Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica
del conocimiento racionalista de la literatura
Síntesis crítica del teatro de Miguel de Cervantes
Hasta casi finales del siglo XX, el estudio del teatro de Cervantes
no gozó de una amplia atención por parte de la crítica. Aunque desde el punto
de vista canónico de la historia literaria de Occidente Cervantes ha destacado
tradicionalmente como novelista, a lo largo de la segunda mitad del siglo XX se
han desarrollado diferentes estudios sobre su teatro, que han puesto de
manifiesto la importancia extraordinaria de la dramaturgia cervantina en la
Edad Contemporánea. Desde el punto de vista del contenido, el teatro de
Cervantes se caracteriza porque sus obras recogen una imagen fiel y verdadera
de la España de los Austrias, revelando preocupaciones propias de su tiempo, más allá de la geografía española y también más allá de los siglos XVI y XVII. La literatura cervantina supuso la globalización española de una literatura universal.
Desde un punto de vista formal, su teatro expresa verosímilmente la complejidad
de la vida real, a través de una multiplicidad de técnicas, estilos y temas, en
que se recogen los motivos teatrales más frecuentes de su época: comedias
moriscas, de temas de cautivos; comedias de carácter aventurero y amatorio, de
enredo y aventuras; comedias religiosas, de tema hagiográfico; una tragedia, y
ocho entremeses.
Tradicionalmente,
la crítica ha distinguido dos etapas en el teatro de Cervantes: la primera, de
1580 a 1587, constituida por el período de composición de una serie de
comedias, de las que se conserva El trato
de Argel y algunas atribuciones, además de La Numancia; y la segunda, representada por la fecha de 1615, y que
correspondería a la composición de las ocho comedias y ocho entremeses, «nuevos»
y «nunca representados». Canavaggio (1977) ha señalado en sus trabajos tres
etapas en el teatro cervantino. A la primera etapa (1581-1587), anterior al
triunfo teatral de Lope de Vega, pertenecen obras como Los tratos de Argel (1583), la tragedia Numancia (¿1585?) y la obra atribuida titulada La Jerusalén. La segunda etapa (1587-1606) estaría representada por
una época de contratos esporádicos, con Rodrigo Osorio, según se desprende de
la existencia de tales documentos, y aquí se incluirían las más antiguas de las
ocho comedias, entre las que figurarían
La casa de los celos, El laberinto de amor y acaso El rufián dichoso. La tercera etapa
(1606-1610) comprende el período de regreso definitivo a Madrid, durante el
cual escribe la mayor parte de las Ocho
comedias, editadas en 1615.
El teatro
de Miguel de Cervantes constituye un eslabón decisivo, desde el punto de vista
de la evolución de la dramaturgia occidental, en sus formas trágicas y en sus
formas cómicas, hacia una concepción moderna y contemporánea tanto del
personaje teatral (sujeto) como de la acción dramática (fábula) que desarrolla.
Cervantes, movido acaso por la falsa convicción personal de estar más próximo a
Aristóteles que el propio Lope de Vega —creencia que ha perdurado todavía en
algunos lectores de la segunda mitad del siglo XX—, construye una obra
literaria que está mucho más cerca, en sus planteamientos poéticos y
axiológicos, de cualquier tendencia de la poética moderna que de toda la teoría
literaria de la Antigüedad clásica, de la que se sirve con intensidad,
precisamente porque la supera en capítulos decisivos de la formación de la
literatura y de la teoría literaria modernas, como los relacionados con el
tratamiento del decoro y la polifonía, de la presencia formal y funcional del
sujeto en la fábula, del orden moral trascendente desde el que el protagonista
justifica sus formas de conducta, de la experiencia subjetiva del personaje, o
de la construcción de figuras literarias que superan todos los arquetipos
posibles de su tiempo.
La
tragedia Numancia
Tal como ha sido configurado a lo largo de la tradición occidental, el concepto de tragedia está determinado desde Aristóteles (Poética, 1449 b 24-28) por características muy concretas, sobre las que han podido influir diferentes realizaciones literarias. La Numancia cervantina introduce importantes transformaciones en la concepción tradicional de la tragedia, plenamente vigente en los años en que escribe Cervantes.
Hay que indicar ante todo que una tragedia es una desgracia o catástrofe de antecedentes imprevisibles y de consecuencias irreversibles.
En primer lugar, la experiencia trágica es, en su sentido genuino y helénico, la experiencia de un sufrimiento.
En segundo lugar, es de advertir que en todo hecho trágico subyace, con mayor o menor intensidad, una inferencia metafísica, una implicación en una realidad trascendente a lo humano, y que lo meramente humano no puede explicar ni interpretar de forma absoluta o definitiva. En cierto modo, la tragedia no tiene sentido si no existe una amenaza posible después de la muerte.
En tercer lugar, para que un hecho cualquiera pueda alcanzar en nuestra conciencia la expresión de hecho trágico es absolutamente imprescindible una acción voluntaria por parte del ser humano. El Hombre ha de actuar, en principio, libre y voluntariamente, y con su acción ha de provocar un conflicto que, merced a la causalidad de los hechos, desemboca en la destrucción de la existencia. Una destrucción irreversible. No hay restauración posible tras un hecho trágico. La voluntariedad de los hechos desencadenantes de la tragedia implica una falta de visión de las consecuencias. No se prevé la desgracia irreversible.
En cuarto lugar, hallamos que en toda acción trágica subyace una cita con el conocimiento y sus límites. La verdad es más intensa que el mero conocimiento: la verdad que justifica la tragedia es superior e irreductible al conocimiento humano, lo trasciende y lo supera, haciendo inexplicable, por imprevisible, la causalidad de los hechos.
En quinto lugar, podría señalarse que toda experiencia trágica tiene su origen más primitivo en alguna forma de protesta y rebeldía. La tragedia es expresión de un sacrificio humano, que se esgrime como protesta ante condiciones extremas de opresión que ahogan o limitan la vida de los hombres. Toda tragedia contiene un intento frustrado por ampliar los límites de la libertad humana.
En sexto lugar, conviene considerar uno de los atributos esenciales del sufrimiento que la realidad trascendente impone al protagonista del hecho trágico: el castigo. Los acontecimientos trágicos se suceden de forma inexorable, y ante la incapacidad humana para explicar y justificar su causalidad, se perciben como absurdos. Insistimos: las consecuencias de la desgracia trágica son irreversibles. No hay recompensa, ni resurrección, ni premio, ni un Dios esperando esa tarde en el Paraíso.
En séptimo
lugar, finalmente, no podemos olvidarnos del lenguaje. Todo cuanto sucede en la tragedia literaria o poética sucede dentro del
lenguaje. Pero fuera del terreno del arte y la literatura, la tragedia es devastación sin palabras. La acción trágica se objetiva poéticamente en las palabras. Pero fuera del teatro, la literatura y el arte, la catástrofe trágica no adquiere ningún valor estético ni poético. En el arte, la
acción total se da dentro del lenguaje, y todo salvo el lenguaje del ser humano
es en la tragedia economía de medios. No conviene confundir realidad y ficción. El verso fue prácticamente hasta la Edad
Contemporánea el discurso de la tragedia, y a él se atiene Cervantes; el uso de
la prosa es relativamente reciente, y en cierto modo está asociado a las formas
que conducen a su decadencia. En buena medida la prosa representa para la tragedia
una forma abierta; el verso, su forma clásica. Sobre la disposición de
tales formas La Numancia cervantina
transformará funcionalmente la percepción estética de la experiencia trágica,
desde el punto de vista de la acción de los personajes (fábula), el decoro de sus formas de habla y de conducta (lexis), y la sustitución de la
Metafísica por la Historia, como medios de expresión del destino trágico (ananké).
Frente a las ideas aristotélicas sobre la tragedia, Cervantes se distancia sensiblemente en La Numancia de una ordenación teleológica de los hechos orientada hacia una finalidad catártica, así como de una concepción del personaje que sufre las consecuencias de lo trágico como alguien que haya de incurrir necesariamente en un exceso o hybris.
En primer lugar, porque en su tragedia hay personajes, como
los numantinos, que no parece hayan cometido ningún error o falta moral (hybris) que haga justificable, o
explicable desde ese punto de vista, la desgracia que sufren; acaso es más bien
Escipión quien incurre en un momento dado en el exceso o «desmesura» que motiva
la tragedia, pues al rechazar la embajada numantina, que pretende la paz con
los romanos a cambio de la justicia de sus cónsules, precipita la
autoinmolación de todo un pueblo. Un personaje detenta siempre el poder en el
momento de la desgracia. Un desliz, una desmesura, un exceso irreversible, en
el ejercicio del poder, desencadena siempre una desolación irreparable. No son
en este caso los arévacos quienes incurren en estos excesos, sino Escipión. Los
numantinos pasan, inocentemente, de la dicha al infortunio, e inspiran en el
espectador piedad y temor, y nunca «repugnancia», contrariamente a lo que debía
suceder en situaciones de este tipo según las exigencias de la poética clásica,
tal como había advertido Aristóteles con toda claridad en su teoría sobre la
tragedia (Aristóteles, Poética, 1452b
34 - 1453a 7). ¿Qué hay de particular, pues, en la experiencia trágica de La Numancia cervantina, que sin negar la
autoridad del clasicismo aristotélico no se adecua ni formal ni funcionalmente
a muchos de sus imperativos esenciales? Una tentativa de modernidad distancia
la creación literaria cervantina de la poética clásica del Renacimiento, y
quizá aún más intensamente del aristotelismo desde el que se explica y
fundamenta el mundo antiguo.
Por otro
lado, los numantinos, protagonistas de la experiencia trágica, no son
personajes aristocráticos, ni están representados en la acción de la tragedia
desde el amparo de ninguna institución o estructura nobiliaria. Se rompe así
con los imperativos del decoro propios de la tragedia clásica, desde la que se
exigía que el protagonismo de la experiencia trágica recayera sobre personajes
de condición noble o aristocrática. La Numancia
es una tragedia, quizá la primera en la historia de la dramaturgia
occidental, que confiere honor y dignidad a la acción heroica de personajes
humildes. Cervantes expresa y justifica el honor de los villanos, en una de las
experiencias más radicales de la existencia humana, como es la decisión del
sacrificio colectivo, la autoinmolación de una ciudad.
Nada hace pensar que el tratamiento del honor que presenta Cervantes en La Numancia se relacione estrechamente con los códigos e imperativos de la honra característicos de la «comedia nueva»; el honor de los numantinos no se agota ni se explica en sí mismo, sino que es preciso considerarlo desde la perspectiva trágica en que se sitúa la acción de sus protagonistas. La dignidad y el honor de los habitantes de Numancia no adquiere ni pretende en ningún momento representatividad social o fundamento estamental; no subyace en esa concepción de la honra ninguna estructura de clase. El honor se percibe aquí como un atributo de la libertad, y como una consecuencia, antes que una causa, de la voluntaria decisión de inmolarse colectivamente.
El objetivo de los numantinos es la conservación de la
libertad, a la que no renuncian jamás, así como la preservación del honor, como
legitimidad o coherencia moral que garantiza la integridad de sus valores, a la
vez que asegura la convivencia. La conservación impoluta de tan altos ideales
exige, todavía en la Edad Moderna, desde la mentalidad de Miguel de Cervantes,
un desenlace trágico, cuyos hechos ponen a prueba el heroísmo verosímil, no de
altos patricios o aristócratas, que hayan podido incurrir más o menos
conscientemente en faltas morales, sino de gentes singularmente humildes y
completamente inocentes.
El valor del destino y de las fuerzas supranaturales se encuentra en la Numancia formalmente referido, pero funcionalmente muy atenuado. Las invocaciones al mundo metafísico y suprasensible desempeñan en la tragedia un valor emotivo, formal o retórico, antes que discursivo o funcional; el resultado de las experiencias agoreras y adivinatorias no influye decisivamente en el curso de los acontecimientos ni en las decisiones de sus protagonistas. Más tienen a veces de escenas costumbristas que de hechos auténticamente reveladores de las secuencias funcionales de la acción. Son numerosos los momentos en los que, a lo largo de La Numancia, se alude a una realidad trascendente en la que no se identifica ni reconoce de forma explícita un poder superior, capaz de intervenir funcionalmente en el curso de los acontecimientos y acciones humanas.
El propio Escipión, en su arenga a los soldados romanos, advierte, con claridad sorprendente para la época, que la fortuna nada tiene que ver con el desenlace del enfrentamiento que mantienen contra los numantinos, sino que es más bien el poder de la voluntad humana, la diligencia frente a la pereza, lo que ha de determinar, en el cerco de Numancia, el triunfo o la derrota de las tropas romanas. Incluso se llega a afirmar algo semejante a que cada ser humano es en cierto modo dueño de su propio destino, desterrando así la influencia de una realidad metafísica en el desarrollo de los asuntos humanos: «Cada cual se fabrica su destino, / no tiene aquí Fortuna alguna parte» (I, 157-158).
Desde el punto de vista de la poética, la Numancia cervantina se distancia de la
primera de estas exigencias: los dioses son simplemente divinidades a las que
se atribuyen agüeros en los que creen —o no creen— los personajes de la
tragedia, pero en ningún momento los númenes intervienen directa o
individualmente en el poema, ni de obra ni de palabra. Sin duda su silencio es,
en la concepción cervantina de un mundo trágico, mucho más expresivo que su
verbo. En la modernidad es central el problema de la secularización: es época
de dioses huidos. Aquí radica, sin duda, una más de las cualidades que hacen de La Numancia una de las primeras
tragedias de la modernidad, al proponer una concepción del hecho trágico
profundamente diferente a la exigida por la poética antigua. Cervantes es el
primer dramaturgo de la historia de la literatura occidental que sustituye la metafísica por la Historia: el ananké
trágico no reside en los imperativos de los dioses, sino en el fatum de realidades históricas
consumadas. La existencia humana no está ya determinada por una realidad
metafísica. Cervantes no es soluble en agua bendita.
En el
cuadro segundo de la jornada segunda de La Numancia
tiene lugar una escena, la de los augurios, que puede considerarse como ejemplo
de teatro en el teatro, además de confirmar la distancia de la tragedia
cervantina frente al mundo numinoso de los dioses. El pueblo numantino, y
concretamente los personajes de Morandro y Leoncio, acude al sacrificio y
ritual que se ofrece a los dioses con objeto de conocer cuál será el destino de
Numancia. El pueblo asiste como espectador a la contemplación de un ritual
trágico, un sacrificio a los dioses, en el seno de la acción principal de la
tragedia. La acotación que indica funcionalmente la composición y actuación de
la comitiva resulta por sí misma suficientemente expresiva, pues dispone los
mecanismos necesarios para representar la teatralización del sacrifico dentro de
la teatralización de la tragedia:
Han de salir agora dos Numantinos, vestidos como sacerdotes antiguos, y traen asido de los cuernos en medio de entrambos un carnero grande, coronado de oliva o yedra y otras flores, y un Paje con una fuente de plata y una toalla al hombro; Otro, con un jarro de plata lleno de agua; Otro, con otro lleno de vino; Otro, con otro plato de plata con un poco de incienso; Otro, con fuego y leña; Otro que ponga una mesa con un tapete, donde se ponga todo esto; y salgan en esta scena todos los que hubiere en la comedia, en hábito de numantinos, y luego los Sacerdotes, y dejando el uno el carnero de la mano, diga: «Señales ciertas de dolores ciertos...» (Numancia, II, 789).
La
experiencia trágica de la Edad Moderna se aleja de la inferencia metafísica de
la Antigüedad, la recuerda y reproduce, pero le resta valor. Leoncio y Morandro
la contemplan como quien contempla un espectáculo teatral. Por si quedan dudas,
la secuencia de los augurios se reitera con el protagonismo de Marquino y la
presencia sobrenatural del cuerpo muerto. La invocación del poder metafísico y
de la posible voluntad de sus designios frente a la existencia humana
constituye en La Numancia cervantina
un hecho que es objeto de representación
teatral para los propios numantinos; el espectador del siglo XVI, como el
del siglo XXI, se siente doblemente distanciado, merced a la concepción teatral
de Cervantes, de la experiencia dominante de un poder moral trascendente y
metafísico, cada vez más lejano en el tiempo de la historia, así como
convencionalmente más distante en el espacio de la representación teatral. Un
doble escenario separa en el teatro cervantino al espectador de los númenes.
No hay
que olvidar, por otra parte, el papel, funcionalmente muy relevante, que
desempeña el personaje femenino en la acción de la tragedia. Las mujeres
numantinas, desde una configuración completamente anónima (mujer primera, mujer
segunda...), salvo en el caso de Lira, intervienen en el curso de la acción y
alteran una de sus evoluciones posibles, al impedir que los hombres de Numancia
se enfrenten a los romanos en un acto de suicidio que, a cambio de un instante
de valor, acabaría con sus vidas, a la vez que marginaría para siempre a las
mujeres de la responsabilidad que ellas mismas se exigen en la defensa de la
ciudad, lo que equivaldría a entregarlas al ultraje y la esclavitud de los
romanos: «Peleando queréis dejar las vidas, / y dejarnos también desamparadas,
/ a deshonras y muertes ofrecidas» (Numancia,
III, 1293-1295).
El discurso
de las mujeres de Numancia desmiente y desmitifica la secular visión masculina
del heroísmo épico y trágico, a la vez que exige la presencia de la mujer en la
expresión dignificante del dolor y el sufrimiento del ser humano. Las
numantinas no pretenden llorar, desde la supervivencia humillada, y a manos del
enemigo, cual Andrómaca o Hécuba, la muerte de sus varones. Se observa una vez
más que entre los numantinos no existen diferencias de ningún tipo, que
obedezcan a criterios sociales, morales, estamentales, o sexuales. Así se
distribuyen por igual, entre los miembros de la ciudad, los únicos alimentos de
que disponen: «y, sin del chico al grande hacer mejora, / repártanse entre
todos...» (III, 1438-1439). La piedad y el terror, como sentimientos que son
consecuencia de situaciones extremas, tienden a disipar las diferencias entre
los seres, y a identificar en una sola experiencia diferentes impulsos humanos.
La voz de
la mujer está dotada en La Numancia
de atributos corales y funcionales. El hombre no está solo en la tragedia
numantina, y no decide en soledad el curso de los hechos. La voz de sus esposas
cambia razonablemente el desarrollo de la acción. En el teatro de Cervantes la
palabra de la mujer parece más importante en la evolución de la fábula que la
influencia del destino con todos sus hados. Por un lado, el hombre escucha a la
mujer, por otro, numantinos como Leoncio niegan todo el valor de los augurios.
En consecuencia, Teógenes, el sabio gobernante de la ciudad, decreta que «jamás
en vida o muerte os dejaremos; / antes, en muerte y vida os serviremos» (III,
1408-1409). El discurso de la mujer convence, se le presta atención y
reconocimiento, y en adelante «sólo se ha de mirar que el enemigo / no alcance
de nosotros triunfo o gloria» (III, 1418-1419). La voz de la mujer se
diferencia ahora de las voces del coro ático; en la tragedia griega el coro no
intervenía en el curso de la fábula, no determinaba la evolución o el
desarrollo de los hechos; acompañaba coralmente el discurso de los grandes
interlocutores, atemperaba el pathos,
confirmaba las razones de los hablantes y aconsejaba prudencia; en suma,
desempeñaba una función emotiva, mas nunca discursiva o funcional, y en
absoluto con capacidad de intervención en la metabolé de la fábula.
Paralelamente, a las figuras alegóricas de La Numancia
—Guerra, Enfermedad, Hambre, España, Duero...— se les han atribuido
diferentes funciones: en primer lugar, asumirían cualidades en cierto modo
equivalentes a las del coro en la tragedia antigua; por otro lado, desde una
perspectiva metateatral, se ha tratado de identificar en el personaje coral una
especie de espectador privilegiado de la tragedia; se las ha considerado
también como personajes que, con su percepción del drama, contribuyen a un enriquecimiento
de la recepción del espectador, mediante la exposición de hechos y
argumentaciones sobre situaciones futuras, de modo que ofrecerían una
interpretación del texto que actuaría a su vez sobre la interpretación de los
espectadores reales (transducción); en este sentido, introducirían una
estructura perspectivista en la dramaturgia cervantina, alcanzando de este modo
ciertos efectos polifónicos en el uso del lenguaje; finalmente, hay que
reconocer que los personajes alegóricos se sitúan en cierto modo en un ámbito
de trascendencia en el espacio y en el tiempo de la tragedia. Representan una
realidad trascendente, a la que remiten, y a través de la cual se sitúan por
encima de los hechos genuinamente humanos de la experiencia trágica. Los
personajes alegóricos suplen en cierto modo la ausencia de personajes nobles,
de figuras próximas al mundo elevado y aristocrático que postulaba —pensemos en
la Ilíada y en la literatura antigua—
una realidad trascendente, con la que incluso convivían los más selectos de los
personajes, y sin la cual quizás la Antigüedad no podría haber llegado a
concebir plenamente el espíritu de lo trágico.
Los
ocho entremeses
El
entremés cervantino puede delimitarse por una serie de características entre
las que nos interesa destacar las siguientes: es un género literario y una
forma de espectáculo que se configura y desarrolla al margen de toda preceptiva
aristotélica; presenta en su momento una subordinación formal y funcional a una
obra dramática más amplia, la comedia, provista de una fábula seria y
complicadamente vertebrada; ofrece una nueva concepción de lo cómico, que se
manifiesta especialmente en la expresión verbal (diálogos), el dinamismo y la
instantaneidad (acciones), y en la pantomima (signos no verbales), de claras
afinidades con formas de teatro breve procedentes de Italia (commedia dell’arte); otorga prioridad a
la representación frente al texto; y constituye una forma de teatro en la que
se valora específicamente el sujeto frente a la fábula, es decir, el personaje
frente a la acción, al insistir de forma recurrente en todos aquellos elementos
que encuentran en el sujeto humano una referencia constitutiva, y que pueden
reducirse a tres fundamentales: lenguaje, situaciones y tipos, es decir,
diálogos, funciones y personajes. Consideremos a continuación, en los
entremeses cervantinos, algunos ejemplos lingüísticos y literarios de las
características que acabamos de apuntar.
El
retablo de las maravillas recoge los apartes sin duda más
expresivos de los entremeses cervantinos, al poner al descubierto, desde la
interioridad de uno de los personajes más pacientes, el gobernador Gomecillos,
la farsa de todo cuanto sucede. El gobernador es el único personaje que se confiesa a sí mismo —no ante los demás—, mediante el discurso en aparte, no ver nada
en el retablo. Son varios los momentos en que así se advierte:
Gobernador (aparte): ¡Milagroso caso es éste! Así veo yo a Sansón ahora, como el Gran Turco. Pues en verdad que me tengo por legítimo y cristiano viejo...
Gobernador (aparte): Basta; que todos ven lo que yo no veo; pero al fin habré de decir que lo veo, por la negra honrilla...
Gobernador (aparte): ¿Qué diablos puede ser esto, que aún no me ha tocado una gota donde todos se ahogan?...
Tres son
las características que califican este uso cervantino del discurso en aparte: rapidez, interioridad e incomunicación del personaje que habla,
cualidades que se confirman si pensamos en términos más genuinamente teatrales,
afines a las formas cómicas (dinamismo), al drama lírico (subjetividad), o a
los géneros trágicos (soledad). Cada una de estas cualidades ha sido más o
menos intensificada según los géneros dramáticos, los períodos históricos, y
los movimientos teatrales. En las formas cómicas, pasos, entremeses, etc., el
aparte destaca por su rapidez y concisión, así como en la tragedia sobresale al
subrayar la soledad e incomunicación del personaje trágico ante los imperativos
del destino. El énfasis de la expresión, y de las formas del discurso
dramático, recae sobre la fábula, y no sobre el sujeto, sobre la acción, antes
que sobre el personaje; no en vano los postulados del aristotelismo persisten
irrefutables hasta las postrimerías del siglo XVIII europeo. Así se manifiesta
el aparte, especialmente en El retablo de
las maravillas y en El juez de los
divorcios, y también en los demás entremeses cervantinos, donde esta forma
de discurso interior ilustra e informa sobre la situación del personaje ante la
acción dramática, insistiendo, antes que en la incomunicación y en la
interioridad, a las que inevitablemente remite, en el ritmo y en el énfasis de
los hechos dramáticos, así como en la constatación particular y referencial que
de los mismos adquiere el personaje, y que con frecuencia es personal, sin ser
subjetiva, e informativa, sin resultar necesariamente sorprendente.
Vinculado
con frecuencia a la concisión, el
aparte es ante todo elocuencia improvisada, y se revela como la forma
discursiva más natural, genuina e idiosincrásica que puede reconocerse en la
forma de hablar de un personaje teatral. También se observa en el caso del Retablo cómo el aparte constituye en
buena medida un discurso heterodoxo, no oficial, que se aleja de la ortodoxia
reconocida, y que brota de modo particular de la idiosincrasia de un personaje
concreto, al que el uso del aparte hace diferente y singular. De este modo el
gobernador Gomecillos expresa en El
retablo... su reacción inmediata y personal ante las consecuencias
instantáneas de una acción que ha de asumir sin escapatoria posible, y que
afecta a la autenticidad de su honra personal y de su legitimidad social.
El uso
del lenguaje dialogado como instrumento de ficción de la realidad es también
una de las características esenciales y recurrentes de El retablo de las maravillas. Se pretende transformar verbalmente
la realidad, con el concurso de los interlocutores del diálogo, con objeto de
configurar un mundo de ficción que, sobre la existencia de determinados
prejuicios y valores axiológicos, actúe sobre los sujetos hablantes hasta
dominar sus formas de conducta.
La
primera de estas manifestaciones la inicia Chanfalla mucho antes de estrenar
las representaciones de su retablo, al presentarse ante los aderezados
labradores como descendiente de figuras legendarias o fabulosas, afines a la
magia y el encantamiento. Sin embargo, la expresión más importante de ficción
de la realidad la constituye el monólogo de Chanfalla con el que se inicia
verbalmente la representación del retablo de las maravillas. Se materializa de
esta manera el recurso de la commedia in
commedia, que, además de contar con el público real como receptor
envolvente, postula dos nuevos destinatarios, hacia los que se configura el
discurso de Chanfalla: el público de labriegos y pequeños burócratas, y el
sabio Tontonelo, genuino compositor del retablo. El discurso de Chanfalla es,
pues, un monólogo de doble apelación retórica, y no un soliloquio, si se admite
la discriminación de ambos términos, ya que Chanfalla habla ante un auditorio
que le escucha, y con el que no dialoga funcionalmente, aunque formalmente
pueda haber expresiones o indicios de interacción. Hay, pues, dialogía sin que
llegue a existir propiamente diálogo:
Chanfalla: ¡Atención, señores, que comienzo! —¡Oh tú, quien quiera que fuiste, que fabricaste este Retablo con tan maravilloso artificio, que alcanzó renombre de las Maravillas: por la virtud que en él se encierra, te conjuro, apremio y mando que luego incontinenti muestres a estos señores algunas de las tus maravillosas maravillas, para que se regocijen y tomen placer sin escándalo alguno! Ea, que ya veo que has otorgado mi petición, pues por aquella parte asoma la figura del valentísimo Sansón, abrazado con las colunas del templo, para derriballe por el suelo y tomar venganza de sus enemigos. ¡Tente, valeroso caballero; tente, por la gracia de Dios Padre! ¡No hagas tal desaguisado, porque no cojas debajo y hagas tortilla tanta y tan noble gente como aquí se ha juntado! […] ¡Échense todos, échense todos! ¡Húcho ho!, ¡húcho ho!, ¡húcho ho!...
Sólo un
uso monológico (nunca dialogado) del lenguaje construye y destruye en el
entremés la ilusión dramática en los momentos de máxima tensión. Toda ficción,
como expresión de sentido, proporciona un conocimiento e instituye una verdad,
por débil que ésta sea. La ficción no existe sin alguna implicación en la realidad.
De las
tres formas de expresión dialógica que pueden identificarse en el discurso
lingüístico, conversación, diálogo e interrogatorio, en el entremés de La elección de los alcaldes de Daganzo sólo se manifiestan dos de
ellas, la conversación y el interrogatorio, precisamente aquellas que más se
distancian de la expresión de la comunicación lingüística en grado pleno: el
diálogo. Personajes como el bachiller Pesuña, el escribano Pedro Estornudo y
los regidores Panduro y Alonso Algarroba, se presentan sucesiva y
alternativamente mediante un proceso de interacción que se caracteriza por un
ritmo dinámico, de expresión chispeante y cómica. Sin embargo, pronto se advierte
que los personajes apenas dialogan entre sí; entre los interlocutores no existe
un principio de cooperación o contrato
fiducidario que coordine las referencias locutivas; se registra una
pluralidad de enunciaciones, pero no un diálogo estable o uniformemente
desarrollado. Ni tan siquiera en la escena en que se lleva a cabo la
presentación de los candidatos, Humillos, Jarrete, Berrocal y Rana, podría
hablarse propiamente de diálogo, dado que lo que se produce realmente es un
interrogatorio. Sólo se observa enunciación sin diálogo. Hay un efecto cómico
inmediato que reside en las palabras (refranes, frases hechas, tratamiento
caricaturesco de los rústicos, etc.), al que hay que añadir una intención
satírica y una actitud reflexiva, crítica, en suma, por parte del autor. Se
está discutiendo algo más que una forma de hablar, y es una forma de
convivencia, una actitud ante la resolución de problemas en conflicto.
Entre las
formas lingüísticas manejadas de modo preferencial por estos personajes, y que
contribuyen de manera determinante a convertir en un diálogo de sordos todo
proceso de interacción y alternancia de enunciados, se encuentra el uso
conceptista del lenguaje, basado con frecuencia en la reproducción de
expresiones populares y refranescas, que se introducen en el discurso a modo
de cuñas o consignas, las cuales cierran numerosas posibilidades de diálogo («que
todo saldrá a cuajo», saldrá bien, a gusto; «mas echémoslo a doce, y no se
venda», hacer algo sin tener en cuenta las consecuencias; «de buen rejo», de
buen modo, etc.); lo mismo podríamos decir del uso recurrente de
interjecciones, jaculatorias, anacolutos y juramentos populares («Por San Junco»,
juramento villanesco a un santo fantástico; «¡Cuerpo del mundo!», por «¡Cuerpo
de Cristo!», juramento eufemístico; «¡Por San Pito...!», etc.); o determinadas
construcciones en anadiplosis, de forma semejante a las usadas por Lope de
Rueda en buena parte de sus pasos, que contribuyen a cerrar sintácticamente el
discurso del interlocutor, confirmando sus últimas palabras, con objeto de no
prolongar la comunicación o el diálogo.
Escribano: Basta;No quiere Dios, del pecador más malo,Sino que viva y se arrepienta.Algarroba: DigoQue vivo y me arrepiento...
Rana, el cuarto de los candidatos presentados, que puede quizá considerarse como uno de los personajes más destacados del entremés, presenta intervenciones que no son propiamente diálogos teatrales, sino que resultan más bien largas peroratas o monólogos muy extensos. En este personaje hay una clara disociación entre su forma de ser, tan torpe como la de los demás, y su forma de hablar, de cierta calidad retórica, lo que hace pensar que sus discursos son resultado de memorización, monotonía o automatización. Habla, pues, como una rana: sus frases parecen estar muy elaboradas, si bien sus discursos se manifiestan como peroratas previamente aprendidas. Si consideramos su parlamento ante Algarroba, Panduro y Estornudo, observamos que se trata de una intervención nada dialógica, al igual que las de los demás personajes, lo que invita a pensar que apenas existe un auténtico diálogo en todo el entremés. Todos hablan, nadie escucha; tales son las condiciones ideales para un diálogo de sordos. De hecho, el lenguaje no sirve para elegir un nuevo alcalde, y el proceso de selección queda suspendido. El entremés termina en canto, que es otra de las formas primordiales de comunicación sin diálogo.
Bachiller: Quedarse ha la elección para mañana […].Gitanos: ¿Cantaremos, señor?Bachiller: Lo que quisiéredes.
En los
entremeses cervantinos son muy frecuentes los diálogos fundamentados en
enunciados o discursos interrogativos. Acaso más que ningún otro entremés, el
titulado La guarda cuidadosa
presenta, de forma muy recurrente y expresiva, el uso de enunciados
interrogativos en la construcción dialógica del personaje, al menos en lo que
se refiere a la relación interpersonal del sujeto dramático, destinados a
verificar (o indagar en) la identidad y las intenciones actanciales de los
interlocutores: «¿Te conjuro que me digas quién eres y qué es lo que buscas por
esta calle?», exigirá al comienzo de la pieza el soldado al sacristán. El
personaje se interroga acerca de la alteridad, de la expresión objetiva y
exterior del otro sujeto
interlocutor, pero no de su experiencia interior sobre del mundo en que vive.
Toda pregunta dirigida a la alteridad trata de pronunciarse sobre su
disposición externa, nunca sobre su experiencia subjetiva. El lenguaje del
diálogo sigue todavía tratando de descifrar realidades objetivas y cualidades
exteriores del sujeto, fundamentalmente actanciales.
Se
observa que los enunciados interrogativos convierten o aproximan el diálogo a
un interrogatorio, a través del cual un personaje trata de alcanzar seguridad
en sí mismo mediante la adquisición de información o conocimiento sobre la
identidad y las competencias del otro. Es lo que sucede en el primero de los
diálogos que mantienen el soldado y el sacristán. El personaje más débil e
inseguro fundamenta su comunicación en la apelación interrogativa, y en lugar
de dominar y dirigir el proceso interactivo es guiado y subyugado por el
interlocutario en el uso del lenguaje, a la vez que resulta decepcionado en sus
expectativas.
Soldado: ¿Has hablado alguna vez a Cristina?Sacristán: Cuando quiero.Soldado: ¿Qué dádivas le has hecho?Sacristán: Muchas.Soldado: ¿Cuántas y cuáles?Sacristán: Dile una destas cajas […].Soldado: ¿Qué más le has dado?Sacristán: En un billete envueltos, cien mil deseos de servirla.Soldado: Y ella, ¿cómo te ha correspondido?Sacristán: Con darme esperanzas propincuas de que ha de ser mi esposa.Soldado: Luego, ¿no eres de epístola?Sacristán: Ni aún de completas.
En esta
misma línea discurre uno de los más peculiares diálogos que adquiere el formato
del interrogatorio en el entremés cervantino; nos referimos al que mantienen en
El viejo celoso Cristina y doña
Lorenza. Las mozas sopesan, y se interrogan mutuamente al respecto, la
posibilidad de incurrir en adulterio, con la consiguiente burla frente al
vejete Cañizares, y la intervención final de Ortigosa, asegurando el éxito de
la aventura, que basan en su propia astucia. Las dudas de doña Lorenza tratan
de ser contrarrestadas por su sobrina con los alicientes de la burla y la «holgura».
Lorenza: ¿Y la honra, sobrina?Cristina: ¿Y el holgarnos, tía?Lorenza: ¿Y si se sabe?Cristina: ¿Y si no se sabe?Lorenza: ¿Y quién me asegura a mí que no se sepa?Ortigosa: ¿Quién? La buena diligencia, la sagacidad, la industria; y, sobre todo, el buen ánimo y mis trazas.
No es
posible dejar de insistir una vez más en la polifonía característica de la
expresión dialógica de los entremeses cervantinos. Es ésta una forma de
comprender el lenguaje a través del discurso, para comprender el discurso a
través de la comunicación. Los entremeses de Cervantes muestran una especial
conexión con elementos procedentes de la fábula menipea, como son la mezcla lo
cómico y lo trágico; la crítica social y política; la liberación del lenguaje
de determinadas exigencias y anquilosamientos históricos; la audacia en la
invención filosófica e imaginativa; la presencia de elementos míticos,
simbólicos, mágicos, hechizantes; expresiones grotescas afines a un naturalismo
a veces macabro; la presencia de determinados escenarios como lupanares,
prisiones, ferias, tabernas, y de personajes afines a estos lugares, como
soldados, ladrones, rufianes, meretrices, etc. Por todas estas razones son
frecuentes en los entremeses de Cervantes ejemplos de distorsión lingüística
(vulgarismos, latinismos errados, sintaxis «vizcaína»...), puestos en boca de
personajes rústicos, tal como sucedía en los pasos de Lope de Rueda, y con
anterioridad, en el teatro español y portugués del siglo XVI. Es recurso cómico
recurrente, del que se derivan determinadas implicaciones que a veces afectan a
la claridad y fluidez de los procesos comunicativos habituales, y desde el que
se expresa la ridiculez a la que el teatro breve cervantino somete la figura
prototípica del labrador rico, exaltada y dignificada en la comedia de Lope de
Vega.
La
tipificación dialectal en el caso de la commedia
dell’arte, o idiolectal en el caso del entremés, constituye otro de los
rasgos frecuentes en la caracterización del personaje. El actor aporta toda su
capacidad y saber acerca de la expresión popular, la variante dialectal y
regional, en la caracterización del personaje de la commedia dell’arte y sus medios expresivos. Tradición y lengua
confluyen, y el personaje se identifica por su modo de hablar: Arlequino y Brighella de Bérgamo, Pantalone
de Venecia, el Dottore de Bolonia, el
Capitano de Nápoles... En el caso de
los entremeses, el uso, por parte de un personaje, de una lengua distinta de la
que emplean los demás, puede servir para ocultar su identidad (vizcaíno),
mostrar su malicia (germanía), o manifestar presunción (latín deturpado, en el
caso de médicos, abogados, sacristanes...). En La Cueva de Salamanca, el Sacristán hace un uso paródico de los
registros cultos del lenguaje, y con frecuencia, desde el punto de vista de la
comunicación, su discurso genera una falta de entendimiento y coordinación
entre los interlocutores, tal como le declara Leonarda:
Sacristán: ¡Oh, que en hora buena estén los automedones y guías de los carros de nuestros gustos, las luces de nuestras tinieblas, y las dos recíprocas voluntades que sirven de basas y colunas a la amorosa fábrica de nuestros deseos!
Leonarda: ¡Esto solo me enfada dél! Reponce mío: habla, por tu vida, a lo moderno, y de modo que te entienda, y no te encarames donde no te alcance.
Ejemplos
de esta naturaleza pueden encontrarse fácilmente en cualquiera de los ocho
entremeses, desde el lenguaje de germanía habitual en los personajes de El rufián viudo, hasta la pluralidad de
registros identificables en La elección
de los alcaldes de Daganzo, pasando por toda una variedad pluriestilística
y pluritonal presente en El retablo de
las maravillas, La guarda cuidadosa
o El vizcaíno fingido. Todo ello
explica y justifica las cualidades de un lenguaje conceptista, basado con
frecuencia en expresiones populares y refranescas; el uso recurrente —como
hemos indicado— de interjecciones, jaculatorias, anacolutos, dichos
folclóricos, etc.; la frecuente deformación de vocablos cultos y populares,
con una finalidad cómica («la luenga se os deslicia», por «la lengua se os
desliza»; «presomís», por «presumís»; «a pies jontillas», por «a pies juntillas»;
«Díganmoslo», por «dígannoslo»; «Distinto», por «instinto»), etc.
Los
ejemplos de distorsión lingüística (vulgarismos, latinismos errados, sintaxis «vizcaína»...),
son muy frecuentes en los entremeses de Cervantes, puestos en boca de
personajes rústicos, tal como sucedía en los pasos de Lope de Rueda, y con
anterioridad, en el teatro español y portugués del siglo XVI. He aquí un
ejemplo más, que vemos en El retablo de
las maravillas, entre los interlocutores Capacho y Benito Repollo, en el
diálogo inicial con Chanfalla y Chirinos:
Benito: Sentencia ciceronianca, sin quitar ni poner un punto.Capacho: Ciceroniana quiso decir el señor alcalde Benito Repollo.Benito: Siempre quiero decir lo que es mejor, sino que las más de las veces no acierto.
Una de
las características del entremés en su evolución del siglo XVI al XVII es el
paso de la prosa al verso. Esta transformación, que en cierta medida remite a
una preferencia del deleite frente a la verosimilitud, no resta al discurso del
entremés su singular valor polifónico. Como ha escrito en este sentido Huerta Calvo (1995: 96), «a pesar de la
pérdida de verosimilitud que el uso del verso impone, el entremés, tanto en su
versión renacentista como en su versión barroca, es una especie de caja de
resonancia del lenguaje oral de la época. Ningún otro género nos ofrece un
muestrario tan variado de hablas individuales, sociales, profesionales y jergas
de todo tipo, convenientemente distorsionadas por los espejos cóncavos y
convexos de la farsa».
Hermenegildo, al referirse a este tipo de diálogos teatrales en los que participan personajes carnavalescos, como bufones, graciosos, locos, bobos, etc., ha considerado a estos procedimientos como recursos que disponen la destrucción de la lógica del lenguaje: «El loco festivo recupera así una libertad total que corre el evidente riesgo de la incomprensión del destinatario y de la desocialización del emisor», y que «implica la destrucción de la norma lingüística dominante» (Hermenegildo, 1995: 14-15). Se trata, pues, de signos carnavalescos que determinan un modo muy particular de uso del lenguaje, basado con frecuencia en la transgresión de una regla reconocida y en la deturpación de un discurso lingüístico dominante, en algunos casos hasta llegar a los límites mismos de la comprensión, al poner a prueba las capacidades del público o del lector, y de la incomprensión, en lo referente a la relación verbal que los personajes mantienen entre sí a lo largo de la fábula.
Las
comedias
En 1615 Miguel de Cervantes publica bajo el título de Ocho comedias y ocho entremeses nuevos, nunca representados, las comedias tituladas El gallardo español, La casa de los celos, Los baños de Argel, El rufián dichoso, La gran sultana, El laberinto de amor, La entretenida y Pedro de Urdemalas. Estas obras, junto con Los tratos de Argel, constituyen las nueve comedias cervantinas conservadas hasta el momento, a las que puede añadirse —si bien ya se trataría de una comedia atribuida (Arata, 1992, 1995, 1997)— la titulada La conquista de Jerusalén, que pertenecería, junto con Los tratos, a la primera etapa del escritor como comediógrafo, los años que van de 1581 a 1587[1].
Como sabemos, Cervantes logra en la novela una renovación decisiva y paradigmática, que no alcanza sin embargo la misma trascendencia en géneros teatrales como la comedia —no diríamos lo mismo de La Numancia ni de los entremeses—, debido a la exigencia de una serie de preceptos o imperativos lógicos procedentes de la poética clásica. La sistematización e interpretación que los tratadistas de la Edad Moderna hacen de la preceptiva antigua impone una serie de limitaciones que, en el caso de la creación teatral cervantina, resultarán determinantes, ya que no sólo explican la afinidad de Cervantes hacia los postulados de la poética clásica, y sus controversias y reticencias frente al mundo cerrado de la comedia lopesca, sino porque además han contribuido a limitar formal y funcionalmente sus tentativas de renovación, a partir de criterios fundamentados en una determinada idea de la lógica y la verosimilitud del arte, procedentes de la tradición clásica, y concebidos genuinamente para la explicación y reconocimiento de un mundo antiguo.
Desde
este punto de vista, consideramos que es posible identificar al menos cuatro
aspectos de la poética clásica que limitan formal y funcionalmente la estética
experimental del teatro cervantino. Cervantes se basa en el decoro, en los
conceptos clásicos de fábula y caracteres, en la configuración arquetípica de
los personajes y en el uso tradicional de las formas de lenguaje dramático
(monólogo, diálogo, aparte), no para presentarlos formal y funcionalmente tal
como los recibe de la tradición antigua, tal como los percibe el mundo clásico
para el que fueron formulados, sino que los transforma en cada una de sus obras
con pretensiones renovadoras, aunque no logre en el conjunto de su producción
teatral una configuración (que sí consigue, por supuesto a su manera, Lope de
Vega) definitiva o sistemática, a la que en todo caso no se le puede negar su
valor intencional y experimental.
La
concepción e interpretación del personaje teatral en un sentido moderno está
determinada por la superación de la teoría aristotélica de la mímesis, como
principio generador del arte, y la progresiva aceptación de las poéticas
derivadas del pensamiento idealista, confirmadas por la experiencia poética de
la Ilustración y el Romanticismo europeístas. Sólo de este modo puede explicarse
que el decoro, como una concepción
estamentalmente regulada del uso del lenguaje —y de la cultura—, ceda su lugar
a la polifonía, como expresión social de las cualidades existenciales del
personaje; paralelamente, los conceptos de fábula
y sujeto se someten a una nueva
interpretación, de modo que el personaje protagonista del drama deja de ser el
agente aristotélico de la acción, para ser considerado e interpretado como el
creador de su significado actancial y funcional; en consecuencia, los hechos constitutivos de la realidad
humana dejan de explicarse desde la percepción, moralmente inmutable, del orden
natural —cuya mímesis se rechaza— ideado por dioses y mitos, y comienza a interpretarse desde los valores
personales del sujeto individual; el personaje teatral deja de estar
reducido a un arquetipo lógico de formas de conducta, renuncia a ser el mero
representante de una categoría moral, religiosa o política, para convertirse en
una entidad superior e irreductible al agente de la trama, al estar dotado de
una conciencia propia que excede las posibilidades de la fábula; finalmente, el
personaje utilizará todas las formas disponibles del lenguaje (monólogo
interior, soliloquio dramático, diálogo, aparte, etc.) para afirmar, comunicar
e incluso imponer, la experiencia de objetiva de su propia interpretación de los hechos.
1. La
limitación de la expresión del personaje en el uso del lenguaje: el decoro frente a la polifonía. El laberinto de amor es la comedia en que Cervantes
discute con mayor ironía y habilidad la autenticidad y el valor del principio
del decoro. Tal es lo que consigue, por ejemplo, al presentar a Anastasio con
una indumentaria propia de villano —duque en hábito de labrador— en el momento
en que pronuncia ante Dagoberto uno de los mejores —y escasísimos— discursos en
favor de la libertad humana contenidos en el teatro español del siglo XVII.
Así, uno de los interlocutores le confirma «Por Dios, que habéis hablado
largamente, / y que, notando bien vuestro lenguaje, / es tanto del vestido
diferente, / que uno muestra la lengua y otro el traje» (I, 214-217).
Las categorías sociales se interpretan como categorías morales, porque en ellas se objetivan las expectativas sobre el comportamiento de los sujetos, que se definen según un código de privilegios y deberes, desde los que se pretende determinar el grado de vicio o virtuosismo. De este modo, el decoro prescribía paralelamente los límites sociales y morales del personaje. En Pedro de Urdemalas Cervantes ironiza, con gran intensidad, sobre la autenticidad de estas prescripciones basadas en el decoro. El caso de Belica / Isabel es quizá el más expresivo. De Belica dice Maldonado al de Urdemalas que «Una gitana, hurtada, / la trujo; pero ella es tal, / que, por hermoza y honrada, / muestra que es de principal / y rica gente engendrada» (I, 580-583), con lo que se advierte acerca de su origen noble, y se mantiene así el decoro del personaje.
He aquí un rasgo muy característico de Cervantes, que es la presentación de una de las propiedades de la poética antigua, en este caso relativa al decoro y estatuto del sujeto, encarnado en una categoría, el personaje, que resulta discutida formal y funcionalmente —pues se pone de manifiesto nada menos que en una gitana—, pero no referencialmente, ya que no se niega el decoro, sino que se señala su existencia como tal, y se juzga al personaje en función de esa ley estamental, en virtud de la cual se regula una determinada conducta social, así como aquellas formas de lenguaje que se admiten y reconocen en cada ámbito diastrático.
En la presentación que Belica hace de sí misma ante el rey,
Cervantes despliega de nuevo una grave ironía frente a las exigencias del
decoro, al poner en boca de la moza la declaración de ser gitana bien nacida, y
añadir acto seguido, no obstante, que no sabe quién es su padre (II, 1657-1658):
«Belica: Soy gitana bien nacida. / Rey: ¿Quién es tu padre? / Belica: No sé». Si alguna definición
esencial admite el personaje teatral del Siglo de Oro es aquella que resulta de
su ascendencia familiar y de su situación social o estamental. El linaje
determina el ser, y la trayectoria del personaje Belica / Isabel es clara
muestra de ello. El ser del sujeto reside en la exterioridad de sus
manifestaciones. Quebrantar los postulados del decoro, tal como lo concebían
los antiguos, mediante planteamientos que demuestren la superioridad moral de
una persona frente a otra socialmente superior, es una formulación específica
de la modernidad posterior a la Ilustración, característica de una poética del realismo y el posromanticismo. Sólo cabe reconocer que los pueblos antiguos no se plantearon
disimilitudes entre categorías sociales y morales, o simplemente no las
consideraron apropiadas para la literatura.
Otro de los aspectos sorprendentes en cuanto al tratamiento del decoro en Pedro de Urdemalas es el que se refiere al comportamiento del rey frente a Belica. No es el noble poderoso, sino el mismo monarca, el sujeto de acciones un tanto livianas con el personaje que representa la gitana, perteneciente al estamento más bajo de la villanía de la época. El lector se encuentra nada menos que con el rey como sujeto de intrigas amorosas con una gitana, en presencia de la reina como celosa consorte, y a pesar del posible incesto que implicaría una relación con su propia sobrina. Un planteamiento de tales características no sólo parece distanciarse irónicamente de los rigores del decoro, imputables a un monarca del siglo XVII, sino que además no parece adecuarse en absoluto al mundo referencial codificado en la comedia de Lope de Vega, hasta el punto de que este episodio podría leerse como un discurso que discute e ironiza sobre el sistema de acciones y valores característico de la comedia nueva: «Silerio: […] La reina viene. / Rey: Mira que estés prevenido, / y tan sagaz y advertido / como a mi gusto conviene; / porque esta mujer celosa / tiene de lince los ojos. / Silerio: Hoy gozarás los despojos / de la gitana hermosa» (II, 1823-1830).
Paralelamente, las transformaciones del personaje protagonista,
Pedro de Urdemalas, se suceden hasta el final de la obra, en que decide hacerse
representante de comedias: «Sin duda, he de ser farsante, / y haré que
estupendamente / la fama mis hechos cante» (III, 2812-2814). Lógicamente, no
hay decoro que soporte tal variedad de mutaciones, pero Cervantes no llega a
expresar polifónicamente todo lo que este personaje teatral puede revelar
funcionalmente. Y así, Pedro de Urdemalas encuentra en su última transformación
el ejercicio más adecuado a las formas mutantes de su personalidad, que permanece
desconocida o inasequible en sus aspectos genuinamente subjetivos. El sujeto se
disuelve lúdicamente en la expresión y percepción de sus cambios formales: «Ya
podré ser patriarca, / pontífice y estudiante, / emperador y monarca: que el
oficio de farsante / todos estados abarca» (III, 2862-2866).
2. La
devaluación y subordinación del sujeto
en la fábula, como principio estructural y teleológico de los hechos. El teatro de Cervantes se debate entre
la aceptación y superación de los postulados de la preceptiva clásica, frente a
una poética de la modernidad aún no formulada literariamente, pero que el
propio Cervantes, en sus comedias, intenta en cierto modo diseñar, sin el éxito
decisivo que alcanza en la narrativa. En suma, las comedias cervantinas construyen
un personaje teatral que se mueve entre los imperativos del mundo antiguo y los
deseos de un mundo moderno que aún no ha dado nombre a muchos de sus impulsos.
De este modo, el personaje cervantino de las comedias no siempre es superior e
irreductible a un agente de la trama (Aristóteles), y aunque muy poco o nada
tiene que ver con un estímulo de simpatía cuyos actos susciten piedad o terror
(tragedia griega), el personaje no se limita a una expresión histórica o
legendaria de su naturaleza como figura dramática (neosenequismo), ni se
manifiesta como un simple representante de una categoría moral (religiosa o
política) trascendente a lo humano (comedia lopista o calderoniana). Sin
embargo, el personaje cervantino de la comedia objetiva una
conciencia capaz de exceder las exigencias y posibilidades argumentales de la
fábula, y en ocasiones parece poseer una vida fuera de la
trama, semejante a la de algunos personajes de la narrativa del autor del Quijote.
En El gallardo español, la construcción de
la fábula potencia y exterioriza la expresión de un prototipo ideológico de
sujeto dramático encarnado en la figura ideal de Fernando de Saavedra. Parece
que todos los demás elementos, personajes y formas, se disponen estructuralmente para favorecer y
justificar la construcción del personaje protagonista, en el que trata de
fundamentarse un determinado orden moral y estamental, así como también se
articulan teleológicamente para
favorecer un determinado desenlace que ratifica la estabilidad social. Pese a
que desde un punto de vista formal,
los procedimientos estructurales de
la comedia se distinguen sensiblemente de los códigos del teatro lopesco, la
orientación teleológica es muy
semejante al modelo barroco de Lope. El principal sujeto dramático, sin
carácter existencial alguno, absorbe funcionalmente a todos los demás personajes,
con objeto de justificar a través de la estructura de los hechos (fábula) las
ideas encarnadas en el protagonista (sujeto).
En las
últimas décadas, a través de autores como Avalle
Arce, Flecniakoska, o Friedman, parece haber triunfado la tesis según la
cual comedias como La entretenida, o
también Pedro de Urdemalas,
constituyen una parodia del modelo dramático codificado en la comedia lopesca. Esta interpretación, sin ser desacertada en
absoluto, es más bien resultado de una lectura cervantina ampliamente
desarrollada en el siglo XX, y muy mediatizada por el conocimiento de la
experiencia literaria que enfrenta a Cervantes con Lope de Vega. De este modo,
se tiende a ver en la literatura de aquél una expresión dialéctica de la de
éste, lo que ha llevado a desplazar en cierto modo la importancia, esencial a
nuestro modo de ver, que adquiere en este terreno la estrecha —y
contradictoria— relación de Cervantes con la poética clásica (aceptada en la
teoría y desmentida en la práctica). La composición del teatro cervantino se
mueve entre las exigencias y los imperativos de la poética clásica, los
postulados artísticos e ideológicos de la comedia nueva, y las tentativas de
renovación, que en géneros como la novela le llevan a un éxito reconocido, y
que en el teatro no consigue alcanzar, limitado como lo estaba por la poética
de la Antigüedad, limitación que no logra superar fácilmente, y la estética de
la Modernidad, por así llamarla, que, representada de forma triunfal por Lope
de Vega, no logra convencerle en absoluto.
Respecto
a la transgresión cervantina de las normas funcionales que articulan la fábula en la comedia nueva conviene
tener en cuenta algunas observaciones. El hecho de que Cervantes no conceda al
desarrollo de la historia o trama un final que concluya según los presupuestos
habituales (matrimonio, triunfo del enredo, indulto de la burla, lances de
honor...), como sería de esperar en la lógica actancial de las comedias de capa
y espada, puede entenderse como la expresión deliberada de una inadecuación
entre la estructura de los hechos (fábula), que en principio deberían atenerse
a un orden moral transcendente, desde el que adquieren a priori el sentido de su desarrollo, y la experiencia particular
de los actuantes o personajes que protagonizan tales hechos (sujeto). La acción
desmiente la tipología de los caracteres, porque el sujeto se resiste a
someterse a los códigos de la fábula. Parece que Cervantes rechazara en estas
últimas comedias la definitiva construcción del personaje como resultado de la
voluntad de un orden moral trascendente e inmutable, de modo que probablemente
discute esa relación de identidad o armonía entre hechos naturales, sociales o
políticos, y valores morales, religiosos o estamentales, tal como los confirma
y codifica el teatro lopesco.
Son varios los rasgos actanciales que determinan funcionalmente el desenlace de La entretenida desde presupuestos contrarios a la lógica de la comedia nueva.
En primer lugar, no triunfa el embuste pergeñado por Muñoz, Cardenio y Torrente, ya que la presencia y el comportamiento del auténtico Silvestre de Almendárez, que aparece en la jornada III de la comedia, lo desmiente abiertamente. No triunfa, pues, el embuste, una de las principales características funcionales de la comedia de enredo, lo que puede interpretarse en cierto modo como una desmitificación de la burla que sirve de eje a la acción, de la licencia poética que justifica su posible inverosimilitud como recurso funcional, y de sus más que probables implicaciones en los elementos, procesos y personajes cómicos de la pieza: «Yo soy, señor don Antonio, / vuestro primo verdadero, / y de ser éste embustero / darán claro testimonio / mis papeles y el retrato / de mi señora Marcela» (III, 2940-2945).
En segundo lugar, como tantas veces se nos ha repetido, la comedia no acaba en matrimonio. Ninguna de las posibles parejas que han mantenido una intriga amorosa acaba en matrimonio: Cristina con Quiñones, Ocaña o Torrente; Antonio con Marcela; Ambrosio o Silvestre con la hermana de Antonio, también llamada Marcela... ¿Hay aquí un intento de desmitificación de la relación matrimonial convenida a través de formas de conducta lúdicas y azarosas, mediatizada por el poder económico o la riqueza patriarcal? No deja de ser, en todo caso, una muestra más de cómo el sujeto dramático no se atiene a al código preceptivo de la comedia lopesca: «D. Antonio: […] el Pontífice no quiso / conceder dispensación / entre mi primo y mi hermana» (III, 2986-2988); y algo más adelante: «Cristina: ¿No ha de haber un casamiento / en esta casa jamás? / Ocaña: Tú, Cristina, le harás, / si te ajustas a mi intento. / Cristina: Yo me ajusto al de Quiñones. / Quiñones: Pues yo no me ajusto al tuyo. / Cristina: ¿Tú, para no ser mi cuyo, / hallas razón? (Quiñones:) Y razones. / Cristina: Ocaña, si me deseas, / vesme aquí. (Ocaña:) No es mi linaje / tal, que lo que arroja un paje / escoja yo, ni tal creas» (III, 3000-3011).
En tercer lugar, conviene advertir que el engaño no queda impune
por parte de los burlados, quienes por boca de Marcela condenan lenitivamente
la farsa de Muñoz, Torrente y Cardenio. El enredo, que en la comedia nueva
proporciona con frecuencia el eje fundamental de la trama, se censura aquí como
una broma de discutible gusto, que sin faltar al decoro social, no cumple con
las exigencias que facilitan la verosimilitud y la autenticidad de la
convivencia.
Desde el
punto de vista de la funcionalidad, la comedia Pedro de Urdemalas se caracteriza por alterar y discutir la
codificación de los hechos y acciones tal como los presenta la comedia nueva de
Lope de Vega.
La crítica cervantina ha distinguido tradicionalmente en Pedro de Urdemalas dos aspectos
principales: en primer lugar, el hecho de que Cervantes subraye como mérito, al
final de la pieza, que la comedia no termine en matrimonio (III, 3167) y que se
hayan respetado las unidades de tiempo y espacio (III, 3169-3174); en segundo
lugar, que la trama de la comedia se organiza en torno a dos peripecias
fundamentales, que se corresponden con los personajes de Belica (tras cuya
acción se sitúan los referentes de la novela griega, Amores de Teágenes y Cariclea, y un célebre episodio de Timoneda,
perteneciente a Patrañuelo, XI), y
Pedro de Urdemalas (personaje tradicional y folclórico, arquetipo del tracista
proteiforme). Cuando Maldonado propone a Belica el matrimonio con Pedro de
Urdemalas, en el que la igualdad prima ante cualquier otra pretensión posible,
la dama rechaza al galán: «Cásate, y toma tu igual, / porque es el marido tal /
que te ofrezco, que has de ver / que en él te vengo a ofrecer / valor, ser,
honra y caudal» (II, 1580-1584). Belica rehúsa esta relación, sugiriendo
mayores pretensiones: «¿No se te ha ya traslucido / que el que a grande no me
lleve / no es para mí buen partido?» (II, 1555-1557). La interpretación
funcional de hechos como éste —rechazo de la dama al galán propuesto— discute
el esquema codificado en la comedia lopesca, al disponer que la comedia no
concluya en matrimonio. Aunque hay dos parejas que finalmente quedan
concertadas, tal como declara el alcalde a Pedro: «Clemente y Clementa están /
muy buenos, sin ningún mal, / y Benita con Pascual / garrida vida se dan» (III,
3152-3154), la intervención de Pedro de Urdemalas, con la que se cierra la
obra, insiste ante el público en desmitificar los finales prototípicos de la
comedia nueva: «y verán que no acaba en casamiento, / cosa común y vista cien
mil veces» (III, 3169-3170).
3. La
construcción del personaje como resultado de la voluntad de un orden moral
trascendente e inmutable. El laberinto de
amor es la comedia de Cervantes que mejor representa la actitud del autor
ante los imperativos de un orden moral que exige al sujeto renunciar a su
voluntad y a sus modos de conducta, al crear determinados personajes, como
Anastasio, que actúan precisamente
para demostrar la falta de coherencia existente en un sistema moral que no es
capaz de explicar ni resolver determinadas formas de conducta, que en última
instancia no existirían si no existiera un orden moral tan restrictivo.
Anastasio
se configura como un personaje que, al censurar la conducta de Dagoberto,
intercede por la libertad individual del sujeto, en este caso Rosamira, frente
a las consecuencias que la perversión de determinados impulsos humanos, como
los celos, pueden provocar en la convivencia de los hechos sociales y los
valores morales, al disponer un enfrentamiento entre el ser humano y el orden
moral trascendente encargado de juzgar la conducta humana. El discurso de
Anastasio (I, 174-207) es un rechazo explícito de toda forma de conducta que
estimule el enfrentamiento entre la acción humana particular y los valores
morales que la juzgan, y constituye por consiguiente una tentativa en favor, no
de la transformación de un orden moral, que se estima inmutable, sino de una
forma de conducta que, asegurando la convivencia, hagan más amplios y
asequibles los límites de la libertad: «Por esta acusación que a Rosamira / has
puesto tan en mengua de su fama, / este rústico pecho, ardiendo en ira, / a su
defensa me convida y llama; / que, ora sea verdad, ora mentira / el relatado
caso que la infama, / el ser ella mujer, y amor la causa, / debieran en tu
lengua poner pausa […]. / Si amaras al buen duque de Novara, / otro camino
hallaras, según creo, / por donde, sin que en nada se infamara / su honra, tú
cumplieras tu deseo. / Mas tengo para mí, y es cosa clara, / por mil señales
que descubro y veo, que en ese pecho tuyo alberga y lidia, / más que celo y
honor, rabia y envidia» (I, 174-205).
En el
caso de la última de las comedias que editada Cervantes, Pedro de Urdemalas, uno de los rasgos más destacados del personaje
en relación con el orden moral que lo trasciende, nos lleva a considerar al
menos un doble valor en la construcción sintáctica y semántica del
protagonista: 1) por un lado, se observa la mutación actancial y accidental
—pocas veces funcional, y nunca definitiva—, del personaje, en un mundo
determinado por las exigencias e imperativos de un orden moral trascendente,
profundamente conservador en todas sus formas de explicación y percepción de la
vida humana; 2) por otro lado, asistimos a la desmitificación y devaluación de
un personaje exaltado por los demás, en su valor y habilidad para resolver todo
tipo de situaciones adversas, y que sin embargo abandona, por inconstancia o
cobardía, la resolución de muchas de ellas.
4. La
reducción del personaje teatral a un arquetipo lógico de formas de conducta. El
teatro cervantino ofrece personajes que por su diversidad experimental eluden
toda posible clasificación que atienda exclusivamente a criterios estamentales
o funcionales; si por un lado el personaje discute los planteamientos y
desenlaces de la comedia nueva, por otro lado tampoco se atiene rigurosamente
en su realización literaria a los principios de la poética clásica, y desde
luego no faltan ejemplos, como hemos señalado, de ironía, sobre el decoro
social del personaje; de superación del sentido aristofánico del humor, en
favor de la comicidad terenciana (Close, 1993);
de disgregación, en lo que se refiere a muchas de las cualidades del «gracioso»
lopesco; o de crítica, respecto a posibles interpretaciones sobre un concepto
tan decisivo entonces como el del honor.
La
disolución del personaje como prototipo lopesco es un rasgo recurrente e
irregular en el teatro cervantino. Así, por ejemplo, se observa en El gallardo español, al igual que en
todas las demás comedias turquescas, la ausencia de un personaje al que
identificar estrictamente con el prototipo del gracioso o figura del donaire,
tal como resulta codificado en la comedia nueva. En los entremeses de Cervantes
se constata una inversión, devaluación y parodia, de algunos de los personajes
de la comedia de Lope, especialmente los encarnados en las figuras del labrador
rico, el administrador, el alcalde, el gobernador, etc., alienados por
prejuicios estamentales y religiosos, con pretensiones sociales, y una calamitosa
formación cultural; por su parte, las comedias cervantinas no ofrecen
sistemáticamente la misma intencionalidad paródica de los prototipos
lopescos —salvo el entremesil
alcalde Martín Crespo, en Pedro de
Urdemalas—, pero resulta innegable una tentativa de disolución, al menos en lo que se refiere al personaje del
gracioso; de desaparición, en cuanto
se relaciona con el concepto lopesco de «villano»; o de devaluación, respecto a las responsabilidades de autoridad
patriarcal que competen al galán, al padre o al hermano de la dama, convertidos
en El gallardo español en un hermano
despistado y un ayo anciano y débil. La escena final de La entretenida constituye un vivo ejemplo de disolución funcional
del personaje, en un momento en el que, fracasadas todas las acciones e
intenciones que se habían propuesto a lo largo de la obra, cada personaje
abandona el escenario reconociendo verbalmente su frustración. Esta devaluación
crítica del personaje como prototipo puede entenderse en la comedia cervantina como
una tentativa experimental que se enfrenta a la limitación, vigente en la
poética de la comedia lopesca, y confirmada por la tradición antigua, de
presentar al personaje dramático como arquetipo lógico de acciones específicas,
de las que sería expresión objetiva, al actuar como delegado de la voluntad de
un orden moral trascendente.
En
consecuencia, creemos que es posible identificar, en las comedias de Cervantes,
al menos doce tipos de personajes, cuya realización formal y funcional obedece
a varias tentativas experimentales, lo que en cierta medida puede explicar su
posible diversidad e irregularidad en el conjunto de sus comedias: 1) el
personaje alegórico, 2) el personaje mítico (figuras épicas, bucólicas y
fantásticas), 3) el rey (moro o cristiano), 4) el galán (en tres variantes, que
amalgaman rasgos procedentes de la comedia nueva, el teatro experimental
cervantino y la tradición folclórica), 5) la mujer (como personaje que se mueve
entre la experimentación y aceptación de varias formas de conducta), 6) el
criado, 7) el cautivo, 8) el supuesto «gracioso» cervantino, 9) el rufián, 10)
el soldado, 11) el santo, y 12) el incipiente personaje «nihilista». En
conclusión, consideramos que la construcción del personaje teatral en las
comedias cervantinas, como arquetipo lógico de formas de conducta, se sitúa
entre las tentativas experimentales de renovación del personaje dramático, a
partir de las normativas de la poética clásica, y la disolución de los
prototipos funcionales codificados en la comedia nueva por Lope de Vega.
En lo
referente a sus comedias, Cervantes no parece lograr la renovación decisiva y
paradigmática que alcanza sin embargo en géneros literarios como la novela, en
obras teatrales como La Numancia o los entremeses, debido
posiblemente, como hemos tratado de demostrar, a la exigencia de una serie de
preceptos o imperativos lógicos procedentes de la poética clásica. Al contrario
de lo que sucede en la novela, el teatro de Cervantes parece debatirse entre la
expresión moderna de un mundo existencial en plural libertad y la facticidad de
un orden moral inmutable y trascendente al sujeto, heredado de la Antigüedad y
cerrado a percepciones renovadoras.
________________________
NOTA
- MAESTRO, Jesús G. (2017-2022), «Síntesis crítica del teatro de Miguel de Cervantes», Crítica de la razón literaria: una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica. Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades del conocimiento racionalista de la literatura, Editorial Academia del Hispanismo (IV, 2.19), edición digital en <https://bit.ly/3BTO4GW> (01.12.2022).
⸙ Bibliografía completa de la Crítica de la razón literaria
- ¿Cómo leer a Cervantes en las Universidades del siglo XXI? Conferencia en la Fundación Adolfo Domínguez.
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- La Galatea de Cervantes o cómo preservar la literatura de la religión.
- Cervantes y La Numancia: hacia una poética moderna y contemporánea de la tragedia.
- Presencia de La Numancia en diferentes modelos de dramaturgia trágica.
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- Iglesia, nobleza y delincuencia organizada en Rinconete y Cortadillo.
- El triunfo de la libertad humana en La española inglesa.
- El individuo contra la sociedad en El licenciado Vidriera.
- Fuerza y materia en La fuerza de la sangre.
- El patriarcado contra la violación aristocrática de la mujer en la literatura de Cervantes: La fuerza de la sangre.
- Sarcasmo, parodia y celos en El celoso extremeño.
- El Estado y el individuo ante las sociedades gentilicias: sobre La ilustre fregona.
- Culpa, responsabilidad y arrepentimiento en Las dos doncellas.
- ¿Qué es la libertad y para qué sirve? Sobre La señora Cornelia.
- La mentira en El casamiento engañoso de Cervantes.
- El coloquio de los perros: desmitificación crítica de todos los idealismos.
- El narrador en el Persiles de Cervantes. Un ateo católico en el Siglo de Oro.
- La risa en el Persiles: el humor de Cervantes que la crítica se negó a reconocer
- La ironía en el Persiles: Cervantes se burla de las normas de la literatura y de la religión.
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en diferentes modelos históricos de tragedia
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Los entremeses de Cervantes:
¿ridiculización o comprensión del ser humano?
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