IV, 2.3 - Tragedia y religión: Los persas, Los siete contra Tebas y Prometeo encadenado de Esquilo frente a La Numancia de Cervantes

 

Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices





Tragedia y religión:

Los persas
, Los siete contra Tebas y Prometeo encadenado de Esquilo

frente a La Numancia de Cervantes



Referencia 
IV, 2.3

 

No disponemos por ahora de un libro informado acerca de la religión en Cervantes, y menos aún sobre la religión de Cervantes, que es empresa fracasable que nadie ha osado acometer.

Maurice Molho (1992: 21-22).

 

 

Tragedia y religión: Los persas, Los siete contra Tebas y Prometeo encadenado de Esquilo frente a La Numancia de Cervantes

¿Qué tiene en común el teatro de Cervantes, concretamente su teatro trágico, con el teatro griego clásico? ¿Cuáles son las principales relaciones analógicas y diferenciales? Aparentemente sería posible establecer numerosas semejanzas entre La Numancia cervantina y las obras conservadas de los trágicos griegos. Analogías formales, como un tratamiento clasicista de la experiencia trágica, y coincidencias temáticas, como la presencia de guerras, ciudades sitiadas y referencias a dioses míticos y paganos, son algunas de las afinidades señaladas y reconocidas periódicamente por la crítica cervantina. Sin embargo, como hemos sostenido en otros lugares (Maestro, 2000, 2004, 2013), y como trataremos de exponer aquí desde nuevas y distintas perspectivas, todas estas afinidades y analogías entre Cervantes dramaturgo y la tragedia clásica son meras apariencias, tópicos solidificados por la recurrencia con que la crítica descriptiva y superficial de la literatura los ha reiterado y comunicado de forma más o menos mecánica y acomodada una y otra vez.

Cervantes no es un dramaturgo aristotélico ni clasicista, sino un dramaturgo heterodoxo y extemporáneo[1]. Las presuntas concomitancias entre su tragedia Numancia y la obra de los trágicos griegos pueden discutirse críticamente desde la doble perspectiva que proporcionan la Teoría de la Literatura y la Literatura Comparada, lo que permitirá delimitar con mayor precisión la originalidad del teatro cervantino y su integración en la modernidad.

A continuación, vamos a examinar críticamente las posibles analogías y diferencias entre La Numancia de Cervantes y tres obras de Esquilo que, en apariencia —y sólo en apariencia—, pueden mostrar ciertas afinidades temáticas y funcionales con la tragedia cervantina: Los persas, Los siete contra Tebas y Prometeo encadenado.

 

 

1. La religión: numen, mito y teología

Vamos a referirnos a las posibles analogías y diferencias entre la obra trágica de Cervantes y Esquilo a partir de otra de las grandes transformaciones que el conocimiento crítico ejerció sobre uno de los saberes esenciales de las culturas precientíficas: la religión.

La cuestión religiosa en Cervantes es uno de los temas más delicados, espinosos y hasta cierto punto inciertos en la vida y la obra literaria de este hombre. Cervantistas, historiadores y críticos de la literatura han tratado a veces de examinar algunas obras y textos literarios de Cervantes con el fin de encontrar en ellos una significación o interpretación religiosa que coincida con sus objetivos personales. En muchos casos, ante la falta de formación o de información, se acude a una socorrida o fantástica interpretación alegórica —la crítica, que no el Quijote, ha sufrido mucho con las supuestas alegorías de este libro tan secular y tan laico—, que comprende desde lo sugerente y libérrimo hasta lo simplemente disparatado. Los secretos morales son la única razón de ser de la alegoría. Y no hay ningún fenómeno natural ni de la vida del ser humano que no pueda ser objeto de una interpretación alegórica. Del mismo modo que hay disciplinas que están dignificadas por su objeto de estudio (dios dignifica a la teología, el hombre a la antropología, la mujer posmoderna al feminismo, la identidad disociativa a los nacionalismos separatistas europeos, etc.), hay alegorías que están dignificadas por el suyo: Cervantes y su obra literaria dignifican las alegorías que se formulan sobre el Quijote

Paralelamente, no conviene olvidar que toda alegoría constituye en última instancia una interpretación abductiva, nunca científica. La alegoría no nos ofrece realmente una interpretación científica del objeto de estudio (el Quijote, Numancia, El rufián dichoso, etc.), sino una expresión ética o moral del sujeto que estudia, interpreta o simplemente alegoriza (el crítico literario, por ejemplo). No nos sirve tanto para conocer la obra (el Quijote), sino el intérprete de la obra (Unamuno, por ejemplo, en su Vida de don Quijote y Sancho). Una interpretación alegórica es, en suma, una invitación a discutir un problema no en términos científicos, sino en términos morales, o ideológicos, es decir, espurios. Éste es el camino por el que circula toda teoría literaria posmoderna, al sustituir la ciencia, la filosofía y la filología por una ética idealista, un moralismo acrítico y falso —pero adaptado a la opinión común, a la doxa de la mayoría—, en definitiva, una ideología que resulta más atractiva cuanto más aberrantemente deforma la percepción de la realidad. En este sentido, la alegoría funciona como una retórica de la ética. Y en última instancia expresa la superstición simbólica de ideales morales, con frecuencia supremos. Reduce la literatura a un fetichismo ético. Afortunadamente la literatura cervantina, especialmente el Quijote y la Numancia, han sobrevivido a numerosas interpretaciones alegóricas, cuyo único fin posible es la obsolescencia, a veces completamente ignominiosa[2].

Los criterios que sirven de base a nuestra interpretación de la religión en La Numancia de Cervantes, así como en las tragedias de Esquilo, tienen como marco de referencia los presupuestos metodológicos de la Crítica de la razón literaria.

En el capítulo anterior (IV, 2.2) nos hemos referido a tres de las grandes transformaciones que el conocimiento crítico ejerce sobre los saberes primitivos o precientíficos (magia, mito y técnica). Vamos a referirnos ahora al cuarto de estos elementos, el que afecta crucialmente a la religión, que en su fase terciaria alcanza un alto grado de estructuración interna como teología. La actividad teológica, según Bueno (1985), estuvo relacionada desde la época presocrática con la ciencia y la filosofía, pero sólo en las grandes teologías escolásticas —cristianismo e islam— la amalgama entre filosofía y religión se hace más intensa. De cualquier modo, es imprescindible abordar el problema de la religión desde cuestiones preliminares, es decir, su origen, su núcleo y su evolución.

Desde El animal divino, siguiendo a Gustavo Bueno (1985, 1996), consideramos que el núcleo de la religiosidad no está en la cultural, ni en la fe, ni siquiera en los templos..., sino en seres vivientes, criaturas no humanas pero sí inteligentes, y con capacidad para envolver y actuar sobre la vida de los seres humanos, bien enfrentándose a ellos como enemigos, bien ayudándolos como criaturas bienhechoras. El núcleo de la religión se sustantiva en los númenes y en lo numinoso, a los que podemos delimitar —siempre siguiendo a Bueno— como centros o referencias dotadas de voluntad y de inteligencia[3], y a los que se atribuye la capacidad de mantener con los seres humanos relaciones de naturaleza inicialmente lingüística, en sus relaciones o manifestaciones por parte del numen, y en sus oraciones o imprecaciones por parte del Hombre.

Bueno clasifica los númenes en dos grandes órdenes: númenes equívocos y númenes análogos. Los númenes equívocos pueden ser a su vez de dos tipos: divinos y demoníacos. Unos y otros se caracterizan inicialmente por tres constantes: su naturaleza es diferente de la naturaleza humana o animal, su morfología resulta siempre muy semejante a figuras andromorfas o zoomorfas, y su apariencia procede de la combinación y deformación de criaturas visibles empíricamente. Los númenes divinos pueden ser in extremis incorpóreos, completamente metafísicos, al carecer de cuerpo y ser puro espíritu, aunque siempre conserven alguna referencia icónica, indicial o simbólica, a formas humanas o animales (fiereza, fuerza, ojo invisible...). Pueden ser andromorfos, si tienen forma humana (Zeus, Ares, Atenea...), o zoomorfos, si ostentan formas animales (Anubis, la vaca Hathor...). Los númenes demoníacos se situarían en el mundo celeste o terrestre, y se muestran subordinados a los númenes divinos cuando se admite la existencia de estos últimos. Pueden identificarse como incorpóreos (ángeles cristianos), en su expresión extrema, pero en todo caso siempre son androides (los extraterrestres, por ejemplo) o zoomorfos (serpiente, paloma, cuervo, etc.). Por su parte, los númenes análogos son aquellos cuya naturaleza se concibe ligada a la progenie de los seres humanos o de los animales, y en consecuencia pueden ser humanos (héroes, caudillos, genios, profetas, chamanes, santos, espectros, ánimas de difuntos...) o zoomorfos (animales totémicos, animales sagrados, etc.).

De todo este conjunto de númenes, de los que están llenos, entre múltiples manifestaciones, el folclore, la religión, la música, la pintura, la escultura, los cuentos populares, las tragedias clásicas, la arquitectura, los relatos míticos y la literatura de todos los tiempos, sólo una clase de ellos está formada por númenes reales. Los númenes equívocos —divinos y demoníacos— no existen materialmente. Son sólo imaginarios. No pueden considerarse como fuente real y material de la experiencia religiosa, sino producto de ella. Sólo los númenes análogos —andromorfos y zoomorfos— existen materialmente. 

Desde este punto de vista, una filosofía materialista de la religión habrá de situar el núcleo de la experiencia religiosa de los númenes fenomenológicos en referencias humanas reales (númenes andromorfos) o en referencias animales reales (númenes zoomorfos). Nos centramos de este modo en los dos «ejes personales» del espacio antropológico, el cual se articula en torno a tres ejes: circular, radial y angular. Los dos primeros, por lo que diremos a continuación, son los «ejes personales» del espacio antropológico, concepto este último que nos permite interpretar la idea de ser humano y las diferentes relaciones que mantiene con el resto de la realidad. 

El eje circular del espacio antropológico comprende todas aquellas relaciones que el ser humano, resultado de una evolución biológica —no de creación divina o sobrenatural—, mantiene consigo mismo. Consideramos que las relaciones entre los seres humanos han de estar basadas en la igualdad, relación que desde criterios lógicos ha de ser simétrica, transitiva y reflexiva. Y ésta es una cuestión capital por la cual el núcleo de la experiencia religiosa no puede identificarse en el ser humano, es decir, en el eje circular del espacio antropológico, porque no es posible adorar a un igual, mortal y moral como nosotros, como se adora a un dios. 

En este sentido, una filosofía materialista de la religión no puede afirmar que los númenes sean humanos, aunque sí ha de aceptar que algunos seres humanos extraordinarios, singulares, son númenes, y númenes reales, para algunos de sus contemporáneos (un santo, un Führer, etc.). En este sentido, Bueno distingue tres modos de determinación de lo humano como numinoso: a) un modo metafísico, cuando se utiliza la idea de ser humano, de Humanidad, como fuente de vivencias numinosas (así sucede en casi todas las tragedias griegas conservadas, especialmente en la Antígona de Sófocles); b) un modo determinado, positivo, pero abstracto (nomotético), cuando se habla de estructuras humanas definidas, múltiples y supraindividuales (lo numinoso es el clan, el Estado, el padre, el emperador, el caudillo); y 3) un modo positivo o idiográfico, cuando los individuos numinosos lo son a título personal (genios, locos, chamanes, personas carismáticas...). 

De cualquier forma, las relaciones circulares —entre personas— son relaciones humanas, sociales, políticas, morales, lingüísticas, pero no verdaderamente religiosas. Lo numinoso no cabe racionalmente en el eje circular del espacio antropológico, porque las relaciones humanas exigen una igualdad que las relaciones con los númenes no admiten, al implicar una distancia insalvable, una simetría irreversible, una reflexividad inexistente y unos contenidos con frecuencia intransitivos. No es posible considerar numinoso, y menos aún divino, a un hombre o a una mujer cuyo espacio moral y mortal no sólo suponemos, sino que sabemos positivamente que compartimos. 

El eje radial del espacio antropológico remite a las relaciones que mantiene el ser humano con la naturaleza y sus elementos (tierra, aire, agua, fuego), entidades desprovistas de todo género de inteligencia, aunque posean estructura y organización. Son relaciones de tipo pragmático, mecanicista, y con frecuencia pasan por la experiencia de la técnica y la tecnología. 

Finalmente, el eje angular remite de hecho a las relaciones que el ser humano mantiene con los númenes y lo numinoso, realidades dotadas de vida y de inteligencia a las que se atribuye una capacidad de acción sobre la vida humana, que puede interpretarse como una interacción maligna o benigna. En este eje angular del espacio antropológico se sitúan los animales en su relación con el ser humano. Y son los animales los que constituyen genuinamente la fuente numinosa en la que situar el núcleo de la experiencia religiosa, es decir, constituyen la génesis del numen del que ulteriormente brotará toda idea de divinidad. Si un dios puede percibirse como un numen vivo y envolvente, con capacidad de interacción sobre los seres humanos, es porque zoológicamente puede verse como una suerte de animal terrible, como un superanimal, diríamos, más que como un superhombre. Por esta razón, una filosofía materialista de la religión considera y así lo afirma Bueno (1985), que los seres humanos hicieron a los dioses a imagen y semejanza de los animales.

Nos hemos referido hasta el momento al núcleo de la religión, objetivado en los númenes. Pero ni el núcleo ni los númenes son la esencia de la religión. La esencia de la religión se constituye en el despliegue del núcleo en un cuerpo y en un curso tales que van determinándose recíprocamente, a lo largo de una evolución que se ordena ortogenéticamente, es decir, en el sentido de un alejamiento progresivo del núcleo originario, de tal manera que este alejamiento conlleva en sus estadios finales la desaparición casi total del núcleo, y en consecuencia la desaparición de la vivencia misma de lo numinoso como núcleo de la experiencia religiosa. Los dioses se transforman existencialmente, a veces, incluso, disolviendo su propia esencia para conservar una existencia propia, sea como fuere.

Si tenemos en cuenta esta evolución ortogenética de los contenidos materiales de la experiencia religiosa, es posible distinguir tres grandes estadios o etapas de la religión, a los que antecede un estadio o etapa previo denominado religión natural. El curso de estos tres grandes estadios comprende, según Bueno, la totalidad de la evolución humana, y toma como punto de partida los últimos momentos del Paleolítico medio. Con anterioridad a estas tres grandes fases sólo cabe hablar de una religión natural, período protorreligioso que se situaría en el Paleolítico inferior, en correspondencia con el uso del fuego por el homo erectus (según los antropólogos, estaríamos hablando de un período de unos seiscientos mil años)[4]. Sólo a partir de los últimos momentos del Paleolítico medio puede hablarse de una religión positiva en sentido estricto, con la que se inician los tres estadios que describe Bueno. Actualmente nos hallamos en la disolución del último de ellos, acaso en una suerte de retorno a una sofisticada religión primaria, en la que los animales recuperan de nuevo el estatuto de nuevas divinidades a las que se adora, y a las que se convierte en el centro de gravedad de la vida emocional humana (el ejemplo más ostensible es la devoción posmoderna hacia los perros):

 

             1) Estadio de la religión primaria o nuclear (numinosa): dioses animales.

             2) Estadio de la religión secundaria o mitológica (mítica): dioses andromorfos.

             3) Estadio de la religión terciaria o teológica (metafísica): dioses teológicos.

 

En su fase primaria, la religión —nuclear y esencialmente numinosa— se encuentra determinada por los procesos antropológicos en función de los cuales los animales comienzan percibirse y tratarse como criaturas numinosas. Gustavo Bueno interpreta el proceso de numinización de los animales naturales como un proceso simultáneo de segregación y extrañamiento —la serpiente, por ejemplo, en el Génesis— de unos seres vivos que rodean a los seres humanos y forman parte de un mundo del que se depende (son el alimento, una «comunión») y con el que se convive (pueden ser benignos o causar daño, ser un premio para la vida humana o un castigo terrible). El significado religioso de las reliquias paleolíticas permite hablar de religión positiva desde el momento en que pueden interpretarse como manifestación real de una percepción objetiva de los animales como arquetipos, como esencia universal. Lo característico de esta forma primaria de religiosidad sería su referencia a las realidades animales concretas, empíricas, si bien desarrollada sub specie essentiae, según tres formas principales y sucesivas: a) como parte real y corpórea disociada del animal que ha muerto (cráneo, piel, huesos...), que sería la fase de la religión musteriense; b) como figura de animal representado y disociado del animal empírico (figura que no es alegoría, sino referencia a la esencia universal misma de la especie animal empíricamente existente), que sería la fase correspondiente al arte parietal aurignaciense, solutrense, etc.; y 3) como expresiones germinal o incipientemente mitológicas, resultantes de una combinación de arquetipos reales y fantásticos, pero todavía referidas a animales empíricos[5].

El cuerpo de la religión primaria, es decir, las determinaciones capaces de constituir sus estratos o capas específicas pueden organizarse al menos en tres grupos fundamentales. En un primer momento, se objetivan en las estructuras espaciales o circunstanciales en que el numen animal manifiesta sus referencias concretas, finitas, delimitadas. El numen es un animal que vive en el mundo: bosque, árbol, caverna, lago, montaña, volcán, mar... El numen irradia su numinosidad al recinto de su habitáculo, lugar sagrado en el que está situado no el animal real y viviente de la religión natural, sino el símbolo o fetiche a través del cual el animal viviente queda —en las religiones primarias— elevado al estatuto de numen esencializado. Estos lugares sagrados, hoy reliquias paleolíticas, son los precursores de los templos. En un segundo momento, el cuerpo de la religión primaria se objetiva en las relaciones sociales (el eje circular del espacio antropológico, antes mencionado). El carácter originario y elemental de los cultos individualistas pronto se organiza en el cierre de las relaciones circulares, esto es, de las relaciones sociales, en las cuales el individuo actúa como un especialista religioso, un experto en su relación con los animales numinosos (ornitoscopia, augurios, interpretación de graznidos, dirección del vuelo de halcones, etc.). Piénsese en la importante que todos estos fenómenos y procedimientos alcanzan tanto en el teatro griego trágico como en La Numancia de Cervantes, y con un tratamiento literario muy diferente en el autor español. Estos expertos en «ornitoscopia paleolítica» no son todavía sacerdotes, sino simplemente sus precursores más genuinos. Cabe hablar de un tercer momento, que se objetiva en el desarrollo de las relaciones entre los hombres y el animal numinoso (el eje angular del espacio antropológico), y que se manifiesta mediante los rituales de culto que organiza el ser humano en señal de adoración y tributo al numen (danzas, cánticos, ofrendas, sacrificios de personas o animales al animal numinoso, etc.).

En su fase secundaria, las religiones experimentan un conjunto de transformaciones en función de las cuales los númenes comienzan a percibirse como dioses. El núcleo de la religión ha evolucionado del numen al mito. ¿Cómo interpretar este desplazamiento ortogenético? Las causas necesarias que explican el tránsito hacia la religión secundaria o mítica hay que situarlas en las transformaciones objetivas que la sociedad humana (eje circular) y sus relaciones con la realidad material de la naturaleza (eje radial) generan a partir de su propia existencia y desarrollo, es decir, entre otras causas, el crecimiento demográfico de la población, el progresivo agotamiento y encarecimiento de la caza (desaparición de la megafauna del Pleistoceno, y con ella las referencias efectivas a los númenes paleolíticos), y por supuesto la creciente domesticación de los animales (las relaciones de dependencia entre hombres y animales cambian completamente a partir del control humano y técnico de las especies zoológicas). En consecuencia, el pensamiento de Bueno no considera el desarrollo de la religiosidad secundaria como un proceso de desaparición de los númenes, sino como el proceso de su transformación, en virtud de la cual «las figuras animales numinosas se mantienen gracias a que se produce un cambio específico de sus referencias, una «metábasis a otro género» diferente. Un género de referencias que ya no serán identificables con los animales empíricos, sino con entidades que ya no son animales, aunque tengan alguna conexión imaginaria con ellos y conserven constantemente las huellas de su origen. Si llamamos dioses a estos nuevos númenes, podríamos definir la religión secundaria, en primera aproximación, como la religión de los dioses» (García Sierra, 2000: art. 366).

El cuerpo de la religión secundaria —marco en el cual se sitúa la obra de los trágicos griegos— se desarrolla a partir de la ampliación y expansión de las estructuras materiales constituidas en el período primario. Desde el eje radial (el ser humano en su relación con la naturaleza y sus fuerzas trascendentes), se observa que el lugar sagrado es ahora el templo, es decir, un espacio sagrado incorporado a estructuras urbanas: el partenón que custodia la efigie de Palas Atenea. Los númenes primarios o nucleares se han transformado ahora en dioses míticos, cuyo hábitat ya son lugares marinos, terrestres, celestes o extraterrestres. Estos templos, más que la casa del numen, son ahora la posada del dios, el lugar al cual puede acudir cuando desee visitar a los hombres o recoger sus ofrendas. Desde el eje circular (las relaciones de los seres humanos entre sí) se confirma la aparición de los sacerdotes como exclusivos especialistas religiosos, que organizan jerárquicamente la administración de sus trabajos y ministerios, e intervienen activamente en la vida de la comunidad, pero guardando importantes distancias con el pueblo, sobre el cual no formará todavía una Iglesia (institución característica de las religiones terciarias). Se advierte en este contexto el desarrollo de liturgias y dogmas plenamente definidos, así como la creciente extensión de la influencia sacerdotal en las esferas familiares, a fin de controlar los lugares de paso o ciclos biológicos de la vida humana —nacimiento, pubertad, matrimonio, muerte—, hasta invadir profundamente toda actividad personal.

En su fase terciaria —y actual, si bien muy agotada a punto de nuevas transformaciones— las religiones son realmente teológicas y metafísicas. En este contexto religioso, y en disidencia dialéctica respecto a él, se sitúa la obra literaria de Cervantes, un racionalista, un materialista y un ateo, precursor del pensamiento de Baruch Spinoza, y en modo alguno heredero del erasmismo europeísta. Cervantes no es soluble en agua bendita. Las religiones se tornan teológicas como consecuencia de la influencia que los saberes críticos —ciencia y filosofía— han ejercido sobre el cuerpo y el núcleo de las religiones secundarias o míticas, lo que obligó a estas últimas a explicarse y justificarse como metafísicas que han tenido que incorporar la filosofía griega en forma de teología. Los conocimientos críticos procedentes del desarrollo de la filosofía (Platón y Aristóteles principalmente) y de los descubrimientos científicos (física, matemática, geografía, astronomía...), en principio extrarreligiosos, provocan la total reorganización de los contenidos de las religiones secundarias o míticas, que sobreviven a la evidencia y la fuerza del racionalismo mediante la articulación de un discurso teológico. Las religiones terciarias o teológicas llevan a cabo una rectificación o reconversión de los contenidos y las formas de las religiones míticas, sintetizando el delirio politeísta e instaurándose sobre principios de vedad racional, que exigen la sistematización, simplificación, negación y crítica de sus contenidos mitológicos. De este modo, la teología sustituye definitivamente a la mitología. Las religiones terciarias son religiones teológicas, es decir, religiones que se han desarrollado mediante la incorporación de la filosofía griega en forma teológica[6]. De hecho, ninguna de las llamadas religiones superiores (budismo, judaísmo, cristianismo e islamismo) puede explicarse al margen de una filosofía.

Sin embargo, hoy en día, en la posmodernidad, se tiende a recorrer un camino inverso: como consecuencia de la barbarización de muchas de nuestras formas de vida, a causa de la creciente ignorancia en que el fracaso de las instituciones educativas y académicas han caído, las masas vuelven sus creencias hacia formas de vida muy primitivas, caracterizadas por el culto a los animales (especialmente a la figura del perro), la creencia en grandes relatos de consecuencias apocalípticas (como el cambio climático), la pureza del cuerpo (veganismo), se la sexualidad (abolición de la prostitución) o del medio ambiente (ecologismo), o el esencialismo de los pueblos y las culturas (indigenismo, nacionalismo, culturalismo, lenguas minoritarias o aislantes frente a lenguas mayoritarias o englobantes, etc.). Los nuevos dioses no son metafísicos, sino muy materiales: animales (el perro), humanos (el propio cuerpo), lingüísticos (la lengua indígena), culturales (la cultura), la naturaleza (ríos, montañas, mares...), etc. En suma, es un retorno hacia formas primitivas o paleolíticas de idolatría. Los dioses desaparecen porque los númenes vuelven a invadirlo todo: una numinosidad canina, humana, lingüística, cultural, fluvial, orográfica, marina, lacustre, volcánica, climática, vegana, ecológica, etc.

Con todo, el cuerpo de las religiones terciarias podemos verlo en nuestro tiempo, aún con nitidez, aunque cada día más ruinosa y decadente, objetivado en templos que subsisten, y se multiplican aún entre ciertas religiones, no como posada de dioses incorpóreos —no digamos del Dios monoteísta y trascendente—, sino como sinagoga, es decir, como asamblea de creyentes. A su vez, los especialistas religiosos se diluyen aparentemente en el pueblo o masa de creyentes, de modo que, sin llegar ni mucho menos a la supresión del sacerdocio, las religiones terciarias se abren al ingreso de laicos, seglares e individuos no profesionales en el ejercicio de los misterios y ministerios religiosos. Se desarrollan el proselitismo y las misiones, con un afán de integrar a la humanidad entera en una suerte de Iglesia universal. Se potencian las formas estilizadas de culto, caracterizadas por la oración mental, la mística, y la intensificación de las experiencias de pecado y culpa. El desprecio hacia los animales fue absoluto en las religiones terciarias (algo que las creencias posmodernas han invertido por completo), a la vez que creció el interés por la individualidad corpórea del ser humano (tendencia que la posmodernidad han intensificado sin límites, hasta un narcisismo biológico y sexual impensable hace décadas). Las condiciones de expresión litúrgicas en las religiones terciarias adquieren un despliegue masivo, y se sirven ampliamente de la tecnología, la comunicación y las organizaciones sociales. De todo este aparataje mediático se servirán con fuerza las creencias posmodernas para su difusión globalista: animalismo, veganismo, culturalismo, cambio climático, etc.

En un contexto de esta naturaleza, como se ha sugerido anteriormente, el dios terciario, propio de la teología, deja de ser una entidad viva y personal para convertirse en un sujeto de atributos completamente abstractos, que no son otra cosa que ideas extremas, radicales, límites (infinitud, unidad, eternidad, inmovilidad, inmutabilidad...). Al tratar de reconstruir la religión en términos puramente lógicos y filosóficos, Dios y los misterios desaparecen. Esto explica que la religión se haya visto suplantada por un vago humanismo, que va desde formulaciones como la voluntad de Scheler-Ghelen, o la angustia de Heidegger, hasta la esperanza de Bloch. Todo este itinerario humanista desemboca en la posmodernidad contemporánea, característica del siglo XXI y su globalización anglosajona. 

En las religiones terciarias o teológicas las fuentes del espíritu religioso quedan cegadas, y sólo pueden recuperarse una y otra vez mediante el regreso a mitos y ceremonias sensibles en los que se trata de recuperar una vivencia religiosa con frecuencia inasequible. Los dioses monoteístas limpian los cielos y la tierra de los fantasmas del politeísmo y la mitología, a los cuales paradójicamente se vuelve una y otra vez. El pensamiento racionalista ha sido con las religiones mucho más irónico de lo que se pensaba: el hecho de que el monoteísmo final de las religiones terciarias o teológicas siga siendo múltiple, es decir, politeísta, sumido en la convivencia global de varios dioses supremos y únicos no deja de ser sumamente revelador. Todo es posible, pues, en una «ciencia» como la teología, cuyo objeto de conocimiento —Dios— no existe físicamente. Es, en efecto, una ciencia que nada puede probar, salvo el entusiasmo formal por sus propias ficciones.

Volvamos ahora a la literatura, concretamente a Esquilo y a Cervantes, pero sin abandonar ni una sola de las ideas que hemos expresado sobre la religión.

 

 

2. Los persas y La Numancia: de la tragedia aristocrática a la tragedia democrática

Entre Los persas y La Numancia la crítica ha convertido con frecuencia la guerra y la religión en sendas apariencias, es decir, en experiencias ilusorias e idealistas, con las que unir y justificar interpretaciones equívocas sobre posibles analogías entre una y otra tragedia. Realmente, y muy a diferencia de lo que sucede en Los persas, en La Numancia no hay guerra —sino tortura—, ni dioses teológicos ni míticos —sino númenes desmitificados—, lo que sólo nos autoriza a hablar, en el caso de Cervantes, de una religión primaria o numinosa que resulta funcionalmente desacreditada por quienes deberían ser sus propios fieles. Consideremos estos aspectos desde el punto de vista de su objetivación literaria y su implicación en algunas cuestiones fundamentales de la poética de lo trágico. Y tengamos en cuenta algo importante: la guerra es la distancia que separa a los idealistas de la realidad.

La palabra guerra sólo se registra genuinamente en aquellas lenguas habladas por pueblos que, en algún momento de su Historia, se han constituido en Estados y, como tales estados civilizados, han organizado y participado en una guerra. La guerra es algo propio y característico de los Estados, es decir, de sociedades civilizadas. La guerra es siempre política por naturaleza. En el mundo salvaje no hay guerra posible, porque no hay estructuras tecnológicas, científicas, racionales, médicas, económicas, jurídicas, industriales, etc., que la hagan posible. La guerra supone un Estado, supone una sociedad basal, estratificada en varias capas conjuntivas y corticales, formadas por guerreros, médicos, economistas, industriales, juristas, sacerdotes, artistas, profesores, políticos, etc., de modo que todos ellos participan racionalmente y estatalmente en esa guerra. 

En la guerra es imprescindible no masacrar completamente al adversario (lo que sí exige la caza para la supervivencia), sino mantenerlo vivo, bien para esclavizarlo, bien para cumplir diversos fines políticos, económicos, industriales, etc. La guerra está más ligada a los Estados y a la política que a la violencia y a las personas. La guerra está fundada y organizada sobre las relaciones entre Estados, y siempre es un acto de naturaleza política. El Estado es una sociedad con base territorial (basal), ordenamiento jurídico (conjuntivo) y límites fronterizos (corticales). Los conflictos que llevan a la guerra son objetivos, y están basados en el sostenimiento de los Estados. La guerra no es justa o injusta, porque el concepto de justicia sólo existe realmente dentro de un ordenamiento jurídico —que no existe fuera de un Estado— en el que adquiere un sentido, fuera del cual hablar de justicia o injusticia es una ficción. La guerra siempre será justa para el Estado que la promueve, organiza, o simplemente le conviene, e injusta para el Estado que la pierde o queda bajo dominio ajeno como consecuencia del desenlace bélico. La guerra solo puede calificarse de prudente o imprudente en función de la eutaxia, es decir, del sostenimiento de los Estados. 

Es difícil, porque es contradictorio, justificar lógicamente (no jurídicamente) una guerra imperialista desde una democracia, ya que una democracia no se constituye —ni está pensada en principio— para organizar una guerra de esta naturaleza. Y sin embargo las democracias han promovido tantas guerras, o más, que las satrapías más renombradas de la Historia. Ésta es la lección (moral, por supuesto) de Esquilo a los persas en la tragedia que lleva su nombre: los griegos derrotan a los persas, el Estado griego y sus dioses, la democracia ateniense —nada menos— triunfa sobre la satrapía persa, que ha pretendido combatir imperialmente una democracia civilizada con una autocracia bárbara[7]. La situación en La Numancia será literariamente muy diferente. No habrá guerra, sino tortura. No hay guerra, sino cerco. Una guerra exige agresiones mutuas y arriesgadas. La tortura asegura la inmunidad del agresor, y hace de la víctima una criatura irreversiblemente impotente. En La Numancia vence, de forma ideal, claro está, una supuesta y muy paradójica democracia bárbara, la de los arévacos, frente a una operativa autocracia civilizada, la del Estado o imperio romano (Senatus Populusque Romanum, SPQR).

Dos dimensiones configuran y delimitan la tragedia Los persas[8] de Esquilo: la presencia de una realidad trascendente, encarnada en los dioses —y cuya referencia fundamental son los dioses griegos—, y la fuerza superior de una comunidad humana representada modélicamente por la polis ateniense, es decir, en el sentido más amplio de la expresión, el Estado griego. Lo que determina la creación artística de esta tragedia no es el triunfo de ninguna patriotería, sino la profunda fe y convicción de los helenos en la intervención de lo divino. Han vencido la comunidad helena y el poder de los dioses que habita en esa comunidad. Obsérvese que en La Numancia de Cervantes sólo se conservará el primero de estos rasgos, es decir, la dimensión secular la tragedia. Los dioses, en la obra cervantina, simplemente no existen. En ninguna de las dos tragedias hay una religión teológica; y en La Numancia, específicamente, frente a lo que sucede en Los persas, ni siquiera es posible hablar de una religión mítica. No hay dioses.

En la tragedia de Esquilo se plantea como tema dominante la experiencia profunda de la derrota. El autor griego sitúa en primer plano no el orgullo de los vencedores, sino el dolor de los vencidos. Sin embargo, el triunfo heleno se percibe como una justicia, a través del largo y lamentable treno de los persas[9]. La situación es comparable con La Numancia sólo de forma aparente, superficial, temática acaso, en sus aproximaciones al tópico del pueblo derrotado, que hace de su fracaso histórico una fiesta nacional (el caso del nacionalismo catalán cada 11 de setiembre, por ejemplo) o una celebración mítica (el caso de las interpretaciones españolistas del mito numantino). En este contexto, las diferencias entre la obra de Esquilo y la de Cervantes son mucho mayores, y más consistentes, que cualquier analogía posible.

Así, por ejemplo, el pueblo llano es, en Los persas, sólo un referente: nunca habla por sí mismo, ni se manifiesta por sí mismo, si exceptuamos la circunstancia que representa el coro, constituido por ancianos impotentes para guerrear. Es un referente del que se habla, y queda indefinido como un conjunto de persas que, debido a la imprudencia de Jerjes, han de asumir las consecuencias de la derrota del estado al que pertenecen. El pueblo persa, hundido, está representado ante todo por las mujeres y los hijos de los soldados muertos, quienes nunca comparecen dramáticamente en escena. Simplemente se representan a través de la evocaciones, menciones o referencias del coro en sus lamentos.

 

Las esposas persas —dice el corifeo—, con tiernos gemidos, deseosas de ver sus recientes bodas, se han despedido de las muelles ropas del lecho nupcial, del goce de su dulce juventud, y lloran con lamentos insaciables. Y también yo voy a cantar la muerte de los que se fueron, llena —está probado— de sufrimientos (vv. 541-548). 

Llora al varón cada casa que sin él quedó, y los padres que ya están sin hijos ¡ay! lamentan sus penas sin par, e igual los ancianos, al oír su completo dolor (vv. 580-584).

 

Queda claro que en Los persas el sufrimiento del pueblo llano se refiere y objetiva de forma épica por el corifeo, pero nunca sus propios protagonistas lo dramatizan de forma directa, como de hecho sí ocurre en La Numancia de Cervantes. El pueblo es en Esquilo un instrumento para la expresión épica de una tragedia que no es esencialmente la tragedia del pueblo, sino la de sus aristocráticos dirigentes: Jerjes, Atosa, Darío... Los persas es una obra en la que se llora una derrota aristocrática, pero no la tragedia del pueblo —no cabe hablar aquí de «tragedia democrática», como sí acontece en La Numancia—; no hay propiamente en Los persas una dramatización de la tragedia del pueblo llano, sino una dramatización de las consecuencias emocionales y corales de la derrota épica, homérica, aristocrática, del linaje de Darío, que ha desembocado en la imprudencia y la temeridad de su hijo Jerjes. El pueblo es un instrumento al servicio del dolor aristocrático.

En Esquilo la tragedia es ante todo la tragedia del poder elitista y regio, quien sufre aristocráticamente en su honor, atributo de las clases altas, el desprestigio de la derrota, con la subsiguiente pérdida de autoridad y de legitimidad sobre el control del Estado. El honor es ante todo atributo de autoridad, es decir, en este caso, de autoridad estatal: «Y tras largo tiempo, por tierras de Asia ya no se rigen por leyes persas, ya no pagan tributos a las exigencias del amo, ni se prosternan en tierra adorándolo, pues el regio poder ya ha perecido» (Los persas, vv. 585-590). En La Numancia cervantina el pueblo habla directamente, individualmente; en la tragedia griega el pueblo se expresa de forma idealizada, sublimada, a través de sus representantes poéticos —el coro y la voz del corifeo—, intermediarios reconocidos por la aristocracia. Los persas constituye una tragedia aristocrática; La Numancia, una tragedia democrática.

Otro punto que no puede soslayarse en esta obra de Esquilo es la actitud de los atenienses frente a los pueblos bárbaros. El teatro trágico de la Antigüedad griega expresa una imagen de los bárbaros[10] como pueblos serviles, torpes, crueles, confusos, en suma, frente a los valores, ideales y logros del pueblo griego. Se exalta así la invención de una Atenas ideal, en la que sus propios habitantes, los helenos, se identifican, frente a lo extranjero, o bárbaro, como los defensores de la libertad, la justicia y la democracia[11]. Recapitulemos, a partir de este punto, las diferencias sustanciales entre una y otra tragedia, aducidas con frecuencia bajo el sello de una falsa conciencia de analogía.

1. Barbarie y civilización. Si los persas representan políticamente, estatalmente, frente a los griegos una cultura bárbara, Numancia, por su parte, sólo en apariencia, es decir, idealmente, se presenta como una sociedad bárbara frente a la civilizada cultura romana. En realidad, la sociedad numantina no posee las características plenas que, desde criterios filosóficos y científicos, definen a una cultura bárbara. En este sentido, la situación que plantea Cervantes en su tragedia es completamente idealista, al dar forma y expresión literarias a un tópico que siempre ha encontrado referentes en la historia de la filosofía y de la cultura, el mito del «buen salvaje», la idealización de la vida en estado natural, frente a la cultura y la civilización (Diógenes el cínico, el naturalismo renacentista, la ascética de todos los tiempos, Rousseau, y actualmente el fundamentalismo del ecologismo posmoderno...).

2. Aristocracia y democracia. Los persas son un pueblo destruido por su afán de conquista, Numancia es una comunidad de individuos que se suicidan para evitar de este modo sobrevivir en la esclavitud y la explotación. Los persas constituye la tragedia de una derrota aristocrática, noblemente sentida de acuerdo con los ideales del decoro poético y moral, pero no contiene, como La Numancia, la explicación concreta e individualizada que el pueblo común hace de la causalidad y consecuencias de su propia muerte. En Los persas hablan los reyes; en La Numancia, el pueblo llano, ése que según la poética clásica sólo podía ser objeto de comedia, risa y parodia. Cervantes invierte los presupuestos y exigencias de la tragedia clásica.

En este punto, Jerjes es el personaje que adquiere mayor relevancia. Protegido por el decoro de la poética clásica, aparece ante el coro al final de la tragedia, tras la aparición del espíritu fantasmagórico de su padre, el rey Darío. Atosa, su madre, no está presente para recibirlo. Sólo en su indumentaria de guerrero abatido Jerjes no se ajusta a lo que el decoro exige en un rey; en efecto, se trata de un rey derrotado por los griegos y denigrado por su imprudencia y temeridad: «De la carroza desciende Jerjes, con vestimenta real, pero andrajosa. Jerjes se dirige hacia el Coro con paso cansado y vacilante» (acotación entre versos 907-909). Con anterioridad, Atosa, que se ha retirado sin recibirle, había advertido la vergüenza que le causaba pensar en su hijo como alguien al que deshonra el estado de su indumentaria: «Esta desgracia me muerde muchísimo más que otra alguna: el oír la deshonra que sufre mi hijo por los vestidos que cubren su cuerpo» (vv. 844-848). Toda una expresión del decoro aristocrático en la expresión de la derrota.

Sin embargo, la tragedia concluye sin que Jerjes experimente más sufrimiento que el de la mera derrota; incluso conserva la vida, sin más penalidades que las del dolor emocional. ¿Hay cierta indulgencia en esta tragedia de Esquilo frente al personaje responsable de la causa trágica? Jerjes apenas recibe una imprecación indirecta, la de su propio padre, difunto, a través de una manifestación espectral; y las palabras del fantasma de Darío se dirigen al coro, para que éste a su vez las haga llegar a Jerjes: «Y haced que aquél [Jerjes] entre en razón mediante prudentes admoniciones, para que deje de ofender a los dioses con su audacia llena de orgullo» (vv. 831-833)[12].

La única expresión de castigo y sufrimiento se limita al ámbito del honor y del dolor emocional, que se manifiesta a través de las maldiciones que Jerjes vierte sobre sí mismo: «Este horrible destino que no pude prever» (v. 910); «Este soy yo —¡ay, ay!— un miserable, un ser nocivo para mi raza y para mi patria. Sí. Fui para ellas una desgracia» (vv. 931-934). Pero sigue siendo el rey. En La Numancia, sin embargo, donde nunca se advierte un rey visible como tal, nadie sobrevive. Ni Viriato. Nadie conservará el trono, ni el cetro, ni el templo, ni el hogar, ni la vida, ni el amor de un dios.

3. Dioses homicidas y hombres homicidas. En Los persas los dioses son auténticos homicidas, participan en la guerra humana plenamente, y disponen la victoria o la derrota según ciertas preferencias morales, referidas frecuentemente a criterios de prudencia y piedad. En La Numancia los únicos homicidas son los seres humanos: hombres contra hombres. Los dioses no participan. Ni siquiera existen como idea o referente capaz de tomar parte en la batalla. Júpiter sólo es una invocación, reveladora de pronósticos, como fuente de información, como artífice de prolepsis. Ni Escipión ni los romanos mencionan nada relativo a sus divinidades en ninguna parte de la obra. Por su lado, los numantinos no expresan tampoco ni una sola idea definida de sus deidades (solamente mencionan a una única divinidad, que además es romana, no numantina).

4. El cadáver de un dios y el cadáver de un hombre. Entre las diversas analogías que comparten Los persas y La Numancia, una de las más relevantes es la escena en que asistimos a la invocación y resurrección de un cuerpo muerto, como representación de diálogo numinoso y religioso con el más allá. Nada más.

El coro de ancianos persas, junto con la reina viuda Atosa, invoca el ánima del difunto rey Darío, al que considera como un auténtico numen andromorfo, un dios humano. En Los persas, ésta es una escena funcionalmente decisiva, álgida, nuclear. Representa ante todo el mito de la nostalgia del padre, esencial en casi todas las religiones míticas y teológicas[13]. El espectro de Darío, que comienza declarando su ignorancia respecto a la derrota de los persas a manos griegas, concluye sin embargo su discurso con palabras oraculares y proféticas, de rotundo contenido moral. Su presencia mortal se produce inmediatamente antes de la aparición final de Jerjes, caudillo fracasado, degenerado en sus ropas, anulado, abatido y solo. Jerjes no encuentra equivalencia en La Numancia. Viriato sólo podría ser su antónimo ennoblecido desde el anonimato y la rusticidad democrática.

En el caso de La Numancia, el cadáver invocado no es el de un noble, no estamos ante un rey o un aristócrata, ni ante un caudillo siquiera. Se trata de un hombre común, de un muerto cualquiera. Concretamente es un joven que hace apenas tres horas que se ha muerto de hambre[14]. La invocación de este cadáver no se lleva a cabo mediante un acto oficial o de Estado, como sucede en Los persas, cuyos oficios protagonizan la reina de Persia y el coro de ancianos que la custodian teatralmente. En el caso de La Numancia la invocación del cadáver la protagonizan unos numantinos cualesquiera, cuya personalidad es relativamente irrelevante, y su representatividad estatal escasísima o nula, precisamente para confirmar la irrelevancia que tal acontecimiento tiene para el Estado de Numancia. El discurso de este muerto parlante es por completo confuso y oscurantista, insuficiente y ambiguo, características todas ellas del ritual mágico y chamanístico. Las palabras y los hechos de los personajes que actúan como testigos constituyen una auténtica degradación y desmitificación del mundo metafísico y numinoso. No hay relaciones coherentes de equivalencia con lo que sucede en Los persas. Los oyentes numantinos no dan crédito a tales augurios, salvo el personaje que abruptamente se suicida, de acuerdo con lo que estaba previsto por los habitantes de Numancia.

Marquino, pese a ser un hechicero que acompaña al comienzo de la jornada segunda a las autoridades y gobernadores de Numancia[15], actuará al margen de los sacerdotes que celebran el rito estatal de la interpretación de los augurios. Oficiará sus propios rituales casi en soledad, con la única compañía de Milvio, un numantino común que habrá de proporcionarle el cuerpo muerto, es decir, el objeto de sus hechicerías —no deja de ser irónico que el chamán carezca de medios propios para abastecerse—. Solos Marquino y Milvio, un hechicero y su acompañante, protagonizarán la escena del cuerpo muerto, «joven triste» (v. 939) que carece incluso de nombre propio, al tratarse de un cadáver cualquiera[16]. Por su parte, Leoncio y Morandro, de nuevo desde un espacio en acecho, observan cuanto sucede, para transmitir con posterioridad al espectador su propia interpretación desmitificadora de los hechos, que hemos citado con anterioridad: «Que todas son ilusiones, quimeras y fantasías, agüeros y hechicerías, diabólicas invenciones...», etc. (II, 1097-104).

No es posible establecer aquí equivalencias significativas estables entre Los persas y La Numancia. Los primeros invocan estatalmente a Darío en un ejercicio numinoso de nostalgia y consolación ante la derrota presente; los segundos, invocan a título particular, tribalmente incluso, a un muerto común y corriente para averiguar de este modo un futuro más que evidente.

Desde Los persas, la tragedia más antigua conservada, hasta las tragedias de la Edad Contemporánea (Woyzeck, Waiting for Godot...), parece que no hay experiencia trágica sin invocación a los muertos, o sin presencia de espectros o espíritus, si exceptuamos, en La Numancia, el descrédito y la desmitificación de que son objeto escenas y referentes de esta naturaleza. De hecho, en La Numancia de Cervantes se objetivan las formas literarias que conducen en la modernidad a una secularización de la tragedia en la poética de la literatura (Maestro, 2004).

5. Religiones numinosas, míticas y teológicas. La religión de los persas es una religión mítica o secundaria, cuya constitución, organización y destino no se discuten. La religión en La Numancia se construye, sin embargo, sobre una crítica al núcleo mismo de toda religión: la experiencia numinosa. La religión de los numantinos como pueblo es una religión primaria o numinosa, definida por los rituales y ceremonias que se objetivan en el sacrificio de animales. Carecen de dioses míticos propios (sólo citan al andromorfo y romano Júpiter, que pertenece genuinamente a la mitología del pueblo enemigo), como corresponde a las religiones míticas o secundarias, y por supuesto carecen de un discurso o justificación teológica, como sucede en las religiones teológicas o terciarias (cristianismo, judaísmo, islamismo). A pesar de que esta situación define teóricamente el papel funcional de la religión en La Numancia, en la práctica, varios de los personajes de esta tragedia declaran abiertamente no reconocer ninguna legitimidad, autoridad o credibilidad, en los augurios y ritos numinosos que celebran sus chamanes y sacerdotes. Este último punto de vista nos sitúa sorprendentemente en un estadio que supera la posición de las religiones terciarias o teológicas, al emplazarnos en la antesala del ateísmo. Es, pues, indudable, que Cervantes presenta en La Numancia un discurso religioso de naturaleza dialéctica, problemática, muy conflictivo y profundamente crítico: escribe una tragedia cuya acción se basa en el enfrentamiento entre un pueblo que practica una religión numinosa o primaria (Numancia) —que no teoriza sobre el suicidio, sino que lo ejerce— y otro pueblo que sigue una religión mítica o secundaria (Roma) —que en ningún momento menciona a ni uno solo de sus dioses[17]—. Sucede además que el dramaturgo compone esta fábula trágica en una época histórica dominada absolutamente por las religiones terciarias o teológicas (catolicismo), y presenta como protagonistas de uno de los pueblos en conflicto —los numantinos— a personajes que descreen de la experiencia religiosa o numinosa de la que son testigos, desde convicciones que resultan más propias del ateísmo moderno y del racionalismo materialista que de sociedades prehispánicas, protorromanas y, por supuesto, contrarreformistas.

En Los persas, sin embargo, la sumisión a los dioses es constante e ininterrumpida. Y lo mismo cabe decir de cuantas atribuciones metafísicas se aducen en Esquilo como explicación de la causalidad de los hechos acaecidos a los persas. Bajo esta sumisión metafísica y divina comienza y concluye el mensajero persa su relato de la derrota contra los griegos (vv. 299-514), al atribuir a los dioses toda la causalidad de la responsabilidad humana: «Comenzó, señora —dice el mensajero a la reina Atosa—, todo el desastre, al aparecer, saliendo de algún sitio, un genio vengador o alguna perversa deidad […]. Él [Jerjes], inmediatamente que lo hubo oído [una falsa revelación por boca de un supuesto traidor griego], sin advertir el engaño del hombre griego ni tampoco la envidia de los dioses[18], comunicó esta orden...» (vv. 363-365). Así se materializa la desmesura de los hombres (hybris) y el engaño de los dioses (ate)[19].

Lo mismo cabe decir de las intensas y recurrentes intervenciones del coro de ancianos persas, cuyo corifeo insiste ante todo en el poder absoluto del destino, y en la capacidad de engaño de los dioses frente al ser humano. Su papel es eminentemente protagónico, desde el título incluso de la tragedia[20]. El primer parlamento del coro ofrece declaraciones decisivas acerca de la tragedia, desde el punto de vista de la interpretación que los personajes protagonistas hacen de sus actos para confirmar —y nunca discutir— la existencia de un orden moral trascendente, cuya legitimidad, desde los criterios de una nueva poética de lo trágico, queda abierta y definitivamente cuestionada por Cervantes en La Numancia.

 

 

3. Los siete contra Tebas y La Numancia: guerra, cerco y tortura

La presencia de lo numinoso es absoluta en Los siete contra Tebas. Lo divino se hace igualmente omnipresente desde la acotación inicial que señala la mayor parte de los editores de Esquilo: «La escena representa el ágora de Tebas. Al fondo, estatuas de los dioses». Todo lo que sucede acontece bajo la voluntad de estos númenes divinos, andromorfos y homicidas. Las diferencias esenciales con La Numancia quedan nuevamente subrayadas desde la religión —mítica en Esquilo, desmitificada en Cervantes— y la guerra —que como tal tiene lugar en Los siete contra Tebas, mientras que en La Numancia nunca llega a representarse[21], reemplazada por un cerco que se degrada hasta la tortura colectiva de un bando y la inmunidad homicida del otro, y que extermina definitivamente un Estado, a la vez que evita, también para siempre, la victoria de un ejército que nunca fue capaz de una invasión[22]—.

Los siete contra Tebas se inicia con una arenga de Eteocles al pueblo de Tebas, fuertemente cargada de referentes numinosos, que podemos agrupar en cuatro órdenes centrípetos, en cuya perpetuación se identifica la supervivencia de la polis: 1) el Estado, 2) los dioses protectores de la ciudad; 3) los hijos y descendientes de Tebas, y 4) la sede territorial que habitan, reconocida y adorada como madre Naturaleza, y por tanto como numen terrestre en que se objetiva la territorialidad o capa basal del Estado.

Eteocles habla desde el contexto de las religiones míticas o secundarias. Así, atribuye a los augurios el valor de «una ciencia que nunca se engaña», y otorga a los dioses míticos, númenes andromorfos, una presencia efectiva y benefactora de su propia causa bélica en la defensa de Tebas. Para Eteocles, «que los mortales consigan triunfar, sólo es un don de la divinidad» (v. 625). Es un caudillo que habla efectivamente desde el contexto de las religiones míticas, politeístas e irracionales. En este punto, las diferencias son radicales respecto a La Numancia de Cervantes, donde los agüeros y otras prácticas adivinatorias son sistemáticamente desacreditadas.

 

Por el momento, hasta el día de hoy, la divinidad se inclina en nuestro favor, pues ya en este tiempo que estamos sitiados, en su mayor parte, gracias a los dioses, nos va bien la guerra. No obstante, ahora, según asegura el adivino, pastor de las aves, que con sus oídos y espíritu, sin precisar fuego, observa los pájaros que agüeros indican mediante una ciencia que nunca se engaña, éste, dueño de tales augurios, dice que durante la noche se está decidiendo el mayor ataque de la fuerza aquea y el plan de ese ataque contra la ciudad […]. La deidad hará que acabe todo bien (Los siete contra Tebas, vv. 21-37).

 

Tras el relato de un explorador que, habiendo espiado las líneas enemigas, confirma empíricamente los referentes anunciados por el adivino o chamán, la invasión inminente de la ciudad de Tebas por siete famosos guerreros, apostado cada uno de ellos contra las siete puertas de acceso a la polis, Eteocles protagoniza una nueva exaltación numinosa e implora el apoyo de todos los dioses protectores de la ciudad, comprometiéndoles en la defensa bélica de Tebas como si se tratara de la salvaguardia de su propia perpetuación en el estado divino: «Sed nuestra fuerza. Creo que estoy diciendo algo que os afecta igual que a nosotros, pues una ciudad con prosperidad honra a las deidades» (vv. 77-78).

Las relaciones que en Los siete contra Tebas se manifiestan entre el coro y Eteocles son de dialogía y dialéctica sumamente violentas. Eteocles reprocha misóginamente a las mujeres su llanto de debilidad y temor. Las acusa de cobardía y de difundir el desánimo en la defensa de la ciudad[23]. La situación aquí es de nuevo diferente a la que tiene lugar en La Numancia, cuando la acción de las mujeres impide uno de los desenlaces de la acción bélica prevista por los hombres. Son las mujeres numantinas las que exigen un suicidio colectivo en absoluta igualdad de condiciones para ambos sexos. Éste es un aspecto que sorprendentemente ha pasado desapercibido para todas las feministas que se han ocupado alguna vez de la literatura española de la Edad Moderna, y concretamente del Siglo de Oro o de la literatura cervantina. Con frecuencia interpretan desde el prejuicio y el victimismo, más que desde la idea y la coherencia literarias. De hecho los resultados de sus trabajos no son crítica literaria, sino ideología literaria (y ya hemos expuesto con anterioridad lo que entendemos por ideología). Lo cierto es que las mujeres numantinas, desde una configuración completamente anónima (mujer primera, mujer segunda...), salvo en el caso de Lira, intervienen en el curso de la acción y alteran una de sus evoluciones posibles, al impedir que los hombres de Numancia se enfrenten a los romanos en un acto de suicidio que, a cambio de un instante de supuesto valor, acabaría con sus vidas, a la vez que marginaría para siempre a las mujeres de la responsabilidad que ellas mismas se exigen en la defensa de la ciudad, lo que equivaldría a entregarlas sin paliativos al ultraje y la esclavitud de los romanos: «Peleando queréis dejar las vidas, / y dejarnos también desamparadas, / a deshonras y muertes ofrecidas» (III, 1293-1295).

El discurso de las mujeres de Numancia desmiente y desmitifica la secular visión masculina del heroísmo épico y trágico, a la vez que exige la presencia de la mujer en la expresión dignificante del dolor y sufrimiento humanos. Las numantinas no pretenden llorar, desde la supervivencia humillada, y a manos del enemigo, cual Andrómaca, Hécuba, o mismamente el coro de doncellas tebanas, la muerte de sus varones. Se observa una vez más que entre los numantinos no hay diferencias de ningún tipo, que obedezcan a criterios sociales, morales, estamentales o sexuales. Así se distribuyen por igual, entre los miembros de la ciudad, los únicos alimentos de que disponen: «y, sin del chico al grande hacer mejora, / repártanse entre todos...» (III, 1438-1439). La piedad y el terror, como sentimientos que son consecuencia de situaciones extremas, tienden a disipar las diferencias entre unas y otras personas, y a identificar en una sola experiencia diferentes impulsos humanos.

A diferencia de La Numancia, en Los siete contra Tebas las mujeres imploran a Eteocles y a los dioses una ayuda metafísica, una salvación numinosa: «¿Quién nos salvará? ¿Quién nos dará ayuda de entre los dioses o de las diosas? ¿Me postraré ante las imágenes de los dioses <patrios>?» (vv. 90-95). En la tragedia cervantina, a ningún personaje numantino, y aún menos romano, se le ocurre implorar la ayuda de un dios. Todo lo que sucede en La Numancia sucede dentro del más riguroso espacio antropológico, dentro del cual la religión, y con ella los númenes, disponen de un papel meramente retórico, desmitificado y disfuncional.

Y nada ni nadie consigue silenciar el llanto que la guerra y el cerco causa a las doncellas de Tebas, quienes prosiguen con enorme intensidad su canto coral, suplicando a los dioses la victoria del estado tebano. El coro describe imaginariamente, pero de forma por completo realista, la guerra que cerca Tebas, insistiendo sobre todo en las consecuencias trágicas de la derrota de la polis: destrucción del Estado, muerte y esclavitud de sus habitantes.

 

Dioses protectores de la ciudad, venid, venid todos, ved este batallón de doncellas que vienen en súplica de que las libréis de la esclavitud (vv. 109-111, p. 274).

¡Oh deidades omnipotentes, dioses y diosas de quienes depende cualquier resultado, guardianes de nuestras torres, no traicionéis a nuestra ciudad sumida en la guerra al ser atacada por un ejército de lengua distinta. Escuchad a estas vírgenes. Escuchad con arreglo a justicia nuestras súplicas hechas alzando los brazos (vv. 167-174, p. 276).

 

El coro representa la debilidad y el temor de la población más vulnerable del Estado: las mujeres («Soy como una tímida paloma que tiembla del miedo a serpientes, compañeras de lecho funestas para los pichones que están en el nido» (vv. 292-295). Su papel sigue siendo aquí muy diferente del que adquieren las mujeres numantinas, que participan activamente en las decisiones sobre el destino de Numancia. En este contexto se hace manifiesta la diferencia radical y esencial entre La Numancia y Los siete contra Tebas. En la tragedia de Esquilo el cerco se resuelve en una guerra, tras la cual se impone la paz del Estado vencedor, es decir, de Tebas; en la tragedia de Cervantes, el cerco se desarrolla como un proceso de tortura que concluye, por orden del propio Estado que sufre ese tormento, con el suicidio de los torturados[24]. Esquilo nos sitúa ante una guerra; Cervantes, ante una tortura. Y así, Esquilo describe, en las palabras del canto coral de las doncellas, las consecuencias de la guerra:

 

Sí. Unos avanzan contra las torres, todos a una, en orden cerrado —¿qué va a ser de mí?, y los otros, los ciudadanos arrojan piedras enormes a quienes nos atacan por todos los lados (295-300).

Y que sean conducidas las prisioneras —¡ay, ay!—, jóvenes y ancianas, igual que yeguas, de los cabellos, rotos sus velos por todas partes. Grita la ciudad, al irse quedando vacía, mientras el botín de mujeres camina a su perdición entre un confuso vocerío (vv. 325-331).

 

En medio de estas descripciones, el espectador se encuentra con la referencia de una imagen que en Esquilo aparece narrada por el coro y en Cervantes resulta dramatizada escénicamente por sus protagonistas: una madre moribunda que da de mamar a un hijo agonizante: «Suenan vagidos de niños lactantes ensangrentados que estaban mamando a los pechos maternos» (vv. 348-349). La referencia diegética de Esquilo se convierte en la tragedia de Cervantes en pura mímesis, y alcanza así un desarrollo plenamente escénico y dramático:

 

     Madre:      ¡Oh duro vivir molesto,
                        terrible y triste agonía!
     Hijo:          Madre, ¿por ventura, habría         
                        quien nos diese pan por esto?
     Madre:      ¿Pan, hijo? Ni aun otra cosa
                        que semeje de comer.
     Hijo:          Pues, ¿tengo de perecer
                        de dura hambre rabiosa?               
                        Con poco pan que me deis,
                        madre, no os pediré más.
     Madre:      Hijo, ¡qué pena me das!
     Hijo:          ¿Pues qué, madre, no queréis?
     Madre:      Sí quiero; mas, ¿qué haré,    
                        que no sé dónde buscallo?
     Hijo:          Bien podéis, madre, comprallo;
                        si no, yo lo compraré;
                        mas, por quitarme de afán,
                        si alguno conmigo topa,                
                        le daré toda esta ropa
                        por un mendrugo de pan.
     Madre:      ¿Qué mamas, triste criatura?
                        ¿No sientes que a mi despecho
                        sacas ya del flaco pecho,                
                        por leche, la sangre pura?
                        Lleva la carne a pedazos
                        y procura de hartarte,
                        que no pueden más llevarte
                        mis flojos, cansados brazos.          
                        Hijos del ánima mía,
                        ¿con qué os podré sustentar,
                        si apenas tengo qué os dar
                        de la propia carne mía?
                        ¡Oh hambre terrible y fuerte,      
                        cómo me acabas la vida!
                        ¡Oh guerra, sólo venida
                        para causarme la muerte!
     Hijo:          ¡Madre mía, que me fino!
                        Aguijemos a do vamos,                  
                        que parece que alargamos
                        la hambre con el camino.
     Madre:      Hijo, cerca está la plaza
                        adonde echaremos luego
                        en mitad del vivo fuego                 
                        el peso que te embaraza. (III, vv. 1688-1731)

 

Es cierto que la inmediatez de la guerra no se representa en Los siete contra Tebas, sino que se cuenta, se relata, se refiere épicamente en el verbo de los personajes. Un prolongado diálogo dialéctico de referencias narrativas entre Eteocles y un mensajero, sobre el plan de defensa bélica de Tebas, permite al lector o espectador saber lo que sucede y ha de suceder en las diferentes puertas de la ciudad. Se trata de un conjunto de escenas que poseen un carácter más narrativo o referencial que dramático o mimético. El mensajero informa a Eteocles de los planes del enemigo, y de quién atacará por cada una de las puertas de Tebas. Estos diálogos entre el mensajero y Eteocles se construyen y desarrollan sobre una dialéctica (tesis / antítesis) cuya expresión mayor es la que desemboca en el enfrentamiento bélico y mortal de los dos hermanos, Eteocles y Polinices.

 

Confiado en eso iré y lucharé yo mismo con él. ¿Qué otro podría hacerlo con mayor legitimidad rey contra rey, hermano contra hermano, y enemigo contra enemigo me voy a medir? (vv. 673-675).

 

Aunque el coro advierte a Eteocles que no se enfrente a su hermano Polinices, el caudillo tebano oye tales advertencias sin retractarse de sus intenciones, pues considera que su destino está determinado por los dioses y es irreversible. Como tal parece asumirlo: «En cierto modo ya estoy abandonado de los dioses. Sólo se mira con admiración el favor que les hago si muero. ¿Por qué tendría aún que halagar a un destino que me lleva a la muerte?» (vv. 701-704). Como consecuencia de esta decisión de Eteocles, el coro lamenta las desgracias de Tebas y rememora los infortunios anunciados desde Layo sobre la estirpe de Edipo, hasta que un mensaje interrumpe su planto para anunciar la muerte de los dos hermanos y la victoria bélica de Tebas en una guerra cuyo fin se ha consumado. Antígona e Ismene lloran la muerte fratricida de sus hermanos varones, y la acción de la tragedia da lugar a un nuevo conflicto. Un heraldo transmite la orden dada por el estado tebano contra toda posibilidad de celebrar ritos funerarios sobre el cadáver de Polinices, que no podrá ser enterrado de acuerdo con las exequias religiosas de su hermano Eteocles, como consecuencia de haber sido uno de los enemigos de la ciudad sitiada. Antígona anuncia que desobedecerá esa orden positiva y que dará sepultura al cadáver de su hermano tal como exige la ley natural, aunque ello le cueste la propia vida.

 

Pues yo —declara Antígona— les digo a los gobernantes de los cadmeos que, si ningún otro quisiera ayudarme a enterrarlo, yo lo enterraré arrostraré el peligro de dar sepultura a mi hermano, sin avergonzarme de mi resistencia desobediente a los que mandan en la ciudad (vv. 1026-1031).

 

Toda la tragedia de Los siete contra Tebas se ha construido sobre una estructura dominada por la dialéctica y lo numinoso, que se confirma e intensifica en el desenlace final, sobre el cual se perpetúa a su vez la tragedia de la estirpe de Edipo: la muerte fratricida de los dos hermanos y el desafío religioso de Antígona a las leyes positivas del estado. Así se confirma en el diálogo final entre Antígona y el Heraldo:

 

Heraldo: Te lo advierto: no violentes en eso a la ciudad.

Antígona: Te lo advierto: no me vengas con proclamas absurdas (vv. 1041-1042).

 

Y, por supuesto, la escisión final del coro trágico en dos semicoros, que acompañarán por separado el cortejo fúnebre de los dos hermanos mutuamente asesinados, sella de modo definitivo la persistencia de esta dialéctica, incluso más allá de lo meramente humano.

 

 

4. Prometeo encadenado y La Numancia

Prometeo encadenado es probablemente la tragedia más numinosa de cuantas se conservan escritas por Esquilo. Todos sus personajes son númenes o alegorías numinosas. El contraste es manifiesto, si lo comparamos con las fuerzas exclusivamente terrenales y humanas que mueven la acción de La Numancia. Sin embargo, hay un nexo que vincula ambas tragedias, uniéndolas a su vez a otra tragedia de John Milton, Samson Agonistes: la tortura trágica de un ser humano. Un águila devora incesantemente las entrañas de Prometeo, incapaz de morir, en la tragedia de Esquilo; Sansón agoniza, exoculado y torturado, en la fortaleza de los filisteos, hasta que el suicidio le libera de tales tormentos, en la obra de Milton; los numantinos sufren un cerco exterminador que concluye igualmente con el suicidio de todos ellos, que en la tragedia de Cervantes se dramatiza de modo individual en la figura del joven Viriato. Lo numinoso, lo mítico, lo humano, sirven sucesiva y simultáneamente a la expresión de la tragedia del individuo que es aniquilado por sus semejantes.

A partir de algunas afinidades temáticas, como el sufrimiento del ser humano, y formales, como la presencia de algunos personajes alegóricos, Prometeo encadenado marca el alejamiento definitivo de la tragedia clásica respecto a cualquier analogía profunda con la tragedia cervantina.

Fuerza y Violencia son dos alegorías que conducen en la obra de Esquilo al héroe sometido. Sólo habla la Fuerza, azuzando enérgicamente a Hefesto[25] a cumplir su parte en el tormento de Prometeo. El personaje de la Fuerza, acompañado por el silencio de la Violencia, contrasta verbalmente con los deseos de Hefesto, que cumple su trabajo contrariando su propia voluntad. Hefesto no desea la condena de Prometeo. El discurso de la Fuerza subraya tres imperativos absolutos: la supremacía definitiva de Zeus, relacionada con el ejercicio de la libertad[26]; la justificación del castigo de Prometeo, frente al discurso indulgente y piadoso de Hefesto[27]; y la condena de cualquier dios que pretenda amar o proteger excesivamente a los mortales, es decir, a «los seres efímeros»[28].

Alegoría y mito son los límites absolutos de esta tragedia, a la que ningún ser humano tiene acceso como personaje. Todo lo contrario de lo que sucede en La Numancia, donde ningún dios penetra ni en la acción de la tragedia ni en ninguna de sus posibles consecuencias. En este punto, la relación entre ambas obras es plenamente dialéctica. Prometeo encadenado se abre con dos alegorías, la Fuerza y la Violencia, genuinamente bélicas, e instrumentos rigurosos de Zeus, el dios supremo de las religiones míticas. El espacio y el tiempo son igualmente míticos: «La escena representa un lugar montañoso y abrupto» (p. 542), reza la acotación inicial que los editores más solventes hacen constar; respectivamente, el tiempo es eterno, indefinidamente originario, trascendente a los seres humanos, característico de un relato o un contexto míticos.

Prometeo, por su naturaleza, es una suerte de himen entre los dioses y los humanos, un numen andromorfo, pero no divino. Prometeo es un titán, es decir, un ser inmortal, a diferencia de los seres humanos, pero no omnipotente, como sí lo son los dioses[29].

Personaje mitológico que constituye un símbolo de supervivencia radical en el desafío, enfrentamiento y resistencia a un poder superior que se presenta como inmutable y cruel, Prometeo desafía a Zeus al revelar a los seres humanos el secreto del fuego, entre otras dádivas y privilegios hasta entonces exclusivos de los númenes. Como consecuencia de ello, se le encadena a una montaña rocosa donde un águila ha de devorarle constantemente las entrañas. Y sin embargo Prometeo, en algunas versiones del mito, resiste épica y trágicamente tal condena hasta que Heracles lo libera. La fuerza de Prometeo se ha manifestado simbólicamente en múltiples ámbitos: desafío al orden moral trascendente del que él mismo es parte esencial, enfrentamiento al poder absoluto de un ser superior, resistencia sobrehumana a castigos crudelísimos, y supervivencia final sin haber renunciado jamás a sus convicciones iniciales. Prometeo no se retractará nunca de sus palabras, ni se arrepentirá jamás de ninguno de sus actos. La causa de todo parece identificarse con su «amor excesivo a los mortales» (v. 120)[30]. Sin embargo, semejante causa parece más bien un pretexto para poner de manifiesto la desaforada crueldad de Zeus, su poder insuperable, la suspicacia de su soberbia, su deseo de violencia punitiva. Como todos los dioses, la fuerza de Zeus se mide por la violencia y la crueldad de sus actos, por la intensidad de su furia, por la impronta de su cólera expelida sobre seres inferiores. Esta actitud de Zeus resulta confirmada por los acontecimientos que han precipitado su constitución como dios de dioses, como rey de reyes, en el Olimpo, tal como recuerda el coro de la tragedia en la primera antistrofa: «Nuevos pilotos tiene el poder en el Olimpo; y con nueva leyes, sin someterse a regla ninguna, Zeus domina y, a los colosos de antaño, ahora él los va destruyendo» (vv. 149-152). En efecto, Zeus había dado muerte a su padre Cronos, y se había apoderado del gobierno de los dioses, no sin ayuda de Prometeo[31]. Finalmente, Zeus se representa en esta tragedia como una criatura ingrata, tiránica y cruel, especialmente con quienes han sido en cierto modo sus antiguos aliados.

El mito de Prometeo, ¿equivale en la mitología judía al mito de la expulsión del Paraíso como consecuencia del acceso humano al conocimiento? En cualquier caso, no podemos hallar en La Numancia cervantina ningún personaje equivalente u homologable a este protagonista de la última tragedia atribuida a Esquilo. El fuego que Prometeo entrega a los seres humanos posee esencialmente un valor simbólico, cuyos principales atributos sígnicos son la inteligencia y el conocimiento. Antes de la donación prometeica, los hombres vivían en el más absoluto abandono. La adquisición de conocimiento se interpreta aquí como la posesión de una cualidad esencial en el desarrollo de la vida terrena, que se salda con la caída del dios generoso y pío, y con la entrada del ser humano en un posible paraíso terrenal.

 

Oídme las penas que había entre los hombres y cómo a ellos, que anteriormente no estaban provistos de entendimiento, los transformé en seres dotados de inteligencia y en señores de sus afectos […]. Todo lo hacían sin conocimiento, hasta que yo les enseñé los ortos y ocasos de las estrellas, cosa difícil de conocer. También el número, destacada invención, descubrí para ellos, y la unión de las letras en la escritura, donde se encierra la memoria de todo, artesana que es madre de las Musas […]. Yo les mostré las mixturas de los remedios curativos con los que ahuyentan toda dolencia […]. Les di a conocer los sonidos que encierran presagios de difícil interpretación y los pronósticos contenidos en los encuentros por los caminos […]. Hice que vieran con claridad las señales que encierran las llamas, que ante estaban sin luz para ellos […]. En resumen, apréndelo todo en breves palabras: los mortales han recibido todas las artes de Prometeo (vv. 443-506).

 

La acción de Prometeo sitúa al ser humano en un mundo asequible y digno. Es un mito que representa el sacrificio de un dios que sufre por beneficiar a los hombres. He aquí, entre los griegos, una faceta que el cristianismo explotará decisivamente en la difusión del mito de su propio Dios. La tragedia de Prometeo subraya el absoluto desinterés que ha movido al dios heroico a favorecer a los mortales[32]. Frente a Cristo, que ha de resucitar triunfante y poderoso de entre muertos y enemigos, Prometeo resulta condenado a un infernal tormento que se pretende eterno, pierde todo su poder, y nunca recuperará ni la fuerza ni los poderes extirpados. La acción de Prometeo ha beneficiado exclusivamente al género humano, y ha permitido su acceso al disfrute sensorial y material de un mundo terreno y placentero.

Prometeo habla desde la inmortalidad. Ésta era la cualidad más valiosa de los Titanes. Era más valiosa incluso que la fuerza de otros dioses. Porque los titanes eran inmortales, pero carecían de la omnipotencia de divinidades como Zeus. La advertencia que, respecto a Zeus, hace a Hermes al final de la tragedia, es todo el ideario de un dios, de un ser supremo y eterno: «Haga [Zeus] cuanto haga, no va a matarme» (v. 1054, p. 581). Lo que equivale a afirmar, «no puede matarme». Sólo quien desafía desde la inmortalidad puede desafiar de modo tan radical y supremo.

La visita de Océano a Prometeo confirma que «nunca, hasta la fecha, has sido [Prometeo] humilde, ni tampoco cedes ante la desgracia» (v. 320). Océano es un personaje que desempeña una función afín a la del coro, con quien se identifica en varios aspectos, aconsejando prudencia y contrición al héroe encadenado. Io sucede a Océano en la visita a Prometeo, y se convierte en la destinataria de la profecía del titán encadenado, quien advierte que Zeus será derrocado por uno de sus propios hijos. Sólo Prometeo podrá evitar este desenlace, y para ello habrá de ser liberado por Heracles, uno de los descendientes de Io. Por su parte, Zeus, dios de dioses, es el personaje clave de una tragedia que otorga el protagonismo a Prometeo. Zeus es juzgado y condenado por el condenado Prometeo. El dios caído advierte que el poder de Zeus, aparentemente inmutable y eterno, es también efímero, y su fin es, como el de toda criatura que ejerce el poder, la derrota y la disolución. El discurso de Prometeo sitúa a Zeus en el protagonismo y la responsabilidad de un exceso de poder y de soberbia, una auténtica hybris, que el porvenir habrá de revelar como sobreestima irreflexiva. En este sentido, la seguridad de Prometeo no admite dudas:

 

Corifeo: ¿Hay que esperar que alguien venga a ser el amo de Zeus?

Prometeo: Sí (vv. 930-931).

 

Es indudable que las palabras de Prometeo disponen su resonancia para todo ser que pretenda el ejercicio de un poder absoluto, tiránico, basado de forma exclusiva en el uso de la fuerza, la intolerancia y la furia. Es, en suma, una advertencia de que todo exceso en la ostentación del poder, incluso aunque se trate de un dios, de un dios supremo, es un delito moral que más tarde o más temprano ha de pagarse materialmente con la derrota. Curiosamente, la moral que sirve de referencia y marco de interpretación para enjuiciar este comportamiento, aunque se trate de un dios, resulta ser al cabo, siempre e inevitable, exclusivamente humana. Y eso por muy divina que sea la naturaleza o el imaginario mítico del poderoso.

 

La verdad es que Zeus, aunque ahora se arrogante de espíritu, en el futuro va a ser humilde, según la boda que se dispone a celebrar, que lo arrojará de su tiranía y de su trono en el olvido. En ese momento se cumplirá plenamente la maldición que imprecó antaño su padre Crono, al ser derrocado de su antiguo trono. No existe dios que pueda mostrarle con claridad escapatoria de tales penas, excepto yo. Yo sí que sé de qué manera. Así, que siga sentado haciendo alarde de sus ruidos aéreos y, confiado, siga blandiendo en su mano el dardo que exhala fuego, pues nada de eso le bastará para impedirle caer con un fracaso ignominioso e insoportable. Tal es el rival que él mismo ahora se está preparando, prodigio invencible en extremo que hallará una llama más poderosa que el rayo y un fuerte estruendo que supere al trueno, la que destrozará la [dolencia] marina que hace a la tierra temblar, el tridente, esa lanza de Posidón. Y cuando tropiece con esa desgracia, aprenderá cuánto va de mandar a servir (vv. 907-926).

 

Estas palabras de Prometeo objetivan la condena, es decir, la revancha moral, del perdedor sobre el éxito de la victoria enemiga. En La Numancia, personajes como Viriato, o alegorías como España, el Duero y la Guerra, tal vez podrían asumirlas como declaraciones en defensa de la fama —o el muy supuesto heroísmo— del suicidio numantino.

La aparición de Hermes, mensajero y sirviente de Zeus, se introduce en medio de una réplica, dura y reprobatoria, de Prometeo al Corifeo. El espectador se dispone a asistir a un enérgico enfrentamiento dialéctico entre Prometeo y Hermes, es decir, entre el principio de libertad y el orden moral trascendente salvaguardado por la fuerza de un poder superior.

Así, Hermes aparece al final de una dura imprecación de Prometeo al coro, que sintetiza, con explícita contundencia, la esencia de esta tragedia, a saber, el desafío individual y radical a un poder supremo: «Honra tú, ruega, halaga al que tiene el poder en cada momento, que a mí Zeus me importa menos que nada. Que actúe, que ejerza el poder a su gusto este corto tiempo, que no por mucho va a estar a la cabeza de los dioses» (vv. 937-940).

Hermes acude para inquirir de Prometeo la identidad del que ha de destronar a Zeus. Prometeo no sólo no responde a nada de cuanto se le pregunta, sino que incluso afrenta con energía al mensajero de Zeus: «Date prisa en volver por el camino que has traído, pues no voy a enterarte de nada de cuanto me preguntas […]. Sábelo bien: no cambiaría yo mi desgracia por tu servilismo» (vv. 962-967). Como consecuencia de este rechazo, la furia de Zeus aniquila a Prometeo y al coro. El desenlace final parece implicar una destrucción material del protagonista. Numancia y Prometeo encadenado remitirían finalmente a un mismo punto: la destrucción, simbólica en Esquilo, material en Cervantes, trágica en ambos, de la vida humana.

 

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NOTAS

[1] Hemos dedicado dos monografías a exponer esta tesis (Maestro, La escena imaginaria, en 2000, y El teatro de Cervantes más allá del Siglo de Oro, en 2013). Las afirmaciones allí contenidas constituyen un punto de partida y de referencia desde el que ha de interpretarse el contenido de estas páginas. Para un estudio sobre Cervantes como dramaturgo heterodoxo y extemporáneo, vid. nuestra contribución al congreso sobre teatro cervantino celebrado en Florencia en 2003 (Maestro, 2003).

[2] En este sentido, entre las interpretaciones más descabelladas que en los últimos tiempos hemos oído de La Numancia se encuentra la de Eric Graf (2003), para quien esta tragedia tan secular es todo un «auto sacramental» en el que, por supuesto, se cumple el misterio de la Eucaristía.

[3] «Numen, inis, incluye, en los usos del latín clásico, referencia a un «centro de deseo eficaz (potente)», a alguna entidad dotada de algo así como intereses, proyectos, planes o decisiones eficaces que pueden tener a los hombres como objeto. Decisiones que el numen revela o expresa de algún modo a los hombres inspirándoles temor, confianza, veneración. También significa asentimiento o voluntad de los dioses, o los dioses mismos, o genios silvestres (Ovidio), o personajes poderosos (Livio)» (García Sierra, 2000: art. 353).

[4] Durante este período, según Bueno (1985), no cabe hablar de religión positiva en sentido estricto, como tampoco cabe hablar de ser humano en términos de antropología filosófica. Dentro de este período de centenares de milenios sólo es posible hablar de las relaciones de los protohombres con los animales, como premisas sobre las cuales habrá de desarrollarse una conducta religiosa posterior, y como relaciones constitutivas de una religión natural. Este último concepto es para el materialismo una construcción filosófica que no denota ninguna religión positiva (incluso se articula al margen, y aún en contra de toda religión positiva). Es sin embargo un concepto que ha sido aplicado, a veces con frívola frecuencia, al ser humano, sobre todo cuando se habla de él situándolo fuera del curso de la civilización histórica (al margen de la cual no existe propiamente), como «buen salvaje», etc., el cual siempre estará más cerca del Pitecántropo y aún del Australopiteco que de cualquiera de nosotros. Como advierte García Sierra (2000: art. 364), para el materialismo filosófico, «la religión natural es el concepto filosófico que la filosofía clásica de la religión desarrolló precisamente para ofrecer un fundamento de verdad a la vida religiosa de la humanidad. Este es justamente el servicio que nosotros creemos puede rendir la nueva versión de este concepto, la religión natural del Paleolítico superior, la religión (que no es religión positiva) de un hombre (el «buen salvaje») que no es hombre todavía. El concepto filosófico de religión natural desempeña el papel de un horizonte necesario para que pueda aparecer como problema el concepto de la religión positiva, que es la religión simpliciter».

[5] «Como ilustración de esta fase de la religión primaria en la cual los arquetipos, aun referidos a animales empíricos, aparecen ya en una mezcla combinatoria mitológica (fantástica), podría citarse el famoso «hechicero magdaleniense» de la cueva de los Trois-Frères que representa a un animal con rostro de mochuelo, larga barba de bisonte, grandes orejas de lobo y anchas astas de ciervo. Sus extremidades delanteras recuerdan las garras de un oso, las posteriores son humanas, con cola de caballo adaptada» (García Sierra, 2000: art. 365).

[6] De hecho, como advierte Bueno (1985), así sucedió con el judaísmo (Filón de Alejandría) y, sobre todo, con el cristianismo (desde Nicea hasta Agustín de Hipona o Tomás de Aquino), y por supuesto con el islamismo (Avicena, Averroes): «Al cristianismo le corresponde la condición de corriente central histórica por haberse desarrollado en unas «sociedades europeas» más complejas (política, tecnológicamente) en cuyo seno se forjaría la ciencia moderna. En cualquier caso, el cristianismo por su dogmática específica, abre unos cauces precisos, pero si la Teología dogmática del cristianismo podía ponerse en el mismo plano en el que se dibujan muchas religiones mistéricas (Atiss-Cibeles, Isis-Osiris, &c.). Lo que hizo del cristianismo una religión terciaria suis generis fue sobre todo el haberse visto obligada a asimilar la filosofía griega una vez convertida en la religión del imperio, el haber tenido que desarrollar una Teología dogmática filosófica, gracias a la cual pudo elevarse a la condición de religión terciaria absolutamente original. Ocurrió como si el Dios de Aristóteles, que permanecía «ensimismado» desde la eternidad, comenzase a revelarse y, lo que es aún más sorprendente, a encarnarse y a hacerse presente en la eucaristía. La importancia específica de estos dogmas cristianos la ponemos precisamente, no tanto en sus contenidos míticos, cuanto en la reconstrucción teológico-filosófica de los mismos. La necesidad de reconstruir estos dogmas con ideas filosóficas griegas determinará, por un lado, como acabamos de decir, la elevación de una dogmática mítica a la condición de religión terciaria; pero, por otro lado, determinará una profunda transformación de las ideas filosóficas griegas, las cuales, al ser «obligadas» a desenvolverse a través de dogmas tan característicos como el de la creación, la encarnación, los ángeles, o la eucaristía, tuvieron que analizarse «regresando» a sus elementos más abstractos y dando de sí ideas implícitas (por ejemplo, creatio ex nihilo, persona e individuo, formas separadas, accidentes separables de la sustancia...) que no se hubieran organizado por sí mismas jamás» (García Sierra, 2000: 367).

[7] Durante las Guerras Médicas los griegos luchan contra el poder colosal de toda Asia, justificando la defensa de su modelo de democracia, libertad e independencia, frente a lo que ellos mismo denominaban bárbaros. Los tiempos inmediatamente posteriores al triunfo de los griegos frente a los persas en las Guerras Médicas son los de mayor esplendor. Son los años de Píndaro, Esquilo y Heródoto. Muy distinto será el desenlace de la Guerra del Peloponeso: veintisiete años de guerra civil que enfrentó a Atenas con los pueblos dorios, y que se saldó con la destrucción de la nación griega. Lo que ha llegado hasta nosotros de la cultura griega, que identificamos comúnmente como «literatura griega», es propiamente —amén de los pueblos dorios, cuyo principal representante cultural fue Píndaro— literatura de origen jónico y ateniense, y posteriormente alejandrina.

[8] La más antigua de las tragedias griegas conservadas es la titulada Los persas, de Esquilo, representada en el 472 antes de nuestra Era. En ella se rememora la gran derrota de los persas de Jerjes en Salamina y Platea, en la II Guerra Médica, apenas unos años antes, en 480, de su representación, acaecida sólo ocho años después. Que la derrota de los persas fuera celebrada en la tragedia de Esquilo indica que este hecho histórico, por su significación, entró en el terreno del mito. Según A. Lesky (1938/2001: 133), Los persas parece se representó en 472, como segunda obra, con otras dos tragedias, El Fineo y El Glauco Potnieo. Como drama satírico, les siguió El Prometeo Pierceo.

[9] «Esquilo, fiel alumno de Homero, no nos ofrece una imagen partidista de los enemigos de Grecia. Los persas no son malvados ni feroces: son, en primer lugar, los derrotados y humillados. Siguiendo a su soberbio monarca en una alocada aventura fueron conducidos a la sangrienta catástrofe de la segunda Guerra Médica. Se ha cumplido el fatídico esquema: la desmesura ha llevado a la ruina, de la hybris a la ate, según el patrón arcaico. Zeus ha castigado justamente a Jerjes por su loca arrogancia, y todo el Imperio persa está abatido con él» (García Gual, 1999: 134).

[10] La imagen ofrecida de los bárbaros en las tragedias áticas tuvo una gran importancia. Sólo con posterioridad a las Guerras Médicas se encuentra el término «bárbaro», que tiene un claro matiz despectivo, frente al término usual para «extranjero», xeinos o xénos (Hall, 1989). «‘Bárbaro’ es, desde su etimología, el que habla otra lengua, el que balbucea o farfulla un bar-bar ininteligible y confuso, en contraste con la claridad expresiva de la lengua griega, que era, en opinión de sus antiguos usuarios, el vehículo por excelencia de lo racional, del lógos. (Es significativo que ese vocablo, lógos, tenga en griego tan amplio campo semántico: es ‘razón, palabra, discurso, relato, proporción, razonamiento y cálculo’)» (García Gual, 1999: 128).

[11] En el momento de su aparición ante el coro, la reina Atosa, madre de Jerjes, relata un sueño que ha tenido, y en el que se presentan dos mujeres, de las que dice: «Como patria habitaban, la una, Grecia, tierra que obtuvo en suerte, la otra, la tierra bárbara» (v. 187). Conocida la derrota de Jerjes, el coro advierte sobre las consecuencias políticas en la vida de los persas: el fracaso de Jerjes ha de ser el fin de la autocracia, de la monarquía autocrática. Se desestima así la autocracia como régimen bárbaro, extranjero, frente a la democracia, como régimen de gobierno propio de los griegos, propio de los pueblos avanzados, civilizados, prósperos. La democracia griega censura la autocracia, en este caso a propósito del régimen persa, y se afirma en sus valores de libertad: «Ya no tienen los hombres la lengua guardada, pues, para hablar libre, se ha soltado el pueblo, puesto que el yugo que la fuerza imponía se desató, y la isla de Ayante que bañan en torno las olas, en sus campos ensangrentados, tiene enterrado el poder de los persas» (vv. 591-598). Finalmente, en la invocación del coro a las deidades subterráneas, ante la inminente presencia del fantasma del rey Darío, el corifeo declara explícitamente: «Pronuncia las claras palabras en lengua bárbara» (v. 635).

[12] Con todo, es el coro quien muy tempranamente le profiere las mayores imprecaciones, al acusarlo de imprudencia, y considerar que es responsable del exceso (hybris) que ha llevado a los persas a la derrota: «Porque –sí- ahora está gimiendo toda la tierra de Asia al haberse quedado desierta. Jerjes se lo llevó -¡ay, ay!-, Jerjes hizo que perecieran —¡ay, ay!—, Jerjes todo lo organizó de modo insensato con sus barcos marinos» (vv. 549-554).

[13] Darío, difunto rey de los persas, esposo de Atosa y padre de Jerjes, se le invoca como modelo de prudencia y dignidad humanas, «pues nunca llevó hombres a la muerte con locuras que matan mediante la guerra» (v. 654). Su carácter, prudente, inteligente, se contrapone al de su hijo Jerjes, temerario, imprudente, incapaz. El coro llega a idolatrar al difunto rey Darío: «¡Oh dolor! Antaño gozamos de una clase de vida grandiosa y feliz con arreglo a la ley, cuando el anciano, que era el socorro de todos, bien hechor e invencible rey idéntico a un dios, Darío, gobernaba el país» (vv. 853-856). Existe en esta declaración cierto mensaje político por parte de Esquilo, en el que se advierte, por las cualidades que atribuye al gobierno de Darío, una proximidad entre la vida del pueblo persa bajo el mandato del rey difunto y los ideales de la primera democracia ateniense. Así se le comunica la derrota de su hijo Jerjes frente a los griegos: «Sí, Darío, todo el relato oirás en breve tiempo: por decirlo en una palabra, está aniquilado el poder de los persas» (vv. 713-714). La derrota de Jerjes permite a Darío pronunciar un reflexivo discurso —especialmente vv. 800-842— sobre la acción de los dioses ante la soberbia y la temeridad humanas. En su elogio de la estirpe de Medo, el primer jefe del ejército, hasta Ciro, Darío subraya, a propósito de este último, que «no hubo ni un dios que le fuera hostil, porque era prudente por naturaleza» (vv. 771-772). De tal declaración se desprende que los dioses no son hostiles con los prudentes, pero por ello mismo no perdonan a quienes incurren en excesos, temeridades o imprudencias (hybris). He aquí lo esencial de las palabras de Darío a este respecto, quien ofrece aquí una síntesis del consejo délfico de ajustar la conducta humana a las propias limitaciones, pues en este sentido los dioses castigan cualquier exceso: «Indicarán sin palabras a los ojos de los mortales que cuando se es mortal no hay que abrigar pensamientos más allá de la propia medida. Cuando la soberbia florece, da como fruto el racimo de la pérdida del propio dominio y recolecta cosecha de lágrimas» (vv. 820-823).

[14] «De qué murió» —pregunta el hechicero Marquino—. «Murió de mal gobierno» —responde su acompañante Milvio—: / La flaca hambre le acabó la vida, / peste cruel salida del infierno» (II, 945-947). E inmediatamente después Milvio confirma: «Habrá tres horas que le di el postrero / reposo, y le entregué a la sepultura / y de hambre murió, como refiero» (II, 954-956).

[15] «Interlocutores: Teógenes y Corabino, con otros cuatro numantinos, gobernadores de Numancia, y Marquino, hechicero, y un cuerpo muerto, que saldrá a su tiempo. Siéntanse a consejo, y los cuatro numantinos que no tienen nombres se señalan así: Primero, Segundo, Tercero, Cuarto» (II, acotación inicial). Como se observa, Numancia dispone de un sistema estatal de gobierno, que se ejerce de forma democrática y participativa. Se toman decisiones que son oficiales, y que tiene el valor de decisiones de estado. El hechicero Marquino, reconocido como tal por Teógenes, Corabino y los cuatro numantinos que anónimamente actúan como gobernadores de Numancia, parece formar parte de esa especie de consejo de estado, o consejo consultivo. De hecho, uno de los gobernadores de Numancia, el llamado Numantino Cuarto, dice a este respecto: « También será acertado que Marquino, / pues es un agorero tan famoso, / mire qué estrella, qué planeta o signo / nos amenaza muerte o fin honroso, / y si puede hallar algún camino / que nos pueda mostrar si del dudoso / cerco cruel do estamos oprimidos / saldremos vencedores o vencidos» (II, 625-632). Pese a estas palabras, el ritual de Marquino no tendrá valor de ritual de estado, se celebrará en soledad con Milvio, casi en secreto, bajo la observación acechante de Morandro y Corabino desde un espacio latente, y concluirá con el suicidio abrupto del propio hechicero.

[16] «Aquí sale Marquino con una ropa negra de bocací ancha, y una cabellera negra, y los pies descalzos; y en la cinta traerá, de modo que se le vean, tres redomillas llenas de agua: la una negra, la otra teñida con azafrán y la otra clara; y en la una mano, una lanza barnizada de negro, y en la otra, un libro; y viene Milvio con él, y, así como entran, se ponen a un lado Leoncio y Morandro»(II, acotación entre vv. 938 y 939). Marquino invoca de nuevo a Plutón, y parece que, con su ayuda, consigue resucitar al cuerpo muerto, con la única intención, una vez más, de conocer el futuro: «Sale El Cuerpo amortajado, con un rostro de máscara descolorido, como de muerto, y va saliendo poco a poco, y, en saliendo, déjase caer en el teatro, sin mover pie ni mano hasta su tiempo» (II, acotación entre vv. 1032 y 1033). En la escena oracular protagonizada por los sacerdotes de Numancia, el futuro hablaba por boca de los propios oficiantes, que interpretaban negativamente los augurios, ornitoscopias y demás signos premonitorios. En la secuencia oracular celebrada por Marquino, casi en secreto, el futuro habla por boca de un cadáver. No cabe prolepsis de mayor nihilismo. Como consecuencia de los nefastos pronósticos, el hechicero se suicida abruptamente. Da la impresión de que Cervantes ha querido quitarlo de en medio de forma precipitadamente violenta: «Arrójase Marquino en la sepultura». Su muerte es más propia de un cobarde que evita el peligro sin preocuparse de lo que abandona, que de un ciudadano con responsabilidades estatales, tal como declara y justifica Viriato, por ejemplo, ante Escipión: «¡Oh tristes signos; signos desdichados! / Si esto ha de suceder del pueblo amigo, / primero que mirar tal desventura, / mi vida acabe en esta sepultura» (II, 1085-1088).

[17] Y no sólo eso, sino que además Cervantes pone en boca del caudillo romano Escipión una declaración que niega toda relevancia, poder y legitimidad a cualquier voluntad u orden moral trascendente: «Cada cual se fabrica su destino, / no tiene aquí Fortuna alguna parte» (I, 157-158). No cabe, en tiempos de Cervantes, mayor negación de la metafísica religiosa.

[18] En estos términos suele expresarse la actitud de los dioses frente a los seres humanos, que, sin ser conscientes de sus propias limitaciones, incurren en formas de conducta desmesuradas, es decir, que superan las propias posibilidades para controlar los hechos que sus decisiones generan.

[19] Ate, deidad que personifica el error, «desvía al mortal a sus redes» (v. 100). Se insiste en que Ate se sitúa sobre la cabeza de los mortales y ciega su mente, induciéndolos a cometer acciones equivocadas (hybris). Algunos intérpretes atribuyen a la palabra Ate el sentido de «ceguera» o «ruina».

[20] Desde las primeras palabras del coro de Los persas se advierte de la capacidad de engaño, incluso de perversión, de los dioses, para arruinar la vida de los humanos, incitándoles al error y, sabedores de sus consecuencias, sin advertirlo jamás a aquellos hombres a quienes invitan a actuar equivocadamente: «¿Qué hombre mortal evitará el engaño falaz de una deidad?» (v. 95). El cristianismo suprimirá este aspecto de la tragedia, pues el Dios cristiano no se presenta como un Dios perverso que engañe al hombre, sino como un Dios redentor, que por su misericordia perdona los pecados humanos. La voluntad de los dioses sobre el género humano es irrevocable e inmutable: «Por voluntad divina, el Destino ejerció su poder desde antaño» (v. 105). En esta misma línea del coro si sitúan otras declaraciones procedentes de otros personajes, como la reina Atosa, quien afirma: «Es obligado para los mortales soportar los sufrimientos, si los dioses los dan» (vv. 293-295). Lo mismo puede decirse respecto al discurso final de difunto Darío (especialmente vv. 800-842). Se confirma permanentemente la inmutabilidad de los designios divinos, frente a las posibilidades inertes de la voluntad humana.

[21] Incluso un personaje alegórico, España, subraya la idea de que el cerco niega toda posibilidad de guerra: «pero, en sólo mirar que están privados / de ejercitar sus fuertes brazos duros, / con horrendos acentos y feroces / la guerra piden, o la muerte a voces» (I, 413-416).

[22] Escipión comunica a Quinto Fabio la idea de cercar la ciudad hasta provocar su rendición, estrategia genuinamente humana, y en absoluto inspirada por dioses: «Aunque yo pienso hacer que el numantino / nunca a las manos con nosotros venga, / buscando de vencerle tal camino, / que más a mi provecho le convenga; / yo haré que abaje el brío y pierda el tino, / y que en sí mesmo su furor detenga: / pienso de un hondo foso rodeallos, / y por hambre insufrible subjetallos. / No quiero ya que sangre de romanos / colore más el suelo desta tierra» (I, 313-322).

[23] Eteocles maldice en reiteradas ocasiones a las mujeres —«no comparta yo la vivienda con mujeril raza» (v. 187, p. 277), condena su forma de orar y de implorar, y, acusándolas de promover la debilidad del estado, las amenaza con la muerte.

[24] Se ha sugerido en varias ocasiones que tal vez Cervantes podría haber tenido noticia del cerco romano de Masada, en el año 66 de nuestra Era. Y se ha apuntado en este sentido la fuente histórica de Flavio Josefo, De bello judaico, traducida en 1491 por Alonso de Palencia, y en 1557 por Juan Martín Cordero. Las posibles analogías entre el asedio romano a la ciudad judía de Masada y el cerco de Numancia sin duda pueden ser estrechas y significativas, desde el momento en que en ambos acontecimientos históricos los pueblos sitiados se suicidan colectivamente. Desde estos criterios, las palabras de Elezar en Masada se han comparado con frecuencia con las de Teógenes en La Numancia (III, 1233 ss): «Pienso que Dios no ha concedido la gracia de que podamos morir libres. Nosotros tenemos la muerte y destrucción nuestra por cierta, en amaneciendo. Libres, pues, somos en elegir el género de muerte para nosotros y los de nuestro afecto, porque no pueden eso prohibirnos los enemigos, que sólo desean prendernos vivos, y vemos claramente sernos imposible vencerlos peleando. Morirán las mujeres sin ser injuriadas, y morirán los hijos sin experimentar qué cosa es servidumbre. Después de muertos éstos, sirvámonos los unos a los otros, guardando nuestra libertad y encerrándola con nosotros en nuestras sepulturas; pero primero quememos y demos fuego al castillo y al dinero que dentro dél tenemos. Démonos prisa, pues, y […] dejémosles [a los romanos] causa para que se espanten por habernos dado nosotros mismos la muerte, y memoria y ocasión de maravillarse por nuestro atrevimiento». Carroll B. Jonson, de quien tomamos la cita de este pasaje (1981: 313), establece una estrecha e interesante relación entre la Numancia cervantina y el cerco romano de la ciudad judía de Masada, hasta alcanzar una analogía —entre arévacos y judíos conversos— que trasciende el sentido literal de la tragedia cervantina.

[25] Dios del fuego, Hefesto cumple como herrero —pero en contra de su propia voluntad— la labor ordenada por Zeus de encadenar a Prometeo a una montaña rocosa. Hefesto era sobrino segundo de Prometeo y primo de Zeus. Hefesto protagoniza, junto con la Fuerza y la Violencia, la escena inicial de la tragedia. El dios del fuego mantiene con estas dos figuras alegóricas una relación dialéctica, desde la que se representa un mundo de dioses quebrado por la disonancia entre la crueldad del todopoderoso Zeus y la piedad e indulgencia que manifiestan otros personajes, igualmente divinos, pero menos poderosos, como Hefesto.

[26] «Porque no hay nadie libre, excepto Zeus» (v. 50).

[27] «Porque tu flor —dice la Fuerza a Hefesto—, el fulgor del fuego de donde nacen todas las artes, la robó y la entregó a los mortales […]. ¿Andas vacilando y profieres gemidos por un enemigo de Zeus? ¡Ten cuidado, no sea que un día gimas por ti mismo!» (v. 7 y vv. 68-69).

[28] La Fuerza reprocha a Prometeo, con terrible acritud, el trato benigno que ha dado a los seres humanos: «Abandone su propensión a amar a los seres humanos […]. ¡Esto has sacado de tu inclinación a la humanidad! Sí. Eres un dios que, sin encogerte ante la cólera de los demás dioses, has dado a los seres humanos honores, traspasando los límites de la justicia» (v.11 y vv. 28-31).

[29] Prometeo, cuyo nombre tiene el significado de «previdente», es decir, el que posee cualidades que le permiten ver o conocer con anticipación, es uno de los titanes, hijo de Jápeto y de Tetis, hija esta última de Tierra y Urano. Tetis era hermana de Cronos, padre de Zeus. De este modo quedaban determinadas las relaciones genealógicas entre los dioses y los titanes. La estirpe de Jápeto había mostrado siempre especiales afinidades y vínculos con la especie humana, sometida a las consecuencias de la caducidad y el sufrimiento.

[30] Prometeo declara abiertamente su intención de proteger a los mortales de una suerte de exterminio que había concebido el propio Zeus tras su llegada a poder olímpico: «Tan pronto como él [Zeus] se sentó en el trono que fue de su padre [Cronos], inmediatamente distribuyó entre las distintas deidades diferentes fueros, y así organizó su imperio en categorías, pero no tuvo para nada en cuenta a los infelices mortales; antes, al contrario, quería aniquilar por completo a esa raza y crear otra nueva» (vv. 229-234).

[31] «Tan pronto empezaron a airarse los dioses y a levantarse entre ellos discordia —porque los unos querían derrocar a Crono de su poder, con el fin de que Zeus reinara, mientras que otros, por el contrario, ponían su interés en que nunca Zeus tuviera imperio sobre los dioses—, en ese momento yo decidí convencer de lo mejor a los Titanes, a los hijos de Urano y de Tierra, pero no puede. Con su forma de pensar violenta despreciaron mis sutiles recursos, y creyeron que por la fuerza sin dificultad se harían los amos. Pero mi madre —Temis y Tierra, única forma con muchos nombres—, no una vez sola había predicho de qué manera se cumpliría el porvenir: que no debíamos vencer por la fuerza ni con la violencia a quienes se nos enfrentaran, sino con el engaño. Cuando con mis palabras yo les expuse tal predicción, no se dignaron siquiera considerarlo. Me pareció entonces que, en esas circunstancias, era lo mejor tomar a mi madre como aliada y de grado ponerme de parte de Zeus, que lo deseaba; y, por mis consejos, el tenebroso, profundo abismo de Tártaro cubre al viejo Crono y a sus aliados. Y después que el rey de los dioses obtuvo de mí tal beneficio, me ha recompensado con este castigo cruel. Sí, en cierto modo ése es un mal de la tiranía: no confiar en los propios amigos» (vv. 200-225).

[32] «¿De qué modo puede ser agradecido el favor que has hecho? Dímelo, ¿dónde podría haber para ti algún socorro? ¿Es posible una ayuda de seres efímeros? ¡No te fijaste en la endeblez carente de fuerza, semejante a un sueño, a que está encadenada la ciega raza de los humanos!» (vv. 545-551).






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Crítica de la razón literaria, Jesús G. Maestro