IV, 2.43 - El teatro de Gonzalo Torrente Ballester: de la experimentación a la desmitificación

 

Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices





El teatro de Gonzalo Torrente Ballester: de la experimentación a la desmitificación


Referencia IV, 2.43


Crítica de la razón literaria, Jesús G. Maestro

Las obras de teatro que Gonzalo Torrente Ballester publica en 1982 en la editorial Destino se habían compuesto, y sólo en cierto modo difundidas, entre los años 1938 y 1950[1]. Según sus propias palabras, «testimonian de mi paso por el teatro de aquel tiempo: breve, leve y apenas contaminado paso, pues ni mis comedias hallaron ocasión de estreno, ni los escenarios de entonces parecen haberlas necesitado, ni haberlas conocido, de alguna manera el público» (Torrente, 1982: I, 9).

La escritura y composición teatrales representan cronológicamente la primera incursión relevante de Torrente en el ámbito de la creación literaria, hasta el punto de que el propio autor consideró, a lo largo de toda su vida, que tales piezas teatrales constituían el testimonio más expresivo de lo que él mismo denominó «mi primera vocación, la de mis años más jóvenes, la más entusiasmada y esperanzada, probablemente, de las mías; la que se desvaneció en pocos años sin que el ejercicio posterior de la crítica teatral ―desde 1950 hasta 1962, ni más ni menos, en la brecha― le ofreciera suficiente compensación» (Torrente, 1982: I, 9).

Ante algunas de las declaraciones de Torrente sobre su propia obra teatral resulta inevitable el recuerdo de un dramaturgo como Cervantes, así como la lectura del «Prólogo al lector» (1615) con el que el escritor alcalaíno daba a la imprenta sus Ocho comedias y ocho entremeses nuevos, nunca representados, insistiendo ante el público en la frustración que supuso para él su fracaso como dramaturgo, sólo compensado en cierto modo por su éxito como novelista: «No hallé ―dice Cervantes a propósito de sus comedias― autor que me las pidiese, puesto que sabían que las tenía; y así, las arrinconé en un cofre y las consagré y condené al perpetuo silencio. En esta sazón me dijo un librero que él me las comprara si un autor de título no le hubiera dicho que de mi prosa se podía esperar mucho, pero que del verso, nada; y, si va a decir verdad, cierto que me dio pesadumbre el oírlo»[2].

No resultará exagerado afirmar que en las palabras de Torrente se advierte un tono semejante al del discurso cervantino, especialmente cuando insiste, respecto a su papel como dramaturgo, que «al frustrarse, me hubiera confinado en las aceitosas provincias del resentimiento, si el ejercicio posterior de la narrativa, aunque no excesivamente afortunado, sí lo suficientemente gratificante, no me hubiera mantenido libre y limpio de la pringue moral que los fracasos traen consigo» (Torrente, 1982: I, 9)[3]. Y acaso como el propio Cervantes, el escéptico y bienhumorado Torrente podría haber concluido su prólogo rubricando las palabras del autor del Quijote: «Torné a pasar los ojos por mis comedias […], y vi no ser tan malas […] que no mereciesen salir de las tinieblas […]. Aburríme y vendíselas al tal librero, que las ha puesto en la estampa como aquí te las ofrece […]. Querría que fuesen las mejores del mundo, o, a lo menos, razonables; tú lo verás, lector mío […], que no tienen necedades patentes y descubiertas […]. Y con esto, Dios te dé salud y a mí paciencia».

El teatro de Torrente Ballester no fue un teatro fracasado por su buena o mala calidad, que en sí misma nunca llegó a discutirse seriamente, sino por el silencio del público; más concretamente, por una falta de relación explícita con un público capaz. Como dramaturgo, Torrente se ve privado de la experiencia capital de todo autor dramático. Nos referimos a la posibilidad del estreno de sus comedias y a su experiencia directa con el público espectador, pues sólo mediante la representación social es posible la consumación y verificación del arte teatral como literatura y como espectáculo. Es, pues, el suyo, un teatro no representado, y como tal ha llegado hasta nosotros, a lo largo de varias décadas. He aquí la voz de Torrente, cuyo tono resulta tan paralelo, una vez más, al de Cervantes[4]:


Yo hubiera sido un buen dramaturgo (lo que escribí para el teatro y no se representó jamás no pasa de primeros ensayos, de tanteos y de esbozos). Hubiera llevado a la escena algo de fantasía, de imaginación, me hubiera apartado de la sociología, de la moral y, a ser posible, de esa comicidad chabacana que es el mayor de sus riesgos. No hubo suerte, o, mejor, no me sentí capaz de librar la batalla contra los hábitos y las dificultades que todos los que en el teatro triunfaron han padecido y conocen. Como dramaturgo, pues, soy un fracasado. Sin rencor, eso sí (Torrente, Curriculum..., 1981/1986: 26).

 

Pese a su falta de relación con determinados autores, empresarios y público representativos de los años en que Torrente compone sus obras dramáticas, hay en la dramaturgia de este autor una seguridad confirmada en el ejercicio teatral, así como una confianza y una certeza en el conocimiento de hechos teatrales fundamentales y concretos. El propio Torrente no regateaba palabras en 1982 para expresar este punto de vista, que la lectura ―imaginamos que también la representación― de su teatro puede confirmar: «La lectura de las piezas que hoy reedito muestran, a poco enterado que esté el lector, un conocimiento bastante amplio del arte teatral en sus concepciones más universales, y una entera ignorancia de lo que ese arte fue, y acaso es, en España: el cual, aquí por estos pagos, adquirió unos caracteres tales que resulta inapropiado hablar de arte cuando la palabra justa fue la de carpintería» (Torrente, 1982: I, 10).

En las páginas autobiográficas de Dafne y ensueños (1982), Torrente recuerda sus primeras experiencias como espectador teatral, de la mano de sus padres, en El Ferrol, con palabras que revelan ante todo interés juvenil y expectación lúdica: «No me cogía de nuevas el teatro, mis padres me llevaban con ellos al de la ciudad, posiblemente fuese yo el más interesado de los espectadores: cualquier comedia me apasionaba» (Torrente, Dafne y ensueños, 1982/1998: 130). Desde sus años más juveniles, Torrente parece contemplar el teatro desde una perspectiva completamente lúdica, que habría de mantener a lo largo de su vida en relación al arte verbal en general, al margen de toda moralidad o compromiso inmediatos: «Buena parte de mi vida se la llevó el teatro, y puedo asegurar que en el teatro fui feliz. Y lo fui, no por lo que el teatro me enseñase, sino por lo que me permitía ser […]. Vaya, pues, por delante que jamás el teatro me enseñó nada, ni una moral, ni una metafísica, ni me aconsejó una conducta política, ni me sacó de mis casillas y me agregó a multitudes vociferantes con voluntad de trastocarlo todo, y, de no ser posible, de echarlo todo a rodar […]. Lo que el teatro y, en general, el arte, nos propone, no es una ocasión de entender, sino de vivir. Ésta es la sustancia de la experiencia artística, y todo lo demás es adjetivo, y, a veces, filfa» (Torrente, Dafne y en sueños, 1982/1998: 298-299)[5].

Hemos aludido anteriormente a la escasa y equivocada atención que desde siempre había observado Torrente, con toda razón, ciertamente, en la labor de la crítica literaria hacia su obra. «Soy uno de los plumíferos españoles ―dice a este respecto en el prólogo a Princesa durmiente― acerca de quien menos se ha escrito, con la particularidad de que, dentro de esa escasez de comentarios, figuran sin que nadie lo remedie abundantes tonterías y un número bastante alto de inexactitudes y estupideces»[6]. Autores como Iglesias no han dudado en afirmar, respecto al teatro torrentino, que «no es el suyo, adelantémoslo sin demora, un teatro plenamente logrado», y han llegado incluso a hablar de «una serie de ensayos sin futuro» (Iglesias, 1986: 64)[7].

Personalmente considero que el teatro de Torrente Ballester merece una atención diferente de la que se le ha prestado hasta ahora, que ha sido, en líneas generales, una atención completamente tópica y superficial, subordinada con frecuencia a la idea, asumida incluso por el propio Torrente, sin duda por el peso de las circunstancias que le tocó vivir, de que su teatro carecía de todo interés para el público, y sólo desde un punto de vista circunstancial o muy particular sus comedias podrían merecer una lectura, mas en ningún caso una representación. Esta idea, tópicamente transmitida, permanece vigente en el momento de escribir estas líneas. 

Desde nuestro punto de vista, el teatro de Torrente es un teatro en ciernes, un teatro que no evolucionó poéticamente debido a unas consecuencias adversas en sus condiciones de recepción. A diferencia de otros géneros literarios, el teatro no se desarrolla sin la experiencia de la representación recurrente ante un público espectador, lo que confirma una vez más la doble naturaleza del teatro como discurso literario y como discurso espectacular. Considero, pues, que como el de Miguel de Cervantes, o el de Georg Büchner, por citar dos ejemplos indiscutibles, el teatro de Torrente es un teatro en ciernes, es decir, por seguir a Canavaggio acerca del autor del Quijote, «un théâtre à naître», cuyas cualidades literarias, acaso más que espectaculares, merecen un estudio mucho más amplio y detenido del que podemos ofrecer aquí. Remitimos a la monografía de Pablo García Blanco, titulada La placidez del pantano. El teatro de Gonzalo Torrente Ballester (2010).

Y es que el teatro del autor de La saga / fuga de J. B. se caracteriza inicialmente por una serie de aspectos ―a ellos nos referimos a continuación―, que con frecuencia conviene retener como ideas principales que adquieren un posible desarrollo en su obra literaria posterior. Hay que señalar, sin duda, una serie de circunstancias que han condicionado profundamente las limitaciones sufridas por Torrente en los años de su creación dramática. 

En primer lugar, no llega a alcanzar en ningún momento una relación explícita con el público de su tiempo, ni tampoco con empresarios del teatro, y aún menos recibe influencias de otros autores dramáticos contemporáneos. 

En segundo lugar, es el de Torrente un teatro que sólo se recita entre amigos, o se edita circunstancialmente, pero no se representa en ningún momento ante el gran público[8]. Se inicia aquí una tendencia muy característica de su trayectoria literaria, como ha sido el desarrollo de una creación novelística al margen de cualquier moda cultural o tendencia literaria oficial u oficiosa[9]

En tercer lugar, conviene insistir en que la composición dramática representó para Torrente el primer paso relevante en el ámbito de la creación literaria, y constituyó en cierto modo un modelo o referente desde el que se ha llevado a cabo formalmente la conversión literaria de algunas de sus obras más representativas[10]

En cuarto lugar, aunque se admite que Torrente no llega a convertirse en un dramaturgo «maduro», conviene hacer algunas advertencias en este terreno, pues no todo su teatro es resultado de una tópica inmadurez más o menos temprana y juvenil. No hay que olvidar que el ejercicio teatral de Torrente se limitó a una etapa de juventud, es cierto, pero se trata de una etapa que, con todo, no fue tan breve como pudiera parecer a simple vista, pues estamos hablando, por un lado, de un período comprendido ―por lo menos― entre los años 1938 y 1950, y por otro lado, de un género literario y espectacular que nuestro autor nunca olvidó conceptualmente en su creación narrativa, y aún menos en el desarrollo paralelo de su labor como crítico y ensayista[11]. Torrente no renunció jamás, a lo largo de su dilatada trayectoria como novelista, a su inquietud temprana por la dramaturgia y la concepción dramática de la acción (fábula), el sujeto (personaje) y el espacio (cronotopo) literarios: «Yo, que fui en tiempos dramaturgo ―escribe a la altura de 1981―, sé en qué consiste esa operación admirable de coger un pedazo de vida y transformarla en acción» (Torrente, Currículum..., 1981/1986: 24).

En quinto y último lugar, me parece muy conveniente insistir en el desarrollo de la idea anteriormente apuntada acerca del teatro de Torrente considerado como un teatro en ciernes, cuya poética dramática se encuentra determinada por una serie de concepciones que, desde el punto de vista de una creación literaria que no ha logrado alcanzar su desarrollo definitivo, sólo puede explicarse como una poética experimental. Consideramos, pues, que el teatro de Torrente debe interpretarse como un teatro en proceso de formación, hacia fórmulas literarias que acaban por desarrollarse en el formato de la narrativa, y en el que se encuentran germinalmente muchos aspectos de su poética literaria posterior. Hablaremos, en consecuencia, de un teatro en ciernes, basado en una poética experimental. Y llegados a este punto es necesario plantearse al menos dos interrogantes, a los que trataremos de dar respuesta en la medida de lo posible: uno, ¿en qué consiste formalmente la experimentación del teatro torrentino?, y dos, ¿qué fondo referencial pretende expresar Torrente con el uso teatral de tales formas experimentales? A la primera cuestión trataremos de responder desde la metodología de una poética de las formas; a la segunda, desde las posibilidades de una poética de la ficción.

Formalmente hablando el teatro de Torrente es un teatro experimental cuyas contribuciones más relevantes se limitan esencialmente a dos: 1) la construcción en el teatro de la figura del narrador[12], así como su aplicación al formato de la comedia o drama, en formulaciones afines a las de Cervantes, que el teatro épico brechtiano, entonces completamente desconocido en España (¿poligénesis?), imita de forma improductiva; y 2) una nueva concepción del personaje nihilista, cuya tradición en la literatura dramática y narrativa de Occidente está presente desde algunos de los textos canónicos medievales, como la mismísima Celestina (intertextualidad), y que en la dramaturgia de Torrente adquiere una nueva versión poética, desde la que se pretende mostrar la expresión de prototipos humanos muy actuales, dominados por la perversión y la demagogia.

En el fondo del teatro de Torrente domina a su vez un recurso de grandes posibilidades literarias: la desmitificación, proyectada con frecuencia sobre cualidades y virtudes atribuidas a prototipos humanos que en realidad sólo son perversos demagogos o diabólicos farsantes. Dos son, como veremos, los personajes prototípicos más recurrentes en su teatro: el líder de masas sociales, y el adalid de credos y comunidades religiosas. A ambos mueven intereses materiales muy particulares, pues ambos se sirven del grupo social y de la ideología, como creencia popular, para obtener beneficios exclusivamente individuales y particulares. La sociedad y sus miembros constituyen la principal materia prima de la que estos personajes obtienen sus mejores beneficios personales; basta fingir la defensa de los intereses de la colectividad, para beneficiarse de la prerrogativa que proporciona este papel de redentor social, y subsistir de este modo de forma tan plácida como cínica, gracias al trabajo y sufrimiento de las masas, sin los cuales no sería posible, naturalmente, ningún mensaje demagógico de beneficencia y salvación sociales. Se trata, en suma, de una desmitificación de la religión y de la política, en todos sus niveles y ámbitos de actividad, desmitificación que se lleva a cabo formalmente a través de ámbitos instrumentales muy diversos, como la historia, la sociología y la antropología, la misma mitología clásica, el simbolismo y la poética de lo imaginario, así como también desde las posibilidades que ofrece el psicoanálisis, el teatro del absurdo y la literatura de evasión.

 

 

De la dramaturgia experimental a la poética de la desmitificación

Como acabamos de indicar, consideramos que el de Torrente es un teatro en ciernes que, apoyándose en los procedimientos formales de una dramaturgia experimental, evoluciona hacia formulaciones literarias originales que se objetivan en una poética de la desmitificación.

Desde este punto de vista, las propiedades formales más relevantes de su experimentalismo teatral se manifiestan, por un lado, en el uso de procedimientos propios del teatro épico, ya presentes en Cervantes, y reinterpretadas por los desconocedores del teatro del autor del Quijote como si procedieran de Brecht, del que Torrente no había recibido entonces ningún tipo de influencia, por lo que podríamos hablar de poligénesis, como manifestación simultánea de dos o más fenómenos literarios que surgen sin que previamente se produzca entre ellos ningún tipo de relación; y por otro lado, de la (re)creación dramática de un prototipo de personaje muy característico de la literatura occidental, como es el personaje nihilista, personaje de naturaleza perversa y diabólica, cuyo desarrollo luzbelino y actancial supone la negación de todo orden moral trascendente, y que encuentra en la dramaturgia de Shakespeare uno de sus momentos literarios más expresivos. El teatro de Torrente recupera precisamente esta figura en el contexto de determinadas formas de conducta genuinas en la vida social del siglo XX.

Casi todas las obras del teatro de Torrente van precedidas de una especie de discurso introductorio, o paratexto que hace las veces de prólogo, en el que o bien se narra o refiere el contenido de la obra, o bien se introduce a los diferentes personajes y se detalla su papel funcional en la fábula. Así, por ejemplo, El viaje del joven Tobías se inicia con una loa que, compuesta por Luis Felipe Vivanco y Luis Rosales, viene a exponer sugerentemente lo que ha de ser el argumento de la obra. Del mismo modo, las secuencias iniciales de El casamiento engañoso título cervantino― se introducen por un personaje simbólico llamado el Argumentador, que se sitúa pragmáticamente entre el público espectador y los restantes personajes del «auto sacramental», alcanzando un distanciamiento no sólo verbal, sino también espacial y funcional. Lo mismo podemos decir de República Barataria ―título de nuevo con resonancia cervantina―, donde tres voces invisibles, con telón abierto, y fuertemente materializadas a través de una acústica muy artificial, ponen al espectador en antecedentes de las condiciones sociales en que se va a desarrollar la fábula del drama. En El retorno de Ulises, Torrente dispone la obra en dos actos, precedidos de un largo «Prólogo» en el que dialogan previamente los personajes principales.

No obstante, es quizá Lope de Aguirre el drama torrentino que ofrece con mayor intensidad rasgos propios de un teatro épico, no sólo porque muchas de sus escenas recuerdan a quienes no han leído el Quijote a las de Madre Coraje ―«que el público reciba la sensación efectiva de que se trata de una tropa en marcha»―, sino porque Torrente recupera la clásica figura del faraute, en boca del cual, y a telón corrido, pone la exposición de lo que ha de ser la obra, así como también un auténtico fragmento discursivo de poética dramática, sobre las relaciones entre la Historia como fuente de conocimiento y el teatro como arte de creación, que sin duda habría interesado enormemente al joven Georg Büchner, para quien el teatro era, en muchos aspectos, la superación de la vivencia histórica.

De este modo, Torrente confiere entidad plenamente teatral a los personajes que desempeñan en cada obra el papel de «Prólogo»: Loa, Argumentador, Faraute, Altavoz primero, segundo, etc. Se observa en el discurso de estos personajes una reflexión metateatral, en que la propia obra se interroga y reflexiona sobre sí misma, sobre la naturaleza, experimentación y experiencia del espectáculo teatral. Paralelamente, el «Prólogo» funciona como una especie de instrumento didáctico, de autorreferencia de la obra frente al auditorio, y de intersección del público en los procesos de recepción dramática. En el caso de Lope de Aguirre, la figura del faraute avala con su secular presencia las innovaciones dramáticas de naturaleza experimental. Mediante este procedimiento el dramaturgo pretende introducir al espectador en la obra, haciéndole participar en la ilusión dramática. El discurso del faraute ha de interpretarse en el seno de la tradición del personaje como prologuista, tradición que comienza con la obra de Torres Naharro y la figura del «pastorcillo», y cuyos referentes más inmediatos en la literatura dramática moderna pueden encontrarse en el «Prólogo» del Pastor Bobo de El público de García Lorca.

Entre las características de estas formas experimentales del teatro de Torrente puede hablarse de vanguardismo, de polifonía y de un nuevo concepto de comunicación teatral. Obras como Lope de Aguirre o República Barataria suponen en algún momento una subversión de los preceptos y las convenciones clásicas del teatro; los intentos de renovación y experimentación van incluso más allá de las pretensiones innovadoras de otras tendencias vanguardistas[13], pues introducen perspectivas hasta entonces silenciadas por las convenciones dramáticas tradicionales. Aunque el término polifonía, que Bajtín aplica a una determinada concepción de novela moderna, no se aplica jamás en el autor eslavo al teatro, al considerar que el diálogo dramático no introducía rupturas o multiplicidad de planos en el mundo representado, al menos en el teatro antiguo y clásico, sí podemos considerarlo aquí a propósito del teatro de Torrente. 

Nuestro autor, acaso no con mayor expresividad que la manifestada en otras obras de la vanguardia precedente[14], rompe la unidad monolítica del drama tradicional, especialmente al comienzo de las jornadas II y III de Lope de Aguirre, en que diferentes tipos humanos asumen simultáneamente la palabra para enjuiciar la figura del héroe protagonista: una Mujer, un Caballero, un Soldado, un Agricultor, un Fraile, uno Cualquiera, el Primero, el Segundo, etc. Se impone de este modo un nuevo concepto de comunicación teatral, en obras que implican al espectador en un proceso de reacción y desenmascaramiento social y dramático, es decir, moral y poético. Quizá sin pretender en absoluto una desconstrucción de los medios de expresión, Torrente trata de cuestionar los dogmas de un sistema teatral y social muy alejado de una visión auténtica y verosímil de la vida humana.

Aunque no cabe hablar en modo alguno de una influencia directa de Brecht —quien ha influido más en la mente de los críticos literarios que en la propia literatura— en el teatro de Torrente, es igualmente indudable que el modo dramático que determina la expresión de la acción en muchas de sus obras es el de un teatro épico de genealogía cervantina. Torrente advierte que, acaso mejor que en otros de sus dramas, en Lope de Aguirre «se trasluce cómo los medios habituales de construir comedias no me servían, y cómo me vi obligado a casi inventar lo que después llamaron el «procedimiento épico»: el cual, por cierto, ya estaba inventado, aunque por aquí lo ignorásemos» (Torrente, 1982: I, 20). Sólo Cervantes creó en su literatura algo equivalente.

Pese a que Torrente Ballester hace ocasionalmente uso en su teatro de procedimientos épicos, nunca llegó a reconocer, como sucede en Brecht, una ruptura absoluta entre el personaje y el espectador. Torrente, muy al contrario que el dramaturgo alemán, propugna siempre una empatía entre el público y la acción, al igual que Cervantes: «No se me oculta que a pesar de Bertolt Brecht, los lectores siguen haciendo suya la vida de los personajes y sintiendo lo que ellos sienten, por mucho que se les advierta que son sólo ficciones». En otro lugar de esta misma obra, algunas páginas más adelante, se muestra más contundente, al afirmar lo siguiente: «Me siento respetuosa y absolutamente antibrechtiano, y si esto implica una mentalidad o un corazón burgueses, me trae bastante sin cuidado» (Torrente, Dafne y ensueños, 1982/1998: 217 y 298).

Otro de los aspectos más relevantes de la dramaturgia de Torrente Ballester es el que se refiere a la creación y recreación del personaje nihilista, figura literaria con la que nuestro autor ha contribuido al desarrollo literario e intertextual de uno de los prototipos más recurrentes y decisivos de la historia literaria de Occidente. El personaje nihilista es ante todo el personaje que niega, desde su propia moral, toda moral ajena; es el personaje desarraigado y marginal que para triunfar rechaza el orden social preexistente, el sujeto que niega todo orden moral trascendente en el que la realidad humana que le toca habitar fundamenta la esencia de sus acciones. Los personajes nihilistas de la literatura occidental alcanzan en Shakespeare un punto de inflexión interesante en su evolución hacia la Edad Contemporánea, a partir del mundo católico, en pletórico desorden, que refiere la literatura de los Cuentos de Canterbury, con personajes como la comadre Bath y el bulero. La literatura cervantina no fue en absoluto ajena a este tipo de personajes maquiavélicos, y los manifiesta precisamente en el teatro, en figuras como el moro Nacor de El gallardo español, o el converso Salec de La gran sultana. La dramaturgia shakesperiana está poblada de estos personajes[15], desde el misántropo de Timón de Atenas hasta el bastardo Edmundo de El rey Lear. El propio Goethe contribuye a la codificación romántica de este prototipo en las palabras de presentación de Mefistófeles, así como en la construcción formal y funcional de este personaje: «Yo soy el espíritu que siempre niega, y con razón, pues todo cuanto tiene principio merece ser aniquilado, y por lo mismo, mejor fuera que nada viniese a la existencia»[16].

Tres son los principales personajes nihilistas del teatro de Torrente: el Asmodeo de El viaje del joven Tobías, el Leviathan de El casamiento engañoso, y el Lope de Aguirre que protagoniza la obra homónima. Los tres personajes representan la acción del sujeto que, negando con todo cinismo los valores morales en que se apoya, y de los que se sirve, desarrolla una acción que conduce a la destrucción de todo lo humano. Bajo el imperativo de que «nunca la vida puede más que la razón»[17], Asmodeo hará lo posible por destruir el amor entre Sara y Tobías, en irónica lucha contra Azarías, reflejo de cómo dos ángeles o agentes de los dioses disputan sobre las vidas y felicidad de los seres humanos[18]. En el mismo intertexto literario se sitúa la figura de Leviathan en El casamiento engañoso[19], cuyo fin no es otro que el de imponer al hombre un orden moral dominado absolutamente por la sumisión al poder trascendente de la técnica y la materia.


No tengas escrúpulos ―exige al Hombre Leviathan―, que no sirven para nada. Hacer una mujer es poco: no es más que el comienzo. Un mundo perfecto, de acero y cristal, con hombres como máquinas, sin flores y sin polvo, maravilla de mecánica, ésa es nuestra obra. Un mundo trazado a compás y regla de cálculo, con todo lo que tú sabes y todo lo que sé yo: un mundo prodigioso. ¿A qué conduce ocuparse de Dios? Manos a la obra. Ningún pensamiento es bueno si no surge de él cosa tangible y positiva (El casamiento engañoso, I, 168).

 

No obstante, es quizá en Lope de Aguirre donde el personaje protagonista alcanza mayor expresividad nihilista en el desarrollo funcional de la acción. En un personaje como Lope de Aguirre el poder negativo y destructor se amalgama y contrasta sucesivamente con atributos y cualidades propios del farsante y el demagogo social. Enfrentado contra toda forma de poder que surja o se manifieste contra el suyo propio, Lope de Aguirre no duda en adoptar cualquier tipo de conducta que se justifique moralmente por sí mismo, desde la hipocresía social hasta la crueldad inútil.


Mandar en nombre del Rey, ¿es acaso mando? Manda el Rey en nombre de Dios, como los frailes nos dicen cada día, y es autoridad que le llega de tercera mano, debilitada y sin fundamento. ¡Mandar porque te da la gana, en tu nombre y en el de Satanás, sin que nadie discuta poderes y ponga límites al albedrío, eso vale la pena! Ese mando lo tendré muy pronto. ¿No es para que me regocije de contento? (Lope de Aguirre, I, 236).

 

Es el personaje nihilista alguien que por su condición y naturaleza no puede ser ni sincero ni inocente. Con frecuencia en el teatro de Torrente adopta este personaje atributos y predicados propios del demagogo social, lo que permite establecer ciertas analogías entre la escena quinta del acto III de Lope de Aguirre, en que dialogan violentamente el protagonista y el fraile, y la acción principal de República Barataria, especialmente en su desarrollo a lo largo del acto III, en que se produce el enfrentamiento definitivo entre dos líderes de masas tan comunes como los prototipos que encarnan Petrowski y Liszt. No obstante, sin duda es Lope de Aguirre el personaje torrentino que mejor representa en el drama el prototipo de nihilismo y negación a que nos referimos: «Estoy levantado ―confirma casi al final― contra Dios y contra él soy rebelde! ¡Lo he borrado de mi corazón, y en la noche solemne lo niego!» (I, 249).

Hemos tratado hasta el momento de describir algunos de los procedimientos formales de la dramaturgia experimental de Torrente Ballester. Vamos a ocuparnos a continuación del fondo referencial que, a través de tal experimentalismo, subyace en la expresión formal del teatro torrentino. Nos referimos al proceso de desmitificación en el que parece desembocar el conjunto de procedimientos formales utilizados por Torrente en sus piezas dramáticas.

Con frecuencia, y también con razón, se nos ha reiterado la idea de que Torrente concibe el arte como un juego, y concretamente la literatura como un arte verbal en el que la dimensión lúdica ocupa un papel esencial. Semejante concepción, indudablemente cierta, que encuentra en las vanguardias del siglo XX un ámbito de influencia evidente, no agota en sí misma la concepción definitiva que del arte en general, y de la literatura de modo más particular, profesa Torrente Ballester. Nuestro autor considera que el arte es un juego, sí, mas no un juego fatuo, vacío de contenido; la literatura no es mero simulacro de vida humana real o imaginada; en las páginas literarias de Torrente hay mucho humor, mucha inteligencia, pero hay también mucha crítica, gran amargura por momentos, y una decepción casi constante y definitiva frente a diversas formas de conducta humana. La ironía desde el lenguaje, y la desmitificación de las grandes figuras, encarnadas en sujetos que resultan desenmascarados formal y funcionalmente, cumplimentan lo más genuino de su poética literaria y teatral.

En efecto, Torrente considera que el arte es esencialmente un puro juego, en el que, sin olvidar el contenido, la forma desempeña un papel capital[20]. He aquí su concepción fundamental del arte y de la literatura, tal como se expresa desde su obra creativa más temprana, y a lo largo de su producción ensayística, especialmente en sus páginas sobre El «Quijote» como juego[21]. Para Torrente la literatura no se agota en absoluto en sus valores meramente miméticos o referenciales[22]. Sin duda esta concepción lúdica del arte guarda una estrecha relación con su valoración más temprana del fenómeno literario, y su afinidad juvenil con las vanguardias, así como con el cultivo del humor y la ironía en la expresión literaria de obras que jamás se propusieron como objetivo la salvación social del mundo.

Acerca de la ficción literaria, Torrente insiste en que «una narración realista es tan irreal como la más fantástica conseja» (Torrente, 1982: I, 15). Nuestro dramaturgo subraya frecuentemente la importancia que tienen en la literatura los valores de la imaginación y las formas de lo que hoy llamarían poética de lo imaginario (como si hubiera alguna poética que no lo fuera...), y lo hace precisamente como modelo de expresión de recursos formales frente a la realidad más dura e inmediata[23]. Bajo el juego de las formas literarias subyace, pues, no una concepción superficial del arte por el arte, sino un denso fondo referencial de crítica, concretamente de desmitificación, sobre determinados valores, y de forma muy específica, sobre determinados prototipos humanos.

Cronológicamente, con anterioridad a su crisis personal de 1942, Torrente se inicia en la desmitificación tomando como referente el dominio de la técnica y el materialismo científico sobre la autenticidad de la vida humana. En este contexto escribe Torrente El casamiento engañoso (1939), que, tal como lo conocemos hoy, es el resultado de una transformación poética y formal llevada a cabo por el propio autor pocos años después de una primera versión, hoy perdida, del drama, cuyo original estaba más próximo a la vanguardia expresionista[24] que al artificioso «auto sacramental» en que quedó convertida[25].

No obstante, en lo referente a su producción dramática, los mejores logros que alcanza Torrente en la poética de la desmitificación se encuentran en tres obras principales de su dramaturgia: Lope de Aguirre (1941), República Barataria (1942) y El retorno de Ulises (1946). Respectivamente, en cada una de estas obras Torrente lleva a cabo la desmitificación formal y funcional de tres prototipos humanos fundamentales, dos de ellos ―los dos primeros―, muy recurrentes en la vida social del Hombre del siglo XX: 1) el prototipo del político, líder de masas, activista social, demagogo al cabo; 2) el prototipo del religioso, representante en la tierra de creencias y disciplinas metafísicas, adalid de comunidades confesionales y credos sociales; y 3) el prototipo del hombre canonizado por la mitología clásica, por las tradiciones históricas, o por las culturas antiguas o modernas, y del que determinadas tendencias o ideologías han podido servirse, en momentos más o menos decisivos, para afirmar e imponer a una sociedad un conjunto de valores y órdenes morales.

Aunque a nuestro modo de ver la poética de la desmitificación, que en la trayectoria literaria de Torrente Ballester tiene su origen en la creación dramática antes que en la narrativa, está vinculada al año de su primera crisis personal, es decir, a la fecha de 1942, en que redacta su República Barataria, en el año anterior, a lo largo de la composición de Lope de Aguirre, Torrente muestra indiscutiblemente algunos aspectos esenciales de esta poética. Lope de Aguirre (1941) representa ante todo la dramatización del mito en ciernes. Muestra esta obra, entre otros aspectos, la conjunción de tres realidades fundamentales: el interés por el personaje histórico[26], el tratamiento épico del mito en el teatro, y la encarnación humana del tema del poder.

Lope de Aguirre preludia la desmitificación de prototipos humanos presentes de nuevo en República Barataria, y recurrentes con posterioridad en otras obras narrativas de nuestro autor. Torrente desmitifica ahora las supuestas cualidades y virtudes de dos figuras humanas entregadas a la actividad política y a la vida religiosa. El honor, el heroísmo, la autenticidad de las palabras humanas, la fidelidad en las relaciones comunitarias y corporativas, etc., formuladas en nombre de la convivencia social y de la redención del espíritu, se desenmascaran irónicamente, dejando al descubierto un cinismo diabólico y una demagogia perversa por parte de los personajes que fingen encarnar tal altos ideales. A poco que se reflexione, se observará que la crítica de Torrente apunta hacia formas de conducta muy propias del siglo XX, y con frecuencia determinantes del modo esencial de ser de nuestra sociedad. Torrente no habla del pasado, sino que se refiere de forma explícita al mundo social que habitamos actualmente sus lectores.

Lope de Aguirre no es una mera burla o parodia del soldado fanfarrón, sino una crítica mucho más severa, que comprende desde los fundamentos de un orden moral y religioso hasta la desmitificación de cualesquiera honores o virtudes milicianas. Así lo confirman diferentes episodios, como el ilustrativo diálogo entre un soldado anónimo y el joven Almesto, cuya conducta final será más propia de un cobarde que de un héroe:


Soldado: ¿Qué de bueno hallarás entre nosotros, joven Pedro Arias, sino los siete pecados capitales? Disparados contra lo humano y lo divino, endemoniados y blasfemos, ni tenemos temor de Dios ni menos temor del Rey. Esas magníficas cualidades que nos suponías las dejamos en España al partir. Las Indias cambian a los hombres.

Almesto: Procuraré no cambiar.

Soldado: Mal lo pasarás entonces. Piensa en lo que te rodea, y acomódate, que es la mejor política. ¿De qué servirá ser noble y leal en esta tierra de demonios? Ser flexible y astuto es mucho más provechoso. Deja la moral y vive a la aventura, y entonces hallarás porvenir excelente en esta expedición disparatada […]. ¿No ves cómo anda la gente? Imítalos y acostúmbrate a no pensar en la gloria, y de paso retira del ejercicio tus buenas cualidades. De las otras habrás menester […].

Almesto: ¿No hay aquí plaza para un hombre honrado?

Soldado: En esta expedición, de ningún modo. Se preparan hechos en los que la honradez será un estorbo» (Lope de Aguirre, I, 230-231).

 

En paralelo, la figura del protagonista Lope de Aguirre se define funcionalmente a través de las diversas acciones de las que es sujeto a lo largo del drama, y formalmente a través de los diferentes atributos y predicados semánticos que se dicen sobre él en el transcurso de la acción, y que proceden fundamentalmente del faraute prologuista y del resto de los personajes, entre los cuales destaca la figura de Inés, compañera del traicionado capitán Pedro de Orsúa, por la expresividad en las palabras que utiliza para retratar la falsedad y la criminalidad que caracteriza a Lope de Aguirre: «¡Es el malvado mayor, el más protervo de todos los hombres! Su mirada revuelta disimula perfidias, su palabra patética esconde rencores; y esa sumisión afectuosa es máscara de su ambición» (Lope de Aguirre, I, 273). He aquí el retrato simbólico del hombre moderno, cuya afabilidad y solidaridad sólo enmascaran demagogia, ambición y criminalidad.

La voz del propio Lope de Aguirre pone al descubierto declaraciones que pocos seres humanos identificados con tales sentimientos se atreverían a confesar públicamente, pese a que sin embargo determinan con frecuencia muchas formas de ser de la sociedad del siglo XX. En su diálogo con el capellán de la tropa, poco antes de ordenar su ejecución a manos del verdugo Antón, Lope de Aguirre enuncia uno de los discursos más demoledores de cualquier credo religioso, denunciando abiertamente la falsedad de la conducta humana en la profesión o fingimiento de la fe.


Mira, fraile, mira: ¿para qué voy a engañarte? Yo no creo en Dios. Pero hay mucha gente que tampoco cree y no se atreve a confesarlo. Les llevo de ventaja la sinceridad. Si la gente creyera en Dios, la vida sería de otra manera. Ni mejor ni peor, sino simplemente distinta. Al que vive para la eternidad no se le importa del tiempo, y todos andamos preocupados por él. Leyes, casas, hazañas son negación de Dios, y lo es toda obra humana que no sea la piedad. Si eso de Dios fuera cierto y nosotros lo creyéramos, ¿a qué este afanarse por vivir y dejar en la tierra memoria de nuestro paso? Lo mejor sería buscar la muerte y reuniros pronto con Él. Pero vivir no es edificar la muerte, sino desafiarla (Lope de Aguirre, I, 321).

 

He aquí, resumido apenas en la última frase, uno de los ideales de vida del hombre del siglo XX. El resto del discurso de Aguirre no es sino la formulación verbal y el desarrollo social de un ideario de falacias e hipocresías: «Tengo que dar una batalla, y me da igual que sea en nombre de Dios que en el del diablo. Por eso te he llamado. Quiero que mis soldados asistan a esta farsa de mi arrepentimiento y me sigan como a un guerrero inspirado de la Divinidad. ¡Las cosas magníficas que les diré! Pondré por guía a Santiago y a san Miguel glorioso, si a estos santos militares tienen mayor simpatía».

Desde República Barataria Torrente lleva a cabo una auténtica desmitificación literaria del personaje mítico que se manifiesta en diferentes aspectos. Ésta es quizá una de las obras en las que, en el conjunto de la producción literaria de Torrente, se manifiesta por vez primera ―hablamos de 1942― su «crisis personal», que al menos hasta 1982 el propio Torrente identificaba con los años de escritura y publicación de relatos como Ifigenia (1950), o de piezas dramáticas como El retorno de Ulises (1946), en un período inmediatamente posterior a la II Guerra Mundial. El propio Torrente reconocía desde la década de los ochenta la conveniencia de retrotraer la fecha de su «primera crisis» a los años más intensos de la postguerra civil española[27]: 1940-1942. Con esta obra se inicia, pues, en la producción estética de Torrente, una literatura de «desmitificación». He aquí sus propias palabras.


La mitificación […] informó al menos cuatro de mis obras publicadas en la década de los cuarenta, cuando aquí nadie desmitificaba, aunque muchos vivieran de los mitos. Reclamo pues, para mí, la relativa primacía, la evidente anticipación en el uso de esa materia en nuestros ámbitos. De lo que haya sucedido fuera, y de su cronología, no estoy bien informado (Torrente, 1982: I, 25).

 

De nuevo dos prototipos humanos intensamente desmitificados, y muy característicos de la vida social del siglo XX, son los personajes protagonistas de República Barataria. Petrowski y Pablo Liszt representan respectivamente al líder social de las revueltas populares y al eclesiástico que se erige en representante y adalid de un credo o comunidad religiosa. Política y religión son, pues, los ámbitos y actividades objeto de la desmitificación de Torrente. El enfrentamiento entre los dos se hace patente a lo largo de la obra, y desemboca en un desenlace final en el que ambos quedan absolutamente desenmascarados, es decir, con otras palabras, desmitificados, al ponerse en evidencia que sus supuestas virtudes y cualidades sociales sólo obedecen al deseo personal de poder, ambición y dominio.

Desde el primer momento, Petrowski, el político, «hombre de cuarenta años, imponente de aspecto», se presenta como un revolucionario ególatra y farsante:


Petrowski: ¡Ah, no hacía falta otra cosa que publicar mi nombre! Pero eso no les convenía. ¿Quién será Petrowski?, se preguntarán todos; tú también lo hubieras preguntado, tú y todos los engañados. Y os enteraríais todos de quién soy yo; pero eso no puede ser. ¿No lo comprendes? Tú eres un revolucionario honrado y no me conoces. Hay muchos miles de soldados en tu caso...

Guardia I: Sí, todos...

Petrowski: ¿Lo ves? ¡Todos! Pues todos lo sabrían, y eso es lo que hay que evitar, porque también sabrían de esa gran mentira que es la revolución (República Barataria, II, 24).

 

En efecto, a lo largo de la obra Petrowski protagonizará diferentes discursos de charlatanería y demagogia social, en muchos de los cuales se ponen de manifiesto desafortunados imperativos muy propios de nuestra época, como el que le dirige a un soldado de la tropa al requerir su apoyo: «¡Te daré lo que quieras si me obedeces!». Y a continuación la demagógica promesa de bienestar social: «¡Pan para todo el que me siga!» (II, 81).


Petrowski: ¿Quieren seguirme, señoras y señores? Es necesaria la presencia de todos. Se trata de nuestro porvenir y de nuestra felicidad, y estas cosas a nadie pueden ser indiferentes (II, 46).

 

La misma tendencia a la desmitificación la encontramos en el personaje de Pablo Liszt, desde el mismo momento de su presentación, en el que el uso del lenguaje adquiere analogías con el teatro del absurdo de Ionesco, o con obras como Triciclo o Picnic del primer Arrabal:


Conde: ¿Viene dispuesto a quedarse? Se lo pregunto por el equipaje.

Liszt: ¿El equipaje? Traigo conmigo una pequeña Biblia.

Conde: Algunas otras cosas le harán falta, como un cepillo de dientes y un peine, si es que acostumbra a peinarse.

Liszt: No se me había ocurrido.

Conde: Por lo demás, aquí dentro todas las necesidades se simplifican, y en cuanto al ajuar, hemos comprobado que los muebles tienen por lo menos treinta aplicaciones más que las habituales, y no digamos los inmuebles. El suelo, por ejemplo, sirve para dormir (República Barataria, II, 49-50).

 

Uno de los momentos más intensos, en cuanto a la desmitificación de la actividad religiosa encarnada en Pablo Liszt, se produce en el momento de su propia presentación como religioso predicador de masas:


Liszt: No me dirijo nunca a los sabios ni a los virtuosos, y mi palabra, que es la de Dios, busca los corazones humildes, las mentes sencillas y las almas culpables. He tenido mis mayores éxitos ante un auditorio popular, porque mi iglesia está enclavada en un barrio modesto. Todos sus habitantes eran, a la vez, mis admiradores (República Barataria, II, 51).

 

La crítica de Torrente hacia estos prototipos sociales se intensifica, si cabe, aún más, en el diálogo final que mantienen ambos antagonistas, Petrowski y Liszt, cuando este último ansía ridículamente una muerte célebre y gloriosa en nombre de Dios, con el fin de inmortalizarse de este modo para la posteridad.


Liszt: ¡Morir de muerte oscura y anónima, mi cuerpo amontonado con los otros cuerpos! No es posible. Ante esa muerte el miedo me acomete y una protesta me grita en el fondo del alma. No puede ser. Soy un elegido de Dios. He sentido claramente la orden señalada por su mano, y la muerte ordenada es singular y relevante. Es una muerte con nombre propio […]. Yo escucho coros sobrenaturales que gritan mi nombre; pero también las voces de los hombres, admirados de mi muerte […]. Estoy predestinado a sufrir un gran martirio, y las generaciones tendrán veneración por mi heroísmo […].

Petrowski: Piden justicia, y hay que dársela. Piden venganza, y hay que dejársela cumplir. Pero, ¿por qué habéis de ser todos? Conozco muy bien al pueblo y sé que le basta con una víctima simbólica. ¿Se ofrece alguien a serlo? (Silencio). Entonces la elegiré yo. Y vosotros optaréis entre su muerte o la de todos. (Inicia un paso teatral. Silencio conmovido. Repliegue de los demás hacia la puerta). Es justo que tú seas, Pablo Liszt. (Rumor como un oleaje).

Liszt: (Como en éxtasis). ¡Por fin! ¡Es la mano de Dios que me señala para redimirlos! (República Barataria, II, 101-102).

 

El desenlace final de la obra confirmará el absurdo de tales pretensiones: ni Liszt es ajusticiado por la multitud, ni Petrowski conserva definitivamente su liderazgo sobre las masas.


Petrowski: ¡Yo he conducido a las masas, yo las he traído hasta su venganza, yo les he procurado el hombre en quien ejercitar su justicia!

Embajador: ¡No sea bobo, Petrowski. Sólo buscaban la concesión de un crédito extraordinario por parte de mi país, y el asalto nunca pasó de una amenaza. Les he prometido el dinero y todos se retiran cantando sus canciones. ¿No los oye usted? Escuche. (República Barataria, II, 104).

 

Torrente es consciente de que la palabra es la sustancia del mito, así como de las posibilidades de su desmitificación en el discurso literario. A propósito de El retorno de Ulises escribe: «Entendí entonces como mito, y lo sigo entendiendo, la proyección social de una figura humana entendida como lo que los demás creen de ella y reducida a caracteres fijos, a perfiles inamovibles, a palabras invariables y repetidas (generalmente adjetivos)» (Torrente, 1982: I, 23).

En efecto, El retorno de Ulises representa formalmente la desmitificación funcional del mito clásico, en sus posibles proyecciones sobre prototipos humanos de la modernidad. Al margen de la bienhumorada y paródica crítica que Torrente dedica al corifeo y a sus acompañantes, y que hace extensiva a los sacerdotes de Zeus[28], acerca del uso manipulado y subversivo de los mitos, sobre toda la obra pesa una idea fundamental, que es la falsificación del mito de Ulises por parte de cuantos deben el sentido de su existencia a la persona real de Ulises, de quien sin duda se sirven mejor como leyenda que como ser humano auténtico y efectivamente existente.

El Ulises torrentino que vuelve a Ítaca se somete a un implacable proceso de desmitificación por parte de sus seres más allegados y queridos, especialmente Penélope y Telémaco. Incluso el propio pastor Eumeo le aconseja adoptar una conducta propia de la farsa, antes que renunciar a la imagen que el propio pueblo se ha forjado de él como héroe troyano, imagen que ahora se le exige cumplir[29]. Y lo cierto es que la figura de Ulises se devalúa desde muchos puntos de vista, y sobre todo desde valoraciones próximas a la lógica moderna, como la puesta en boca de Anfidemonte: «No es tolerable que un ser humano disfrute de toda la gloria que los hombres puedan atribuir a un semejante, por el simple hecho de amar a mujeres, matar gigantes y haber estado en el infierno, que no existe» (II, 146). Su propia esposa, Penélope, se siente defraudada: «¿Por qué voy a ocultártelo? Estoy desilusionada. Esperaba encontrarte más vigoroso, más seguro de ti mismo. Para sentirme algo feliz he tenido que esforzar la imaginación y hacer presentes los mejores recuerdos antiguos» (II, 165). Sin embargo, será su hijo Telémaco quien destruya por completo toda imagen de su padre como mito construido a través de la tradición popular.


Telémaco: Helena me ayudó a descubrir que yo era algo más que el hijo de Ulises, y mi nombre no era susurro de hoja que mueve el viento. ¿Cómo se reía cuando le conté mis tribulaciones! «Tu padre, me respondió, no fue más que un hombre astuto. Es cierto que inventó lo del caballo de Troya, pero ese ardid hubiera avergonzado a cualquier guerrero digno». Y me explicó que todo lo demás sólo era pura invención, y que si Calipso, Circe o Nausicaa aseguraban que mi padre era un grande hombre, lo hacían para justificarse de habérsele entregado a la ligera y por compartir un poco de aquella gloria que ellas mismas habían inventado. Y si el gigante Polifemo y los Titanes proclamaban su heroísmo, era por no pasar por la vergüenza de que alguien tan pequeño como Ulises los hubiera derrotado. Por eso te aseguré que mi padre no existió jamás. En efecto: no existió ese que has pintado, sino un oscuro guerrero, bastante astuto, perdido hoy para siempre en cualquier rincón de los mares (El retorno de Ulises, II, 172-173).

 

Tras una declaración de este tipo, al auténtico Ulises apenas le queda otra alternativa que la de reconocerse ante su pueblo y su familia como «un impostor» (II, 188), y huir nuevamente de Ítaca. La falsedad del mito ha destruido, una vez más por boca del hijo, la autenticidad de la persona del padre.

 

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NOTAS

[1] Nos referimos a sus comedias, señaladas en la bibliografía final, El viaje del joven Tobías, El casamiento engañoso, Lope de Aguirre, República Barataria, El retorno de Ulises y Atardecer en Longwood.

[2] Cfr. M. de Cervantes, «Prólogo al lector», Ocho comedias y ocho entremeses nuevos, nunca representados [1615], en A. Rey Hazas y F. Sevilla Arrollo (1996), edición, introducción y notas las Obras completas de Miguel de Cervantes, Madrid, Alianza, vol. 13, págs. 13-14.

[3] En diferentes momentos de su vida Torrente Ballester ha insistido en comunicar una impresión muy negativa y muy escéptica de la difusión de la literatura en general, y especialmente de su propia obra en particular. En el mismo prólogo a la edición de los textos de sus comedias llega a afirmar lo siguiente: «Creo honradamente que serán bastantes los lectores españoles que pueden pasar perfectamente sin ellos, y que, pese a esta publicación, lo pasarán». Sin duda Torrente profesaba ideas muy pesimistas acerca de las posibilidades de difusión que el siglo XX brindaba a la auténtica literatura; desde su propia experiencia advertía frecuentemente que «son bastantes las inexactitudes que acerca de mi obra se han afirmado» (Torrente, 1982: I, 12).

[4] «Torné a pasar los ojos por mis comedias, y por algunos entremeses míos que con ellas estaban arrinconados, y vi no ser tan malas ni tan malos que no mereciesen salir de las tinieblas del ingenio de aquel autor a la luz de otros autores menos escrupulosos y más entendidos» (cfr. M. de Cervantes, «Prólogo al lector», Ocho comedias y ocho entremeses nuevos, nunca representados [1615], en A. Rey Hazas y F. Sevilla Arrollo (1996), edición, introducción y notas de las Obras completas de Miguel de Cervantes, Madrid, Alianza, vol. 13, págs. 13-14.

[5] En 1982 Torrente Ballester recordaba con las siguientes palabras sus experiencias más tempranas como espectador en el mundo del teatro: «El (teatro) de mi pueblo, construido hacia 1850, o acaso algo más tarde, era de los llamados de herradura, de cuatro pisos, con butacas tapizadas de terciopelo rojo, y decoración en marfil y oro, lámparas de muchos brazos, y una araña central, que recuerdo a veces enteramente encendidas, como una fiesta de luz, de elegancia y de lujo. Su techo estaba pintado con escenas que nunca alcancé a ver; en el telón de boca, obra de un buen artista cuyo nombre supe y olvidé, figuraba una escena de comedia del arte, y, debajo, los retratos de algunos dramaturgos españoles: Lope, Tirso, Calderón y Moratín, como en las salas madrileñas de La Comedia y del María Guerrero. Mis padres me llevaron al teatro desde muy joven..., y mientras esperábamos el comienzo de la representación, mis oídos escuchaban la orquesta y mis ojos se clavaban en Arlequín, en Pierrot, en Colombina, en el templete y en las frondas, porque todo ejercía sobre mí una atracción difícilmente explicable. La sala de aquel teatro fue uno de los pocos lugares donde fui enteramente feliz, donde sentí la plenitud de la vida. La música de la orquesta y la contemplación de aquellas pinturas me preparaban para la magia. Y, después de esto, no creo necesario insistir en el hecho de que mi comportamiento como espectador fue siempre el tradicional, y que si en ocasiones posteriores asistí a representaciones en teatro circulares, en teatro sin escenografía, incluso en lugares desiertos y en toda clase de espacios imaginables, reconozco y proclamo mi fidelidad a la fórmula italiana de las tres paredes y, la cuarta, ilusoria. Ahí puede meterse todo, ahí caben el cosmos real en su integridad y todos los mundos que puedan inventarse. Basta la palabra dicha por un buen actor, bastan unos cuantos garabatos en el aire, si no hay pared en que colgarlos; basta la misma ilusión del garabato. A mí, por lo menos, me han sido suficientes, y si admito que muchísima gente haya vivido el espectáculo teatral con la misma intensidad y el mismo deleite que yo, no creo que sean muchos los que hayan ido más allá en esas otras clases de espacios» (Torrente, Dafne y ensueños, 1982/1998: 299-300).

[6] Apud. Iglesias (1986: 61).

[7] No obstante, le dedica finalmente un párrafo cuya interpretación del teatro torrentino debe recogerse íntegramente: «Él había decidido prescindir de tres de los elementos decisivos del teatro, y de la literatura en general, dominantes desde hacía 150 años. Considerarlos puede arrojar aún una última luz sobre su trayectoria posterior. Torrente quería un teatro intenso, radicado en la imaginación, que exhibiera hondas pasiones o sentimientos humanos persistentes en el tiempo, y para ello desterró el costumbrismo, el sentimentalismo, el tipismo, el color local. Intentaba hacer un teatro de espíritus, de almas, de ideas, en el que el conflicto estuviera en el interior de los personajes. No podía tener éxito. Quiso crear una realidad propia en cada obra, en lugar de inspirarse en un referente externo, que es lo que suele entenderse generalmente por «realismo», y nadie le hizo caso. Ya antes había advertido alguien con lucidez: «Sólo ama realidades esta gente española». Y, en fin, prescindió de la concepción romántica de los «caracteres», con su psicología detallada, con sus tics verbales, y su robusta personalidad. Consecuencia, como ya sabemos: la ignorancia, el desdén, el vacío» (Iglesias, 1986: 66).

[8] «Intenté el estreno de Lope de Aguirre, y llegué a recibir promesas formales. Todo quedó en nada» (Torrente, 1982: I, 20). «Mi última experiencia fue la de El retorno de Ulises. Si no logré jamás estrenar una pieza tan sencilla, ¿qué podría esperarse de imaginaciones más complejas?» (Torrente, 1982: I, 11).

[9] «Nunca me inquietaron demasiado las modas […]. No seguí las modas, pero creo haber respondido al espíritu de mi tiempo» (Torrente, Currículum..., 1981/1986: 26-27).

[10] «Y algunas comedias, escritas ya y no publicadas, o sufrieron una transformación formal porque era posible (novela corta, cuento) o yacen olvidadas entre otros muchos olvidados papeles» (Torrente, 1982: I, 11).

[11] La trascendencia que concede Torrente a la concepción dramática de los hechos y espacios literarios se percibe en su obra a cada paso. En 1981, en su escrito autobiográfico titulado «Currículum en cierto modo», escribe a propósito del espacio y del teatro: «La arquitectura, sin embargo, es de las artes de bulto mi preferida, sobre todo la arquitectura de interiores, la creación de espacios, de formas cóncavas, de límites al aire» (Torrente, 1981/1986: 27). Sobre la importancia de nuestro como crítico teatral, véase la monografía de José Antonio Pérez Bowie (2006), así como su edición de los Escritos de teoría y crítica teatral de Gonzalo Torrente Ballester, publicada en 2009.

[12] Cfr., sobre el narrador en el teatro, véanse nuestras interpretaciones del teatro cervantino y la desmitificación del teatro épico de Brecht (IV, 2.18).

[13] En el contexto de la creación dramática vanguardista, no debemos soslayar la composición de El pavoroso caso del señor Cualquiera. Parece que ésta es la primera de las piezas dramáticas compuesta por Torrente Ballester. Aunque no se publica hasta 1942, no se reeditó ni tan siquiera en 1982, junto con sus seis comedias mayores; esta farsa, tal como la denominó su autor, parece haberse redactado sin duda antes de 1938. Según Iglesias (1986: 65), «su título inicial parece haber sido Comedia del Arte». En ella se observa con claridad una visible influencia de Pirandello, que se manifiesta de forma recurrente en las amalgamas entre realidad y ficción, el uso de procedimientos metateatrales característicos del dramaturgo italiano, y la presencia del Autor como un personaje más en la obra. En esta obra inicial, autores como Iglesias han observado la presencia de rasgos surrealistas próximos al teatro lorquiano, a los que habría que añadir una acción dramática de formas afines a la estética de un Valle-Inclán, e incluso aspectos próximos a una dramaturgia del absurdo, tal como un tiempo después habrá de manifestarse en el teatro de Francisco Nieva. (Cfr. El pavoroso caso del señor Cualquiera, en Siete ensayos y una farsa, Madrid, Ediciones Escorial, 1942).

[14] No hay que olvidar que en la época en que escribe Torrente sus piezas dramáticas, no corren ya en Europa los mejores tiempos de la vanguardia cultural. «Mi mente ―reconoce nuestro escritor a propósito de la década de los años treinta― trabajaba en el ambiente intelectual que se llamó «de vanguardia». Y a continuación, añade: «Publicado el Joven Tobías en los tiempos de Cruz y Raya y de Revista de Occidente, de otra manera hubiera sido recibido» (Torrente, 1982: I, 13). En efecto, como el propio dramaturgo reconoce, los años de la guerra y la postguerra civiles no eran los más adecuados para la expresión y recepción de obras dramáticas que aspiraban a cierta pureza en el desarrollo formal de sus contenidos.

[15] La tragedia absoluta encuentra en el denominado «personaje nihilista» su principal agente. Timón de Atenas, de Shakespeare, representa en este sentido una obra de referencia: la misantropía es tal que el cosmos todo se convierte en objeto de violento anatema, ni una sola acción queda sin ser dolorosamente castigada, cualquier impulso noble es objeto de burla y escarnio, todo acto constituyente de existencia humana ―nacimiento, continuidad de la especie, educación intelectual...― es interpretado como provocación absurda que conduce al dolor y la traición.

[16] Cfr. W. Goethe (1808), Fausto, Madrid, Cátedra, 1991, pág. 144. Trad. esp. de J. Roviralta.

[17] Las citas de las obras dramáticas de Torrente remiten a la edición de Barcelona, Destino, 1982, señalada en la bibliografía. En adelante indicaremos el título de la obra, el volumen y la página (El viaje...: I, 100).

[18] El viaje del joven Tobías escribió durante el invierno de 1936 a 1937, y se publicó en el número de la revista Escorial correspondiente al verano de 1938, en el mismo volumen en el que Pedro Laín Entralgo publicaría un ensayo sobre las tres primeras piezas teatrales de Torrente. Del paratexto o subtítulo de la obra ―«Milagro representable en siete coloquios»―, Torrente hablaría años más tarde de «evidente exageración», a propósito de la expresión milagro representable, si bien no ponía objeción alguna a la división en siete actos, a modo de coloquios. A propósito de El viaje del joven Tobías Torrente se ha referido con frecuencia al autodidactismo de sus primeros años, y alguna vez ha lamentado la falta de maestros que educaran en su mocedad más temprana sus gustos e inquietudes literarias. En este contexto, Torrente recuerda con cariño la figura de uno de estos profesores: «Conviene hacer justicia al padre Miguel, la única persona que tomó en serio mi vocación literaria, la única que me ayudó con libros y consejos […]. El fraile aquél me dijo cuando publiqué El viaje del joven Tobías y se lo llevé, dedicado; mejor dicho, cuando ya lo hubo leído, que quien había escrito aquello podría sin duda escribir otras cosas de más mérito (bueno, no sé si fueron exactamente éstas las palabras de su profecía, pero, fueran las que hayan sido, me reconfortaron mucho» (Torrente, 1981/1986: 24). Torrente define la esencia de El viaje del joven Tobías como «la utilización, con cierto tipo de intenciones estéticas, de un tema bíblico», reconoce haber introducido «ingredientes entonces actuales, como el psicoanálisis y su ristra de complejos», y advierte sobre la importancia que en esta obra adquiere «el uso de los recursos que desde entonces me han sido caros: la poesía y la ironía» (Torrente, 1982: I, 14). En una lectura autocrítica de El viaje del joven Tobías, el propio Torrente enumera «nada menos que los siguientes elementos, formales o temáticos, que se repiten en obras posteriores: construcción (o estructura) geométrica, anacronismo, lirismo, ironía, humor intelectual, antirrealismo, caracterización de las figuras por su situación y por su modo de pensar, concepción del amor...» (Torrente, 1982: I, 16). No obstante, las calidades de esta obra no han satisfecho a toda la crítica por igual: «No tengo por qué disimular ―escribe Iglesias (1986: 65) a propósito de El viaje del joven Tobías― que no me parece una obra lograda».

[19] Obra compuesta tras la publicación del libro de Spengler El hombre y la técnica (1935), de marcada tendencia positivista y cientifista. Torrente adopta en este drama una actitud de denuncia, ante las posibilidades del ser humano de ser subyugado por un imperioso desarrollo de las sociedades tecnocráticas.

[20] «Lo que consume mi tiempo y mi ingenio, lo que me sume en dudas, lo que me lleva al acierto o desacierto, es la composición, y no por falta de ocurrencias, sino quizá, por exceso, o por lo difícil que resulta (algunos, pocos, lo saben) averiguar la forma que cada material exige desde dentro de sí misma como una exigencia de vida» (Torrente, Currículum..., 1981/1986: 27).

[21] Cfr. Madrid, Guadarrama, 1975; reed. en Barcelona, Destino, 1984.

[22] «El diálogo, asimismo ―escribe a propósito de El viaje del joven Tobías―, escapaba a lo cotidiano, buscaba en sí mismo, y no en la socorrida mímesis, sus valores. La comedia es un artificio, aunque sin disimulo. Pero toda comedia, toda obra de arte, es un artificio, y muchas pretenden disimularlo, aspiran a engañar. Ni en mis momentos de mayor claudicación, de mayor entrega al realismo, abandoné del todo esta convicción, y ciertas prácticas que de ella se derivan, fáciles de rastrear en mi obra» (Torrente, 1982: I, 15).

[23] «Recuerdo con emoción, que me hace sonreír a mi propia flaqueza, las largas noches insomnes de aquel París de 1936 en que inventé y planeé El viaje del joven Tobías: había buscado en el trabajo defensa contra la angustia. Y metí en aquella obra cuanto llevaba dentro, igual que los opositores. Me alegro de haberlo hecho, porque hoy puedo decir que mi afición a la materia fantástica se la debo más a las mendigas milagreras de mi infancia que a lecturas posteriores al existencialismo. Si hubiera escrito y publicado ese librillo cuatro o cinco años antes, ciertos grandes de nuestra poesía no me hubieran desdeñado» (Torrente, Currículum..., 1981/1986: 26).

[24] Como el propio Torrente reconocería en Dafne y ensueños (1982), la influencia del expresionismo, especialmente a través de la cinematografía ―pensemos en películas como El gabinete del doctor Caligari (1919) de R. Wiene, Nosferatu (1922) de F. Murnau, y especialmente Metrópolis (1926), de F. Lang―, están en el fondo y en la forma de muchas imágenes dramáticas de El casamiento engañoso. He aquí las palabras con que Torrente, algunas décadas después, en 1982, recuerda la impronta cinematográfica de aquel movimiento: «Puedo poner el ejemplo del cine. En aquel curso [1927-1928 en la Universidad de Oviedo] se inició la gran expansión del expresionismo alemán, uno de los grandes avances del cine en su camino hasta constituirse en el arte original y autónomo. De lo que se esperaba de él, del cine mudo, hay suficiente constancia documental para que mi entusiasmo de neófito pueda apuntar algo. Yo estuve en el estreno de Metrópolis, en un teatro donde la gente rebasaba y doblaba el aforo normal. Quizá nunca en mi vida haya vuelto a participar como miembro anónimo en una colectividad tan anhelante, tan esperanzada, tan sensible. Aquella muchedumbre silenciosa daba justamente la medida de la información y de la comprensión a que se había llegada en una capital provinciana, tenida no muchos lustros antes como arcaica, como retrógrada. No deja de ser curioso, sin embargo, que Metrópolis fuese precisamente una advertencia más, otra voz agorera contra la excesiva confianza en la ciencia y en la técnica en cuanto garantes y creadores de la felicidad. Si bien se mira, Metrópolis era un filme reaccionario, ingenuamente maniqueísta, recargado de trascendencia inútil y bastante pesado. Sus audacias cinematográficas, los alardes de escenografía, de interpretación, los movimientos de masa y otros primores no compensaban la falta de agilidad narrativa. La proyección se prolongó más de lo acostumbrado. En su prosapia no estaba Shakespeare, sino los autos sacramentales. Pero incluso como poesía simbólica (de contenido moral) carecía de fuerza. Yo creo que en la historia del cine consta como una gran experiencia ambiciosa y frustrada […]. De este película ―añade Torrente en nota a pie de página a propósito de Metrópolis― me quedó en herencia la noción (y la imagen) de la «muñeca», que aparece en mi Casamiento engañoso, reaparece en Fragmentos de Apocalipsis, y quizá un día de éstos vuelva a asomar a mis páginas su jeta hermosa y ambigua» (Torrente, Dafne y ensueños, 1982/1998: 292-293).

[25] Inventé un drama de personajes abstractos y lo dejé dormir. Llegué, probablemente, a olvidarlo. Un intento oficial de restaurar el antiguo hábito de los autos sacramentales mediante un concurso me hizo recordarlo. Leído, vi que era fácil la adaptación, no sólo a su nuevo género (los personajes de los autos fueron siempre figuras abstractas), sino a las demás circunstancias de aquel año de 1939. Un comienzo, un final, y algunos embuchados hicieron de mi invención muestra moderna de un género imposible. Fuera de que me valió un premio de cinco mil pesetas y la envidia expresa de algunos de los concursantes, más meritorios, sin duda, que yo (sus nombres hoy, vuelan de polo a polo, ¿verdad?), no pasa de ser excepción en mi obra. Me hubiera gustado restituirlo a su forma primitiva, al drama más o menos expresionista que en un principio fue, pero he perdido los papeles. Y no creo que mi auto sacramental merezca más comentario. Salvo, eso sí, el de que la expresión, sin ser perfecta, mejora un poco la de El joven Tobías, del que ha perdido, sin embargo, el lirismo y el humor» (Torrente, 1982: I, 18).

[26] Durante los años 1939 y 1942, Torrente Ballester había impartido en la Universidad de Santiago clases sobre Historia de América. La figura de Lope de Aguirre fue en cierto modo recurrente en la obra temprana de Torrente. A partir de la lectura de Las inquietudes de Shanti Andía, de Pío Baroja, y de sus lecciones sobre la América hispana, Torrente observa en la figura de Lope de Aguirre cualidades que admiten un tratamiento literario. Así, en agosto de 1940 había aparecido en uno de los suplementos de la revista Vértice el relato titulado Lope de Aguirre, el peregrino, escrito entonces bajo la forma de una prosa deliberadamente arcaizante.

[27] «Siempre creí que la primera manifestación literaria de mi «crisis» personal se hallaba en la serie «desmitificadora» […], compuesta por Gerineldo, El golpe de Estado de Guadalupe Limón, El retorno de Ulises e Ifigenia. La relectura de República Barataria me suministra materiales que me obligan a retrotraer tales fechas al menos en un año. República Barataria es, o resulta ser, ante todo, una crítica del «estado de orden» gobernado dictatorialmente, ese que organizan los «hartos» y los «ricos» para defenderse de los «pobres» y de los «hambrientos». En 1941, semejante crítica constituía un delito» (Torrente, 1982: I, 21).

[28] «Contra la voluntad de los dioses ―exclama el sacerdote de Zeus― surge una peligrosa novedad que llaman democracia y también libertad popular. Consiste en que los pueblos, cansados de sus antiguos mitos los crean por su cuenta, convirtiéndolos en alcahuetes de su santa voluntad. Ítaca a deificado a Ulises, erigiéndole templos y estatuas, y hacia él se dirigen todas las devociones. Mis colegas los sacerdotes de Apolo y Hera pueden atestiguar cómo sus templos, igual que el mío, están vacíos, resecas las aras por falta de sacrificios» (El retorno de Ulises, II, 144).

[29] «Eumeo: Eres demasiado escrupuloso, Ulises, y no tan astuto como tu fama dice. Si te dejara, aparecerías ante el pueblo con una sencilla túnica, y el pueblo se sentiría defraudado. Tiene razón Penélope: te debes a la idea que todos tienen de ti. Ulises: ¡Pero si es una idea exagerada, o falsa, o...! Eumeo: No importa» (El retorno de Ulises, II, 175).






Información complementaria


⸙ Referencia bibliográfica de esta entrada

  • MAESTRO, Jesús G. (2017-2022), «El teatro de Gonzalo Torrente Ballester: de la experimentación a la desmitificación», Crítica de la razón literaria: una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica. Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades del conocimiento racionalista de la literatura, Editorial Academia del Hispanismo (IV, 2.43), edición digital en <https://bit.ly/3BTO4GW> (01.12.2022).


⸙ Bibliografía completa de la Crítica de la razón literaria



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La libertad en Lope de Aguirre, de Gonzalo Torrente Ballester




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Crítica de la razón literaria, Jesús G. Maestro