IV, 2.16 - El personaje teatral en las comedias de Miguel de Cervantes

 

Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices





El personaje teatral en las comedias de Miguel de Cervantes


Referencia IV, 2.16


Consideraremos en estas páginas las principales adversidades que encuentra la comedia cervantina[1] en sus tentativas de renovación dramática, de superación de sus propios objetivos experimentales[2]. Estimamos que estas limitaciones básicas se reducen fundamentalmente a dos, que atenúan y perturban el logro de las innovaciones pretendidas por Cervantes, y que proceden, en primer lugar, de los imperativos lógicos de la poética clásica, a la que Cervantes sigue desde demasiado cerca en su ideal de que un arte de calidad es un arte adecuado a una determinada expresión de lógica y verosimilitud; y, en segundo lugar, al triunfo social, político y teatral, de los postulados de la comedia nueva que instaura Lope de Vega.

Desde este punto de vista, trataremos de demostrar, en lo que se refiere al personaje, que la renovación que se experimenta y triunfa en la novela cervantina, que no del mismo modo en la comedia, se explica porque Cervantes no logra superar los imperativos lógicos exigidos por una poética clásica de la literatura que ha sido elaborada para la explicación y percepción de un mundo antiguo, en el que el personaje está determinado y delimitado por su construcción lógica en una serie de categorías que afectan a los siguientes aspectos: a) el uso regulado del lenguaje según valores objetivos definidos moral y estamentalmente (principio del decoro); b) la estructura de los hechos (fábula) como expresión de una acción externa a la voluntad sujeto, desarrollada en unas determinadas condiciones temporales y espaciales (unidades de acción, tiempo y lugar); c) la configuración del personaje como una realidad que ha de ajustarse a la correspondencia armónica entre la inmutabilidad de los hechos naturales, sociales y políticos, y los valores morales y religiosos, cuyo fundamento es meramente metafísico (preexistencia de un orden moral inmutable y objetivo del que la voluntad humana sería una consecuencia); d) la constitución del personaje como sujeto de formas de conducta que siguen esquemas lógicos y causales, característicos de una etapa histórica y prototípicas de una determinada sociedad (el personaje literario como arquetipo lógico de comportamientos sociales); y e) la lógica de las diferentes formas del lenguaje teatral (soliloquio, monólogo, diálogo y aparte), que dispone en el drama la constitución discursiva de sujetos de ficción, y cuya enunciación revela y objetiva únicamente la expresión externa del personaje y su evolución en la acción (metabolé), antes que cualquier forma de experiencia subjetiva.

 

 

El teatro experimental de Cervantes entre la lógica de la poética clásica y los códigos de la comedia nueva

Desde nuestro punto de vista, el experimento[3] del teatro cervantino se ve limitado, como trataremos de indicar, por una serie de conceptos procedentes de la poética clásica, que se imponen de forma sistemática desde el Renacimiento italiano como una preceptiva poética, y que siguen esquemas lógicos y causales en la explicación, desarrollo e interpretación del discurso literario; por otro lado, sabemos que el éxito de la comedia lopesca, con sus códigos teatrales, sociales y morales, limitó decisivamente las posibilidades experimentales del teatro cervantino.

En capítulos importantes de la obra literaria de Cervantes se encuentran consideraciones determinantes sobre una poética del drama, caracterizada por su afinidad con la preceptiva clásica y sus explícitas objeciones a los imperativos teatrales de la comedia nueva. Aunque las referencias a la cuestión teatral, desde planteamientos estéticos y poéticos, resultan frecuentes en la producción literaria cervantina, se considera que existen al menos tres momentos en los que se aborda este problema de forma amplia y relevante. Se trata, según la cronología de la publicación de tales textos —algo que por otro lado no nos aclara demasiado acerca del momento de su composición—, del capítulo 48 del Quijote de 1605, del «Prólogo al lector» de la edición de 1615 de las Ocho comedias y ocho entremeses, y del comienzo de la jornada segunda de El rufián dichoso (II, 1209-1312), en el acto que corresponde al diálogo entre los personajes alegóricos de la Comedia y la Curiosidad. Vamos a considerar brevemente sólo algunas de las ideas poéticas de Cervantes apuntadas en estos textos, con objeto de verificar la aplicación, que este autor hace en su creación literaria, de modelos de interpretación caracterizados por el dominio del pensamiento lógico y especulativo, heredado de la poética antigua, y característico del pensamiento aristotélico[4].

La valoración que Cervantes hace por boca del canónigo, en el capítulo 48 de la primera parte del Quijote, de la comedia de su tiempo, puede interpretarse a partir de su implicación en tres ámbitos fundamentales de la pragmática de la comunicación literaria en los Siglos de Oro, referidos prioritariamente a la importancia de la preceptiva clásica, especialmente en lo que se refiere al principio del decoro y las unidades de lugar y de tiempo, como marco de referencia para la estética de la creación literaria; al principio lógico de verosimilitud, de formulación aristotélica, en el que se cifra y objetiva para Cervantes el logro de la calidad artística de una obra narrativa o dramática; y a la función del receptor en el proceso de la comunicación social que supone, en la España del siglo XVII, el espectáculo teatral de la comedia, cuya expresión debe amalgamar, según la tradición horaciana a la que parece apuntarse Cervantes, valores morales y didácticos.

 

Estas que ahora se usan, así las imaginadas como las de historia, todas o las más son conocidos disparates y cosas que no llevan pies ni cabeza, y, con todo eso, el vulgo las oye con gusto, y las tiene y las aprueba por buenas, estando tan lejos de serlo, y los autores que las componen y los actores que las representan dicen que así han de ser, porque así las quiere el vulgo[5], y no de otra manera; y que las que llevan traza y siguen la fábula como el arte pide, no sirven sino para cuatro discretos que las entienden, y todos los demás se quedan ayunos de entender su artificio (Quijote, I, 48)[6].

 

Cervantes logra en la novela lo que en el teatro nadie consigue, pues los logros de Lope no rebasan, al igual que los logros de Shakespeare, los imperativos del Antiguo Régimen: la construcción de personajes cuya voluntad individual se impone formal y funcionalmente, poética y axiológicamente, a los imperativos morales y referenciales del mundo antiguo, a las exigencias religiosas, políticas y estamentales de un orden moral trascendente, que trató de regular, hasta la secularización de la Ilustración europeísta, toda forma de conducta individual. Cuando hoy se afirma que Cervantes inaugura con el Quijote la novela moderna, se incurre en un tópico que es necesario explicar para superar el Kitsch que algo así significa: con el Quijote, Cervantes destruye los idealismos del Antiguo Régimen, y dispone un concepto de ser humano moderno, realista y materialista, cuyo racionalismo antropológico desplaza definitivamente un racionalismo teológico que el resto de Europa —y en particular la Anglosfera— necesitará todavía más de un siglo para superar. Sin lograrlo: la Anglosfera reemplazó los idealismos del Antiguo Régimen por nuevos idealismos extremadamente seductores, como han sido la idealización del dinero, el comercio y el liderazgo o éxito profesional. De no haber sido por la excesiva afinidad mostrada hacia la preceptiva clásica, y la incapacidad para superar en el formato de la comedia española del XVII los imperativos lógicos del orden moral heredado de la Antigüedad —y fortalecido por la axiología lopesca de la comedia nueva—, es posible que Cervantes hubiera podido demostrar en su teatro mayores logros, sin duda afines o semejantes a los alcanzados en la novela a través del Quijote.

Si consideramos algunas de las múltiples ideas, apuntadas en el «Prólogo al lector» de las Ocho comedias y ocho entremeses (1615), sobre poética e historia del teatro, comprobamos que, al margen de los —hoy ampliamente anotados— comentarios sobre su propia obra, y sus autoatribuciones respecto a la originalidad de la comedia nueva, Cervantes insiste en la percepción y valoración del teatro y de lo cómico desde el punto de vista de la labor de Lope de Rueda, vinculada a la experiencia del entremés, y del contexto dramático del siglo XVI, en el que se sitúa la primera etapa del teatro cervantino. Éste es el período de las únicas comedias representadas, que Cervantes recuerda satisfactoriamente como una etapa en la que ha podido lograr de los empresarios cierta atención para su teatro; a este período parece limitar básicamente el alcance de sus consideraciones, a la vez que se muestra incapaz de nuevas reflexiones sobre el teatro del siglo XVII, al margen de reconocer el éxito de la comedia lopesca, y ya sin insistir, siquiera nuevamente, en sus objeciones, demostrando y asumiendo en cierto modo que en lo referente al teatro los tiempos le han sobrepasado. En su «Prólogo al lector» Cervantes describe el marco de referencias que determina su experiencia teatral: en lo que se refiere a autoridades, Lope de Rueda; a formas dramáticas, el entremés, como género libre de preceptivas; a personajes y tipos, todos de amplias proyecciones sociales y literarias (simple, rufián, pastor, vizcaíno, villano rico, soldado, personajes alegóricos, etc.); en cuanto a formas de comunicación dramática, «unos coloquios», abiertos a la expresión polifónica que dispone el propio Cervantes para sus entremeses; y en lo que se refiere a la puesta en escena de la historia o fábula, nada de «tramoyas ni desafíos», ni apariciones por «por lo hueco del teatro», limitado como está a «una manta vieja, tirada con dos cordeles de una parte a otra».

La lectura del diálogo entre la Comedia y la Curiosidad, al comienzo de la jornada segunda de El rufián dichoso, puede ilustrar y explicar algunos de los desequilibrios cervantinos entre la poética del teatro y la creación teatral propiamente dicha. «El diálogo de nuestra comedia [entre Comedia y Curiosidad] —escriben Sevilla y Rey (1987: 285)— se explica como simple autojustificación de una práctica teatral fruto de una teoría dramática vacilante y confusa»[7]. Como tratamos de sostener en este capítulo, creemos que tales vacilaciones se deben a la doble limitación que experimenta la creación teatral cervantina, entre la «lógica» de la preceptiva clásica y los «códigos» de la comedia lopista. En El rufián dichoso aparecen personajes alegóricos (Comedia y Curiosidad), y episodios en cuya verosimilitud insiste Cervantes de forma constante[8], mientras que paralelamente se constata la falta de observación de las unidades clásicas, contrariando así algunos de los postulados cervantinos en materia de poética teatral. Se hace aquí imprescindible la lectura del capítulo 48 de la primera parte del Quijote, donde Cervantes censuraba la falta de crédito y veracidad de muchas comedias, humanas y divinas, entonces al uso[9].

No hay que olvidar que el pensamiento aristotélico, desde el que se elaboran fundamentos que para la poética occidental estarán vigentes hasta el siglo XVIII, era de naturaleza filosófica y lógica, es decir, de tipo eminentemente especulativo y deductivo. Los fundamentos de la Poética de Aristóteles, principalmente el de mímesis, como principio generador del arte, así como la formulación de las leyes estructurales y teleológicas sobre la tragedia, en torno a los conceptos de fábula y catharsis, respectivamente, constituye la aplicación a la literatura de modelos de interpretación caracterizados por el dominio del pensamiento lógico y especulativo, característico del modo de conocimiento empleado por los griegos, y desarrollado en el Occidente europeo hasta la llegada de la Edad Moderna. El concepto de fábula, tal como lo delimita Aristóteles, reconoce en la esencia de la tragedia secuencias lógicas de acontecimientos, que exigen a su vez caracteres igualmente lógicos, es decir, arquetípicos, en lugar de caracteres reales.

 

 

Tentativas de renovación teatral en la poética cervantina

Consideramos que es posible identificar al menos cinco aspectos de la poética clásica que limitan formal y funcionalmente el teatro cervantino. No hay que olvidar que Cervantes asume referencialmente estos cinco postulados de la poética clásica, precisamente porque su deseo se cifra, y aquí reside la originalidad de su poética y de sus tentativas de renovación, en presentarlos con frecuencia transformados desde presupuestos formales y funcionales. Cervantes se basa en el decoro, en los conceptos clásicos de fábula y caracteres, en la configuración arquetípica de los personajes, en el uso tradicional de las formas de lenguaje dramático (monólogo, diálogo, aparte), etc., no para presentarlos formal y funcionalmente tal como los recibe de la tradición antigua, tal como los percibe el mundo clásico para el que fueron formulados, sino que los transforma en cada una de sus obras con pretensiones renovadoras, aunque no logre en el conjunto de su producción teatral una configuración —que tampoco consigue Lope de Vega (pues éste no es el objetivo del Fénix)— definitiva o sistemática, a la que en todo caso no se le puede negar su valor intencional y experimental. He aquí las cinco limitaciones de la preceptiva clásica a las que se enfrenta la estética experimental del teatro cervantino.


1. Limitación de la expresión del personaje en el uso del lenguaje: el decoro frente a la polifonía.

2. Subordinación del sujeto en la fábula, como principio estructural y teleológico de los hechos.

3. El personaje como resultado de la voluntad de un orden moral trascendente e inmutable.

4. Reducción del personaje teatral a un arquetipo lógico de formas de conducta.

5. Objetivación de la experiencia subjetiva del personaje en las formas del lenguaje dramático.

 

 

1. Limitación de la expresión del personaje en el uso del lenguaje: el decoro frente a la polifonía

El concepto de decorum o aptum, tal como lo denominaron los latinos, procede de la retórica de los sofistas, es matizado por el pensamiento socrático, en torno al principio de la mímesis, y resulta considerado por Aristóteles, en sus tratados de Retórica y Poética, como la adecuación o armonía entre la virtud del sujeto, valores morales y emocionales de su discurso y el equilibrio formal de las diferentes partes del mismo.

A la preceptiva renacentista debemos la interpretación moderna del decoro como la «correspondencia entre la condición o índole de un personaje y las acciones y modo de hablar que se le atribuyen en una obra literaria» (Lázaro Carreter, 1953 /1992: 128-129). Nos parece ésta una de las definiciones más precisas y completas que pueden manejarse del decoro, como concepto en el que se aglutinan cuatro categorías esenciales de la poética clásica, que han determinado la creación literaria desde la Antigüedad grecolatina hasta la disolvente Ilustración europeísta, y que afectan 1) a la esencia del personaje literario, es decir, a la ontología del sujeto, delimitada por su armonía con los hechos naturales y sus valores sociales, por relación a los que se establece en el personaje la adecuación de los caracteres; 2) al sujeto de las acciones literarias, mediante una construcción y tipificación del personaje completamente subordinada a las exigencias lógicas de un modo de actuar; 3) a la fábula, como principio estructural y teleológico de las acciones literarias; y 4) al lenguaje literario, como medio que regula formal y estamentalmente la expresión del personaje y su relevancia social.

Sin embargo, las formas de la literatura polifónica (narraciones medievales, novela cervantina, personajes nihilistas[10], expresión lúdica de la vida en la commedia dell’ arte, dialéctica social de pasos y entremeses, etc.) logran, en su desarrollo hacia la Edad Contemporánea, la fragmentación de «la armónica concordancia de todos los elementos que componen el discurso» —en su más amplio sentido— del personaje. De este modo, el uso particular, subjetivo, existencial diríamos, de la palabra del personaje acaba por imponerse a los postulados de la poética clásica que, sistematizada como preceptiva desde el Renacimiento italiano, organiza en torno al antiguo concepto del decoro una valoración moral y estamental del individuo, en sus posibilidades comunicativas (formales) y actanciales (funcionales), es decir, en lo que se refiere a la interpretación de los sucesos de la fábula, y a la percepción de su experiencia subjetiva sobre tales hechos.

Un personaje que rompe el decoro es un personaje que rompe las limitaciones formales y funcionales impuestas por la metafísica antigua a su modo personal de hablar y de actuar, y que discute además, desde su experiencia personal, la validez del orden moral desde el que se exigen y justifican tales imperativos. Cervantes, que teóricamente al menos se declara partidario del decoro en lo relativo al personaje teatral, siguiendo los preceptos de la poética antigua, por momentos parece abandonarlo totalmente en la creación literaria de sus personajes narrativos, e incluso en las comedias, son numerosos los testimonios de ironía respecto al cumplimiento del decoro por parte de algunos personajes[11].

En El gallardo español, Nacor es un personaje construido desde la influencia, consciente o no, del pensamiento de Maquiavelo; sin alcanzar no obstante la profundidad psicológica de los traidores del teatro isabelino, confirma en todo caso que la experiencia humana puede conducirse mediante conclusiones lógicas hacia formas de conducta que se justifican por sí mismas: «que, por reinar y por amor no hay culpa / que no tenga perdón y halle disculpa» (II, 1389-1390). La valoración que de este personaje hacen tanto Arlaxa —«Tengo a Nacor por traidor» (II, 1613)— como los militares españoles, por boca de Martín, es la del prototipo del traidor y falsario: «Cubre el traidor sus malas intenciones / con rostro grave y ademán sincero, / y adorna su traición con las razones / de que se precia un pecho verdadero» (II, 1415-1418). En su doblez, Nacor es personaje que dice una cosa y hace otra, rompiendo toda adecuación o armonía entre el discurso y la fábula[12].

El laberinto de amor es la comedia en la que Cervantes discute con mayor ironía y habilidad la autenticidad y el valor del principio del decoro. Tal es lo que consigue, por ejemplo, al presentar a Anastasio con una indumentaria propia de villano —duque en hábito de labrador— en el momento en que pronuncia ante Dagoberto uno de los mejores —y escasísimos— discursos en favor de la libertad humana contenidos en el teatro español del siglo XVII. Así, uno de los interlocutores le confirma «Por Dios, que habéis hablado largamente, / y que, notando bien vuestro lenguaje, / es tanto del vestido diferente, / que uno muestra la lengua y otro el traje» (I, 214-217). Por otro lado, con objeto de comprobar la importancia del decoro como forma que regula los modos de conducta, basta recordar que Dagoberto, hijo del duque de Utrino, acusa —como enamorado despechado— falsamente a Rosamira, ante su padre, el duque Federico de Novara, de amancebamiento, con un hombre de inferior condición social: «Digo que en deshonrado ayuntamiento / se estrecha con un bajo caballero» (I, 62-63).

Paralelamente, Julia y Porcia, que se hacen llamar respectivamente Camilo y Rutilio, al fingirse dos mozos villanos («que a la misma verdad engañaremos» [I, 807]), van como pastores de camino a Novara, donde se encuentran con Manfredo y unos cazadores, quienes les hacen observaciones acerca del decoro de su condición, permitiendo a Cervantes ironizar sobre la autenticidad de un principio estético que el propio dramaturgo dice respetar.

 

Manfredo:                              En verdad
                                    que parecen de ciudad
                                    vuestros nombres y el estilo,
                                    y que en ellos, y aun en él,
                                    poco es, mentís villanía (I, 459-463).
                                    […]
            Cazador 1:     Y aun vosotros, de caudal
                                    mayor del que habéis mostrado;
                                    sino, dígalo el lenguaje,
                                    y el uno y otro pellico (I, 480-484).

 

Las categorías sociales se interpretan como categorías morales, porque en ellas se objetivan las expectativas sobre el comportamiento de los sujetos, definidos por relación a un código de privilegios y deberes, desde los que se pretende determinar el grado de vicio o virtuosismo. De este modo, el decoro prescribía paralelamente los límites sociales y morales del personaje. En Pedro de Urdemalas Cervantes ironiza, con mayor intensidad que en ninguna otra comedia, sobre la autenticidad de estas prescripciones basadas en el decoro. El caso de Belica / Isabel es quizá el más expresivo. En la presentación que la gitana hace de sí misma ante el rey, Cervantes despliega una grave ironía frente a las exigencias del decoro, al poner en boca de la moza la declaración de ser gitana bien nacida, y añadir acto seguido, no obstante, que no sabe quién es su padre (II, 1657-1658).

 

                                                Belica:        Soy gitana bien nacida. 
                                                Rey:            ¿Quién es tu padre?
                                                Belica:                                             No sé.

 

 

2. Subordinación del sujeto en la fábula, como principio estructural y teleológico de los hechos

Aristóteles configura la fábula como la parte más importante de la obra, como categoría esencial y necesaria, de modo que a ella se subordinan los restantes elementos, según los planteamientos lógicos y funcionales de causalidad y verosimilitud que describe en la Poética (6, 1450a 15, 1450a22-23, 1450a 29-32, 1450a 38).

En la parte de la Poética correspondiente a los «consejos a los jóvenes», Aristóteles vuelve sobre el concepto de la adecuación, insistiendo en este caso en sus relaciones con la elocución retórica del personaje, siempre al servicio estructural y compositivo de la acción (fábula). Aristóteles considera el carácter como el modo de ser de un personaje, es decir, aquello que determina la facultad de decisión del sujeto para actuar de un modo u otro. Entre las propiedades que, como delimitación del concepto de sujeto, Aristóteles atribuye a los caracteres, se encuentran algunos aspectos determinantes de la poética teatral que asume Cervantes a lo largo del siglo XVI. En primer lugar, se dispone que los caracteres deben presentarse subordinados a la fábula, es decir, a la disposición de los hechos más apropiada para producir el efecto deseado en el público, que como hemos dicho presenta implicaciones morales y sociales, de tipo religioso y político. Queda así formulada la reducción, devaluación o subordinación, del personaje a la acción, del sujeto a la fábula. Paralelamente, el carácter del personaje se define en relación a una condición actancial que sitúa al sujeto en una posición de decisión ante los hechos de la fábula, que habrán de desembocar, de forma lógica y verosímil, en un desenlace adecuado al orden social y moral. Existe, pues, el reconocimiento de una tentativa de libertad humana, limitada a posteriori por los imperativos de un orden moral trascendente.

La interpretación del personaje en el sentido moderno se sintetiza en una idea básica, que consiste en discriminar fábula y sujeto, es decir, acción y personaje, así como los elementos y referentes constitutivos de uno y otra: la acción, la fábula, puede convertir a un personaje en un cobarde, en un indigno, en un valiente, etc., pero esto no significa nada, a menos que el personaje actúe movido por una conciencia, por una pulsión, por un deseo, por una reflexión..., de cobardía, indignidad, o valor, etc. El personaje debe, pues, experimentar subjetivamente aquello que ejecuta funcionalmente.

El teatro de Cervantes se debate entre la aceptación y superación de los postulados de la preceptiva clásica, frente a una poética de la modernidad aún no formulada literariamente, pero que el propio Cervantes, en sus comedias, intenta en cierto modo diseñar, sin el éxito decisivo que alcanza en la narrativa. En suma, las comedias cervantinas construyen un personaje teatral que se mueve entre los imperativos del mundo antiguo y los deseos de un mundo moderno que aún no ha dado nombre a muchos de sus impulsos. De este modo, el personaje cervantino de las comedias no siempre es superior e irreductible a un agente de la trama (Aristóteles), y aunque muy poco o nada tiene que ver con un estímulo de simpatía cuyos actos susciten piedad o terror (tragedia griega), el personaje no se limita a una expresión histórica o legendaria de su naturaleza como figura dramática (neosenequismo), ni se manifiesta como un simple representante de una categoría moral (religiosa o política) trascendente a lo humano (comedia lopista). Sin embargo, el personaje cervantino de la comedia tampoco está dotado de una conciencia capaz de exceder las exigencias y posibilidades argumentales de la fábula, muy al contrario de lo que sí ocurre en el Quijote. El personaje teatral cervantino sigue siendo en muchos casos una figura que no supera las limitaciones del Antiguo Régimen, al igual que les ocurre a los personajes de Shakespeare[13]. Sin embargo, a diferencia del dramaturgo isabelino inglés, Cervantes conquista y objetiva la modernidad en el conjunto de su obra narrativa, un género que Shakespeare ni siquiera tentó y del que no dio ni el menor testimonio.

En El gallardo español, la construcción de la fábula potencia y exterioriza la expresión de un prototipo ideológico de sujeto dramático encarnado en la figura ideal de Fernando de Saavedra. Parece que todos los demás elementos, personajes y formas, se disponen estructuralmente para favorecer y justificar la construcción del personaje protagonista, en el que trata de fundamentarse un determinado orden moral y estamental, así como también se articulan teleológicamente para favorecer un determinado desenlace que ratifica la estabilidad social. Pese a que desde un punto de vista formal, los procedimientos estructurales de la comedia se distinguen sensiblemente de los códigos del teatro lopesco, la orientación teleológica es muy semejante al modelo barroco de Lope. El principal sujeto dramático, sin carácter existencial, absorbe funcionalmente a todos los demás personajes, con objeto de justificar a través de la estructura de los hechos (fábula) las ideas encarnadas en el protagonista (sujeto).

Respecto a la transgresión[14] cervantina de las normas funcionales que articulan la fábula en la comedia nueva conviene tener en cuenta algunas observaciones[15]. El hecho de que Cervantes no conceda al desarrollo de la historia o trama un final que concluya según los presupuestos habituales (matrimonio, triunfo del enredo, indulto de la burla, lances de honor...), como sería de esperar en la lógica actancial de las comedias de capa y espada, puede entenderse como la expresión deliberada de una inadecuación entre la estructura de los hechos (fábula), que en principio deberían atenerse a un orden moral trascendente, desde el que adquieren a priori el sentido de su desarrollo, y la experiencia particular de los actantes o personajes que protagonizan tales hechos (sujeto). La acción desmiente la tipología de los caracteres, porque el sujeto se resiste a someterse a los códigos de la fábula. Parece que Cervantes rechazara en estas últimas comedias la definitiva construcción del personaje como resultado de la voluntad de un orden moral trascendente e inmutable, de modo que probablemente discute esa relación de identidad o armonía entre Hechos naturales, sociales o políticos, y Valores morales, religiosos o estamentales, tal como los confirma y codifica el teatro lopesco.

Son varios los rasgos actanciales que determinan funcionalmente el desenlace de La entretenida desde presupuestos contrarios a la lógica de la comedia nueva. En primer lugar, no triunfa el embuste pergeñado por Muñoz, Cardenio y Torrente, ya que la presencia y el comportamiento del auténtico Silvestre de Almendárez, que aparece en la jornada III de la comedia, lo desmiente abiertamente. En segundo lugar, como tantas veces se nos ha repetido, la comedia no acaba en matrimonio[16]. Y en tercer lugar, conviene advertir que el engaño no queda impune por parte de los burlados, quienes por boca de Marcela condenan lenitivamente la farsa de Muñoz, Torrente y Cardenio[17].

Finalmente el espectador asiste a una auténtica disolución funcional del personaje teatral. La comedia termina con una especie de deserción del personaje, pues cada uno de ellos va abandonando progresivamente el escenario después de reconocer verbalmente su fracaso en el desarrollo de las acciones e intenciones que se había propuesto. El personaje se disgrega, se disuelve, desde el punto de vista del desarrollo de la acción, y así, devaluada o anulada su funcionalidad en la fábula, el personaje sólo puede desaparecer. Los personajes de la comedia nueva de Lope triunfan al triunfar sus acciones, dado que el sujeto es en la medida en que es expresión de un personaje que actúa por relación al orden moral del que adquiere sentido.


Torrente:           Siento en aqueste desastre
                            sólo el perder a Cristina.      
Muñoz:              Camina, Muñoz, camina,
                            pobre, sin bayeta y sastre.
                                (Entrase.)
Dorotea:            Sin Marcela, don Antonio,
                            se entra amargo el corazón.
                                (Entrase.)
D. Silvestre:      Y yo sin dispensación.
                                (Entrase.)
Cristina:            Cristina sin matrimonio.
                                (Entrase.)
Clavijo:              Yo seguiré de mi amigo
                            los pasos, medio contento.
                                (Entrase.)
D. Francisco:    Yo alabaré el pensamiento
                            de don Antonio, a quien sigo.
                                (Entrase.)
Marcela:            Yo quedaré en mi entereza,
                            no procurando imposibles,
                            sino casos convenibles
                            a nuestra naturaleza.
                                (Entrase.)
Ocaña:               Esto en este cuento pasa:
                            los unos por no querer,
                            los otros por no poder,
                            al fin ninguno se casa (III, 3064-3085).

 

 

3. El personaje como resultado de la voluntad de un orden moral trascendente e inmutable

El sentido aristotélico del drama, en vigor hasta el siglo XVIII, como hemos indicado, concibe la literatura, como expresión de una acción externa al sujeto. Los hechos significan por relación a una moral públicamente admitida, absolutamente extrovertida hacia dioses y demás trascendencias sobrehumanas. El teatro, escenificación de sacrificios humanos, dependía estructuralmente de la creencia en un único sistema moral objetivo, trascendente e inmutable, válido en sí mismo, e impuesto en su legalidad inmanente al sujeto humano, que nada puede hacer por transformarlo.

Se nos ha hecho creer que, desde el siglo XVII, particularmente desde la difusión del pensamiento cartesiano (1637), el individuo «siente» que la realidad lo va abandonando progresivamente, que los objetos se tornan cada vez más dudosos en su supuesta legalidad inmanente, y que el sujeto, a falta de seguridad en su vida exterior, se atiene a los límites de su conciencia, a un aislamiento interior cada vez más sofisticado, merced a la sucesivas reflexiones que desde distintos órdenes vienen produciéndose sobre las potencias de la voluntad, la imaginación y el deseo, cualidades principales de la subjetividad humana. Lo cierto es que semejante interpretación no es propia del Barroco, sino resultado de una lectura romántica y anglosajona del Barroco[18]

Hablamos, en suma, de un espejismo histórico de elaboración decimonónica. Abirached (1978) ha insistido en la idea de que, pese a la diversidad de los sistemas teatrales de la Europa Occidental, el personaje dramático apenas experimenta cambios sustanciales hasta las poéticas y las literaturas del Romanticismo[19]. Y dice esto porque, en realidad, no ha visto nada. Sólo alguien que ignora la obra literatura de Cervantes y del Barroco hispánico puede afirman impunemente algo así. Lo cierto es que el germen de tales transformaciones está contenido en la poética del Barroco[20]. El teatro griego clásico había reproducido materialmente en el personaje una imagen del mundo, la sociedad y la persona, integrada en un orden moral que siguen muy de cerca, desde los fundamentos metafísicos de un sistema político, teatros nacionales como el isabelino inglés y el del clasicismo francés, y que resulta muy sutilmente discutido en el teatro español aurisecular por la comedia nueva de Lope de Vega como por la obra narrativa y trágica de Cervantes.

En este sentido, la pregunta que debemos hacernos aquí consiste en saber cuál es la aportación cervantina en este terreno, es decir, hasta qué punto el personaje de las comedias de Cervantes es, o no es, una construcción en que se refleja y objetiva la voluntad de un orden moral trascendente, elaborado en la Antigüedad, y justificado por la sistematización normativa de la poética clásica desde el Renacimiento europeo.

Son principalmente tres los símbolos que, en el teatro español de los Siglos de Oro, representan el sometimiento del sujeto a las exigencias metafísicas de un orden moral trascendente: el Dios contrarreformista, el Monarca absolutista, y la Honra como legitimidad social del individuo. Fuera de España, sólo cambia el Dios reformado, anglicano o luterano. El resto de las constantes —monarquía absoluta y honra como crédito social— se mantienen. Solamente Pérez Reverte considera que España se equivocó de Dios, cuando lo cierto es que es él, y sólo él, quien se ha equivocado de país. Al margen de estas cuestiones obvias, El laberinto de amor es la comedia de Cervantes que mejor representa la actitud del autor ante los imperativos de un orden moral que exige al sujeto renunciar a su voluntad y a sus modos de conducta, al crear determinados personajes, como Anastasio, que actúan precisamente para demostrar la falta de coherencia existente en un sistema moral que no es capaz de explicar ni resolver determinadas formas de conducta, que en última instancia no existirían si no existiera un orden moral tan restrictivo.

Anastasio se configura como un personaje que, al censurar la conducta de Dagoberto, intercede por la libertad individual del sujeto, en este caso Rosamira, frente a las consecuencias que la perversión de determinados impulsos humanos, como los celos, pueden provocar en la convivencia de los hechos sociales y los valores morales, al disponer un enfrentamiento entre el ser humano y el orden moral trascendente encargado de juzgar la conducta humana. El discurso de Anastasio (I, 174-207) es un rechazo explícito de toda forma de conducta que estimule el enfrentamiento entre la acción humana particular y los valores morales que la juzgan, y constituye por consiguiente una tentativa en favor, no de la transformación de un orden moral, que se estima inmutable, sino de una forma de conducta que, asegurando la convivencia, haga más amplios y asequibles los límites de la libertad.

El duque Federico de Novara, padre de Rosamira, es el personaje que representa la autoridad ejecutora del orden moral trascendente al sujeto, y así, cumpliendo con los imperativos del sistema moral, dispone la ejecución de su propia hija, a menos que algún caballero no desmienta con las armas la acusación de Dagoberto. Se confirma una vez más que para la España del siglo XVII la victoria por las armas lo es absolutamente todo. El carcelero de Rosamira le comunica lo sentenciado por el duque, su padre, de quien Cervantes, por boca de Manfredo, salvaguardando el decoro de quien ordena la ejecución de su propia hija, dice: «que sé que el duque es muy bueno, / y que traición ni ruindad, / si no es razón y bondad, / jamás albergó en su seno» (I, 934-937).

Se observa de este modo cómo, desde el punto de vista del intertexto literario y del contexto social, el personaje teatral de la comedia española del siglo XVII está determinado por la idea del honor específica de este período. En este contexto, el ser de la persona está determinado por la honra, es decir, por la capacidad de integración del sujeto y sus formas de conducta en los imperativos de un orden moral y estamental trascendente a la persona, inmutable en sus exigencias, y basado en un conjunto de creencias y valores exclusivamente metafísicos, que el siglo XVIII y la experiencia de la Ilustración europea acabarían por discutir y superar.

Hay en La entretenida una intervención de Marcela, apuntalada por una firme declaración de su hermano Antonio, relativa al honor, que constituye quizá el discurso más intensamente lopesco y menos cervantino de esta comedia, a la vez que revela, una vez más, hasta qué punto Cervantes se debate en la práctica teatral entre los valores axiológicos de la comedia nueva y las tentativas de renovación, a partir de los postulados de la poética clásica, del arte literario, como discurso desde el que ha de ser posible ofrecer una nueva explicación y percepción de la realidad humana y social del momento.

 

Marcela:             La desventura mayor,
                             más espantosa y temida,
                             es la de perder la vida.
D. Antonio:        Primero es la del honor (II, 1128-1131).

 

 

4. Reducción del personaje teatral a un arquetipo lógico de formas de conducta

La construcción del personaje teatral como un arquetipo lógico de formas de conducta, es decir, como un ente de ficción determinado formalmente por su valor actancial en el desarrollo funcional de la fábula, es una característica que procede de la Poética de Aristóteles, desde la que se reconoce que el sujeto de las acciones dramáticas es (y está) implicado en la evolución de la fábula según criterios lógicos de funcionalidad, causalidad y verosimilitud[21].

La evolución de la concepción funcional del personaje en las formas de la comedia, como género literario y como forma de espectáculo, está mediatizada por numerosos aspectos que no interfieren de igual modo en los géneros trágicos. Todo lo que tiene que ver con el humor, la parodia, la risa, el carnaval, la subversión, etc., de los diferentes aspectos de la realidad, y que no penetra en la poética de la tragedia, se asimila ampliamente en las diferentes formas artísticas y populares de los géneros cómicos, en un desarrollo, con frecuencia, libre de toda preceptiva. Surgen de este modo nuevas ideas y realizaciones en la concepción del personaje, como el clown del teatro inglés, las emblemáticas figuras de la commedia dell’arte, o el gracioso de la comedia española del XVII, por citar algunos ejemplos canónicos. Ante esta circunstancia, se ha planteado en muchos casos la exigencia, o conveniencia, de ofrecer sistematizaciones o tipologías del personaje, explicativas de los distintos autores, movimientos, géneros, teatros nacionales, etc., que han dado lugar a resultados más o menos discutibles o eficaces, según los criterios utilizados, y según los contextos dramáticos a los que se hace referencia.

Los personajes de la commedia dell’arte, en cierta medida expresión teatral de la conciencia fragmentada y plural de la Italia de la época, en la que se amalgaman idiosincrasias regionales y variantes dialectales con impulsos satíricos entregados al movimiento, la burla y la improvisación, constituyen una galería de figuras que representan una concepción paródica de prototipos sociales, es decir, una imitación burlesca de determinados valores y relaciones, realmente dominantes en la sociedad a la que remiten, y que cada actor codificaba formal y funcionalmente mediante la expresión de varios sistemas de signos. Durante los siglos XVI, XVII y XVIII, formas y géneros cómicos de la literatura europea se servirán ampliamente de los esquemas y estereotipos de la commedia dell’arte, cuyos personajes principales respondían a la siguiente tipología, ampliamente divulgada, en la que se distinguen los amos, como personajes en los que se parodia alguna forma de poder: Pantaleone, Il Capitano e Il Dottore; los criados, como Arlecchino, Brighella, Pulcinella, o figuras femeninas como Colombina; y finalmente los amantes, o innamorati, que solían ser la pareja de enamorados, de nombres bucólicos (Rosana y Florindo, Isabel y Octavio...), hijo o hija de Pantaleone o del Dottore.

El personaje de los pasos y entremeses, por su parte, queda reducido con frecuencia a un arquetipo, adecuado a la expresión de la burla social, que va cediendo con el tiempo en favor de la intención crítica, especialmente desde los entremeses cervantinos, como reflejo de una época y una cultura en la que el engaño y la apariencia, la represión y la picaresca, se convirtieron en formas habituales de conducta. Si la commedia dell’arte ofrecía una expresión paródica de personajes procedentes de un determinado tipo de sociedad incipientemente aburguesada, los pasos y entremeses expresan una concepción fundamentalmente lúdica y crítica de prototipos sociales característicos de la España de los Siglos de Oro. Entre los personajes representativos del entremés se han señalado tipos humanos entre los que se identifican el Viejo, el Bobo o simple, el Sacristán, el Soldado, el Rufián, el Vizcaíno, la Celestina, la Meretriz, la Criada, y la Mujer joven mal casada.

Frente a los dramatis personae de la commedia dell’arte y de los pasos y entremeses, la comedia nueva de Lope de Vega presenta un conjunto de personajes, y un sistema de relaciones entre tales personajes, que ha sido delimitado a lo largo de las últimas décadas desde criterios eminentemente sociales y funcionales. Casi todos los estudiosos se han referido al personaje teatral en la comedia española del siglo XVII según la clasificación que propuso en 1963 Juana de José Prades, con mayores o menores variantes (Ruiz Ramón, 1967 /1971: 149-158; Arellano, 1995: 126-129)[22]. Señala esta autora seis prototipos básicos, que identifica funcionalmente en los papeles de la Dama, el Galán, el Poderoso, el Viejo, el Gracioso y la Criada, quien hace con frecuencia pareja con el gracioso.

Consideramos, desde este punto de vista, que la comedia lopesca convierte al personaje en una categoría social y moral determinada funcionalmente por el decoro de su condición estamental. De este modo, el teatro de Lope codifica, desde la creación literaria, una concepción lógica, moral y funcional de prototipos estamentales.

Frente al teatro de Lope de Vega, y su concepción lógica, moral y funcional, de prototipos estamentales, la comedia cervantina, en lo que se refiere al personaje, se atiene a una concepción experimental tanto de arquetipos humanos como de formas de conducta renovadoras del personaje teatral[23]. Los límites de la tentativa teatral cervantina están muy bien definidos, como tratamos de demostrar, por una preceptiva y una axiología que, solidariamente articuladas en el teatro lopista, exigen al personaje guardar un decoro poético y moral, subordinar el papel del sujeto a la estructura funcional de la fábula, construir un personaje en el que se refleje la voluntad del orden moral y estamental trascendente al individuo y, consiguientemente, delimitar la acción del personaje teatral según un arquetipo lógico de formas de conducta, desde las que se custodien los principios morales y políticos que regulan la vida de cada individuo.

Pese a tales exigencias, el teatro de Cervantes no se construye exclusivamente con personajes arquetípicos (no existen en la comedia cervantina sujetos que funcionen como prototipos definidos ni definitivos del gracioso, del rey, del villano, etc.); y, sin embargo, difícilmente el personaje cervantino logra actuar con independencia absoluta de unos modos de conducta integrados, de forma lógica, y pretendidamente verosímil, en una fábula que sigue una evolución causal en su desarrollo, y que ha de responder a un orden moral preexistente, desde el que se rechaza toda tentativa de transformación axiológica.

En consecuencia, creemos que es posible identificar, en las comedias de Cervantes, al menos doce tipos de personajes, cuya realización formal y funcional obedece a varias tentativas experimentales, lo que en cierta medida puede explicar su posible diversidad e irregularidad en el conjunto de sus comedias: 1) el personaje alegórico, 2) el personaje mítico (figuras épicas, bucólicas y fantásticas), 3) el rey (moro o cristiano), 4) el galán (en tres variantes, que amalgaman rasgos procedentes de la comedia nueva, el teatro experimental cervantino y la tradición folclórica), 5) la mujer (como personaje que se mueve entre la experimentación y aceptación de varias formas de conducta), 6) el criado, 7) el cautivo, 8) el supuesto «gracioso» cervantino, 9) el rufián, 10) el soldado, 11) el santo, y 12) el incipiente personaje «nihilista».

Diremos, en conclusión, que la construcción del personaje teatral en las comedias cervantinas, como arquetipo lógico de formas de conducta, se sitúa entre las tentativas experimentales de renovación del personaje dramático, a partir de las normativas de la poética clásica, y la disolución de los prototipos funcionales codificados en la comedia nueva por Lope de Vega. El resultado es una obra dramática que, en su conjunto, trata de ofrecer una imagen verosímil de la complejidad de la vida real, mediante la incorporación de prototipos humanos cuyo desarrollo se queda en muchos casos en un proceso abierto, como algunas de las formas de conducta encarnadas en los personajes femeninos; en otros casos, figuras como las del cautivo, el soldado o el rufián, ofrecen una visión realista de la vida desgarrada y pendenciera del momento; a su vez, el galán y el gracioso representan en algunos episodios las expresiones más claras de disolución en el drama cervantino de los prototipos lopescos, así como las figuras bucólicas y fantásticas remiten a una desintegración de los ideales renacentistas; quizá en el conjunto de esta creación dramática sea el personaje nihilista el que remite a un desarrollo más experimental, que deja en ciernes uno de los prototipos más decisivos de los Cuentos de Canterbury, La Celestina de Fernando de Rojas y algunas tragedias de Shakespeare.

 

 

5. Objetivación de la experiencia subjetiva del personaje en las formas del lenguaje dramático

Sin embargo, el personaje literario anterior a la Ilustración y el Romanticismo está muy lejos de disponer, en el escenario teatral y narrativo, de una experiencia subjetiva que, sin explicitarse previamente de forma objetiva, pueda constituirse en algún momento en móvil de sus acciones. No hay que confundir sentimientos con subjetividad. La lírica de Garcilaso, como el Cantar de Mio Cid o los consejos de Patronio al Conde Lucanor, están llenos de sentimientos, pero no exentos de objetividad. Los clásicos nunca incurrieron en el error de confundir sentimiento y subjetividad. La subjetividad de los clásicos jamás se mostró ni resultó inobjetivable. Sin embargo, la supuesta subjetividad de los románticos se basa en la negación absoluta de toda posible objetividad. 

Los clásicos no niegan la subjetividad, sino que la hacen literariamente objetivable en sus obras artísticas, literarias y teatrales. Una de las exigencias irrenunciables del Romanticismo, que ha logrado imponerse desde el kantismo hasta la más exacerbada posmodernidad de nuestros días, es precisamente la negación radical de toda objetividad. Y, sobre todo, en materia de arte, literatura y poesía. 

Piénsese que el soliloquio teatral, tan propio del Barroco, lejos de negar la subjetividad del personaje, la objetiva con una precisión insólita, dialéctica y brutal. A esta fuerza que caracterizó los objetivos del yo barroco, el Romanticismo la desvaneció en el irracionalismo de sentimientos que, para legitimarse como tales, negaron la razón, la objetividad y hasta la ciencia. La secuencia es Nietzsche, Freud, Heidegger, Derrida... Y lo que vendrá. El superhombre, el inconsciente, el Dasein y «lo que no se sabe» (la huella, la metáfora, la mitología blanca, el texto de colorines, la frontera, las adivinanzas, los trabalenguas, etc.). Esta serie de figuras ensombreció, e incluso eclipsó, otra secuencia más reveladora y decisiva: Newton, Darwin, Einstein.

La comedia nueva de Lope de Vega, como toda la literatura española aurisecular, lejos de representar en este sentido una negación de la experiencia subjetiva del personaje en las formas del lenguaje dramático, principalmente en el soliloquio y el monólogo, y también en el diálogo y el aparte, constituye la forma más precisa de objetividad de los sentimientos y voliciones del yo, en relación dialéctica frente a los de otros personajes. Pocas veces el personaje literario razonó más y mejor que en el Barroco hispano y en el teatro español del Siglo de Oro. Al lado de la creación literaria del Siglo de Oro español, el Discurso del método (1637) de Descartes es un manual para enseñar a pensar a quienes no saben leer literatura: de Fernando de Rojas a sor Juana Inés de la Cruz hay más filosofía que en Erasmo, Descartes, Spinoza y Kant juntos. En este mismo contexto, las tentativas experimentales del teatro cervantino están igualmente en consonancia con las formas lopescas, que no son en absoluto negadoras de la subjetividad del individuo, sino que, antes al contrario, la afirman en unos términos objetivos que el Romanticismo destruirá completamente, al desposeerlos de lo inteligible y reducirlos —sin valores— a lo sensible. El Romanticismo anglosajón exhibe el irracionalismo del sentimiento, mientras que el Barroco hispánico insiste hasta la saciedad en la expresión más objetiva posible de sentimientos, voliciones y subjetividades humanas, explicadas racionalmente y fundamentadas materialmente.

Basta recordar a este respecto el comienzo de The Merchant of Venice (1600) para verificar las diferencias que hay entre el personaje shakesperiano y cualquier protagonista de una comedia española del siglo XVII. El valor de la subjetividad en la percepción de la realidad en que se sitúa Antonio es algo completamente indefinido, abstracto e inexplicable. El personaje que habla al comienzo del drama se convierte en el objetivo principal de un discurso que se evapora en un sentimiento sin referentes inteligibles. El sujeto siente emociones que no sabe explicarse. No es capaz de razonar sobre sí mismo ni sobre sus propias voliciones. Se inquiere, a la altura de 1600, sobre la causalidad de su estado de ánimo, sobre la experiencia de sus efectos, y sobre sus posibilidades de reconocimiento, y revela ante todo su impotencia para conocerse a sí mismo. No es el único personaje shakesperiano que, desde el punto de vista de la razón, se muestra por completo incapaz de explicar lo que siente. Hamlet es la figura más superlativa de esta deficiencia de lo inteligible a la hora de explicar lo sensible. En una palabra: la mayor parte de los personajes shakesperianos no saben razonar sobre las causas y consecuencias de su vida sensible. No por casualidad son personajes que fracasan en todo lo que se proponen, de Julio César a Coriolano, de Edmundo a Lear, de Macbeth a Timón de Atenas, de Ricardo III al grotesco Falstaff, de Romeo a Julieta y de Troilo a Crésida. No se salva ni uno solo de ellos, devorados todos por la vorágine del Antiguo Régimen y su orden moral trascendente, que el teatro de Shakespeare confirma desde las exigencias e imperativos de un mundo insoluble en la modernidad y absolutamente incompatible con la Edad Contemporánea. La labor de maquillaje y mitificación del imperio británico con el teatro de Shakespeare merece varias tesis doctorales. Los personajes shakesperianos son cuerpos sensibles sin inteligencia suficiente para explicar lo que les ocurre. No siguieron el imperativo de la filosofía socrática («conócete a ti mismo»). Su inteligencia, diríamos posmodernamente, es puramente emocional, es decir, es un sofisticado simulacro de inteligencia. En este punto, son personajes muy contemporáneos, en el peor sentido de la expresión, dado que la inteligencia emocional es, sobre todo, y casi exclusivamente, el principal sucedáneo de la inteligencia humana, es decir, su más seductor y solidario simulacro. Una inteligencia en la que las emociones han reemplazado a las ideas es una forma de resultar simpático sin tener nada que ofrecer.

 

En verdad, ignoro por qué estoy tan triste. Me inquieta. Decís que a vosotros os inquieta también; pero cómo he adquirido esta tristeza, tropezado o encontrado con ella, de qué substancia se compone, de dónde proviene, es lo que no acierto a explicarme. Y me ha vuelto tan pobre de espíritu, que me cuesta gran trabajo reconocerme[24].

 

Para apreciar la emersión del personaje sobre la acción, del sujeto sobre la fábula, hay que considerar los móviles y las pulsiones que inducen al personaje a hablar ante sí mismo, a enunciar un discurso basado en un único proceso semiósico de expresión. ¿Por qué y para qué habla ante sí mismo un personaje dramático?[25]. Una de las principales pulsiones que inducen al sujeto de la enunciación al uso de la palabra radica en los deseos de afirmación de su propio punto de vista, con la finalidad de involucrar al posible interlocutor en su ámbito moral, como conjunto de leyes que justifican el pensamiento del sujeto y sus formas de conducta.

Desde este punto de vista, el monólogo dramático se configura como la expresión verbal del modo en que una idea, en el curso de su evolución, resulta interpretada por un personaje, en medio de una situación dialéctica particular, la cual se manifiesta a través de un desajuste de modalidades (querer, saber, poder..., hacer algo), que enfrentan a varios sujetos, y que adquiere forma objetiva en la fábula. El personaje del drama se caracteriza porque ha de tomar una decisión radical frente a unos hechos, motivado por unos presupuestos lógicos, causales y finales, desde los cuales percibe tanto la estructuración de los acontecimientos como las relaciones de los personajes que en ellos intervienen, a todo lo cual pretende dar un sentido coherente.

Entre las características del personaje que enuncia el soliloquio del drama moderno están las cualidades del personaje teatral cervantino, quien, disidente en este caso a la poética de la comedia nueva lopesca, utiliza las formas del lenguaje dramático para objetivar la experiencia subjetiva del sujeto protagonista más allá de los tópicos lopescos.

El objetivo moderno del soliloquio dramático cervantino es potenciar en el discurso la presencia semántica del sujeto hablante, así como en la construcción e interpretación del sentido general de la obra, formalizando de este modo la institucionalización de la existencia del personaje en el discurso literario y su expresión espectacular. Hemos insistido sobre cómo en el teatro moderno todas las cualidades que necesita el personaje para su éxito o fracaso son existenciales.

Desde el punto de vista de la pragmática de la comunicación literaria, el discurso entre Aurelio y los personajes alegóricos resulta especialmente relevante (III, 1690-1752). Este soliloquio de Aurelio se caracteriza porque está penetrado por enunciados de dos personajes alegóricos, la Ocasión y la Necesidad, con los que en ningún momento dialoga, sino que más bien se presentan como voces que brotan de su conciencia. Aurelio, en su soliloquio, únicamente repite perifrásticamente el contenido de los enunciados de los personajes alegóricos; no hay diálogo, porque no hay interacción; no hay tampoco monólogo, porque nadie escucha sus palabras; tampoco apartes, pues convencionalmente se admite que las figuras alegóricas hablan desde la conciencia del personaje, conciencia que se exterioriza y se objetiva en la expresión antropomórfica y alegórica de la Ocasión y la Necesidad. La polivalencia de sujetos enunciativos (Ocasión, Necesidad, Aurelio...) hace que el soliloquio resulte semánticamente redundante, formalmente fragmentado y funcionalmente monológico[26].

Sin embargo, el soliloquio más sorprendente, por su pasividad e impermeabilidad a la experiencia personal de quien lo pronuncia, es el de Rosamira (II, 1905-1920), en el que nada dice ni acerca de sí misma, ni de su experiencia subjetiva sobre la calumnia que padece, y que la llevará a ser ejecutada por orden de su propio padre —quien cumple con el orden moral establecido—, sino sobre la acción exterior en que se encuentra, como si se tratara simplemente de una mala «industria» de la fortuna. He aquí las palabras de Rosamira, en las que está completamente ausente la perspectiva particular de la persona que va a ser ejecutada a causa de una falsa acusación; su discurso está ubicado en la voluntad de un orden moral trascendente al sujeto, cuya acción exterior niega toda experiencia subjetiva en el personaje dramático:

 

Quien me viere de esta suerte,
juzgará, sin duda alguna,
que me tiene la fortuna
en los brazos de la muerte.
Pues no es así; porque amor,
cuando se quiere extremar,
con el vuelo del pesar
suele encubrir su favor.
Honra, eclipse padecéis
porque entre vos y mi gusto
la industria ha puesto un disgusto,
por el cual escura os veis;
mas pasará esta fortuna
que así vuestra luz atierra
como sombra de la tierra,
puesta entre el sol y la luna» (II, 1905-1920).

 

En La entretenida, el monólogo de Antonio (III, 1817-1830), que parece ser oído por su amigo y confidente Francisco, a juzgar por sus palabras («Siempre han de herir los vientos, / amigo, en cualquier sazón / los ayes de tu pasión, / los ecos de tus lamentos», III, 1831-1834), constituye igualmente un uso de las formas del lenguaje dramático característico de la comedia española del siglo XVII: la negación de la subjetividad[27]. En este monólogo de Antonio, el personaje hablante se compara con una realidad exterior a sí mismo —se objetiva, diríamos—, con el fin de evitar cualquier tentativa de interiorizar el drama al que dedica sus palabras. Configura una especie de diálogo especular, dirigido a una alteridad que se objetiva en elementos de la naturaleza. Nótese cómo no existe en el enunciado del monólogo dramático ningún rasgo formal del sujeto de la enunciación.

 

En la sazón del erizado invierno,
desnudo el árbol de su flor y fruto,
cambia en un parto desabrido luto
las esmeraldas del vestido tierno.
Mas, aunque vuela el tiempo casi eterno,
vuelve a cobrar el general tributo,
y al árbol seco, y de su humor enjuto,
halla con muestras de verdor interno.
Torna el pasado tiempo al mismo instante
y punto que pasó: que no lo arrasa
todo, pues tiemplan su rigor los cielos.
Pero no le sucede así al amante,
que habrá de perecer si una vez pasa
por él la infernal rabia de los celos (III, 1817-1830).


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NOTAS

[1] Reiteramos aquí la información bibliográfica relativa a las ediciones de la obra de Cervantes que manejamos en nuestras citas, a cargo de Sevilla Arroyo y Rey Hazas: Teatro completo, Barcelona, Planeta, 1987; Obra completa. III. Ocho comedias y ocho entremeses. El trato de Argel. La Numancia. Viaje del Parnaso. Poesías sueltas, Alcalá de Henares, Centro de Estudios Cervantinos, 1995; El trato de Argel, Madrid, Alianza Editorial, 1996; El gallardo español. La casa de los celos, Madrid, Alianza Editorial, 1997; y El rufián dichoso, Madrid, Castalia, 1997, ed. de Sevilla Arroyo.

[2] Sobre el teatro de Miguel de Cervantes, vid. Canavaggio (1977), los trabajos de Casalduero (1951), García Martín (1980), Johnson (1981), Maestro (2000, 2013), Meregalli (1981), Moody (1981), Sánchez (1992), Zimic (1992), así como el volumen 7 de los Cuadernos de Teatro Clásico, dedicado al teatro cervantino.

[3] Cervantes escribe un conjunto de obras dramáticas que, frente a los usos escénicos instaurados por Lope de Vega, ha sido considerado por estudiosos como Canavaggio como una auténtica tentativa de teatro experimental: «un théâtre à naître: un théâtre que notre temps est prêt à investir de ses doutes, de ses angoisses, peut-être aussi de ses raisons de croire et d’espérer» (Canavaggio, 1977: 450). En la misma línea se sitúa la valoración de estudios más recientes, llevados a cabo por autores como Sevilla, a partir del análisis de las ideas poéticas de Cervantes sobre el teatro de su tiempo: «Todas sus declaraciones sobre el particular lo definen como un tratadista de corte clásico, de remota raigambre aristotélica, pero abiertamente proclive a la innovación experimental» (Sevilla, 1986; y como editor de El rufián dichoso, 1997: 31).

[4] Cfr. a este respecto los tratados y textos sobre poética en los siglos XVI y XVII, entre los que citamos, sin ningún afán de exhaustividad, los de Alfonso de Carvallo (1602); la Poética de Aristóteles traducida de latín (1623), de Juan Plablo Mártir Rizo; Teatro de los teatros (Madrid, 1690), de Bances Candamo; Cascales (1617); el cap. 48 de la primera parte del Quijote; El enano de las musas... (1654), de Cubillo de Aragón; El viaje de Sannio (1585), de Juan de la Cueva; la Aprobación del reverendo padre Fray Manuel Guerra y Ribera a la Verdadera V Parte de Calderón (Madrid, 1682); Lope de Vega (1609); Philosophia antigua, poética (1596), de López Pinciano. Vid. también a este respecto los estudios de García Berrio (1975, 1977 y 1980), Menéndez Pelayo (1883), Sánchez Escribano y Porqueras Mayo (1965), Porqueras Mayo (1986), Vitse (1990, 1995) e Arellano (1995: 146-161).

[5] «Y escrivo por el arte que inventaron / los que el vulgar aplauso pretendieron; / porque, como las paga el vulgo, es justo / hablarle en necio para darle gusto» (Lope de Vega, 1609 /1994: II, 247, vv. 45-48).

[6] En las citas de las obras de Cervantes seguimos la edición de las Obras completas, de Sevilla y Rey, Madrid, Alianza, 1996-1997.

[7] En otro lugar, Sevilla (1986: 236) considera que este fragmento debe entenderse como «una simple concesión ocasional a las modas dramáticas. Una concesión alentada por el soporte estético que la configuración del Rufián dichoso suministra para su realización; explicable, no porque Cervantes haya cambiado diametralmente de sentir dramático, sino precisamente porque se mantiene en su línea de pensamiento habitual. Está fuera de lugar, entonces, ver en el texto una palinodia de su propia ideología dramática pasada, mucho menos una claudicación ante la moda impuesta por Lope y sus seguidores».

[8] En la jornada II, entre los versos 1643 y 1644, Cervantes señala una acotación en que indica la entrada de Ana Treviño, un médico y dos criados, y a continuación declara que «todo esto es verdad de la historia». Más adelante, en el momento en que se produce la visión ante el padre Cruz, antiguo rufián, y fray Andrés, entre los versos 1743 y 1744, dice la acotación que «todo esto desta máscara y visión fue verdad, que así lo cuenta la historia del santo»; poco después, entre 1759 y 1760, se insiste en que «todo esto fue así, que no es visión supuesta, apócrifa ni mentirosa»; en la jornada tercera, se lee entre 2265 y 2266: «Entranse todos, y salen dos demonios; el uno con figura de oso, y el otro como quisieren. Esta visión fue verdadera, que ansí se cuenta en su historia».

[9] Al contrastar las ideas de Cervantes sobre poética teatral con su realización literaria en las comedias, se justifican las palabras de diversos autores que han coincidido en calificar a su teoría dramática de «vacilante y confusa» (Cotarelo, 1915: 349 ss; Canavaggio, 1977: 46-53; Sevilla y Rey, 1987: 284-285), y que han insistido también en afirmar que el diálogo entre la Comedia y la Curiosidad no debe leerse como una plena aceptación de la preceptiva dramática del Arte Nuevo de Lope de Vega, del mismo modo que las ideas sobre la poética de la comedia, expuestas en el capítulo cuarenta y ocho de la primera parte del Quijote, no deben entenderse como una adhesión absoluta y definitiva a la preceptiva clásica.

[1o] El personaje nihilista es el principal agente de la acción en toda tragedia absoluta. Timón de Atenas, de Shakespeare, representa en este sentido una obra de referencia: la misantropía es tal que el cosmos todo se convierte en objeto de una condena definitiva por parte del protagonista, ni una sola acción queda sin ser dolorosamente castigada, cualquier impulso noble es objeto de burla y escarnio, y todo acto constituyente de existencia humana —nacimiento, continuidad de la especie, educación intelectual...— es interpretado como provocación absurda que conduce al dolor y la traición. Los personajes nihilistas alcanzan en Shakespeare un punto de inflexión determinante en su evolución hacia la Edad Contemporánea, a partir del mundo católico, en pletórico desorden, que refiere la literatura de The Canterbury Tales.

[11] Aunque teóricamente Cervantes pone en boca del canónigo toda una declaración en favor del decoro —«Y ¿qué mayor [disparate] que pintarnos un viejo valiente y un mozo cobarde, un lacayo rectórico, un paje consejero, un rey ganapán y una princesa fregona?» (Quijote, I, 48)—, la práctica de la creación literaria, tanto dramática como narrativa —si bien en esta última mucho más intensamente—, se aproxima más al ejercicio polifónico que al rigor estamental del decoro. Con declaraciones como las del canónigo, Cervantes consigue ante todo desorientarnos respecto a la realidad de su práctica literaria, y demostrarnos, paralelamente, que su vinculación con la poética clásica es más bien teórica y formal, pues en la mayoría de los casos la libertad de la creación literaria —sobre todo narrativa— desmiente el ejercicio imperativo de la preceptiva tradicional —más próxima a la práctica de sus obras teatrales—.

[12] Participa en cierto modo de los impulsos que mueven a los personajes llamados nihilistas, que quebrantan toda tentativa de autenticidad o armonía con el discurso oficial de su tiempo. Baste recordar, en este sentido, el episodio en que Nacor revela su intención de traicionar a Alimuzel a los ojos de Arlaxa, y dice «sí, haré» , cuando su intención real es, deliberadamente sin mentir, no declarar una verdad que hará a la mora considerar cobarde a Alimuzel: «[...] Sí haré. / (Aparte) Sentirá Arlaxa la mengua / que tanto al cristiano amengua, / haciéndole della alarde; / vos quedaréis por cobarde, / o mal me andará la lengua» (I, 332-336).

[13] De este modo se explica que, embebido en los postulados a través de los que la Edad Moderna sistematiza y asume la poética antigua, Cervantes se declare por momentos resuelto partidario de las unidades clásicas: «Porque, ¿qué mayor disparate puede ser en el sujeto que tratamos que salir un niño en mantillas en la primera cena del primer acto, y en la segunda salir ya hecho hombre barbado? […]. ¿Qué diré, pues, de la observancia que guardan en los tiempos en que pueden o podían suceder las acciones que representan, sino que he visto comedia que la primera jornada comenzó en Europa, la segunda en Asia, la tercera se acabó en Africa, y ansí fuera de cuatro jornadas, la cuarta acababa en América, y así se hubiera hecho en todas las cuatro partes del mundo?» (Quijote, I, 48). Sin embargo, una vez más, la práctica de su creación literaria, especialmente en comedias como La entretenida y Pedro de Urdemalas, desmiente la teoría de los imperativos preceptistas.

[14] En las últimas décadas parece haber triunfado la tesis según la cual comedias como La entretenida, o también Pedro de Urdemalas, constituyen una parodia del modelo dramático codificado en la comedia lopesca (Avalle-Arce, 1959; Flecniakoska, 1972; Friedman, 1981; López Alfonso, 1986). Desde nuestro punto de vista, estimamos que esta interpretación, sin ser desacertada, es más bien resultado de una lectura cervantina ampliamente desarrollada en el siglo XX, y muy mediatizada por el conocimiento de la experiencia literaria que enfrenta a Cervantes con Lope de Vega. De este modo, se tiende a ver en la literatura de aquél una expresión dialéctica de la de éste, lo que ha llevado a desplazar en cierto modo la importancia, esencial a nuestro modo de ver, que adquiere en este terreno la estrecha —y contradictoria— relación de Cervantes con la poética clásica (aceptada en la teoría y desmentida en la práctica). Considerar a La entretenida, o a Pedro de Urdemalas, como una parodia del modelo de la comedia lopesca es más bien un ejercicio —contrastado— de lectura, una interpretación mediatizada por un conjunto de conocimientos sólo asequibles desde la experiencia investigadora del siglo XX, antes que el reconocimiento de una intención autorial explícita por parte del propio Cervantes.

[15] En relación con este aspecto, Arellano (1995: 52) señala la siguiente observación, que conviene tener en cuenta: «Hay, sin embargo, que señalar que muchas dimensiones irónicas están ya en la Comedia nueva: considerar que en la comedia de enredo lopiana los padres son siempre honorables garantes del honor, rígidamente mantenido, etc., es adoptar una visión muy reducida, y ciertamente errónea, que conduce a nuevos desvíos. Cervantes ofrece, sin duda, un juego complejo, con notas de burla, ironía y parodia, pero en ese sentido no habría una radical innovación ni un enfrentamiento «programático» con la comedia nueva, que explota no menos esos elementos. Para defender al teatro de Cervantes no es preciso ignorar la propia flexibilidad y apertura de los modelos dramáticos que al final predominarán en el Siglo de Oro».

[16] Ninguna de las posibles parejas que han mantenido una intriga amorosa acaba en matrimonio: Cristina con Quiñones, Ocaña o Torrente; Antonio con Marcela; Ambrosio o Silvestre con la hermana de Antonio, también llamada Marcela:«... el Pontífice no quiso / conceder dispensación / entre mi primo y mi hermana» (III, 2986-2988).

[17] Recuérdense en este sentido las palabras de Marcela: «Con licencia de mi hermano / y de mi primo, yo quiero / sentenciar al escudero / y al gran embustero indiano. / Trocará la mano el juego / a cuyas leyes me arrimo, / y él se salga della luego. / Lleve su vergüenza mayor / que puede tomar Amor / de invenciones como aquéstas. / A Muñoz le doy la pena / que da el arrepentimiento / y el destierro» (III, 320-334).

[18] «El personaje del drama tradicional, lejos de dejarse atrapar enteramente en su perspectiva particular, tiene siempre presente la perspectiva general de donde extrae el juicio de sus acciones. Esta es la diferencia crucial que nos separa de tanta literatura pre-ilustrada, y que nos empuja, a juicio de los críticos, a malinterpretar «románticamente» cuando leemos. Nos resulta difícil comprender la resignación que reina entre los condenados por Dante al infierno, o que la simpatía de Dante hacia Francesca no implique una crítica al juicio divino contra ella, o que nuestra simpatía por el héroe trágico no deba implicar una crítica a los dioses y a sus criterios. Aparentemente, el orden moral se aceptaba como algo inamovible, del mismo modo en que hoy aceptamos el orden natural; y la combinación de sufrimiento y aquiescencia era probablemente el secreto de la antigua emoción trágica —una emoción de la que hablamos mucho pero que, sospecho, se nos escapa. Y es que hemos sido educados en una exigencia concreta, la de que toda perspectiva particular debe conducirse a su conclusión lógica, hacia valores que se justifican solos. Sin embargo, el personaje tradicional se representa a sí mismo sólo de manera parcial, pues también colabora en la exposición del significado moral de la obra. Interpreta su historia personal con el fin de reforzar el orden moral» (Langbaum, 1957 /1996: 275-276).

[19] «De sa naissance jusqu’au XVIIIe siècle, le théâtre européen a certes fonctionné selon des modalités extrêmement diverses, en théorie comme en pratique, mais sa définition globale n’a jamais varié. Le but de la représentation est constamment demeuré d’imiter les actions des hommes, par le truchement des comédiens, à travers un espace et un temps figurés, devant un public invité à ajouter foi aux images ainsi construites; cette mimésis, qui est une activité de l’imaginaire s’exerçant sur le réel, en vise pas simplement à donner du plaisir, mais aussi à affirmer ou à affermir un savoir» (Abirached, 1978 /1994: 89).

[20] «Sin duda, en el Barroco había una tendencia a lograr una inmovilización o, cuando menos, a imponer una dirección a las fuerzas de avance que el Renacimiento había puesto en marcha. Pero, en la pugna entre una y otra tendencia, las fuerzas expansivas que se trataba de contener eran de tal energía que, más pronto o más tarde —casos, respectivamente de Inglaterra y de Francia—, acabaron ganando la partida. Shakespeare o Ben Jonson no representan una cultura que hiciera imposible la revolución industrial. Racine o Molière tal vez contribuyeron a preparar los espíritus para la fase renovadora del colbertismo. Pero de las condiciones en que se produjo el teatro de Lope o el de Calderón y que en sus obras se reflejaron —con no dejar de ser ellos modernos—, no se podría salir, sin embargo, hacia un mundo definitivamente moderno, rompiendo el inmovilismo de la estructura social en que el teatro de uno y otro se apoyaba» (Maravall, 1975 /1986: 77).

[21] «Y también en los caracteres, lo mismo que en la estructuración de los hechos, es preciso buscar siempre lo necesario o lo verosímil, de suerte que sea necesario o verosímil que tal personaje hable u obre de tal modo, y sea necesario o verosímil que después de tal cosa se produzca tal otra» (Aristóteles, Poética, 17, 1454a 33-37).

[22] Vid., en relación con otros enfoques sobre el tema, los trabajos de Aubrun (1966), Wardropper (1968), Valbuena Prat (1969), Díez Borque (1976) y Canavaggio (1995).

[23] Entre otros estudios sobre el personaje cervantino, pueden consultarse los trabajos de Riley (1971), Canavaggio (1980) y Johnson (1995), además de los trabajos recogidos en el volumen 15 de la revista Cervantes (1995), dedicado precisamente a la construcción del personaje en la obra cervantina.

[24] Cfr. Shakespeare, El mercader de Venecia, Madrid, Espasa-Calpe, 1940. Trad. esp. de Luis Astrana Marín. Vid. el texto original inglés, The Merchant of Venice (1600), I, 1, vv. 1-6: «In sooth I know not why I am so sad, / It wearies me: you say it wearies you; / But how I caught it, found it, or came by it, / What stuff’tis made of, whereof it is born, / I am to learn: and such a want-wit sadness makes of me, / That I have much ado to know myself».

[25] Como explica a propósito de Shakespeare, Langbaum considera que el principal motivo que induce al personaje a convertirse en sujeto de enunciaciones presenta una doble naturaleza, orientada al cumplimiento de una función «autoexpresiva o lírica» , y capaz de expresar al mismo tiempo una situación de desequilibrio entre la experiencia subjetiva del protagonista (sujeto) y la estructura de los hechos (fábula) de la situación dramática en que se sitúa como personaje (Langbaum, 1957 /1996: 301).

[26] «En consecuencia, Los tratos de Argel ofrecen un ejemplo perfecto de lo que Cervantes asegura haber aportado al teatro, y de hecho aportó como novedad, que consistió en sacar a las tablas «exteriorizaciones dramáticas de la vida interior» , mediante el procedimiento de encarnar en personajes abstractos los pensamientos íntimos, para hacer más funcional y evidente el soliloquio interno, al dramatizarlo como diálogo representable de figuras morales» (Rey y Sevilla, 1996-1997: III, 10).

[27] Como personaje teatral inmerso en la estructura de unos hechos, organizados desde imperativos lógicos que se atienen a un orden moral superior, el sujeto de la enunciación se refiere a sí mismo desde el punto de vista de los motivos y consecuencias de sus formas de conducta, es decir, desde el punto de vista del papel de sus actos en el conjunto de la fábula. Su discurso constituye una declaración sobre las repercusiones exteriores de la acción, y una expresión de objetividad sobre su propia percepción de los hechos. El personaje de la comedia española no se identifica ante sí mismo como sujeto de acciones propias, sino más bien como agente o delegado actancial de una realidad trascendente, metafísica, de cuya voluntad depende el sentido de toda acción humana, así como el fundamento moral y religioso de la sociedad en que se desarrollan sus consecuencias. Cervantes, sin embargo, fue mucho más lejos en la construcción de todos sus personajes.






Información complementaria


⸙ Referencia bibliográfica de esta entrada

  • MAESTRO, Jesús G. (2017-2022), «El personaje teatral en las comedias de Miguel de Cervantes», Crítica de la razón literaria: una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica. Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades del conocimiento racionalista de la literatura, Editorial Academia del Hispanismo (IV, 2.16), edición digital en <https://bit.ly/3BTO4GW> (01.12.2022).


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