IV, 2.10 - Cervantes frente a Séneca: la ausencia de senequismo en la tragedia cervantina

 

Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices





Cervantes frente a Séneca: la ausencia de senequismo en la tragedia cervantina


Referencia IV, 2.10


A todas las acciones a que somos determinados por un afecto que es una pasión, podemos ser determinados, sin él, por razón.

Baruch Spinoza (Ética, 1677, IV, lix).

 

 

Crítica de la razón literaria, Jesús G. Maestro

En este capítulo voy a referirme a las relaciones entre Cervantes y Séneca en el contexto de la literatura teatral, concretamente a propósito de La Numancia cervantina frente a las tragedias senequistas, y desde el punto de vista de las posibles analogías y diferencias entre un artífice de la stoa y el autor el Quijote.

La crítica literaria cervantina ha apuntado con relativa frecuencia una relación de parentesco entre La Numancia de Cervantes y el teatro senequista, a partir de la vinculación del escritor español con la generación de tragediógrafos de 1580. En primer lugar, como he señalado en trabajos anteriores (Maestro, 1999a, 2004, 2005, 2005a, 2006c, 2013), ha de advertirse en este punto que la relación de Cervantes con los Argensola, Virués, Laso de la Vega, Bermúdez, etc., guarda más afinidad con la cronología histórica y la sociología matritense que con la idea y concepto de tragedia, que en realidad no comparten, uno y otros autores. En segundo lugar, como trataré de demostrar aquí, conviene definir con precisión de qué estamos hablando cuando hablamos de «influencia senequista» en el teatro o en la literatura cervantina.

Esta crítica de influencias literarias ha de organizarse y de exponerse de acuerdo con la realidad de lo que la literatura es, y siempre ateniéndonos a las posibilidades efectivas de lo que la interpretación de esa literatura permite objetivar y llevar a cabo en el campo de las investigaciones literarias. Insisto en esta cuestión porque, cuando se habla de influencia literaria, es imprescindible determinar discriminaciones esenciales, que habrán de situar al intérprete de la literatura, y a la literatura misma, en una serie de posiciones gnoseológicas —es decir, críticas, en términos lógico-materiales— determinadas y determinantes de cualquier estudio posterior sobre los materiales literarios.

 

 

Planteamiento del problema: la falacia senequista

El problema de los falsos problemas es que exigen soluciones también falsas. Desde el punto de vista de la crítica gnoseológica que aquí desarrollaré, el senequismo del teatro cervantino es un falso problema, una falacia, una invención de determinada crítica literaria, de corte historicista y de raíces fenomenológicas. La atribución a La Numancia de una influencia senequista está motivada ante todo a la coincidencia cronológica e histórica relativa a su composición, acaecida con toda probabilidad entre 1580 y 1585, en la creciente década que aglutinó la frustrante producción teatral de los tragediógrafos españoles de fines del XVI. La influencia del Séneca dramaturgo en el teatro trágico de los Virués, Argensola, Cueva, Artieda, etc., es cierta y probada. Sin embargo, en absoluto ocurre lo mismo con La Numancia de Cervantes. La intromisión de la influencia senequista en la tragedia cervantina es resultado de una atribución que lleva a cabo la crítica cervantina, no Cervantes. Es decir, se trata de una atribución fenomenológica, superficial y aparente, en unos casos, dóxica incluso, en otros, pues no está justificada con suficiencia ni desde criterios formales, si contrastamos la dramaturgia de Séneca con la de Cervantes, ni mucho menos desde criterios conceptuales o lógicos, si comparamos dialécticamente la filosofía senequista con las ideas objetivas formalmente materializadas en la literatura cervantina.

Varios autores se han referido ocasionalmente en sus trabajos a la supuesta influencia senequista en el teatro cervantino (Braden, 1985; McCurdy, 1964; De Armas, 1998; Flecniakoska, 1964; Highet, 1949; Marín, 1994; Serrano, 1965; Werner, 1966...), si bien apenas dos de ellos le han dedicado especialísima atención. Me refiero a los trabajos de Karl A. Blüher (1969, 1995) y de Jean Canavaggio (1998). Con todo, la atención de uno y otro hispanista es muy diferente, hasta tal punto que los trabajos de Blüher, que tienden a discutir e incluso negar el senequismo en la obra literaria de Cervantes, discurren por el ámbito de lo que he denominado el primer género de materialidad literaria (M1), esto es, el análisis de las formas literarias, mientras que los escritos de Canavaggio, que postulan y defienden una influencia manifiesta de Séneca en Cervantes, se basan en el segundo género de materialidad literaria (M2), es decir, en la exposición fenomenológica, e incluso psicológica, de una serie de argumentos que, desde criterios formales y gnoseológicos, resultan muy difíciles se sostener, dada su fragilidad e inconsistencia.

Siguiendo los presupuestos de la Crítica de la razón literaria como Teoría de la Literatura, voy a tomar como punto de partida, frente a La Numancia de Cervantes y a las tragedias conservadas de Séneca, las investigaciones formalistas de Blüher (M1) y las argumentaciones fenomenológicas de Canavaggio (M2), con objeto de desembocar dialécticamente en una crítica gnoseológica (M3), en la cual se basará la interpretación desde la que discuto y rechazo toda influencia y presencia de senequismo en La Numancia cervantina.

 

 

Séneca y Cervantes: la crítica formalista de Karl A. Blüher

Ha de comenzarse por ceder la palabra a Blüher, con objeto de exponer su tesis:

 

Es evidente que Cervantes no imita directamente las tragedias de Séneca. La dramaturgia de La Numancia y la de El trato de Argel presenta más bien puntos en común con las tragedias «históricas» de algunos de sus contemporáneos, la mayoría de ellas compuestas igualmente en cuatro actos (o jornadas) y violando abiertamente las reglas de las «tres unidades». Lógicamente cabe suponer que Cervantes conocía lo esencial de la producción dramática de Juan de la Cueva, Cristóbal de Virués, Andrés Rey de Artieda y Lupercio Leonardo de Argensola, quienes habían imitado, adaptándolas a sus necesidades, las tragedias antiguas a través de los imitadores italianos de Séneca, en particular Dolce y Giraldo Cinthio (Blüher, 1995: 499).

 

Ahora bien, conviene determinar qué es lo que imitan los tragediógrafos españoles de 1580, cuando autores como Blüher dicen que «habían imitado, adaptándolas a sus necesidades, las tragedias antiguas a través de los imitadores italianos de Séneca». Mucha imitación de imitadores hay ahí, si no leo mal. ¿Imitan, pues, los españoles al Séneca dramaturgo? ¿Al Séneca filósofo? ¿A los imitadores italianos del filósofo o del dramaturgo? ¿Es disociable Séneca como filósofo estoico y como dramaturgo trágico? Son cuestiones que deben clarificarse antes de determinar en qué consiste la «influencia senequista» del teatro cervantino, limitable, en el mejor de los casos, a una tragedia, La Numancia, y sólo en la medida en que esta tragedia puede integrarse, no sin visibles dificultades, como he expuesto en otro lugar (Maestro, 2006c), en la perspectiva de la tragedia española de la década de 1580[1]. Vayamos por partes.

 

1. Los materiales literarios: ritual de augurios y suicidio de Viriato. 

La interpretación que Blüher hace de la escena de los augurios representada en La Numancia es mucho más completa y coherente, como veremos, que la de Canavaggio. El hispanista francés no cita el trabajo del hispanista alemán, pese a ser este último (1995) anterior en tres años al de Canavaggio (1998).

 

Es evidente que Cervantes a quien siempre le gustó describir escenas de brujería y de magia, se ha servido en este pasaje de La Numancia de todo un conjunto de diversas reminiscencias cuyo origen es difícil de establecer. Así pues, cuando constatamos, por ejemplo, que uno de los presagios nefastos, cómo una llama se parte en dos durante los preparativos del sacrificio, se produce de manera completamente análoga en la tragedia de Séneca y en la de Cervantes, cabe recordar que este mismo fenómeno se encuentra igualmente descrito en otros textos de autores latinos que Cervantes debió conocer, entre otros en La Farsalia de Lucano (I, 550-551). Para intensificar el efecto funesto de este presagio, Cervantes apunta, por otra parte, diferentes «señales» negativas como era corriente en las prácticas de los augurios: la aparición de cometas, el trueno, la lucha a muerte entre pájaros... No se ha de olvidar tampoco que el objetivo al que tiende la adivinación es completamente diferente en las dos tragedias ya que en Séneca se trata de desenmascarar a un culpable y en Cervantes de prever el futuro, y que, además, la ceremonia antigua se concentra en el horripilante examen de las entrañas de una becerra, mientras que en La Numancia el sacrificio no tiene otro objetivo que el de «aplacar» a Plutón, el dios del Infierno. En cuanto a la evocación mágica del «muerto» en Cervantes, hay que decir que se encuentra más cercana de la descrita por Lucano (VI, 507 sq.) (Blüher, 1995: 500).

 

Se observará que la interpretación de Blüher no se detiene en psicologismos ni en fenomenologías, sino en materiales literarios específicos, intertextualmente muy bien contrastados, no sólo desde criterios formales, sino sobre todo desde la solidez de las ideas objetivadas en La Numancia de Cervantes y en el Edipo de Séneca.

Por otro lado, identificar en Séneca, concretamente en Las troyanas, en el episodio de la muerte de Astianacte, que fallece al ser arrojado de lo alto de una torre, la fuente del suicidio del Viriato numantino, no es menos audaz, ya que, como el mismo Blüher advierte, «para realizar este episodio dramático, le hubiera bastado [a Cervantes] con acordarse de la descripción que da de ese suicidio el texto de la Crónica de España de Diego de Valera (1482)[2] que, como ha demostrado A. Cotarelo y Valledor, fue la fuente principal de La Numancia» (Blüher, 1995: 500).

 

2. Séneca al margen de La Numancia

Al margen de La Numancia, la influencia de Séneca en Cervantes no tiene, prácticamente desde ningún punto de vista, la menor posibilidad de plantearse. Dejemos hablar al propio Blüher:

 

En El trato de Argel es sobre todo la escena de la «hechicería» de una mujer musulmana la que ha hecho pensar en una posible influencia de Séneca. Ahora bien, esta escena de Cervantes no imita en absoluto las frecuentes escenas de magia reflejadas en las tragedias de Séneca (Troades, Medea, Hercules Oetaeus), sino que se inspira claramente de la famosa descripción de los sortilegios que Dido utiliza para hechizar a Eneas en la Eneida de Virgilio (IV, 509-518) así como de la de la «hechicera» Erictho de la Farsalia de Lucano (VI, 507 sq.). Sorprende constatar que Cervantes desatiende aquí la explotación de la descripción de las prácticas maléficas de Medea que Séneca había ampliamente evocado en su tragedia (Blüher, 1995: 500).

 

En cierto modo, compartimos la conclusión a la que llega Blüher respecto al ínfimo o nulo senequismo del teatro cervantino:

 

Hay que reconocer, pues, que lo esencial de las «fuentes» directas utilizadas en las escenas de adivinación y de hechicería se encuentra en Ovidio, Lucano o Virgilio (o en las traducciones o imitaciones españolas). No por ello hay que olvidar que Cervantes imita sobre todo las tragedias «históricas» de sus contemporáneos quienes, tomando el modelo de las tragedias de Séneca, ya habían explotado escenas de este tipo (Blüher, 1995: 501).

 


4. Influencia en Cervantes del Séneca «filósofo»

Según Blüher, es muy improbable que Cervantes haya podido acceder a la filosofía senequista sin grandes obstáculos, dadas las escasas ediciones fiables de los textos de Séneca que habría podido consultar el autor de La Numancia (Blüher, 1969, 1995: 502). La conclusión del hispanista alemán es inequívoca respecto a la novelística cervantina —conclusión que, desde el punto de vista que aquí sostengo, ha de hacerse extensiva, con pequeños matices, a la totalidad de su obra literaria—: «Después de un examen crítico de toda la producción narrativa de Cervantes me es imposible descubrir una recepción cualquiera directa de la obra filosófica de Séneca» (Blüher, 1995: 502).

 

5. Conclusión discutible: senequismo, erasmismo, espinosismo

Pese a su recurrente coherencia, la conclusión a la que llega Blüher no está exenta de ciertos tópicos. Si bien despeja dudas sobre las falaces atribuciones senequistas al teatro cervantino, y a su creación literaria en general, en algunos aspectos finales incurre de nuevo en lugares comunes, igualmente fenomenológicos, y basados de forma valetudinaria en la inercia de ciertos libros, publicaciones y veneraciones de autores y autoridades de la crítica literaria. Es el caso, por ejemplo del tan acríticamente repetitivo erasmismo —y ocasionalmente montaignismo— de Cervantes, que —tras las palabras de Blüher— paso a discutir sumariamente, de forma específica en lo que a Montaigne se refiere.

 

Es significativo que sea únicamente en las dos primeras obras dramáticas marcadas por la influencia de Séneca así como en un pasaje de La Galatea donde se encuentra el lugar común de origen estoico «del ánimo constante en las adversidades, cual firme roca contra el mar» (OC 116, 158 y 172). Todas las obras posteriores, y sobre todo Persiles y Segismunda, insisten, por el contrario, en la incertidumbre o inestabilidad de la existencia humana. Es verdad que Don Quijote —es Sancho Panza quien lo asegura— da el ejemplo de alguien que es «vencedor de sí mismo» (OC 1518) y que testimonia —habla el Bachiller— de un «ánimo grande en acometer los peligros, la paciencia en las adversidades y el sufrimiento así en las desgracias como en las heridas» (OC 1282), pero sin aspirar nunca a esa «impasibilidad» sobrehumana que caracteriza al sabio estoico. En ninguna parte se ve conquistar, a los héroes y heroínas de Cervantes, la «tranquillitas animi», suprimiendo y extirpando sus pasiones y sus miedos. Para escapar a las desgracias, tampoco eligen, con la excepción de los desafortunados defensores de Numancia o la del desdichado Crisóstomo cuya muerte además no se encuentra justificada por ninguna motivación estoica, la vía del suicidio, que es incluso designada en Persiles y Segismunda como «la mayor cobardía del mundo» (OC 1607). Tampoco se les ve recurrir a los célebres «remedia» estoicos que Cervantes habría podido leer en la obra seudosenequiana De remediis fortuitorum o en el De remediis utiusque fortunae de Petrarca, en el que predomina la reflexión del tipo de la de Séneca. Así pues, nos parece erróneo hablar de una influencia del estoicismo y, más en concreto, de los escritos filosóficos de Séneca en el pensamiento y en las obras de Cervantes en las que, más bien, se constata la presencia de una inseguridad permanente de la existencia humana y en las que el hombre, víctima de la incertidumbre y la duda, es incapaz de acceder a la serenidad del comportamiento desengañado de los estoicos. Cervantes no eligió, como lo haría más tarde Quevedo, apoyarse en las concepciones filosóficas del neoestoicismo, sino que se mantiene profundamente impregnado de las corrientes erasmistas y escépticas que marcan la transición de la época del Renacimiento a la del Barroco (Blüher, 1995: 504).

 

En general, puedo estar de acuerdo con Blüher en casi todo, excepto en su observación final, lugar común de la batailloniana crítica del siglo XX, relativa a la «profunda impregnación» de erasmismo que le atribuye al autor del Quijote. Cervantes no se agota en Erasmo. Cervantes es superior e irreductible a Erasmo. ¿Cuándo se darán cuenta de esto los cervantistas? El racionalismo de Erasmo no codifica, ni explica definitivamente, el racionalismo de Cervantes. Tampoco Montaigne basta por sí mismo para explicar el supuesto escepticismo cervantino. Además, ¿cuál es el escepticismo de Cervantes? ¿Dónde y en qué se manifiesta? ¿No se estará confundiendo el retórico (y sofista) escepticismo de un Montaigne, o la moderación moralista de un Erasmo, con la heterodoxia de Cervantes? ¿No se estará solapando el antropomorfismo racionalista del autor del Quijote, que apunta hacia Spinoza ignorando a Descartes, con el humanismo metafísico del autor del Elogio de la locura, que se mantiene en los límites del racionalismo teológico cristiano, moderando y confitando en el catolicismo meridional el impacto de la Reforma luterana? 

El conocimiento del racionalismo de Baruch Spinoza es imprescindible para abordar la interpretación del racionalismo cervantino. Cervantes preludia su propia obra literaria la filosofía de un Spinoza, una obra literaria la del autor del Quijote que se integra e interpreta plenamente en el racionalismo que desde la Edad Moderna conduce hasta la Edad Contemporánea. La razón erasmista sigue siendo una razón teológica, una razón de la que don Quijote, como la mayoría de los más singulares personajes cervantinos, huyen sin reservas, porque si la razón es Dios, si la razón es Trento, si la filosofía es una teología, y si el mundo interpretado es el mundo reformado o contrarreformado, lo mejor es volverse loco cuanto antes. Cervantes no busca en ninguna religión la solución de los problemas humanos. Cervantes no se sitúan en razón teológica, sino en la razón antropológica. Insisto: Erasmo es la razón teológica, por mucho humanismo que la disfrace, frente a la cual teología cabe emplazar y enfrentar dialécticamente la razón materialista y antropológica de un Cervantes, en cuya órbita literaria se sitúa la obra filosófica de un Spinoza. La literatura de Cervantes adquiere más luminosidad y mayor coherencia en la genealogía del pensamiento de Spinoza que bajo la sombra espiritual del erasmismo cristiano, dentro del cual la crítica cervantista se ha sentido históricamente más cómoda y mucho mejor preservada. Entre otras cosas porque es un espacio comodín para no decir nada nuevo sin disentir de la inercia crítica precedente. Y también porque —en cualquier época— Erasmo es mucho más fácil de explicar intelectualmente y de asumir moralmente que Spinoza. Erasmo, como Ortega, como Montaigne, como Emilio Lledó, decora cualquier texto académico, y cualquier bibliografía, como un Kitsch decora cualquier aposento burgués o posmoderno. Casan con todo. Y no olvidemos que lo que sirve para todo es porque no sirve para nada.

 

 

Séneca en Cervantes: la crítica fenomenológica de Jean Canavaggio

1. La tesis de Canavaggio. 

Frente a la crítica formalista de Blüher, Canavaggio desarrolla una crítica esencialmente fenomenológica y psicologista. Canavaggio parte de un postulado discutible a la luz de la realidad literaria de La Numancia: la inclusión indiscriminada de Cervantes en la nómina de los tragediógrafos de la década de 1580. Canavaggio presenta sus argumentos como una hipótesis, ciertamente. Sin embargo, no se trata de cualquier hipótesis, sino que es la única hipótesis en que a él le resulta posible creer. No estamos, pues, ante una teoría, formalmente justificable —aunque discutible—, como es el caso de Blüher, sino ante una creencia, fenomenológicamente comunicable —y por tanto más próxima a lo que podríamos considerar como un acto de fe literaria—.

 

Caso de demostrarse, sin lugar a dudas, que para Bermúdez, Argensola, Cueva, Cervantes, Virués y otros, Séneca fue, no sólo ejemplo invocado, sino también modelo meditado y hasta imitado, entonces sí cabría concluir que los poetas de la generación de 1580, desde varios supuestos y con distintos recursos, apuntaron al mismo blanco —la dignificación de la escena española— aun cuando no llegaran a encerrar su caudal en los moldes de un auténtico género trágico (Canavaggio, 1998: 4).

 

Desde el uso de la razón literaria, es decir, desde la organización racional —lógico-material, en términos gnoseológicos— de los materiales literarios, no creo en una propuesta —no es posible asumirla— que nos conduzca por ese camino. No puedo aceptar la inclusión indiscriminada, la solubilidad acrítica, de Miguel de Cervantes en el formato trágico de los dramaturgos y humanistas de 1580.

En primer lugar, porque aunque Cervantes coincida cronológicamente con la generación de tragediógrafos de 1580, las ideas formalizadas y materializadas en La Numancia no son asimilables a las ideas contenidas en las obras trágicas de los Argensola, Cueva, Virués, Bermúdez, etc. (Maestro, 2006c).

En segundo lugar, ¿qué quiere decir aquí «dignificación de la escena española»? Si Canavaggio se refiere a la difusión de un teatro de signo clasicista y humanista, que trató de seguir los modelos dignificados por un tipo de tradición literaria, grecolatina, clasicista, etc., entonces sólo puede entenderse esta «dignificación» como la expresión de un rotundo fracaso, que culminó con la década de 1580.

 

2. La triple investigación de Canavaggio. 

De acuerdo con el hispanista francés, la investigación sobre el senequismo de La Numancia habrá de fundamentarse en tres aspectos:

 

1) Los textos de las obras de los trágicos de 1580, como «imprescindible encuesta previa sin la cual no se puede hablar de influjo senequista, sea directo, sea a través de los imitadores italianos del poeta latino» (Canavaggio, 1998: 4)[3].

2) Los «elementos constitutivos del código teatral al que remiten estas obras, para ver si, en su búsqueda de un nuevo método de expresión, los dramaturgos filipinos incorporaron —y de qué manera— recursos técnicos derivados de Séneca» (Canavaggio, 1998: 4). Entre tales recursos, Canavaggio propone los siguientes: división de actos, empleo del coro, presencia de figuras alegóricas, situaciones y personajes paroxísticos, frecuente uso de monólogos, retórica sentenciosa, invocación de lo sobrenatural, presencia de la magia, teatralización de la violencia y del horror.

3) El «concepto que tuvieron estos poetas de lo trágico […], no sólo con referencia al didactismo neoestoico que impregna las tragedias de Séneca y a su finalidad ejemplar, sino también en relación con el resurgimiento del teatro renacentista por toda Europa» (Canavaggio, 1998: 4).

 

La triple investigación que propone Canavaggio debe examinarse críticamente. La primera de sus orientaciones nos sitúa en el ámbito de la intertextualidad formalista (M1, o dimensión física de la literatura, en los términos de la Crítica de la razón literaria como Teoría de la Literatura). La segunda de ellas nos emplaza ante la fenomenología de las formas literarias (M2, la literatura y su interpretación como experiencia psicológica). Y la tercera, finalmente, es la única que nos enfrenta críticamente con la symploké de las posibles ideas objetivadas en las obras teatrales de Séneca (M3, la literatura como discurso crítico y lógico) y compartidas en los textos literarios de Cervantes.

Desde tales perspectivas, Canavaggio formula el propósito de su investigación en los siguientes términos:

 

Me propongo tomar, como botón de muestra de la recepción del teatro de Séneca en la España filipina, una sola obra, pero de primera fila: la Numancia de Miguel de Cervantes. Por supuesto, estudios anteriores a éste han señalado ya la impronta de la dramática senequiana en esta «tragedia», como se la llama desde el siglo XVIII: por ejemplo en el uso de las alegorías, en el recurso a la magia, con la aparición del «joven triste» conjurado por el nigromántico Marquino, o en la actitud de los numantinos a la hora de darse la muerte. Pero no se ha examinado con la atención que se le debe uno de los episodios más aparatosos de la jornada segunda: el sacrificio de los sacerdotes numantinos (Canavaggio, 1998: 5).

 

No me resulta posible compartir los postulados ni las consecuencias de esta tesis. El propio Canavaggio no tarda en reconocer las limitaciones de su propuesta, a partir sobre todo de las realidades formales y materiales contenidas en la literatura de Miguel de Cervantes, en cuya obra literaria sólo se ha identificado una única mención de Séneca, por cierto muy pasajera, y en compañía de Plauto y Terencio, a los que sigue una sumaria referencia a los innominados dramaturgos griegos (El rufián dichoso, II, vv. 1233-1240). En este punto, si tal mención —la única en todo cuanto poseemos de lo escrito por Cervantes— se utiliza para subrayar la influencia de Séneca en el autor de La Numancia, ¿por qué no hacer lo mismo con la influencia de Plauto y Terencio en la dramaturgia del autor de El trato de Argel o La entretenida? ¿Por qué Séneca , y Plauto y Terencio no?

 

3. Los materiales literarios

Los materiales literarios cervantinos y senequistas en que se fija —y ocasionalmente puede apoyarse— Canavaggio son ciertamente frágiles para usarlos como soporte de la influencia de Séneca en La Numancia de Cervantes.

 

Dejando para otra encuesta un estudio de la fórmula a la que corresponde la Numancia, la cual ha de examinarse en relación con los habituales recursos de la dramaturgia senequiana, me limitaré, como queda dicho, a la secuencia del sacrificio que los sacerdotes de la ciudad ofrecen a los dioses, tras la negativa con que Escipión contesta a los ofrecimientos de los sitiados. Esta secuencia, con su desenlace aparatoso, prepara la intervención de Marquino y el famoso conjuro necromántico en el que un muerto, requerido por el hechicero, recobra vida para anunciar el «lamentable fin» de los numantinos (Canavaggio, 1998: 5).

 

Creo que Canavaggio parte de un error ontológico de cierta consideración: no tiene en cuenta de forma exacta la realidad literaria formalizada en el texto de La Numancia.

En primer lugar, me pregunto si el «hechicero» que se comunica con los muertos ha de llamarse estrictamente «hechicero» (nunca arúspice) o si, por el contrario, es en rigor un «chamán», como especialista que pone en contacto a los vivos con los muertos. Y no conviene olvidar en este punto que Marquino no participa en los rituales oficiales, políticos, sino que en su lugar lo hacen los sacerdotes oficiales, «druidas», diríamos siguiendo la mitología y la organización política de las tribus celtas. El chamán no forma parte propiamente de la estructura política y religiosa de Numancia (Maestro, 2004, 2005).

En segundo lugar, dice Canavaggio que, tras el ritual de los sacerdotes, «es cuando los Numantinos se resuelven a acudir a los hechizos de Marquino» (Canavaggio, 1998: 5). No es cierto: no son «los Numantinos» quienes acuden a «los hechizos de Marquino» —si aceptamos que Marquino se comporta como un «hechicero», y no como un «chamán»—, sino solamente dos numantinos, apenas el par de ellos que cuenta con nombre propio en la obra, y que expresan precisamente los diálogos más importantes respecto a la desmitificación y desacralización de todo referente metafísico, ritual o religioso, susceptible de ser aceptado, formal y funcionalmente, en la interpretación de cuanto sucede en La Numancia.

En tercer lugar, el hecho de que la secuencia de resurrección o rehabilitación del cuerpo muerto no sea estatal ni oficial, sino privada y filárquica, es decir, no tenga carácter político ni oficial, sino oficioso e incluso clandestino —pues se hace a espaldas de los sacerdotes oficiales y de las autoridades civiles de Numancia (nótese que no está presente Teógenes, por ejemplo, quien se configura como la principal autoridad militar y política)—, le resta institucionalmente todo el valor que pueda adquirir formalmente. De hecho, no es tanto una ceremonia —al ejecutarse exenta de dimensión política reconocida— cuanto un ritual «entre amigos», llevado a cabo por una filarquía, que no por una sociedad política (Maestro, 2007: 186-209).

En cuarto lugar, y éste es el principal problema que cabe imputar a Canavaggio en sus investigaciones sobre el senequismo que atribuye a La Numancia cervantina —a mi modo de ver inexistente—, las más importantes pruebas que aduce el hispanista francés no se basan en formas o referentes apreciables de la influencia de Séneca en Cervantes, sino en fenomenologías, apariencias, lugares comunes y, al cabo, tópicos generalizados, con mayor o menor incidencia, en textos de la literatura grecolatina, medieval y renacentista, no sólo trágicos, sino teatrales en general, y también épicos e incluso filosóficos o ensayísticos, desde la Teogonía de Hesíodo y la aparición de las musas en el Helicón —que invita a recordar la presencia de la musa Calíope en el libro VI de La Galatea—, hasta el descenso al Hades de Ulises en la Odisea, por citar sólo una de las múltiples visitas que los protagonistas de la literatura antigua hacen a lo que la mitología cristiana tipificará definitivamente con el nombre de Infierno.

Así, por ejemplo, Canavaggio objetiva de este modo la posible influencia senequista en la escena del ritual numantino:

 

Para la elaboración de esta secuencia, Cervantes no pudo aprovechar los datos que le proporcionaba la tradición histórica. La relación que, en su Crónica general, hace Ambrosio de Morales del sitio de Numancia, y de la cual procede la trama de los acontecimientos, no incluye mención alguna de un sacrificio que emprendieran los sitiados. Por su parte, Antonio de Guevara, en la libre versión del mismo suceso que se encuentra en una de sus Epístolas familiares, cuenta cómo los sacerdotes numantinos, al enterarse de la determinación de los Romanos, «hacían grandes clamores y súplicas a sus dioses». Esta indicación alusiva pudo tal vez sugerir a Cervantes la idea del sacrificio, por tratarse de un episodio de indiscutible plasticidad. Pero quedaba por dar cuerpo a esta idea, plasmándola en el espacio de la representación […]. Pero la fuente primordial —si se me permite hablar de «fuente»— no pudo ser sino Séneca, el único de dramatizar, dentro de una misma secuencia, acciones y señales que no se hallan en otros autores y que, precisamente, recoge el episodio cervantino (Canavaggio, 1998: 7) [cursiva mía].

 

Desde criterios científicos no es posible aceptar ni esta interpretación ni sus consecuencias. 

En primer lugar, porque la interpretación no se basa en datos probados, ni por documentos autoriales cervantinos, ni por otras confirmaciones textuales objetivadas en material histórico alguno, ni siquiera por materiales formalizados en el texto de La Numancia que nos remitan inequívocamente a Séneca, antes que a cualesquiera otros autores, los cuales, con anterioridad a Cervantes, hayan hecho uso de elementos sobrenaturales, procedimientos rituales, o acontecimientos ceremoniales, en el desarrollo de las acciones dramáticas, épicas o mitológicas, que comunican en sus obras o escritos. 

En segundo lugar, porque semejantes conclusiones nos obligan a aceptar la existencia de pruebas actualmente irreales: la atribución de Canavaggio se basa en fenomenologías. En realidad, el hispanista francés fundamenta las supuestas influencias senequistas del teatro cervantino en declaraciones y argumentos psicologistas, llenos de interés, pero científicamente muy improbables, por indemostrables, y por más que formalmente resulten más o menos coherentes o atractivos. Acudir a los documentos históricos de Ambrosio de Morales o de Antonio de Guevara para ver si en ellos están o no presentes aspectos formales introducidos por Cervantes en La Numancia tiene más de verificación y comprobación históricas que de interpretación literaria y trágica. 

Por ese tipo de caminos lo que hace el intérprete es discutir, dudar, o incluso negar, la capacidad creativa o inventiva del autor del Quijote. ¿Qué lugar le corresponde a la inventio, imaginación o creatividad cervantinas, si todos los contenidos de La Numancia han de estar necesariamente registrados o censados en documentos históricos previos? Por otro lado, afirmar sin más, y como conclusión, que Cervantes reproduce en La Numancia un sacrificio «por tratarse de un episodio de indiscutible plasticidad» (Canavaggio, 1998: 7) me parece muy pobre, francamente, venga de quien venga semejante declaración. Y añadir que la «fuente» de tal sacrificio sólo ha podido ser Séneca, porque éste ha sido «el único en dramatizar, dentro de una misma secuencia, acciones y señales que no se hallan en otros autores y que, precisamente, recoge el episodio cervantino» (Canavaggio, 1998: 7), me parece tan frágil como exagerado. 

Canavaggio basa sus argumentaciones en materiales literarios formalmente insuficientes, así como en criterios de tipo psicologista y fenomenológico, que no se confirman de ninguna manera, si contrastamos las ideas del teatro de Séneca con las ideas del teatro de Cervantes. Las analogías conceptuales entre la dramaturgia senequista y la cervantina son por completo inexistentes, y las analogías formales resultan, más allá de lo meramente fenomenológico y subjetivo, de la mayor fragilidad. La crítica literaria debe trascender lo psicológico y lo fenomenológico para apoyarse en los datos y las ideas objetivados formalmente en los materiales literarios (autores, textos, intérpretes...). 

No se puede aceptar el uso de las ideas —la influencia de Séneca en Cervantes— como principios a priori en los que encajar una realidad literaria que las desborda: Cervantes es insoluble en Séneca y Séneca no es materia combustible en la interpretación de la literatura cervantina. Uno y otro autor apenas tienen nada que ver. Las analogías entre ellos son una invención de la crítica literaria, ya que formalmente no cabe articular una relación o conexión entre los procedimientos dramáticos del uno y del otro, y filosóficamente mucho menos aún. La única alternativa es la vía psicológica y fenomenológica, en la que el intérprete puede establecer analogías entre las dramaturgias de Cervantes y Séneca del mismo modo que dos individuos humanos pueden parecerse en el color de los ojos, o en la configuración de su rostro, sin que semejante parecido justifique jamás que son hermanos. Las pruebas de paternidad exigen un conocimiento científico y crítico —en ese caso biológico—, y nunca un conocimiento fenomenológico (o dóxico), basado en la apariencia formal, en la coincidencia casual o en la mera doxosofía.

Canavaggio identifica paralelismos formales entre Séneca y Cervantes, a los que confiere una interpretación fenomenológica, que la dialéctica y conjugación de ideas entre el autor latino y el autor español no confirma de ninguna manera en términos críticos, filosóficos y científicos.

Así, por ejemplo, cuando Canavaggio acude al Edipo de Séneca en busca de apoyo a sus argumentos, lo que encuentra, en el ritual de la jornada segunda, como él mismo aduce, es la siguiente analogía, puramente fenoménica: «No obstante, lo mismo que en la Numancia, el fuego tarda en prender; y, cuando por fin consigue encenderse, la llama ondea, incierta y vacilante» (Canavaggio, 1998: 6). El propio hispanista prosigue sorprendentemente aduciendo diferencias que son sin duda mayores y más relevantes que las analogías por él mismo señaladas: «En el Edipo, no hay animal arrebatado por un demonio, como sucede en la Numancia; pero las entrañas de la becerra inmolada ofrecen, contra toda espera, el espantoso espectáculo de un feto que se agita en ellas» (Canavaggio, 1998: 9). Por todo lo aducido me sorprende mucho cómo Canavaggio puede sostener esta conclusión: «Entre las fuentes que pudo aprovechar Cervantes, esta secuencia merece, pues, ocupar un lugar preferente, comparable al que se suele conceder a otros episodios de clara procedencia senequista, como los conjuros del Laberinto de Fortuna, de Juan de Mena, o de La Araucana de Ercilla. […] las semejanzas que acabamos de señalar nos parecen suficientes para probar el conocimiento que hubo de tener Cervantes des las tragedias de Séneca y, más especialmente, del Edipo» (Canavaggio, 1998: 9). En primer lugar, no negaré el conocimiento que haya podido tener Cervantes de Séneca, pero sí afirmo que ese posible «conocimiento», desde el punto de vista teatral y filosófico, es, por inconsistente, formalmente irrelevante. Y en segundo lugar, lo que sí niego, a la luz de los materiales literarios hasta el momento disponibles, es que sea posible hablar en términos filosóficos y científicos del senequismo de La Numancia. Esa cuestión sólo puede plantearse, hoy por hoy, en términos psicológicos y fenomenológicos, es decir, retóricos y sofísticos.

He aquí la recreación psicologista que Canavaggio atribuye a Cervantes, tratando de imaginar los motivos, indudablemente psíquicos, que inducirían al autor del Quijote a combinar de este modo, o de aquel otro modo, tales o cuales ingredientes literarios:

 

[Cervantes] no sólo encontró en el Edipo un precedente apto para respaldar la «verdad de la historia», o sea para acreditar los ritos de los sacerdotes numantinos, sino que se esforzó en adaptar aquel episodio espectacular a las posibilidades de los corrales: prueba de ello, la sustitución de la becerra y el del toro senequianos por un carnero, así como el no presentar ante los espectadores las entrañas sangrientas del animal[4] […]. Tal vez, el autor de la Numancia leyera el Edipo en el texto original: o bien, durante las lecciones recibidas de López de Hoyos a los veinte años, en el Estudio de la Villa; o bien, más tarde, al volver de los baños argelinos y establecer sus primeros contactos con el mundo de la farándula, haciendo luego representar varias obras...[5] (Canavaggio, 1998: 9) [cursiva mía].

 

 

4. La alternativa formalista

Otra alternativa, menos fenomenológica, en principio, y más formalista, al remitirnos a ciertas comprobaciones históricas y filológicas, la ofrece Canavaggio al situar el debate de la influencia senequista en el teatro cervantino en otro acercamiento, «indirecto esta vez», a las tragedias del autor latino: «no a través de las adaptaciones castellanas, escasas y de difícil acceso, sino por vía de la versión italiana de Ludovico Dolce, publicada en Venecia en 1560» (Canavaggio, 1998: 10). Por desgracia, la argumentación acaba por fundamentarse en una posibilidad nuevamente fenomenológica: «Cervantes bien pudo conocer la traducción de Dolce, sea en Roman, entre 1569 y 1571, cuando estuvo al servicio del cardenal Acquaviva, sea en Nápoles, durante el invierno de 1574-1575, al penetrar en círculos literarios que merecían una investigación sistemática y atenta» (Canavaggio, 1998: 10). De ser cierta semejante posibilidad, la memoria cervantina sería prodigiosa en lo referente a los detalles de los sacrificios leídos en obras literarias casi diez años antes de proceder a la composición de La Numancia, detalles literarios que sobrevivieron imborrables a las experiencias vividas en el cautiverio argelino, y en sí mismas nada literarias por cierto, aunque pasados los años sí lo fueran, en relatos como el del capitán cautivo, o en comedias como El trato... y Los baños de Argel.

Canavaggio pretende sugerir, en todo caso, que la «fascinación ejercida por Séneca en la Italia del XVI» (Canavaggio, 1998: 10) pueda justificar de alguna manera la posible influencia senequista que el hispanista francés pretende atribuir al Cervantes dramaturgo. Contra la corriente de sus propios argumentos, Canavaggio reconoce con toda honestidad que «desde luego, el futuro autor del Quijote no pudo presentar su estreno [el del Edipo senequista en la libre adaptación de Giovanni Andrea dell’Anguillara, editada en Padua en 1556 y representada en esa ciudad el mismo año]; pero, al llegar a Italia catorce años antes, debió de enterarse de este acontecimiento, así como de las diferencias entre las dos versiones, destacándose el hecho de que el Edipo de Dell’Anguillara no comporta la famosa secuencia del sacrificio» (Canavaggio, 1998: 9), sobre la que el hispanista francés pivota las pruebas fundamentales de que dispone para atribuir a Cervantes una influencia senequista.


6. Conclusión

La conclusión final de Canavaggio tampoco puede aceptarse en términos científicos.

 

La cuestión de fondo que plantea el influjo de Séneca sobre el teatro europeo del Renacimiento es la de su contribución al advenimiento de la tragedia moderna, en tanto que ésta individualiza e interioriza los conflictos que la tragedia griega solía referir a un grupo social o a un conflicto religioso (Canavaggio, 1998: 11).

 

Esta atribución de modernidad, basada en la individualización o interiorización del conflicto no puede aceptarse. Es gratuita y falaz. Ése no es el camino que en la tragedia europea señala la modernidad. Precisamente por regresar al subjetivismo individualista de la tragedia senequista los dramaturgos de 1580 fracasan estrepitosamente. La modernidad de la tragedia no está en la interiorización de ningún conflicto, sino precisamente en la proyección social y políticamente crítica de tales conflictos, por un lado, y en la secularización de sus referentes y fundamentos principales, frente a la poética de la tragedia clásica, por otro (Maestro, 1999a, 2004).

 

 

Cervantes frente Séneca: la crítica gnoseológica de la tragedia

Algunos autores han considerado que la dificultad para acceder durante el Renacimiento a buena parte de los textos de las tragedias de la Grecia clásica es causa fundamental de que los tragediógrafos de la segunda mitad del siglo XVI se inspiraran en el teatro de Séneca (De Armas, 1998: 77; Braden, 1985: 30). Lo cierto es que las tragedias de Séneca ejercieron un profundo influjo en las literaturas europeas del Renacimiento. Esta influencia fue decisiva en el resurgimiento y desarrollo del teatro renacentista.

Ahora bien, semejante «influencia» ha de ser determinada, en la medida de lo posible, y a la luz de los materiales literarios disponibles, desde criterios formales —a partir de los textos literarios y de la documentación filológica y ecdótica (Blüher, 1969, 1995) (M1)—, y lógicos o científicos —a partir de una interpretación categorial y filosófica de las influencias senequistas efectivamente reconocidas en los materiales literarios que son objeto de análisis (es decir, desde una perspectiva gnoseológica o lógico-material) (M3)—. Sin embargo, deben desestimarse las influencias o analogías fenomenológicas (M2), incluso psicologistas, que ha querido ver —con demasiada frecuencia— la crítica literaria que se ha ocupado del senequismo en el teatro español, especialmente en el teatro de Miguel de Cervantes.

Según Blüher, la influencia de las tragedias senequistas penetra en España a lo largo del siglo XVI a través de las literaturas italiana y francesa. Se trató, además, de una influencia tardía que se agota prematuramente, mucho antes que en otras literaturas europeas. Blüher limita el período de influencia a los años comprendidos entre 1575 y 1590. Esta limitación de la influencia senequista en la literatura española del último tercio del siglo XVI se ha debido probablemente a que en España apenas se publicaron durante el Quinientos traducciones de las tragedias de Séneca, a diferencia de lo acaecido en Italia y Francia. También faltan en la España[6] de este período tratados de poética que codificaran, como ocurrió en Italia[7] y Francia[8], desde la teoría aristotélica del teatro, la imitación de las tragedias de Séneca. En tales condiciones se abre camino la generación de tragediógrafos de 1580, en connivencia con los cuales se ha interpretado frecuentemente la composición de La Numancia de Cervantes. Pese a tales analogías, que he discutido en diferentes lugares (Maestro, 1999a, 2005, 2005a, 2006c, 2013), al resultar más fenomenológicas que formales y efectivas, Blüher advierte, con razón, a propósito de Cervantes, que, «en su forma original, es cierto, sólo se conserva El trato de Argel y El cerco de Numancia. Es verdad que en ellas no se halla ninguna imitación directa de Séneca, pero las fuertes descripciones de sucesos horripilantes recuerdan también aquí el estilo predominante de la época» (Blüher, 1969/1983: 325-326).

Hasta el momento he considerado la relación entre Séneca y Cervantes desde criterios formalistas (M1), o intertextuales, si se prefiere, a partir de la perspectiva ofrecida por Blüher (1969, 1995), la cual nos hace desembocar en una interpretación muy escéptica respecto a cualquier influencia posible y efectiva de la tragedia senequista en la tragedia cervantina. He considerado también la relación entre ambos autores desde una perspectiva fenomenológica o dóxica (M2) —la que sostiene Canavaggio (1998)—, según la cual sí cabría hablar de senequismo en el teatro cervantino, si bien tal «influencia» se limita a parecidos y analogías superficiales, tópicos y en absoluto distintivos, de secuencias o temas visibles tanto en Séneca como en Cervantes. Ahora voy a exponer un enfoque gnoseológico (M3), es decir, una interpretación basada en el análisis lógico-material de determinadas ideas objetivas formalizadas en los textos teatrales de uno y otro autor[9]. Sigo, por lo tanto, los criterios metodológicos de la Crítica de la razón literaria como Teoría de la Literatura, cuya meta es la interpretación de las ideas objetivas formalizadas en los materiales literarios. Adviértase que la interpretación de las ideas resulta siempre determinada por su formalización en los materiales literarios con que trabajamos[10]. Frente a la determinación formalista, ontología literaria de la que todos hemos de partir, habrá que proyectar la dialéctica materialista, con el fin de alcanzar una síntesis interpretativa de carácter indudablemente gnoseológico y crítico. Esta interpretación lógico-material o gnoseológica se articulará a través del análisis dialéctico de cuatro ideas objetivas, formalizadas en los materiales literarios de Cervantes y Séneca, en torno a las cuales desarrollaré mi exposición: la idea de fortuna, la idea de Estado, la idea de suicidio y la ideade Dios.

 

 

Idea de fortuna en Cervantes y Séneca

La idea de fortuna en Séneca es completamente diferente a la idea de fortuna en Cervantes, y tales diferencias se muestran precisamente en La Numancia de forma decisiva.

En su epístola 98, sobre la «Firmeza interior frente a la inconstancia de la fortuna», Séneca aconseja, frente a los cambios de la fortuna, paciencia para sufrirlos: «el hombre recto e íntegro endereza los entuertos de la fortuna y suaviza su rigor y aspereza con el arte de la paciencia» (Ep. 98: II, 227). Se asume de este modo que la fortuna es resultado de un orden trascendente e inmutable, sobre el que no es posible actuar, orden que incluso está por encima de la voluntad de los dioses, igualmente sujetos y sometidos a la fuerza de un destino metafísico: «Los comienzos están en nuestro poder, el resultado lo decide la fortuna» (Ep. 14, I: 154). Ni hombres ni dioses, es la fortuna quien gobierna: «¿A un adivino y a unos dioses que no tienen culpa vas a ponerlos por delante?», impreca Andrómaca a Ulises en Las troyanas, con objeto de rebatir los argumentos del griego, basados en oráculos e interpretaciones adivinatorias acerca de la voluntad de los dioses, a quienes la mujer de Héctor somete, al igual que a los humanos, bajo la jurisdicción de la Fortuna. El curso y los dictados de la fortuna son, pues, inamovibles: «Si quieres liberarte de toda preocupación, imagínate, sea cual fuere el acontecimiento que temes, que se ha de realizar indefectiblemente» (Ep. 24, I, 195) [cursiva mía]. En consecuencia, la libertad humana no existe, dado que no tiene ninguna posibilidad de maniobra o intervención, salvo clausurar la propia vida mediante el suicidio. Adviértase que, de cualquier modo, el uso de la filosofía como terapia, tal como lo propugna Séneca, es puro psicologismo, pues el valor de la conseja radica específicamente en un imperativo psicologista: «imagínate».

Séneca vivió para morir. Eso sí, mientras vivió, vivió muy bien. Suprimiendo el deseo —al menos retóricamente—, derogó la voluntad, y de este modo —modo retórico— proclamó para sí mismo y sus seguidores un orden inmutable en la constitución de cuanto acontece. Un orden necesario e inevitable, cuya aceptación exige al ser humano sumisión y consciencia. La libertad queda reducida así a la consciencia de la necesidad, a la aceptación acrítica de lo conceptuado como inevitable, a la sumisión voluntariosa de aquello contra lo que se prohíbe luchar. Sin embargo, donde no hay voluntad, no cabe hablar de libertad. La filosofía es para Séneca una retórica de la renuncia y una terapia de la psique. Por su parte, la voluntad humana sólo existe allí donde se deroga a sí misma para adaptarse a las realidades exteriores, inevitables, inalterables. Así, en la epístola 61, sobre la «Buena disposición para la muerte», escribe:

 

Ten cuidado de no hacer nada contra tu voluntad. Todo lo que necesariamente ha de acontecer al que resiste, no constituye una necesidad para el que lo acepta gustoso. Así lo mantengo: quien acoge de buen grado las órdenes, escapa a la exigencia más penosa de la servidumbre: la de hacer lo que no quisiera. No es uno desgraciado por hacer lo que le mandan, sino por hacerlo contra su voluntad. Por lo tanto, dispongamos nuestra alma en orden a querer todo cuanto la situación nos exija, y en primer lugar a pensar sin tristeza en nuestro fin. Hemos de aparejarnos para la muerte antes que para la vida (Ep. 61: I, 347).

 

En la obra literaria de Miguel de Cervantes, la idea de fortuna no es en absoluto estoica. En ocasiones, no es ni siquiera ortodoxamente cristiana. La idea cervantina de fortuna es una idea completamente antropomórfica y secular. Nada tiene que ver ni con el paganismo ni con la teología. Cervantes fundamenta la idea de fortuna en una razón antropológica, lejos de la razón metafísica grecolatina y ajena a la razón teológica tridentina. Frente al estoicismo y el senequismo, que interpretan la idea de fortuna en el contexto de la oposición metafísica mundo / divinidad, para reducir la fortuna a un orden cósmico al que se sujetan tanto la voluntad de los dioses como la sumisión humana, y frente al racionalismo cristiano —desde Erasmo hasta Descartes, pasando por supuesto por Trento, pero al margen de Spinoza (cuyo racionalismo no es cristiano, sino ateo y materialista)—, que interpreta la idea de fortuna bajo el signo de la Providencia, es decir, en el contexto de la oposición teológica Hombre / Dios, bien para subordinar el Hombre a Dios (teologismo político, «ciudad de Dios», agustinismo...), bien para subordinar el Dios al Hombre, en la línea de un Humanismo trascendental (Erasmo, Montaigne, Hegel incluso, Feuerbach, la teología de la liberación...), bien para mantenerse en una posición dualista (propia del tomismo medieval), es decir, que frente a todo este idealismo pseudo-racionalista, frente a tal visión teológica del mundo, como efecto contingente de un Dios creador que poseyera a su vez la Providencia y el gobierno del cosmos, Cervantes sostiene una idea de fortuna interpretada desde la secularización de la oposición Mundo / Hombre, de tal manera que el Mundo queda antropológicamente reducido al ser humano, y siempre al margen de implicaciones metafísicas y humanismos trascendentales. En Cervantes, la razón, o es humana, o no es. No hay en la literatura y en el teatro cervantinos nada que se justifique desde razones metafísicas, teológicas o trascendentes. Todo —incluida la idea de fortuna— está justificado desde una idea de razón específicamente humana, antropológica, materialista. La única posible.

Como he explicado en otro lugar (Maestro, 2007), la literatura cervantina remite a un espacio antropológico circular y unidimensional, donde el ser humano es el fundamento ejecutivo primordial de todo cuanto existe, pues todo cuanto existe está a disposición del ser humano y puede ser manipulado por él. He aquí uno de los postulados fundamentales de la filosofía de Baruch de Spinoza.

Por esta razón, puede afirmarse sin reservas que la creación literaria de Cervantes constituye y contiene el triunfo del discurso antropológico frente al discurso teológico. Es el triunfo de lo humano frente a lo divino, es la secularización de todos valores, es la heterodoxia con piel de cordero, es la libertad frente al determinismo cósmico y en contra de la causalidad teológicamente anunciada, es la desmitificación del miedo y la anulación de la esperanza como cercos que conducen al ser humano a los dominios de la religión, es el triunfo de la razón frente a los disparates de la superstición, es el éxito de las posibilidades humanas en su intervención frente al imperativo de las leyes del honor aurisecular; es la racionalización de la guerra y de la paz; es la dialéctica entre el cristianismo, el luteranismo y el islam; es la conjugación sofística entre un autor que aporta mordazmente materiales muy conflictivos y un narrador que los presenta formalmente desde el idealismo moral de un mundo satisfecho y feliz; es la expresión de un imperio cuya eutaxia y artificios políticos comienzan a resultar insostenibles; es la afirmación de un espacio antropológico unidimensional, en el que el ser humano gestiona, para bien y para mal, todos los movimientos y prolepsis; es la «disimulación provechosa», es el engaño a los ojos de la moral seiscentista, es el triunfo de la heterodoxia y del deicidio, es la antesala del ateísmo espinosista, es el triunfo del Hombre sobre Dios.

En plena secularización de la totalidad de los valores humanos, el personaje cervantino que mejor define la idea de fortuna subyacente en la obra y en el pensamiento de Cervantes es precisamente el Escipión de La Numancia, al afirmar un tópico muy reiterado en la literatura del autor de Quijote: «Cada cual se fabrica su destino, / no tiene aquí Fortuna alguna parte» (I, 157-158)[11].

Si bien el tópico Faber est suae quisque Fortunae es de larga tradición, desde la obra cervantina exige interpretarse en rigor como una idea formalizada literariamente desde los criterios de una racionalismo materialista, secular y antropológico, es decir, ni idealista, ni religioso, ni teológico. Se trata, pues, de un racionalismo que se articula completamente al margen de cualquier idea estoica o senequista, y que rebasa sin reservas el fideísmo religioso del pensamiento erasmista, para orientarse hacia una idea de razón que apunta hacia la filosofía de Baruch Spinoza.

En el caso de Séneca, si bien no hay creencia en dioses ni en supersticiones, sí hay una afirmación absoluta de la fortuna —divinizada—, en términos tales que el ser humano no puede hacer nada contra ella. La impotencia antropológica es, en el teatro senequista, absoluta. El hombre no controla nada, ni como vencedor ni como vencido. Nadie está a salvo de los golpes de fortuna. Nadie puede considerarse jamás como artífice de ningún tipo de fortuna. Así se declara tal idea desde el parlamento inicial de Hécuba en Las Troyanas:

 

Todo aquel que confía en su realeza y se siente dueño poderoso en un gran palacio y no teme la inconstancia de los dioses y confía crédulo en la prosperidad, que me vea a mí y a ti, Troya. Nunca ha aportado la fortuna pruebas más contundentes de lo frágil que es el sitio sobre el que se yerguen los soberbios: ha caído derrocado el pilar en el que se asentaba el poderío de Asia, obra extraordinaria de los dioses del cielo (Las troyanas, vv. 1-10)[12].

 

En un contexto de esta naturaleza, no cabe hablar de libertad humana. No hay lugar para ella. Lo mismo cabe decir del luteranismo, donde la libertad humana es una mera ilusión o idealismo, porque todo está eclipsado y determinado por una idea indefinida —por irracional— y dogmática —por incuestionable— de predestinación. Todo está determinado por el cosmos, los hados, los dioses, o una suerte de Fortuna trascendente a todo ello. La idea de ser humano sobre la que se construye el pensamiento estoico y senequista no guarda ninguna relación con la que cabe identificar en la literatura de Miguel de Cervantes, en la que cada cual es hijo de sus obras y cada cual se construye su destino. Escipión es explícito: «No tiene aquí Fortuna alguna parte» (La Numancia, I, 158).

La experiencia de los augurios, tan comentada al hablar de un Cervantes influido por Séneca, es inseparable de la idea de fortuna presente en la stoa y ausente en La Numancia. En Las troyanas, por ejemplo, debe subrayarse respecto a los augurios el poco respeto que les profesa Andrómaca, quien para salvar a su hijo de las manos de Ulises jura en falso y contra los hados con toda energía y convicción[13]. Cabría afirmar que en Séneca la fortuna y el azar reemplazan a las supersticiones y a los dioses. No así en Cervantes, en cuya Numancia los dioses no existen y los augurios no tienen ningún crédito:

 

Que todas son ilusiones,
quimeras y fantasías,
agüeros y hechicerías,
diabólicas invenciones.
No muestres que tienes poca
ciencia en creer desconciertos;
que poco cuidan los muertos
de lo que a los vivos toca.
(La Numancia, II, 1097-1104).

 

Estas palabras de Leoncio se encuentran, en cierto modo, muy próximas a las de la arenga de Escipión a sus soldados: la fortuna y los agüeros nada tienen que ver con la voluntad y el «ánimo esforzado» de los seres humanos[14]. Una vez más la acción de una realidad trascendente queda excluida del ámbito de la acción del Hombre. Sólo una voluntad humana puede vencer el poder de la voluntad humana. Una interpretación radical de estas palabras podría llegar a identificar en el discurso de Leoncio un fondo nihilista[15], sólo en apariencia inadecuado o extemporáneo a la época en que escribe Cervantes; sin embargo, resulta imposible leer los enunciados de este personaje, concretamente en su diálogo con Morandro, sin percibir una declarada negación de la presencia del destino en la vida del ser humano. El discurso de Leoncio enfrenta la voluntad humana con la metafísica, y niega el valor del destino y sus imperativos sobre las facultades volitivas del hombre, presididas siempre, desde el punto de vista cervantino, por el ejercicio de la libertad. Ni Edipo, ni Clitemnestra, ni Andrómaca, ni Hécuba, se atreverían jamás a repetir las palabras de este personaje cervantino sobre la existencia y el poder del orden moral trascendente que guiaba sus vidas de forma tan inmutable.

Con todo, pese al perjurio de Andrómaca, y su absoluta falta de fe en un más allá redentor, el adivino Calcante está muy presente en la fábula de Las troyanas, hasta el punto de que sus vaticinios determinan la acción de los griegos en todo momento. Quiere esto decir que Séneca, en Las troyanas, como en el resto de sus tragedias, pese a no creer en dioses trascendentes, sí identifica la razón con la razón de los augurios, desde el momento en que aquí la acción fundamental de la tragedia está regida por los sacrificios que ordena ejecutar el adivino de los griegos, Calcante: los griegos, varados en las costas de Troya, no pueden tornar a sus hogares, y el adivino les dice que la solución es sacrificar a una doncella, Políxena, en la tumba de Aquiles —una especie de himeneo entre muertos— y arrojar desde una torre al hijo de Héctor y Andrómaca, Astianacte. Y, en efecto, los griegos pueden partir de Troya una vez que se han consumado los sacrificios, lo que quiere decir que Calcante, el brujo, tenía razón. Curiosamente, Séneca, negador de dioses, razona con la razón de los hechiceros. Nada equivalente se encontrará jamás en la literatura cervantina[16].

La crítica racionalista que en La Numancia de Cervantes se dirige contra los arúspices y sus prácticas oraculares no se da en las tragedias senequistas. Tanto en Edipo como en Las fenicias, por ejemplo, Séneca insiste de nuevo en los oráculos como secuencias decisivas —hasta la extenuación— sobre las que pivotan los fundamentos de la fábula trágica. No sólo no se discuten los oráculos, sino que sobre ellos se articula la razón de la acción y el desenlace de la tragedia. Los augurios senequistas son en su teatro un instrumento de confirmación de su idea de fortuna, como orden trascendente, metafísico e inmutable, del que el hombre sabio siempre podrá aprehender una lección moral. Un sabio que se rige por la superchería. Las mínimas críticas de que son objeto los augurios, por parte del Agamenón de Las troyanas, por ejemplo, tienen como única finalidad sofisticar y perfeccionar el fundamento de la idea senequista de fortuna: si hay cierta crítica a oráculos es porque engañan al hombre haciéndole creer que tiene cierto control sobre su destino —como le ha sucedido a Edipo— y eso es falso, porque el ser humano no controla nada, y sólo puede y debe dejarse arrastrar por la fortuna y padecer sus consecuencias y adversidades[17]. Para Séneca, no hay oráculos falsos, sino seres humanos que se resisten a comprenderlos y a aceptarlos, como Edipo. Nada semejante encontraremos jamás en la literatura cervantina. ¿En dónde está, pues, en Cervantes, la influencia senequista?

Todo en Séneca, incluidos los hipotéticos dioses, están disueltos o sometidos sin remedio, como por supuesto lo están los seres humanos, a la jurisdicción de la fortuna. Estamos muy lejos de cualquier experiencia trágica de inventio y dispositio cervantinas:

 

Los hados nos arrastran; ceded ante los hados;
no sirve el inquietarse con preocupaciones
para cambiar los hilos del inmutable huso.
Todo lo que sufrimos la raza mortal,
y todo lo que hacemos viene de lo alto;
y Láquesis mantiene las leyes de su rueca,
haciéndola girar con mano inexorable.
Todo va por la senda que se le ha trazado
y el día primero ya señala el último:
no puede un dios cambiar el curso de unas cosas
que van encadenadas a sus causas.
Hay para cada cosa un orden fijo
que no puede cambiar plegaria alguna...
(Edipo, vv. 980-992).

 

La idea de Fortuna en Séneca está presidida por la metafísica. Por el contrario, Cervantes sustituye en La Numancia la metafísica por la Historia. Y la razón teológica por la razón antropológica. No son los dioses o los hados, ni menos aún el destino, lo que destruye el Estado de Numancia. Es algo mucho más prosaico: son los romanos, es decir, seres humanos comunes y corrientes, pero militarmente mejor organizados que los arévacos. Es una guerra exclusivamente antropomórfica, de la que los dioses, el destino y la metafísica están excluidos. Es decir —y aquí reside la novedad fundamental— es una tragedia sin dioses. La primera tragedia sin dioses de la Historia de la literatura Universal. La primera tragedia secular. Nadie ha dado más que Cervantes. Un escritor deicida.

 

 

Idea de Estado en Cervantes y Séneca
 

Pese a compartir una idea de Estado relativamente análoga —Séneca y Cervantes escriben desde el seno de sendos imperios o protoestados—, uno y otro escritor se relacionan muy diferentemente con el Estado, como imperio, de hecho, y como idea política. Téngase en mente que uno fue preceptor del emperador, haciendo las veces de «primer ministro» en asuntos de un Estado imperial, y que el otro vivió en la servidumbre y marginalidad más explícitas, bajo un imperio —y una sociedad política— que nunca lo tuvo en cuenta.

En su epístola 14 a Lucilio, sobre «La opresión del poder. El sabio y la participación en el gobierno del Estado», Séneca declara que el mayor de los temores humanos es el que infunde a la opresión de los poderosos. Es indudable que habla por lo que sabe y conoce. En este punto, más que desde la retórica, habla desde la experiencia. No por casualidad acabó suicidándose como consecuencia de la opresión neroniana. Y tal vez de algo más, acaso relacionado con la corrupción de la que habría forma parte. Una vez más se manifiesta la ascendencia helenística de la filosofía senequista, una filosofía individual e individualista, que mira hacia el ego del sujeto desde su propio subjetivismo y con el único fin de salvaguardar sus intereses más personales. He aquí el tópico de la conciliatio sui, tan caro al estoicismo, y en el que se objetiva la tendencia de todo individuo hacia su conservación. No en vano Séneca desprecia al vulgo y todo aquello con lo que el vulgo puede identificarse. No hay ninguna confianza en lo social, aunque quien protagonice esta desconfianza sea precisamente el preceptor del emperador y el administrador de buena parte del Estado imperial. En consecuencia, el «sabio», para asegurarse su bienestar, eludirá al vulgo, evitará la posesión de bienes que puedan serle arrebatados y esquivará siempre la animadversión y la furia de los poderosos[18]. La pregunta que puede plantearse a Séneca es qué tipo de «sabiduría» cabe ejercer en márgenes tan estrechos, y en medio de tantas y tales elusiones y retiradas de la vida social. Lo que queda es una suerte de retórica de la renuncia, poética de la resignación, abolición de la voluntad, anulación de todos los impulsos vitales... Difícilmente se puede pensar sin estar en contacto con la realidad. El propio Séneca, de hecho, no lo hizo, por más que se pasara su vida elogiando el suicidio, derogando muchos impulsos vitales y proclamando la inmanencia de la muerte en la totalidad de los actos humanos. Pero siempre desde las más altas esferas del poder. Es la de Séneca una «sabiduría» que se detiene ante el temor de «los males que ocasiona la violencia del más poderoso» (Ep. 14, I, 149). 

En este contexto, no será exagerado calificar en cierto modo al senequismo de «filosofía de los cobardes». Del mismo modo que el erasmismo es el discurso del humanismo cristiano, destinado a preservar una razón teológica en el himen por el que disputan catolicismo y reformismo —pese a que no quepa hablar de Erasmo como filósofo, pues su obra no construye ningún sistema de pensamiento—, y del mismo modo que el cartesianismo es la filosofía del racionalista cristiano que se detiene ante los dogmas revelados, el senequismo es la «filosofía» del terapeuta de la psique que vive amenazado por su entorno, es decir, que vive en la consciencia de la necesidad, de lo inevitable, de lo irremediable —sólo Spinoza (1670) traspasa el respeto irracional al dogma y las «verdades reveladas» de las Sagradas Escrituras—. El único problema es que lo necesario, lo inevitable, lo irremediable es todo cuanto sucede en la vida, salvo acaso la decisión de quitársela uno mismo, esto es, de suicidarse. Desde este punto de vista senequista, la libertad humana es igual a cero. Nada se puede cambiar. Todo es inevitable. Todo excepto el suicidio. La libertad humana equivale así a la muerte misma. Muerte liberadora, por supuesto. Como se observará, en algunos aspectos acaso resulta más fácil cristianizar el paganismo estoico de Séneca que contrarreformar el cristianismo teológico de Erasmo.

En consecuencia, el consejo que Séneca da a Lucilio se cifra en recomendarle «a aquellos estoicos que, excluidos de los cargos públicos, se retiraron a cultivar su modelo de vida y codificar leyes en bien del género humano sin ocasionar agravio alguno a los más poderosos. El sabio no alterará las costumbres públicas ni atraerá al pueblo hacia su persona por la singularidad de su vida» (Ep.14: I, 153). Es indudable que Séneca no predica en este punto con el ejemplo, pues tanto él como Lucilio desempeñaron interesantes cargos públicos al servicio del imperio de Roma[19]. Por otro lado, ¿qué leyes puede construir o proponer para el género humano alguien que vive retirado en su propio modelo de vida? Un individualista que —como el último Montaigne, a quien de forma inaudita se atribuye la invención del ensayo se retira del mundo social, ¿puede concebir individualmente leyes que rijan y organicen ese mundo social para los demás? Ése es Séneca. Un ermitaño de la moral y a la vez un preceptor imperial. Si la sabiduría no ha de alterar las costumbres públicas, entonces, ¿para qué sirve la sabiduría? ¿Acaso para elaborar estadísticas internacionales, como las que ofrece anualmente la onu?

Sin embargo, aún hay más. En la epístola 73, en que sostiene la idea de que «Los filósofos son agradecidos y respetuosos con el poder civil», Séneca manifiesta algo que, lejos de ser un mérito, cabe interpretarlo como una vergüenza mayúscula. Se trata de una idea perenne en las sociedades humanas, pretéritas y contemporáneas, según la cual el filósofo —el intelectual (cantante, cineasta, novelista posmoderno...), diríamos hoy— no es ni será rebelde ni crítico con el poder del Estado, sino que agradecerá a los políticos y gobernantes que le permitan disfrutar de una vida retirada de los problemas sociales y fecunda en tranquilidad y bienestar individuales. Pensemos en el Unamuno que el 12 de octubre de 1936 habla en el paraninfo de la Universidad de Salamanca. Séneca no es Unamuno, evidentemente. En la Edad Moderna, Montaigne encarnó estos ideales —los senequistas, no los unamunianos, desde luego— con destreza hasta entonces inédita en la lengua francesa, como queda bien reflejado en sus talentosos y sofisticados —por sofísticos— essais. En ellos, con una retórica pseudofilosófica ribeteada de moral y de psicodélico rigor, cuyos contenidos son los de la conseja de la vieja que ha sobrevivido a los problemas del mundo gracias a no haber intervenido en ninguno de ellos directamente, enuncia una suerte de principios éticos universales desde la torre de marfil que, junto con la impotencia, proporciona la vejez. Las cartas moralistas a Lucilio son, en muchos casos, una prolepsis senequista de los ensayos de Montaigne. Séneca exige al sabio ejercer la sabiduría acríticamente. En un caso así, sólo cabe hablar de doxosofía, o simplemente de conocimiento dóxico, acrítico o fraudulento, esto es, de sofística. Tal es la moralina en la que incurre este artífice de la stoa, el moralismo acrítico e individualista del sofista que se cree un sabio ante sí mismo y ante los demás, un sabio que consigue engañar con argumentos falaces:

 

En mi opinión se equivocan quienes juzgan que los fieles adeptos de la filosofía son rebeldes e insumisos, desdeñosos con las autoridades, con los reyes o con cuantos rigen los negocios públicos. Por el contrario, nadie es más agradecido que ellos con los gobernantes; y no sin razón, pues a nadie éstos procuran un beneficio mayor que a los súbditos a quienes permiten disfrutar de un retiro tranquilo (Ep. 73: I, 422).

 

Lo que aquí plantea Séneca es su personal conveniencia de un contubernio entre el poder político y el saber intelectual, esto es, el amancebamiento entre política y cultura. Séneca exige vergonzosamente para el intelectual, reducido aquí a un servil sofista de Estado, el privilegio y el fuero que compete a un vendido, que nada tendrá en común con el saber crítico y dialéctico de un filósofo o de un científico:

 

Por ello, el sabio piensa en aquel a quien debe el uso y el disfrute de estos bienes, a quien debe que no se le llame a las armas, ni a montar la guardia, ni a defender las murallas, ni a pagar múltiples impuestos de guerra por una imperiosa necesidad de la república; y da gracias a su gobernante.

Esta es una enseñanza primordial de la filosofía: reconocer el favor, pagarlo debidamente; a veces el solo reconocimiento de la deuda constituye su paga.

Así, pues, nuestro hombre se confesará muy obligado con aquel cuya gerencia y previsión le brindan a él un retiro fecundo, la disponibilidad de su tiempo y una quietud no alterada a causa de los cargos públicos (Ep. 73: I, 424-425).

 

Éste es el origen del llamado Pacto entre la Cruz y la Pluma. Cuán lejos estamos aquí, tras este discurso senequista, de la realidad biográfica de un Cervantes, llamado a las armas y a las guardias, recaudador de impuestos, habitante de cárceles islámicas y cristianas, y mínima o nulamente gratificado por su gobernante emperador. En nuestros días, cuántos intelectuales responden, con mayúscula exactitud, al prototipo que en el siglo I de nuestra Era describe Séneca en esta epístola, saturada de moralidad, a Lucilio, procurador en Sicilia, y con anterioridad sujeto de interesantes cargos políticos en las regiones Alpina, Macedonia y Cirenaica del imperio romano. Es bien sabido que el «virtuoso» Platón, el fundador de la filosofía idealista —valga la redundancia, buscó el apoyo de los tiranos para hacer aún más servil su filosofía política.

Como resulta fácilmente observable, de la lectura de La Numancia se desprende una determinada idea de guerra, religión, imperio y libertad, y por supuesto una idea de Estado, entre muchas otras ideas. Tales ides pueden analizarse críticamente desde criterios filosóficos (lógicos y racionales, gnoseológicos, en suma), a partir de los conceptos categoriales o científicos (sistemáticos y materiales) que aporta la teoría literaria hispanogrecolatina y contemporánea[20].

La idea de Estado no puede examinarse aisladamente en esta obra teatral, sino que ha de ponerse en relación con la política efectivamente existente en la realidad literaria de la tragedia. Considero aquí que política es la organización de la libertad humana en el contexto de un Estado, es decir, es la organización del poder. Sin duda, es la síntesis dialéctica que dispone y determina la relación entre el individuo y una sociedad estatalizada. En primer lugar, subrayo que se trata de una relación dialéctica porque la síntesis entre individuo y sociedad nunca es una síntesis pacífica, sino conflictiva. Estos conflictos son con frecuencia violentos, y sobre ellos se impone la eutaxia de un Estado, es decir, aquello que hace posible el buen funcionamiento de las diferentes estructuras políticas y estatales de una sociedad. No hay sociedades pacíficas. La paz es siempre el referente de una figura retórica tras la que se ocultan muchas realidades muy conflictivas, que el poder silencia y eclipsa. La paz es una ilusión trascendental, un idealismo filosófico y propagandístico. Sólo desde un idealismo metafísico se puede hablar de paz. Entre otras cosas, porque la paz siempre la impone el más fuerte, y —paradójicamente— siempre se impone mediante el uso de la violencia (término tabú que suele reemplazar el eufemismo «fuerza»). En las sociedades pacificadas hay cárceles, en las que se encierra a aquellas personas a las que la sociedad estatalizada decide no tolerar, de forma temporal o incluso definitiva. En segundo lugar, subrayo que se trata de una sociedad estatalizada porque el ser humano es el único ser vivo capaz de organizarse políticamente, es decir, en un Estado. Las hormigas y las ovejas pueden organizarse socialmente, pero no pueden organizarse por sí mismas políticamente. En este sentido, seguimos sin duda la referencia de Aristóteles, al calificar al ser humano de «animal político», así como la referencia de Spinoza (1670), que reitera, entre otros tantos autores, Hegel (1807), al considerar que el Estado es —aún con todas las críticas que queramos plantearle— la institución humana más desarrollada, la estructura más acabada de la civilización.

Si se examina la idea de Estado en La Numancia, es necesario identificar qué tipo de estructura política constituye el marco de referencias en que transcurre la acción o fábula. Los romanos, por una parte, son un imperio. Los numantinos, por la otra, son —aunque con apariencias tribales— una ciudad-estado. La Numancia cervantina posee una organización política definida: definida por la igualdad entre sus miembros, sean hombres o mujeres, sean viejos o jóvenes, sean religiosos o no religiosos, sean militares o no, sean arúspices o incrédulos, etc.[21] Es, indudablemente, una sociedad ideal, es decir, una sociedad imposible. No está, sin embargo, planteada como una utopía, esto es, como un deseo, como la hipótesis de un lugar verosímil en un cosmos posible. Numancia no es un mundo posible, es, simplemente, una sociedad política ideal.

Conviene distinguir aquí, en términos políticos, los conceptos de tribu, Estado e imperio. Una tribu es una sociedad humana no organizada estatalmente (como Estado o sociedad estatal), sino filárquicamente (como sociedad gentilicia). Un Estado es una sociedad política (económica, sanitaria, cultural...) que, dotada de una base territorial definida, está jurídicamente organizada y posee una fuerza bélica capaz de hacer cumplir las leyes que promulga, y sobre las cuales se organiza la vida social frente a otros Estados, o en colaboración con ellos. Un imperio, o protoestado, es un Estado con capacidad de intervención (económica, cultural, bélica, lingüística, política...) sobre otros Estados. Los imperios pueden ser depredadores y generadores. Son depredadores si destruyen los Estados sobre los que actúan, como fue el caso de la Alemania Nazi en la invasión y destrucción de Polonia, el saqueo napoleónico o británico de Egipto y Grecia, etc. (basta visitar el Louvre o el British Museum para comprobarlo). Son imperios generadores aquellos que imponen en otros territorios una lengua, una cultura, una economía, una política, en suma, superior a la existente en esos lugares antes de la invasión. Los imperios nunca se expanden de forma pacífica. Ya he indicado que la paz es una ilusión metafísica y una propaganda ideológica. La paz no se compra ni se vende. La paz es siempre objeto de lucha, es decir, de guerra, y sólo la consigue, esto es, la impone el más fuerte (y sólo durante el tiempo histórico en que se mantenga frente a los demás como el más fuerte). Se ha dicho que imperios generadores fueron, entre otros, el Soviético, que lleva la industrialización y la modernidad del siglo XX a zonas geográficamente hasta entonces sumidas en la miseria y el atraso; el imperio español, al imponer en buena parte del continente americano una civilización mucho más avanzada que las existentes antes de 1492; y el imperio romano, quien impuso en la mayor parte de la actual Europa una lengua (latín), una religión (cristianismo) y una jurisprudencia (Derecho Romano) que determinaron y organizaron históricamente —persistiendo en nuestros días— las vidas y las muertes de millones de seres humanos. Se ha dicho esto, y se ha dicho también lo contrario. Obviamente, hablar de isovalencia de culturas es una falacia científica, incompatible con el racionalismo crítico, por más que, como sofisma, resulte ideológicamente muy rentable allí donde se exponga.

Hay en nuestros días tres tipos de sociedades gentilicias o civiles operando en el seno de nuestras sociedades políticas o estatales: las confesiones religiosas institucionalizadas en Iglesias, los nacionalismos separatistas (pseudoétnicos, industriales o simplemente mítico-fabulosos) y las multinacionales o grupos financieros supranacionalizados. Estos tres tipos de sociedades, de naturaleza transestatal, tienen como objetivo, en la cosmópolis de nuestro mundo contemporáneo y globalizado, la explotación y consumición —evitando siempre el agotamiento— del Estado moderno, surgido de las Edades Moderna y Contemporánea.

En tiempos de Cervantes —tiempos de sociedades políticas absolutistas, es decir, de estados fuertemente estructurados—, las sociedades que aquí llamaré gentilicias o civiles eran más abundantes, pero mucho menos poderosas, salvo la Iglesia cristiana (católica, protestante y anglicana), y solían funcionar al modo de las denominadas sociedades naturales, es decir, carecían de una infraestructura solvente, competitiva y con capacidad de integración[22].

Las sociedades naturales humanas son aquellas que no alcanzan la forma de sociedades políticas. Por eso sólo una sociedad política es la única forma de sociedad humana desarrollada, articulada y fundamentada en un Estado. Una sociedad natural es aquella que no constituye un Estado, y que por tanto carece de formas de organización política orgánicamente desarrolladas. Las sociedades naturales, bien pueden ser previas a la constitución de un Estado, al que dan lugar tras épocas de desarrollo, bien pueden ser contemporáneas a la existencia de un Estado, que con frecuencia las envuelve subordinándolas a las exigencias, necesidades e intereses de la sociedad estatal políticamente constituida. Las sociedades naturales pueden clasificarse u organizarse por relación a la procedencia de sus componentes o individuos, atendiendo a su origen geográfico, a la ascendencia de su familia o linaje, a sus prácticas religiosas no institucionalizadas, a sus costumbres etológicas, etc., es decir, en suma, a lo que podemos considerar como su identidad gentilicia, que será, en este caso, una identidad constitutiva (de su sociedad como tal) y distintiva (frente a otras sociedades políticamente constituidas). Las sociedades gentilicias se caracterizarán, pues, por dos atributos fundamentales: en primer lugar, por la carencia —voluntaria o forzosa, según los casos— de una organización política estatalizada y, en segundo lugar, por la insolubilidad de sus estructuras naturales y genuinas en la sociedad política dentro de la cual subsisten, es decir, dentro de cuyo Estado actúan. Las sociedades gentilicias son nuclearmente insolubles en los Estados de las sociedades políticas, aunque sí pueden penetrarlo profundamente, y de hecho lo hacen, a veces de forma muy organizada, en el curso de sus ramificaciones pragmáticas, corporales y operativas, bien de forma parasitaria, bien de forma subversiva, entre otras formas posibles de intromisión, interacción o injerencia (pacifismo, terrorismo, fideísmo, mercantilismo, mano de obra industrial, migraciones...).

Son sociedades gentilicias en la época histórica de Cervantes varias de las que, como tales, pueblan ficcionalmente sus obras literarias, y en especial sus piezas teatrales: gitanos, moriscos, pícaros y rufianes, locos y anómicos, exmilitares, pequeña burguesía urbana, e hidalgos y personajes del más bajo estamento nobiliario, etc. En coexistencia asimétrica con estos referentes históricos y literarios, algunos de ellos auténticos arquetipos culturales, son miembros de pleno derecho, podríamos decir, de la sociedad política aurisecular la milicia, el clero y la alta nobleza. Y cabe advertir que el clero, es decir, la Iglesia, tanto en la época de Cervantes como en el momento de escribir estas líneas, actúa como un tipo de sociedad plenamente mixta, al operar tanto como sociedad gentilicia (que da «a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César», y capaz por tanto de separarse del Estado), cuanto como sociedad política (integrada en el corazón funcional del Estado, bien porque recibe de él subvenciones directas para sus miembros y empresas, bien porque pide a sus fieles el voto para tal o cual partido político en períodos electorales, bien porque se ofrece como intermediario «negociador» entre Estados y organizaciones terroristas, etc.).

Una de las posibles paradojas de la tragedia cervantina que aquí consideramos es que Numancia no es una sociedad gentilicia o tribal, sino una sociedad política, organizada en una ciudad-estado, en la que sin embargo se objetivan formas de conducta propias de sociedades pre-estatales, como he tenido ocasión de exponer con anterioridad (Maestro, 2005). Precisamente, la característica primordial de La Numancia es que se trata de una obra literaria en la que no hay ningún tipo de sociedad gentilicia operando en el seno de la sociedad política: no hay un estamento aristocrático, no hay una jerarquía religiosa, no hay un gremio de actividades profesionales, etc., porque, en suma, no hay ningún grupo social distintivo dentro de la sociedad estatal que constituyen todos los ciudadanos de Numancia.

Nada más alejado de La Numancia de Cervantes que una sociedad gentilicia. No hay en Numancia grupos humanos que actúen al margen de los intereses estatales de esta ciudad-estado. No hay entre los numantinos ningún tipo de escisión. Todos sus ciudadanos son efectivamente iguales ante el Estado que forman. Nada más ajeno a cualquier forma posible de desigualdad. Las sociedades naturales —con las que La Numancia cervantina nada tiene que ver— no son sociedades igualitarias, sino filárquicas. Se organizan como filarquías, de modo que la convergencia entre las partes de una sociedad natural —es decir, de grupos que contienen a individuos que a su vez pueden pertenecer simultáneamente a grupos gentilicios distintos (estamento nobiliario, castas religiosas, plebe, gremios comerciales o industriales...)— es siempre resultado de la coerción o presión ejercida por el grupo dominante. La divergencia existe, pero tiene como característica (si presuponemos la convergencia de las partes sociales) el ser divergencia de individuos entre sí o de individuos con grupos, y sobre todo de individuos que no logran constituirse en grupo disidente con capacidad operativa o subversiva propia. 

En consecuencia, las sociedades naturales humanas no son, pues, sociedades igualitarias en sí mismas, sino sociedades ligadas por relaciones de dominio, asociadas o no a las vinculaciones parentales. En este sentido, no cabe definirlas como sociedades ácratas. No lo son. No son anarquías, ni tampoco son siempre jefaturas. Es preferible el término filarquía, procedente de la antropología (philarcheo, mando de una tribu), como tecnicismo que designa situaciones genuinamente «dadas a un nivel bajo de las sociedades políticas» (García Sierra, 2000: § 556). En todo caso, sociedades naturales, como lo es de facto una jábega, sin dejar de ser filarquías, implican tanto relaciones de subordinación como relaciones de coordinación, incluso cuando la subordinación de unos subgrupos a otros en el todo social pueda ser tan convergente, y aceptada por los subordinados, como las relaciones de igualdad, tal como sucede, por ejemplo, en Rinconete y Cortadillo. Dado que el constituyente esencial de la condición humana es la progresiva racionalidad, que aquí de ninguna manera interpreto en su sentido espiritualista, sino haciéndola depender de las características de un sujeto corpóreo dotado de manos y de lenguaje, es decir, de un sujeto operatorio, considero que lo característico de las sociedades humanas es la presencia de un logos normalizado, dotado de finalidad proléptica y manipulable —frente a un logos espontáneo, propio de sociedades zoológicas o botánicas, impulsado por una finalidad lógica o biológica—. Una sociedad natural humana podría definirse entonces como la misma racionalidad o lógica humana aplicándose precisamente a los contenidos sociales, es decir, a la sociedad misma constituida por esos «animales con logos». Éste es el sentido que da Aristóteles a su concepto de Hombre como «animal político», identificando el adjetivo político como lo relativo a la polis, es decir, a la ciudad (en tanto que política articulada en un Estado), que no a la sociedad (ya que entonces no se distinguiría de un enjambre de abejas o de un rebaño de cabras: los animales pueden constituir una sociedad, pero no una ciudad o estado, es decir, carecen de facultades para organizarse políticamente).

Desde este punto de vista, el cerco de Numancia, cuyos ciudadanos son y están tan socializados y socializantes, es, en buena medida, el cerco que una civilización imperialista (Roma) impone a una auténtica ciudad-estado (la de los arévacos), pese a sus apariencias de tribu más o menos desarrollada.

Frente a la idea de Estado que Cervantes objetiva en La Numancia, ha de advertirse que Séneca esgrime, en la totalidad de sus obras, sean tragedias, sean ensayos, sean epístolas morales, otra idea muy diferente. ¿Cuál es la diferencia? La diferencia es la que explica la idea de Estado en relación, o sinexión, con la idea de libertad. Para Cervantes, el Estado es indisociable de la libertad, mientras que para Séneca la libertad no existe —por lo que no cabe posibilidad de relacionarla en modo alguno con el Estado—, sino como conciencia de lo inevitable, cuyo destino es la muerte, pues todo está determinado metafísicamente por un orden moral trascendente. De esta forma, el Estado no asegura la libertad y los derechos del individuo, sino todo lo contrario: oprime al individuo en nombre de una sociedad políticamente organizada. Séneca desconfía de la sociedad, recela del número, y se refugia en el individuo, recluido en el yo más personalista. El senequismo es una filosofía destinada al cuidado del yo. Por su parte, Cervantes se sitúa en un mundo abierto, socialmente articulado y políticamente conflictivo. Cervantes no ofrece soluciones individuales a los problemas sociales. Séneca, sí. El suicidio de La Numancia cervantina es colectivo, es una razón de Estado, y nunca una decisión individualista, ni muchísimo menos una «terapia de grupo», como veremos más adelante. Para Séneca, la sociedad no significa nada, porque el individuo lo es todo: «¿La patria? —inquiere Séneca a Lucilio (Ep. 78: I, 463)—, ¿acaso le tienes tanta estima que por ella te retrasas en cenar?». Para Cervantes, el individuo es inseparable de la sociedad, como la sociedad lo es igualmente del individuo. Cervantes percibió como conjugados los términos individuo y sociedad —el uno no se da sin la otra, y viceversa—, mientras que Séneca planteó la misma relación desde una dialéctica inconciliable, que, a su juicio, había de saldarse necesariamente con el triunfo del individuo frente a la sociedad política, esto es, frente al Estado, mediante el suicidio. En este punto, predicó con el ejemplo. Todo lo contrario sucede en la Numancia cervantina, donde no es el individuo, sino el Estado, el que se suicida.

 

 

Coda

Poco, o nada, para ser más precisos, hay en la literatura cervantina que nos aproxime al pensamiento senequista. Una vez más, el supuesto estoicismo cervantino —su paciencia en las adversidades— nos conduce más hacia un Spinoza de lo que nos puede retrotraer hasta un Séneca. Spinoza repudia el suicidio radicalmente. Apenas hallamos en el pensamiento de Cervantes contenidos y formas que nos remitan a la metafísica senequista, monista y moralista, frente a las múltiples referencias que nos conducen al racionalismo espinosista, materialista y ateísta. Sobre las ideas de Dios y de suicidio en Séneca y Cervantes hemos hablado en un capítulo anterior (IV, 2.4), al que remitimos de nuevo al lector interesado.

En la composición de sus tragedias, Séneca disolvió las dialécticas trágicas. El resultado es, antes que un conflicto o una experiencia trágica, una prédica de la stoa. Por su idealismo metafísico, de corte monista, y por su holismo armónico, Séneca predica la fraternidad universal y la superación de los límites angostos de la ciudad o la patria. El sabio proclama por patria el Universo y concibe el destierro como un mero cambio de lugar. Estas ideas están indudablemente motivadas por el ideal cosmopolita del imperio romano —la globalización de la época, que el cosmopolitismo estoico asume y reproduce como marco de referencia. Roma solía «integrar» eficazmente las comunidades que anexionaba. Los cartagineses fueron uno de esos pueblos con los que la incorporación al imperio no fue posible, dado que disputaban por las mismas pretensiones imperiales que Roma. Por eso hubo que destruirlos por completo. De cualquier modo, la «integración» romana se transformaba en terrible crueldad, si la oposición resultaba problemática. La situación del cerco de Numancia no es muy distinta del sitio de Alesia, por ejemplo, en 52 a.n.E., o del cerco de Masada en 73. En el fondo gravitan el Estado, la comunidad, la ética, la moral, las obligaciones militares, frente a las cuales las opciones de resolución de esta dialéctica son múltiples. El desenlace de Ilión, de Numancia, de Alesia, de Masada..., son distintos entre sí, pero en el fondo de todos ellos se objetiva el mismo conflicto. En Séneca, sin embargo, no. En Séneca el problema lo tiene el individuo, no el Estado. Un autor individualista no puede dar cuenta de la dialéctica de estos planteamientos. Séneca agota la tragedia en una experiencia individual, a diferencia de los griegos, para quienes la experiencia del protagonista adquiría dimensiones trágicas en un marco social mucho más amplio, el de la polis.

Cervantes entronca con la concepción de la tragedia griega, al no presentar un drama de individuos, sino de Estado, es decir, de miembros de una sociedad política que, como comunidad sitiada, se enfrenta a una potencia militar agresora. En este punto, la diferencia que va de Séneca a Cervantes es muy similar a la que va de la tragedia griega a la tragedia senequista. Lo fundamental es el contexto en que se materializan las ideas objetivadas formalmente en la obra literaria. Ese contexto es el que define a los personajes y sus formas de conducta, en este caso, el suicidio. No es lo mismo un individuo que un ciudadano. Las implicaciones son muy distintas. El suicidio de una comunidad sitiada expresa una idea de libertad, de moral, de límite de las obligaciones militares..., mientras que el suicidio de alguien que, por una serie de circunstancias, no soporta seguir viviendo bajo determinadas condiciones que particulariza, no es universal, al tratarse de una experiencia que se agota en los sentimientos de esa persona, quien tal vez no resiste lo que otros sí resistirían, o a la inversa. Se trataría de una experiencia indudablemente más subjetiva. Lo trágico no es que Medea abrasada por los celos, pueda o no pueda soportar el desdén de Jasón, enloquezca y asesine a sus propios hijos, así como a la futura mujer y suegro de su marido, no, lo trágico es que como mujer y como extranjera necesita la figura de un marido para adquirir y poseer derechos políticos. Y esto no es una simple experiencia psicológica, esto es la existencia de una legislación, de un ordenamiento jurídico que regula la vida del individuo en relación con una sociedad política, es decir, se trata de un problema propio de un Estado, y determinado, además, por una proyección universal inderogable. Lo trágico en la Ilíada no es que Andrómaca sea incapaz de soportar personalmente la esclavitud[23]: lo trágico es la situación de nulidad de derechos del vencido, lo trágico es que los hombres van a la guerra, que ganan o pierden, y que las mujeres sólo pueden ser esposas de héroes victoriosos o botín de guerra de héroes enemigos. Esto es lo que está en la Ilíada y en La Numancia, y no es en absoluto una experiencia subjetiva, sino una realidad determinante en la vida política del Estado.

 

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NOTAS

[1] Sorprende también el subjetivismo emocional que impregna buena parte de la actitud de los críticos que desearían constatar, contra toda evidencia, el senequismo de La Numancia: «Desgraciadamente —escribe Blüher— no se ha podido encontrar hasta hoy en los textos de Cervantes ningún índice que nos permita decir de manera irrefutable que el autor español se haya inspirado directamente en las tragedias de Séneca». ¿Por qué «desgraciadamente»? ¿Acaso es una «desgracia» que Cervantes no sea senequista? ¿Cómo se puede interpretar impunemente la literatura desde tales subjetivismos?

[2] Entre los documentos históricos mencionados por Canavaggio (1998) como fuentes de inspiración cervantina, no se menciona la Crónica de España de Diego de Valera (1482).

[3] En relación con este supuesto, vid. Blüher (1983: especialmente 323-327).

[4] Confieso no entender que la adaptación del ritual senequista del Edipo romano a La Numancia de los corrales auriseculares tenga que limitarse a una cuestión ganadera: el reemplazo de una becerra y de un toro por el de un carnero.

[5] O tal vez —añadiría yo— por inventiva propia, al propio Cervantes debida. La cúspide de la fenomenología sin duda está en atribuir al Cervantes de 1580 los recuerdos de los detalles de un sacrificio ritual leído —y no probadamente— en 1567 durante unas posibles lecciones escolares.

[6] En España, dentro del drama religioso, puede constatarse cierta imitación de Séneca en la Tragedia llamada Josefina (1535) de Micael de Carvajal. También en el teatro jesuítico escrito en España se observa cierta influencia senequista. Es el caso de obras como Tragedia Iudithis (1578) de Pedro Pablo de Acevedo. Según Blüher (1969/1983: 323), las primeras tragedias españolas escritas según los cánones clásicos y a imitación de las tragedias de Séneca son Nise lastimosa y Nise laureada que, concluidas en 1575, Jerónimo Bermúdez publica en Madrid en 1577 con el título de Primeras tragedias españolas.

[7] Así, por ejemplo —y son datos aducidos por Blüher (1969/1983: 320 ss)—, Giambattista Giraldo Cinthio (1504-1573), recurre al modelo de Séneca en sus tragedias, entre las cuales sobresale Orbecche (1541) como la más célebre. En su Discorso delle commedie e delle tragedia (1543) aboga decididamente por la imitación teórica del modelo senequista. Scaligero, en su Poética (1561), adjudica a Séneca un puesto a la altura de los tragediógrafos griegos.

[8] En Francia, tras la Cléopâtre (1553) de Jodelle, la imitación del teatro senequista es intensa y recurrente (Jean de Péruse, Médée, 1553; Jacques Grévin, Jean y Jacques de la Taille, Robert Garnier, Antoine de Montchrestien...).

[9] El espacio gnoseológico no es un espacio epistemológico. La gnoseología trabaja con materias y formas, como conceptos conjugados o entrelazados, dialécticos o antitéticos, pero no irreconciliables, mientras que la epistemología enfrenta dialécticamente al sujeto con el objeto, de tal modo que en esta relación acaba por implicar de forma explícita al sujeto cognoscente en un objeto que en lugar de interpretarse en términos científicos se considera en términos psicológicos. Como consecuencia de esta implicación del sujeto en el objeto, toda objetividad resulta anulada, adulterada, fraudulenta. La Crítica de la razón literaria rechaza la interpretación epistemológica de la literatura, de corte aristotélico y heredada desde la Poética, potenciada por idealismo alemán, de corte kantiano, y la reemplaza por la interpretación gnoseológica, de corte materialista, crítico y dialéctico. Ya he insistido en otro lugar en que Aristóteles no es nuestro colega (Maestro, 2006, 2006a).

[10] Metodológicamente, es decir, como método de interpretación literaria, la Crítica de la razón literaria expone una Teoría de la Literatura que se basa en los principios generales de una gnoseología materialista, teoría del conocimiento organizada en torno a la distinción materia / forma, cuyo campo de interpretación es el conjunto de saberes contenidos en las obras literarias y con ellas relacionados, organizados sistemáticamente como conceptos categoriales, y cuyo objeto de interpretación son los materiales de la literatura.

[11] El discurso que inicialmente Escipión dirige a sus soldados constituye todo un alegato en favor del ejercicio y el poder de la voluntad como una de las principales fuerzas humanas en la consecución de objetivos bélicos y políticos, es decir, en el logro de objetivos genuinamente humanos.

[12] Más adelante será Agamenón quien, entre los vencedores, insistirá frente a Pirro que «el azar arrastrará consigo todo esto en un momento y probablemente sin necesidad de mil naves y diez años: no a todos amenaza tan lentamente la fortuna» (Las Troyanas, vv. 274-275).

[13] «[…] y así los hados me aniquilen con una muerte pronta y ligera […] como es verdad que mi hijo está privado de la luz: yace entre los finados y, entregado a la tumba, ha recibido cuanto se les debe a los que expiran» (Las troyanas, vv. 599-604).

[14] «Morandro, al que es buen soldado / agüeros no le dan pena, / que pone la suerte buena / en el ánimo esforzado; / y esas vanas apariencias / nunca le turban el tino: / su brazo es su estrella y signo; / su valor, sus influencias» (La Numancia, II, vv. 915-922).

[15] Contrástese este pasaje con la intervención nihilista del coro en Las troyanas de Séneca (vv. 370-408), donde leemos: «Tras la muerte no hay nada y la misma muerte no es nada, / es la meta final de una veloz carrera». Sobre estas cuestiones hemos hablado al referirnos a la idea de Dios en Cervantes y Séneca.

[16] Agamenón es el griego que en Las troyanas más discretamente cuestiona los augurios y ante Pirro se muestra renuente al sacrificio de Políxena. Sin embargo, los sacrificios se realizan, y Agamenón consiente en ellos pese a sus anteriores reservas senequistas respecto al poder y la violencia: «Que hagan venir mejor a Calcante, el intérprete de los dioses. Si los hados lo piden, yo cederé» (vv. 351-352).

[17] El tópico es constante y fundamental en la tragedia senequista. Así, Andrómaca afirmará el siguiente imperativo: «adopta la actitud que las circunstancias te han ofrecido […]. Hay que ceder ante la desdicha...» (Las troyanas, vv. 506 y 508). El mismo tópico leemos en Edipo, en boca de Yocasta: «Lo que yo considero verdaderamente propio de un rey es aceptar la adversidad y, cuanto más insegura sea su situación y más vacile amenazando ruina la mole de su imperio, con tanta más seguridad y valentía debe mantenerse a pie firme. No es de hombres dar la espalda a la Fortuna» (vv. 83-87).

[18] «Así, pues, el sabio jamás provocará la cólera de los poderosos, antes bien la esquivará no de otra suerte que el navegante la tempestad» (Ep. 14, I: 150). El uso de metáforas dignificantes, que, como en este caso, remiten a la pericia de un piloto naval, para ilustrar una actitud que en cierto modo oculta formas de conducta humana muy complejas, entre las que se solapan desde la prudencia y la temeridad hasta la valentía y la pusilanimidad, es muy propio de estoicos y moralistas. Y también de sofistas y cobardes.

[19] «Es una postura deshonesta decir una cosa y sentir otra; ¡cuánto más deshonesta la de escribir una cosa y sentir otra!» (Ep. 24: I, 201). Séneca debería recordar aquí sus propias palabras.

[20] La crítica literaria no puede juzgar la literatura a partir de apariencias. Ni una obra literaria puede interpretarse aisladamente a partir de su argumento, fábula o personajes, de tal o cual contexto espacial o temporal, y mucho menos desde esta o aquella ideología partidista, como tan frecuentemente sucede en el marco de la posmodernidad. En consecuencia, la interpretación de la literatura no puede construirse cavernícolamente, es decir, a partir de las apariencias que ofrece una visión desde la «caverna», basada en impresiones personales, ideológicas, sociales, temporales, históricas, impresionistas, psicológicas, etc. La crítica literaria debe articularse sobre la reconstrucción e interpretación de las ideas contenidas en los textos y materiales literarios. Los aspectos formales de la literatura interesan en la medida en que contribuyen a la expresión de ideas. La Numancia de Cervantes contiene, porque así lo expone y objetiva en sus formas literarias, numerosas ideas sobre realidades fundamentales y complejas de la vida humana, no sólo del Siglo de Oro, sino también de nuestro mundo contemporáneo (Maestro, 2007a).

[21] Así se distribuyen por igual, entre los miembros de la ciudad o Estado, los únicos alimentos de que se dispone: «y, sin del chico al grande hacer mejora, / repártanse entre todos...» (La Numancia, III, 1438-1439).

[22] Tomo aquí el término gentilicio del antropólogo Lewis H. Morgan, concretamente de su obra Ancient Society (1877), para reconstruirlo y reinterpretarlo desde los presupuestos metodológicos de la Crítica de la razón literaria como Teoría de la Literatura (Maestro, 2006).

[23] La esclavitud que trae consigo la derrota no se ve como deshonrosa. Andrómaca prefiere que su hijo viva como esclavo del enemigo a que sea asesinado por él (Las troyanas, v. 746 y ss). Lo mismo cabe decir de Hécuba, cuando afirma: «Del dueño me avergüenzo, no de la esclavitud» (v. 990).






Información complementaria


⸙ Referencia bibliográfica de esta entrada

  • MAESTRO, Jesús G. (2017-2022), «Cervantes frente a Séneca: la ausencia de senequismo en la tragedia cervantina», Crítica de la razón literaria: una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica. Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades del conocimiento racionalista de la literatura, Editorial Academia del Hispanismo (IV, 2.10), edición digital en <https://bit.ly/3BTO4GW> (01.12.2022).


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La libertad en la tragedia Numancia, de Cervantes




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Crítica de la razón literaria, Jesús G. Maestro