III, 2.2.4 - La literatura en el espacio estético o poético

 

Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices





La literatura en el espacio estético o poético


Referencia III, 2.2.4


Jesús G. Maestro

El espacio estético o poético es aquel dentro del cual el ser humano, como sujeto operatorio, lleva a cabo la autoría, manipulación y recepción de un material estético o poético, es decir, el espacio en el que el ser humano ejecuta materialmente la construcción, codificación e interpretación de una obra de arte. Se trata, pues, de un lugar ontológico constituido por materiales artísticos, dentro de los cuales los materiales literarios o poéticos constituyen un género específico. En el caso de la literatura, el espacio estético es el espacio poético en el que se sitúan 1) el autor —o artífice de las ideas objetivadas formalmente en un texto—; 2) el lector —el ser humano real, no implícito ni ideal, que lee e interpreta para sí tales ideas— con el fin de examinar gnoseológicamente, es decir, desde criterios lógico-materiales, un conjunto de materiales literarios que toman como contexto determinante una o varias obras literarias concretas; y 3) el intérprete o transductor —que es el ser humano que lee una obra literaria y además la interpreta para los demás, es decir, que, a diferencia del lector, que lee e interpreta para sí, el transductor lee e interpreta para imponer a los demás una interpretación determinada—. El transductor es siempre un intérprete o mediador de los materiales literarios con facultades y potestades suficientemente desarrolladas como para hacer efectiva y operatoria la imposición de una interpretación que no será personal o individual (prototipo), sino bien gremial o gregaria (paradigma), bien estatal o normativa (canon). El transductor es, en suma, un lector dotado de poderes colectivos o estatales (profesores, periodistas, editores, directores de compañías teatrales, políticos, grupos financieros, iglesias y organismos religiosos, etc.).

El espacio estético o poético es, al igual que los espacios anteriormente señalados en la Crítica de la razón literaria ―antropológico, ontológico y gnoseológico― un lugar físico, efectivamente existente, y no metafísico o metafórico, cuya realidad literaria es susceptible de una interpretación semiológica, dada en tres ejes bien conocidos: sintáctico, semántico y pragmático[1].

Llegados a este punto conviene delimitar una cuestión de máxima importancia. ¿Qué es un material estético o poético? Con frecuencia se ha definido la literatura, desde el punto de vista de las poéticas de la recepción, como aquel discurso que una determinada sociedad, en tal o cual época histórica, considera «literario». Igualmente se ha reconocido, en este sentido, que el valor de lo literario es un fenómeno socialmente cambiante e históricamente variable. Semejantes afirmaciones no son sino tesis de psicología social. Como si la literatura dependiera de las decisiones numéricas de una social democracia. La Crítica de la razón literaria considera que sólo son poéticos o estéticos aquellos materiales que son resultado de una gnoseología, es decir, de un análisis científico que los conceptúa como poéticos o estéticos. Esto es lo que sucede con la literatura. Son literarios aquellos materiales que son resultado de una gnoseología literaria, es decir, de un análisis científico y categorial que los conceptualiza, desde criterios lógicos y materiales, como materiales literarios. Decir que algo es literario porque así lo decide un público determinado, social o históricamente dado, es una vulgaridad extraordinaria. El público, sin más, no dispone de competencias para determinar qué es literario y qué no es literario. Ni le interesa saberlo. El público no selecciona ni escoge: recibe lo que le dan, y lo consume. El público aporta a la literatura una dimensión espectacular y social, de consecuencias desbordantes en múltiples campos, de naturaleza económica, política, ideológica, demográfica, lingüística, religiosa, etc., pero no confiere por sí solo ninguna literariedad a ningún tipo de material. Quienes hacen de una obra una obra de arte literaria —nos guste o nos disguste admitirlo— son las universidades y las instituciones académicas destinadas a su estudio, interpretación y difusión, así como a la formación de nuevos lectores, estudiosos e intérpretes de los materiales literarios. Son las instituciones académicas las que convierten unos materiales determinados en materiales literarios definidos. Incluso puede afirmarse que fuera de las instituciones académicas y universitarias la literatura no existe como tal. Hay libros y lectores, como hay librerías y mercado de libros, pero no necesariamente literarios, ni de obras de arte justificadamente literarias. El canon literario comienza cuando determinadas instituciones políticas —y la Universidad es una de ellas (no hay universidades sin Estado, sean públicas o privadas)— canonizan una serie de obras literarias y disponen e implantan determinados códigos de lectura. Los autores de la denominada «literatura de consumo» saben muy bien que para triunfar, es decir, para vender sus productos, han de llegar a una serie de cohortes: los periodistas que hacen las veces de publicistas de las editoriales a las que se subordinan sus periódicos o medios de información, las editoriales comerciales que sirven a su vez a determinadas opciones e intereses políticos, y, en última instancia, los profesores de universidad que, atraídos por la ideología de los autores y por los intereses políticos personales, incorporan en sus programas académicos obras pseudoliterarias para consumo universitario de sus discentes[2]. Así se explica que algunos de nuestros colegas se atrevan a impartir en 2002 un curso sobre la historia de la novela española en el siglo XXI, ignorantes de que sólo es objeto de conocimiento histórico aquello que ha dado lugar a consecuencias históricas, y especialmente a consecuencias históricamente relevantes. 

En suma, la literatura es una realidad ontológica que no existe al margen de un lector científicamente preparado para leerla como tal. La literatura puede percibirse fenomenológicamente en su dimensión primogenérica o física (M1), como lenguaje verbal, oral o escrito, como libro impreso, o simple recitativo de palabras, y también como depósito de experiencias psicológicas (M2), aventuras, sueños, indagaciones en las «profundidades del alma humana», y otras figuras no menos retóricas, que sólo explican la deficiencia emocional y cognoscitiva de quien las profiere. Para una persona inculta el Quijote será siempre un libro muy largo que tiene como protagonista a un chiflado. Nada más. Pero la literatura no es sólo física y psicología. La literatura exige ser interpretada como sistema de ideas (M3), desde el momento mismo en que tales ideas están formalmente objetivadas en los materiales literarios. En consecuencia, la literatura exige lectores capaces de interpretar esas ideas desde criterios científicos, categoriales y lógicos. El lector literario sólo adquiere operativamente este estatuto después de haber recibido una formación, es decir, una educación científica, que lo capacita para ejercer sus funciones críticas frente a los materiales literarios. Más allá de lo sensible, la literatura, esto es, la poética, exige lo inteligible. Y sólo las instituciones universitarias y académicas pueden reunir competencias apropiadas para dar a los seres humanos una formación de este tipo: porque la prensa diaria no forma lectores, sino criaturas ideológicamente activas (o pasivas); porque las instituciones religiosas no educan para leer obras literarias, sino para multiplicar el número de fieles, cuyas mentes viven limitadas en la fenomenología de la fe y en el idealismo teológico (M2); y porque las grandes empresas comerciales no se dedican a la difusión y comercialización de las obras literarias, sino de las obras literarias, o pseudoliterarias, comercialmente rentables, que con frecuencia son una invención del mercado, de los medios de información de masas, o de los premios de la política nacional o internacional. Y porque las redes sociales no forman a nadie, sino todo lo contrario: deforman a cuantos intervienen en ellas de modo tan sutil que el ser humano no es consciente de la profundidad de su paulatina degradación. En consecuencia, no es, pues, el público, o la sociedad en general, quien determina la literariedad de los materiales literarios, sino la Academia. Del mismo modo que sólo al Estado corresponde la competencia de determinar la ciudadanía o extranjería de sus individuos políticos. Por eso la intervención de la Universidad, y su corrupción académica, es a todos los efectos un objetivo fundamental. La destrucción de la literatura exige, entre otras cosas, la destrucción de la Universidad. Convenzámonos, la literatura no está al alcance de todos. Al margen de una educación científica, sus ideas son ilegibles. Cuando el Estado deja de existir, los ciudadanos dejan de existir con él, se disuelven como sociedad política y viven en una suerte de destierro, exilio u ostracismo tribal; del mismo modo, la destrucción de la Academia es, mediante la diseminación de sus miembros y la disolución de los conocimientos científicos, la destrucción de la literatura. Y el triunfo de Babel.

Desde esta perspectiva, la Crítica de la razón literaria postula un espacio estético o poético en el que es posible distinguir, semiológicamente, tres secciones: 1) un eje sintáctico, que hace referencia a los modos, medios y objetos o fines de la formalización, elaboración o construcción de los materiales estéticos; 2) un eje semántico, al generar los significados de acuerdo con los tres géneros de materialidad propios de la ontología especial (mecanicismo, M1; sensibilidad, M2; y genialidad, M3); y 3) un eje pragmático, al ejercer los procesos semiósicos de construcción, comunicación e interpretación de los materiales estéticos y poéticos, los cuales pueden determinarse de acuerdo con autologismos, dialogismos y normas.

En primer lugar, ha de advertirse que tomo de Aristóteles los conceptos de modo, medio y objeto o fin, siguiendo los planteamientos que este filósofo expone en su Poética, en relación con la definición de tragedia, desde el punto de vista de la teoría de la mímesis como principio generador del arte (Poética, 6, 1449b 24-28), si bien aquí los utilizo para reinterpretados sintácticamente desde los criterios metodológicos de la Crítica de la razón literaria como Teoría de la Literatura. En segundo lugar, los criterios de mecanicismo (M1), sensibilidad (M2) y genialidad (M3), que aquí propongo, hacen referencia al concepto de espacio ontológico de Gustavo Bueno ―y a su ontología especial, en la que se inspiran―, expuesto en sus Ensayos materialistas (1972) y en su Teoría del cierre categorial (1992), que aquí reinterpreto desde las posibilidades y condiciones de una semántica de la poética literaria y de los materiales estéticos. En tercer lugar, las nociones de autologismo, dialogismo y norma ―igualmente de elaboración buenista― se incorporan al espacio estético o poético como procedentes del eje pragmático del espacio gnoseológico, enunciado por el mismo Bueno en las obras antemencionadas, pero reinterpretado aquí y ahora desde el punto de vista de la elaboración, comunicación y transducción de los materiales literarios, según los presupuestos metodológicos de la Crítica de la razón literaria[3].

Así, en el eje sintáctico del espacio estético, los medios designan, en primer lugar, los diferentes géneros de expresión estética de que pueden servirse las obras de arte para exteriorizarse como tales, según utilicen la palabra (literatura), los signos no verbales (teatro, danza, mímica…), el canto (ópera), el sonido (la música), la imagen fílmica (el cine), el volumen (la escultura), el color (la pintura), la proyección de edificios (arquitectura), etc. Desde este punto de vista, la Literatura Comparada registra una de las concepciones más abiertas, al admitir en su campo de investigación la presencia de las denominadas «bellas artes», junto con el cine, el teatro, la música, etc. En segundo lugar, los modos designan de forma específica las realizaciones ulteriores de los medios o géneros, es decir, que permitirán identificar dentro de cada género artístico las diferentes especies o subgéneros que lo constituyen y desarrollan. Así, por ejemplo, la literatura, como una de las artes que se manifiesta por medio del uso poético de la palabra y las formas verbales, se dividirá en este apartado en diferentes modos, especies o subgéneros, tales como la novela de aventuras, el Bildungsroman, la tragedia, el entremés, el soneto o el caligrama. En tercer lugar, el objeto de las distintas especies o modalidades literarias está determinado por la finalidad de su construcción formal, es decir, por los objetivos inmanentes que disponen su formalización como obra de arte. Por su objeto, las obras literarias presentarán determinadas características y propiedades formales que son punto de mira, es decir, objetivo, de los estudios comparatistas. No por casualidad Bajtín identificó en el cronotopo una forma determinante en el estudio de la novela en sus diferentes especies (novela griega, de aventuras y pruebas, novela costumbrista de aventuras, novela antigua biográfica y autobiográfica, novela de formación). Las diferentes formas de materializar métricamente el discurso lírico remiten sin duda, como no dejó nunca de reconocer la estilística, a diferentes sentidos objetivables en la interpretación de los materiales literarios: las coplas de pie quebrado apelan a una ruptura del ritmo que remite a una marcha fúnebre, los versos de cabo roto adquieren implicaciones lúdicas y reticentes, etc. Los diferentes subgéneros teatrales del Siglo de Oro español remiten inequívocamente a diversos finis operis, que determinan, en un marco definido por personajes planos y acciones prototípicas, la interpretación de cuanto sucede en la pieza, pues entremés, mojiganga, loa, baile y jácara, instituyen en cada caso una concepción específica de representación escénica.

A su vez, el eje semántico del espacio estético se corresponderá ―a partir de la reinterpretación que desde la Crítica de la razón literaria se hace de la filosofía de Bueno (1972)― con la ontología especial del Mundo interpretado (Mi), cuyos tres géneros de materialidad permiten la interpretación plena de la obra literaria o estética, esto es, objetivan operatoriamente la inteligibilidad y comprensión de su construcción, comunicación y recepción, dada en términos físicos (M1), fenomenológicos (M2) y conceptuales o lógicos (M3). De acuerdo con esta triple perspectiva ontológica-especial, la Teoría de la Literatura procederá a examinar los materiales estéticos ―autores, obras, lectores e intérpretes o transductores―, según su implicación —nunca reducción, pues algo así destruiría la symploké inherente a la ontología de todo material artístico— en tres géneros de materialidad: lo físico o referencial (M1), lo sensible o fenomenológico (M2) y lo inteligible o lógico (M3).

Es necesario, pues, identificar en toda obra de arte literaria estas tres dimensiones. 

En primer lugar, una concepción mecanicista (M1), o estrictamente constructiva de la literatura, que hace referencia sobre todo al acto de construcción (tékhnē), al arte de elaboración o composición de la obra literaria (poieîn), que apela directamente a su autor, en tanto que artífice material de ella. 

En segundo lugar, una visión sensible, psicológica o fenomenológica de la misma obra literaria (M2), que apelará en este punto a la sensibilidad del lector o espectador, esto es, a la estética o sensación (aisthesis), en el sentido más puramente etimológico del término. A este destino, la sensación o aisthesis, redujo y jibarizó el idealismo alemán el valor de una obra de arte: a la novedad de sus efectos sensibles, sepultando en la sensibilidad del receptor toda exigencia de interpretación normativa por parte un crítico que pretendiera ir más allá. De este modo la subjetividad de lo sensible devoró, e incluso exterminó, la objetividad de lo inteligible. Así disolvió el idealismo alemán lo inteligible de la literatura y en lo sensible del arte: incluso se facultó a la sensibilidad del lector para derogar cualquier pretensión o exigencia de interpretación científica del arte y de la literatura por parte del crítico, intérprete o transductor. He aquí el imperativo más aberrante del Romanticismo anglosajón y anglogermano, asumido absurdamente en la Edad Contemporánea por buena parte de la Hispanosfera: la sensibilidad del artista prohíbe al crítico toda interpretación científica del arte y de la literatura. Huelga decir que contra este imperativo aberrante de la Anglosfera entre otras aberraciones de calibre posmoderno, se ha escrito la Crítica de la razón literaria

Y en tercer lugar, y a fin de superar la experiencia meramente sensible o fenomenológica de la literatura, se impone una interpretación de los materiales literarios basada en criterios racionales y lógicos (M3), capaz de hacer comprensible, de forma justificada y normativa, la labor artística y poética propia de un genio, es decir, de un escritor que alcanza en su obra literaria una originalidad plena o superlativa en dos órdenes fundamentales y obligatorios en toda obra de arte verdadera: la creación de nuevas formas o procedimientos de construcción literaria y el descubrimiento de nuevos materiales o contenidos de invención literaria. Genio es aquel que innova en materia y en forma, es decir, es alguien capaz de concebir técnicas nuevas e inéditas para expresar temas y contenidos igualmente originales e insólitos. Sólo de este modo se puede superar la recurrencia o repetición de los mismos temas, preexistentes o conocidos, y la recursividad de formas o técnicas igualmente consabidas y procedentes de autores anteriores. Un genio, en el arte en general, y en la literatura en particular, es un autor que crea contenidos nuevos y formas igualmente nuevas, de tal manera que sus obras de arte instituyen un racionalismo inédito, inexistente antes de él, y que exige a sus lectores contemporáneos pensar en términos literarios y artísticos superiores a los que él mismo ha recibido en su formación, de modo que su obra literaria va más allá del racionalismo en el que se encontraban sus contemporáneos antes de acceder a la lectura su obra. Una obra de arte genial es aquella que nos sitúa un nivel de racionalismo superior al que hemos conocido y superior a aquel en el que nos encontramos. Una obra literaria genial es una obra literaria que exige razonar más y mejor que el resto de las obras literarias preexistentes. Es un obra que va más allá de la razón al uso, conocida y codificada. Dicho sintéticamente: el Quijote de Cervantes pone sobre la Historia de la Literatura una obra que exige al ser humano pensar en la literatura desde un racionalismo inédito para el siglo XVII, es decir, que los contemporáneos de Cervantes se verán obligados a razonar ante la literatura de una forma mucho más compleja, avanzada y ambiciosa de lo que habían hecho hasta la publicación del Quijote en 1605. Esto explica el tópico de que muchos contemporáneos no comprendan las obras geniales que tienen ante sí, y viceversa, que muchos autores geniales resulten incomprendidos por sus conterráneos y sus contemporáneos, desde el momento en que todo genio que verdaderamente lo es construye obras que superan las exigencias del racionalismo preexistente en su tiempo y en su espacio, en su historia y en su geografía, esto es, en su cronotopo político. Los contemporáneos y los conterráneos son demasiado pasionales y envidiosos como para juzgar rectamente a su prójimo.

Nadie es profeta en su tierra, ni tampoco en su época. De ahí la importancia de los críticos y de los intérpretes, ajenos en el tiempo y en el espacio, como responsables de hacer inteligible, más allá de lo sensible, el significado insólito de obras literarias y artísticas que, por su genialidad, rebasan los límites del racionalismo contemporáneo. La supremacía del espacio estético o poético reside precisamente en la construcción e interpretación de obras geniales, es decir, de obras que tanto en el contenido como en la forma superan toda experiencia artística precedente. Lo contrario es repetición de temas conocidos, o de formas y técnicas igualmente consabidas, es decir, lo demás es un kitsch.

Primero, la literatura; después, la teoría literaria. La teoría es genitiva de la literatura, y bajo ningún concepto puede ser previa ni anteponerse a ella. Tras la genialidad probada de determinadas obras literarias, es posible establecer algunos criterios de interpretación, como puede ser el arte que se articula en preceptivas literarias (poética mimética, teatro español aurisecular, Naturnachahmung…), en cánones rigurosos e inmutables, de fundamento metafísico (teoría de las esencias, teología cristiana…) o estatal (marxismo soviético, arte socialista…), y modelos de arte vanguardista (futurismo de Marinetti, manifiestos surrealistas de Breton, creacionismo de Huidobro, dadaísmo de Tzara...), entre tantos ejemplos que podrían aducirse, particularmente en el ámbito de la denominada literatura programática o imperativa (Maestro, 2012). La interpretación artística tiende a percibir la genialidad como una forma inédita de racionalismo, una forma superior de razón, que exige a sus receptores contemporáneos mejorar las premisas racionales vigentes o preexistentes. Con todo, no conviene olvidar que la sociedad sólo acepta y reconoce a los genios cuando ha controlado ―incluso domesticado o normalizado― las consecuencias de sus genialidades. El mecanicismo suele resultar determinante en la literatura sofisticada o reconstructivista (creacionismo, surrealismo, futurismo…), así como en la programática e imperativa (comedia española aurisecular, literatura comprometida…); la genialidad es un atributo fundamental en los autores de las literaturas crítica o indicativa (Dante, Cervantes…) y sofisticada o reconstructivista (Rabelais, Shakespeare…); finalmente, la logicidad es imprescindible en las literaturas programáticas (Brecht, Sartre…) y por supuesto críticas (Lazarillo, Galdós, Baroja…) (Maestro, 2012).

Por último, el eje pragmático del espacio estético, constituido por la aplicación a los materiales artísticos de los sectores que Bueno señala en el eje homónimo del espacio gnoseológico, permite identificar en el arte los autologismos, que determinan el contenido de los objetos estéticos o poéticos según las cualidades más personales e individualistas del yo del artista; los dialogismos, que convierten al arte en un movimiento gremial, identificado con los rasgos de un colectivo particularmente definido, generacional o de escuela, es decir, desde un nosotros, que Ortega (1925, 1930) calificaría sin duda de «minoría selecta»; y las normas, constituyentes de una preceptiva, una poética o un sistema de normas objetivadas capaces de imponerse como un canon, por encima de la voluntad de corrientes y movimientos estéticos (dialogismos) y capaz de eclipsar incluso la genialidad de autores y figuras individuales (autologismos).

El autologismo nos sitúa ante la obra concreta y particular de autores que con frecuencia quieren «cambiar el mundo» desde la escritura de obras literarias, poetas que pretenden escribir para un emperador o mecenas cuyas grandezas imperiales o políticas cantan en sus obras, o que simplemente escriben con la esperanza o el acierto genial de fundar un nuevo movimiento literario, a partir de una obra cumbre o matriz de un género a ellos debido. Desde poetas imperiales como Virgilio o Fernando de Herrera, hasta poetas, dramaturgos y novelistas sociales como Celaya, Sastre o Sender, pasando por fundadores de paradigmas literarios y estéticos como la comedia nueva lopesca, el teatro épico brechtiano o el esperpento valleinclanesco, el autologismo literario está por antonomasia en la base de la creación estética verbal, cuyos criterios programáticos pueden utilizarse, o no, por un grupo más amplio de autores y escritores interesados en recibir y ampliar sus influencias. Sin el ejercicio constante de los autologismos, la originalidad de la creación literaria sería imposible. El autologismo trata de socavar siempre los componentes basales o canónicos de los materiales estéticos y literarios.

En segundo lugar, el dialogismo se manifiesta cuando el autologismo de un autor cuenta con el apoyo programático, estético y político de un gremio o sociedad gentilicia, es decir, cuando dispone de la infraestructura de un nosotros, bien a través de un movimiento generacional (grupo del 98, generación del 14, del 27, del 50, etc.), con sus variados artistas, revistas y suplementos literarios, tertulias, manifiestos estéticos (surrealistas, dadaístas, futuristas…); un movimiento ideológico o social, con su ideario políticamente programático, de acciones, intervenciones y reformas (realismo socialista, arte fascista, estética marxista, literatura nazi, etc.); un grupo de escritores al que unen intereses sexuales, indigenistas, nacionalistas, etnocráticos, lingüísticos, etc., que se celebran y premian gremialmente entre sí, de forma endogámica y autopromocionada. Los dialogismos suelen mantener una relativa estabilidad interna, que garantiza su cohesión —moralmente exigida—, frente a una manifiesta beligerancia externa, de enfrentamiento con otros grupos o gremios ideológicos contra los que compite en la biocenosis política y literaria. Piénsese que a finales del siglo XVI pueden reconocerse hasta cinco tendencias teatrales que se disputan el éxito de público: el teatro popular, comercial y de creciente profesionalización, promovido por Lope de Rueda; el teatro cortesano y palaciego procedente de Encina, Naharro, Gil Vicente, Lucas Fernández, Sánchez de Badajoz…; el teatro eclesiástico y de colegio, cultivado por miembros de órdenes religiosas, principalmente jesuitas; un teatro de ascendencia humanista, al que se entregan los tragediógrafos de la generación de 1580, y al que está próxima una obra como La Numancia de Cervantes; y el incipiente teatro lopesco, con toda su variedad de subgéneros (comedia de capa y espada, comedia de santos, comedia histórica, comedia de enredo...), que se convertirá en el modelo dominante desde el punto de vista social y artístico, al contar de forma decisiva con el apoyo del público, lo que finalmente confirmará su triunfo sobre todas las demás corrientes, en cierto modo aglutinándolas y superándolas por completo en el formato de la comedia nueva aurisecular.

En tercer lugar, ha de advertirse que cuando los dialogismos se desarrollan estética y también políticamente, alcanzan un valor normativo, de forma que se convierten en programas y modelos —con frecuencia estatales— de arte y literatura, en muchos casos con consecuencias imperativas. Es lo que ocurre con la Poética de Aristóteles durante el Renacimiento europeo, y prácticamente hasta el siglo XVIII, con la desintegración de la Naturnachahmung alemana, último canto del cisne de la poética clasicista en Europa. Fue también lo que ocurrió con el éxito de la poética lopesca en el siglo XVII español, tras el triunfo del Arte nuevo de hazer comedias en este tiempo (1609). Las normas poéticas hacen posible la constitución de cánones literarios, pero nunca al margen de una Política. Es más, no hay Canon literario sin Política estatal o incluso imperialista. Todo Canon exige un Imperio (o varios, sucesivamente, a lo largo de un desarrollo histórico del Canon). Cuando una norma literaria no rebasa los límites de un individuo (autologismo) y su obra, hablaremos de prototipo (el hábito de Juan Ramón Jiménez de grafiar con j el fonema velar fricativo sordo); si la norma se limita al ámbito de un grupo literario, social o ideológico (dialogismo), hablaremos de paradigma (literatura feminista, nacionalista, indigenista, etnocrática, surrealista, dadaísta, futurista...); y sólo cuando las normas literarias se instituyen en cánones, y operan desde la estructura basal de un sistema político capaz de preservarlos y de imponerlos sobre la voluntad de individuos (autologismo) y gremios (dialogismo), hablaremos de Canon (Maestro, 2008).

No es de extrañar que la literatura quede reducida en el mundo contemporáneo a la interpretación codificada por lectores cualificados, distinguidos, célebres, poderosos, influyentes. La literatura queda reducida a la crítica de la literatura, a la codificación académica. Es literatura lo que como tal se interpreta y critica, es decir, lo que como tal se canoniza y codifica. La literatura es una creación de lectores cualificados e influyentes: los críticos. La literatura queda a merced de los «intérpretes poderosos», neocanonicistas o preceptistas de la posmodernidad. Cuando la casta de intérpretes poderosos cambie o se transforme —algo inherente al curso mismo de la especie humana—, el sentido de la interpretación literaria cambiará y se transformará con ellos. Con el cambio de los preceptistas cambiarán los preceptos, pero —sobre la interpretación de la literatura— persistirá la preceptiva, es decir, el canon, lo políticamente correcto, la moral (normas del grupo). Sobre la poética se impondrá la ética (derechos humanos). Sobre la idea (M3), la ideología (M2). Sobre la recepción, la recepción mediatizada (o transducción). Sobre la interpretación, los límites de la interpretación. Sobre la opinión pública, la opinión publicada. Sobre la experiencia del conocimiento individual, el poder irreflexivo e irreversible de la información masiva. Sobre la discriminación y el examen de la Ciencia y la Filología, la mentira de la isovalencia de las lenguas y la falacia mitológica de la isonomía de las culturas. Sobre la realidad del materialismo gnoseológico, las ficciones explicativas del idealismo de todos los tiempos. Sobre la filosofía crítica, la religión. Sobre la Historia, el periodismo. Sobre la Historia como ciencia, la Historia como memoria (o «memoria histórica», incluso bajo la forma de Ley Positiva). Sobre la modernidad, la posmodernidad. Sobre el mal de los buenos, el bien de los malos...

Sin embargo, los presupuestos gnoseológicos destinados a la interpretación del arte no son invariables, y desde luego no siempre han sido los mismos, ni permanecido intactos o inmutables. La situación del intérprete de los materiales literarios es muy diferente si nos situamos en la perspectiva del Siglo de Oro español, por ejemplo, y concretamente en las exigencias de la preceptiva teatral aurisecular. Éste es un arte profundamente normativo. No se podía entonces construir una obra de arte al margen de las normas. Sí contra ellas, pero no al margen de ellas. Ésa es la razón por la que Lope de Vega no sólo escribió innumerables comedias, todas ellas procedentes de un mismo patrón estético y político, sino que también se vio obligado a justificar normativamente la composición de esas comedias. En el Siglo de Oro no era posible fundamentar el arte, como sucede en la posmodernidad, en un «contexto de descubrimiento» (Reichenbach, 1938; Bueno, 1989), limitado este contexto a la mente o la psicología del autor individual, o a la ideología del gremio autista y dominante. No. Entonces el arte había de fundamentarse en un «contexto de justificación», el cual venía dado ontológicamente por la existencia efectiva, no retórica, de unas normas, de un sistema normativo, de una preceptiva. Y semejante preceptiva debía estar a su vez fundamentada pragmáticamente en un público capaz de hacerla valer. Lope de Vega «crea» una nueva forma de hacer teatro, la comedia nueva española, carente entonces de preceptiva y en relación aparentemente dialéctica frente a la única preceptiva existente, de naturaleza clasicista o aristotélica. A partir de este «contexto de descubrimiento», la invención de la comedia nueva, Lope ha de fundamentar su hallazgo en un «contexto de justificación», es decir, en la justificación de un nuevo sistema de normas objetivadas en la que su nueva concepción de la comedia tenga su razón de ser, encuentre la lógica de su arte, y justifique coherentemente sus fundamentos. A este propósito responde, sin duda, su Arte nuevo de hazer comedias (1609). Frente a él, el teatro de Cervantes, por ejemplo, no desembocó en el descubrimiento de contextos que encontraran, entre sus contemporáneos, ninguna justificación. El único contexto de justificación que encontró Cervantes, como dramaturgo, fue el que le otorgó la crítica literaria académica desde el último tercio del siglo XX (Maestro, 2000).

El éxito de Lope de Vega como dramaturgo se explica, de acuerdo con los planteamientos de la Crítica de la razón literaria, desde el momento en que su genialidad, es decir, el autologismo de su arte, rebasa toda dimensión psicológica y social, es decir, rebasa su contexto de descubrimiento, para desarrollarse y articularse en un contexto de justificación, de tal modo que su nuevo arte de hacer comedias es una construcción legible y valorable no sólo personal o socialmente, esto es, individual (autologismo) o gremialmente (dialogismo), sino sobre todo legible y valorable normativamente, canónicamente, sistemáticamente. Cuando la genialidad se limita a un ámbito psicológico y social estamos ante mera retórica. Lo «genial» no es lo que la gente dice que es genial, sino lo que como tal es posible articular e interpretar normativamente, esto es, sistemáticamente. El «genio» no es una cuestión psicológica, subjetiva, sociológica, gremial o autista (M2), sino lógica, objetiva y crítica (M3). La genialidad que no se puede explicar desde una gnoseología, desde una perspectiva lógico-material conceptualmente articulada, es mera retórica publicista, resonancia de una psicología social propia de masas subordinadas y otros agentes populistas. La «genialidad» que no se justifica normativamente es un fraude. El descubrimiento que no se justifica de acuerdo con normas lógicas es un trampantojo psicológico o sociológico. Una tomadura de pelo. La genialidad, cuando lo es de veras, no se da como un mero autologismo, sino también como un dialogismo (extragremial) y como un sistema de normas (social), y en relación indisociable con los ejes sintáctico y semántico del espacio estético o poético, como lo fue, y como se desarrolló, por ejemplo, en su tiempo, la genialidad de un Lope de Vega.

La posmodernidad ha introducido su propia concepción de la literatura, basada en una disolución de sus rasgos esenciales y en una simplificación de sus residuos, hasta igualar literatura y texto. Semejante relación de identidad implica anular y neutralizar todas las propiedades distintivas entre una y otra realidad. Se trata de una suerte de anestesia interpretativa, una especie de disolución de ciertas facultades críticas, anatematizadas bajo el signo del prejuicio. He aquí la nueva preceptiva textual. De la misma manera que el hombre burgués concibe la literatura como construcción y fragmentación individual de su conciencia psicológica, el ser humano posmoderno concibe la literatura como construcción y fragmentación textual del discurso ideológico al que debe su posición moral en el mundo. No se hace una crítica de la literatura, sino simplemente una crítica de la interpretación. Es la hora del transductor, esto es, del intérprete o ejecutante intermedio (director de escena, periodista, profesor, crítico, editor…) que interpreta, codifica y reelabora para los demás un conjunto de materiales literarios sobre los que pretende ejercer y exhibir su dominio.


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NOTAS

[1] Hay que advertir que Gustavo Bueno nunca llega a plantear en su filosofía la idea de un espacio estético o poético. La atención de Bueno a la literatura nunca fue muy intensa antes de su conocimiento de la Crítica de la razón literaria, a finales de la primera década del siglo XXI. Bueno se había ocupado de cuestiones literarias de forma muy puntual y pasajera, y siempre al margen de las corrientes de interpretación de la literatura contemporáneas a él. Su trabajo sobre «La Colmena, novela behaviorista» (1952), su artículo titulado «Poetizar» (1953), su escrito sobre «La esencia del Teatro» (1954), son textos de los primeros años de la década de 1950 que no guardan relación alguna con las corrientes de interpretación literaria de mediados del siglo XX. Hay que esperar casi 20 años para un nuevo escrito sobre asuntos literarios, también breve y fugaz: la respuesta al «Cuestionario [literatura]» (1974), al que le invita Fernando Lázaro Carreter. Éstas fueron algunas de sus escasas intervenciones directas en cuestiones literarias. Con frecuencia, las referencias de Bueno a la literatura se orientan a las figuras filosóficas, pero no propiamente a cuestiones literarias. Es el caso de trabajos puntuales como «Los filósofos de La Regenta» (1984b) —muy breve— «Sobre el análisis filosófico del Quijote» (2005). No consideramos que su trabajo de 1966 sobre el ensayo guarde relación con la literatura, desde el momento en que el ensayo, filosófico o no, no es un género literario, por más que un escrito, filosófico, publicitario o comercial, es decir, del tipo que sea, contenga figuras poéticas o literarias. Un texto no es literario solamente por contener entre alguno de sus ingredientes un componente «poético» «retórico», o una cualidad «literaria» o presuntamente ficticia, del mismo modo que la paella no es una gramínea, por mucho arroz que contenga. Lo mismo cabe considerar sobre sus trabajos acerca de Gracián o Feijoo (Bueno, 2000a), motivados por razones filosóficas, pero no literarias. Sus tres artículos en los que compara poemas del Siglo de Oro con teoremas euclidianos «Poemas y teoremas», «Poesía y verdad», «Ojos claros, serenos: ¿«Madrigal» o «Problema»?», redactados con anterioridad a la Crítica de la razón literaria, y al parecer inéditos hasta entonces, se publican en 2009 y 2013, tras el encuentro que tuvimos en Oviedo, el 30 de abril de 2009, sobre Materialismo Filosófico y Literatura. Años después de la publicación de la Crítica de la razón literaria, algunos buenistas se plantearon seriamente la necesidad de desarrollar una teoría estética en relación con la ortodoxia del materialismo filosófico.

[2] Vid. a este respecto la monografía del hispanista alemán Gero Arnscheidt (2005), en la que desmitifica el éxito de la narrativa de un autor como Muñoz Molina, así como justifica la propagación de su obra como resultado de la industria editorial de grupos económicos y financieros muy poderosos, que hacen de los libros de este autor productos comerciales de rentabilidad internacional.

[3] En 2007 publiqué mi primera exposición del espacio estético. Agradezco a la Fundación Gustavo Bueno la posibilidad que en 2009 me ofreció de exponer y debatir estos conceptos en un seminario sobre Materialismo Filosófico y Literatura celebrado en Oviedo el 30 de abril de ese año. Se observará que mis ideas sobre interpretación literaria siguen siendo las mismas, tanto hoy como entonces, frente a las diferencias que tanto hoy como entonces separaban y separan a la Crítica de la razón literaria del materialismo filosófico. 






Información complementaria


⸙ Referencia bibliográfica de esta entrada

  • MAESTRO, Jesús G. (2017-2022), «La literatura en el espacio estético o poético», Crítica de la razón literaria: una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica. Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades del conocimiento racionalista de la literatura, Editorial Academia del Hispanismo (III, 2.2.4), edición digital en <https://bit.ly/3BTO4GW> (01.12.2022).


⸙ Bibliografía completa de la Crítica de la razón literaria



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