IV, 2.42 - Miguel de Unamuno y Jean Richepin: en torno a la poligénesis de «La prière de l’athée»

 

Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices





Miguel de Unamuno y Jean Richepin: en torno a la poligénesis de «La prière de l’athée»


Referencia IV, 2.42

 

Diafrasismo, que consiste sencillamente en decir dos veces la misma cosa...

Claudio Guillén (1985: 112).

 


Crítica de la razón literaria, Jesús G. Maestro

En 1879 el escritor francés Jean Richepin (Médea, 1849-París, 1926) publica una colección de desafiantes y desgarradores poemas en que, bajo el título global de Les Blasphèmes, recoge algunas composiciones poéticas que, por el tratamiento y título de sus contenidos, nos inducen a examinar las posibles formas de relación transtextual (comparatismo, intertextualidad, poligénesis...) que permiten vincular tales poemas —pensamos en los agrupados por Richepin bajo el subtítulo de La prière de l’athée[1]— con la poesía religiosa y metafísica de Miguel de Unamuno (1864-1936), especialmente con los Salmos recogidos en Poesías (1907), y algunos de los sonetos del Rosario... (1911), entre los que se encuentra el titulado «La oración del ateo» (XXXIX), paratexto que Richepin también había asignado a otras de sus composiciones poéticas (Genette, 1989: 11-12).

No ha gozado, sin embargo, de especial prosperidad y reconocimiento la obra literaria de Richepin. Autor de más de una quincena de novelas y cuentos, seis poemarios y casi una veintena de dramas y melodramas de capa y espada, fue declarado exponente de la bohemia literaria decadentista que surge en París en el último cuarto del siglo XIX.

Acaso en 1897 alcanzó su mayor éxito con el estreno de Le chemineau, drama en verso de corte romántico que le ha permitido figurar en algunos manuales de literatura francesa. Por otra parte, dentro de su obra narrativa, sus relatos más memorables pueden ser La Glu, de 1881, y los Cantos de la Décadence romaine, así como en el terreno de la poesía sus obras más representativas son Les Blasphèmes y, particularmente, Les chansons des gueux, a causa del escándalo que suscitó su publicación en 1876.

No sólo por razones cronológicas, sino también biográficas e ideológicas, la historiografía literaria, desde el estudio de las configuraciones históricas de la literatura, permite situar a Richepin en la reacción decadentista que, en el París de 1880, se dibuja contra la solemnidad y frialdad de la escuela parnasiana. Desparramada por el Quartier Latin y Montmartre, esta nouvelle bohème se organiza en círculos tan efímeros como extravagantes (Hydropathes, Hirsutes, Chat Noir, Zutistes...) desde los que se practicaba una actividad literaria que, ciertamente, no fue capaz de diseñar con firmeza una renovación del lenguaje y las formas literarias de su tiempo: un humor siempre sujeto a melancolía y amargura, un desdén consciente hacia las tradiciones, una falta evidente de equilibrio entre vivencias de vaga languidez frente a otras de incomprensible brusquedad emocional y, en definitiva, una visible falta de seriedad en su quehacer literario, constituyen algunas de las características que, graciosamente, Beauclair y Vicaire parodiaron en Les Déliquescences d’Adoré Floupette (Badesco, 1971; Pouilliart, 1973; Pichois, 1979).

Pocos años después, en 1886, Jean Moréas consagró, a través de un manifiesto publicado en las páginas de Le Figaro, el nacimiento de una corriente que no tararía en denominarse simbolista. En ella se integrarían los representantes de l’esprit décadent, tales como Gustave Kahn, Stuart Merrill, Vielé-Griffin, René Ghil..., declarándose a la vez continuadores de la obra de Baudelaire, Verlaine y Rimbaud, a quienes ellos habrían descubierto.

En 1891, el mismo año en que Jean Moréas publica el manifiesto fundador de l’école romane, diversas publicaciones del periodista Jules Huret posibilitaron al gran público el conocimiento de las tendencias de este grupo literario (Jouanny, 1969). El simbolismo se configura así, esencialmente, como un neoidealismo aplicado a la literatura. «Ils considèrent —escribe Castex (1988: 755)— la poésie comme un instrument de connaissance métaphysique et s’attachent á traduire leurs découvertes par des symboles verbaux». En efecto, los simbolistas tratan de situarse en una realidad trascendida, en un mundo sensible que no debe ser sino el reflejo de un universo espiritual cuyos secretos desean revelar; la realidad, impalpable, se evoca formalmente a través de un lenguaje fluido y musical, que a las veces se sirve del verso libre para evitar las excesivas sujeciones de la rima o los habituales imperativos de la métrica regular (Lemaître, 1965; Michaud, 1947; Schmidt, 1947).

Tres célebres precursores de la corriente decadentista, todos coetáneos de Richepin, fueron Charles Cros (1842-1888), autor de monólogos y poemas humorísticos, impregnados con frecuencia de cierto acento patético y evocador de angustia y soledad (Le Coffret de santal, Le Bilboquet, Le Hareng sour, L’Heure froide...) (Forestier, 1970); Tristan Corbière (1845-1875), quien, mordaz y sarcástico, se mofa en sus obras de la elegía lamartiniana, del frenesí byroniano o de la inspiración y grandeza épica de Víctor Hugo, todo ello desde un humor y una ironía muy particulares (Au vieux Roscoff); y Germain Nouveau (1852-1920), tan influido siempre por Verlaine, y cuya obra, síntesis de fantasía, ternura y fervor, apenas se difunde hasta después de su muerte en el libro titulado Valentines.

Y es precisamente en medio de estas circunstancias, superadas ya las luchas que en torno a 1870 enfrentaron a las tradiciones románticas y la doctrina parnasiana las nuevas corrientes estéticas, en que, desde 1880, debemos situar la obra ideológica y literaria de Jean Richepin, contemporáneo de uno de los poetas más expresivos y emblemáticos del espíritu decadentista, Jules Laforgue (1860-1887) (Durry, 1952; Reboul, 1960).

Ha escrito Guillén (1985: 362) que «los elementos fundamentales de la historia literaria, es decir, las unidades extensas —períodos, corrientes, escuelas, movimientos— que permiten estructurarla, haciéndola inteligible, ordenando su devenir temporal, no suelen reducirse a ámbitos nacionales». Obviamente, éste el propósito fundamental del comparatismo y lo esencial de su compromiso en la investigación filológica: hacer inteligible la relación entre las literaturas nacionales más allá de sus fronteras políticas, históricas y geográficas.

Frente al posible análisis aislante de las literaturas nacionales, se ha dicho que «el mito del 98 no ha hecho sino enturbiar nuestro entendimiento del desarrollo estético e intelectual de finales y principios de la centuria; a los inventores de la generación debemos la perniciosa dicotomía 98-Modernismo; y la invención del 98 supuso, entre otros infortunios, la provinciana peninsularización de un fenómeno estético universal en el que España hubiera podido reivindicar cierto grado de protagonismo: Valle-Inclán habría destacado, si puesto de la mano de Barbey d’Aurevilly y D’Annunzio; Unamuno sería estrella con luz propia en la constelación europea del modernismo religioso y de la literatura existencialista; Machado hubiera encontrado distinguido lugar en el movimientos simbolista, primero, y, más tarde, podría haber hecho camino junto a Pessoa y su equipo de universales heterónimos; J. Ramón Jiménez estaría, con justicia, presidiendo el Olimpo de la poesía moderna occidental del brazo de Valéry, etc.» (Ramos Gascon, 1989: 206).

Ideas de este tipo han podido plantearse (Gullón, 1969), con éxito creciente desde la perspectiva comparatista, a propósito de corrientes o movimientos más o menos locales (Sturm und Drang, Biedermeier, el «futurismo» italiano, el «acmeísmo» ruso, el Noucentisme catalán, el «creacionismo» hispánico, «decadentismo», Elizabethan drama, Restoration comedy...) (Casalduero, 1972, 1973; Nemoinau, 1984; Peyre, 1948, 1952: 1-8).

Lo cierto es que en España, la llamada «Generación del 98», denominación a la que se ha reconocido un éxito absoluto, se caracteriza por un aspecto histórico muy particular, que condicionó muy decisivamente la génesis y evolución de la educación intelectual e ideológica de sus integrantes durante el proceso mismo de su formación «generacional». Se trata del inquietante desorden, o mejor, confusionismo ideológico, que desde 1880 comienza a conturbar la vida del intelectual español (Bécarud, 1977; Cansinos Assens, 1925; Díaz Plaja, 1978; Grangel, 1959; Jeschke, 1954; Laín Entralgo, 1956; Mainer, 1981; Molina, 1968; Salinas, 1985; Shaw, 1985: 71-108).

A las pretensiones liberales del angostado Romanticismo español sobrevino la respuesta de una ideología católica de signo tradicionalista, a la que sucedió la introducción en España del pensamiento de Krause (1781-1832), filosofía que adquirió en nuestro país una amplia proyección pedagógica, muy de segunda fila en Alemania, cuyo nacionalismo idealista y decimonónico necesitaba el apoyo y la protección de aquellas corrientes de pensamiento que —como la dialéctica hegeliana— fortalecieran las ideas referentes al espíritu absoluto y al Estado como voluntad universal.

Por entonces, 1860-1870, en España comienzan a proliferar grupos de intelectuales que, bajo los efectos de la leyenda negra antiespañola, comienzan a obsesionarse con la europeización —término muy controvertido desde el último cuarto del siglo XX—. Crecen para estos intelectuales, embriagados con el confusionismo ideológico y filosófico del siglo XIX, los obstáculos para identificar en Europa una visión racional del mundo desde la cual —según ellos— España pudiera orientarse: reconocimiento de los principios constitutivos de la sociedad y el individuo bajo el tamiz de la razón, reflexión sobre las implicaciones racionalistas del cristianismo, liberalismo religioso y político, máxima confianza en la educación de la persona y su evolución pedagógica como medio fundamental para la transformación de la vida nacional española..., son algunas de las características de este movimiento, de claras raíces pietistas y anglogermanas, que, a través de la fundación de la Institución Libre de Enseñanza (1876) trató de introducir en nuestro país una más que presunta e idealizada acción nacional planificada, en beneficio de una élite precursora del socialismo español, y cuidadosamente maquillada de liberalismo ideológico (Costa, 1964; Gil Cremades, 1975; Gómez Molleda, 1981; Jongh-Rossel, 1985; López Morillas, 1956; Macías Picavea, 1972). El krausismo peninsular fue uno de los grandes fetiches de las Historia de España.

Y no obstante el pensamiento krausista coexistió con la posterior llegada a España del positivismo de Comte y el pesimismo sistemático de Schopenhauer. A tales filosofías hay que añadir, a partir de 1890, las ideologías de Marx, Nietzsche (Sobejano, 1967), Kropotkin, Bergson, y algún que otro autor de influencia particular (el caso de Kierkegaard sobre Unamuno, por ejemplo), que actuaron, decisiva y desordenadamente, en el proceso formativo y embrionario de la ideología de los hombres del 98. Sin olvidar la narrativa de Dostoievski y su peculiar concepción del nihilismo.

Herederos de una denuncia romántica, cual era la consciencia del fracaso de los valores absolutos, los noventayochistas, ambiguamente desposeídos de la fe en lo que les rodea a causa de su escepticismo más o menos radical, buscaron para España una respuesta abstracta y filosófica a problemas más bien concretos y prácticos. Como sabemos, su contribución fue eminentemente ética y poética: tan sólo colaboran en el diseño de un escenario para la acción que, social o política, no impulsaron ni mucho menos hasta sus últimas consecuencias nacionales.

Si en esta circunstancia histórica podemos situar la génesis de la obra ideológica y literaria de Miguel de Unamuno (1880-1890...), del mismo modo que anteriormente lo hemos esbozado con Jean Richepin en Francia, resulta inevitable acudir una y otra vez a la investigación, explicación y ordenación de estructuras, tanto diacrónicas como supranacionales, entre las literaturas francesa y española de esta época (aún falta el libro que explique la situación del «noventayochismo» en la totalidad europea de su tiempo, y supere así esa falsa conciencia que brinda la ideología incompleta, porque connota precisamente la ignorancia de esa totalidad continental tan imprescindible a fines del XIX), fundamento del comparatismo, para justificar, como es nuestro propósito, un fenómeno de poligénesis en La prière de l’athée de Jean Richepin (1879) y La oración del ateo de Miguel de Unamuno (1897-1911). Claudio Guillén, en una de esas frases suyas que pueden significar cualquier cosa y, a la vez, también la contraria, afirma que «frente a la historia de la literatura, el vocabulario básico del que dispone el estudioso es muchísimo menos rico que frente a la crítica» (1985: 364).

El 2 de febrero de 1896, Ferdinand Brunetière pronunció en Besançon una conferencia que polémicamente tituló La Renaissance de l’idéalisme. Su contenido es muy revelador respecto al momento poético que media entre los siglos XIX y XX. Brunetière estima que ha terminado el período del positivismo, del que los enciclopedistas fueron profetas y Comte evangelista; otras figuras claves serían Leconte de Lisle en poesía, Taine en crítica literaria, Dumas en teatro, Coubert en pintura y Littré en filosofía.

En contrapartida, surge un neoidealismo y un postulado fundamental: la realidad que nos muestran los sentidos no lo es todo, pues la presencia escondida de Dios (Deus absconditus) —nociones básicas de las poéticas unamuniana y richepiana, y efectivamente subyacente en las poéticas del momento— gobierna subrepticiamente nuestro entorno, ¿No se encierra aquí una de las dimensiones definitorias de los —utilicemos un título de Brunetière (1890, 1894) symbolistes y décadents franceses, quienes, al igual que sus autores españoles contemporáneos, no han perdido de vista el magisterio de Baudelaire, en primer término, y de los prerrafaelistas ingleses y novelistas rusos, más secundariamente, así como las formas del misticismo germánico integradas en la línea de Wagner y Nietzsche? Aunque estas ideas de Brunetière no son en absoluto novedosas ni originales, él no lo sabe, y parece que sus oyentes y lectores de entonces tampoco. El idealismo es un lastre que la filosofía anglogermana impuso en Occidente desde finales del siglo XVIII, como consecuencia de la Ilustración y el Romanticismo, desde Kant esencialmente, y que permitió a los «hombres de letras», por su puesto de forma sólo ideal, reorganizarse ante los avances tecnológicos e industriales promovidos por los «hombres de ciencias». Esa corriente de desconfianza de las letras y la filosofía, monopolizadas por el idealismo romántico y posromántico, llega a través de Schopenhauer, Nietzsche y Freud hasta Heidegger, y por supuesto pervive en nuestra posmodernidad contemporánea de la mano de sofistas como Derrida, Foucault y tantos otros.

Brunetière es en su momento histórico el crítico riguroso que, opuesto al emblema de l’art pour l’art en favor de una literatura supeditada estrictamente a la moral, teoriza sobre la aparición de un nuevo movimiento que rechaza el naturalismo y el positivismo (no perdamos de vista la ideología de Brunetière (1948), contraria a estos movimientos, lo que le enfrentó célebremente con Paul Bourget y el químico Berthelot, denunciando la bancarrota de la ciencia ante la soberanía de la religión) para sustituirlo por otra tendencia, aún imprecisa, pero a todas luces saturada de idealismo.

Por su parte, Taine había hablado, en su De l’ideal dans l’art, del naturalismo como un movimiento que presentaba la realidad de forma indiscriminada, esto es, como algo válido en bloque, mientras que movimientos posteriores a los positivistas harán justamente lo contrario: la expresión de un proceso selectivo de la realidad, que quedará jerarquizada, bien hacia la moral, bien hacia la poética, se introduce como una de las características definitorias de los nuevos idealistas (Chevrillon, 1932; Leger, 1980; Leroy, 1933).

Del mismo modo, Remy de Gourmont, figura de reconocido relieve en el fin de siglo europeo junto con Ibsen y Carlyle, pese a su actual desconocimiento, insiste en que la realidad concebida sin modulación ni selección por el naturalismo puede seleccionarse y filtrarse, elevarse a categoría suprema y convertirse en símbolo (Delcor, 1909).

Todos estos datos nos inducen, en suma, a afirmar que le courant positiviste —y con ella la poésie parnassienne—, que en su día aglutina a una serie de escritores reaccionarios contra las tendencias subjetivistas e individualistas del movimiento romántico en nombre del arte o de la ciencia (el poema debe ser impasible, ha de consagrarse a lo más esencial de sus intereses: evocación plástica del mundo exterior, entrega a ideales puramente estéticos y orientación de la historia y de la crítica literaria hacia las ciencias, determinando así el nacimiento del movimiento parnasiano) se desplaza por le courant idéaliste.

Los escritores de esta última escuela censuran en los precedentes sus excesivas ambiciones y pretensiones ante la ideología científica, así como les reprochan la insuficiencia de conceptos como el de l’art pour l’art, ante el que el artista y sus capacidades todas son superiores e irreductibles.

Con acento violento en muchos casos, los idealistas protestan contra el espíritu materialista y positivista, intentan expresar lo misterioso mediante los procedimientos más atrevidos, sondean las profundidades de su propia conciencia y recurren, en suma, a la poesía con objeto de describir y confesar su drama interior. Y aquí subyace precisamente, en torno a Richepin y Unamuno, un proceso de concentración que, sin conducir a una cultura literaria única, logra expresar una ideología y un espíritu supranacional o Zeitgeist que no sólo plantea formas de existencia similares, sino algo que nos interesa más cercanamente, y es la posibilidad de concebir como totalidad sintetizable una etapa de la Historia literaria que encuentra en la Europa de fines del XIX su escenario filológico más compatible.

 

 

Miguel de Unamuno y Jean Richepin. El género. Los temas. La intertextualidad

Coinciden Miguel de Unamuno y Jean Richepin en acudir al discurso lírico como cauce de expresión para sus inquietudes metafísicas. Así, Richepin ofrece en el capítulo V de Les Blasphèmes una serie de seis poemas que unifica bajo el título global de La prière de l’athée. Transcribimos, para una más cómoda identificación, el primer verso de cada uno de estos poemas.

 

1. J’ai voulu m’envoler là-haut, au ciel immense...
2. J’ai fermé la porte au doute...
3. Eh bien! non. J’ai besoin de voir le fond des choses...
4. Et je saurai! Cette prunelle...
5. Qui donc es- tu? Voyons, parle enfin. Il est l’heure...
6. Ainsi dira ma voix grave...

 

El contenido de estos poemas es, como hemos de ver, extraordinariamente afín en sus principios o antecedentes —y sin embargo sustancialmente diferente en sus fines— a los poemas religiosos que recoge Miguel de Unamuno en sus primeras obras líricas, al menos hasta la aparición de El Cristo de Velázquez, en 1920. Víctor García de la Concha ha sugerido que esta obra significó, en la literatura española de principios de siglo, «la muy temprana orientación hacia una poesía intelectual y, en la línea de la modernidad literaria, específicamente metafísica» (1987: 6).

Cierto es que en el mismo Unamuno había precedentes claros de ello. Sin embargo, no es menos evidente que tras la experiencia poética de El Cristo de Velázquez (1920), obra de dilatadísima génesis —las primeras redacciones se sitúan en mayo de 1913— en que se propone la superación del discurso racional como instrumento para penetrar en la verdad profunda de las cosas, Unamuno escribe una poesía religiosa en que Dios se presenta como un interlocutario cuyas características dialógicas son observablemente diferentes a las que el mismo Unamuno le había asignado en los poemas anteriores a 1920. Los años de escritura y redacción definitiva de títulos y textos en el manuscrito de El Cristo de Velázquez representan para Miguel de Unamuno la consumación de un gran paso en sus intentos de expresar, a través del género lírico, sus relaciones —eminentemente dialógicas— con un Dios al que sitúa como interlocutario o destinatario inmanente de sus más íntimas inquietudes humanas y metafísicas.

Más allá de El Cristo de Velázquez, muestra de su crecida devoción idealista hacia la humanidad de Cristo, intermediario del Hombre ante Dios, Miguel de Unamuno diseña en sus poemas —y pienso en títulos como «Toca mis labios con tu fuego santo», soneto CII de De Fuerteventura a París, como en otros de esta misma obra, o en las rimas de Teresa, especialmente, así como en varias composiciones del Cancionero— una imagen de Dios más accesible al Hombre, más transparentada, más íntima, menos agresiva.

Los poemas unamunianos que sobre esta temática se hallan más próximos a La prière de l’athée de Richepin son sin duda los anteriores a El Cristo de Velázquez. En nuestro estudio del parentesco genérico de la obra de estos dos autores, pues hemos indicado que ambos acuden a la lírica como medio de expresión de sus inquietudes religiosas, serán inevitables las referencias a composiciones unamunianas de 1910 y 1911 (títulos del Rosario de sonetos líricos como «La Esfinge», «La oración del ateo», «Incredulidad y fe», «Mi Dios hereje», «Razón y fe», «Ateísmo», «La unión con Dios»...) y otros poemas de 1907 como el intitulado «El buitre de Prometeo», y los tres Salmos recogidos en Poesías.

Todos estos poemas se encuentran caracterizados precisamente porque la relación dialógica que, en la inmanencia textual, vinculado a su autor real, Miguel de Unamuno, con Dios, está mediatizada por un proceso, idealista y psicológico, de racionalización de la fe que, originado desde 1882 como consecuencia del confusionismo ideológico que articuló el pensamiento del primer Unamuno y su generación, provoca una conversión religiosa que sólo se consumará en 1897, tras su célebre crisis depresiva y espiritual[2].

Las consecuencias de esta crisis, testimoniadas en los autógrafos del Diario íntimo (1897-1902), resultan vivamente observables en las Poesías de 1907 y también en buena parte de los sonetos de 1911 (Alvar, 1975). La gestación de El Cristo de Velázquez, al amparo de la lectura ininterrumpida del Nuevo Testamento en su original griego, la influencia de Harnack, la devoción por la espiritualidad de san Bernardo y la lectura de Renan y su Vida de Cristo, entre otras experiencias parejas, representa sobre su pensamiento religioso una transformación más sustancial de lo que habitualmente se ha estimado. Desde 1920 Unamuno hablará de Dios sin el dolor intermediario que antes de esta fecha le brindaba la inmediatez de la crisis racionalista con que se clausura el siglo XIX. El lector tiene la impresión de que a Unamuno, como a otros escritores contemporáneos suyos, le gustaba torturarse con este tipo de lecturas y temas.

Desde el punto de vista del género literario, Unamuno y Richepin coinciden únicamente en acudir al discurso lírico como modelo conceptual para la expresión de sus inquietudes. Comprobemos, al hablar de la morfología, que, desde el punto de vista pragmático, estructural y formal, las diferencias son fácilmente objetivables. Unamuno utiliza el verso libre y el soneto, que es, más que una forma, una muy ordenada invitación a la brevedad como síntesis compleja y conceptual de muy tensos referentes dialécticos, mientras que Richepin emplea las cuartetas y el sexteto romántico, con los versos tercero y sexto de arte menor. De otro lado, las modalidades literarias de Richepin se aproximan a lo paródico y lo grotesco como formas de dirigirse a Dios, mientras que don Miguel conservará siempre su doloroso tono personal, humanizado por la angustia, que tratará de hacer injusticia a los ojos de Cristo.

Comparativamente, sí habría que examinar la cuestión de la universalidad o limitación relativas del discurso lírico como género literario, o sistema de géneros, utilizado por diferentes autores como modelo de literatura en el que se combina, con la expresión lírica, una carga importante de reflexión ideológica y religiosa. Pensemos en algunos de los poemas de León Felipe, o en las más tempranas composiciones de Federico García Lorca, en que, sin ambages, Dios es objeto de muy ásperas imprecaciones.

En las últimas décadas se ha reconocido el éxito, práctico y teórico, de unas investigaciones tematológicas que, no opuestas a las genológicas o morfológicas, sino vinculables a ellas, han contribuido sensiblemente al estudio de la estructura de la obra literaria (Beller, 1970). Por su parte, Guillén (1985: 254) ha hablado del tema como un «aliciente integrador» u «objeto de modificación» (es decir, ha hablado del tema como podría hablar de cualquier otra cosa, desde la sopa de ajo hasta la hipertensión ocular): procedente del mundo, la naturaleza y la cultura, el tema —parafraseamos a Guillén, sin intención irónica— es lo que el escritor modifica, modula y trastorna. Veremos, a continuación, la proximidad que, textual y estructuralmente, guardan entre sí buena parte de los temas recogidos por Miguel de Unamuno y Jean Richepin en los poemas que aquí estudiamos. Comparaciones comunes, el tema del carpe diem, recurrencias de objetos idénticos, alusiones a la soledad humana o al silencio de Dios, así como importantes coincidencias textuales, que iremos catalogando más adelante, constituyen los puntos tangenciales más decisivos en la tematología de estos autores.

En primer lugar, podemos señalar que la representación literaria de condiciones fundamentales del existir humano, tales como la soledad, la amargura o la desesperación ante la angustia de vivir sin un ideal vital consecuente y definitivo, es una constante definitoria en la poesía de Richepin y Unamuno. Basta recordar para comprobarlo la serie de los Sonnets amers del bohemio francés sobre «La tour de Babel», «Les vrais savants», «La soif de quoi?», «Impuissance», «Désir d’infini», «Vers le mystère» o «La mort impossible», del que citamos el siguiente cuarteto[3].

 

Car ces atomes joints dont on se composait
Se retrouvent ailleurs avec leur force entière.
Tout rentre en tout. Ton seins n’est pas un cimetière,
O Nature, mais bien un éternel creuset.

 

Del mismo modo, la representación literaria de escenarios o fenómenos naturales, frecuentemente connotadores de decepción y vulnerabilidad humanas, cuando no de muerte, es otra de las recurrencias comunes en los textos poéticos de Richepin y Unamuno. Así, por ejemplo, es relativamente frecuente en don Miguel la alusión, en apóstrofe y erotemas, al cielo, al universo o a las estrellas, con objeto de sugerir la desorientación y el peregrinaje vital en busca de garantías de inmortalidad.

 

Días de ayer que en procesión de olvido
lleváis a las estrellas mi tesoro,
¿no formaréis en el celeste coro
que ha de cantar sobre mi eterno nido?

 

Comparemos ahora este cuarteto del soneto «Mi cielo» de Miguel de Unamuno con el primer sexteto de La prière de l’athée de Richepin, quien mediante la recurrencia a fenómenos naturales semejantes trata de expresar el fracaso del Hombre por conocer cuanto está más allá de sí mismo. La trayectoria ascenso / caída (rechazo) queda expresada con gran transparencia.

 

J’ai voulu m’envoler là-haut, au ciel immense,
Pour comprendre le ciel, riant de ma démence,
                    M’a vomi sur le sol.
Les étoiles chantaient et m’ont dit de me taire;
Et je suis retombé lourdement sur la terre,
                    Enfoncé jusqu’au col.

 

Como vemos, se trata de recurrencias objetuales comunes a través de metagoges que remiten a contenidos sustancial —que no adjetivamente— diferentes. Veamos algunos ejemplos más. La misma imagen del fango, que Unamuno toma de Carlyle (The central mud volcano) para desarrollarla en su soneto «El volcán de fango» (XLVI del Rosario... : «Vuelve a irrumpir aquel volcán de cieno») está presente también en Richepin, si bien vinculado a una imagen de autodegradación humana que la poesía de Miguel de Unamuno rechaza enteramente:

 

Je voulais m’échapper de la fange: j’y rentre.
Et je me trainerai, s’il le faut, á plat ventre
                    Dans l’imbécilité.

 

Con mayor claridad queda patente el tema horaciano del carpe diem, si retomamos los versos (46-53) del «Salmo I» incluido en Poesías (1907), y los contrastamos con los siguientes de Richepin en La prière de l’athée (vv. 25-27):

 

«¡Coge el día!», nos dice
con mundano saber aquel romano
que buscó la virtud fuera de extremos,
medianía dorada
e ir viviendo... ¿qué vida?
«¡Coje el día!» y nos coje
ese día a nosotros,
y así esclavos del tiempo nos rendimos.

 

Y en Richepin:

 

Il dit que celui-là seulement est un sage
Qui sait prendre les biens de la vie au passage
                    Tels qu’ils lui sont donnés.


En su libro Comparative Literary Studies. An IntroductionPrawer (1973) habla de los personajes mitológicos, legendarios o literarios como una categoría temática objetivable desde conjuntos literarios supranacionales. En efecto, la obra de Richepin y, por supuesto, la de Unamuno no son ajenas al tema de los héroes. La rebelión (Trousson, 1965: 12-13), motivo predilecto del Romanticismo y del Sturm und Drang que se personifica en figuras como Prometeo, el Manfred de Byron, Caín, Satán o el Fausto goethiano —que para el Alfred de Musset de La confession d’un enfant du siècle condensaba la maldad y la desdicha de su centuria—, se introduce en la poesía de Richepin personificada en la figura del héroe. Prometeo representa en el autor francés el fracaso de la rebeldía, el hundimiento irrevocable de las pretensiones humanas, la negación de las posibilidades del Hombre ante el conocimiento de su gran aventura intelectual: la búsqueda constante por acceder a lo que está más allá de su escenario vital.

 

Je veux dormir, je veux manger et je veux boire.
Ne me racontez plus la merveilleuse histoire
                    De l’homme cherchant Dieu,
Des Titans assiégeant le ciel, de Prométhée
Plongeant dans les éclairs sa tête révoltée
                    Pour y volver le feu!

 

Para Miguel de Unamuno el tema de Prometeo requiere un tratamiento más dilatado («El buitre de Prometeo», en Poesías, y «A mi buitre», soneto LXXXVI del Rosario...), y no enmarca, como es el caso de Richepin, el fracaso del hombre que ve estimulado su rencor hacia Dios, frisando incluso la blasfemia. Unamuno insiste no tanto en la tragedia de Prometeo, cuanto en la condena de su buitre, perpetuamente obligado a devorar las entrañas del héroe abatido. Prometeo, símbolo de la más digna pretensión humana (eritis sicut dii), dialoga con su verdugo, mandatario de la «Idea Soberana», a quien le advierte —de nuevo se nos recuerda aquí el virgiliano etiam ruinae periere— sobre el fin de sus propias apetencias de tormento:

 

Y tú, verdugo, te has de hartar un día;
llegarás a las bascas y al hastío;
tupido hasta el gañote
a la modorra abatirás tu brío,
y alicaído, lacio,
te acostarás para dormir tu hartazgo;
colchón tendrás en mí sobre esta roca
en que a merced de tus furores yazgo.
Dormirás para siempre
aquí, mi buitre, en mí, sobre tu presa
y yo, tu pábulo hoy, seré tu huesa.

 

No perdamos de vista que la afinidad entre Richepin y Unamuno reside en las formas, pues sus contenidos divergen progresivamente a medida que intentamos comprenderlos. En Richepin se origina el «hereje» a partir del poeta; en Unamuno se convierte en injusticia la angustia vital a la que Dios somete al Hombre. Es la amplificación de Senancour: «L’homme est périssable. Il se peut; mais périssons en résistant, et si le né néant nous est réservé, ne faisant pas que ce soit une justice» (Obermann, Lettre XC).

Finalmente, el pesimismo, que alcanzó su cumbre verdadera durante el pasado siglo XIX (Schopenhauer, Kierkegaard, Edward von Hartmann, Unamuno, Antero de Quental...) funciona como un enlace temático más entre la poesía de Richepin y Unamuno. Como ha sugerido Ariès (1975) en sus escritos sobre la historia de la idea de la muerte en Occidente, las actitudes han evolucionado muy lentamente ante esta cuestión, pues se han mantenido invariables durante siglos, para luego desmoronarse, transformándose rápidamente. A fines del siglo XVIII, «comienzan a morir los otros»: de ahí el dramatismo romántico, las protestas ante la muerte solitaria, la acentuación del luto, el culto a las tumbas y cementerios, presente en el Bécquer de las Rimas y las Leyendas («Dios mío, qué solos estamos los muertos»), y retomado en el Unamuno de Teresa (Rima 12): «¡Dios mío, que solos estamos los vivos!...».

Se ha dicho que Kristeva es responsable de la acuñación del término intertextualidad, en varios de sus trabajos publicados a finales de la década de los años sesenta (Kristeva, 1966, 1969). En «Bajtín, le mot, le dialogue et le roman», Kristeva propone el término intertextualidad como análogo de intersubjetividad: «Tout texte se construit comme mosaïque de citations, tout texte est absorption et transformation d’un autre texte. A la place de la notion d’intersubjetivité s’installe celle d’intertextualité, et le langage poétique se lit, au moins, comme double» (Kristeva, 1967: 446).

En 1974, la misma Kristeva propone la sustitución de intertextualidad por transposición, con objeto de evitar el riesgo de posibles manipulaciones ideológicas y metodológicas. El concepto de intertextualidad es en esta autora el resultado de una reelaboración de ideas más en relación con lo social que con lo literario, que en algunos casos sobrepasa o acaso ignora las ambiciones de la poética y sus estudios, para adquirir un sentido transliterario, relacionable con el concepto de ideologema. Y aquí ya entramos en neologismos que conducen a vías muertas.

Cuando en 1968 Barthes evalúa algunas de las aportaciones de Kristeva sobre la intertextualidad, su mayor insistencia se cifra en aclarar que el concepto de intertexto nada tiene que ver con la vieja noción de fuente o influencia: «L’intertextualité, condition de tout texte, quel qu’il soit, ne se réduit évidemment pas à un problème, condition de sources ou d’influences; l’ intertexte est un champ général de formules anonymes, dont l’ origine est rarement repérable, de citations inconscientes ou automatiques, données sans guillemets» (Barthes, 1980, 1015c).

Por su parte, Guillén, siempre ocurrente, ha tratado de restar valor absoluto a las declaraciones de Kristeva y Barthes, del mismo modo que, al evaluar, de un lado, los criterios de Riffaterre (1979, 1979a, 1980, 1982) sobre la intertextualidad y la noción de indirección semántica (la obra no significa meramente lo que dice) como ley general del discurso literario, y de otro las ideas de Culler (1981: 202) sobre el mismo tema —quien a su vez reconsidera los pronunciamientos de Barthes, Kristeva, Jerny (1976: 257-281) y Bloom (1973)—, el autor de Entre lo uno y lo diverso advierte del riesgo que supondría restringir la idea de intertextualidad «a una concepción general del signo poético, a una teoría del texto, más que un método para la investigación de las relaciones existentes entre distintos poemas, ensayos o novelas» (Guillén, 1985: 313-314). El lector que se queda en ascuas. Acaso en éxtasis.

Desde publicaciones mucho más recientes, autores diversos han insistido efectivamente en reconocer que la noción de intertextualidad es un concepto moderno especialmente útil a la teoría literaria (Fernández Cardo, 1983, 1986), tanto por su fácil operatividad en las investigaciones de Literatura Comparada —examen de procesos y desarrollos diacrónicos supranacionales sobre fenómenos genéticamente independientes—, desplazando así la crítica de fuentes o influencias, que conceptualizaba el texto como un espacio inmóvil, cuanto por su eficacia como modelo teórico para describir, aislar, identificar o transformar los mecanismos de producción y encadenamiento propiamente textuales, así como las unidades retóricas o semánticas de uno o varios textos precedentes que un texto siguiente recupera o reelabora.

Genette, en 1982, con la publicación de Palimpsestos, revisa muy por extenso la noción de intertexto a propósito de los cinco tipos de relaciones transtextuales (intertexto, paratexto, hipertexto, architexto y metatexto), desde las que trata de estructurar y objetivar el conjunto de categorías generales y trascendentes del que depende cada texto singular. Genette interpreta la intertextualidad en un sentido muy restringido, que será el que nosotros compartiremos aquí: la relación de copresencia entre dos o más textos, es decir, eidética y frecuentemente, la presencia efectiva de un texto en otro (Genette, 1982/1989: 10). El plagio, la alusión y la cita (Compagnon, 1979) serían tres formas señeras de intertextualidad. Obsérvese, paralelamente, que Riffaterre (1982) define la intertextualidad de una manera mucho más amplia que Genette, al hacerla extensiva a todo lo que este último llama transtextualidad.

Por otro lado, Guillén, gran recopilador de citas, como la mayor parte de los comparatistas y teóricos de la literatura, está especialmente interesado en vincular la intertextualidad a su campo de investigación, al estimarla como uno de los medios más coherentes metodológicamente para el estudio de la Literatura Comparada. De este modo es posible evitar que la noción de intertexto pueda verse reducida a una concepción general del signo poético, a una teoría del texto. En esta misma línea se han pronunciado Greimas y Courtés (1982: 227-228) al vincular metodológicamente la intertextualidad, en los tres epígrafes que le dedican en su diccionario, al terreno de la Literatura Comparada y su estudio, como modelo de vivo interés que disipa las ambigüedades y equívocos de la noción de «influencia literaria», que superponía lo biográfico y lo textual (A. Alonso, 1954; Block, 1958; Guillen, 1989; Hassan, 1955; Hermeren, 1975; Weisstein, 1981).

Si tornamos a los textos poéticos de Miguel de Unamuno y Jean Richepin, siguiendo el modelo teórico que nos hemos propuesto, observamos que se verifica un diálogo intertextual entre ambos autores, cuya concertación y cumplimiento tiene lugar en la objetividad de su obra poética. Acudamos, pues, a los poemas, único escenario textual donde se concierta y objetiva la intertextualidad literaria que estudiamos.

Subyace en el «Salmo I» de Poesías buena parte de la temática que hemos considerado en relación a La prière de l’athée de Richepin. Detengámonos en algunos versos.

 

        Señor, Señor, ¿por qué consientes
que te nieguen ateos?
¿Por qué, Señor, no te nos muestras
sin velos, sin engaños?
¿Por qué, Señor, nos dejas en la duda,
duda de muerte?
¿Por qué te escondes?
¿Por qué encendiste en nuestro pecho el ansia
de conocerte,
el ansia de que existas,
para velarte así a nuestras miradas?
¿Dónde estás, mi Señor; acaso existes?

 

Unamuno despliega aquí un sinnúmero de erotemas o interrogaciones retóricas sobre la supuesta existencia de Dios y el porqué de su ocultamiento a los ojos del Hombre. Si comparamos estos versos con las siguientes estrofas de Richepin (1879: 107-108), comprobamos que forman parte de análogas inquietudes, puestas a disposición del mismo destinatario inmanente: el Dios que abandona al Hombre sin ofrecerle otra comunicación que su silencio.

 

Qui donc es-tu? Voyons, parle enfin. Il est l'heure.
Tu ne peux pas toujours te taire, sais-tu bien.
Depuis l'éternité qu'on t'appelle es qu'on pleure
                    Pour quoi ne dis-tu rien?
 
Pourquoi restes-tu là comme un bronze livide
Avec ta lèvre close au sourire moqueur,
O face impénétrable, o simulacre vide
                    Sans pensée et sans coeur?
 
Pour quoi ne dis-tu rien? Pour quoi sur ton front morne
Ne voit-on même pas un pli, spectre têtu?
Pourquoi cet air de souche et cet aspect de borne?
                    Vieille sourde, entends-tu?
 
Si tu ne parles pas, au moins tache d'entendre.
Laisse-moi, me montrant, si tu veux, ton mépris,
Croire que ton visage amer va se détendre
                    Et que tu m'as compris.
 
Pour transformer en foi le doute qui m'accable,
Tu n'as qu'à mettre un oui dans tes yeux épiés.
Tu n'as qu'un signe à faire, et ma haine implacable
                    Va mourir à tes pieds.

 

A esta última estrofa de Richepin, Unamuno parece añadir:

 

Una señal, Señor, una tan sólo,
una que acabe
con todos los ateos de la tierra;
una que dé sentido
a esta sombría vida que arrastramos.

 

Igualmente, las referencias a la miseria vital del Hombre frente a Dios, y su mutabilidad ante lo absoluto y su grandeza, se textualizan en ambos autores como recursos recíprocamente empleados:

 

L’aumône, par pitié! Ma misère est si grande!
Je ne suis pas méchant. Sois bon. Regarde-moi.
Mon pauvre coeur est plein d’amour et ne demande
                    Qu’à s’exhaler vers toi.
 
Aquí, Señor, me quedo,
sentado en el umbral como un mendigo
que aguarda una limosna:
aquí te aguardo.

 

Contrástese, paralelamente, la fuerza ilocutiva de los siguientes enunciados, depositarios de inquietudes cardinales sobre la identidad de Dios, que ambos poetas pretender desvelar. Compárense estos versos de Unamuno con los ya citados de la estrofa inicial del poema quinto de Richepin —Qui donc es-tu? Voyons, parle enfin. Il est l’heure—:

 

Dinos «¡yo soy!», Señor, que te lo oigamos,
sin velo de misterio,
sin enigma ninguno [...]
[...] yo te llamé, grité, lloré afligido,
te dí mil voces;
llamé y no abriste a mi agonía.

 

Si por intertextualidad podemos entender la utilización —consciente o no— que hace un poeta de un recurso previamente empleado, y que ha pasado a formar parte del repertorio de medios puestos a la disposición de sus escritores contemporáneos, sólo la relación causal de elementos copresentes en obras que son genéticamente independientes puede servir de explicación a los enunciados siguientes, cuya plena relación supone la percepción de sus relaciones mutuas, desde el momento en que tales enunciaciones se interrelacionan e interactúan de forma recíproca en sus declaraciones más fundamentales (Cioranescu, 1964; Jenny, 1976). Al menos, por tres hechos visibles.

 

1. Porque anhelan saber si existe algo más allá de sí mismo, y qué es ello:

 

Donc, après tout, es-tu? quand je sonde l’espace
Au fond de l’infini je crois t’apercevoir
 
¿qué hay más allá, Señor, de nuestra vida?
Si Tú, Señor, existes,
¡di por qué y para qué, di tu sentido!;
¡di por qué todo!

 

2. Porque estiman que la existencia de Dios necesita de la existencia del Hombre, y viceversa, a menos que una de las dos no tenga ningún sentido:

 

Et sans nous tu n’es pas
 
Tú, Señor, nos hiciste
para que a ti te hagamos,
¿o es que te hacemos
para que tú nos hagas?

 

3. Porque la desesperación o dolor moral parece superior al dolor físico, y serían capaces de renunciar a la vida a cambio del conocimiento o la visión de Dios (o al menos eso dicen, poéticamente):

 

Qu’il réponde, et qu’il me tue!
 
Quiero verte, Señor, y morir luego,
morir del todo;
pero verte, Señor, verte la cara,
saber que eres...

 

El intertexto denota indudablemente algo que aparece en la obra, que está en ella. Así, «La Esfinge» a la que habla Unamuno en el soneto XXXVII del Rosario...,

 

Te arrancaron, Esfinge de granito,
las alas, y tu cuerpo las arenas
cubrieron, y de entonces nos condenas
en la senda que lleva al infinito

 

tiene el mismo valor simbólico que asigna Richepin a esta figura, el enigma del destino humano:

 

Je porte dans le coeur une soif insensée
D’interroger le Sphinx pour savoir la pensée
Qui passe dans ses yeux sans fond

 

El intertexto no alude, pues, a un largo proceso genético, más próximo a la crítica de influencias, en que interesaba ante todo un tránsito y un desenvolvimiento, sino que se objetiva en la reciprocidad de las realidades textuales, en su copresencia plural y sintetizable, que relega a un segundo plano lo mismo el origen que el resultado (Angenot, 1983; Grivel, 1975; O’Donnell y Con Davis, 1989). Como ha escrito Guillén (1985: 313), «la idea de intertextualidad rinde homenaje a la sociabilidad de la escritura literaria, cuya individualidad se cifra hasta cierto punto en el cruce particular de escrituras previas». En efecto, la idea de intertextualidad y la idea de soneto, pentasílabo adónico o ideolecto. Como cuales quiera otras ideas literarias.

Acaso la coincidencia más evidente entre Richepin y Unamuno esté proporcionada por el paratexto que ambos autores han utilizado para definir dos de sus composiciones poéticas. Veamos el soneto XXXIX del Rosario de sonetos líricos (1911) de Miguel de Unamuno, titulado precisamente «La oración del ateo»:

 

        Oye mi ruego Tú, Dios que no existes,
y en tu nada recoge estas mis quejas,
Tú que a los pobres hombres nunca dejas
sin consuelo de engaño. No resistes
 
        a nuestro ruego y nuestro anhelo vistes.
Cuando tú de mi mente más te alejas,
más recuerdo las plácidas consejas,
con que mi alma endulzóme noches tristes.
 
        ¡Qué grande eres, mi Dios! Eres tan grande
que no eres sino Idea; es muy angosta
la realidad por mucho que se expande
 
        para abarcarte. Sufro yo a tu costa,
Dios no existente, pues si Tú existieras
existiría yo también de veras.

 

Este soneto, que por su fuerza conativa podría leerse como una epístola destinada a Dios, difiere sustancialmente en su contenido de las composiciones de Richepin. Para Miguel de Unamuno la existencia de Dios representa la posibilidad de una vida más humana. Y asegura una supuesta eternidad (metafísica, por supuesto). No cabe mayor idealismo. En el fondo del soneto subyace una expresión paradójica, cual es la del agnóstico que reza para crear a Dios con la sola palabra que lo postula más allá de su mera expresión dialógica, de su consistencia exclusivamente verbal, vocativa o poética: «Oye mi ruego Tú, Dios que no existes...»

En el caso de Richepin, quien evita frecuentemente la relación dialógica con Dios, esto es, elude la segunda persona para hablar de él desde la tercera gramatical, la expresión titular La prière de l’athée desplaza el sentido paradójico en favor de la negación y el rencor hacia Dios. Sabemos que Unamuno fundamentó y alimentó en la duda (agónica) el ritmo vital de toda su inquietud religiosa. No es este el caso de Richepin, quien escribe:

 

J’ai fermé la porte au doute
Bouché mon coeur et mes yeux
Je suis triste et n’y vois goutte
        Tout est pour le mieux

 

No adelantaré aquí acontecimientos que veremos al examinar la morfología y pragmática de ambos discursos líricos, pero sí facilitaré una idea que estimo decisiva en el estudio comparativo de estos autores. Pese a que, como recuerda Alvar (1961), Miguel de Unamuno y Jean Richepin llegaron a conocerse en París, posiblemente en 1925, puesto que así lo sugiere don Miguel en su escrito titulado «Mis santas compañas»[4] —«...y de los franceses, en París, Richepin, ya muy viejo, diciéndoseme turanio, gitano y vasco...»— podemos afirmar casi con seguridad absoluta que Unamuno no llegó a leer nunca Les Blasphèmes. En su referencia a Richepin no tiene en cuenta su obra literaria para nada, y, por otra parte, no nos constan en la obra de Unamuno otras alusiones más completas a este escritor francés (Unamuno Pérez, 1992).

En abril de 1992 tuve ocasión de revisar los catálogos y fondos bibliográficos de la Biblioteca de la Casa Museo Miguel de Unamuno, en Salamanca, y, en efecto, en la biblioteca de don Miguel no figuró obra alguna de Richepin. Creemos, por todo ello, que nos encontramos ante un caso de poligénesis[5], esto es, de manifestaciones independientes de un mismo fenómeno cuya génesis, distante en el espacio y el tiempo, se ha impregnado de alusiones y reminiscencias que llevan implícitas precisamente la anterioridad de lo vivido y la exterioridad de lo imaginado.

 

 

Morfología y pragmática de la lírica

Hemos tratado, hasta el momento, de justificar como genéticamente independientes las vinculaciones que, de carácter supranacional, permiten relacionar intertextualmente algunos de los poemas religiosos de Unamuno publicados en 1907 y 1911 con los versos de La prière de l’athée de Richepin (1879). Tras haber identificado en ambas obras literarias algunas de sus características temáticas y genológicas más representativas, así como sus relaciones históricas y supranacionales más pertinentes, estimamos que sólo una situación de poligénesis en la obra de ambos escritores podría plantearse como la interpretación acaso más coherente y eficaz del intertexto por ellos compartido.

Si, con carácter conclusivo, nos detenemos en algunas de las consideraciones morfológicas que dinamizan en ambas obras un mismo modelo de relaciones comunicativas inmanentes (emisor: Yo, Sujeto Poético  mensaje: inquietudes religiosas y preocupaciones metafísicas  receptor: Tú, Dios), observamos que muchas de las características hasta aquí enunciadas se reiteran nuevamente.

El estudio de los procesos comunicativos inmanentes al discurso lírico, es decir, el análisis semiológico de las situaciones o estructuras comunicativas internas al texto mismo, y la consiguiente objetivación e identificación de las diversas instancias locutivas intensionalizadas en el discurso lírico, permite conocer las características de la expresión dialógica subyacente en los textos que, de Miguel de Unamuno y Jean Richepin, estudiamos desde la perspectiva comparatista.

El dialogismo, como principio general de la comunicación sémica, requiere la existencia de dos sujetos (emisor-receptor) en relación interactiva (expresión - comunicación / interacción / interpretación - efecto feed-back), además del uso de un código con valor social. El diálogo, por su parte, exige a los sujetos interactivos la capacidad de alterar su actividad discursiva en la producción y descodificación de enunciados. No nos encontraremos con estructuras dialogadas, sino dialógicas, en los poemas que, de Richepin y Unamuno, estudiamos aquí desde el punto de vista de las situaciones comunicativas generadas en la interioridad misma del texto lírico, es decir, no nos ocuparemos de la pragmática del discurso lírico (autor real: Unamuno / Richepin  obra: Salmos, La oración del ateo... / La priére de l’athée  lectores reales: X), sino de la pragmática de los procesos comunicativos intensionalizados en el discurso lírico (emisor, mensaje y receptor inmanentes).

Casi toda la obra poética de Miguel de Unamuno, desde las composiciones más tempranas hasta las de sus últimos días, revela una proyección dialógica innegable que, en muchos casos, requiere explicaciones especialmente complejas (Maestro, 1994). En lo que se refiere a su poesía religiosa, la más fácilmente vinculable a Richepin hasta gestación de El Cristo de Velázquez (1913-1920), la situación es más sencilla, y podríamos reducirla muy esquemáticamente al siguiente esbozo.


1. Emisor: Un Yo o Sujeto Poético que se sitúa en la enunciación del discurso lírico como una voz que, ocasionalmente, puede textualizarse en el enunciado del poema, adquiriendo una identidad más o menos precisa a través de una relación de notas intensivas y referenciales que él mismo facilita (Krysinski, 1989).

2. Mensaje: Contenido del discurso lírico u objeto de su enunciado poético, expresado por un interlocutor inmanente al texto, al cual identificamos con el sujeto de la enunciación lírica, denotado por el Yo textual, y dirigido, en ocasiones, a un destinatario igualmente inmanente () cuya consistencia textual puede precisarse con la suficiencia o complejidad que desee el Sujeto Poético (Yo) de la enunciación lírica.

3. Receptor: Su presencia textual en el discurso lírico no es absolutamente necesaria. Cuando aparece, bien puede intervenir alternando su actividad de oyente con la de productor de enunciados (Mukarovski, 1977), en cuyo caso hablaremos de interlocutario inmanente (), bien puede limitarse a actuar como aquel destinatario interno de la enunciación poética que, situado en la misma posición lingüística que el emisor intratextual, condiciona, sin acceder al diálogo al que se le invita como Yo virtual y alternativo del sujeto de la enunciación, la actividad del emisor y su expresión en el discurso lírico. En este último caso, el receptor inmanente recibe el nombre de Sujeto Interior.


Como se desprende de cuanto acabamos de exponer, una teoría de la pragmática de la lírica (Maestro, 1994), todo enunciado que desde su inmanencia textual postule un se convierte en un discurso intratextualmente dialógico (Ibsch, 1989; Iser, 1976; Jauss, 1967). Examinemos a continuación la morfología o estructura textual del destinatario inmanente en los textos líricos de Unamuno y Richepin. Como sabemos, en ambos casos es Dios el recipendiario intradiscursivo del mensaje poético.

Trescientos cuatro versos constituyen el corpus poético que Richepin tituló La prière de l’athée y organizó en seis poemas que ofrecen entre sí ciertas diferencias formales. El primero de ellos —J’ai voulu m’envoler là-haut, au ciel immense— está constituido por once estrofas de versos tridecasílabos y heptasílabos que riman formando una disposición métrica semejante a la del sexteto romántico (AAbCCb). No hay en este poema estructura dialógica alguna, al no estar presente en su textualidad lírica ningún destinatario inmanente del mensaje poético. El Yo, o Sujeto Poético de la enunciación lírica, habla de sí mismo en términos más esenciales que existenciales, esto es, desposeído de sus circunstancias vitales más inmediatas, y sus notas intensivas acaso más destacables son las que remiten a la autodegradación de sí mismo, representativo de lo humano universal, como forma de protesta radical ante un Dios al que, como veremos, no duda en calificar de burlón, cobarde y mezquino.

 

Qu’on ne me parle plus de leur gloire superbe!
Je rumine. Je suis un boeuf vautré dans l’herbe.
J’ai ployé le genou. 
 
Dans la tranquillité banale je patauge.
Je suis un porc repu, le groin dans son auge.
J’ai cessé d’être fou.

 

La misma situación respecto a las propiedades dialógicas es la que presenta el segundo de los poemas, en cuyo primer verso se formula una declaración desde la que se rechaza toda apertura hacia la duda como esperanza y confianza en Dios: J’ai fermé la porte au doute . Siete cuartetas octosilábicas —salvo el verso cuarto de cada estrofa que es de seis sílabas y funciona como estribillo o epímone— organizan la materia textual del poema. La autodegradación de lo humano y el desdén hacia Dios, de quien hasta ahora sólo se habla en tercera persona —al contrario que Unamuno, quien utilizará siempre la segunda—, son las características principales que nuevamente se reiteran en el tercero de los poemas: Eh bien! non. J’ai besoin de voir le fond des choses.

Un impulso innato empuja al Hombre al conocimiento. Así, generaciones innumerables han adorado a Dios y de este modo han hecho de él una criatura viva: hindúes, egipcios, persas, bárbaros, griegos, judíos... Sin embargo, para Richepin, el desenlace de esta preocupación singular concluye en el vacío, en la invisibilidad u opacidad de este ser supremo. Se impone el nihilismo poético.

 

Ont regardé le monde ainsi que moi, le même,
Et tous ont vu dans vivre un Être suprême;
Moi je regarde et ne vois rien...

 

En el cuarto de los poemas que constituyen La prière de l’ athéeEt je ne saurai! Cette prunelle—, compuesto de doce estrofas tetraversales cuyos versos eneasílabos riman en serventesio (abab), asistimos a la introducción de la dualidad, de la estructura dialógica en el discurso lírico, muy tenue aún, pero que preludia el enfrentamiento dialógico que proyecta Richepin frente a Dios en el poema siguiente. El primer vocativo poético que denota a Dios como destinatario inmanente se encuentra en el verso cuarto de la estrofa sexta: «En disant: C’est moi, je te veux». Richepin reitera su propósito de buscar por todo el universo la causa de las causas, de besarle los labios hasta herirle, si se resistiera a su solicitud (Je baiserai si fort sa bouche / Qu’elle aura les lèvres en sang), de encontrar, en fin, lo que hasta entoncs nadie ha podido encontrar: a Dios mismo. El poema concluye con una pregunta, un erotema de tintes desgarradores, un imperativo epistémico nunca satisfecho debido a la ausencia formal de diálogo y de interlocutario patente: Et je crierai: «Qui donc es-tu?».

Tal interrogación constituye el eje principal sobre el que se realiza el leitmotiv del poema quinto —Qui donc es-tu? Voyons, parle enfin. Il est l’heure, el más importante desde el punto de vista dialógico, pues alberga en su morfología múltiples situaciones comunicativas, intensamente relacionadas con un destinatario inmanente al que se invoca con una constancia tan enérgica como defraudada.

El emisor de este discurso lírico, cuyo destinatario inmanente o Sujeto Interior es Dios, sitúa a este último en su misma posición lingüística, a la par que reconoce la posibilidad de cederle el uso de la palabra, dado que como receptor inmanente y reconocido del discurso, de ningún modo está privado de ella. A este tipo de estructura dialógica, subyacente también en el «Salmo I» de Miguel de Unamuno, así como en la mayor parte de su poesía religiosa, la denominamos dialogismo textualizado hacia el sujeto interior. En Richepin, como en Unamuno, toda la fuerza ilocutiva se concentra en la exigencia de una respuesta:

 

Tu ne peux pas toujours te taire, sais-tu bien.
Depuis l’éternité qu’on t’appelle et qu’on pleure,
Pourquoi ne dis-tu rien?

 

Y en Unamuno, los versos del «Salmo I»:

 

Decir «¡yo soy!» ¿quién puede a boca llena
sino Tú sólo?
¡Dinos «yo soy»!, Señor, que te lo oigamos,
sin velo de misterio,
¡sin enigma ninguno!
Razón del Universo, ¿dónde habitas?...

 

En el penúltimo de sus poemas, Richepin introduce, a través de la estructura dialógica, la doble intencionalidad, la suya propia y la que él mismo estima en Dios, como imagen del ser supremo. Y aquí es precisamente donde Dios comienza a ser denostado, donde la fuerza de Les Blasphèmes distancia radicalmente a Richepin, el ateo henchido de rencores que blasfema desde el nihilismo agnóstico, de Miguel de Unamuno, el creyente agónico, que no perderá nunca la esperanza de acceder a Dios desde la merecida inmortalidad ultraterrena.

La relación dialógica que Richepin establece con Dios en el discurso de sus composiciones líricas es la que representa el enfrentamiento de dos actitudes de las que sólo una prospera, la de Richepin frente a Dios, depositario de reproches constantes e imprecaciones viles: spectre têtu, vieille sourde, méprise, amère, Mystère orgueilleux, ton stupide sourire, mirage vain, ton orgueil, meurtrie...

 

Non, tu ne parles pas; car tu n’ as rien à dire.
Tu n’entends pas non plus.
De ma bouche à présent le blasphème s’élance
Et non plus l’oraison.

 

He aquí como concluye lo que hasta entonces había sido tan sólo un contraste estático de pareceres. El progresivo encuentro de dos personalidades, el Hombre y Dios, el agnóstico Richepin y su imagen de Dios en los términos que él mismo ha configurado, se hace posible merced, no al descubrimiento de la síntesis inteligente de un intercambio mantenido entre los dos —auténtico Dialektisches Gespräch (Bauer, 1969), más unamuniano, donde el intercambio experimental y dialéctico introduce una voluntad básica de entendimiento, una mención de opiniones cambiantes, y la posibilidad consciente de alcanzar una síntesis más amplia—, sino al manejo de conceptos debidos a una inteligencia que prefiere la blasfemia (reproche o maldición) a la oración (ruego estéril) para dirigirse y relacionarse con Dios. Acaso Richepin representa el desarrollo del rencor humano como forma última y casi única de relación con su particular imagen de Dios. Finalmente, ha de ser el lector quien, como recipendiario que es de la plena confrontación dialéctica comunicada por el texto, examine sus propias consecuencias.

Por nuestra parte, estimamos que el estudio de las relaciones pragmáticas, de corte inmanente, nos permite conocer y evaluar, con exhaustividad apreciable, tanto los intercambios verbales concretos entre dos o más sujetos hablantes en un discurso lírico (Aubailly, 1976; Fries, 1975; Gray, 1977; AA. V­V., 1976), como sus relaciones frente a otras comunicaciones dialógicas de dimensiones más amplias (Bajtín, 1979), que sólo así pueden convertirse en objeto real de estudio.

Creemos que desde la aplicación de un principio dialógico a los estudios de Literatura Comparada, como categoría morfológica que posibilita el estudio sistemático —y diacrónico— de conjuntos supranacionales, se ratifica, finalmente, el fenómeno de poligénesis que hemos apuntado con anterioridad como forma de interpretación más coherente de las relaciones e inflexiones transtextuales que vinculan los poemas de Miguel de Unamuno y Jean Richepin a una misma intertextualidad.


________________________

NOTAS

[1] Jean Richepin publica la segunda edición de Les Blasphèmes en París, Bibliothèque-Charpentier, en 1909. La primera edición es de 1879.

[2] Confróntense las posturas opuestas de Sánchez Barbudo (1959) y Zubizarreta (1959).

[3] Vid. Richepin (Les Blasphèmes, 1909: 51).

[4] Cfr. M. de Unamuno, Obras completas, ed. de M. García Blanco, Madrid, Escelicer, 1966-1971, t. VIII, pág. 1254.

[5] Sobre el concepto de poligénesis, vid. Ynduráin (1990), «Comparatismo, no; poligénesis», sesión plenaria de clausura del VIII Congreso de la Sociedad Española de Literatura General y Comparada, Madrid, noviembre de 1990. Y desde una perspectiva más actual, vid. Martínez Sariego (2004).






Información complementaria


⸙ Referencia bibliográfica de esta entrada

  • MAESTRO, Jesús G. (2017-2022), «Miguel de Unamuno y Jean Richepin: en torno a la poligénesis de «La prière de l’athée»», Crítica de la razón literaria: una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica. Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades del conocimiento racionalista de la literatura, Editorial Academia del Hispanismo (IV, 2.42), edición digital en <https://bit.ly/3BTO4GW> (01.12.2022).


⸙ Bibliografía completa de la Crítica de la razón literaria



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Definición de Literatura Comparada




Cómo se puede estudiar la Literatura Comparada




La Literatura Comparada
en el espacio poético o estético




Origen, historia y actualidad
de la Literatura Comparada




La Literatura Comparada
es una invención europea




La Literatura Comparada
es una construcción nacionalista




La Literatura Comparada es siempre puro etnocentrismo:
la interpretación de una literatura ajena desde una literatura propia




Crítica de las concepciones tradicionales
de la Literatura Comparada




La Literatura Comparada
como modelo de interpretación literaria
según la Crítica de la razón literaria



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Crítica de la razón literaria, Jesús G. Maestro