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V, 1 - Dialéctica de conceptos

   






V


1

 

Dialéctica de conceptos

 

 

1.1. La literatura como construcción humana, racional y libre.

1.2. La literatura como realidad verbal, poética y ficticia

1.3. La literatura como concepto pragmático, histórico y político.




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Libro recomendado


Crítica de la razón literaria Jesús G. Maestro





Jesús G. Maestro, Crítica de la razón literaria


V, 1.1 - La literatura como construcción humana, racional y libre

 

Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices





La literatura como construcción humana, racional y libre


Referencia V, 1.1


Sabemos decir muchas mentiras con apariencia de verdades; y sabemos, cuando queremos, proclamar la verdad… 

Las Musas a Hesíodo (Teogonía, vv. 26-29).

 

El verdadero fin del Estado es, pues, la libertad. 

Baruch Spinoza, Tratado Teológico-Político [xx, 2] (1670/1986: 414-415).


 

Crítica de la razón literaria Jesús G. Maestro

La literatura es una construcción humana y racional, que se abre camino hacia la libertad a través de la lucha y el enfrentamiento dialéctico, que utiliza signos del sistema lingüístico, a los que confiere un valor poético —que el idealismo alemán redujo a estética y otorga un estatuto de ficción, y que se desarrolla a través de un proceso comunicativo de dimensiones históricas, geográficas y políticas, cuyas figuras fundamentales son el autor, la obra, el lector y el intérprete o transductor.

La tesis que sostiene la Crítica de la razón literaria es que en su desarrollo y evolución históricos, desde la génesis de sus orígenes hasta hoy, la literatura se ha manifestado y explicitado deliberadamente en su alianza con el racionalismo humano, desde los presupuestos del conocimiento científico y de la filosofía crítica, y que lo ha hecho en contra de la afirmación acrítica y dogmática de formas de conocimiento propias de culturas bárbaras y prerracionales, como son el mito, la magia, la religión y las técnicas arcaicas de oralidad y escritura. Algo así no significa que la literatura rechace en absoluto la presencia de estos elementos como materiales que explícitamente forman parte de su propio corpus retórico y poético, pero sí exige reconocer de forma muy clara que la literatura niega toda posibilidad de expresarse, comunicarse e interpretarse al margen del racionalismo humano y de sus facultades y competencias críticas. Incluso cuando la literatura simula ser irracional, su disimulación es siempre el resultado de un ejercicio racionalista del más avanzado y sofisticado diseño.

En consecuencia, se considerará aquí que la literatura es el conjunto de los materiales literarios que constituyen el objeto de la Teoría de la Literatura. La literatura es así una realidad ontológica efectiva, a la que pertenecen los seres humanos que la construyen (autores), difunden (amanuenses, copistas, impresores, editores...) e interpretan (lectores, actores, críticos, consumidores, transductores...); el texto en que se objetiva (litografías, papiros, códices, pergaminos, manuscritos, libros, discos compactos y soportes informáticos...); el lenguaje literario oral y escrito, etc. Los materiales literarios son una realidad física, es decir, formal y material, que implica a autores, lectores, intérpretes y actores, críticos, públicos, sociedades, culturas, etapas históricas, zonas geográficas, Estados y sociedades políticas, etc., como totalidades complejísimas, fuera de las cuales la literatura no es concebible ni factible como tal. 

Estas totalidades pueden y deben analizarse de forma sistemática, crítica y científica, a través de diferentes ciencias categoriales que, cada una desde su propia perspectiva gnoseológica, tienen como objeto de interpretación algún tipo de material que sirve a la construcción literaria: el lenguaje (filología, lingüística...), el texto (retórica, ecdótica...), el ser humano (antropología, sociología...), bien como autor (Historia, psicología...), bien como lector (hermenéutica, pragmática, fenomenología...). La sistematización de las diferentes disciplinas y ramas del saber, organizadas en symploké para el estudio de la literatura, permite la constitución de la Teoría de la Literatura como ciencia categorial cuyo objeto de estudio específico son los materiales literarios.

La literatura es una construcción genuinamente humana, que brota de la razón exclusiva del ser humano, desde la cual se exige también su interpretación reglada y normativa, y que se abre camino, a lo largo de la geografía y la Historia, a través de una idea de libertad característica de las sociedades políticas organizadas como Estado.

Es una construcción humana porque ni los animales ni las plantas, ni ninguna otra criatura de la naturaleza viva o muerta es capaz de escribir obras literarias, y porque tampoco los dioses —hasta el momento presente al menos— se han manifestado como autores de poemas, narraciones, ensayos u obras teatrales. La Crítica de la razón literaria, como Teoría de la Literatura, no puede aceptar de ninguna manera la idea de «textos sagrados», inspirados por dioses, númenes o ficciones metafísicas. Nada más lejos de la literatura que la experiencia psicológica de lo sagrado. Desde el más ancestral pensamiento pagano, los filósofos epicureístas y naturalistas ya habían explicitado este tipo de ideas.


Jamás cosa alguna se engendró de la nada, por obra divina. Pues esta es la razón del temor que a todos los mortales esclaviza, que ven acaecer en la tierra y en el cielo muchos fenómenos cuyas causas no pueden comprender en modo alguno, e imaginan que son obra de un poder divino. Así, una vez persuadidos de que nada puede crearse de la nada, podremos descubrir mejor lo que buscamos: de dónde puede ser creada cada cosa y cómo todo sucede sin intervención de los dioses (Lucrecio, De la naturaleza, I, 150-158)[1].


Mientras que determinadas culturas primitivas, como la hebrea, atribuían a su dios personalista y monista la creación de todas las cosas y, particularmente, la inspiración de las escrituras, siempre sacralizadas, la donación de las leyes y la imposición del más estricto orden moral, los filósofos naturalistas de la Antigüedad derogaban, como demuestran estas palabras de Lucrecio, la intervención de toda divinidad en cualquier forma de actividad humana.

Sea cual sea el planteamiento de la cuestión, lo cierto es que la literatura se constituye como tal siempre en el eje circular o humano del espacio antropológico, y desde él se desarrolla territorialmente, esto es, geográficamente, por todas, o casi todas, las culturas de la tierra, tanto bárbaras como civilizadas, y también se desenvuelve cronológicamente, es decir, históricamente, a lo largo de relaciones transgeneracionales, de unas a otras épocas, períodos o etapas, de la evolución social humana.

Y no faltan, desde la más temprana literatura, testimonios de exaltación de la intervención humana en los diferentes órdenes de la actividad social y política. Así lo explicita incluso un tragediógrafo tan poderosamente creyente en los dioses griegos como lo fue Sófocles, al poner en boca del coro de Antígona estas palabras de exultación de la obra racional humana sobre la tierra:


Muchas cosas asombrosas existen y, con todo, nada más asombroso que el hombre. Él se dirige al otro lado del blanco mar con la ayuda del tempestuoso viento Sur, bajo las rugientes olas avanzando, y a la más poderosa de las diosas, a la imperecedera e infatigable Tierra, trabaja sin descanso, haciendo girar los arados año tras año, al ararla con mulos.

El hombre que es hábil da caza, envolviéndolos con los lazos de sus redes, a la especie de los aturdidos pájaros, y a los rebaños de agrestes fieras, y a la familia de los seres marinos. Por sus mañas se apodera del animal del campo que va a través de los montes, y unce al yugo que rodea la cerviz al caballo de espesas crines, así como al incansable toro montaraz.

Se enseñó a sí mismo el lenguaje y el alado pensamiento, así como las civilizadas maneras de comportarse, y también, fecundo en recursos, aprendió a esquivar bajo el cielo los dardos de los desapacibles hielos y los de las lluvias inclementes. Nada de lo por venir le encuentra falto de recursos. Sólo del Hades no tendrá escapatoria. De enfermedades que no tenían remedio ya ha discurrido posibles evasiones.

Poseyendo una habilidad superior a lo que se puede uno imaginar, la destreza para ingeniar recursos, le encamina unas veces al mal, otras veces al bien. Será un alto cargo en la ciudad, respetando las leyes de la tierra y la justicia de los dioses que obliga por juramento.

Desterrado sea aquel que, debido a su osadía, se da a lo que no está bien. ¡Que no llegue a sentarse junto a mi hogar ni participe de mis pensamientos el que haga esto! (Sófocles, Antígona, vv. 331-375, 1993: 261-262).


No por casualidad los griegos no ceden a los dioses la invención humana del alfabeto, del lenguaje y del pensamiento racionalista: «Se enseñó a sí mismo el lenguaje y el alado pensamiento». He aquí el derecho de propiedad intelectual más genuinamente humano.

Si la literatura se desenvuelve, por así decirlo, gracias a la actividad humana ejercida en el eje circular, no es menos cierto que su expansión geográfica e histórica es posible gracias a los recursos técnicos y tecnológicos que el mismo ser humano extrae de una naturaleza que le permite inicialmente servirse de la oralidad para la difusión y preservación de los materiales literarios. A la oralidad seguirá la escritura, en los más diferentes soportes físicos, naturales y artificiales, desde la litografía hasta la informática, pasando por las tablillas de cera o plomo, el papiro, el códice, el pergamino, el libro, etc. Este uso de las fuentes naturales que permiten al ser humano construir y promover los diferentes soportes de los materiales literarios se explicita en el eje radial o de la naturaleza, el cual se desarrolla, indudablemente, merced al avance de los recursos científicos que hacen posible la explotación y el conocimiento de tales medios. De lo contrario, hoy en día seguiríamos escribiendo sobre piedra en lugar de hacerlo ante la pantalla informática de un ordenador cada día más sofisticado.

Piénsese además que la definición, completamente conceptual, que Aristóteles formula de la literatura en su Poética está determinada por la mímesis como principio generador del arte. De hecho, Aristóteles no da a lo que hoy llamamos literatura una palabra específica, sino que la define a través de una perífrasis cuyos términos clave son arte, imitación y lenguaje, es decir, la cualidad, el procedimiento y el medio. En suma, estamos ante una definición descriptivista de los materiales literarios, cuyo modelo, la realidad, la naturaleza, se estima dada al ser humano de forma acrítica y apriorística. El ser humano contempla una naturaleza que no es obra suya y que, mediante el uso de diferentes modos de reproducción o imitación (la palabra, el color, la forma, el sonido, el volumen, etc.), va describiendo a través de medios poéticos (literatura), verbales (retórica), cromáticos (pintura), acústicos (música)…, para lograr fines diversos, desde la catarsis o purgación de las emociones hasta la educación científica o moral de cada miembro de la polis.

He aquí el fragmento de la Poética, de interpretación tan discutida por exegetas modernos como Lobel, Kassel o el propio García Yebra —F. Überweg llegó a suprimirlo en su edición del texto en 1870—, en que Aristóteles advierte lo siguiente:


El arte que imita sólo con el lenguaje, en prosa o en verso, y, en este caso, con versos diferentes combinados entre sí o con un sólo género de ellos, carece de nombre hasta ahora. No podríamos, en efecto, aplicar un término común a los mimos de Sofrón y de Jenarco y a los diálogos socráticos, ni a la imitación que pudiera hacerse en trímetros o en versos elegíacos u otros semejantes. Sólo que la gente, asociando al verso la condición de poeta, a unos llama poetas elegíacos y a otros poetas épicos, dándoles el nombre de poetas no por la imitación, sino en común por el verso. En efecto, también a los que exponen en verso algún tema de medicina o de física suelen llamarlos así. Pero nada común hay entre Homero y Empédocles, excepto el verso. Por eso al uno es justo llamarle poeta, pero al otro naturalista más que poeta. Y, de modo semejante, si uno hiciera la imitación mezclando toda clase de versos, como hizo Queremón su Centauro, rapsodia compuesta de versos de todo tipo, también había que llamarle poeta. Así, pues, sobre lo que antecede valgan estas distinciones. Pero hay artes que usan todos los medios citados, es decir, ritmo, canto y verso, como la poesía de los ditirambos y la de los nomos, la tragedia y la comedia. Y se diferencian en que unas los usan todos al mismo tiempo, y otras, por partes. Estas son, pues, las diferencias que establezco entre las artes por los medios con que hacen la imitación (Aristóteles, Poética, I, 1447a 28 - 1447b 30).


Los griegos no disponían de una palabra para designar lo que modernamente identificamos como literatura. Aristóteles había hablado del «arte que imita sólo con el lenguaje», al tratar de diferenciar las diferentes formas del arte a partir de los medios utilizados por cada una de ellas. La literatura sería, pues, un arte que imitaba la realidad por medio del lenguaje de las palabras.

No debemos olvidar que la poética nace con objeto de explicar las posibilidades de construcción de una acción imaginaria. La fábula era el lugar primigenio del que emanaba lo poético, y la literatura, palabra desconocida para los griegos, en su intento de designar las artes que mimetizaban la naturaleza mediante el lenguaje, estaba comprometida originariamente con la producción (poiésis) de un discurso destinado a imitar (mímesis) una fábula o acción humana (mythos). Se configuraba así un discurso imaginario y utópico, fuente de la expresión literaria, que frente a los impulsos de la retórica, disciplina orientada a los ejercicios de persuasión, basados en la lógica de la dialéctica y de los topica, se apoya en la poética, es decir, en la Teoría de la Literatura, como forma principal de explicación de una realidad esencialmente imaginaria.

Como resulta fácilmente observable, la Teoría de la Literatura nace reconociendo en la literatura una construcción genuinamente humana, explícitamente racional y, como no podía ser de otro modo para un griego del siglo del siglo IV a.n.E., determinada por un ejercicio de libertad sobre los fundamentos de la ciudad-estado, los cuales sirven de modelo a la política ateniense frente a las satrapías persas, prototipo para los helenos de lo que era una sociedad bárbara.

Simultáneamente, la literatura no se concibe, ni se expresa, ni aún menos puede interpretarse, al margen de la razón o logos. Es decir, que puede y debe explicarse mediante conceptos. El fin de la Teoría de la Literatura es demostrar que la literatura es inteligible. Y por lo tanto racional, incluso cuando trata de reproducir situaciones, referentes o hechos irracionales, desprovistos de toda lógica aparente. La literatura es racionalista incluso cuando simula no serlo. Porque la idea más perfecta de irracionalismo, absurdo o sinrazón, será siempre el resultado de un proceso racionalista que tipificará como no racional aquello a lo que se refiere o aquello que construye estéticamente como tal, desde una pintura surrealista hasta un poema creacionista. La idea misma de «inconsciente», que diseña Freud, es profunda y deliberadamente racionalista, tanto como lo es la idea de Dios en teología cristiana, aunque ni Dios ni el inconsciente existan físicamente en ninguna parte. Se trata de un racionalismo idealista, no materialista, pero es racionalismo, aunque su fundamento material sea igual a cero, porque ni dios habita en los cielos, ni en ninguna otra parte, ni el inconsciente es un órgano físico del cuerpo humano, como lo es el hígado, los pulmones o los genitales (pese a la obsesionante filiación que Freud le impuso con estos últimos).

Obsérvese cómo en sus más tempranas manifestaciones la literatura ya reinterpreta desde el racionalismo más crudo y audaz, y no menos cínico, cualquier planteamiento relativo a la superchería, la magia o la superstición. La siguiente fábula de Fedro habla por sí sola.


Un dicho popular afirma que el hombre experimentado es más sabio que el adivino, pero no se dice por qué; esta fábula mía lo contará ahora por primera vez. A un hombre que tenía rebaños las ovejas le parieron corderos con cabeza humana. Aterrado por el prodigio, corre preocupado a consultar a los adivinos. Uno le responde que aquello amenaza la vida del amo y que es necesario alejar el peligro sacrificando una víctima. Otro asegura que su mujer es adúltera y que el prodigio significa que sus hijos eran ilegítimos, aunque la cosa puede expiarse con una víctima más grande. ¿Qué más? Difieren entre sí con opiniones encontradas y agravan la preocupación del hombre con una preocupación más grande. Allí estaba Esopo, viejo de fino olfato, a quien la naturaleza nunca pudo engañar: «Aldeano», dijo «si quieres evitar el prodigio, da mujeres a tus pastores» (Fedro, «Esopo y el aldeano», Fábulas, III, 3, 2005: 122-123).


En consecuencia, la literatura se concibe a sí misma como una construcción humana que existe real, formal y materialmente, y que puede y debe analizarse de forma crítica mediante criterios racionales, conceptos científicos e ideas filosóficas. Como construcción humana, la literatura se sitúa en al ámbito de la antropología; como realidad material efectivamente existente, pertenece al dominio de la ontología; como obra de arte, constituye una construcción en la que se objetivan valores estéticos, que exigen enjuiciarla, desde una estética o filosofía del arte, en un espacio poético estético; y como discurso lógico, en cuya materialidad se objetivan formalmente ideas y conceptos, es susceptible de una gnoseología[2], es decir, de una interpretación basada en el análisis crítico de las relaciones conjugadas —que no dialécticas— entre la materia y la forma que la constituyen como tal literatura[3].

En su alianza con el racionalismo, la literatura exige abrirse camino en el ejercicio de la libertad, con frecuencia a través de la lucha, en el contexto de una sociedad política organizada estatalmente. Este hecho se manifiesta ya de forma plenamente consumada en la Grecia clásica, y alcanza en el contexto de las representaciones teatrales probablemente su máxima expresión. Sin embargo, tras siglos de luchas incesantes, de enfrentamientos abiertos contra las exigencias de las filosofías moralistas —desde Platón hasta las feministas de lo «políticamente correcto»—, contra las imposiciones inquisitoriales de la Iglesia, contra las formas de censura y represión no menos explícitas de la Ilustración y de los sucesivos reformismos revolucionarios contemporáneos —desde la revolución francesa (1789) hasta la revolución nazi (1945)[4]—, la literatura sigue exigiendo libertad, como una de las condiciones fundamentales para su desarrollo y supervivencia. Una libertad en la expresión autorial, en la comunicación social y en la interpretación y transducción científicas. La exigencia de libertad, siempre presente de un modo u otro en la genealogía de la literatura, fue vindicada, en su sentido más moderno y contemporáneo, por los románticos. No por casualidad Madame de Stäel dedicó a esta cuestión, literatura y libertad, un capítulo íntegro en su obra De la littérature (1800).


El progreso de la literatura, es decir, el perfeccionamiento del arte de pensar y de expresarse, es necesario para la constitución y la conservación de la libertad. Es evidente que las luces son tan indispensables en un país como el hecho de que todos los ciudadanos que lo habitan desempeñan un papel inmediato en el ejercicio de gobierno. Pero también es cierto que la igualdad política, principio inherente de toda constitución filosófica, no puede subsistir si no establecéis en la educación las debidas diferencias, con mucho más cuidado del que puso el feudalismo en sus arbitrarias jerarquías […]. En un estado democrático hay que temer constantemente que el deseo de popularidad desemboque en la imitación de costumbres vulgares; más bien tendríamos que persuadirnos de que es algo inútil, e incluso nocivo, alcanzar, frente a una multitud a la que se trata de cautivar, una superioridad demasiado manifiesta. El pueblo se acostumbraría a elegir magistrados ignorantes y zafios; tales magistrados eclipsarían las luces e, inevitablemente, la pérdida de las luces conduciría al servilismo del pueblo […]. Las nuevas instituciones deben forjar una nueva mentalidad en aquellos países que pretenden instituirse en libertad. Mas, ¿cómo podréis fundamentar algo en la opinión pública sin el auxilio de escritores distinguidos? Hay que estimular el deseo en lugar de exigir obediencia. Y aun cuando con razón un gobierno considere que tales instituciones han de establecerse, deberá siempre respetar la opinión pública, para demostrar que así consensúa lo que desea. Sólo los buenos escritos pueden a la larga dirigir y modificar determinados hábitos nacionales. En lo íntimo de su pensamiento el hombre conserva un refugio de libertad impenetrable a la acción de la fuerza; los conquistadores han asimilado con frecuencia las costumbres de los vencidos: la convicción ha cambiado por sí misma tradiciones ancestrales. Sólo a través del progreso de la literatura es posible combatir eficazmente viejos prejuicios (Stäel, 1800/1991: 76-82)[5].


Pero la lucha por la libertad de la literatura nunca es gratuita. Los materiales literarios —autor, obra, lector e intérprete o transductor— no disponen de una libertad natural que les venga dada por su propia condición de seres humanos o de productos culturales, sino que por eso mismo, por el hecho de que su razón de ser y de estar se objetiva en las condiciones efectivas de una sociedad política, la libertad de la literatura ha de abrirse camino a través del enfrentamiento dialéctico con muchas otras realidades que le salen al encuentro.

Todos los usos de la idea de libertad pueden organizarse o declinarse en tres casos fundamentales, que desde la publicación de Las ascuas del Imperio (2007) he denominado genitivo —libertad de—, dativo —libertad para— y ablativo —libertad en—. Los tres casos están concatenados entre sí, y se desarrollan de forma integradora, pues siempre que un sujeto existe dispone, o no, es decir, positiva o negativamente, de libertad de hacer algo para algo o alguien en un contexto o circunstancia dados. ¿Cuál es, pues, desde este conjunto de premisas, la libertad de que pueden disponer los materiales literarios? Vamos a verlo.

1. El primero de estos casos, la libertad genitiva, o libertad de, expresa ante todo la idea de libertad como competencias del sujeto, como atributos del yo —sea el yo del autor, del lector o del intérprete—, al contener el conjunto de potencias (poder), facultades (saber) y voliciones (querer) que le capacitan para hacer, o no hacer, algo en el contexto de la escritura, lectura o interpretación de una obra literaria. Lo que enfatiza la libertad genitiva son las cualidades del sujeto en tanto que emanan del propio sujeto. La fuerza de la libertad está, en este caso, en las fuerzas materiales de que dispone una persona: sus posibilidades físicas, sus competencias cognoscitivas, sus recursos volitivos. 

La libertad genitiva representa una concepción positiva de la libertad, en la medida en que, al ejercerla, el escritor, el lector o el intérprete, afirman sus posibilidades de ejecutar acciones y operaciones, y también una concepción negativa, en tanto que no actúen allí donde querrían hacerlo y no pueden (desajuste entre las modalidades volitiva y potencial), o cuando podrían actuar, pero carecen de voluntad o valor suficiente para intervenir (desajuste entre las modalidades potencial y volitiva), entre otras combinaciones posibles. 

En una sociedad humana no articulada políticamente, es decir, en una sociedad humana anterior a la constitución del Estado, la libertad genitiva es la más imperante, pero en lo que concierne a la actividad literaria, es la más limitada, porque la literatura requiere una estructura estatal para desarrollarse plenamente, con instituciones académicas destinadas a su interpretación y codificación, y también con sistemas de producción, actividad empresarial y mercantil, medios de comunicación de masas e incluso un mercado de consumo. Una sociedad tribal no dispone de medios suficientes para imponer por sí misma sus propias creaciones literarias. Sus libertades, en este punto, están muy atenuadas. Si dispone de escritura, puede preservar sus materiales literarios en soportes físicos relativamente duraderos, a la espera de un mejor momento histórico. En caso de servirse solamente de recursos orales, sus posibilidades de preservación literaria se reducen considerablemente. Entre otras alternativas está el hecho de que pueda ser invadida o intervenida por una cultura más potente, o por un observador externo, sea en funciones de antropólogo, sea en funciones de colonizador, capaz de reconocer como literarios los materiales antropológicos de la cultura examinada o intervenida. El ejemplo más común es el de la denominada Literatura Comparada, ejercitado como la intervención de un sistema literario (propio) en otro (ajeno), con el fin de establecer una relación crítica entre los materiales literarios de una y otra literatura[6].

Los límites de la libertad literaria genitiva son los límites de las competencias y capacidades personales de los autores, lectores e intérpretes de las obras literarias, que siempre estarán determinadas no sólo por sus propias aptitudes, sino también por las estructuras de las sociedades políticas en las que operan, bien escribiendo y publicando obras literarias, bien formándose como lectores, a partir de los sistemas educativos y culturales que hagan posible su alfabetización y su formación intelectual, bien ejercitando la interpretación crítica y la transducción de los materiales literarios, a través de instituciones académicas que faculten la enseñanza de la literatura, dispongan la formación de nuevos docentes y críticos, y autoricen sus poderes públicos, esto es, su competencia en la aprobación o desautorización de tales o cuales autores y obras en los programas docentes y educativos. 

La máxima libertad pertenecerá no sólo al máximo saber, sino sobre todo al máximo poder (no es más libre quien más sabe, sino quien más puede): ministerios de cultura, de educación, organismos que dispongan de subvenciones económicas, patronatos, fundaciones, editoriales, prensa dispuesta a promocionar o a silenciar unas u otras obras o autores, etc. He aquí el núcleo de la libertad literaria genitiva, cuyo espacio genuino es, en el ámbito de los materiales literarios, la lucha del individuo —autor, lector o intérprete— por hacerse un hueco, por ocupar un lugar, por ser operativo, dentro de las estructuras del Estado y del mercado, los cuales impondrán sus límites y ofertarán sus posibilidades al concepto genitivo de libertad literaria, confiriendo a autores, lectores y críticos, una intencionalidad proléptica, que habrá de determinar no sólo el sentido y la finalidad de sus acciones (publicar, leer, analizar públicamente), sino también, y sobre todo, el destino de cada una de ellas (el éxito comercial, la fama póstula, la entrada en el canon…). 

Con el nacimiento del Estado y del mercado literario nace también un nuevo concepto de libertad: la libertad dativa[7]. Con anterioridad al Estado burgués que emana de la Francia posrevolucionaria, el estamento aristocrático era el que, durante los siglos del Antiguo Régimen, mediante la figura del mecenazgo, se ocupaba de sostener y abastecer la actividad literaria y poética de los artistas y escritores. Suele considerarse a Goethe como uno de los últimos beneficiarios de este viejo sistema. La Iglesia cristiana también sirvió durante siglos a este menester, no sólo con el sostenimiento de varios de sus autores, casi todos ellos clérigos de una u otra forma, sino consagrándose en particular a la recopilación, preservación y codificación de numerosas obras literarias de la Antigüedad clásica. Desde el mecenazgo de Augusto ante Virgilio hasta el de Karl-August de Sajonia en la pequeña corte de Weimar, la Iglesia ha estado siempre presente en todos los movimientos culturales. Incluso también en aquellos que se tomaron la libertad de ejercerse contra ella.

Y no es posible eludir aquí el hecho fundamental de carecer de libertad literaria genitiva, es decir, de no tener acceso a una formación lingüística, cultural, literaria. Nacer condenado a vivir en un tercer mundo semántico, por el hecho de pertenecer a una clase social baja, de haber nacido mujer, o de ser adscrito a una etnia a la que se le niegan derechos políticos fundamentales, tiene como consecuencia bien conocida la negación de toda libertad posible en el terreno de las actividades literarias. En este sentido cabría hablar no de una literatura silenciada —aquella que ha sido escrita y resulta censurada o destruida, como la que podemos atribuir hoy día a Hipatia de Alejandría—, sino de una literatura abortada, es decir, una literatura a la que se le ha negado a priori toda posibilidad de existencia, porque sus potenciales autores, lectores o intérpretes, jamás han tenido opción de serlo, desde el momento en que su libertad literaria genitiva ha sido absolutamente anulada. Como ha señalado Bueno (1996), lo contrario de la libertad no es el determinismo, sino la impotencia.

2. En el segundo caso, la libertad dativa, o libertad para, implica e integra la libertad genitiva, es decir, en primer lugar, la acción literaria de un autor, lector o intérprete, determinado por sus potencias, facultades y voliciones, para destinar los contenidos materiales de la acción ejecutada hacia una finalidad proléptica, la cual imprime a la libertad una dimensión teleológica, de cuyo éxito o fracaso dependerán futuras condiciones evolutivas, en las que, como destinatarios, pueden estar implicados tanto sujetos humanos (nuevos autores, lectores e intérpretes) como objetivos operatorios (la aparición de nuevas obras literarias que recogen y objetivan influencias de obras anteriores); y, en segundo lugar, como se acaba de sugerir, implica también la acción literaria de una obra que, como texto, es susceptible de establecer relaciones intertextuales con el conjunto de obras que, anteriores y posteriores a ella, forman parte de la literatura como sistema. 

En el primer caso, hablaremos del finis operantis de la libertad literaria dativa, es decir, de las intenciones prolépticas y teleológicas de autores, lectores y críticos —la intentio auctoris, tal como la denominaban los formalistas del New Criticism—, mientras que en el segundo caso se hablará del finis operis de la libertad literaria dativa, esto es, de los logros, repercusiones e influencias alcanzadas, geográfica e históricamente, por la obra literaria, como texto, respecto a otras obras literarias efectivamente existentes. Piénsese, por ejemplo, en el extraordinario desarrollo que las teorías literarias estructuralistas han pretendido en este contexto metodológico, dada su concepción intertextual del hecho literario, y en el posible enriquecimiento que los formalismos han podido ofrecer en este punto a los estudios de Literatura Comparada a partir del concepto mismo de intertexto.

Lo que enfatiza y objetiva la libertad dativa sería ante todo los logros a los que conduce la acción literaria del sujeto libre, de modo que, en este caso, la fuerza de la libertad literaria estaría sobre todo en los contenidos materiales a los que da lugar la acción de escritores, lectores e intérpretes de los hechos literarios que ejercen y ejecutan su libertad genitiva. La libertad dativa puede resultar positiva o negativa, no por la implicación en el curso de las operaciones ejecutadas de las potencias, facultades o voliciones de los agentes literarios, sino sobre todo por relación al grado de eficacia, intervención o impacto que demostrará el resultado teleológico de la acción literaria llevada a cabo. La noción de influencia es aquí fundamental. Y la influencia exige a los materiales literarios una cita inexcusable con la realidad, es decir, una relación directa con la sociedad y sus críticos, esto es, con el mercado y la Academia.

La obra literaria tiene que enfrentarse al mercado, a los lectores, a los críticos. Se escribe para que te compren lo que escribes. Si alguien paga por lo que haces, es que lo que haces vale su dinero. Se escribe para que te lean: si nadie te lee, no podrás pasar el examen que exige la literatura, es decir, el encuentro dialéctico con el público. Y se escribe también para que te critiquen, para que tu obra se inquiera, se examine, se valore como sistema de ideas, como conjunto de conocimientos, como fuente de influencias. La obra literaria puede traspasar dominios culturales y geográficos, es decir, puede alcanzar traducciones a otras lenguas, puede ser objeto de estudios de Literatura Comparada, puede dar lugar a consecuencias literarias renovadas, al influir en la obra de nuevos autores, objetivando de este modo en el curso de la Historia la pervivencia de valores literarios originales, hasta convertirse en lo que convencionalmente se denomina un «clásico». La expansión histórica, en el tiempo, y geográfica, en el espacio, constituye uno de los logros más reconocidos de que pueden ser objeto los materiales literarios. La entrada en el canon de un libro o de un autor, acaso también de un intérprete, como ocurrió con Heidegger ante Holderlin, Américo Castro ante Cervantes, o Dámaso Alonso ante Góngora, es una de las metas que pueden reconocerse en el ejercicio de la libertad literaria dativa.

¿Liberad, pues, para qué? Para disponer y construir estructuralmente lo que la literatura es en la realidad del Estado y del Mercado: los premios y galardones, el canon literario, la fama póstuma, las ventas y las compras, la difusión en los medios de comunicación de masas, la sacralización del autor, el poder del crítico o transductor, su presencia en las Facultades de Letras (casi en extinción hoy por hoy), el parasitismo curricular del mundo académico, etc. No cabe duda de que el Estado y el mercado son las figuras estructurales más importantes en el ejercicio de la libertad dativa para escritores, lectores y críticos, intérpretes o transductores, porque Estado y mercado deciden, histórica y geográficamente, la fortuna de los materiales literarios. La obra literaria se convierte en el principal instrumento destinado a conseguir la atención de lectores, el crédito y el estudio de críticos e intérpretes, y el interés de futuros autores, para que de este modo los valores literarios de una obra de referencia (hipotexto) puedan demostrar su influencia y repercusión en obras sucesivas y futuras (hipertextos). Cuanto esto no se consigue, es porque algo ha cercenado sus pretensiones de libertad: una experiencia ablativa.

3. El tercer caso es el de la libertad ablativa, o libertad en, la cual implica e integra las dos anteriores, esto es, la libertad genitiva de los agentes literarios y la libertad dativa de las consecuencias operatorias de su acción, que, en términos de libertad ablativa, resulta contextualizada o circunstancializada en una codeterminación de fuerzas, las cuales actúan materialmente sancionando y clausurando el estado de las operaciones literarias previamente ejecutadas. La libertad literaria ablativa, o libertad en, representa siempre una concepción negativa de la libertad, porque en todo contexto en el que se manifieste la libertad esta habrá de enfrentarse a fuerzas negativas, resistencias dialécticas que autores, lectores e intérpretes, por una parte, y obras literarias, por otra, habrán de sortear y de sufrir. La libertad ablativa representa el espacio de la confrontación, los límites de la libertad genitiva —los límites del poder, de la necesidad, de la capacidad de intervención, del saber— y la comprobación de las consecuencias de la libertad dativa —los resultados de éxito o fracaso, el poder, la influencia, las ventas, el canon—, el grado de inmunidad frente a la resistencia que hay que superar, es decir, el precio del ejercicio de la libertad, el coste de la acción, la hipoteca de los hechos. En una palabra: el número y el coste de las bajas.

La libertad ablativa es, en suma, una expresión acaso oximorónica, que remite sin duda a los cércenos que han de padecer los materiales literarios. Hablar de libertad ablativa es en cierto modo hablar de ablación de la libertad. La libertad literaria equivale en estos casos, dada la codeterminación de fuerzas que actúan y operan en el contexto, a la afirmación de determinaciones exteriores —como la censura, por ejemplo—, a la implantación de imposiciones que coaccionan a escritores, lectores e intérpretes, limitando sus atributos genitivos y sus consecuencias dativas, desde los derechos de propiedad intelectual hasta la exaltación propagandística, el silencio editorial o el destierro político. 

La libertad ablativa supone el cierre, el corte, el cercén, de las libertades genitiva y dativa. Ante los materiales y agentes literarios, el Estado se constituye legislativamente en la principal institución ablativa de la libertad, sea desde el punto de vista de los autores, séalo desde el de los lectores. De cualquier modo, los criterios para regular los derechos de copyright en el maremágnum de internet siguen siendo a diario objeto de disputa, al menos en el momento de escribir estas líneas. De nuevo el Estado y el mercado, la sociedad política y la sociedad mercantil, son las figuras estructurales más importantes en la sanción de la libertad literaria ablativa. Las instituciones públicas y las ventas codeterminan el éxito, el fracaso, o la evolución más o menos influyente de una obra literaria, la fortuna de su autor o incluso el poder efectivo de sus posibles lectores e intérpretes. El fracaso del Cervantes dramaturgo sólo fue reinterpretado desde la perspectiva del mundo académico a lo largo de la segunda mitad del siglo XX, mas nunca por el público español del Siglo de Oro, ni tampoco por el contemporáneo, pese al puntual éxito de la puesta en escena de La gran sultana en 1992 de Adolfo Marsillach. El explícito rechazo del público ovetense de 1884 a la publicación de La Regenta induce a su autor a escribir una obra tan particular como Su único hijo, que nunca logró recuperar el desafecto perdido por parte de sus contemporáneos vetustenses. A Flaubert se le abre un proceso judicial como consecuencia de la inmoralidad de su Madame Bobary.

Sin duda alguna la censura es una de las figuras más explícitas de la libertad literaria ablativa. La censura de autores, de obras, de lectores y de intérpretes, con el fin de asegurar un determinado tercer mundo semántico, es una realidad más o menos presente en todo tiempo y lugar literarios. Un hecho ha de quedar claro: la censura la ejerce siempre el intérprete o transductor, es decir, aquel ser humano que, como agente literario, actúa como sujeto operatorio en nombre de una institución política (Estado, Universidad, Academia…), o de un gremio o grupo social (lobby, etnocracia, partido político, orden religiosa, secta, grupo de investigación, revista científica o académica, etc.), que le faculta o le autoriza oficialmente a ejercer la censura, y que pone a su disposición los medios materiales y formales para llevarla a cabo.

En suma, la censura es una práctica que puede funcionar como un atributo del lector —quien interpreta para sí—, o como un «derecho» del intérprete o una «exigencia» del transductor —quien interpreta para los demás—, esto es, de un censor dotado de competencias propias y específicas por una sociedad política estatalmente articulada e ideológicamente definida. En consecuencia, la censura es la supresión objetiva de ideas y conceptos que los seres humanos se imponen entre sí, según el grado de poder (política) y de saber (sofística) que detenten en sus relaciones sociales e históricas, y de acuerdo con un sistema normativo ideológicamente codificado.

La práctica de la censura institucional se sitúa en el sector normativo del eje pragmático del espacio poético o estético. Pero además de la censura normativa o institucional, esto es, la ejercida por entidades políticas, estatales, o institucionales, del tipo que sea, cabe hablar de una censura autológica, que es la que el ser humano se impone a sí mismo —comúnmente llamada autocensura—, y de una censura dialógica, que es la que el grupo, el gremio, o cualquier sociedad gentilicia, impone moralmente al individuo en ella integrado. Así pues, cabe hablar de tres tipos de censura, según la ejerza el individuo sobre sí mismo (censura autológica o autocensura), el grupo sobre el individuo (censura dialógica), y una institución política (o académica), cuya máxima expresión es el Estado, en las sociedades políticas (o la Universidad, en las sociedades académicas), sobre el individuo (censura normativa o canónica). La primera es una censura psicológica, la segunda es una censura gregaria, y la tercera es una censura política. Ningún ser humano puede vivir al margen de estas tres formas de censura.

Pongamos un ejemplo de censura normativa o institucional, el que afectó a la interdicción de La saga/fuga de J.B. de Gonzalo Torrente Ballester. El 12 de junio de 1972, en edición impresa, se presentó la novela a la censura para su examen. El resultado se tramita al día siguiente, 13 de junio, y reza de esta manera:


De todos los disparates que el lector que suscribe ha leído en este mundo, este es el peor. Totalmente imposible de entender, la acción pasa en un pueblo imaginario, Castroforte del Baralla, donde hay lampreas, un cuerpo Santo que apareció en el agua, y una serie de locos que dicen muchos disparates. De cuando en cuando, alguna cosa sexual, casi siempre tan disparatada como el resto, y alguna palabrota para seguir la actual corriente literaria.

Este libro no merece ni la denegación ni la aprobación. La denegación no encontraría justificación, y la aprobación sería demasiado honor para tanto cretinismo e insensatez. Se propone se aplique el silencio administrativo[8].


En nuestro tiempo, no obstante, la censura ya no la ejerce la Inquisición, y acaso tampoco la Congregación para la Doctrina de la Fe, al menos más allá del gremio de sus fieles, sino los ideales imperativos de una posmodernidad políticamente correcta, que excluye de los cauces y medios de publicación todo aquello que no resulte compatible con sus ideologías gremiales y psicologismos personalistas. Hoy la censura no la ejerce el Estado directamente, sino que la ejercen los mismos ciudadanos contra sí mismos, astutamente promovidos e inducidos por las ideologías de la globalización, que utilizan los Estados como medios de transmisión: hoy la censura la ejerce el vecino contra su vecino, el alumno contra el profesor y viceversa, la mujer contra el hombre y viceversa, el blanco contra el negro y viceversa, el pobre contra el pobre y viceversa, pues así de enfrentado está el ser humano contra sí mismo y contra su prójimo y semejante por acción, causa y efecto de las ideologías que la democracia globalista ha extendido imperativamente por toda su geografía política. Cui prodest...? ¿A quién beneficia la desunión del ser humano sometido?

La represión que —según circunstancias— sufre o ejerce la supuesta «izquierda» nunca ha sido ni más útil ni más sutil que la de la presunta «derecha». Para qué vamos a ocultarlo… Acaso sería posible acogerse a la recomendación de un ilustrado como Feijoo ante la censura: «¿Y qué tengo yo de hacer a esto? Nada. Dejaré a todo el mundo censurar como quisiere, mientras que yo escribo lo que se me representa más conveniente»[9]. Pero una actitud de este tipo no siempre es posible. En ocasiones la censura no se manifiesta como una crítica meramente logoterápica o correctora, mediante la supresión de ideas o conceptos, sino que se impone como una crítica ontológica, es decir, como una destrucción física de obras, libros o incluso autores e intérpretes. La quema de libros y de autores, desde el asesinato de Hipatia hasta el de Bruno, pasando por las amenazas y fetuas homicidas contemporáneas, o incluso por la reescritura de originales como Adventures of Huckleberry Finn (1884) de Mark Twain, para adaptarla a la «corrección política» de los actuales Estados Unidos, son muestras recurrentes del triunfo demoledor del irracionalismo del que son capaces los seres humanos cuando sus intereses son puras obsesiones o patologías.


El último científico que trabajó en la Biblioteca fue una matemática, astrónoma, física y jefe de la escuela neoplatónica de filosofía: un extraordinario conjunto de logros para cualquier individuo de cualquier época. Su nombre era Hipatia. Nació en el año 370 en Alejandría. Hipatia, en una época en la que las mujeres disponían de pocas opciones y eran tratadas como objetos en propiedad, se movió libremente y sin afectación por los dominios tradicionalmente masculinos. Todas las historias dicen que era una gran belleza. Tuvo muchos pretendientes pero rechazó todas las proposiciones matrimoniales. La Alejandría de la época de Hipatia —bajo dominio romano desde hacía ya tiempo— era una ciudad que sufría graves tensiones. La esclavitud había agotado la vitalidad de la civilización clásica. La creciente Iglesia cristiana estaba consolidando su poder e intentando extirpar la influencia y la cultura paganas. Hipatia estaba sobre el epicentro de estas poderosas fuerzas sociales. Cirilo, el arzobispo de Alejandría, la despreciaba por la estrecha amistad que ella mantenía con el gobernador romano y porque era un símbolo de cultura y de ciencia, que la primitiva Iglesia identificaba en gran parte con el paganismo. A pesar del grave riesgo personal que ello suponía, continuó enseñando y publicando, hasta que en el año 415, cuando iba a trabajar, cayó en manos de una turba fanática de feligreses de Cirilo. La arrancaron del carruaje, rompieron sus vestidos y, armados con conchas marinas, la desollaron arrancándole la carne de los huesos. Sus restos fueron quemados, sus obras destruidas, su nombre olvidado. Cirilo fue proclamado santo (Sagan, 1980/1992: 335).


En suma, libertad genitiva es la libertad de que disponen autores, lectores e intérpretes a la hora de actuar y relacionarse entre sí y con las obras literarias. Libertad dativa sería la que esos mismos agentes literarios desarrollan para conseguir tales o cuales logros materiales. Por último, libertad ablativa será aquella que limita las libertades genitiva y dativa de los objetos y sujetos literarios, es decir, la libertad que contrarresta las acciones (desde el punto de vista de su grado de posibilidad, conocimiento y volición) y los objetivos de los agentes y materiales de la literatura. La libertad ablativa no es solamente la libertad de los demás tratando de actuar sobre la mía[10], lo que nos sitúa en el eje circular (humano, personal, social) del espacio antropológico, sino también el contexto en el que yo actúo, con toda la codeterminación de fuerzas que operan en él, erosionando mi capacidad y mis posibilidades de acción, es decir, desde los referentes que se objetivan en el eje radial del espacio antropológico (la naturaleza y sus fuerzas físicas, las cuales sin duda ofrecen mayor o menor resistencia a las acciones de un sujeto operatorio humano).

Sólo cuando se proyecta una acción (libertad dativa) de la que el sujeto se siente capaz (libertad genitiva) se podrá advertir con precisión las trabas que impiden ejercerla (libertada ablativa). Incluso cabe hablar de tales obstáculos, es decir, de la ablación de la libertad, como de un despliegue de dificultades objetivas que se objetivan precisamente por el hecho mismo de ejercer la libertad (genitiva) con fines prolépticos o intencionales (dativa). Es, pues, evidente, que la libertad ablativa se manifiesta en el proceso de vencer o dominar las trabas y dificultades inherentes a todo ejercicio de libertad, el cual, al brotar del sujeto y pretender fines objetivos, califico respectivamente de genitivo y de dativo. 

Si la libertad (genitiva) de un individuo nos impide hacer lo que las leyes nos permiten (es decir, amenaza nuestra propia libertad genitiva), podremos resistirla contando con la ayuda del Estado, el cual en este caso ejercerá para nosotros una libertad dativa, y para el individuo que nos oprime una libertad ablativa. En consecuencia, en las sociedades civilizadas no cabe hablar propiamente de libertad al margen del Estado. Es obvio que el Estado libera (dativamente) al ser humano de las amenazas que serían inevitables en el «estado de la naturaleza», y que de forma simultánea le impone (ablativamente) unos límites que recortan y organizan sus formas de conducta, de tal forma que el resultado es un sistema de deberes y derechos objetivados en un ordenamiento jurídico. La literatura no puede existir sin libertad, lo que equivale a afirmar que la literatura no puede existir, al igual que tampoco el ser humano, al margen del Estado. Entre otras cosas porque su razón de ser, la razón de ser de la literatura, como su originalidad crítica, es también la de enfrentarse a los límites que el Estado impone a la libertad. 

En cierto modo, la verdadera libertad es aquella que ejercer los delincuentes. ¿Por qué? Pues porque la libertad sólo tiene sentido si se usa contra alguien más fuerte. La libertad genitiva, sin libertad ablativa, no tiene ninguna finalidad, ni consecuencia, ni objetivo. La libertad genitiva es la libertad de los ingenuos, de los ascéticos, de los incautos. De los inútiles, realmente. De los inocentes e inofensivos. De los obedientes. En definitiva, la libertad genitiva es la libertad de quienes no saben usar la libertad, y de quienes, de hecho, no la tienen, porque no saben contra quién usarla. Por eso la libertad sólo tiene sentido cuando se usa contra alguien más fuerte, es decir, cuando se ejerce contra una inesquivable ablación de la propia libertad. Y se arriesga, incluso, la vida misma. Lo demás no es ejercer la libertad: lo demás es obedecer. 

 

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NOTAS

[1] «Nullam rem e nilo gigni diuinitus umquam. / Quippe ita formido mortalis continet omnis, / quod multa in terris fieri caeloque tuentur / quorum operum causas nulla ratione uidere / possunt ac fieri diuino numine rentur / Quas ob res ubi uiderimus nil posse creari / de nilo, tum quod sequimur iam rectius inde / perspiciemus, et unde queat res quae creari / et quo quaeque modo fiant opera sine diuom» (Lucrecio, 1985: 88-89; De rerum natura, I, 150-158).

[2] En un determinado momento, Bueno escribe, a propósito del Quijote, que la literatura es «una materia que puede y debe sin duda ser analizada mediante conceptos» (Bueno, 2005: 150). Con tal declaración Bueno reconoce en la literatura una materia que ha de estudiarse científicamente, es decir, que hay que interpretar como tal por una ciencia categorial, que aquí se identifica con la Teoría de la Literatura. En otros lugares, Bueno, y en particular los buenistas, dicen lo contrario, de modo que se abre un debate hermenéutico de gran interés para los ergotistas. No entramos en este tipo de debates, y en ningún otro. Al margen de lo que Bueno afirme de forma más o menos puntual o precisa, en tal o cual lugar o pasaje de sus múltiples escritos, y muy al margen de lo que afirmen los buenistas en sus infinitos debates, la Crítica de la razón literaria como su autor tiene claro que la Teoría de la Literatura funciona como ciencia categorial de los materiales literarios. Cualesquiera otras consideraciones caen fuera de nuestro terreno e interés.

[3] Materia y Forma son conceptos conjugados (Bueno, 1978a), es decir, conexos internamente, e indisolubles, pues no pueden darse por separado ni autónomamente (como sucede con todos los conceptos conjugados: reposo / movimiento, espacio / tiempo, padre / hijo…). Conceptos conjugados son —según Bueno— aquellos pares de conceptos que mantienen una oposición sui generis, la cual no puede interpretarse como relación entre términos contrarios, contradictorios o correlativos, sino conjugados, es decir, como entretejidos o interrelacionados. La conjugación puede ser diamérica o metamérica. Una conjugación diamérica supone que uno de los elementos del par puede considerarse como si estuviera fragmentado en partes homogéneas que quedan relacionadas a través del otro término del par. Diamérico (diá, a través de, y meros, parte) es un esquema de conexión entre dos conceptos conjugados (A / B), cuando estos pueden fragmentarse en partes homogéneas (A = a1, a2… an, y B = b1, b2… bn), de modo que las relaciones entre ellos (A / B) se dan a través de las relaciones entre sus partes respectivas (an, bn), bien porque B es un resultado que segregan las partes de A, bien porque las partes bn soportan como un tejido intercalar las partes disgregadas de A. Metamérico (metá, más allá de, y meros, parte) es un esquema de conexión entre dos conceptos conjugados (A / B), que toman a estos como todos enterizos, sin analizarlos en sus componentes o partes. Las relaciones metaméricas son holistas y globales. Las relaciones metaméricas son relaciones operatorias cuando entre dos términos hay yuxtaposición, reducción de un concepto a otro, fusión de dos conceptos en un tercero, o articulación de dos conceptos a través de una instancia independiente.

[4] Vid. a este respecto la valiosa obra de Teresa González Cortés (2007), cuyo título acabo de parafrasear. Y de la misma autora, vid. también Distopías de la Utopía. El mito del multiculturalismo (2010) y El espejismo de Rousseau (2012).

[5] Trad. esp. mía del original francés: «Les progrès de la littérature, c’est à dire, le perfectionnement de l’art de penser et de s’exprimer, son nécessaires à l’établissement et à la conservation de la liberté. Il est évident que les lumières sont d’autant plus indispensables dans un pays, que touts les citoyens qui l’habitent ont une part plus immédiate á l’action du gouvernement. Mais ce qui est également vrai, c’est que l’égalité politique, principe inhérent à toute constitution philosophique, ne peut subsister, que si vous classez les différences d’éducation, avec encore plus de soin que la féodalité n’en mettait dans ses distinctions arbitraires […]. Dans un état démocratique, il faut craindre sans cesse que le désir de la popularité n’entraîne à l’imitation des moeurs vulgaires; bientôt on se persuaderait qu’il est inutile, et presque nuisible, d’avoir une supériorité trop marquée sur la multitude qu’on veut captiver. Le peuple s’accoutumerait à choisir des magistrats ignorants et grossiers; ces magistrats étoufferaient les lumières; et, par un cercle inévitable, la perte des lumières ramènerait l’asservissement du peuple […]. Des institutions nouvelles doivent former un esprit nouveau dans les pays qu’on veut rendre libres. Mais comment pouvez-vous rien fonder dans l’opinion, sans le secours des écrivains distingués? Il faut faire naître le désir au lieu de commander l’obéissance; et lors même qu’avec raison le gouvernement souhaite que telles institutions soient établies, il doit ménager assez l’opinion publique, pour avoir l’air d’accorder ce qu’il désire. Il n’y a que des écrits bien faits qui puissent à la longue diriger et modifier de certaines habitudes nationales. L’homme a, dans le secret de sa pensée, un asile de liberté impénétrable à l’action de la force; les conquérants ont souvent pris les moeurs des vaincus: la conviction a seule changé les anciennes coutumes. C’est par les progrès de la littérature qu’on peut combattre efficacement les vieux préjugés» (Stäel, 1800/1991: 76-82).

[6] Sobre la literatura Comparada como método de interpretación destinado a la relación crítica de los materiales literarios, es decir, a la formalización, conceptualizada desde criterios sistemáticos, racionales y lógicos, de los materiales literarios dados como términos (autor, obra, lector, transductor) en el campo categorial de la literatura, vid. el tomo I de esta obra, capítulo 8. Desde la filosofía, es decir, como Idea (crítica literaria), la literatura Comparada es la interpretación crítica de las Ideas objetivadas formalmente en los materiales literarios, interpretación que toma como referencia la figura gnoseológica de la relación. Desde la ciencia, es decir, como Concepto (teoría literaria), la Literatura Comparada es la interpretación científica o conceptual de los materiales literarios, desde el punto de vista de las relaciones analógicas, paralelas y dialécticas que entre tales materiales literarios establece el comparatista, en tanto que sujeto operatorio.

[7] Desde esta perspectiva cabe interpretar la proposición lxxiii de la parte cuarta de la Ética de Spinoza, por ejemplo, donde se advierte que «el hombre que se guía por la razón es más libre en el Estado, donde vive según leyes que obligan a todos, que en la soledad, donde sólo se obedece a sí mismo» (Spinoza, 1677/2004: 365). He aquí el concepto civilizado de libertad, como experiencia sólo posible en la realidad estructurada legalmente desde un Estado.

[8] El informe corresponde al expediente 7227/1972, depositado en el Archivo General de la Administración, Alcalá de Henares (CA 464).

[9] Benito Jerónimo Feijoo y Montenegro (Carta XII, «Algunas advertencias a los Autores de Libros, y a los Impugnadores, o Censores de ellos», Cartas eruditas y curiosas [1742- 1760], Carta XII). Edición digital de las Obras de Benito Jerónimo Feijoo, en Biblioteca Feijoniana del Proyecto de filosofía en Español.

[10] Es el sentido que trataría de expresar el tópico de que «la libertad de cada uno termina donde empieza la libertad del otro». Frase que así expresada resulta de una ambigüedad esterilizante, porque lo que de veras resulta importante y decisivo es saber precisamente en qué punto termina «mi libertad» y hasta qué punto se extiende «la tuya».






Información complementaria


⸙ Referencia bibliográfica de esta entrada

  • MAESTRO, Jesús G. (2017-2022), «La literatura como construcción humana, racional y libre», Crítica de la razón literaria: una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica. Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades del conocimiento racionalista de la literatura, Editorial Academia del Hispanismo (V, 1.1), edición digital en <https://bit.ly/3BTO4GW> (01.12.2022).


⸙ Bibliografía completa de la Crítica de la razón literaria



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