Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica
del conocimiento racionalista de la literatura
Séneca en su teatro trágico. Hacia la idea de suicidio en La Numancia de Cervantes
El suicidio es un hecho que aparece en muchos
lugares, en múltiples obras literarias y teatrales, pero en todos los casos lo
más importante no es el acto en sí, sino las razones que fundamentan el suicidio. Aquí voy a examinar, desde los presupuestos de la Crítica de
la razón literaria, la idea de suicidio en la tragedia Numancia de
Cervantes, para enfrentarlo dialécticamente a la idea de suicidio presente en
las tragedias senequistas.
Ha de insistirse ante todo en que Séneca y los discursos afines a la stoa derivan de las escuelas helenísticas de filosofía. El panorama helenístico era muy distinto del panorama griego clásico. Una diferencia fundamental es la polis como eje articulador del mundo griego anterior a Filipo y a Alejandro Magno. El referente de la tragedia griega es la polis y el ciudadano, mientras que en las escuelas helenísticas lo que importa es el individuo y su manera de conducirse en la vida, su relación con las pasiones, la sabiduría, los dioses, el destino, la fortuna. Este tránsito de la polis al sujeto, es decir, del Estado o sociedad política a la afirmación del individuo y promoción de los fueros subjetivos frente a la anulación o derogación de los valores sociales es fundamental, pues desde él se explica y justifica una filosofía como la senequista, así como todo pensamiento derivado y fundamentado en la stoa.
Por su parte, el referente de La Numancia cervantina estaría en la línea de la tragedia griega, desde el momento en que los protagonistas de la acción lo son como miembros de un Estado, hostigado por otro, el romano. No se trata de experiencias subjetivas. El suicidio de los numantinos no se debe a causas subjetivas, sino muy objetivas. Ni siquiera el suicidio de Viriato tiene como causa y razón el yo de Viriato, sino la Razón de Estado instituida por Numancia y sus ciudadanos, es decir, es el resultado de una sociedad política, organizada estatalmente. No es Teógenes, Morandro, Corabino, Viriato, etc., quienes se suicidan, sino que es un Estado el que se suicida. La tragedia de Cervantes no da cuenta de las causas subjetivas o individuales de un suicidio, sino de las razones objetivas que conducen a él y que lo justifican social y políticamente. El suicidio de La Numancia no es un suicidio senequista, individualista, subjetivo, estoico, egoísta, ético, sino todo lo contrario, es un suicidio político, colectivo, social, racional y, sobre todo, moral. No es un suicidio helenístico, personal, ni filosófico: es un suicidio político. Con todas las consecuencias que para un Estado, o sociedad humana, entraña una afirmación de este tipo.
No es el suicidio de alguien que personalmente tenga un problema particular, esté agotado o exhausto, en términos individuales, y al margen de la sociedad, sino que es una decisión política, que rebasa la voluntad y las voliciones del propio yo, porque quien la adopta y asume es la comunidad y porque quien la concibe e impone es la totalidad de sus miembros. Un hecho de esta naturaleza sitúa racionalmente a La Numancia en una tradición relacionada con la tragedia griega —si bien el resultado será muy diferente en Cervantes, por las razones que aduciremos a continuación— que con Séneca. Sófocles, por ejemplo, podría resultar aparentemente semejante a Séneca en la concepción del destino, y también en el mensaje literario, pero Sófocles sitúa la experiencia trágica en dialécticas que afectan a la polis, esto es, al Estado —como Cervantes—, y Séneca, no. Y ésta no es una diferencia cualquiera, es una diferencia fundamental.
Lo mismo cabe decir respecto a cualesquiera personajes del teatro trágico senequista. Fijémonos en Medea. Para Eurípides, por ejemplo, Medea objetiva un problema de derechos políticos, de los que carecen completamente tanto las mujeres como los extranjeros. Para Séneca, sin embargo, Medea es un personaje reducido a la pasión amorosa frustrada, al amor traicionado, a la ira que provoca la deslealtad de Jasón, quien, conseguidos sus objetivos personales, la desdeña y repudia. La Medea de Séneca es un pathos colérico y vengativo, al margen de cualesquiera consecuencias políticas o estatales. Adviértase la reducción subjetivista e individualista que las filosofías helenistas imponen en el teatro senequista. Toda la tragedia griega, sin excepción, remite a la polis y al Estado, y al ciudadano en tanto que miembro de una sociedad política o estatal.
En ese contexto se
sitúa también La Numancia de Cervantes, pero en un nuevo orden religioso y teológico: la supresión de los dioses.
Remitir a la polis y al ciudadano supone implicar el conflicto trágico, fundamentalmente, en dos
dialécticas: una de naturaleza jurídica, que enfrenta las ideas de ética y moral,
y otra de naturaleza política, que enfrenta ideas de libertad (encarnada sobre
todo en el Estado) y destino (el cual anula, con frecuencia desde imperativos religiosos, el ámbito de libertad delimitada y
garantizada por el Estado). Los trágicos griegos, al igual que Cervantes en La Numancia, construyen la experiencia
trágica sobre estas dos dialécticas (ética / moral y libertad estatal / destino
metafísico o religioso). Por su parte, Séneca rehúye ambas dialécticas —es decir, ambas
realidades (la moral y el Estado)—, y reduce la experiencia trágica a un
conflicto psicológico y ético entre los protagonistas, cuya solución se sustrae
a todo lo que no sea un desenlace individualista y subjetivo, es decir, evita
todo lo que sea moral (las normas que organizan la vida en sociedad), en favor
de la ética (las normas que preservan la vida del individuo por encima de la
sociedad y su organización política), y prescinde de todo lo que sea político en
favor de lo metafísico, esto es, construye la tragedia al margen del Estado,
que no significa nada, y a favor del destino, que lo es todo.
Conviene detenerse un momento en los términos ética y moral para evitar confusiones. La moral hace referencia al conjunto de leyes cuya finalidad es mantener unido, estructurado y protegido, un grupo humano, cuya expresión natural es la sociedad, y cuya expresión política es el Estado. Por su parte, la ética designa el sistema de normas destinado a preservar la vida de los individuos por encima de cualesquiera otras disposiciones. Desde tales criterios, moral es el conjunto de normas destinadas a preservar de forma organizada la cohesión de un grupo, y ética es el conjunto de normas destinadas a preservar la vida de un individuo por encima de cualesquiera circunstancias o exigencias sociales. Ética y moral son inseparables, pero disociables, porque responden a leyes distintas: el individuo no es separable del grupo, pero sí disociable de él. Las normas éticas, por su objetivo, se caracterizan porque son normas dirigidas a la preservación de la vida de los seres humanos, al margen de cualesquiera diferencias a posteriori (raza, nacionalidad, sexo, edad...). Desde este punto de vista, los delitos éticos mayores son el suicidio y el homicidio, incluyendo el martirio como una de las formas de suicidio autorizada por las religiones, y la guerra como una de las formas de homicidio legalizada por las democracias. Por su parte, la moral designa el conjunto de normas destinadas a preservar la cohesión del grupo, y no la vida de los seres humanos, sino la unidad del gremio, cuya expresión más inmediata puede ser la pareja (matrimonio), la familia, el clan, el pueblo, la nación, la fratría, y también una empresa, una organización terrorista, o un grupo mafioso, así como sectas, iglesias, congregaciones religiosas o gremios académicos, etc., y su expresión más amplia y compleja es, de hecho, el Estado. Los individuos están siempre incluidos en un grupo, y esto es lo que precisamente da lugar a un orden moral, cuyas normas tienen el objetivo de mantener la estructura o cohesión del grupo, cualquiera que sea. Por esta razón las normas éticas (defensa de la vida humana) y las normas morales (defensa de la unidad del grupo) están en conflicto, e incluso pueden llegar a ser incompatibles entre sí[1].
Desde
este punto de vista, el suicidio es una acción ética en el caso de Séneca y desde el punto de vista de las
filosofías de la stoa —busca el bien del individuo al margen de todo lo
demás, e identifica ese bien con la voluntad de morir (dignamente o
libremente)—, mientras que, en el caso de Cervantes, y de forma específica en La Numancia, el suicidio es una acción moral —pretende salvaguardar a todos los
miembros de una sociedad política o Estado de un mal mayor o de una experiencia
peor que la de la propia muerte (la esclavitud, la tortura, la falta de
libertad, etc.)—.
Se comprobará, pues, que las causas que justifican en Séneca el suicidio son causas éticas, y no morales, es decir, razones individualistas y personales, las razones del yo, que no son las razones del nosotros, políticas y sociales que afectan a todos los miembros de un Estado. Ese Estado por el que Séneca no retrasaría su hora de cenar...
Desde el
punto de vista de la stoa senequista,
lo importante no es la vida, sino la vida que satisface al yo. Inequívocamente Séneca se sitúa, como se ha dicho, en el contexto de las filosofías
helenísticas, donde la importancia del individuo está muy por encima de
cualesquiera otros referentes o valores, incluidos la sociedad, la política o
el Estado. Paralelamente, Séneca habla para un prototipo humano ideal —el
sabio—, y desde un indisimulado desprecio hacia el ser humano socialmente
concebido —el vulgo, la chusma, la plebe—. En la misma línea se han movido y se mueven la mayor parte de los filósofos de la Historia, de Aristóteles a Ortega, y de Platón a Emilio Lledó. Hablan desde una élite ideal de la que se sienten representantes y, según ante quien hablen, responsables (o no).
Mas la vida, como sabes —escribe Séneca a Lucilio—, no debe conservarse por encima de todo, ya que no es un bien el vivir, sino el vivir con rectitud. En consecuencia, el sabio vivirá mientras deba, no mientras pueda […], tan pronto como la fortuna comienza a inspirarle recelo, examina atentamente si no es aquél el momento de terminar. Considera sin importancia alguna darse la muerte o recibirla […]; morir bien o mal, ésa es la cuestión; pero morir bien supone evitar el riesgo de vivir mal (Ep. 70: I, 396-397).
Séneca concibe el suicidio como el triunfo moral del individuo frente a los imperativos inevitables de la Fortuna[2]. Aquí radica para Séneca la razón fundamental del suicidio: evitar al individuo —no a la sociedad— un sufrimiento no deseado, y revestir el acto mismo del suicidio de una suerte de victoria moral del individuo frente al rigor todopoderoso de un orden trascendente y metafísico. Advierta el lector del Quijote que éste, y no otro, es el móvil suicida de Grisóstomo ante Marcela: la pasión personal insatisfecha. Ha de subrayarse la concepción radicalmente individualista del suicidio senequista. Es también el modelo de Grisóstomo. Séneca no habla nunca desde una perspectiva social, sino siempre desde criterios rigurosamente individuales. Sus razones son, pues, individualistas, no numantinas. La familia, la sociedad, el Estado, el imperio incluso, no son las principales preocupaciones del estoico. Para Séneca —como para Grisóstomo—, lo principal es su propio yo, su propio cuerpo. Lo demás es importante sólo en la medida en que interactúa —benigna o malignamente— con su ego personal, esto es, con su cuerpo y su psique.
Del mismo modo que elegiré la nave en que navegar y la casa en que habitar, así también la muerte con que salir de la vida […]. Su vida cada cual debe hacerla aceptable a los demás, su muerte a sí mismo: la mejor es la que nos agrada (Ep. 70, I: 399).
¿Consulta el suicida Grisóstomo con los demás si para ellos es aceptable que su propia vida —vida que se supone hecha para los demás— haya de ser derogada de forma violenta? Desde este punto de vista, el suicidio podría interpretarse como un acto de egoísmo superlativo. Afirmar que la vida propia es para los demás, y a continuación arroparse la decisión de interrumpirla al margen de los demás, o contra ellos —si pensamos en Marcela— más tiene de cinismo egocéntrico que de humildad altruista. De hecho, el mismo Séneca no tarda en declarar que, en el acto del suicidio, «se ventila una decisión que no concierne a la opinión pública. Atiende tan sólo a este objetivo: a sustraerte lo más pronto posible a la fortuna» (Ep. 70, I: 399-400). La supremacía de la voluntad individual es absoluta en este punto. El suicidio es el único margen que el estoicismo concede a la libertad humana. La libertad de matarse. Es innegable que, en términos senequistas, el suicidio es la venganza del individuo frente a la adversidad de la Fortuna. Y en el este punto el ejemplo de Grisóstomo en el Quijote es un caso paradigmático. Una suerte de venganza psicológica y moral, si hemos de atenernos a sus razones justificadoras y a sus consecuencias pragmáticas.
En esta
situación, la filosofía, lejos de ser una organización racional y lógica de ideas,
queda reducida una terapia psicológica, desde la que el sujeto se dispone a
afirmar su individualismo radical frente a la adversidad exterior. Ahora bien,
revestir de dignidad personal un desenlace de este tipo, inevitablemente, puede
interpretarse como un sofisticado gesto de orgullo y superioridad. Tal es la
superioridad que Séneca atribuye al sabio,
que lo será no tanto por sus conocimientos científicos o filosóficos, sino por
su comportamiento moral o virtuoso. Es, pues, el de Séneca, un concepto de sabio más propio de la religión y de la
moralina ideológica que de la ciencia y de la filosofía críticas. No en vano podemos decir que la religión, como la ideología, o incluso como la filosofía estoica, mata. Como el
cristianismo, el senequismo se complace en haber jerarquizado la vida —el sabio
frente al vulgo, el pobre frente al rico...— para imponer finalmente sobre la
totalidad de los seres la democratización de la muerte: porque la vida nos
enseña que, «si la muerte tiene múltiples accesos, su final es el mismo» para
todos (Ep. 70, I: 403). Con todo,
según Séneca, el suicidio es la forma más digna de morir, y como tal se trata
de una muerte privilegiada, exclusiva de los sabios y propiamente a ellos reservada. Es una forma de autoengaño como cualquier otra.
La idea
de suicidio en Séneca resulta inseparable de su concepción helenística,
individualista, de la filosofía, y está determinada, simultáneamente, por una
idea de Fortuna por entero metafísica, trascendente e inmutable, en la que
no hay apenas lugar para el ejercicio de la libertad humana.
Séneca
somete incluso a los mismos dioses a la idea de Fortuna, de tal modo que ni las
pretensiones de los seres humanos influirán en absoluto en las decisiones divinas, ni tampoco los imperativos de la Fortuna, en su firmeza e
inmutabilidad, pueden incluso verse modificados por la antropomórfica voluntad
divina. La Fortuna es una suerte de determinismo cósmico, al cual todo está
escrupulosamente sometido, incluidos los propios dioses.
Esfuerzo vano. No esperes que tus súplicas vayan a modificar las decisiones de los dioses[3]. Son firmes e inmutables; una imperiosa y eterna necesidad las regula. Irás a donde van a parar todas las cosas. ¿Dónde está para ti la novedad? Para cumplir esta ley has venido al mundo (Ep. 77: I, 462).
El lector
de Séneca está aquí muy lejos de las cervantinas palabras de Escipión en La Numancia (I, 157-158): «Cada cual se
fabrica su destino, / no tiene aquí Fortuna alguna parte». Paralelamente, el
desprecio de Séneca a la colectividad no se disimula, frente a los intereses
más individualistas:
¿Qué otra cosa hay que lamentes que te sea arrebatada? ¿Los amigos?, ¿es que sabes ser amigo? ¿La patria?, ¿acaso le tienes tanta estima que por ella te retrasas en cenar? ¿El sol? Si pudieras lo apagarías. ¿Qué acción, en verdad, realizaste jamás digna de su luz? Reconoce que no es el afecto al Senado, al foro, ni a la misma naturaleza el que te vuelve tan lento para morir […]. Temes la muerte (Ep. 78: I, 463-464)[4]. [Cursiva mía].
Si recapitulamos
lo sostenido hasta el momento, se comprueba que tanto Séneca como Cervantes
construyen la experiencia trágica en torno a dos dialécticas antemencionadas: ética
/ moral, por un lado, y libertad estatal / destino metafísico o religioso, por otro.
Cervantes resuelve el conflicto dialéctico en favor de la moral y de la
libertad determinada por el Estado, por encima de la ética y negando la religión, o al menos de espaldas a ella, mientras que Séneca hace lo propio en
sentido contrario, sin bien anulando la articulación dialéctica, que queda
reducida a un triunfo absoluto del destino y de la metafísica. A esta metafísica senequista no se
enfrenta nunca ningún Estado —ninguna forma de organización moral humana, que
ni siquiera llega a plantearse—, ni tampoco ningún individuo particular, es
decir, ninguna ética, porque el individuo y la ética no se enfrentan al destino
metafísico, sino que se someten a él voluntariamente, conscientes de que el
destino es la realización de un orden trascendente, inmutable y necesario.
Cabría incluso sostener que en Séneca no hay acaso ni siquiera experiencia
trágica, sino simplemente prédica terapéutica en versión dramática.
Los numantinos, sin embargo, no se enfrentan contra el destino, ni contra la metafísica, ni nada parecido[5]. Se enfrentan contra la física más pura y evidente: un ejército invasor. El suicidio no libera a los arévacos de ningún destino ni fuerza metafísica, sino que los libera simplemente de la esclavitud y la tortura romanas. Cervantes sustituye —ha de insistirse en esto— la metafísica por la Historia. Y una subrogación de tales dimensiones equivale a derogar la tragedia antigua para instituir la tragedia moderna, cuyo rasgo distintivo y constitutivo fundamental es la secularización.
Cervantes resuelve contra la ética (suicidio) y contra la metafísica (religión) y a favor de la obligación moral (familia, sociedad, Estado). El suicidio en La Numancia está dentro de esa dialéctica, a diferencia de lo que ocurre en Séneca: un acto individual cuyo significado se limita de forma exclusiva a la vida del individuo, es decir, a la muerte del suicida. Del mismo modo que el cristianismo predica un concepto de pecado que favorece al pecador, el senequismo esgrime un concepto de suicidio que dignifica al suicida. En cuanto a la segunda dialéctica, la que enfrenta la libertad contra el destino, esto es, la realidad humana contra el idealismo metafísico y religioso, el suicidio supone derogar todo determinismo trascendental. Cervantes impone una solución secular y antropológica frente a cualquier posible interpretación religiosa, metafísica o teológica[6].
Con
frecuencia me he referido al racionalismo de Cervantes como un discurso que
conduce al lector del discurso de la Edad Moderna al racionalismo de un
pensador como Baruch Spinoza. Aquí puedo reiterar los fundamentos de esta
relación, al considerar la idea de suicidio en términos espinosistas.
El suicidio de los numantinos es racional y moral, no pasional ni ético. Más que senequista y estoico, su suicidio es espinosista y racionalista: «A todas las acciones a que somos determinados por un afecto que es una pasión, podemos ser determinados, sin él, por razón» (Spinoza, Ética, 1677, IV, lix). Poco más adelante, en la misma Ética, Spinoza precisa ideas que Cervantes objetiva en La Numancia, al convertir a los numantinos en sujetos protagonistas de tales acciones: «Según la guía de la razón, apeteceremos un bien mayor futuro más que un bien menor presente, y un mal menor presente más que un mal mayor futuro» (Ética, IV, lxvi). En Spinoza virtud es igual a potencia, capacidad, firmeza. Es, como en Cervantes, un concepto que sitúa al individuo como artífice de su fortuna, como hijo de sus obras, como fabricador de su destino. En Séneca, como se sabe, la virtud equivale a la consciencia de lo inevitable y a la sumisión abúlica ante la adversidad de una fortuna metafísica, trascendente e inmutable[7].
La dialéctica vencedor / vencido es el tema principal de Séneca en Las troyanas. Aquí el vencido se caracteriza por la pasividad. No es capaz de llevar a cabo ninguna iniciativa, ni siquiera la de suicidarse. Andrómaca, Hécuba, Políxena, Astianacte..., esperan a que el enemigo actúe y decida su futuro. Es el caso de las mujeres y los niños, porque los hombres ya han muerto en la guerra. Sólo Agamenón manifiesta discretamente una compasión y un respeto por el caído. Por su parte, Pirro representa la crueldad de quien vence y cree que todo está permitido. El punto de vista de las vencidas troyanas es siempre de resignación y espera ante lo que el enemigo decida. En Séneca, la muerte es una liberación para los que pierden, pero en Cervantes, no. En su lugar, y así sucede en La Numancia, son precisamente los vencidos quienes, sin resignarse a asumir estoicamente el curso de los acontecimientos, deciden tomar el control y llevar la iniciativa del desenlace. Y deciden hacerlo mediante el suicidio. Ése no es el término previsto por Roma, ni mucho menos el final deseado por Escipión.
Aquí reside una diferencia principal entre La Numancia y cualquiera de las tragedias senequistas. Cervantes dota al vencido de una capacidad de acción decisiva. Séneca no le da ninguna: «El que está en apuros —exclama Andrómaca— tiene que apresurarse a alcanzar un refugio; el que se siente seguro es el que puede escoger» (Las troyanas, v. 497). En La Numancia sucede lo contrario: Cervantes dota de posibilidad de elección y de capacidad de acción precisamente a quienes están en condiciones de inferioridad, los numantinos. Frente a los imperativos de Andrómaca —«Hay que ceder ante la desdicha» (v. 511)—, quien habla siempre desde la resignación y la pasividad más estoicas, los numantinos reaccionan frente a la adversidad. Tanto en La Numancia como en las tragedias senequistas el resultado del suicidio es la muerte, pero mientras que en el dramaturgo estoico se esgrime como una liberación, contemplada en un sentido individualista y esperada con resignación (Las troyanas, vv. 144 y ss; 161-163; 938-944, 954, 966-967; y 1001), en el escritor español se ejecuta como un triunfo colectivo que se impone sobre la impotencia del adversario. No hay iniciativa por parte de ninguna troyana. La muerte es para cualquiera de ellas una liberación, y siempre dependerá de que la ordene y disponga el enemigo (v. 790; 855 y ss). En La Numancia, quienes carecen de iniciativa son precisamente los supuestos vencedores, las tropas del imperio de Roma. Las razones, en suma, que justifican el suicidio senequista y el suicidio numantino son, entre sí, dialécticas. Su único punto en común —oppositum per diametrum— es la ausencia de Dios, más precisamente, la derogación de la idea de Dios.
Tanto
Séneca como Cervantes niegan, en términos teológicos, la idea de Dios. El
primero, porque su filosofía estoica, previa al desarrollo confesional de las
religiones terciarias, articuladas en una teología, descarta la idea de Dios
como alguien personal y trascendente, creador del cosmos, cribador de cuerpos
materiales y tesorero de las almas inmortales. El segundo, porque en su
creación literaria objetiva una idea de Dios que, lejos de ignorar a ese Dios,
le adjudica un referente igual a cero, desde el momento en que la razón teológica,
tanto erasmista como tridentina, resulta identificada en sus obras literarias
con una razón retórica, forma vacía en que se vierten las convenciones del
discurso dominante y aurisecular, y a la que se contrapone una razón
antropológica, materialista y ateísta, cuya formulación filosófica puede leerse posteriormente en la filosofía racionalista de un Baruch Spinoza.
En la epístola referida al tema «Un dios habita en nuestra alma» (Ep. 41: I, 256-260), Séneca reduce la esencia del hombre a un deísmo explícito:
Dios está cerca de ti, está contigo, está dentro de ti. Así es, Lucilio: un espíritu sagrado, que vigila y conserva el bien y el mal que hay en nosotros, mora en nuestro interior; el cual, como le hemos tratado, así nos trata a su vez. Hombre bueno nadie lo es ciertamente sin la ayuda de Dios: ¿puede alguien, acaso, elevarse por encima de la fortuna, de no ser ayudado por Él? Es Él quien procura nobles y elevados consejos. En cada uno de los hombres buenos «habita un dios (quien sea ese dios es cosa incierta)[8]» (Séneca, Ep. 41: I, 257).
Todas estas
características representan o postulan la existencia de una divinidad en la
inmanencia del espíritu humano. Se resta valor de este modo a toda proyección
social de la actividad religiosa —no habrá que practicar la religión
externamente—, en favor de la experiencia religiosa individual, subjetiva
incluso, porque un dios está dentro de cada uno de nosotros. Es éste un «dios»,
inmanente a cada ser humano, que cuida de que el hombre persevere en la
virtud, alejado de los vicios y de las costumbres banales. Se observará que
Séneca expone aquí una forma de religiosidad muy personal, que, ciertamente, no
resultaba habitual en la Antigüedad clásica (Sócrates y su daimon, Heráclito y su máxima «busca dentro de ti para conocer
la verdad» podrían ser ejemplos puntuales). La época en que escribe Séneca
es ya muy tardía frente a la Antigüedad clásica. En el siglo I de nuestra Era
el pensamiento se había sofisticado tan notoriamente que no debe extrañar en
absoluto el hecho de que Séneca mantenga una visión rigurosamente moralizante
de Dios, como representación de la virtud y de la idea de Bien. Aunque tales
ideas —Virtud, Bondad, Dios...— ya se habían planteado en la Grecia antigua,
los griegos nunca llegaron a interiorizarlas de forma tan intensa como Séneca.
Una fuerza divina ha bajado hasta ahí. A esta alma superior, equilibrada, que lo considera todo como inferior a sí, que se ríe de cuanto tememos y ambicionamos, la impulsa un poder celeste. Virtud tan grande no puede subsistir sin ayuda de la divinidad (Séneca, Ep. 41: I, 258).
Séneca se
sitúa de este modo en una postura que la Edad Moderna no dudó en calificar de deísmo, es decir, una suerte de «religión
natural», innata al ser humano, quien, por su sola razón, y gracias a su propia
reflexión, sobre sí y sobre la realidad, postula la existencia de un Dios como
causa y fundamento del mundo y del Hombre. No se sabe bien qué es Dios, pero
se intuye una inteligencia superior inmanente a los hombres virtuosos
y a sus actos. De esa inteligencia trascendente provendrían las bondades de la
naturaleza humana. El deísmo funciona de manera análoga a esta concepción de la
religión natural: el ser humano no tiene pruebas de la naturaleza y ni de la
existencia de un dios, pero el orden natural le hace intuir y postular una razón
divina, ordenadora y causante de ese orden. Además, ni el deísmo moral de
Séneca, ni el deísmo cósmico de las Edades Moderna y Contemporánea, implican
una creencia en algo tras la muerte.
Es más, suelen negar tales creencias. El deísmo se caracteriza ante todo por
identificar una causa para la naturaleza (es sobre todo el caso de
los deístas del XVIII, por ejemplo) o para
los hombres (cuya virtud y moralidad serían de orden divino y trascendente,
homólogas a un dios supremo y omnipotente, como sucede en el caso de Séneca).
No por casualidad las relaciones entre la religión natural, entendida en los
términos del deísmo, y las religiones históricas o positivas, como religiones
reveladas —el caso del cristianismo, por ejemplo—, son en muchos sentidos de
plena compatibilidad. Se reconoce que hombres singulares por su razón y sus
capacidades de pensamiento (Sócrates, Platón, Aristóteles, el propio
Séneca...), incluso inmersos en una cultura completamente pagana, y por tanto
anterior a toda revelación divina, han sido capaces de intuir y postular la
existencia de un dios trascendente e inmutable, presente, de un modo analógico, en la inmanencia del alma o la conciencia del Hombre sabio y
virtuoso. Esta perspectiva contiene una reducción de Dios al Hombre, de modo
que el ser humano es fuente de un Humanismo trascendental, en la línea de
autores como Erasmo, Montaigne, Fiche, Feuerbach, la teología de la liberación
en el siglo XX, etc.
Alaba en él [el ser humano] aquello que ni se le puede arrebatar ni otorgar, lo que es propio del hombre. ¿Quieres saber qué es? El alma, y en el alma la razón perfecta. El hombre es, en efecto, un ser racional; por tanto, su bien llega a la plenitud si ha cumplido el fin para el que ha nacido. ¿Qué es, pues, lo que esta razón exige de él? Una cosa muy fácil: vivir conforme a su propia naturaleza (Séneca, Ep. 41: I, 259).
Séneca
desembocará finalmente en una conceptualización estoica de la esencia del ser
humano: todo lo que lo constituye como tal —lo que nadie puede arrebatarle ni
otorgarle— es la virtud estoica, su conciencia de lo inevitable y necesario,
que le permite ser feliz en la adversidad y mantenerse firme y bondadoso
cuando los tiempos corren llenos de maldad, insolencia y turbación.
La idea de
Dios que sostiene Séneca se sitúa históricamente en la época de las religiones
secundarias o mitológicas (Bueno, 1985), en sus últimos tiempos, previos a la
implantación monoteísta del cristianismo, que poco a poco irá articulándose, a
partir de la filosofía platónica y aristotélica, como una teología o filosofía
confesional, cuyo racionalismo es completamente idealista y trascendente. Séneca
no niega la idea de Dios con las mismas razones y convicciones con las que
niega la inmortalidad del alma. Séneca identifica a la divinidad con una suerte
de naturaleza racionalista, inmutable y eterna, a cuya jurisdicción están
sometidos no sólo los seres humanos, sino incluso los propios dioses
protagonistas de las religiones secundarias o míticas (Júpiter, Mercurio,
Marte...). Naturaleza, razón, destino...,
son, en términos senequistas, nombres diversos de dios, un dios impersonal,
trascendente, inmutable, ante el cual es completamente imposible cualquier
pretensión de rebelión o protesta. Cabría hablar de una suerte de dios
completamente insensible, indiferente, o incluso ignorante, de cuanto compete a
los seres humanos y demás realidades materiales y terrenas. Su racionalismo
inmanente es una razón insensible, una lógica indolente, un curso irreversible.
Hay un determinismo cósmico al que el ser humano, como los dioses mitológicos
de las religiones secundarias, quedan sometidos.
El nihilismo que la filosofía senequista proyecta
sobre la inmortalidad del alma, negando toda vida post mortem, encaja perfectamente en esta idea de Dios que acabo de
exponer, en la que Séneca reconoce la vigencia de un mundo físico y racional,
en constante funcionamiento regenerador de sus diferentes partes y elementos
materiales. Es lógico, pues, que en la literatura clásica de
influencia estoica y epicúrea sean frecuentes las aseveraciones que descartan
para el ser humano una vida ultraterrena. En el estásimo primero de Las troyanas (vv. 371-408), Séneca
reproduce una expresiva intervención del coro, que desconfía de la autenticidad
de la aparición del alma de Aquiles, y niega toda forma de existencia más allá
de la muerte. Es especialmente relevante el contenido de los últimos versos.
Tras la muerte nada hay y la misma muerte no es nada,es la meta final de una veloz carrera:que dejen de esperar los ambiciosos y de temer los que están angustiados,el tiempo nos devora en su avidez, y el caos.La muerte es una sola, ataca al cuerpoy no perdona al alma: el Ténaro y el reinosometido a un señor inapelable y Cérbero,el guardián que custodia el umbral infranqueable,son hueros dichos, palabras sin sentido,fábulas semejantes a una pesadilla.¿Quieres saber en dónde vas a yacer después que te hayas muerto?En donde yace lo que no ha nacido (vv. 397-408).
Pese a las concomitancias posteriores de la filosofía senequista con el cristianismo, la negación de los dioses es una cuestión fundamental. Téngase en cuenta que la libertad, en la tragedia griega, triunfa a costa de la divinidad. Sus triunfos son los triunfos del Hombre contra los dioses, quienes acaban venciendo finalmente, pese a posibles concesiones o retrocesos. En Cervantes sucede lo mismo, pero en un mundo en el que la presencia de la divinidad ha sido derogada. Los seres humanos no cuentan en absoluto con los dioses: «Cada cual se fabrica su destino» (La Numancia, I, 157). La diferencia respecto a Cervantes y Séneca es que en Grecia la divinidad no se elimina nunca, sino que, en lugar de atenuarse o diluirse, se politiza, y se intensifica institucionalmente, es decir, se creó una religión hecha al servicio de la polis, una religión de Estado: la olímpica, instituida además contra otras divinidades tradicionales que sí implicaban al destino en mayor medida que a la polis. La religión olímpica permite la libertad que está al servicio del Estado y porque está al servicio del Estado. Por eso implica cierta secularización en Eurípides y en Esquilo. Cervantes, por su parte, de acuerdo con su idea de Dios, da un paso más y, por así decirlo, liquida toda metafísica, al sustituirla en La Numancia por la Historia y en su pensamiento literario por el ateísmo.
De aquí se deriva la diferencia fundamental de Séneca con la tragedia griega y frente a la tragedia cervantina. Ninguna tragedia da cuenta de problemas subjetivos. El Siglo de Oro ha dado lugar, más allá de la década de 1580, a un idea de tragedia en la que el individuo busca el desenlace conforme a las normas políticas de su tiempo, y se explica a sí mismo a través del Estado del que forma parte esencial. No cabe el convencionalismo simplista de identificar lo trágico con un espectáculo sanguinolento, uxoricida o criminal. La tragedia española del Siglo de Oro nada tiene que ver con esto. Lope y Calderón han escrito tragedias sui generis en un sentido lógico y dialéctico (Maestro, 2003). Cuando el conflicto dramático se centra en el ser humano a título individual —y en este línea se mueve también Shakespeare—, con sus pasiones y sus inclinaciones, el sujeto queda fuera de la symploké que posibilita hablar de dialéctica y de tragedia. Frente a Cervantes, Séneca es hijo de la filosofía helenística de corte individualista, y ese individualismo, estoico y asocial, anula la tragedia y toda posibilidad de experimentarla.
El
nihilismo de Séneca es, indudablemente, un nihilismo sui generis. Afecta al cuerpo, más que al alma, y a una determinada idea
teológica de Dios, más que a una idea de Dios estrictamente cosmológica,
trascendente, e incluso monoteísta. Basta leer la epístola 41 de las destinadas
a Lucilio para comprobar la retórica psicologista desde la que el estoico
Séneca habla de «Un dios habita en nuestra alma», un dios cósmico, metafísico y
único. Incluso cuando en otra de sus epístolas morales, la número 24,
minusvalora a los crédulos y fideístas, Séneca se comporta como el auténtico «ingenuo»
al que pretende censurar en su propia carta, al considerar que, en el siglo I
de nuestra Era, «nadie es tan ingenuo» que tema las figuras del más allá.
Precisamente por esos años las diferentes sectas cristianas se preparan para
imponer materialmente a toda la Europa mediterránea, entonces el mundo conocido,
el terror y la fe en el más allá, en ese «más allá» respecto al cual Séneca
considera que nadie es tan ingenio como para creer.
No soy tan necio como para repetir en este lugar la cantinela de Epicuro y afirmar que el temor a los infiernos es vano, que la rueda de Ixión no da vueltas, que la roca a espaldas de Sísifo no es empujada cuesta arriba y que las entrañas de un condenado no pueden ser devoradas y regenerarse cada día. Nadie es tan ingenuo que tema al Cancerbero, a las tinieblas y al espectro de las sombras formado de huesos descarnados. La muerte o nos destruye o nos libera: liberados nos queda el componente más noble, una vez desembarazados de la carga; destruidos nada nos queda, al sernos arrebatados por igual los bienes y los males (Ep. 24: I, 201).
Idealismo moral y monismo metafísico aproximan la filosofía senequista a la teología cristiana. Desde su idealismo moral, Séneca considera que sólo sobreviven las almas que se han elevado sobre lo bajo de este mundo gracias a la razón, es decir, una idea de razón que somete al ser humano al determinismo de un orden cósmico. Se «condenarán» o «perderán» las demás almas que no hayan alcanzado un grado suficiente de conciencia de este orden cósmico, y que no hayan podido desligarse de lo material. Desde su monismo metafísico, Séneca rechaza la mitología griega y romana —esos son los dioses que niega—, juzgándola poco digna de la idea de divinidad que postula la stoa. El Universo es un conjunto orgánico y debe estar dominado por un solo ser: Dios, Júpiter, Zeus... Las divinidades no son sino aspectos y caracteres de este ser supremo. De este modo, la conciencia humana debe obrar según lo que en cada momento exija de nosotros este orden del Universo, destino o divinidad suprema. Lo demás es atribuible a la pasión, a la fortuna, o al mero azar.
Nótese cómo la filosofía, periódicamente, a lo largo de su Historia, ha apostado siempre por sistemas de ordenación del mundo orientados a construir figuras omnipotentes y omnímodas, panópticas y todopoderosas, que en ocasiones los Estados han tratado de imitar mediante la construcción, utópica o distópica, de sistemas políticos totalitarios. La versión literaria que Orwell da de esta figura filosófica, en su novela 1984, no es más que el resultado distópico y totalitarista, tan primorosamente cultivado por la filosofía, el deísmo y los humanistas, de esa idea de Dios omnipotente, omnímodo y panóptico: el Gran Hermano.
Séneca
niega la muerte más allá de la vida porque incorpora la muerte a la vida. Así
se afirma la inmanencia de la muerte en el curso de la vida, una idea que
desarrollará exitosamente el catolicismo aurisecular español, en célebres
imágenes relativas al vivir muriendo, en un vivir que es caminar breve
jornada, etc. No por casualidad el estoicismo romano irá
evolucionando en términos análogos al cristianismo (Marco Aurelio, Epicteto, Jorge Manrique, Teresa de Jesús, Quevedo...).
Morimos cada día; cada día, en efecto, se nos arrebata una parte de la vida y aun en us mismo período de crecimiento decrece la vida. Perdimos la infancia, luego la puericia, después la adolescencia. Todo el tiempo que ha transcurrido hasta ayer, se nos fue; este mismo día, en que vivimos, lo repartimos con la muerte. Como a la clepsidra no la vacía la última gota de agua, sino todas las que antes se han escurrido, así la última hora, en la que dejamos de existir, no causa ella sola la muerte, sino que ella sola la consuma. Entonces llegamos al final, pero ya hacía tiempo que nos íbamos acercando (Ep. 24: I, 201-202).
Pese a
todo, la Edad Moderna descartó en sus principios erasmistas y tridentinos toda
vinculación entre Séneca y el cristianismo, y eso a pesar de posibles
afinidades y analogías entre algunas ideas senequistas y ciertos objetivos
cristianos. «Las
objeciones literarias —escribe Blüher (1969/1983: 240)— que la Edad Antigua
había formulado injustamente contra Séneca, vuelven a resucitar con plena vida
en Erasmo; incluso se ven enriquecidas con argumentos sustantivos». La razón
erasmista es una razón teológica, y desde ella el roterodamense interpreta la
filosofía senequista, en franca oposición con la christiana philosophia, dada la idea de Dios que sostenía Séneca,
así como su negación de la inmortalidad del alma, la apología del suicidio, y
buena parte de la doctrina estoica, inevitablemente enfrentada a las verdades
reveladas a las que sirve el humanismo teológico de Erasmo. Con todo, como ha
demostrado Blüher, el voluble y astuto Erasmo prefirió exhibir el moralismo filosófico de Séneca antes que caer en la trampa, sin duda seductora, de imitar la retórica del tragediógrafro romano[9].
La
conclusión a la que llega Blüher respecto a la recepción de Séneca por parte
del Humanismo quinientista español es que, «aparte de algunos trabajos de
crítica de textos, el Humanismo español promovió muy poco la aceptación de
Séneca; es más, en comparación con la calurosa acogida del siglo XV, representó
más bien un retroceso» (Blüher, 1969/1983: 248).
En general, en la España del siglo XVI, respecto a Séneca, sólo se aceptaron
los resultados del Humanismo italiano. Más adelante, tras la celebración del
Concilio de Trento (1545-1565), Erasmo queda en una situación muy cuestionada desde el punto de vista religioso. Sus obras resultarán prohibidas poco a poco, y su mención
y referencia han de ser muy cuidadosas. Por su parte, Séneca estaba ya
considerado como un autor pagano —sobre todo por culpa de humanistas como
Erasmo—, en cuya obra no se identificaba ningún conocimiento directo de la
doctrina cristiana[10].
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NOTAS
[1] Véase a este respecto, sobre las diferencias entre ética y moral, la obra de Bueno titulada El sentido de la vida (1996), de donde extraemos estas observaciones que aplicamos al teatro de Séneca y Cervantes, en relación con los trágicos griegos.
[2] «¿Voy a pensar que la fortuna tiene poder omnímodo sobre el que vive, antes que pensar que ninguno posee sobre el que sabe morir?» (Ep. 70, I: 397).
[3] Virgilio,
Eneida, VI, 376.
[4] De hecho, el
egocentrismo de la filosofía senequista sólo puede postular un final
espectacular, teatral, escénico: «Como una obra teatral, así es la vida:
importa no el tiempo, sino el acierto con que se ha representado. No atañe a la
cuestión el lugar en que termines. Termina donde te plazca, tan sólo prepara un
buen final» (Ep. 78: I, 465).
[5] Al contrario que Edipo,
al que sólo la muerte puede liberar de su adversa fortuna: «La muerte —se
afirma en el Edipo senequista— es la
única que arranca a un inocente de las manos de la Fortuna» (Edipo, v. 934).
[6] Es la Ilíada, por ejemplo, el destino no se
cuestiona, porque va unido a los imperativos del deber militar, y éste exige
llegar hasta el final. El destino de Héctor es luchar con Aquiles, y así
está determinado lógicamente por el contexto de la guerra y por un tipo de
guerra que exigía combates singulares, cara a cada, individuo contra individuo. Ni Héctor ni Aquiles conciben otra
opción, y aquél no puede hacer caso a Andrómaca cuando como esposa le ruega que
no luche contra Aquiles (ni siquiera le pide que no batalle, simplemente le
implora que se quede en la ciudad defendiendo con el ejército las murallas, es
decir, que, sin abandonar la guerra, evite el combate singular). En La Numancia de Cervantes nada es así:
surge otra opción —el suicidio del Estado—, y deciden seguirla. Rompen con la
lógica de la situación y en ningún momento pierden la libertad, porque no se
dejan dominar, porque, cuando se está muerto, la libertad ya no tiene ningún
sentido, y porque nunca van a experimentar la esclavitud, dado que no habrá
supervivientes. Cuando la vida vale menos que la libertad, sólo se puede ser un esclavo, porque entonces ya no hay nada que hacer, salvo obedecer para seguir viviendo en la esclavitud. Aceptar este postulado supone renunciar a la libertad a cambio de mantenerse con vida.
[7] En el
escolio a la proposición XX, parte IV de la ética,
leemos en Spinoza unas palabras determinantes en este contexto: «Así pues,
nadie deja de apetecer su utilidad, o sea, la conservación de su ser, como no
sea vencido por causas exteriores y contrarias a su naturaleza. Y así, nadie
tiene aversión a los alimentos, ni se da muerte, en virtud de la necesidad de
su naturaleza, sino compelido por causas exteriores; ello puede suceder de
muchas maneras: uno se da muerte obligado por otro, que le desvía la mano en la
que lleva casualmente una espada, forzándole a dirigir el arma contra su
corazón; otro, obligado por el mandato de un tirano a abrirse las venas, como
Séneca, esto es, deseando evitar un mal mayor por medio de otro menor;
otro, en fin, porque causas exteriores ocultas disponen su imaginación y
afectan su cuerpo de tal modo que éste se reviste de una nueva naturaleza,
contraria a la que antes tenía, y cuya idea no puede darse en el alma (por
la proposición 10 de la parte III). Pero que el hombre se esfuerce, por la
necesidad de su naturaleza, en no existir, o en cambiar su forma por otra, es
tan imposible como que de la nada se produzca algo, según todo el mundo puede
ver a poco que medite» (Ética, IV, xx) (cursiva mía). Antes de
expresarse de este modo, Spinoza ha calificado el suicidio como un acto propio de
impotentes, al considerar que nadie desea
dejar de vivir, salvo que hechos ajenos a su persona le obliguen a suicidarse. En cuanto al tercer caso que menciona
Spinoza, obsérvese que no corresponde al suicidio: se trata ahora de alguien
que sigue vivo, pero que, por circunstancias exteriores, su naturaleza se
trasforma de tal modo que el resultado es algo equivalente o comparable a una
muerte.
[8] La
cita senequista procede de Virgilio, Eneida
(8, 352).
[9] A
juicio de Erasmo, «en cuanto moralista, Séneca merece que se le lea
constantemente; como estilista, no es digno de que se le imite sin más»
(Blüher, 1969/1983: 241). Según Erasmo, las doctrinas morales se desacreditan
al exponerse desde una retórica excesivamente artificiosa, como era la
senequista. En
suma, Erasmo reconoce los méritos de Séneca como moralista, si bien le objeta
importantes aspectos de tipo religioso y cristiano, a la vez que lo reprueba,
pese a soportarlo, como retórico y estilista. Ha de advertirse que la retórica
del humanismo, tanto en España como en el resto de Europa, se movía en las
exigencias del ciceronismo, no siempre moderado.
[10] El interés histórico y biográfico, en términos científicos y rigurosos, por la vida de Séneca, comienza en los primeros años del Humanismo italiano con el descubrimiento de los Anales de Tácito. Durante la Edad Media, los escritos sobre la vida de Séneca eran más bien relatos legendarios o míticos, cuyos contenidos nunca se habían comprobado o contrastado con el debido rigor. La cuestión de su relación con san Pablo, por ejemplo, fue un problema crucial para el Humanismo que indagaba en la biografía de Séneca, a fin de explicar la impronta del cristianismo en la vida del filósofo pagano. Hoy está demostrado el carácter legendario de todas esas atribuciones fideístas y cristianas, pero correspondió a Lionello d’Este y a Lorenzo Valla la desmitificación de tales falacias (Momigliano: 1995: 26 ss). A las dudas de estos autores sobre la relación epistolar con san Pablo se unieron Vives —en el comentario a su edición de De civitate Dei (1515)— y Erasmo —en su impresión crítica de las obras de Séneca (Basilea, 1515)—.
- MAESTRO, Jesús G. (2017-2022), «Séneca en su teatro trágico. Hacia la idea de suicidio en La Numancia de Cervantes», Crítica de la razón literaria: una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica. Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades del conocimiento racionalista de la literatura, Editorial Academia del Hispanismo (IV, 2.4), edición digital en <https://bit.ly/3BTO4GW> (01.12.2022).
⸙ Bibliografía completa de la Crítica de la razón literaria
- La Galatea de Cervantes o cómo preservar la literatura de la religión.
- Cervantes y La Numancia: hacia una poética moderna y contemporánea de la tragedia.
- Presencia de La Numancia en diferentes modelos de dramaturgia trágica.
- Idea de Libertad en La Numancia de Cervantes.
- El personaje teatral en las comedias de Cervantes.
- Suicidas y misántropos: Grisóstomo y Marcela, dos personajes anómicos o patológicos del Quijote.
- El suicidio de Grisóstomo: el entierro civil más espectacular de la Literatura Española.
- El mito de la pastora Marcela: la falacia de la libertad y la falacia del feminismo.
- Cervantes no es soluble en agua bendita: lo teológico en el Quijote o la antesala del ateísmo cervantino.
- Cervantes y la Iglesia: don Quijote es el personaje que más curas apalea de la literatura universal.
- Cervantes juega contra la religión: don Quijote hace un uso profano e indecoroso del rosario.
- Cervantes juega con el suicidio y contra los sacramentos: Quiteria y Basilio, la farsa de un suicida astuto impostor e inconfeso.
- 10 razones por las que Cervantes no es soluble en
agua bendita y el Quijote es obra de un ateo.
- El narrador en el Persiles de Cervantes. Un ateo católico en el Siglo de Oro.
- La risa en el Persiles: el humor de Cervantes que la crítica se negó a reconocer.
- La ironía en el Persiles: Cervantes se burla de las normas de la literatura y de la religión.
- La revolución religiosa del Persiles de Cervantes.
- Suicidio,
onirismo y literatura en la muerte de Svidrigáilov en Crimen y castigo de
Dostoievski.
- Suicidio, eutanasia y Romanticismo: interpretación del poema «Al sueño» («To Sleep») de John Keats.
Para una prevención del suicidio desde la literatura:
contra el efecto Werther y a favor del efecto Papageno
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