IV, 2.17 - Atribuciones teatrales cervantinas: el espacio antropológico de los entremeses

 

Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices





Atribuciones teatrales cervantinas: el espacio antropológico de los entremeses


Referencia IV, 2.17


Aunque hoy en día sigue siendo difícil considerar con seguridad tal paternidad, se han atribuido a Cervantes[1], entre otros, los siguientes entremeses[2]Entremés de doña Justina y Calahorra, Entremés de los mirones[3], Entremés de Ginetilla ladrón, Entremés de Melisendra, El hospital de los podridos[4], La cárcel de Sevilla[5]Entremés de los habladores[6]Entremés de los romances y Entremés de los refranes[7].

A continuación, vamos a examinar, desde los presupuestos metodológicos de la Crítica de la razón literaria, los cinco entremeses siguientes: Los habladores, La cárcel de Sevilla, El hospital de los podridos, Famoso de los romances y Los mirones.

 

 

Los habladores

El espacio antropológico de esta pieza es básicamente unidimensional. Se limita al eje circular. Puede registrarse la mención de un referente propio del eje angular —el diablo—, pero su presencia es absolutamente verbal y lúdica, y carece por completo de consecuencias religiosas. En boca del hablador —Roldán—, se percibe más bien como objeto de ridículo e instrumento cómico: «¿Diablo, dijo usted? Y dijo muy bien; porque el diablo nos tienta con varias tentaciones: la mayor de todas es la de la carne; la carne no es pescado; el pescado es flemoso; los flemáticos no son coléricos...» (119). Lo numinoso posee aquí un sentido exclusivamente lúdico e incluso burlesco. Está despojado de todo tratamiento serio o trascendente.

Roldán, el personaje que representa el prototipo del hablador, es un soldado maltrecho y empobrecido, «en hábito roto, con su espada y calcillas». Para mayor desgracia, está perseguido por la justicia, de la que huye, y con la que se topa en casa de Sarmiento, a donde ha sido invitado para «curar» a doña Beatriz, mujer del anfitrión, de la patología que sirve de leit-motiv al entremés, la irrefrenable ansiedad de hablar.

Esta pieza teatral se singulariza por la crítica de caracteres percibidos como socialmente patológicos, en ese caso la incontenible necesidad de hablar de forma incesante sin decir nada sustancial ni pertinente. Desde el punto de vista de lo socialmente patológico, entremeses de este género se sitúan en una trayectoria que antecede en la literatura española formas y tipos propios de la comedia de caracteres de Molière, cuyas consecuencias apuntan y desembocan en la experiencia de la Ilustración europeísta. Del mismo modo que el dramaturgo francés retrata a prototipos celosos, avaros, hipócritas, misántropos, cursis, hipocondríacos, embusteros, embaucadores, etc., y los utiliza como objetos y sujetos de crítica moral, social y costumbrista, la mayor parte de los entremeses atribuidos a Cervantes —y que muy probablemente no se deben a Cervantes, en todo caso no hay pruebas racionales suficientes ni documentales definitivas— se singularizan por presentar a personajes que, de modo idéntico o muy semejante al de Molière, son objetos y sujetos críticos de las patologías sociales y morales de su tiempo.

 

 

La cárcel de Sevilla

La cárcel es un lugar formal y funcionalmente decisivo en el espacio antropológico. Vinculada a las estructuras del Estado y a su ordenamiento jurídico, es el lugar en el que físicamente se recluye —a la espera de juicio, o en cumplimiento de penas jurídicamente impuestas— a personas no toleradas por la sociedad, tras imputárseles la comisión de determinados delitos. Es el caso de los personajes principales de este entremés, en especial de su protagonista, Paisano, quien tras ser condenado a la pena capital recibe finalmente el indulto.

Todo el entremés está construido deliberadamente sobre el humor más negro posible. Los contrastes son tan acusados, que sólo resultan verosímiles en la comicidad de la ficción teatral.

 

Paisano: Pues, seor alcaide, voacé me haga merced de que no se me ponga el hábito de la Caridad que sacó el ahorcado el otro día, que estaba viejo y apolillado, y no me le he de poner por ninguna cosa: que ya que haya de salir, quiero salir como hombre honrado, y no hecho un pícaro; que antes me quedaré en la cárcel (135).

 

Con cierta consonancia, las referencias religiosas presentes en el entremés son visiblemente burlescas, a veces satíricas, y en alguna ocasión próximas a lo sacrílego. Inicialmente se manifiestan a través de jaculatorias burlescas e hiperbólicas, en boca de los rufianes encarcelados, en el momento en que se les autoriza a salir de la celda, supuestamente para orinar y, de paso, cantar unas coplas:

 

Garay: Loado sea Dios, que veo el cielo de Cristo.
Solapo: Loado sea Dios, que veo el nubífero.
Paisano: Loado sea Dios, que veo el Sempiterno.

 

En adelante, las alusiones a Dios serán más vanas que piadosas. Así, por ejemplo, ante la posibilidad de apelar su sentencia de muerte, Paisano prefiere hacerlo ante Dios y no ante los hombres, de cuya naturaleza humana fía menos que de ninguna otra. La crítica a la administración de justicia es evidente. La ironía racionalista sobreviene cuando finalmente son los hombres, en este caso los jueces, y no un deus ex machina, quienes revocan la ejecución de la pena.

 

Escribano: Y ¿para quién diremos que apeláis?

Paisano: Apelo para Dios; que si yo apelo para esos señores padres de la Audiencia, remediadores de los fallos, pienso que no tendré ningún remedio.

 

En otro momento, el arrepentimiento del reo se convierte en una sátira paródica de lo que verdaderamente ha de ser un acto de contrición. La escena frisa lo sacrílego, y recuerda ciertos pasajes del auto valleinclanesco Sacrilegio, en el que un grupo de bandidos finge la confesión de uno de los suyos antes de ejecutarlo. Lo numinoso se ve involucrado en un contexto en el que la inversión grotesca es la nota dominante.

 

Paisano: […] no haya lloros, lágrimas ni baraúndas; que me voy a poner bien con el Sempiterno.

Solapo: Por cierto, seor Solapo, que si Paisano muere, que pierde Barragán el mayor amigo del mundo, porque era grande archivo y cubil de flores para pobretos. Oiga lo que faltará si muere: la corónica de los jayanes, murcios, madrugones, cerdas, calabazas, águilas, aguiluchos, levas, chanzas, descuernos, clareos, guzpátaros, traineles; «y al fin, para desconsuelo, / que nos aumenta el dolor, / faltará un definidor / al trato airado y al duelo».

Garay: No queda hombre honrado en el todo el mundo, en faltando el Paisano (135).

 

La llegada de unas meretrices, que lloran con su presencia la condena de Paisano, a quien han acompañado en su vida rufianesca, especialmente su Beltrana, se convierte en un nuevo objeto religioso de inversión grotesca: se compara a las prostitutas con los clérigos que «ayudaban a bien morir» a los ajusticiados. Paisano, «vestido de ahorcado y con una cruz en la mano», califica a sus rameras de «teatinos infernales», esto es, curas ordinarios de san Cayetano que confesaban y acompañaban a los reos hasta el patíbulo. Y así, en su diálogo final con la daifa, le advierte: «El alma te encargo, pues el cuerpo te ha servido en tantas ocasiones» (137).

La pena capital ocupa en este entremés un protagonismo muy notorio. De hecho, sólo el indulto final confiere a la obra un desenlace «cómico» que de otro modo no existiría. La actitud del preso ante la condena que se le impone es inicialmente lúdica y flemática, y persiste durante el resto del entremés entre lo cómico, lo burlesco y lo paródico. El contraste entre la actitud del alcaide y la del reo no puede ser más dialéctico:

 

Alcaide: Paisano, aquí os vienen a notificar una sentencia; pésame, que es de muerte. […].

Escribano: […] el juez que entiende de su causa le condena a muerte.

Paisano: Veamos esta baraúnda. ¿Qué buenas pascuas nos viene a notificar?

Escribano: «Fallo que por la culpa que contra Paisano resulta, le debo condenar y condeno, a que de la cárcel do está sea sacado públicamente en un asno de albarda, y un pregonero delante que manifieste su delito; y sea llevado por las calles acostumbradas, y de allí sea llevado a la plaza, donde estará una horca hecha, y della será colgado del pescuezo, donde naturalmente muera. Y nadie sea osado a quitarle sin mi licencia. Y mando, so pena de la vida», etc.

Paisano: ¿Quién dio esa sentencia?

Escribano: El juez que entiende de vuestra causa.

Paisano: Puédelo hacer, que es mi juez. Mas dígale voacé que sea tan honrado que nos veamos en el campo solos, él con su fallo y yo con una espada de siete palmos; veamos quién mata. Estos juecitos, en tiniendo un hombre embanastado como besugo, luego le fallan, como espada de la maesa: «¡Fallo que debo condenar, y condeno, que sea sacado por las calles acostumbradas, en un asno de albarda... que todo lo diga!»¡Válgate el diaglo, sentencia de pepitoria! ¿No es mejor decir que muera este hombre, y ahorrar de tanta guarnición? (133-134).

 

La respuesta del reo es burlesca e irrealmente sobria, y sobre ella se articula una parodia cuyo artífice es el autor anónimo del entremés, y cuyo sujeto es Paisano; el objeto de la parodia es el texto de la sentencia, y el código —aquello permite la devaluación del objeto parodiado— es la Justicia misma, es decir, el ordenamiento jurídico que confiere legalidad a la condena y en virtud del cual ésta será cumplida[8].

Es de interés considerar el papel que en esta brevísima obra desempeñan las dos ceremonias en ellas contenidas, relativas a la ejecución del reo y a la nominación del nuevo rufián que ha de ocuparse de las meretrices.

Las ceremonias son figuras que expresan acciones y prácticas esenciales de la vida humana socialmente organizada. No hay sociedad sin ceremonias. Las dos que se escenifican en este entremés funcionan como inversiones grotescas y paródicas de sendas realidades a las que hacen referencia: la ejecución de la pena capital, cuya gravedad es objeto de parodia a través del humor negro, y la sucesión del linaje rufianesco, cuya dignidad pretende imitar la de los más elevados estamentos sociales.

Ambos ceremoniales se suceden sin solución de continuidad, en una acumulación sobresaliente de imágenes grotescas. En primer lugar, se expone la moralidad rufianesca del acto de sucesión.

 

Paisano: Beltrana, antes que deste mundo vaya, te quiero dejar acomodada. Solapo es mi amigo, hame pedido que te hable; es hombre que pelea y peleará, y te defenderá. En rindiendo yo el alma, le entregarás tú el cuerpo.

Beltrana: Hermano de mi vida, eso hiciera yo muy de buena gana por mandármelo tú; pero tengo dada la palabra a otro.

Paisano: Pues, badana, ¡aún no he salido desde mundo, y das la palabra a otro! No te lograrás: ¿tú no ves que éste es desposorio clandestino? (137).

 

Y de seguido tiene lugar la representación ceremoniosa y satírica que conduce al reo hacia la horca, rodeado de rufianes, prostitutas y funcionarios de justicia, que entre lloros y valentonadas, grotescas moralinas y fútiles amenazas, discurren el camino de la horca.

 

(Cantan dentro la letanía, y responden todos).

Alcaide: Eso me parece que es lo que importa: vuestros amigos son, que os vienen a decir las ledanías.

Paisano: En la muerte se echan de ver los que son amigos.

(Salgan todos los que pudieren, en orden de figurillas, con velas encendidas en las manos y cantando las ledanías)

Paisano: Venme aquí cercado de grajos gallegos (138).

 

Una y otra ceremonia son abiertamente sociales, ya que participan en ellas varios individuos. Sin embargo, en referencia a los tres ejes del espacio antropológico, mientras que la ceremonia rufianesca es exclusivamente circular (sin intervención radial de elementos de la naturaleza, ni presencia angular de referentes religiosos o numinosos), no sucede lo mismo con la ceremonia que conduce al reo hasta el patíbulo, caracterizada por la presencia de referentes circulares (autoridades civiles, alcaide, escribano, coro de meretrices, acompañamiento de rufianes, etc.) y de entidades angulares (accesorios religiosos, como el crucifijo; exigencia de contrición; referencias grotescas a «teatinos infernales», como confesores de reos condenados a la pena máxima). Por último, desde el punto de vista de las relaciones que mantienen los sujetos actuantes y los contenidos ceremoniales, ambas son ceremonias de segundo orden, es decir, tienen lugar al margen de comportamientos etológicos pautados por la naturaleza, la cual no impone nunca la obligación de ejecutar a seres humanos, ni de nombrar a un rufián como sucesor de otro, del mismo modo que, por el contrario, sí impone a la especie humana la exigencia de comer, beber o reproducirse, para sobrevivir como tal especie. Una y otra son en este entremés ceremonias morales, no éticas.

 

 

El hospital de los podridos

Éste es uno de los entremeses cuyo estilo, temática y tratamiento resultan más afines a la literatura cervantina. De cualquier modo, mientras no haya pruebas positivas que lo acrediten, tal atribución no será sino una conjetura inspirada en afinidades formales y semánticas[9]. Y tampoco hay que negar que la referencia, en este entremés, a personajes arquetipos como los calvos, narigudos, miopes, zurdos, sastres, zapateros, etc., hacen pensar en la literatura quevedesca, del mismo modo que la aversión hacia los médicos, igualmente presente en El hospital de los podridos, puede conducirnos hacia el teatro molieresco, sin que todo ello suponga la automática atribución de esta pieza a Quevedo, y mucho menos a Molière.

El hospital de los podridos sigue inocentemente el modelo de un entremés de figuras, para presentar a una serie de personajes afectados por un impulso emocional que se percibe socialmente como un grave problema que hay que corregir. En los términos de la época, «estar podrido» equivalía a sufrir una suerte patología o neurosis insoportable, causada por la percepción molesta e irritante de una determinada acción o acontecimiento, y que se manifiesta en una irritabilidad incontenible e incurable por sí sola. La obra plantea un problema esencialmente moral, social y práctico, esto es, político, que exige el establecimiento de una serie de medidas destinadas a preservar el correcto funcionamiento de la sociedad, cuya expresión máxima es el Estado o la república. La moral funciona aquí como un conjunto de normas destinadas a conservar la unidad del grupo, evitando la proliferación de conductas heterodoxas que puedan disgregar la configuración social y política ya establecida. En palabras del rector:

 

Era tanta la pudrición que había en este lugar, que corría gran peligro de engendrarse una peste, que muriera más gente que el año de las landres; y así, han acordado en la república, por vía de buen gobierno, de fundar un hospital para que se curen los heridos desta enfermedad o pestilencia, y a mí me han hecho rector.

 

Las referencias religiosas no están exentas de una crítica paródica. Entre burlas y veras, con la presencia de personajes que exhiben patologías muy espectaculares, propias del mejor teatro del absurdo —el Cañizares que se muestra supersticioso y desesperado ante los zurdos, el tipo que aguanta a los narigudos, la Clara que no soporta que su marido tenga la boca grande...—, hay otros personajes que introducen patologías reveladoras o portadoras de una crítica social, e incluso religiosa, más efectiva. Así, por ejemplo, Pero Díaz, adoba su crítica contra los malos poetas —tema muy cervantino y también muy aurisecular— con una serie de implicaciones religiosas más cómicas y burlescas que piadosas o sacras. El resultado es la expresión grotesca, caricaturizada, de una imagen religiosa.

 

Rector: ¿Podrido estáis de poetas? Harto trabajo tenéis. ¿Y con qué poetas os pudrís?

Pero Díaz: Con estos que hacen villancicos la noche de Navidad, que dicen mil disparates, con mezcla de herejía. Y mire vuesa merced que, dándole a uno aquella octava de Gracilazo, que dice: «Cerca del Tajo, en soledad amena, / de verdes sauces hay una espesura»; volvió esto: «Cerca de Dios, en soledad amena, / de verdes santos hay una espesura». Y preguntado quién eran esos santos, dijo que San Felipe y Santiago, y otros santos que caen por la primavera (147).

 

Reflexividad y subversión precipitan el final del entremés, provocando incluso la clausura de la justicia y la consiguiente proscripción y disolución de las normas morales inicialmente preceptivas. El desenlace del entremés viene inducido por la reflexividad en la aplicación de la ley. Los representantes de la justicia se acusan entre sí de padecer el mal que ellos mismos proscriben. Todo está subvertido, y el espacio que ocupan los seres humanos sanos queda definitivamente clausurado, si no es por la presencia del flemático Villaverde, que concluye la pieza cantando un romance en el que la vida humana «es como juego naipes, / donde todas son figuras, / y el mejor, mejor lo hace» (152). El lector o espectador encuentra aquí el tópico de la vida como teatro del mundo. La misma o semejante imagen que se transmite en el Quijote (II, 12), cuando, tras el episodio de la carreta de las Cortes de la Muerte, Sancho compara la vida de los seres humanos con el papel que las piezas del juego desempeñan efímeramente sobre el tablero[10]. La moraleja que parece imponer Villaverde en El hospital de los podridos es doble. Por un lado, desde una perspectiva social, rechaza controlar políticamente la conducta de las gentes: «dejemos a cada uno / viva en la ley que gustare». Por otro lado, y a título personal, propugna evitar toda implicación o indignación personales ante lo que le rodea, por absurdo y disparatado que sea el entorno: «Parezca bien la comedia, o digan que es disparate; / venga o no venga la gente, / oigan con silencio o parlen, / yo no me pienso pudrir, / ni que el contento me acabe, / aunque abadejo de digan / y aunque bacallao me llamen» (153). La eutaxia, es decir, el bien del Estado, su armonía y equilibrio sociales, conseguida mediante el cumplimiento de las leyes, es el objetivo de los funcionarios de justicia en El hospital de los podridos. El resultado, sin embargo, será todo lo contrario a la eutaxia. Y no por incumplimiento de la ley, sino porque nadie puede sustraerse absolutamente a ser objeto de ella, lo cual la convierte de hecho en un arma en contra de sus propios administradores. Los jueces son objeto de juicio, es decir, sujetos de las patologías que persiguen. La mayor ironía: es un podrido, Villaverde, quien acusa y encierra al último de los jueces custodios de la eutaxia, el secretario del tribunal.

 

 

Entremés de los romances

Las concomitancias de este entremés con el Quijote son, como desde siempre insistió Menéndez Pidal, y la crítica ha reiterado desde entonces, muy atractivas. Pidal dató la composición de este entremés en una fecha inmediatamente posterior a 1591, e insistió que Cervantes se había inspirado en él para la composición del Quijote. Lo cierto es que —por crudo que parezca— nada de esto, pese a su posible coherencia, puede probarse por el momento de forma definitiva. Lo que tenemos es el texto del entremés, publicado por vez primera en 1611 en la Parte tercera de las comedias de Lope de Vega y otros autores, y reimpreso en 1874 por Adolfo de Castro en Varias obras inéditas de Cervantes, donde el editor atribuye la autoría a Cervantes.

El lector de la pieza puede comprobar que este entremés constituye, entre otros aspectos, una parodia cuyo objeto es el contenido literario de romances heroicos, populares y pastoriles, desde el romancero tradicional hasta los tiempos de Cervantes. Simultáneamente, el personaje protagonista reproduce un mecanismo comparable al que sustenta la locura de don Quijote. Ha leído tantos romances que su juicio se ha trastornado, y acaba por creerse un personaje más de ese mundo heroico, popular y mítico, por lo que, en compañía de un escudero, abandona a su familia y esposa en busca de aventuras. Bartolo, el personaje protagonista, es un sujeto explícitamente ridículo, «armado de papel, de risa, y en un caballo de caña» (163). La acción del entremés muestra innegables analogías con secuencias de los capítulos 4 y 5 de la primera parte del Quijote. La pieza termina con una escena, no menos ridícula, entre Perico y Dorotea, «él desnudo y ella en faldas», cuñado y hermana respectivamente de Bartolo, y a quienes hay que casar al momento para evitar cualquier deshonra. La celebridad de este entremés se debe en gran parte a las relaciones de analogía que lo vinculan al Quijote, y a la implicación que en este proceso ha adquirido para la crítica la figura de Cervantes —implicación tan intensa como difusa, porque la autoría del entremés sigue indefinida, y porque su consideración como fuente de inspiración del Quijote continúa siendo una conjetura, más valiosa por su atractivo que por el crédito de cualesquiera fuentes documentales.

 

 

Los mirones

Este entremés constituye una rapsodia de historietas y relatos costumbristas en los que, a partir de un momento dado, uno de los posibles narradores se convierte en protagonista involuntario y objeto cómico de la secuencia entremesil. Podríamos decir que estamos ante un ejemplo de teatro conversacional o narrativo. Lo verdaderamente importante no es lo que sucede, sino lo que se cuenta. La causa de todo ello es el ocio crítico de una serie de estudiantes, discípulos del licenciado Mirabel, «que el otro día, tratando de qué pasatiempo echarían mano para pasar con gusto algunos ratos de aqueste carnaval, dieron en que por estos días se fundase una cofradía, que llaman de los Mirones, cuyo instituto fue éste: que repartidos, como frailes, por barrios de la ciudad, de dos en dos, vayan a lo disimulado, mirando con atención todas las ocasiones o sucesos que tienen más del gusto y del extravagante […], porque van desoados por las calles mirando lo que pasa, para traer que contar y que reír» (173). He aquí el ardid en torno al que gira la trama del entremés, costumbrista, cómico, escatológico, y formalmente testimonio de cómo actúa y funciona un narrador en el teatro.

La risa y la burla que pretende la fábula del entremés nace de un impulso crítico, una suerte de corrigit riendo mores, en cierto modo muy molieresco. En la sociología y el costumbrismo residen muchos referentes de esta breve pieza, en la que el ocio crítico de los mirones exige ante todo el ingenio como requisito fundamental:

 

Licenciado Mirabel: […] porque no basta ser mirón, sino también admirón o admirador de las cosas que se ven. ¡Cuántos jumentos o caballos pasean por las calles de Sevilla con los ojos abiertos, siendo mirones de todo lo que pasa, que, preguntados qué han visto, o qué han ponderado en lo que han visto, no darán razón dello! Lo mismo sucede a muchos hombres, que pasan por lo que ven con el mismo descuido que un caballo.

Don Francisco: ¡Cuántos conozco yo destos! Infinitos, que sólo parece que nacieron en el mundo para gusanos de seda: duermen lo más de la vida, comen y beben el resto, y al fin muéranse dentro del capullo.

Licenciado Mirabel: Por esto nuestros cofrades son muy pocos, pero la nata de todos estos estudios. Y en descubriendo en alguno poco ingenio en reparar y ponderar lo que ve, al punto se le da carta de horro y le borramos de nuestra cofradía (173-174).

 

El contenido de las historias narradas en este entremés por algunos de los estudiantes cofrades nos aleja de la forma cervantina de abordar ciertos temas aquí presentes: 1) La disputa de dos vendedoras en la plaza pública. 2) La reyerta obscena entre una mulata y una moza, en la que se critica y se pone en evidencia la frivolidad de la justicia[11]. 3) La historia de los tres ciegos, en que la devoción religiosa aparece vinculada a la ociosidad más miserable, la superstición y la magia resultan desmitificadas como forma de curación de las enfermedades[12]. 4) La vivencia escatológica del ciego Briones, que se celebra como el «más agraciado disparate» que el maestro de los cofrades ha oído en su vida. 5) El cuento del frenero vestido de seda, que ridiculiza a quienes pretenden lujo y ostentación innecesarios. 6) La historia del ganapán de medias de seda, que reitera el mensaje del cuento del frenero, contra la petulancia y el lujo exhibicionista. 7) La vieja adinerada y tres veces viuda, que casa con mozo galán y pobre, ante la sorpresa y maledicencia de sus conciudadanos, y que da lugar a una diatriba, casi quevedesca, contra las mujeres viejas. 8) El cuento del viejo Benito de Chinchilla, a quien grotescamente el narrador del entremés trata de dignificar mediante un ingenio y un humor finalmente desmitificados por la propia narración. 9) La historieta del mirón Quiñones, uno de los cofrades, que por pretender a una moza es objeto de una pesada y extraordinaria burla, a partir de la cual el entremés se torna reflexivo, al convertir a uno de los sujetos narradores de las burlas en objeto de ellas. 10) La supuesta sacralización y profanación de la calabaza enviada milagrosamente por Dios, como castigo del cielo, y con la que un clérigo se apresura a hacer negocio, es relato que deja en entredicho la dignidad de la creencia religiosa, desmitificándola mediante la burla, la avaricia y la superstición de los creyentes y religiosos. He aquí el texto principal del entremés considerado desde el punto de vista de la última de las ideas enumeradas, la supuesta sacralización y profanación de una calabaza como objeto religioso:

 

Cuando salí de casa del barbero para venir acá, hallé que se habían juntado en remolino más de cincuenta personas delante de la botica: hombres, mujeres y muchachos, puestos todos en rueda, y en medio la calabaza en el suelo, mirándola con asombro. Llegué a escuchar lo que cedían, y oí que un viejo carpintero, vecino del boticario, decía a voces: —«Señores míos, este mozuelo galancete ha muchos días que escandaliza estos barrios; yo sé bien sus intentos y la ruin intención con que rondaba esta calle. Dios, milagrosamente, le ha enviado este castigo del cielo». No hubo menester oír más que esto, un fraile bacinilla, muy gran alharaquiento, que todos conocemos, cuando, abrazándose con la calabaza, se subió sobre un pino que estaba tendido en la calle, y comenzó a dar mil gritos: —«Cristiano, no es esta calabaza como las otras calabazas. Dios, de su mano, la ha enviado para castigo desde pecador. Miradla como reliquia y temblad de los juicios divinos. De aquí me quiero ir derecho a casa de un platero devoto de mi Orden, que me guarnezca esta gloriosa calabaza, para colgarla delante del altar mayor de mi convento, junto a la lámpara de plata. Pueblo cristiano, todos me den sus limosnas para ayuda a guarnecer esta reliquia». No hubo mentado «reliquia» esta segunda vez, cuando una vieja salió de través, diciendo a voces: —«¡Ay, padre de mi alma, déme tantica de esta reliquia de calabaza, por las entrañas de Dios, que me dará la vida para sanar de mis achaques!» Tras la vieja llegaron otra infinidad de mujeres, y tras ellas gran multitud de muchachos y de pícaros, y aun de hombres de capa negra; y por tener parte en la bendita calabaza, unos sobre otros dan con nuestro fraile en el suelo, y en un momento a puñadas arrebató cada uno della lo que pudo, sin que quedase della un pedacico tamaño. Fue mucho que no ahogasen al fraile los que cayeron sobre él. Pero salió a cabo de rato, pateado, lleno de lodo el hábito y la cara, y sin la bacinilla, que con la imagen y con todo el dinero que había en ella, no pareció viva ni muerta (190).

 

El humor de este entremés, como en casi todos los atribuidos a Cervantes —salvo quizás El hospital de los podridos—, es mucho más explícito que el observable en cualquiera de las obras del autor del Quijote. La materialización de la parodia resulta también mucho más marcada en las piezas atribuidas, y la presencia de lo obsceno y lo escatológico es en cierto modo abusiva si la comparamos con la presencia, más atenuada, que los mismos contenidos pueden tener en la obra cervantina. Desde la razón, no disponemos de plenas posibilidades para atribuir a Cervantes la autoría de tales entremeses. A partir de las ideas expuestas, sólo es posible la conjetura. Y dentro de lo hipotético, el más cervantino es, sin duda, El hospital de los podridos. Los demás pertenecen, más que a Cervantes, a la historiografía crítica y erudita que tradicionalmente se los ha atribuido.

 

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NOTAS

[1] El objetivo del trabajo no será descubrir la autoría de los entremeses hasta ahora atribuidos en ocasiones a Cervantes, pues no disponemos de documentos o manuscritos hallados que lo prueben (o nieguen) positivamente. Tampoco pretendemos probar el grado de cervantismo que tales entremeses puedan soportar o acumular, y aún menos analizarlos como textos en los que sea posible adivinar intuitivamente la intervención o el creacionismo de Cervantes. La literatura no es una adivinanza, ni un jeroglífico, ni el investigador ha de ser un visionario —lo que sucede con demasiada frecuencia—, ni un ideólogo —lo que aún es más frecuente—, que interpreta la obra de arte para justificar la ideología del gremio al que pertenece. El objetivo de este trabajo será el estudio del espacio antropológico formalmente expresado en cinco entremeses atribuidos a Cervantes. Sólo con el logro de determinados resultados objetivos podremos enunciar conclusiones concretas que indicamos al final de este trabajo.

[2] «Algunos investigadores del siglo pasado atribuyen a Cervantes diversos entremeses anónimos, algunos de verdadero interés, como Los habladores, El hospital de los podridos, Los mirones y La cárcel de Sevilla. Sin embargo, las pruebas aducidas fueron escasas y no llegaron a aportar un documento definitivo, por lo que la crítica actual los considera como anónimos» (Blecua, 1979: 47). «Han sido varios los entremeses atribuidos a Cervantes. Los más importantes son Los habladores, La cárcel de Sevilla y El hospital de los podridos. También se han incluido alguna vez bajo su autoría Los mirones y Los romances» (Zamora, 1979: 23, nota 12).

[3] El Entremés de doña Justina y Calahorra y el Entremés de los mirones proceden de un manuscrito de la Biblioteca Colombina de Sevilla, y se publicaron en 1874, a cargo de Adolfo de Castro, en Varias obras inéditas de Cervantes. En esta misma obra se atribuyen a Cervantes los entremeses de los Refranes y de los Romances.

[4] El hospital de los podridos fue atribuido a Cervantes por Fernández Guerra (cfr. Bartolomé José Gallardo, Ensayo de una biblioteca de libros raros y curiosos, I), aunque sin alegar ninguna prueba, salvo razones de estilo.

[5] «El Entremés de la cárcel de Sevilla, que en otro tiempo se le atribuyó [a Cervantes], pertenece de modo irrefutable a otra pluma» (Canavaggio, Cervantes [1986], Madrid, Espasa Calpe, 2003, pág. 248).

[6] El hospital de los podridos, La cárcel de Sevilla y el Entremés de los habladores se publicaron como anónimos en la Séptima parte de las comedias de Lope de Vega (Madrid, 1617). Entremés de los habladores se ha atribuido tradicionalmente a Cervantes, pero sin pruebas contundentes. En el siglo XIX, Fernández Guerra confiesa haber visto una edición de 1646 en la que tal obra se atribuía a Cervantes. De cualquier modo, no se ha confirmado la existencia de esta edición ni de la atribución en ella contenida. En 1881 Manuel de Foronda edita esta obra atribuyéndola a Cervantes.

[7] El Entremés de los romances y el Entremés de los refranes se publican en 1611 en la Parte tercera de las comedias de Lope de Vega y otros autores. Menéndez Pidal consideró que el entremés de los Romances era un antecedente literario del Quijote. «La principal hipótesis externa sobre la fecha inicial de la novela [Don Quijote de la Mancha] se basa en argumentos no menos problemáticos. El punto de partida fue la insistencia, por parte de Ramón Menéndez Pidal, en señalar una posible fuente de las locuras de don Quijote de los capítulos 4 y 5: el Entremés de los romances, pieza breve en que el labrador Bartolo enloquece por la lectura de romances heroicos hasta creerse personaje de ellos. Menéndez Pidal defendió que la fecha de composición del entremés era inmediatamente posterior a 1591, pues los romances que se citan en él podían leerse juntos solo en la Flor de varios romances nuevos, compilada por Pedro de Moncayo en el año referido y reimpresa, con adiciones, en 1593. Si es cierto que los capítulos iniciales del Quijote siguen de cerca a la pieza teatral, cabe suponer, habida cuenta de la efímera vida del teatro corto, que Cervantes experimentara su influencia en torno a 1591-1592. La fecha concuerda significativamente con las que se derivan del escrutinio de la librería. No son datos determinantes, pero parecen indicar, como quiso Stagg, que hacia 1592 ya existía una parte de la obra, quizá esa debatida narración corta que pudo estar en el origen de la novela» (Anderson y Pontón, 1998: I, clxviii).

[8] Sobre el concepto de parodia, como imitación burlesca de un referente serio, constituido por artífice, sujeto, objeto y código, vid. en la bibliografía la referencia a nuestro trabajo sobre «La parodia en el teatro cómico breve de Calderón».

[9] Entre los autores que más recientemente, y con razones bien explicadas, han reiterado la atribución cervantina, debe destacarse a Pérez de León (2005), en su monografía sobre los entremeses de Cervantes. Vicente Pérez de León considera a lo largo de este libro que el entremés titulado «El hospital de los podridos es también de paternidad cervantina» (17). En este sentido, señala una serie de concomitancias, entre este entremés y otros de segura autoría, como El juez de los divorcios, «que acercan El hospital de los podridos a su paternidad cervantina» (124): se presenta el arbitrio en el título mismo del entremés, el humor se basa en el contraste de opiniones expuestas por figuras que representan a la autoridad y a los examinados, el uso de una metáfora sobre los relojes para designar el concierto o desconcierto del discurso de los personajes, las alusiones contra los poetas de la corte, etc: «En resumen, estamos ante un entremés que pertenece, junto a El juez de los divorcios o La elección de los alcaldes de Daganzo a un grupo de ficciones que se agrupan en torno a un problema social planteado por una serie de personajes examinados que se intenta resolver mediante su interacción con unos examinadores. El diálogo planteado en El hospital de los podridos entre ambos grupos de personajes supera con creces el fondo de los conflictos planteados ante el juez de los divorcios, acercándose por su calidad e ingenio al diálogo de Tomás Rodaja con sus conciudadanos después de tomar el membrillo mágico en El Licenciado Vidriera. El irónico final, que incluye a los propios examinadores entre los podridos, es una vuelta de tuerca más a la reflexión sobre las figuras de autoridad, tales como Trampagos, Monipodio, el juez de los divorcios o Sancho en su ínsula, que parecen ser recurrentes en diferentes obras de Cervantes. El hecho de que en El hospital de los podridos se utilice como idea central el tópico de la enfermedad psíquica, unido al diálogo establecido entre personajes supuestamente afectados por la plaga del pudrimiento, concuerda con la obsesión cervantina por el tema de la pérdida de la razón, explorado en diversos planteamientos que demuestran las dificultades de convivencia asociadas a este problema social […]. El hospital de los podridos es, en definitiva, un entremés en el que se reflexiona sobre un problema social en forma de arbitrio de imposible resolución en el que hay dos alusiones a los poetas, además de una expresión calcada de otras cervantinas, que cuenta con una canción final ejemplarizante, y en el que se plantea un esquema de examen sin resolución final demasiado similar a El juez de los divorcios para no poder, al menos, sospechar su paternidad cervantina» (Pérez de León, 2005: 128-129).

[10] «Brava comparación —dijo Sancho—, aunque no tan nueva, que yo no la haya oído muchas y diversas veces, como aquella del juego del ajedrez, que mientras dura el juego cada pieza tiene su particular oficio, y en acabándose el juego todas se mezclan, juntan y barajan, y dan con ellas en una bolsa, que es como dar con la vida en la sepultura» (Quijote, II, 12).

[11] «Oyóla el corregidor muy mesurado, que era gran socarrón y muy discreto, que todos conocemos, porque nació y está en Sevilla. Consolóla, deteniendo la risa cuanto pudo, y prometióle que haría justicia. Yo, que era amigo suyo, volvíle a contar el caso a solas, deternillándonos de risa» (177).

[12] «Compré mi aceite en la tienda; y a la vuelta, del sereno o yo no sé lo que fue, no vía palmo de tierra. Cargóme un humor terrible sobre los ojos; llegué llorando a mi casa; mi madre, por ahorrar de dotor, trató con una vecina vieja, que decía sabía de ensalmos, que me pondría para atajar el corrimiento; hizo la viaje un emplasto. Esta, por la mañana, me lo puso; y apenas eran las tres de la tarde, cuado cada ojo se me puso arrugado como una ciruela pasa. Quedéme hasta hoy a buenas noches» (178).






Información complementaria


⸙ Referencia bibliográfica de esta entrada

  • MAESTRO, Jesús G. (2017-2022), «Atribuciones teatrales cervantinas: el espacio antropológico de los entremeses», Crítica de la razón literaria: una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica. Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades del conocimiento racionalista de la literatura, Editorial Academia del Hispanismo (IV, 2.17), edición digital en <https://bit.ly/3BTO4GW> (01.12.2022).


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Crítica de la razón literaria, Jesús G. Maestro