de igual modo y en igualdad de
condiciones sobre los dos fundamentos de toda ciencia: los componentes formales
(teoría) y los componentes materiales (empiria). La verdad
científica se define así por la relación de adecuación o correspondencia
(isomorfismo) entre la forma proposicional desplegada por la lógica científica
y la materia inerte a la que aquella forma va referida y referenciada. Es el
caso de la conocida «teoría semántica de la verdad» formulada por Alfred
Tarski. El adecuacionismo, con su postulado de la exacta correspondencia entre forma
y materia, se presenta como una conjunción de la hipóstasis (sustantivación
metafísica) de la materia practicada por el descriptivismo y de la hipóstasis
de la forma proyectada por el teoreticismo.
[4] En consecuencia, la teoría del cierre categorial (Bueno, 1992) asume del descriptivismo la exigencia de una presencia positiva del material empírico de una ciencia, y del teoreticismo su afirmación de una realidad constructiva, operatoria, lógico-formal en toda ciencia. Sin embargo, pretende superar las limitaciones de estas concepciones epistemológicas mediante el dualismo entre materia y forma, y a través de la disociación entre una «forma lógica», supuesta depositaria de una racionalidad que se aplica a diferentes materias o contenidos empíricos. La teoría del cierre categorial de Bueno (1992) considera que la forma lógica es sólo el modo de organizar ciertos contenidos, el modo de establecer la conexión de unos materiales con otros en un contexto social. La racionalidad incluye la referencia a la materia, y no es disociable de ella de ningún modo. Porque materia y forma son conceptos conjugados, es decir, conexos internamente, e indisociables, pues no pueden darse por separado ni autónomamente (como sucede con otros conceptos conjugados: reposo / movimiento, espacio / tiempo, padre / hijo…) (Bueno, 1978a).
- MAESTRO, Jesús G. (2017-2022), «Crítica y literatura», Crítica de la razón literaria: una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica. Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades del conocimiento racionalista de la literatura, Editorial Academia del Hispanismo (III, 1.3.2), edición digital en <https://bit.ly/3BTO4GW> (01.12.2022).
⸙ Bibliografía completa de la Crítica de la razón literaria
Primeros postulados de la Teoría de la Literatura
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