IV, 2.19 - Síntesis crítica del teatro de Miguel de Cervantes

 

Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices





Síntesis crítica del teatro de Miguel de Cervantes


Referencia IV, 2.19


Crítica de la razón literaria, Jesús G. Maestro

Hasta casi finales del siglo XX, el estudio del teatro de Cervantes no gozó de una amplia atención por parte de la crítica. Aunque desde el punto de vista canónico de la historia literaria de Occidente Cervantes ha destacado tradicionalmente como novelista, a lo largo de la segunda mitad del siglo XX se han desarrollado diferentes estudios sobre su teatro, que han puesto de manifiesto la importancia extraordinaria de la dramaturgia cervantina en la Edad Contemporánea. Desde el punto de vista del contenido, el teatro de Cervantes se caracteriza porque sus obras recogen una imagen fiel y verdadera de la España de los Austrias, revelando preocupaciones propias de su tiempo, más allá de la geografía española y también más allá de los siglos XVI y XVII. La literatura cervantina supuso la globalización española de una literatura universal. Desde un punto de vista formal, su teatro expresa verosímilmente la complejidad de la vida real, a través de una multiplicidad de técnicas, estilos y temas, en que se recogen los motivos teatrales más frecuentes de su época: comedias moriscas, de temas de cautivos; comedias de carácter aventurero y amatorio, de enredo y aventuras; comedias religiosas, de tema hagiográfico; una tragedia, y ocho entremeses.

Tradicionalmente, la crítica ha distinguido dos etapas en el teatro de Cervantes: la primera, de 1580 a 1587, constituida por el período de composición de una serie de comedias, de las que se conserva El trato de Argel y algunas atribuciones, además de La Numancia; y la segunda, representada por la fecha de 1615, y que correspondería a la composición de las ocho comedias y ocho entremeses, «nuevos» y «nunca representados». Canavaggio (1977) ha señalado en sus trabajos tres etapas en el teatro cervantino. A la primera etapa (1581-1587), anterior al triunfo teatral de Lope de Vega, pertenecen obras como Los tratos de Argel (1583), la tragedia Numancia (¿1585?) y la obra atribuida titulada La Jerusalén. La segunda etapa (1587-1606) estaría representada por una época de contratos esporádicos, con Rodrigo Osorio, según se desprende de la existencia de tales documentos, y aquí se incluirían las más antiguas de las ocho comedias, entre las que figurarían La casa de los celos, El laberinto de amor y acaso El rufián dichoso. La tercera etapa (1606-1610) comprende el período de regreso definitivo a Madrid, durante el cual escribe la mayor parte de las Ocho comedias, editadas en 1615.

El teatro de Miguel de Cervantes constituye un eslabón decisivo, desde el punto de vista de la evolución de la dramaturgia occidental, en sus formas trágicas y en sus formas cómicas, hacia una concepción moderna y contemporánea tanto del personaje teatral (sujeto) como de la acción dramática (fábula) que desarrolla. Cervantes, movido acaso por la falsa convicción personal de estar más próximo a Aristóteles que el propio Lope de Vega —creencia que ha perdurado todavía en algunos lectores de la segunda mitad del siglo XX—, construye una obra literaria que está mucho más cerca, en sus planteamientos poéticos y axiológicos, de cualquier tendencia de la poética moderna que de toda la teoría literaria de la Antigüedad clásica, de la que se sirve con intensidad, precisamente porque la supera en capítulos decisivos de la formación de la literatura y de la teoría literaria modernas, como los relacionados con el tratamiento del decoro y la polifonía, de la presencia formal y funcional del sujeto en la fábula, del orden moral trascendente desde el que el protagonista justifica sus formas de conducta, de la experiencia subjetiva del personaje, o de la construcción de figuras literarias que superan todos los arquetipos posibles de su tiempo.

 


La tragedia Numancia

Tal como ha sido configurado a lo largo de la tradición occidental, el concepto de tragedia está determinado desde Aristóteles (Poética, 1449 b 24-28) por características muy concretas, sobre las que han podido influir diferentes realizaciones literarias. La Numancia cervantina introduce importantes transformaciones en la concepción tradicional de la tragedia, plenamente vigente en los años en que escribe Cervantes. 

Hay que indicar ante todo que una tragedia es una desgracia o catástrofe de antecedentes imprevisibles y de consecuencias irreversibles.

En primer lugar, la experiencia trágica es, en su sentido genuino y helénico, la experiencia de un sufrimiento

En segundo lugar, es de advertir que en todo hecho trágico subyace, con mayor o menor intensidad, una inferencia metafísica, una implicación en una realidad trascendente a lo humano, y que lo meramente humano no puede explicar ni interpretar de forma absoluta o definitiva. En cierto modo, la tragedia no tiene sentido si no existe una amenaza posible después de la muerte. 

En tercer lugar, para que un hecho cualquiera pueda alcanzar en nuestra conciencia la expresión de hecho trágico es absolutamente imprescindible una acción voluntaria por parte del ser humano. El Hombre ha de actuar, en principio, libre y voluntariamente, y con su acción ha de provocar un conflicto que, merced a la causalidad de los hechos, desemboca en la destrucción de la existencia. Una destrucción irreversible. No hay restauración posible tras un hecho trágico. La voluntariedad de los hechos desencadenantes de la tragedia implica una falta de visión de las consecuencias. No se prevé la desgracia irreversible.

En cuarto lugar, hallamos que en toda acción trágica subyace una cita con el conocimiento y sus límites. La verdad es más intensa que el mero conocimiento: la verdad que justifica la tragedia es superior e irreductible al conocimiento humano, lo trasciende y lo supera, haciendo inexplicable, por imprevisible, la causalidad de los hechos. 

En quinto lugar, podría señalarse que toda experiencia trágica tiene su origen más primitivo en alguna forma de protesta y rebeldía. La tragedia es expresión de un sacrificio humano, que se esgrime como protesta ante condiciones extremas de opresión que ahogan o limitan la vida de los hombres. Toda tragedia contiene un intento frustrado por ampliar los límites de la libertad humana.

En sexto lugar, conviene considerar uno de los atributos esenciales del sufrimiento que la realidad trascendente impone al protagonista del hecho trágico: el castigo. Los acontecimientos trágicos se suceden de forma inexorable, y ante la incapacidad humana para explicar y justificar su causalidad, se perciben como absurdos. Insistimos: las consecuencias de la desgracia trágica son irreversibles. No hay recompensa, ni resurrección, ni premio, ni un Dios esperando esa tarde en el Paraíso.

En séptimo lugar, finalmente, no podemos olvidarnos del lenguaje. Todo cuanto sucede en la tragedia literaria o poética sucede dentro del lenguaje. Pero fuera del terreno del arte y la literatura, la tragedia es devastación sin palabras. La acción trágica se objetiva poéticamente en las palabras. Pero fuera del teatro, la literatura y el arte, la catástrofe trágica no adquiere ningún valor estético ni poético. En el arte, la acción total se da dentro del lenguaje, y todo salvo el lenguaje del ser humano es en la tragedia economía de medios. No conviene confundir realidad y ficción. El verso fue prácticamente hasta la Edad Contemporánea el discurso de la tragedia, y a él se atiene Cervantes; el uso de la prosa es relativamente reciente, y en cierto modo está asociado a las formas que conducen a su decadencia. En buena medida la prosa representa para la tragedia una forma abierta; el verso, su forma clásica. Sobre la disposición de tales formas La Numancia cervantina transformará funcionalmente la percepción estética de la experiencia trágica, desde el punto de vista de la acción de los personajes (fábula), el decoro de sus formas de habla y de conducta (lexis), y la sustitución de la Metafísica por la Historia, como medios de expresión del destino trágico (ananké).

Frente a las ideas aristotélicas sobre la tragedia, Cervantes se distancia sensiblemente en La Numancia de una ordenación teleológica de los hechos orientada hacia una finalidad catártica, así como de una concepción del personaje que sufre las consecuencias de lo trágico como alguien que haya de incurrir necesariamente en un exceso o hybris

En primer lugar, porque en su tragedia hay personajes, como los numantinos, que no parece hayan cometido ningún error o falta moral (hybris) que haga justificable, o explicable desde ese punto de vista, la desgracia que sufren; acaso es más bien Escipión quien incurre en un momento dado en el exceso o «desmesura» que motiva la tragedia, pues al rechazar la embajada numantina, que pretende la paz con los romanos a cambio de la justicia de sus cónsules, precipita la autoinmolación de todo un pueblo. Un personaje detenta siempre el poder en el momento de la desgracia. Un desliz, una desmesura, un exceso irreversible, en el ejercicio del poder, desencadena siempre una desolación irreparable. No son en este caso los arévacos quienes incurren en estos excesos, sino Escipión. Los numantinos pasan, inocentemente, de la dicha al infortunio, e inspiran en el espectador piedad y temor, y nunca «repugnancia», contrariamente a lo que debía suceder en situaciones de este tipo según las exigencias de la poética clásica, tal como había advertido Aristóteles con toda claridad en su teoría sobre la tragedia (Aristóteles, Poética, 1452b 34 - 1453a 7). ¿Qué hay de particular, pues, en la experiencia trágica de La Numancia cervantina, que sin negar la autoridad del clasicismo aristotélico no se adecua ni formal ni funcionalmente a muchos de sus imperativos esenciales? Una tentativa de modernidad distancia la creación literaria cervantina de la poética clásica del Renacimiento, y quizá aún más intensamente del aristotelismo desde el que se explica y fundamenta el mundo antiguo.

Por otro lado, los numantinos, protagonistas de la experiencia trágica, no son personajes aristocráticos, ni están representados en la acción de la tragedia desde el amparo de ninguna institución o estructura nobiliaria. Se rompe así con los imperativos del decoro propios de la tragedia clásica, desde la que se exigía que el protagonismo de la experiencia trágica recayera sobre personajes de condición noble o aristocrática. La Numancia es una tragedia, quizá la primera en la historia de la dramaturgia occidental, que confiere honor y dignidad a la acción heroica de personajes humildes. Cervantes expresa y justifica el honor de los villanos, en una de las experiencias más radicales de la existencia humana, como es la decisión del sacrificio colectivo, la autoinmolación de una ciudad.

Nada hace pensar que el tratamiento del honor que presenta Cervantes en La Numancia se relacione estrechamente con los códigos e imperativos de la honra característicos de la «comedia nueva»; el honor de los numantinos no se agota ni se explica en sí mismo, sino que es preciso considerarlo desde la perspectiva trágica en que se sitúa la acción de sus protagonistas. La dignidad y el honor de los habitantes de Numancia no adquiere ni pretende en ningún momento representatividad social o fundamento estamental; no subyace en esa concepción de la honra ninguna estructura de clase. El honor se percibe aquí como un atributo de la libertad, y como una consecuencia, antes que una causa, de la voluntaria decisión de inmolarse colectivamente. 

El objetivo de los numantinos es la conservación de la libertad, a la que no renuncian jamás, así como la preservación del honor, como legitimidad o coherencia moral que garantiza la integridad de sus valores, a la vez que asegura la convivencia. La conservación impoluta de tan altos ideales exige, todavía en la Edad Moderna, desde la mentalidad de Miguel de Cervantes, un desenlace trágico, cuyos hechos ponen a prueba el heroísmo verosímil, no de altos patricios o aristócratas, que hayan podido incurrir más o menos conscientemente en faltas morales, sino de gentes singularmente humildes y completamente inocentes.

El valor del destino y de las fuerzas supranaturales se encuentra en la Numancia formalmente referido, pero funcionalmente muy atenuado. Las invocaciones al mundo metafísico y suprasensible desempeñan en la tragedia un valor emotivo, formal o retórico, antes que discursivo o funcional; el resultado de las experiencias agoreras y adivinatorias no influye decisivamente en el curso de los acontecimientos ni en las decisiones de sus protagonistas. Más tienen a veces de escenas costumbristas que de hechos auténticamente reveladores de las secuencias funcionales de la acción. Son numerosos los momentos en los que, a lo largo de La Numancia, se alude a una realidad trascendente en la que no se identifica ni reconoce de forma explícita un poder superior, capaz de intervenir funcionalmente en el curso de los acontecimientos y acciones humanas. 

El propio Escipión, en su arenga a los soldados romanos, advierte, con claridad sorprendente para la época, que la fortuna nada tiene que ver con el desenlace del enfrentamiento que mantienen contra los numantinos, sino que es más bien el poder de la voluntad humana, la diligencia frente a la pereza, lo que ha de determinar, en el cerco de Numancia, el triunfo o la derrota de las tropas romanas. Incluso se llega a afirmar algo semejante a que cada ser humano es en cierto modo dueño de su propio destino, desterrando así la influencia de una realidad metafísica en el desarrollo de los asuntos humanos: «Cada cual se fabrica su destino, / no tiene aquí Fortuna alguna parte» (I, 157-158). 

Desde el punto de vista de la poética, la Numancia cervantina se distancia de la primera de estas exigencias: los dioses son simplemente divinidades a las que se atribuyen agüeros en los que creen —o no creen— los personajes de la tragedia, pero en ningún momento los númenes intervienen directa o individualmente en el poema, ni de obra ni de palabra. Sin duda su silencio es, en la concepción cervantina de un mundo trágico, mucho más expresivo que su verbo. En la modernidad es central el problema de la secularización: es época de dioses huidos. Aquí radica, sin duda, una más de las cualidades que hacen de La Numancia una de las primeras tragedias de la modernidad, al proponer una concepción del hecho trágico profundamente diferente a la exigida por la poética antigua. Cervantes es el primer dramaturgo de la historia de la literatura occidental que sustituye la metafísica por la Historia: el ananké trágico no reside en los imperativos de los dioses, sino en el fatum de realidades históricas consumadas. La existencia humana no está ya determinada por una realidad metafísica. Cervantes no es soluble en agua bendita.

En el cuadro segundo de la jornada segunda de La Numancia tiene lugar una escena, la de los augurios, que puede considerarse como ejemplo de teatro en el teatro, además de confirmar la distancia de la tragedia cervantina frente al mundo numinoso de los dioses. El pueblo numantino, y concretamente los personajes de Morandro y Leoncio, acude al sacrificio y ritual que se ofrece a los dioses con objeto de conocer cuál será el destino de Numancia. El pueblo asiste como espectador a la contemplación de un ritual trágico, un sacrificio a los dioses, en el seno de la acción principal de la tragedia. La acotación que indica funcionalmente la composición y actuación de la comitiva resulta por sí misma suficientemente expresiva, pues dispone los mecanismos necesarios para representar la teatralización del sacrifico dentro de la teatralización de la tragedia:

 

Han de salir agora dos Numantinos, vestidos como sacerdotes antiguos, y traen asido de los cuernos en medio de entrambos un carnero grande, coronado de oliva o yedra y otras flores, y un Paje con una fuente de plata y una toalla al hombro; Otro, con un jarro de plata lleno de agua; Otro, con otro lleno de vino; Otro, con otro plato de plata con un poco de incienso; Otro, con fuego y leña; Otro que ponga una mesa con un tapete, donde se ponga todo esto; y salgan en esta scena todos los que hubiere en la comedia, en hábito de numantinos, y luego los Sacerdotes, y dejando el uno el carnero de la mano, diga: «Señales ciertas de dolores ciertos...» (Numancia, II, 789).

 

La experiencia trágica de la Edad Moderna se aleja de la inferencia metafísica de la Antigüedad, la recuerda y reproduce, pero le resta valor. Leoncio y Morandro la contemplan como quien contempla un espectáculo teatral. Por si quedan dudas, la secuencia de los augurios se reitera con el protagonismo de Marquino y la presencia sobrenatural del cuerpo muerto. La invocación del poder metafísico y de la posible voluntad de sus designios frente a la existencia humana constituye en La Numancia cervantina un hecho que es objeto de representación teatral para los propios numantinos; el espectador del siglo XVI, como el del siglo XXI, se siente doblemente distanciado, merced a la concepción teatral de Cervantes, de la experiencia dominante de un poder moral trascendente y metafísico, cada vez más lejano en el tiempo de la historia, así como convencionalmente más distante en el espacio de la representación teatral. Un doble escenario separa en el teatro cervantino al espectador de los númenes.

No hay que olvidar, por otra parte, el papel, funcionalmente muy relevante, que desempeña el personaje femenino en la acción de la tragedia. Las mujeres numantinas, desde una configuración completamente anónima (mujer primera, mujer segunda...), salvo en el caso de Lira, intervienen en el curso de la acción y alteran una de sus evoluciones posibles, al impedir que los hombres de Numancia se enfrenten a los romanos en un acto de suicidio que, a cambio de un instante de valor, acabaría con sus vidas, a la vez que marginaría para siempre a las mujeres de la responsabilidad que ellas mismas se exigen en la defensa de la ciudad, lo que equivaldría a entregarlas al ultraje y la esclavitud de los romanos: «Peleando queréis dejar las vidas, / y dejarnos también desamparadas, / a deshonras y muertes ofrecidas» (Numancia, III, 1293-1295).

El discurso de las mujeres de Numancia desmiente y desmitifica la secular visión masculina del heroísmo épico y trágico, a la vez que exige la presencia de la mujer en la expresión dignificante del dolor y el sufrimiento del ser humano. Las numantinas no pretenden llorar, desde la supervivencia humillada, y a manos del enemigo, cual Andrómaca o Hécuba, la muerte de sus varones. Se observa una vez más que entre los numantinos no existen diferencias de ningún tipo, que obedezcan a criterios sociales, morales, estamentales, o sexuales. Así se distribuyen por igual, entre los miembros de la ciudad, los únicos alimentos de que disponen: «y, sin del chico al grande hacer mejora, / repártanse entre todos...» (III, 1438-1439). La piedad y el terror, como sentimientos que son consecuencia de situaciones extremas, tienden a disipar las diferencias entre los seres, y a identificar en una sola experiencia diferentes impulsos humanos.

La voz de la mujer está dotada en La Numancia de atributos corales y funcionales. El hombre no está solo en la tragedia numantina, y no decide en soledad el curso de los hechos. La voz de sus esposas cambia razonablemente el desarrollo de la acción. En el teatro de Cervantes la palabra de la mujer parece más importante en la evolución de la fábula que la influencia del destino con todos sus hados. Por un lado, el hombre escucha a la mujer, por otro, numantinos como Leoncio niegan todo el valor de los augurios. En consecuencia, Teógenes, el sabio gobernante de la ciudad, decreta que «jamás en vida o muerte os dejaremos; / antes, en muerte y vida os serviremos» (III, 1408-1409). El discurso de la mujer convence, se le presta atención y reconocimiento, y en adelante «sólo se ha de mirar que el enemigo / no alcance de nosotros triunfo o gloria» (III, 1418-1419). La voz de la mujer se diferencia ahora de las voces del coro ático; en la tragedia griega el coro no intervenía en el curso de la fábula, no determinaba la evolución o el desarrollo de los hechos; acompañaba coralmente el discurso de los grandes interlocutores, atemperaba el pathos, confirmaba las razones de los hablantes y aconsejaba prudencia; en suma, desempeñaba una función emotiva, mas nunca discursiva o funcional, y en absoluto con capacidad de intervención en la metabolé de la fábula.

Paralelamente, a las figuras alegóricas de La Numancia —Guerra, Enfermedad, Hambre, España, Duero...— se les han atribuido diferentes funciones: en primer lugar, asumirían cualidades en cierto modo equivalentes a las del coro en la tragedia antigua; por otro lado, desde una perspectiva metateatral, se ha tratado de identificar en el personaje coral una especie de espectador privilegiado de la tragedia; se las ha considerado también como personajes que, con su percepción del drama, contribuyen a un enriquecimiento de la recepción del espectador, mediante la exposición de hechos y argumentaciones sobre situaciones futuras, de modo que ofrecerían una interpretación del texto que actuaría a su vez sobre la interpretación de los espectadores reales (transducción); en este sentido, introducirían una estructura perspectivista en la dramaturgia cervantina, alcanzando de este modo ciertos efectos polifónicos en el uso del lenguaje; finalmente, hay que reconocer que los personajes alegóricos se sitúan en cierto modo en un ámbito de trascendencia en el espacio y en el tiempo de la tragedia. Representan una realidad trascendente, a la que remiten, y a través de la cual se sitúan por encima de los hechos genuinamente humanos de la experiencia trágica. Los personajes alegóricos suplen en cierto modo la ausencia de personajes nobles, de figuras próximas al mundo elevado y aristocrático que postulaba —pensemos en la Ilíada y en la literatura antigua— una realidad trascendente, con la que incluso convivían los más selectos de los personajes, y sin la cual quizás la Antigüedad no podría haber llegado a concebir plenamente el espíritu de lo trágico.

 


Los ocho entremeses

El entremés cervantino puede delimitarse por una serie de características entre las que nos interesa destacar las siguientes: es un género literario y una forma de espectáculo que se configura y desarrolla al margen de toda preceptiva aristotélica; presenta en su momento una subordinación formal y funcional a una obra dramática más amplia, la comedia, provista de una fábula seria y complicadamente vertebrada; ofrece una nueva concepción de lo cómico, que se manifiesta especialmente en la expresión verbal (diálogos), el dinamismo y la instantaneidad (acciones), y en la pantomima (signos no verbales), de claras afinidades con formas de teatro breve procedentes de Italia (commedia dell’arte); otorga prioridad a la representación frente al texto; y constituye una forma de teatro en la que se valora específicamente el sujeto frente a la fábula, es decir, el personaje frente a la acción, al insistir de forma recurrente en todos aquellos elementos que encuentran en el sujeto humano una referencia constitutiva, y que pueden reducirse a tres fundamentales: lenguaje, situaciones y tipos, es decir, diálogos, funciones y personajes. Consideremos a continuación, en los entremeses cervantinos, algunos ejemplos lingüísticos y literarios de las características que acabamos de apuntar.

El retablo de las maravillas recoge los apartes sin duda más expresivos de los entremeses cervantinos, al poner al descubierto, desde la interioridad de uno de los personajes más pacientes, el gobernador Gomecillos, la farsa de todo cuanto sucede. El gobernador es el único personaje que se confiesa a sí mismo —no ante los demás—, mediante el discurso en aparte, no ver nada en el retablo. Son varios los momentos en que así se advierte:

 

Gobernador (aparte): ¡Milagroso caso es éste! Así veo yo a Sansón ahora, como el Gran Turco. Pues en verdad que me tengo por legítimo y cristiano viejo...

Gobernador (aparte): Basta; que todos ven lo que yo no veo; pero al fin habré de decir que lo veo, por la negra honrilla...

Gobernador (aparte): ¿Qué diablos puede ser esto, que aún no me ha tocado una gota donde todos se ahogan?...

 

Tres son las características que califican este uso cervantino del discurso en aparte: rapidez, interioridad e incomunicación del personaje que habla, cualidades que se confirman si pensamos en términos más genuinamente teatrales, afines a las formas cómicas (dinamismo), al drama lírico (subjetividad), o a los géneros trágicos (soledad). Cada una de estas cualidades ha sido más o menos intensificada según los géneros dramáticos, los períodos históricos, y los movimientos teatrales. En las formas cómicas, pasos, entremeses, etc., el aparte destaca por su rapidez y concisión, así como en la tragedia sobresale al subrayar la soledad e incomunicación del personaje trágico ante los imperativos del destino. El énfasis de la expresión, y de las formas del discurso dramático, recae sobre la fábula, y no sobre el sujeto, sobre la acción, antes que sobre el personaje; no en vano los postulados del aristotelismo persisten irrefutables hasta las postrimerías del siglo XVIII europeo. Así se manifiesta el aparte, especialmente en El retablo de las maravillas y en El juez de los divorcios, y también en los demás entremeses cervantinos, donde esta forma de discurso interior ilustra e informa sobre la situación del personaje ante la acción dramática, insistiendo, antes que en la incomunicación y en la interioridad, a las que inevitablemente remite, en el ritmo y en el énfasis de los hechos dramáticos, así como en la constatación particular y referencial que de los mismos adquiere el personaje, y que con frecuencia es personal, sin ser subjetiva, e informativa, sin resultar necesariamente sorprendente.

Vinculado con frecuencia a la concisión, el aparte es ante todo elocuencia improvisada, y se revela como la forma discursiva más natural, genuina e idiosincrásica que puede reconocerse en la forma de hablar de un personaje teatral. También se observa en el caso del Retablo cómo el aparte constituye en buena medida un discurso heterodoxo, no oficial, que se aleja de la ortodoxia reconocida, y que brota de modo particular de la idiosincrasia de un personaje concreto, al que el uso del aparte hace diferente y singular. De este modo el gobernador Gomecillos expresa en El retablo... su reacción inmediata y personal ante las consecuencias instantáneas de una acción que ha de asumir sin escapatoria posible, y que afecta a la autenticidad de su honra personal y de su legitimidad social.

El uso del lenguaje dialogado como instrumento de ficción de la realidad es también una de las características esenciales y recurrentes de El retablo de las maravillas. Se pretende transformar verbalmente la realidad, con el concurso de los interlocutores del diálogo, con objeto de configurar un mundo de ficción que, sobre la existencia de determinados prejuicios y valores axiológicos, actúe sobre los sujetos hablantes hasta dominar sus formas de conducta.

La primera de estas manifestaciones la inicia Chanfalla mucho antes de estrenar las representaciones de su retablo, al presentarse ante los aderezados labradores como descendiente de figuras legendarias o fabulosas, afines a la magia y el encantamiento. Sin embargo, la expresión más importante de ficción de la realidad la constituye el monólogo de Chanfalla con el que se inicia verbalmente la representación del retablo de las maravillas. Se materializa de esta manera el recurso de la commedia in commedia, que, además de contar con el público real como receptor envolvente, postula dos nuevos destinatarios, hacia los que se configura el discurso de Chanfalla: el público de labriegos y pequeños burócratas, y el sabio Tontonelo, genuino compositor del retablo. El discurso de Chanfalla es, pues, un monólogo de doble apelación retórica, y no un soliloquio, si se admite la discriminación de ambos términos, ya que Chanfalla habla ante un auditorio que le escucha, y con el que no dialoga funcionalmente, aunque formalmente pueda haber expresiones o indicios de interacción. Hay, pues, dialogía sin que llegue a existir propiamente diálogo:

 

Chanfalla: ¡Atención, señores, que comienzo! —¡Oh tú, quien quiera que fuiste, que fabricaste este Retablo con tan maravilloso artificio, que alcanzó renombre de las Maravillas: por la virtud que en él se encierra, te conjuro, apremio y mando que luego incontinenti muestres a estos señores algunas de las tus maravillosas maravillas, para que se regocijen y tomen placer sin escándalo alguno! Ea, que ya veo que has otorgado mi petición, pues por aquella parte asoma la figura del valentísimo Sansón, abrazado con las colunas del templo, para derriballe por el suelo y tomar venganza de sus enemigos. ¡Tente, valeroso caballero; tente, por la gracia de Dios Padre! ¡No hagas tal desaguisado, porque no cojas debajo y hagas tortilla tanta y tan noble gente como aquí se ha juntado! […] ¡Échense todos, échense todos! ¡Húcho ho!, ¡húcho ho!, ¡húcho ho!...

 

Sólo un uso monológico (nunca dialogado) del lenguaje construye y destruye en el entremés la ilusión dramática en los momentos de máxima tensión. Toda ficción, como expresión de sentido, proporciona un conocimiento e instituye una verdad, por débil que ésta sea. La ficción no existe sin alguna implicación en la realidad.

De las tres formas de expresión dialógica que pueden identificarse en el discurso lingüístico, conversación, diálogo e interrogatorio, en el entremés de La elección de los alcaldes de Daganzo sólo se manifiestan dos de ellas, la conversación y el interrogatorio, precisamente aquellas que más se distancian de la expresión de la comunicación lingüística en grado pleno: el diálogo. Personajes como el bachiller Pesuña, el escribano Pedro Estornudo y los regidores Panduro y Alonso Algarroba, se presentan sucesiva y alternativamente mediante un proceso de interacción que se caracteriza por un ritmo dinámico, de expresión chispeante y cómica. Sin embargo, pronto se advierte que los personajes apenas dialogan entre sí; entre los interlocutores no existe un principio de cooperación o contrato fiducidario que coordine las referencias locutivas; se registra una pluralidad de enunciaciones, pero no un diálogo estable o uniformemente desarrollado. Ni tan siquiera en la escena en que se lleva a cabo la presentación de los candidatos, Humillos, Jarrete, Berrocal y Rana, podría hablarse propiamente de diálogo, dado que lo que se produce realmente es un interrogatorio. Sólo se observa enunciación sin diálogo. Hay un efecto cómico inmediato que reside en las palabras (refranes, frases hechas, tratamiento caricaturesco de los rústicos, etc.), al que hay que añadir una intención satírica y una actitud reflexiva, crítica, en suma, por parte del autor. Se está discutiendo algo más que una forma de hablar, y es una forma de convivencia, una actitud ante la resolución de problemas en conflicto.

Entre las formas lingüísticas manejadas de modo preferencial por estos personajes, y que contribuyen de manera determinante a convertir en un diálogo de sordos todo proceso de interacción y alternancia de enunciados, se encuentra el uso conceptista del lenguaje, basado con frecuencia en la reproducción de expresiones populares y refranescas, que se introducen en el discurso a modo de cuñas o consignas, las cuales cierran numerosas posibilidades de diálogo («que todo saldrá a cuajo», saldrá bien, a gusto; «mas echémoslo a doce, y no se venda», hacer algo sin tener en cuenta las consecuencias; «de buen rejo», de buen modo, etc.); lo mismo podríamos decir del uso recurrente de interjecciones, jaculatorias, anacolutos y juramentos populares («Por San Junco», juramento villanesco a un santo fantástico; «¡Cuerpo del mundo!», por «¡Cuerpo de Cristo!», juramento eufemístico; «¡Por San Pito...!», etc.); o determinadas construcciones en anadiplosis, de forma semejante a las usadas por Lope de Rueda en buena parte de sus pasos, que contribuyen a cerrar sintácticamente el discurso del interlocutor, confirmando sus últimas palabras, con objeto de no prolongar la comunicación o el diálogo.

 

Escribano:    Basta;
                        No quiere Dios, del pecador más malo,
                        Sino que viva y se arrepienta.
Algarroba:    Digo
                        Que vivo y me arrepiento...

 

Rana, el cuarto de los candidatos presentados, que puede quizá considerarse como uno de los personajes más destacados del entremés, presenta intervenciones que no son propiamente diálogos teatrales, sino que resultan más bien largas peroratas o monólogos muy extensos. En este personaje hay una clara disociación entre su forma de ser, tan torpe como la de los demás, y su forma de hablar, de cierta calidad retórica, lo que hace pensar que sus discursos son resultado de memorización, monotonía o automatización. Habla, pues, como una rana: sus frases parecen estar muy elaboradas, si bien sus discursos se manifiestan como peroratas previamente aprendidas. Si consideramos su parlamento ante Algarroba, Panduro y Estornudo, observamos que se trata de una intervención nada dialógica, al igual que las de los demás personajes, lo que invita a pensar que apenas existe un auténtico diálogo en todo el entremés. Todos hablan, nadie escucha; tales son las condiciones ideales para un diálogo de sordos. De hecho, el lenguaje no sirve para elegir un nuevo alcalde, y el proceso de selección queda suspendido. El entremés termina en canto, que es otra de las formas primordiales de comunicación sin diálogo.


Bachiller:  Quedarse ha la elección para mañana […].
Gitanos:    ¿Cantaremos, señor?
Bachiller:  Lo que quisiéredes.

 

En los entremeses cervantinos son muy frecuentes los diálogos fundamentados en enunciados o discursos interrogativos. Acaso más que ningún otro entremés, el titulado La guarda cuidadosa presenta, de forma muy recurrente y expresiva, el uso de enunciados interrogativos en la construcción dialógica del personaje, al menos en lo que se refiere a la relación interpersonal del sujeto dramático, destinados a verificar (o indagar en) la identidad y las intenciones actanciales de los interlocutores: «¿Te conjuro que me digas quién eres y qué es lo que buscas por esta calle?», exigirá al comienzo de la pieza el soldado al sacristán. El personaje se interroga acerca de la alteridad, de la expresión objetiva y exterior del otro sujeto interlocutor, pero no de su experiencia interior sobre del mundo en que vive. Toda pregunta dirigida a la alteridad trata de pronunciarse sobre su disposición externa, nunca sobre su experiencia subjetiva. El lenguaje del diálogo sigue todavía tratando de descifrar realidades objetivas y cualidades exteriores del sujeto, fundamentalmente actanciales.

Se observa que los enunciados interrogativos convierten o aproximan el diálogo a un interrogatorio, a través del cual un personaje trata de alcanzar seguridad en sí mismo mediante la adquisición de información o conocimiento sobre la identidad y las competencias del otro. Es lo que sucede en el primero de los diálogos que mantienen el soldado y el sacristán. El personaje más débil e inseguro fundamenta su comunicación en la apelación interrogativa, y en lugar de dominar y dirigir el proceso interactivo es guiado y subyugado por el interlocutario en el uso del lenguaje, a la vez que resulta decepcionado en sus expectativas.

 

Soldado:     ¿Has hablado alguna vez a Cristina?
Sacristán:   Cuando quiero.
Soldado:     ¿Qué dádivas le has hecho?
Sacristán:   Muchas.
Soldado:     ¿Cuántas y cuáles?
Sacristán:   Dile una destas cajas […].
Soldado:     ¿Qué más le has dado?
Sacristán:   En un billete envueltos, cien mil deseos de servirla.
Soldado:     Y ella, ¿cómo te ha correspondido?
Sacristán:   Con darme esperanzas propincuas de que ha de ser mi esposa.
Soldado:     Luego, ¿no eres de epístola?
Sacristán:   Ni aún de completas.

 

En esta misma línea discurre uno de los más peculiares diálogos que adquiere el formato del interrogatorio en el entremés cervantino; nos referimos al que mantienen en El viejo celoso Cristina y doña Lorenza. Las mozas sopesan, y se interrogan mutuamente al respecto, la posibilidad de incurrir en adulterio, con la consiguiente burla frente al vejete Cañizares, y la intervención final de Ortigosa, asegurando el éxito de la aventura, que basan en su propia astucia. Las dudas de doña Lorenza tratan de ser contrarrestadas por su sobrina con los alicientes de la burla y la «holgura».

 

Lorenza: ¿Y la honra, sobrina?
Cristina: ¿Y el holgarnos, tía?
Lorenza: ¿Y si se sabe?
Cristina: ¿Y si no se sabe?
Lorenza: ¿Y quién me asegura a mí que no se sepa?
Ortigosa: ¿Quién? La buena diligencia, la sagacidad, la industria; y, sobre todo, el buen ánimo y mis trazas.

 

No es posible dejar de insistir una vez más en la polifonía característica de la expresión dialógica de los entremeses cervantinos. Es ésta una forma de comprender el lenguaje a través del discurso, para comprender el discurso a través de la comunicación. Los entremeses de Cervantes muestran una especial conexión con elementos procedentes de la fábula menipea, como son la mezcla lo cómico y lo trágico; la crítica social y política; la liberación del lenguaje de determinadas exigencias y anquilosamientos históricos; la audacia en la invención filosófica e imaginativa; la presencia de elementos míticos, simbólicos, mágicos, hechizantes; expresiones grotescas afines a un naturalismo a veces macabro; la presencia de determinados escenarios como lupanares, prisiones, ferias, tabernas, y de personajes afines a estos lugares, como soldados, ladrones, rufianes, meretrices, etc. Por todas estas razones son frecuentes en los entremeses de Cervantes ejemplos de distorsión lingüística (vulgarismos, latinismos errados, sintaxis «vizcaína»...), puestos en boca de personajes rústicos, tal como sucedía en los pasos de Lope de Rueda, y con anterioridad, en el teatro español y portugués del siglo XVI. Es recurso cómico recurrente, del que se derivan determinadas implicaciones que a veces afectan a la claridad y fluidez de los procesos comunicativos habituales, y desde el que se expresa la ridiculez a la que el teatro breve cervantino somete la figura prototípica del labrador rico, exaltada y dignificada en la comedia de Lope de Vega.

La tipificación dialectal en el caso de la commedia dell’arte, o idiolectal en el caso del entremés, constituye otro de los rasgos frecuentes en la caracterización del personaje. El actor aporta toda su capacidad y saber acerca de la expresión popular, la variante dialectal y regional, en la caracterización del personaje de la commedia dell’arte y sus medios expresivos. Tradición y lengua confluyen, y el personaje se identifica por su modo de hablar: Arlequino y Brighella de Bérgamo, Pantalone de Venecia, el Dottore de Bolonia, el Capitano de Nápoles... En el caso de los entremeses, el uso, por parte de un personaje, de una lengua distinta de la que emplean los demás, puede servir para ocultar su identidad (vizcaíno), mostrar su malicia (germanía), o manifestar presunción (latín deturpado, en el caso de médicos, abogados, sacristanes...). En La Cueva de Salamanca, el Sacristán hace un uso paródico de los registros cultos del lenguaje, y con frecuencia, desde el punto de vista de la comunicación, su discurso genera una falta de entendimiento y coordinación entre los interlocutores, tal como le declara Leonarda:

 

Sacristán: ¡Oh, que en hora buena estén los automedones y guías de los carros de nuestros gustos, las luces de nuestras tinieblas, y las dos recíprocas voluntades que sirven de basas y colunas a la amorosa fábrica de nuestros deseos!

Leonarda: ¡Esto solo me enfada dél! Reponce mío: habla, por tu vida, a lo moderno, y de modo que te entienda, y no te encarames donde no te alcance.

 

Ejemplos de esta naturaleza pueden encontrarse fácilmente en cualquiera de los ocho entremeses, desde el lenguaje de germanía habitual en los personajes de El rufián viudo, hasta la pluralidad de registros identificables en La elección de los alcaldes de Daganzo, pasando por toda una variedad pluriestilística y pluritonal presente en El retablo de las maravillas, La guarda cuidadosa o El vizcaíno fingido. Todo ello explica y justifica las cualidades de un lenguaje conceptista, basado con frecuencia en expresiones populares y refranescas; el uso recurrente —como hemos indicado— de interjecciones, jaculatorias, anacolutos, dichos folclóricos, etc.; la frecuente deformación de vocablos cultos y populares, con una finalidad cómica («la luenga se os deslicia», por «la lengua se os desliza»; «presomís», por «presumís»; «a pies jontillas», por «a pies juntillas»; «Díganmoslo», por «dígannoslo»; «Distinto», por «instinto»), etc.

Los ejemplos de distorsión lingüística (vulgarismos, latinismos errados, sintaxis «vizcaína»...), son muy frecuentes en los entremeses de Cervantes, puestos en boca de personajes rústicos, tal como sucedía en los pasos de Lope de Rueda, y con anterioridad, en el teatro español y portugués del siglo XVI. He aquí un ejemplo más, que vemos en El retablo de las maravillas, entre los interlocutores Capacho y Benito Repollo, en el diálogo inicial con Chanfalla y Chirinos:

 

Benito: Sentencia ciceronianca, sin quitar ni poner un punto.
Capacho: Ciceroniana quiso decir el señor alcalde Benito Repollo.
Benito: Siempre quiero decir lo que es mejor, sino que las más de las veces no acierto.

 

Una de las características del entremés en su evolución del siglo XVI al XVII es el paso de la prosa al verso. Esta transformación, que en cierta medida remite a una preferencia del deleite frente a la verosimilitud, no resta al discurso del entremés su singular valor polifónico. Como ha escrito en este sentido Huerta Calvo (1995: 96), «a pesar de la pérdida de verosimilitud que el uso del verso impone, el entremés, tanto en su versión renacentista como en su versión barroca, es una especie de caja de resonancia del lenguaje oral de la época. Ningún otro género nos ofrece un muestrario tan variado de hablas individuales, sociales, profesionales y jergas de todo tipo, convenientemente distorsionadas por los espejos cóncavos y convexos de la farsa».

Hermenegildo, al referirse a este tipo de diálogos teatrales en los que participan personajes carnavalescos, como bufones, graciosos, locos, bobos, etc., ha considerado a estos procedimientos como recursos que disponen la destrucción de la lógica del lenguaje: «El loco festivo recupera así una libertad total que corre el evidente riesgo de la incomprensión del destinatario y de la desocialización del emisor», y que «implica la destrucción de la norma lingüística dominante» (Hermenegildo, 1995: 14-15). Se trata, pues, de signos carnavalescos que determinan un modo muy particular de uso del lenguaje, basado con frecuencia en la transgresión de una regla reconocida y en la deturpación de un discurso lingüístico dominante, en algunos casos hasta llegar a los límites mismos de la comprensión, al poner a prueba las capacidades del público o del lector, y de la incomprensión, en lo referente a la relación verbal que los personajes mantienen entre sí a lo largo de la fábula.



Las comedias

En 1615 Miguel de Cervantes publica bajo el título de Ocho comedias y ocho entremeses nuevos, nunca representados, las comedias tituladas El gallardo español, La casa de los celos, Los baños de Argel, El rufián dichoso, La gran sultana, El laberinto de amor, La entretenida y Pedro de Urdemalas. Estas obras, junto con Los tratos de Argel, constituyen las nueve comedias cervantinas conservadas hasta el momento, a las que puede añadirse —si bien ya se trataría de una comedia atribuida (Arata, 1992, 1995, 1997)— la titulada La conquista de Jerusalén, que pertenecería, junto con Los tratos, a la primera etapa del escritor como comediógrafo, los años que van de 1581 a 1587[1].

Como sabemos, Cervantes logra en la novela una renovación decisiva y paradigmática, que no alcanza sin embargo la misma trascendencia en géneros teatrales como la comedia —no diríamos lo mismo de La Numancia ni de los entremeses—, debido a la exigencia de una serie de preceptos o imperativos lógicos procedentes de la poética clásica. La sistematización e interpretación que los tratadistas de la Edad Moderna hacen de la preceptiva antigua impone una serie de limitaciones que, en el caso de la creación teatral cervantina, resultarán determinantes, ya que no sólo explican la afinidad de Cervantes hacia los postulados de la poética clásica, y sus controversias y reticencias frente al mundo cerrado de la comedia lopesca, sino porque además han contribuido a limitar formal y funcionalmente sus tentativas de renovación, a partir de criterios fundamentados en una determinada idea de la lógica y la verosimilitud del arte, procedentes de la tradición clásica, y concebidos genuinamente para la explicación y reconocimiento de un mundo antiguo.

Desde este punto de vista, consideramos que es posible identificar al menos cuatro aspectos de la poética clásica que limitan formal y funcionalmente la estética experimental del teatro cervantino. Cervantes se basa en el decoro, en los conceptos clásicos de fábula y caracteres, en la configuración arquetípica de los personajes y en el uso tradicional de las formas de lenguaje dramático (monólogo, diálogo, aparte), no para presentarlos formal y funcionalmente tal como los recibe de la tradición antigua, tal como los percibe el mundo clásico para el que fueron formulados, sino que los transforma en cada una de sus obras con pretensiones renovadoras, aunque no logre en el conjunto de su producción teatral una configuración (que sí consigue, por supuesto a su manera, Lope de Vega) definitiva o sistemática, a la que en todo caso no se le puede negar su valor intencional y experimental.

La concepción e interpretación del personaje teatral en un sentido moderno está determinada por la superación de la teoría aristotélica de la mímesis, como principio generador del arte, y la progresiva aceptación de las poéticas derivadas del pensamiento idealista, confirmadas por la experiencia poética de la Ilustración y el Romanticismo europeístas. Sólo de este modo puede explicarse que el decoro, como una concepción estamentalmente regulada del uso del lenguaje —y de la cultura—, ceda su lugar a la polifonía, como expresión social de las cualidades existenciales del personaje; paralelamente, los conceptos de fábula y sujeto se someten a una nueva interpretación, de modo que el personaje protagonista del drama deja de ser el agente aristotélico de la acción, para ser considerado e interpretado como el creador de su significado actancial y funcional; en consecuencia, los hechos constitutivos de la realidad humana dejan de explicarse desde la percepción, moralmente inmutable, del orden natural —cuya mímesis se rechaza— ideado por dioses y mitos, y comienza a interpretarse desde los valores personales del sujeto individual; el personaje teatral deja de estar reducido a un arquetipo lógico de formas de conducta, renuncia a ser el mero representante de una categoría moral, religiosa o política, para convertirse en una entidad superior e irreductible al agente de la trama, al estar dotado de una conciencia propia que excede las posibilidades de la fábula; finalmente, el personaje utilizará todas las formas disponibles del lenguaje (monólogo interior, soliloquio dramático, diálogo, aparte, etc.) para afirmar, comunicar e incluso imponer, la experiencia de objetiva de su propia interpretación de los hechos.

1. La limitación de la expresión del personaje en el uso del lenguaje: el decoro frente a la polifonía. El laberinto de amor es la comedia en que Cervantes discute con mayor ironía y habilidad la autenticidad y el valor del principio del decoro. Tal es lo que consigue, por ejemplo, al presentar a Anastasio con una indumentaria propia de villano —duque en hábito de labrador— en el momento en que pronuncia ante Dagoberto uno de los mejores —y escasísimos— discursos en favor de la libertad humana contenidos en el teatro español del siglo XVII. Así, uno de los interlocutores le confirma «Por Dios, que habéis hablado largamente, / y que, notando bien vuestro lenguaje, / es tanto del vestido diferente, / que uno muestra la lengua y otro el traje» (I, 214-217).

Las categorías sociales se interpretan como categorías morales, porque en ellas se objetivan las expectativas sobre el comportamiento de los sujetos, que se definen según un código de privilegios y deberes, desde los que se pretende determinar el grado de vicio o virtuosismo. De este modo, el decoro prescribía paralelamente los límites sociales y morales del personaje. En Pedro de Urdemalas Cervantes ironiza, con gran intensidad, sobre la autenticidad de estas prescripciones basadas en el decoro. El caso de Belica / Isabel es quizá el más expresivo. De Belica dice Maldonado al de Urdemalas que «Una gitana, hurtada, / la trujo; pero ella es tal, / que, por hermoza y honrada, / muestra que es de principal / y rica gente engendrada» (I, 580-583), con lo que se advierte acerca de su origen noble, y se mantiene así el decoro del personaje. 

He aquí un rasgo muy característico de Cervantes, que es la presentación de una de las propiedades de la poética antigua, en este caso relativa al decoro y estatuto del sujeto, encarnado en una categoría, el personaje, que resulta discutida formal y funcionalmente —pues se pone de manifiesto nada menos que en una gitana—, pero no referencialmente, ya que no se niega el decoro, sino que se señala su existencia como tal, y se juzga al personaje en función de esa ley estamental, en virtud de la cual se regula una determinada conducta social, así como aquellas formas de lenguaje que se admiten y reconocen en cada ámbito diastrático. 

En la presentación que Belica hace de sí misma ante el rey, Cervantes despliega de nuevo una grave ironía frente a las exigencias del decoro, al poner en boca de la moza la declaración de ser gitana bien nacida, y añadir acto seguido, no obstante, que no sabe quién es su padre (II, 1657-1658): «Belica: Soy gitana bien nacida. / Rey: ¿Quién es tu padre? / Belica: No sé». Si alguna definición esencial admite el personaje teatral del Siglo de Oro es aquella que resulta de su ascendencia familiar y de su situación social o estamental. El linaje determina el ser, y la trayectoria del personaje Belica / Isabel es clara muestra de ello. El ser del sujeto reside en la exterioridad de sus manifestaciones. Quebrantar los postulados del decoro, tal como lo concebían los antiguos, mediante planteamientos que demuestren la superioridad moral de una persona frente a otra socialmente superior, es una formulación específica de la modernidad posterior a la Ilustración, característica de una poética del realismo y el posromanticismo. Sólo cabe reconocer que los pueblos antiguos no se plantearon disimilitudes entre categorías sociales y morales, o simplemente no las consideraron apropiadas para la literatura.

Otro de los aspectos sorprendentes en cuanto al tratamiento del decoro en Pedro de Urdemalas es el que se refiere al comportamiento del rey frente a Belica. No es el noble poderoso, sino el mismo monarca, el sujeto de acciones un tanto livianas con el personaje que representa la gitana, perteneciente al estamento más bajo de la villanía de la época. El lector se encuentra nada menos que con el rey como sujeto de intrigas amorosas con una gitana, en presencia de la reina como celosa consorte, y a pesar del posible incesto que implicaría una relación con su propia sobrina. Un planteamiento de tales características no sólo parece distanciarse irónicamente de los rigores del decoro, imputables a un monarca del siglo XVII, sino que además no parece adecuarse en absoluto al mundo referencial codificado en la comedia de Lope de Vega, hasta el punto de que este episodio podría leerse como un discurso que discute e ironiza sobre el sistema de acciones y valores característico de la comedia nueva: «Silerio: […] La reina viene. / Rey: Mira que estés prevenido, / y tan sagaz y advertido / como a mi gusto conviene; / porque esta mujer celosa / tiene de lince los ojos. / Silerio: Hoy gozarás los despojos / de la gitana hermosa» (II, 1823-1830). 

Paralelamente, las transformaciones del personaje protagonista, Pedro de Urdemalas, se suceden hasta el final de la obra, en que decide hacerse representante de comedias: «Sin duda, he de ser farsante, / y haré que estupendamente / la fama mis hechos cante» (III, 2812-2814). Lógicamente, no hay decoro que soporte tal variedad de mutaciones, pero Cervantes no llega a expresar polifónicamente todo lo que este personaje teatral puede revelar funcionalmente. Y así, Pedro de Urdemalas encuentra en su última transformación el ejercicio más adecuado a las formas mutantes de su personalidad, que permanece desconocida o inasequible en sus aspectos genuinamente subjetivos. El sujeto se disuelve lúdicamente en la expresión y percepción de sus cambios formales: «Ya podré ser patriarca, / pontífice y estudiante, / emperador y monarca: que el oficio de farsante / todos estados abarca» (III, 2862-2866).

2. La devaluación y subordinación del sujeto en la fábula, como principio estructural y teleológico de los hechos. El teatro de Cervantes se debate entre la aceptación y superación de los postulados de la preceptiva clásica, frente a una poética de la modernidad aún no formulada literariamente, pero que el propio Cervantes, en sus comedias, intenta en cierto modo diseñar, sin el éxito decisivo que alcanza en la narrativa. En suma, las comedias cervantinas construyen un personaje teatral que se mueve entre los imperativos del mundo antiguo y los deseos de un mundo moderno que aún no ha dado nombre a muchos de sus impulsos. De este modo, el personaje cervantino de las comedias no siempre es superior e irreductible a un agente de la trama (Aristóteles), y aunque muy poco o nada tiene que ver con un estímulo de simpatía cuyos actos susciten piedad o terror (tragedia griega), el personaje no se limita a una expresión histórica o legendaria de su naturaleza como figura dramática (neosenequismo), ni se manifiesta como un simple representante de una categoría moral (religiosa o política) trascendente a lo humano (comedia lopista o calderoniana). Sin embargo, el personaje cervantino de la comedia objetiva una conciencia capaz de exceder las exigencias y posibilidades argumentales de la fábula, y en ocasiones parece poseer una vida fuera de la trama, semejante a la de algunos personajes de la narrativa del autor del Quijote

En El gallardo español, la construcción de la fábula potencia y exterioriza la expresión de un prototipo ideológico de sujeto dramático encarnado en la figura ideal de Fernando de Saavedra. Parece que todos los demás elementos, personajes y formas, se disponen estructuralmente para favorecer y justificar la construcción del personaje protagonista, en el que trata de fundamentarse un determinado orden moral y estamental, así como también se articulan teleológicamente para favorecer un determinado desenlace que ratifica la estabilidad social. Pese a que desde un punto de vista formal, los procedimientos estructurales de la comedia se distinguen sensiblemente de los códigos del teatro lopesco, la orientación teleológica es muy semejante al modelo barroco de Lope. El principal sujeto dramático, sin carácter existencial alguno, absorbe funcionalmente a todos los demás personajes, con objeto de justificar a través de la estructura de los hechos (fábula) las ideas encarnadas en el protagonista (sujeto).

En las últimas décadas, a través de autores como Avalle Arce, Flecniakoska, o Friedman, parece haber triunfado la tesis según la cual comedias como La entretenida, o también Pedro de Urdemalas, constituyen una parodia del modelo dramático codificado en la comedia lopesca. Esta interpretación, sin ser desacertada en absoluto, es más bien resultado de una lectura cervantina ampliamente desarrollada en el siglo XX, y muy mediatizada por el conocimiento de la experiencia literaria que enfrenta a Cervantes con Lope de Vega. De este modo, se tiende a ver en la literatura de aquél una expresión dialéctica de la de éste, lo que ha llevado a desplazar en cierto modo la importancia, esencial a nuestro modo de ver, que adquiere en este terreno la estrecha —y contradictoria— relación de Cervantes con la poética clásica (aceptada en la teoría y desmentida en la práctica). La composición del teatro cervantino se mueve entre las exigencias y los imperativos de la poética clásica, los postulados artísticos e ideológicos de la comedia nueva, y las tentativas de renovación, que en géneros como la novela le llevan a un éxito reconocido, y que en el teatro no consigue alcanzar, limitado como lo estaba por la poética de la Antigüedad, limitación que no logra superar fácilmente, y la estética de la Modernidad, por así llamarla, que, representada de forma triunfal por Lope de Vega, no logra convencerle en absoluto.

Respecto a la transgresión cervantina de las normas funcionales que articulan la fábula en la comedia nueva conviene tener en cuenta algunas observaciones. El hecho de que Cervantes no conceda al desarrollo de la historia o trama un final que concluya según los presupuestos habituales (matrimonio, triunfo del enredo, indulto de la burla, lances de honor...), como sería de esperar en la lógica actancial de las comedias de capa y espada, puede entenderse como la expresión deliberada de una inadecuación entre la estructura de los hechos (fábula), que en principio deberían atenerse a un orden moral transcendente, desde el que adquieren a priori el sentido de su desarrollo, y la experiencia particular de los actuantes o personajes que protagonizan tales hechos (sujeto). La acción desmiente la tipología de los caracteres, porque el sujeto se resiste a someterse a los códigos de la fábula. Parece que Cervantes rechazara en estas últimas comedias la definitiva construcción del personaje como resultado de la voluntad de un orden moral trascendente e inmutable, de modo que probablemente discute esa relación de identidad o armonía entre hechos naturales, sociales o políticos, y valores morales, religiosos o estamentales, tal como los confirma y codifica el teatro lopesco.

Son varios los rasgos actanciales que determinan funcionalmente el desenlace de La entretenida desde presupuestos contrarios a la lógica de la comedia nueva. 

En primer lugar, no triunfa el embuste pergeñado por Muñoz, Cardenio y Torrente, ya que la presencia y el comportamiento del auténtico Silvestre de Almendárez, que aparece en la jornada III de la comedia, lo desmiente abiertamente. No triunfa, pues, el embuste, una de las principales características funcionales de la comedia de enredo, lo que puede interpretarse en cierto modo como una desmitificación de la burla que sirve de eje a la acción, de la licencia poética que justifica su posible inverosimilitud como recurso funcional, y de sus más que probables implicaciones en los elementos, procesos y personajes cómicos de la pieza: «Yo soy, señor don Antonio, / vuestro primo verdadero, / y de ser éste embustero / darán claro testimonio / mis papeles y el retrato / de mi señora Marcela» (III, 2940-2945). 

En segundo lugar, como tantas veces se nos ha repetido, la comedia no acaba en matrimonio. Ninguna de las posibles parejas que han mantenido una intriga amorosa acaba en matrimonio: Cristina con Quiñones, Ocaña o Torrente; Antonio con Marcela; Ambrosio o Silvestre con la hermana de Antonio, también llamada Marcela... ¿Hay aquí un intento de desmitificación de la relación matrimonial convenida a través de formas de conducta lúdicas y azarosas, mediatizada por el poder económico o la riqueza patriarcal? No deja de ser, en todo caso, una muestra más de cómo el sujeto dramático no se atiene a al código preceptivo de la comedia lopesca: «D. Antonio: […] el Pontífice no quiso / conceder dispensación / entre mi primo y mi hermana» (III, 2986-2988); y algo más adelante: «Cristina: ¿No ha de haber un casamiento / en esta casa jamás? / Ocaña: Tú, Cristina, le harás, / si te ajustas a mi intento. / Cristina: Yo me ajusto al de Quiñones. / Quiñones: Pues yo no me ajusto al tuyo. / Cristina: ¿Tú, para no ser mi cuyo, / hallas razón? (Quiñones:) Y razones. / Cristina: Ocaña, si me deseas, / vesme aquí. (Ocaña:) No es mi linaje / tal, que lo que arroja un paje / escoja yo, ni tal creas» (III, 3000-3011). 

En tercer lugar, conviene advertir que el engaño no queda impune por parte de los burlados, quienes por boca de Marcela condenan lenitivamente la farsa de Muñoz, Torrente y Cardenio. El enredo, que en la comedia nueva proporciona con frecuencia el eje fundamental de la trama, se censura aquí como una broma de discutible gusto, que sin faltar al decoro social, no cumple con las exigencias que facilitan la verosimilitud y la autenticidad de la convivencia.

Desde el punto de vista de la funcionalidad, la comedia Pedro de Urdemalas se caracteriza por alterar y discutir la codificación de los hechos y acciones tal como los presenta la comedia nueva de Lope de Vega. La crítica cervantina ha distinguido tradicionalmente en Pedro de Urdemalas dos aspectos principales: en primer lugar, el hecho de que Cervantes subraye como mérito, al final de la pieza, que la comedia no termine en matrimonio (III, 3167) y que se hayan respetado las unidades de tiempo y espacio (III, 3169-3174); en segundo lugar, que la trama de la comedia se organiza en torno a dos peripecias fundamentales, que se corresponden con los personajes de Belica (tras cuya acción se sitúan los referentes de la novela griega, Amores de Teágenes y Cariclea, y un célebre episodio de Timoneda, perteneciente a Patrañuelo, XI), y Pedro de Urdemalas (personaje tradicional y folclórico, arquetipo del tracista proteiforme). Cuando Maldonado propone a Belica el matrimonio con Pedro de Urdemalas, en el que la igualdad prima ante cualquier otra pretensión posible, la dama rechaza al galán: «Cásate, y toma tu igual, / porque es el marido tal / que te ofrezco, que has de ver / que en él te vengo a ofrecer / valor, ser, honra y caudal» (II, 1580-1584). Belica rehúsa esta relación, sugiriendo mayores pretensiones: «¿No se te ha ya traslucido / que el que a grande no me lleve / no es para mí buen partido?» (II, 1555-1557). La interpretación funcional de hechos como éste —rechazo de la dama al galán propuesto— discute el esquema codificado en la comedia lopesca, al disponer que la comedia no concluya en matrimonio. Aunque hay dos parejas que finalmente quedan concertadas, tal como declara el alcalde a Pedro: «Clemente y Clementa están / muy buenos, sin ningún mal, / y Benita con Pascual / garrida vida se dan» (III, 3152-3154), la intervención de Pedro de Urdemalas, con la que se cierra la obra, insiste ante el público en desmitificar los finales prototípicos de la comedia nueva: «y verán que no acaba en casamiento, / cosa común y vista cien mil veces» (III, 3169-3170).

3. La construcción del personaje como resultado de la voluntad de un orden moral trascendente e inmutable. El laberinto de amor es la comedia de Cervantes que mejor representa la actitud del autor ante los imperativos de un orden moral que exige al sujeto renunciar a su voluntad y a sus modos de conducta, al crear determinados personajes, como Anastasio, que actúan precisamente para demostrar la falta de coherencia existente en un sistema moral que no es capaz de explicar ni resolver determinadas formas de conducta, que en última instancia no existirían si no existiera un orden moral tan restrictivo.

Anastasio se configura como un personaje que, al censurar la conducta de Dagoberto, intercede por la libertad individual del sujeto, en este caso Rosamira, frente a las consecuencias que la perversión de determinados impulsos humanos, como los celos, pueden provocar en la convivencia de los hechos sociales y los valores morales, al disponer un enfrentamiento entre el ser humano y el orden moral trascendente encargado de juzgar la conducta humana. El discurso de Anastasio (I, 174-207) es un rechazo explícito de toda forma de conducta que estimule el enfrentamiento entre la acción humana particular y los valores morales que la juzgan, y constituye por consiguiente una tentativa en favor, no de la transformación de un orden moral, que se estima inmutable, sino de una forma de conducta que, asegurando la convivencia, hagan más amplios y asequibles los límites de la libertad: «Por esta acusación que a Rosamira / has puesto tan en mengua de su fama, / este rústico pecho, ardiendo en ira, / a su defensa me convida y llama; / que, ora sea verdad, ora mentira / el relatado caso que la infama, / el ser ella mujer, y amor la causa, / debieran en tu lengua poner pausa […]. / Si amaras al buen duque de Novara, / otro camino hallaras, según creo, / por donde, sin que en nada se infamara / su honra, tú cumplieras tu deseo. / Mas tengo para mí, y es cosa clara, / por mil señales que descubro y veo, que en ese pecho tuyo alberga y lidia, / más que celo y honor, rabia y envidia» (I, 174-205).

En el caso de la última de las comedias que editada Cervantes, Pedro de Urdemalas, uno de los rasgos más destacados del personaje en relación con el orden moral que lo trasciende, nos lleva a considerar al menos un doble valor en la construcción sintáctica y semántica del protagonista: 1) por un lado, se observa la mutación actancial y accidental —pocas veces funcional, y nunca definitiva—, del personaje, en un mundo determinado por las exigencias e imperativos de un orden moral trascendente, profundamente conservador en todas sus formas de explicación y percepción de la vida humana; 2) por otro lado, asistimos a la desmitificación y devaluación de un personaje exaltado por los demás, en su valor y habilidad para resolver todo tipo de situaciones adversas, y que sin embargo abandona, por inconstancia o cobardía, la resolución de muchas de ellas.

4. La reducción del personaje teatral a un arquetipo lógico de formas de conducta. El teatro cervantino ofrece personajes que por su diversidad experimental eluden toda posible clasificación que atienda exclusivamente a criterios estamentales o funcionales; si por un lado el personaje discute los planteamientos y desenlaces de la comedia nueva, por otro lado tampoco se atiene rigurosamente en su realización literaria a los principios de la poética clásica, y desde luego no faltan ejemplos, como hemos señalado, de ironía, sobre el decoro social del personaje; de superación del sentido aristofánico del humor, en favor de la comicidad terenciana (Close, 1993); de disgregación, en lo que se refiere a muchas de las cualidades del «gracioso» lopesco; o de crítica, respecto a posibles interpretaciones sobre un concepto tan decisivo entonces como el del honor.

La disolución del personaje como prototipo lopesco es un rasgo recurrente e irregular en el teatro cervantino. Así, por ejemplo, se observa en El gallardo español, al igual que en todas las demás comedias turquescas, la ausencia de un personaje al que identificar estrictamente con el prototipo del gracioso o figura del donaire, tal como resulta codificado en la comedia nueva. En los entremeses de Cervantes se constata una inversión, devaluación y parodia, de algunos de los personajes de la comedia de Lope, especialmente los encarnados en las figuras del labrador rico, el administrador, el alcalde, el gobernador, etc., alienados por prejuicios estamentales y religiosos, con pretensiones sociales, y una calamitosa formación cultural; por su parte, las comedias cervantinas no ofrecen sistemáticamente la misma intencionalidad paródica de los prototipos lopescos —salvo el entremesil alcalde Martín Crespo, en Pedro de Urdemalas—, pero resulta innegable una tentativa de disolución, al menos en lo que se refiere al personaje del gracioso; de desaparición, en cuanto se relaciona con el concepto lopesco de «villano»; o de devaluación, respecto a las responsabilidades de autoridad patriarcal que competen al galán, al padre o al hermano de la dama, convertidos en El gallardo español en un hermano despistado y un ayo anciano y débil. La escena final de La entretenida constituye un vivo ejemplo de disolución funcional del personaje, en un momento en el que, fracasadas todas las acciones e intenciones que se habían propuesto a lo largo de la obra, cada personaje abandona el escenario reconociendo verbalmente su frustración. Esta devaluación crítica del personaje como prototipo puede entenderse en la comedia cervantina como una tentativa experimental que se enfrenta a la limitación, vigente en la poética de la comedia lopesca, y confirmada por la tradición antigua, de presentar al personaje dramático como arquetipo lógico de acciones específicas, de las que sería expresión objetiva, al actuar como delegado de la voluntad de un orden moral trascendente.

En consecuencia, creemos que es posible identificar, en las comedias de Cervantes, al menos doce tipos de personajes, cuya realización formal y funcional obedece a varias tentativas experimentales, lo que en cierta medida puede explicar su posible diversidad e irregularidad en el conjunto de sus comedias: 1) el personaje alegórico, 2) el personaje mítico (figuras épicas, bucólicas y fantásticas), 3) el rey (moro o cristiano), 4) el galán (en tres variantes, que amalgaman rasgos procedentes de la comedia nueva, el teatro experimental cervantino y la tradición folclórica), 5) la mujer (como personaje que se mueve entre la experimentación y aceptación de varias formas de conducta), 6) el criado, 7) el cautivo, 8) el supuesto «gracioso» cervantino, 9) el rufián, 10) el soldado, 11) el santo, y 12) el incipiente personaje «nihilista». En conclusión, consideramos que la construcción del personaje teatral en las comedias cervantinas, como arquetipo lógico de formas de conducta, se sitúa entre las tentativas experimentales de renovación del personaje dramático, a partir de las normativas de la poética clásica, y la disolución de los prototipos funcionales codificados en la comedia nueva por Lope de Vega.

En lo referente a sus comedias, Cervantes no parece lograr la renovación decisiva y paradigmática que alcanza sin embargo en géneros literarios como la novela, en obras teatrales como La Numancia o los entremeses, debido posiblemente, como hemos tratado de demostrar, a la exigencia de una serie de preceptos o imperativos lógicos procedentes de la poética clásica. Al contrario de lo que sucede en la novela, el teatro de Cervantes parece debatirse entre la expresión moderna de un mundo existencial en plural libertad y la facticidad de un orden moral inmutable y trascendente al sujeto, heredado de la Antigüedad y cerrado a percepciones renovadoras.

 

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NOTA

[1] Aunque hoy por hoy resulta difícil considerar con seguridad tal paternidad, se han atribuido a Cervantes, entre otros, los siguientes entremeses: Entremés de doña Justina y Calahorra, Entremés de los mirones, Entremés de Ginetilla ladrón, Entremés de melisendra, El hospital de los podridos, etc. Sin embargo, entre las comedias atribuidas que cuentan con cierto crédito, debe mencionarse La conquista de Jerusalén por Godofre de Bullón. Es muy probable que el autor de esta comedia haya tomado como fuente inmediata la Gerusalmme liberata de Torquato Tasso, que se publicó en febrero de 1581, lo que induce a S. Arata a pensar, con cierta seguridad, que la comedia fue compuesta entre 1581 y 1585, con anterioridad incluso a la traducción española que Sedeño hace de esta obra de Tasso. En 1992, Arata admitía que «de momento, lo único que podemos asentar es la peculiar lectura que La Jerusalén hace de la Gerusalemme liberata coincide con una concepción del drama histórico muy del gusto de Cervantes. La preocupación por una poesía cimentada en la historia, la denuncia de las vejaciones de que eran objeto los cautivos, la fuerte componente ética y no nacionalista de la lucha contra los musulmanes, los mismo amores entrecruzados de moros y cristianos (sin ninguna concesión a una maurofilia al estilo del Abencerraje), son todos elementos que, en su conjunto, no es posible hallar en otros dramaturgos de la época y que constituían, en cambio, los cimientos del nuevo proyecto teatral cervantino» (Arata, 1992: 27-28).






Información complementaria


⸙ Referencia bibliográfica de esta entrada

  • MAESTRO, Jesús G. (2017-2022), «Síntesis crítica del teatro de Miguel de Cervantes», Crítica de la razón literaria: una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica. Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades del conocimiento racionalista de la literatura, Editorial Academia del Hispanismo (IV, 2.19), edición digital en <https://bit.ly/3BTO4GW> (01.12.2022).


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