Todo conocimiento que de alguna manera no contribuye al progreso del saber
racional es un conocimiento inútil, falaz o simplemente acrítico. En el mejor
de los casos, sólo será un sofisma. Una sofística de la interpretación. De este modo, una interpretación que no proporciona un conocimiento nuevo no es una interpretación auténtica, sino una pseudointerpretación, es decir, una reiteración, un plagio incluso, un pleonasmo. El destino de la interpretación es la creación de conocimientos nuevos, inéditos,
inexistentes antes de la teoría que los genera y verifica. Interpretar desde lo ya conocido no es
interpretar, sino incurrir en tautologías, en el recitado doxográfico de
tópicos e ideas comunes, cuyo fin último es la confirmación y solidificación, mediante la recurrencia y la insistencia, de imágenes y discursos
ideológicos a los que se exime de nuevas verificaciones y exámenes —porque no los resistirían—, hasta convertirlos en dogmas incuestionados. La
teoría literaria posmoderna se basa en
numerosos dogmas a los que no puede renunciar sin declarar vulnerablemente la
inconsistencia de sus mitos fundamentales, basados en el irracionalismo y el
idealismo, dos tendencias a las que se entrega babélicamente el ejercicio de la crítica literaria y pseudocultural de las últimas décadas. En un contexto de esta naturaleza, el triunfo de la interpretación es el triunfo de la ideología. Feminismos, culturalismos, novohistoricismos, etc., no son propiamente teorías
literarias, sino ideologías que se vierten sobre la literatura.
Metodológicamente, los presupuestos
doctrinales de la Crítica de la razón literaria permiten construir una Teoría
de la Literatura desde
la que es posible interpretar en nuestro tiempo no solo los textos literarios,
que constituyen una parte nuclear de la literatura, sino algo sustancialmente
más importante
incluso que los propios textos, y que son los materiales literarios, como totalidad conjuntiva. La ontología
de la literatura, es
decir, su esencia, está constituida
por el núcleo, cuerpo y curso de los materiales literarios. El método de
interpretación,
es decir, la Teoría de la
Literatura, se concibe,
desde la Crítica de la razón literaria, como aquella categoría científica que tiene
como objeto o campo de conocimiento no la literatura, sino los materiales de la literatura.
Teoría es un concepto sintáctico, un
sistema de proposiciones que derivan de una axiomática, es decir, de un sistema
de conceptos, los cuales —no debemos olvidarlo— se basan en operaciones
pragmáticas ejecutadas directamente sobre los materiales y las realidades
sensibles e inteligibles que hacen posible la formalización de esa teoría. En
nuestro caso, hablaremos de materiales literarios y de teoría
literaria. Una teoría ha de ser explicativa de hechos
(gnoseología), no meramente descriptiva (formalismo). La explicación puede
entenderse inicialmente como un concepto psicológico y dialógico (explicarle
algo a alguien), pero necesariamente ha de ser un concepto gnoseológico, el
cual, a su vez, ha de estar determinado y definido operatoriamente, mediante
una serie de construcciones y destrucciones pragmáticas. Como Teoría de la
Literatura, la Crítica de la razón literaria se caracteriza
por ser una construcción —concepto
sintáctico que incluye el uso de operaciones pragmáticas definidas— en
virtud de las cuales un hecho
literario se integra en una totalidad o contexto delimitado (totalidad
atributiva), dentro del cual se producen y reproducen nuevas referencias a
hechos literarios diferentes. La teoría ha de establecer entre los hechos
tanto relaciones de semejanza o analogía como relaciones de
contigüidad o causalidad, de modo que unas son mediadoras de las otras (Bueno,
1992). Los hechos hacen posible el desarrollo de la teoría, y sólo cuando
la teoría no es científica o suficientemente crítica se convierte en
un discurso meramente formal, lingüístico o dialógico, siempre retórico o
doxográfico, para desembocar al final en una suerte de mitología o teología de
las ideas. Una teoría mitológica o teológica es aquella que implanta formalmente un
conjunto de hechos en un contexto en el que esos hechos no están materialmente demostrados
ni son efectivamente operatorios. Cuando algo así tiene lugar, estamos en el
terreno del idealismo, es decir, en un modo de pensar y
de actuar difícilmente compatible con la realidad, o incluso contrario
a ella. Los resultados que se derivan de este tipo de actividades sólo podrán asumirse
irracionalmente desde el idealismo y desde el dogmatismo, es decir, desde la
aceptación acrítica de formas que carecen de contenidos operatorios
reales, de teoremas que no remiten a ninguna realidad efectivamente existente,
en síntesis, de teorías sin referentes, de formas sin materia, de lenguaje sin
contenido, de entidades incorpóreas. Fantasmagorías, metáforas,
espiritualismos, formalismos... La deconstrucción derridiana es uno de los
ejemplos más rotundos y recientes de mitología o teología, como modelo
teórico de interpretación literaria, cultural o simplemente convencional,
en la que los únicos contenidos perceptibles
de las formas
teóricas son las propias formas teóricas. De este modo,
la deconstrucción actúa como una teoría carente de contenidos materiales, dado
que sus «ingredientes» son simplemente formas, teoremas, elementos sintácticos,
términos relativos, sucesivas figuras de relación, palabras vacías, metáforas
sin valor, diálogos, retórica vacua, tropos sin sentido..., es decir, sofismas.
Lo primero que ha
de demostrar una teoría es que no se limita, como
habitualmente sucede, a reproducir formalmente un esquema clasificatorio. Una
teoría no es un expositor
cultural «políticamente
correcto» o» incorrecto». Es la ciencia, no la política, ni la retórica, ni la ideología, y aún menos la ignorancia, lo que ha de
constituir el criterio nuclear, corporal y evolutivo de una teoría. No hay crítica sin criterios dialécticos, ni ciencia sin racionalismo operatorio.
Toda teoría habrá de dar cuenta de
cuál es su naturaleza como tal teoría (científica, filosófica, literaria, matemática, física,
genética...), esto es, habrá de demostrar sobre qué materiales categoriales[1] está científicamente construida (Bueno, 1972).
La razón no ha existido desde siempre. El
racionalismo no siempre se ha considerado y aceptado como método de creación, comunicación
e interpretación
de ideas. Sus orígenes
pueden situarse en la Grecia del siglo VII antes de nuestra Era, y su
sistematización sin duda
corresponde a la constitución de la
Academia de Filosofía fundada
por Platón en
Atenas en 387 a.n.E. Ha de advertirse desde el comienzo que la Crítica de la razón literaria no considera a Platón como el «fundador de la Filosofía»[2], sino como el fundador de la filosofía idealista.
El mundo que
separa la doctrina platónica de la teoría literaria
contemporánea es un escenario en el que se codifica una experiencia decisiva e
irrepetida en la evolución del conocimiento humano, es decir,
una transformación de los saberes primitivos, precientíficos, característicos
de culturas bárbaras —mito, magia,
religión y técnica— en conocimientos científicos, esto es, conocimientos
transmitidos de forma selectiva, organizada y sistemática, según criterios de racionalidad, propios de sociedades civilizadas,
en las cuales es posible distinguir un saber crítico— ciencia y filosofía— y un saber acrítico —ideologías, pseudociencias, teologías y tecnologías—, resultado de la influencia de la razón sobre los saberes precientíficos o primitivos. Tales son
las consecuencias del impacto que el Logos provoca en el Mythos. Y viceversa.
Estas transformaciones codifican
cambios esenciales entre los mundos históricos y culturales en que escriben
Platón y
Derrida. Entre uno y otro autor se comprueba históricamente que la técnica se ha
convertido en tecnología, los mitos se han fragmentado en ideologías, la magia sobrevive metamorfoseándose en
pseudociencias, y las religiones se articulan y formulan en teologías (Bueno
et alii, 1987).
En nuestro
tiempo, los mitos, los irracionalismos y las creencias han cobrado nueva
fuerza. No sólo dominan la cultura contemporánea, sino también la política, la moral e incluso los límites de la ciencia, a la que coercen con facilidad y destreza desde poderes estatales y globalizantes.
Desde la política se pide respeto hacia creencias irracionales, y desde la
moral se exige el desarrollo de consignas científicamente inaceptables. El
silencio del racionalismo, sea en nombre del falso respeto, de la tolerancia
irresponsable, o de la mítica isovalencia de las culturas, no es nunca un
silencio inofensivo. La razón es el más importante protector
de la vida y de los derechos humanos. Y lo es muy por encima de todo tipo de
creencias y credos, que sólo podrán ser respetables en la medida en
que sean respetuosos con el ser humano. Cuando se apagan las luces de la razón, las fuerzas del irracionalismo no conocen límites, y
siempre dan lugar a los capítulos más amargos de la
historia de la humanidad. Y no será el diálogo entre culturas lo que
por sí solo pueda contrarrestar la
sinrazón. Entre otras
cosas, porque no se puede dialogar con quien no sabe razonar. Lástima que
Habermas, al situar la
razón en el diálogo, no se haya dado
cuenta de esta mayúscula y esencial evidencia.
La teoría literaria contemporánea está
poblada de mitos
irracionales e inconsistentes. Las principales deficiencias que pueden
imputársele afectan, entre otros aspectos, a tres falacias o mitos indiscutidos
críticamente y, desde
una perspectiva científica, por completo inaceptables. Desde fines del siglo XX, la teoría
literaria que se expone académicamente se presenta como un discurso ecléctico, plural y crítico. Es falso. De
ordinario es una vulgar desvertebración irracional, idealista y dogmática de
la interpretación de las
obras literarias, y de forma específica de los materiales literarios. Insisto
en que Babel no es el cosmos, sino el caos. Babel y la Academia son incompatibles
porque el irracionalismo y el racionalismo
son incompatibles. La una es la antítesis de la otra. Babel es el lugar en el
que escriben y residen los que no quieren, no pueden, o simplemente no saben razonar. La Crítica de la razón literaria es una reacción contra
el irracionalismo y la ausencia de criterios científicos que dominan
actualmente el campo de la Teoría de la Literatura,
saturada de ideologías sofisticadas, creencias políticas y mixtificaciones
culturales. Nadie puede construir responsablemente una interpretación
sin definir crítica y
racionalmente el método desde el que ejecuta esa interpretación, ante una realidad que, o es material, o no es.
Aquí se examinará la literatura desde los presupuestos metodológicos de la Crítica de la razón literaria, una Teoría de la Literatura
que se basa en los principios generales de una gnoseología materialista,
teoría del conocimiento organizada desde
la oposición materia / forma, cuyo campo de investigación es el conjunto de
saberes contenidos en las obras literarias y con ellas relacionados,
organizados sistemáticamente como conceptos
categoriales, y cuyo objeto de interpretación son los materiales literarios, esto es, el autor, la obra, el lector y el intérprete o
transductor. Adviértase que las ciencias no están delimitadas por
su objeto de investigación, sino por su campo de investigación. Las ciencias son realidades constituyentes del mundo y
constituidas desde el mundo (Bueno, 1992). Toda ciencia es, en suma, una ontología. Las ciencias son construcciones que no sólo
interpretan, sino que sobre todo configuran y
—al construirse a sí mismas, literalmente, por la mano del Hombre— constituyen también nuestro mundo. Si el conocimiento existe es porque hay seres humanos que hacen posible las ciencias, mediante múltiples y complejas operaciones racionales, a través de las cuales se construye y reconstruye incesantemente el mundo que habitamos. Más que un homo sapiens, el hombre debería considerarse un homo faber. Así lo sugiere Bueno (1992): no puede aceptarse que la ciencia sea una forma silogística (Aristóteles), apriorística (Kant) o lingüística / matemática (Carnap). La ciencia es ante
todo una realidad operatoria, un dispositivo constructor de contenidos, una materia activa, en la que vivimos, y a la que
además podemos conocer y desarrollar mediante una
educación reglada o difusa; pero es sobre
todo una materia en la que vivimos a través de la praxis
política, moral, ética, jurídica,
técnica, poética, biológica, etc., praxis a través de la cual
desarrollamos nuestra existencia a lo largo de la vida. De este modo la ciencia
se convierte en una ontología especial (no general) y categorial (aborda la realidad por parcelas o categorías), que estudia el ser, esto es, la materia, en segmentos o áreas categoriales previamente
determinadas, mediante operaciones humanas de construcción e interpretación ejecutadas siempre por un sujeto que, más que cognoscente o sabio, es un sujeto operatorio, esto es, gnoseológico (Bueno, 1992, 1995, 1995a). Las
ciencias están determinadas por las categorías
que constituyen su campo de investigación, en el cual se
encuentran los materiales que son su objeto de conocimiento. De hecho, las
categorías brotan de los materiales de las ciencias: Verum est factum, es decir, como advirtió Vico en su Ciencia nueva (1725), la verdad está en los hechos.
Las
interpretaciones promulgadas por la mayor parte de las teorías literarias
contemporáneas son todo menos interpretación literaria,
científica o crítica. Son todo menos racionalismo. Son formas sin contenido,
teoremas sin realidades físicas, teologías sin dioses materiales. El crítico
posmoderno es un teólogo, es un teórico de la creencia, un arquitecto de formas
inmateriales, un ilusionista de las palabras. Un sofista. Sus armas, la
retórica y la fullería. Son los atributos negativos que definen a las Nuevas Teologías
de la posmodernidad, cuyos dioses no son cosmogónicos, sino nihilistas. Porque
lo que importa no es el Dios (el autor), ni la Religión (la literatura), ni siquiera la Ley (la
poética o preceptiva), sino el Sacerdocio (el crítico de la literatura, en tanto
que sofista de las ideas).
________________________
NOTAS
[1] Hablamos
de materiales categoriales porque los materiales que
constituyen el campo de una ciencia —tradicionalmente se hablaba de objeto de
una ciencia— están inventariados o identificados como tales materiales
dentro del territorio o campo (categorial) de esa ciencia, al que denominaremos
—siguiendo los términos buenistas en nuestra aplicación a la Teoría de la
Literatura—, categoría. Y no hay que olvidar en este punto la eversión a la que la Crítica de la
razón literaria somete, sobre todo en el apartado 5 de su primera
parte, el concepto mismo de categoría. Vid. atentamente el siguiente enlace: 5.6.4.
Más allá de la Teoría del Cierre Categorial. Una interpretación no dogmática de
la Filosofía de la Ciencia del Materialismo Filosófico de Gustavo Bueno.
[2] Es tesis
de Gustavo Bueno, de la que disiento, considerar a Platón como fundador de la
filosofía académica. Naturalmente esta consideración es razonable, pero también cuestionable desde determinados criterios. Acaso Platón sea el fundador de la filosofía institucionalizada académicamente, más que de la filosofía académica propiamente dicha. Vamos a explicar esta cuestión. No es Platón, a mi juicio, sino
Aristóteles, quien lleva a cabo realmente esa fundación ―la fundación de la filosofía, como
disciplina académica―, al liberar a la filosofía de una hipoteca metafísica,
que la hace incompatible con la realidad. Platón, en cierta medida ―y sólo
en cierta medida, dado que introduce cambios fundamentales, como el principio
de symploké y la ontología dialéctica―, es el canto del cisne
de la metafísica presocrática. Platón es un idealista filosófico, un utopista
político y geómetra lúdico. Su idea de ciencia es totalmente formalista, sus
planteamientos sobre política resultan absolutamente inviables, por imaginarios
y fantasiosos, y sus conocimientos de literatura son abiertamente ridículos y
por completo paupérrimos, además de amenazantes y patibularios. Hoy no se puede
hablar de literatura en términos platónicos ―es decir, no se puede citar a
Platón, como una autoridad sobre poética literaria―, porque este filósofo
idealista desconoció toda la literatura que, durante 25 siglos de Historia y comparatismo, constituye y conforma la ontología literaria que hoy tenemos delante y a
la que podemos y debemos enfrentarnos. Y que, desde luego, no es posible ni legítimo ignorar. No hay en Platón nada actual sobre
interpretación literaria. Citar a Platón como autoridad o referente de la literatura es una cursilería que sólo se pueden permitir novatos, diletantes o inexpertos. Veamos por qué.
La
locura, como la literatura, siempre es racionalmente muy ambigua. Lo que de
veras sorprende es que hoy, en el siglo XXI, siga hablándose comúnmente
―incluso académicamente también― de locura en términos parejos a los del mundo
antiguo y arcaizante. Y es aquí, en relación con la locura y la literatura,
donde tenemos nuestra primera cita clave con Platón.
Había
en la genuina Grecia dos corrientes metodológicas explicativas de la locura.
Una de ellas, de raíces científicas y materialistas, procedió de Hipócrates (c.
460-377 a.n.E.), quien, desde la Isla de Cos, interpretó la locura al margen de
las teorías demonológicas y numinosas, indudablemente metafísicas, que sus
contemporáneos habían heredado e impuesto. Como sabemos, con Hipócrates surge
en los siglos V y IV la primera escuela de medicina. Esta concepción
hipocrática de la locura apunta genealógicamente a los pitagóricos, quienes,
como el propio Hipócrates, consideraban que los trastornos mentales ―que hoy
llamaríamos psicopatologías― tenían una causa física y exigían una explicación
material. Se desestimaban de este modo las causas demonológicas y las
explicaciones metafísicas de cualesquiera problemas psíquicos relativos a
declaraciones, acciones o pensamientos supuestamente anómalos o anormales.
Desde tales criterios hipocráticos, la locura se concebía como una enfermedad
física que tenía causas y consecuencias naturales.
Sin
embargo, esta concepción de la idea de locura resulta eclipsada y destruida por
Platón y su filosofía metafísica, idealista y utópica, desde la cual se restaura de nuevo la tesis demonológica y espiritualista como causa de la locura. Desde finales del siglo V a.n.E., las ideas metafísicas (platónicas) sobre la locura se imponen a las tesis naturalistas o fisiológicas (hipocráticas) con un éxito sorprendente, el cual llega
hasta nosotros, apadrinado por el cristianismo medieval, el protestantismo
reformista, la ilustración europeísta ―pese a todos sus mitos hiperrracionales y
logocéntricos―, el idealismo alemán y la contemporánea posmodernidad anglosajona. ¿No es curioso que la filosofía (idealista) de Platón haya destruido la medicina (materialista) de Hipócrates? ¿No resulta sorprendente que la filosofía, que se jacta de fundamentarse sobre saberes científicos, los rechace y desestime irracionalmente, nada menos que para la posteridad, y discurra por los caminos propios de una metafísica para explicar la realidad material humana? Platón (c. 427-347 a.n.E.) era
aproximadamente unos 30 años más joven que Hipócrates, y su filosofía resultó
más hechizante ―por idealista y utópica― que la medicina hipocrática, sin duda
más naturalista, física y materialista. Y por ello mismo mucho menos atractiva. En la Historia del pensamiento de
Occidente, como del mismo modo ocurrió en Oriente, y acaso allí con mucha mayor
intensidad, el espíritu siempre ha gozado de buena fama, sin cardar una
lana, frente a una materia que, sin duda y por supuesto, resultó
demonizada desde siempre de forma irrevocable y sin apelación posible.
La
obra platónica, saturada de misticismo, y salvaguardada por los intereses
políticos y religiosos del cristianismo de todos los tiempos ―tanto del católico
como incluso, con más fuerza aún, del reformado―, destruyó para la posteridad el
crédito de las ideas hipocráticas sobre la explicación naturalista y
materialista de la locura. Platón no sólo resultó ser en este punto un precursor
del inconsciente freudiano, al anteponer el impulso místico como fundamento y
motor de la locura, y prototipo del comportamiento psicopatológico, sino que
fue responsable de legitimar la locura, ante los idealistas y románticos de la
Edad Contemporánea, como una forma superior de racionalismo, al entender estos
últimos, de forma revertida, que la «verdad» de lo humano se objetivaba en un
inconsciente reprimido por la razón, o en un misticismo cuya fuerza se revelaba
―por fin, en libertad― en los estados oníricos, psicopatológicos o
simplemente anómicos. De este modo, toda forma de heterodoxia queda
definitivamente justificada, tanto en términos políticos como religiosos, bajo
el amparo posmoderno de una idea de libertad completamente gratuita y
presuntamente irracional. Enfrentarse a la razón será ―de nuevo― una forma de exhibir esta idea gratuita y falsa de libertad. Pero una cosa es exhibir un postureo libertario y posmoderno, y otra muy diferente es ejercer de veras la libertad. La saga de los sofistas y de los irracionalistas de diseño es recurrente: Montaigne, Rousseau, Nietzsche, Freud, Heidegger, Derrida, Foucault... E imitadores. Marx figura en otras listas, pero no en ésta. Carlos Marx no es soluble en ninguna posmodernidad. Su idealismo postula otros paraísos.
Sorprende
impresionantemente que a nadie le haya sorprendido ―valga el extrañamiento― que
Platón, el «fundador de la filosofía» para muchos autorizados filósofos, el
transformador de la realidad a través de la política en su idealista República filosófica,
en su modelo utópico e irreal de Estado, hubiera tomado como ciencia de
referencia la geometría y no la medicina. ¿Por qué? ¿Por qué Platón toma como
ciencia de referencia para entrar en la Academia la geometría y no la medicina?
¿Por qué puede entrar en la Academia quien ignore el materialismo médico pero
no quien desconozca el idealismo geométrico? ¿Qué concepto tiene Platón de las
ciencias? Pues un concepto completamente lúdico, idealista y logopédico. Platón
juega con la geometría como si ésta fuera un logogrifo. ¿Qué puentes construyó
Platón? ¿Qué campos aró, sembró o diseñó Platón como ingeniero o agrimensor
gracias a sus conocimientos de geometría? Usar la geometría para para proponer
ejercicios mentales, no operatorios, y jueguecitos filosóficos y filosocráticos
―lo que equivale a decir también pseudofilosóficos y pseudosofísticos (porque
toda filosofía no es sino una forma excéntrica de ejercer la sofística)― es una
muestra más de cinismo y de ludismo que de originalidad filosófica y de
desarrollo científico. Desengáñese el admirador de los diálogos platónicos: Platón
es artífice de una filosofía completamente incompatible con la realidad. Pero,
precisamente por ello, de un poder seductor insólito y permanente. Platón es el
primer seductor de idealistas. Y lo es aún hoy.
He
insistido en diferentes lugares en que difícilmente se puede considerar a
Platón como fundador de la filosofía. Platón es un sofista más, si bien
excéntrico, como su maestro, Sócrates. Si la filosofía tiene realmente un
comienzo, éste está en la obra de Aristóteles. Platón es el canto del cisne de
un pensamiento realmente presocrático: su visión idealista y utópica, mística y
metafísica, aunque le lleva a superar el monismo y el relativismo de todos sus
predecesores, impulsado por un afán de originalidad que sólo en cierto modo fue
capaz de satisfacer, no nos sitúa en la realidad de este mundo, sino en el
idealismo absoluto de las ideas puras. Su filosofía, como la de su mítico
maestro y socrático ventrílocuo, sin duda y sin reservas, no era de este mundo. Y esta
huida hacia el idealismo, esta fuga hacia la metafísica idealista y utópica,
tanto en política como en ciencia, es lo que hace fascinante su filosofía, aún hoy, para todos aquellos que ―adolescentemente― se ilusionan con la idea de ser disidentes,
ante una realidad que les disgusta, y superiores, ante un entorno que ―como a
Sócrates gualdrapero― no les comprende en su «genialidad».
Desde
un idealismo filosófico incompatible con el racionalismo materialista, Platón
explicó a su manera lo que formó parte de su tiempo y de su espacio, de su historia y su geografía, muy reducidas frente a las nuestras, con todas
las limitaciones que esto entraña, y que la tradición posterior a Platón nos
sirvió en bandeja —cristiana primero, y secularizada después—, como una preceptiva que estaba prohibido tocar y cuestionar, de la Edad Media romana y apostólica al Romanticismo teísta y protestante, y de éste a nuestra contemporánea y no menos espiritualista posmodernidad.
El propio Aristóteles fue extremadamente cuidadoso en este punto con su
maestro. Aristóteles fue un discípulo que supo nadar y guardar la ropa. Si todo
discípulo es un intérprete sin originalidad ―que más que interpretar al maestro
simplemente lo sigue, lo cita o lo recita―, Aristóteles supo ser un discípulo
original, valga la abismal paradoja. Porque un discípulo original, a partir de
cierto punto, deja de ser un discípulo, y se convierte en otra cosa. Es decir,
deja de ser ―también― un condiscípulo.
Platón
impregnó de misticismo todas sus interpretaciones de la realidad, e hipotecó
definitivamente de este modo no sólo su propia filosofía, sino toda forma posible de interpretarla. Piénsese que para Platón hay
dos tipos de locura: una, que resulta de la enfermedad física, de la que no se
ocupa en absoluto; y otra, cuya causa es metafísica, y actúa por inspiración
divina o posesión demoníaca, al dotar a su poseso de potencias ―que no
facultades― proféticas, poéticas o irracionales. Es potencia, y no facultad,
porque, para Platón, nadie enloquece cuando quiere, sino cuando puede, por mediación
o intervención divinas o demonológicas. Aquí residiría la esencia, o la genialidad,
de la creación poética: el poetizar. Así es como el misticismo
filosófico de Platón eclipsa y disuelve el criterio naturalista de Hipócrates.
En cierto modo, podríamos decir que las ideas platónicas sobre la locura
perduran hasta hoy en la mente de ciertos pensadores, idealistas y adolescentes.
Para Platón, la experiencia mística ―que no la experiencia fisiológica― explica
el motor del comportamiento humano. Son los dioses quienes trastornan al ser
humano, y no los hechos materiales de la vida real. ¿Son éstas interpretaciones
que pueda asumir un filósofo materialista? Porque ésta y no otra es la teoría
de Platón sobre la poesía y los poetas, sobre el origen de la literatura y la
causa misma del hecho literario: una locura metafísica, que hace del poeta una criatura
«alada», «divina», «loca», «enajenada», «demente»... La poesía ―como prototipo
de lo literario― era para Platón resultado del «alma» irracional, insensata,
enferma, trastornada y alejada de todo racionalismo. Esto es una «teoría»
metafísica de la poesía y de la literatura que nada tiene que ver ni con la
poesía ni con la literatura, y que desde luego hay que explicar por
contraposición a la idea de locura que sostiene Hipócrates, como enfermedad diagnosticable
desde causas y consecuencias naturales, y por contraposición a la idea de literatura que exige la Crítica de la razón literaria, como sistema de materiales y formas que objetiva, a través de la ficción, una forma inédita de racionalismo. Pues toda literatura mide y objetiva el grado de racionalismo del que dispone la sociedad humana que la hace políticamente posible.
Hipócrates
es científico y materialista, frente a un Platón filosófico, idealista y
utópico. He aquí el discípulo de Sócrates y el «fundador» de una filosofía,
siempre metafísica, idealista y utópica, absolutamente incompatible con la realidad.
La filosofía de Platón es la de sus antepasados socráticos y presocráticos,
pero mejor contada: «Porque es una cosa leve, alada y sagrada el poeta,
y no está en condiciones de poetizar antes de que esté endiosado, demente, y no
habite ya más en él la inteligencia» (Platón, Ion, 534b). Y hasta aquí llega la inteligencia literaria de Platón. La filosofía platónica termina donde
comienza la literatura. No por casualidad desde Platón la literatura ha sido el
Talón de Aquiles de los filósofos. Cuando la literatura habla, la filosofía calla. Porque sólo la literatura puede silenciar a la filosofía.
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