IV, 2.2 - El referente trágico de Esquilo: hacia el teatro de Cervantes y La Numancia

 

Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices





El referente trágico de Esquilo: hacia el teatro de Cervantes y La Numancia


Referencia IV, 2.2


El referente trágico de Esquilo: hacia el teatro de Cervantes y La Numancia

1. Cervantes frente a Esquilo: La Numancia, superación de la tragedia griega

El mundo que separa la obra de Esquilo de la obra de Cervantes es un mundo en el que se codifica una experiencia decisiva e irrepetida en la evolución del conocimiento humano, es decir, una transformación de los saberes primitivos, precientíficos, característicos de culturas bárbaras —mito, magia, religión y técnica— en conocimientos científicos, esto es, conocimientos transmitidos de forma selectiva, organizada y sistemática, según criterios de racionalidad, propios de sociedades civilizadas, en las cuales es posible distinguir un saber crítico —ciencia y filosofía— y un saber acrítico —ideologías, pseudociencias, teologías y tecnologías—, resultado de la influencia de la razón sobre los saberes precientíficos o primitivos.

Estas transformaciones codifican cambios esenciales entre los mundos históricos y culturales en que escriben Esquilo y Cervantes[1]. Entre uno y otro autor se comprueba históricamente que la técnica se ha convertido en tecnología, los mitos se han fragmenta­do en creencias (que en la Edad Contemporánea darán lugar a las más diversas ideologías), la magia sobrevive metamorfoseándose en pseudociencias, y las religiones se articulan y formulan en teologías (Bueno, 1985).

Desde esta perspectiva, vamos a examinar una serie de categorías del saber que consideramos decisivas para interpretar las relaciones dialécticas y analógicas entre La Numancia de Cervantes y las tragedias de Esquilo[2].

 

 

2. Barbarie y civilización

Tanto en la Historia de la península ibérica[3] como en La Numancia de Cervantes, esto es, tanto en la realidad histórica como en la realidad literaria, los numantinos se nos presentan como una comunidad de individuos que constituyen una cultura aparentemente bárbara, cuyas características son, entre otras, 1) la creencia en mitos y leyendas; 2) la práctica de rituales mágicos; 3) las celebraciones religiosas propias de religiones secundarias, es decir, de las religiones que carecen de una teología; 4) el uso de la técnica en lugar del desarrollo tecnológico; 5) la organización de la vida en un ámbito insular, cerrado, limitado por el aislamiento y las relaciones exclusivamente internas entre los miembros de la comunidad de Numancia. Sin embargo, estas cualidades, que podrían definir formalmente a una cultura bárbara, no se dan funcionalmente en el desarrollo de la acción trágica de La Numancia, y no definen desde una perspectiva pragmática y materialista el comportamiento de los numantinos en el curso de la obra dramática. Y no sólo no lo definen como una cultura bárbara, sino que incluso lo subvierten como tal cultura bárbara, por las siguientes razones.

En primer lugar, porque su creencia en mitos y leyendas es más bien una percepción del lector o espectador que una realidad contenida en la tragedia; es más bien un misticismo nacionalista que hechiza al españolito del siglo XVI y XVII, y que con frecuencia ha entusiasmado también a varios críticos literarios contemporáneos —sobre todo españoles—, que una auténtica creencia objetiva en relatos ritualizados que expliquen el origen, organización y destino de la comunidad étnica y cultural del pueblo de Numancia; se trata más bien de una mitología proléptica, de un misticismo teleológico, orientado idealmente a la consecución de una fama que sobrevive al cuerpo, y que supuestamente han de heredar los españoles del futuro. La pura realidad es que los numantinos de la tragedia de Cervantes se sirven de la magia con fines meramente prolépticos y oraculares. En última instancia, políticos. Sólo quieren saber cuál será el final de su encerramiento. No hay ninguna inquietud religiosa en su relación con lo numinoso. No hay religión en Numancia.

En segundo lugar, porque la práctica de rituales mágicos se discute y desmitifica en La Numancia por varios de los personajes que la contemplan o incluso la ejercitan —como un espectáculo teatral—, como sucede en los diálogos que mantienen Leoncio y Morandro (II, vv. 915-922 y vv. 1097-1104), y porque un rechazo de este tipo a los rituales míticos es absolutamente impensable en una cultura bárbara, al tratarse de una respuesta específica del racionalismo moderno.

En tercer lugar, la celebración religiosa a la que asiste oficialmente el pueblo de Numancia, aun reuniendo todas las características propias de las religiones secundarias o míticas, que se desarrollan sin alcanzar una estructura o discurso teológico (religiones terciarias), pero habiendo superado el culto a los animales como númenes zoomorfos (religiones primarias), contiene una auténtica subversión de las prácticas de las religiones teológicas o terciarias, dominantes —al igual que hoy en día— en la época en que escribe Cervantes (cristianismo, islamismo y judaísmo). El rito religioso se concentra en la representación teatral a través de la visión de dos numantinos, que narran al espectador su personal impresión de los hechos. El espectáculo religioso se convierte en la teatralización del sacrificio de un animal —pese a que en ese momento algunos de ellos ya se han muerto de hambre— en la teatralización de la tragedia (II, 2, vid. acotación inicial). El sacrificio del carnero no se celebra tanto para adorar a Júpiter (irónicamente, deidad romana), cuanto para que Júpiter les hable de su futuro, o se lo revele de alguna manera a los oficiantes. Los numantinos hacen de Zeus un Apolo. Convierten a un dios en un adivino. A tal cosa queda reducida en sus rituales religiosos la esencia de la divinidad. La novedad de la visión dramática que ofrecen los dos personajes (Leoncio y Morandro) que son testigos del ritual de Estado, reside en varios aspectos: lo que el espectador percibe está marcado por la distancia y la objetividad que —brechtianamente— introduce Cervantes al colocar a estos dos numantinos y sus testimonios vivenciales entre los sacerdotes y el público; un doble escenario separa a los oficiantes o hechiceros del espectador; la religión es un teatro, para todos visible, y como tal contemplan los ritos los personajes Leoncio y Morandro; una práctica de las religiones secundarias o míticas (sacrificio de animales a los dioses) resulta teatralizada y desmitificada en una época controlada dogmáticamente por las religiones teológicas o terciarias (donde todo dios deja de ser una entidad viva y personal para transformarse en sujeto de atributos abstractos e ideas límite, como inmovilidad, infinitud, eternidad), que Cervantes destierra por completo de su obra, en un silencio más sospechoso y elocuente que cualquier forma verbal o literaria explícita. Cervantes es un racionalista, un materialista y un ateo, precursor de un sistema de pensamiento como el de Baruch Spinoza.

En cuarto y último lugar, cabe advertir que la ausencia de referentes que permitan al lector de esta tragedia reconstruir con nitidez los recursos técnicos y materiales en que se sustantiva la vida de los numantinos ha inducido a muchos críticos a situar idealmente la polis o Estado de Numancia en una suerte de utopía genuina, asequible en un tiempo remoto, mítico, heroico, legendario. Pero lo cierto es que la utopía remite a un futuro o porvenir (desde Cristo a Marx, pasando por Moro), más que a un pasado genesíaco (el mito hebreo del Paraíso terrenal) o un tiempo cronológico concreto (la conquista histórica de Numancia por las tropas romanas). 

Por otro lado, una utopía, pese a sus virtualidades imaginarias, sólo es concebible modernamente en el formato de una naturaleza urbana, no rural, ni menos rupestre, es decir, sólo es concebible en el contexto de un estado, de una ciudad-estado, absolutamente artificial en todos sus extremos (como el Vaticano, por ejemplo, donde el estado «natural» de todos sus habitantes es el celibato). En este punto, La Numancia alcanza una de sus mayores ambigüedades, al no declarar nada relacionado con las formas materiales de vida de sus habitantes, que se mueven entre las apariencias de la barbarie y los resultados de la civilización. La técnica revela cómo el ser humano se adapta a la naturaleza, mientras que la tecnología demuestra hasta qué punto la naturaleza se adapta al dominio de las potencias humanas. En La Numancia los extremos de esta balanza permanecen en posiciones muy ambiguas y confusas. Aparentemente, las necesidades básicas exigen a los numantinos el dominio técnico, pero no tecnológico, del entorno. A la estrategia escipiónica del cerco, que garantiza la inmunidad a un torturador cuya impotencia o cobardía en el acto de guerrear queda al descubierto, los numantinos contraponen la estrategia del suicidio, negación de todo sentido religioso y trascendente de la vida humana. ¿Para qué se suicidan todos los habitantes de Numancia? ¿Para estar esa tarde a la derecha de un dios en el Paraíso? No. Cervantes no es Calderón, ni La Numancia es El Príncipe Constante. ¿Para hacer creer a los españoles de ayer, a los nacionalistas de siempre, o a los posmodernos de hoy, en el misticismo de la identidad? Probablemente no, aunque muchos necesiten responder que sí para preservar tal misticismo, frente a una identidad que ha sido y será siempre históricamente variable. ¿Para hechizar a los ejércitos con la idea de que la valentía y el heroísmo son los nombres que recibe la temeridad cuando el individuo sobrevive al riesgo de sus consecuencias? De seguro que no, aunque numerosos críticos, sobre todo españoles, se hayan ilusionado con el heroísmo de los numantinos, heroísmo que consiste —entre otras realidades— en matar a los propios hijos para liberarlos de males mayores. Si los numantinos se suicidan para evitar ante todo el sufrimiento físico bajo la opresión romana, entonces, y sólo entonces, habrá que aceptar que su ética es una ética materialista y que su religión es la antesala del ateísmo.

 

 

3. Mito e ideología

En segundo lugar, hemos de considerar, en el contexto de La Numancia, la significación funcional de los conceptos de mito e ideología. El saber mitopoético o legendario, característico de sociedades bárbaras, de la que los numantinos serían una muestra aparente, se basa en relatos ritualizados, que se transmiten literalmente y sin alteraciones de generación en generación, mediante la difusión oral, y que explican el origen, organización y destino de una comunidad étnica, cultural y religiosa, cuya identidad y cohesión tratan de preservarse intactas, aisladas incluso, y con frecuencia conservando también sus formas asimétricas (jerarquía social inamovible, relaciones de dominio, esclavitud) e intransitivas (imposibilidad de transmisión de ideas heterodoxas, prohibiciones, tabúes). Éstas y otras exigencias no están presentes en los habitantes de La Numancia cervantina. 

Del mismo modo, no es posible confirmar en la tragedia de Cervantes otras características funcionales, propias del mito en las sociedades primitivas, que no resulten desmitificadas puntualmente por algún personaje. Los numantinos tampoco poseen narraciones legendarias que impongan o difundan un valor simbólico o normativo a sus actos, y la obra en su conjunto no las ofrece, si exceptuamos acaso ciertos fragmentos imputables a alguno de los personajes alegóricos a los que el dramaturgo cede la palabra en uno u otro momento de la tragedia. Por otro lado, no hay en La Numancia una dramatización de fenómenos de la naturaleza sobre las acciones humanas y personales, así como tampoco explicaciones antropomórficas y animistas que las sugieran o justifiquen. Antes al contrario, el dramaturgo no permite que el espectador conceda mayor crédito a hechos de este tipo, y pone en boca de numantinos como Leoncio un discurso completamente desmitificador, cuya impiedad habría horrorizado a cualquier protagonista de las tragedias esquíleas. 

El mito no representa en la acción de La Numancia ninguna fuente de cohesión social, a diferencia de lo que sucedía en las sociedades primitivas o bárbaras, pues a los numantinos sólo les une, formalmente, el nombre de la ciudad que habitan, y, funcionalmente, el cerco que les impone Escipión. El mito, de existir, se sitúa fuera de la obra en sí, es decir, se ubica, en primer lugar, en la historia, en la leyenda, antes incluso de que Cervantes escribiera su tragedia, y, en segundo lugar, se emplaza —muy a menudo— en la mente del crítico, quien, jaleado por algunas declaraciones morales de los personajes alegóricos, con frecuencia pretende concitarnos idealmente en una suerte de mística del heroísmo hispano, auténtico desagüe literario por el que desembocamos en la cloaca de las ideologías.

En efecto, una de las primeras transformaciones históricas que provoca el desarrollo del conocimiento científico es la crítica y disolución del pensamiento mítico. Aun así, las cenizas de los mecanismos que generan los mitos sobreviven en las sociedades modernas y contemporáneas a la crítica de la razón —pura y práctica— bajo la forma y el contenido de las ideologías. Las ideologías son siempre plurales. Remiten en cada caso a una pluralidad en la que de alguna manera todas están implicadas. No hay civilización sin ideologías. Es una ficción hablar de una única ideología, como es una ficción hablar de un pensamiento único. Las ideologías son creencias constitutivas de un mundo social. Son representaciones organizadas lógicamente, pero desde motivaciones muy psicológicas y sociológicas, capaces de expresar el modo en que las personas viven, comunican e interpretan la realidad en que están insertas. 

Al igual que los mitos en las culturas bárbaras, las ideologías contribuyen en las culturas civilizadas a asegurar la cohesión del grupo social en función de unos intereses prácticos inmediatos, es decir, de unos intereses políticos decisivos. Las ideologías incorporan materiales heterogéneos, desde los que disponen su propia justificación lógica —consecuencia del rigor impuesto por el desarrollo de los saberes críticos— ante las alternativas de otras ideologías oponentes, a las que excluyen internamente y critican en público. La idea de la filosofía marxista, según la cual en toda sociedad civilizada hay una ideología dominante que refleja las ideas de estos grupos sociales dominantes, los cuales se las arreglan para imponerlas al resto de la sociedad por procedimientos más o menos coactivos y sofisticados, es hoy día plenamente vigente. Sin embargo, nada de esto es visible en La Numancia, donde el espectador sólo percibe una sociedad sin clases —diríamos de acuerdo con una filosofía marxista—, es decir, una sociedad donde no existen relaciones asimétricas, porque todos sus miembros son «iguales» entre sí: las diferencias sexuales se borran, pues los hombres deciden no morir guerreando para no abandonar de este modo a las mujeres; la comida se reparte sin diferencias entre niños, jóvenes y ancianos; los sacerdotes no parecen poseer ningún estatuto dotado de privilegios o diferencias; por último, no hay en Numancia ninguna estructura aristocrática, militar o religiosa socialmente relevante y autónoma.

Los numantinos carecen stricto sensu de una mitología propia, bien al contrario de lo que sucede con los pueblos protagonistas de tragedias griegas como Los persas o Los siete contra Tebas, por citar sólo dos ejemplos afines. Esta carencia aleja a Numancia de ser funcionalmente lo que formalmente parece ser, un pueblo bárbaro. Supondríamos, pues, que los numantinos se encontrarían unidos y definidos por una ideología, o un sistema de ideologías. Observamos que tampoco esta cualidad, que los aproximaría a una cultura o sociedad civilizada, se cumple en la organización de su vida social, política o religiosa. Interpretaciones de esta naturaleza confirman que la situación de la Numancia cervantina corresponde a la de un estado completamente idealizado. Podríamos considerarlo, en este punto, de utópico. En todo caso, y por las razones que hemos aducido más arriba, se trata también de una utopía sui generis. Además, lejos de explicar la situación que materialmente se plantea en la tragedia cervantina, esta orientación hacia la utopía nos sitúa en un contexto que radicaliza las interpretaciones idealistas e ideológicas, que tanto placer provocan en el crítico posmoderno (o en la crítica posmoderna, como se prefiera), y desde las cuales cualquier cosa puede legitimarse irracionalmente.

La sociología del conocimiento, disciplina que se ocupa del análisis de las ideologías (Mannheim, 1929), nos invita —por decirlo de alguna manera— a considerar que toda ideología es un fenómeno psicológico, una deformación o error que sufre un sujeto o un grupo social en alguna dimensión de su pensamiento. Algo así como un prejuicio o un conjunto sistemático de prejuicios bien organizados y justificados. El marxismo, en muchas de sus variantes, insistía en que toda ideología —excepto la suya propia— era una especie de engaño necesario e inconsciente, una deformación intencionada y total del pensamiento. La ciencia y la filosofía, en su ejercicio racional más estricto, confieren a la ideología un sentido crítico y negativo. Aceptamos indudablemente que la ciencia y la filosofía no siempre están exentas de contaminaciones ideológicas, pero afirmamos rigurosamente que ninguna ideología puede identificarse nunca ni con la ciencia ni con la filosofía, disciplinas a las que siempre reconoce como discursos críticos y subversivos de los intereses ideológicos. Consideramos aquí que toda ideología es siempre una deformación aberrante del pensamiento crítico, cuya naturaleza es esencialmente científica o filosófica. Esta deformación del pensamiento crítico se advierte —de forma especial en la interpretación literaria— en dos irracionalismos fundamentales: el idealismo y el dogmatismo. El primero es una deformación semántica de la interpretación científica; el segundo, su imposición pragmática. Uno y otro son los dos pilares fundamentales del dicurso retórico de la posmoderna (Maestro, 2004b).

 

 

4. Magia y pseudociencia

En tercer lugar, hemos de considerar la significación que la magia adquiere en La Numancia desde el punto de vista del desarrollo funcional de la acción. Desde la Crítica de la razón literaria se considera que la magia posee, tanto en La Numancia como en otras obras de Cervantes, el valor de una pseudociencia. Apoyamos esta afirmación en las palabras de personajes numantinos que, al igual que muchos otros de la literatura cervantina, afirman, a propósito de las prácticas mágicas, oraculares, premonitorias, etc., lo que sigue:

 

       Que todas son ilusiones,
quimeras y fantasías,
agüeros y hechicerías,
diabólicas invenciones.
       No muestres que tienes poca
ciencia en creer desconciertos;
que poco cuidan los muertos
de lo que a los vivos toca.
       (Leoncio a Marquino. II, 1097-1104).

 

La creación literaria cervantina registra una de las grandes transformaciones que los conocimientos bárbaros o primitivos experimentan, al metamorfosear la magia —para garantizar de este modo su pervivencia en las sociedades civilizadas— en una pseudociencia, plenamente integrada, incluso en nuestro tiempo, en una sociedad de mercado que rinde culto cotidiano y público a las ciencias ocultas. A ningún personaje de Los persas de Esquilo se le ocurre ni por lo más remoto dudar o cuestionar la aparición del difunto Darío, rey de los persas otrora triunfantes. Lo mismo ocurre ante el espectro del padre de Hamlet, en la obra homónima de Shakespeare, hecho literario que por sí sólo remite a un arcaísmo sorprendente en el teatro isabelino inglés de comienzos del siglo XVII, y que lo aleja de forma nefasta de esa modernidad que el imperialismo anglosajón ha forjado a través de su propia industria editorial, tan rosalegendaria. En La Numancia, los protagonistas numantinos descreen de la resurrección de los muertos, de los resultados de los augurios y de todo pronóstico sobre cualquier futuro posible, pues «[…] todas son ilusiones, / quimeras y fantasías, / agüeros y hechicerías». ¿Alguien puede imaginarse al coro de ancianos persas pronunciando tales palabras ante el espíritu de Darío revivido? Es la distancia entre el cosmos mítico en que escribe Esquilo y la modernidad crítica en que se sitúa Cervantes.

La Numancia cervantina es una tragedia en la cual los personajes descreen de la magia, desacreditan la resurrección de los muertos y no asumen declaraciones sobrenaturales sobre la aparición de espectros. Nada más alejado de la esencia metafísica de una tragedia clásica. Incluso de la tragedia shakesperiana, tan mitificada y en realidad tan arcaizante. Una y otra resultan, cada cual a su modo, inconcebibles sin fantasmas y fuerzas numinosas vitales. La tragedia contemporánea seguirá, sin embargo, las pautas cervantinas —Woyzeck de Büchner, La casa de Bernarda Alba de Lorca, Waiting for Godot de Beckett...—, cumpliendo una trayectoria de la experiencia trágica en el arte dramático que comienza con la desmitificación de la metafísica religiosa en La Numancia de Cervantes, es decir, con la secularización de la tragedia, y concluye con la expresión más radical del existencialismo trágico que se alcanza en el nihilismo beckettiano.

Cervantes ofrece ejemplos célebres de personajes determinados por la anomia. Don Quijote y el licenciado Vidriera se han convertido en auténticos símbolos del estado de aislamiento sui generis en que puede vivir un individuo gracias a la desorganización e incongruencia de la sociedad en que se encuentra (Güntert, 1993). La magia o la pseudociencia justifican hechos que para la razón son inaceptables. Múltiples actividades derivadas de la magia sobreviven en nuestro tiempo con total impunidad, estimulando supersticiones arcaicas, fe en profecías disparatadas, creencias en sueños que revelan verdades ocultas, atracción por embrujamientos o hechizos, respeto a ufólogos o zahoríes, y atención irracional todo un conjunto cotidiano de paranormalidades variadas. Todo esto está desterrado de La Numancia, a pesar de presentarse los numantinos como miembros, insisto que sólo en apariencia, de una sociedad supuestamente bárbara o primitiva. El ejercicio de la magia posee objetivos primariamente prácticos, que en el caso de La Numancia no conducen a ninguna parte. Se concentran ante todo en conocer el futuro, no en adorar a los dioses. Y nada más irónico ante el espectador que la pretensión de conocer ese futuro, cuando ya está sancionado por historia, que no por la metafísica, desde antes del comienzo de la tragedia. Ésta es otra de las grandes aportaciones de Cervantes al proceso de la secularización de la tragedia: la sustitución de la metafísica por la Historia como matriz y referente del fatum trágico. Las prácticas rituales se desacreditan por su mistificación, o por la ironía de una interpretación rigurosamente racionalista: sacrifican todo un carnero cuando en realidad muy pronto van a morirse de hambre (el cuerpo muerto que resucita Marquino es de hecho el de un joven que ha muerto de hambre antes del sacrificio del carnero).

La escena de los augurios, que tiene lugar en el centro de la jornada segunda de La Numancia, es decisiva en cualquier interpretación de esta tragedia. El ceremonial chamanístico que aquí se celebra se sitúa entre la magia y la religión. El conjunto de sacerdotes de Numancia celebra un rito oficial y estatal cuyo objetivo es esencialmente político, práctico: conocer las consecuencias que ha de tener el cerco al que los romanos les someten. Es un fin político, no religioso. La finalidad del ritual no consiste en adorar a Júpiter, lo que sería propiamente una actividad religiosa, sino en conseguir que el dios les informe sobre el futuro de la ciudad, lo cual es un fin pragmático y político, cuyo conocimiento afectará a las decisiones del estado. La magia se utiliza estatalmente, oficialmente, como un medio para acceder a las revelaciones del dios sobre el futuro de Numancia, pero no como una demostración de la religiosidad de los numantinos, que ni siquiera están organizados en una iglesia, un credo o una mínima estructura religiosa. 

No por casualidad la escena de los augurios está introducida por el diálogo que mantienen Leoncio y Morandro, personajes dotados de personalidad propia, desde la cual se examina críticamente todo cuando sucede en esta y otras secuencias. Uno y otro serán testigos de las actividades de los hechiceros desde un espacio en acecho, desde el que observan sin ser observados. El diálogo de ambos personajes sintetiza claramente que la escena de los augurios, que el espectador va contemplar inmediatamente, se sirve de la magia como medio, como instrumento, para acceder a determinados conocimientos sobre el futuro, y adoptar de este modo decisiones políticas concretas, que constituyen en sí mismas el fin específico, el objetivo último, de estas prácticas chamanísticas. Nótese que los numantinos piden a Júpiter información, pero no protección. La relación entre ellos y el dios no es una relación religiosa, sino chamanística, mágica, oracular, adivinatoria, que funciona como un medio de acceso, como una forma de contacto, entre los numantinos y Júpiter, pero no como un intercambio de contenidos religiosos, de culto a cambio de protección, de amor a cambio de salvación eterna, etc., sino como una mera solicitud de información. Invocan al dios para que les informe del porvenir, no para que les proteja del presente. Tratan a Júpiter como si fuera Mercurio. Confunden a Zeus con Hermes. Aún peor: le solicitan servicios que corresponderían a una pitonisa délfica.

 

[...] quizá por ocultas vías
se ordena nuestro provecho; 
que Júpiter soberano
nos descubrirá camino,
por do el pueblo numantino
quede libre del romano;
...   ...   ...   ...   ...   ...   ...
que, para tener propicio
al gran Júpiter Tonante,
hoy Numancia, en este instante,
le quiere hacer sacrificio.
    Ya el pueblo viene y se muestra
con las víctimas e incienso.
¡Oh Júpiter, padre imenso,
mira la miseria nuestra!
[Apártanse a un lado.]
(Leoncio a Marquino. I, 771-787).

 

Leoncio y Morandro contemplan el ritual como espectadores segregados del resto del público, lo que confiere a la ceremonia religiosa un estatuto teatral dentro de la representación de la tragedia. Ha de insistirse en ello: un doble escenario separa a los númenes del espectador. Cervantes introduce así una distancia física y emocional jamás prevista en la tragedia antigua, y que objetiva sin duda el descrédito y la desmitificación con la que los dos personajes numantinos transmiten a los espectadores de la tragedia Numancia la teatralización de la experiencia religiosa.

 

Han de salir agora dos numantinos, vestidos como sacerdotes antiguos, y traen asido de los cuernos en medio de entrambos un carnero grande, coronado de oliva o yedra y otras flores, y un Paje con una fuente de plata y una toalla al hombro; otro, con un jarro de plata lleno de agua; otro, con otro lleno de vino; otro, con otro plato de plata con un poco de incienso; otro, con fuego y leña; otro que ponga una mesa con un tapete, donde se ponga todo esto; y salgan en esta scena todos los que hubiere en la comedia, en hábito de numantinos, y luego los sacerdotes, y dejando el uno el carnero de la mano, diga: [Sacerdote Primero:] Señales ciertas de dolores ciertos... (II, 789).

 

En esta secuencia ritual se manifiestan varias confluencias, contradicciones y mixturas entre elementos religiosos propios de las religiones primarias o numinosas, como es el sacrificio animal, y la relación verbal con un numen; de las religiones secundarias o míticas, como es la presencia sofisticada de un ceremonial protagonizado por personas a las que se les confiere una autoridad religiosa y ejecutiva, los sacerdotes, y la referencia a un dios —Júpiter[4]— que es un numen andromorfo perteneciente al paganismo de la mitología romana, la cual, en este caso, pertenece genuinamente al pueblo invasor; y de las religiones teológicas o metafísicas, como es la afirmación de un contenido moral propio concretamente del cristianismo, tal como se declara por boca del Sacerdote Segundo:

 

y arrepentíos de cuanto mal hicistes;
que la oblación mejor y la primera
que se debe ofrecer al alto cielo,
es alma limpia y voluntad sincera
(Sacerdote Segundo al pueblo de Numancia. II, 800-804).

 

La escena de los augurios evoluciona hacia una ilustración épica e idealista de ornitoscopias, con interpretación funesta de graznidos y direcciones en el vuelo de las aves.

 

¿No ves un escuadrón airado y feo
de unas águilas fieras, que pelean
con otras aves en marcial rodeo?
(II, 849-851).

 

Júpiter es la única deidad suprema mencionada en La Numancia. Y lo es por los numantinos, nunca por los romanos. Júpiter es citado, mencionado, aludido, inquirido, evocado, etc., con el único fin de conocer el futuro. Nunca, sin embargo, es adorado con otra intención. No se le rinde culto, sino que simplemente se le invoca para que actúe como un oráculo, como un numen revelador de prolepsis. No se le trata propiamente como lo que es, un dios todopoderoso, sino como a una especie de Pitonisa o criatura délfica. En el mejor de los casos, los numantinos tratan a Júpiter como los helenos invocaban al dios Apolo, ignorando que deberían alabarlo como a un Zeus. El Zeus de los numantinos quedaría reducido a un sacerdote de Apolo, a un numen délfico. Realmente los numantinos carecen de inquietud religiosa: sólo invocan al dios o numen para conocer el futuro, es decir, lo que les sucederá en la vida terrena, como consecuencia del cerco. El más allá no constituye para ellos ningún problema, ninguna inquietud, nada. En este sentido actúan de forma completamente epicúrea, descreída, atea. Es como si hubieran sido educados en los criterios más fundamentales del epicureísmo, pues viven sin experimentar ningún temor hacia los dioses, sin manifestar ningún miedo a la muerte, sin hacer del dolor físico el núcleo o el protagonista de la tragedia que les hace morir, y sin expresar incluso una ideología moral, es decir, un conjunto de ideas falsas acerca de lo que constituye el bien y el mal en la realidad que les ha tocado vivir.

A continuación, se invoca una nueva deidad: Plutón. Se trata ahora de un numen terrestre, demoníaco, también andromorfo, pero sujeto a las deidades celestes. Igualmente se trata de un dios perteneciente a la mitología romana, es decir, a la cultura invasora. Plutón introduce el sacrificio del animal, un carnero. La ironía que nos sirve el racionalismo no puede ser mayor. Los numantinos, cercados y asfixiados, prontos a morirse de hambre, ofertan un carnero a los númenes. Y no es coherente decir que los acontecimientos decisivos aún no han tenido lugar, porque el cuerpo muerto que el hechicero Marquino va a resucitar justo en la secuencia siguiente ha muerto, precisamente de hambre, antes de que los sacerdotes sacrificaran al animal: «De qué murió» —pregunta Marquino—. «Murió de mal gobierno» —responde Milvio—: / La flaca hambre le acabó la vida, / peste cruel salida del infierno» (II, 945-947). E inmediatamente después Milvio confirma: «Habrá tres horas que le di el postrero / reposo, y le entregué a la sepultura / y de hambre murió, como refiero» (II, 954-956). Al parecer el carnero se lo lleva un Demonio que aparece bajo el tablado, sin duda un Plutón, o un enviado de Plutón, que acude a recoger el fruto del sacrificio[5].

El crédito de todas estas actividades se discute y se niega explícitamente por Leoncio en sus diálogos con Marquino. Son éstas declaraciones que carecen de valor institucional o estatal, es decir, no son oficiales, sino personales, particulares, críticas, heterodoxas:

 

Morandro, al que es buen soldado
agüeros no le dan pena,
que pone la suerte buena
en el ánimo esforzado; 
y esas vanas apariencias
nunca le turban el tino:
su brazo es su estrella y signo;
su valor, sus influencias. 
Pero si quieres creer
en este notorio engaño,
aún quedan, si no me engaño,
experiencias más que hacer;
que Marquino las hará,
las mejores de su ciencia
(Leoncio a Morandro. II, 915-928).

 

Las palabras de Leoncio poseen una significación decisiva para interpretar desmitificadoramente cuanto sucede en La Numancia desde el punto de vista de la magia y la religión, al insistir en calificarlo, una y otra vez, de «vanas apariencias» y «notorio engaño». La magia y la pseudociencia sólo pueden difundirse con éxito seguro en las sociedades bárbaras, y también en comunidades cerradas y aisladas de fieles o creyentes que persisten en el seno de las sociedades civilizadas. Su último fin consistirá en favorecer la entropía del sistema social y la anomia de las masas que lo habitan. Son prácticas dogmáticas y acríticas, saturadas de irracionalismo que simula argumentos racionales. El aislamiento de personas y grupos sociales es una fuerza fundamental para su desarrollo, lo que explica que prosperen especialmente en las comunidades primitivas y precientíficas. Su principal enemigo reside, sin duda, en el escepticismo organizado, el racionalismo filosófico y la educación científica e intelectual de la sociedad, cuyos primeros pasos se desarrollaron históricamente en la Grecia del siglo VII antes de nuestra Era. No creemos exagerado afirmar, a partir de la lectura de La Numancia y de otras obras del mismo autor, que estas ideas que acabamos de exponer, contrarias a la magia y las pseudociencias, están muy presentes en la mente y en la escritura literaria de Cervantes.

 

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NOTAS

[1] Autores como F. A. De Armas (1998: 86-87) han establecido ciertos interesantes paralelismos entre La Numancia de Cervantes y Los persas de Esquilo. Sin embargo, muchas de estas analogías se limitan a paralelismos argumentales (la ciudad sitiada, la frustración de un general, el lamento de un pueblo derrotado...). Lejos de justificar la imitación cervantina, tales coincidencias en los hechos de la historia de La Numancia y Los persas, sobre todo si tenemos en cuenta las diferencias que en el tratamiento semántico y formal del discurso adquieren funcionalmente esos mismos hechos, permiten explicar una concepción completamente diferente de la acción trágica en cada una de estas obras. La distancia que separa a Cervantes de Esquilo es inmensa e irrecuperable. Es la distancia que aleja definitivamente los últimos años del Renacimiento europeo de un mundo que, como el de la Grecia clásica, nunca apreció diferencias sustanciales entre la historia y la mitología religiosa.

[2] Como ha advertido Lewis-Smith (1987: 25) en sus estudios sobre el teatro cervantino, a lo largo del siglo XVI Esquilo era uno de los autores griegos cuyos textos apenas eran conocidos, frente a lo que sucedía con Sófocles y Eurípides, y sobre todo respecto a Séneca. Aunque no es en absoluto imposible que Cervantes conociera o hubiera oído hablar de Los persas de Esquilo, parece poco probable que hubiera leído alguna versión de esta tragedia. Con todo, e inducido principalmente por las motivaciones que él mismo establece entre La Numancia y Los persas, F. A. De Armas considera que «if Cervantes knew any of Aeschylus’s tragedies, the The Persians is the most likely candidate. Not only did it enjoy great popularity in its own time, but during the decline of the Roman Empire it was chosen as one of seven plays of Aeschylus for school reading. As such, it was preserved in medieval manuscripts. Furthermore, The Persians was also included in a collection of three of Aeschylus’s plays to be read in the schools of the Byzantine Empire. Greek manuscripts of Aeschulus were brought to Italy with the fall of Constantinople, and the editio princeps of his works was published in 1518. In deed there were several exemplary editions of his plays during the sixteenth century» (F. A. De Armas, 1998: 87-88). En efecto, como ha señalado Th. Rosenmeyer (1982: 17), ediciones de los textos de Esquilo hicieron Turnubus y Robortello en 1552, Vittori en 1557 y Canter en 1580. Y no conviene olvidar, en favor de quienes se decantan por el conocimiento cervantino de las tragedias esquíleas, que la edición de Turnubus contiene también una traducción y comentario en latín de tres tragedias de Esquilo: Prometeo encadenado, Los siete contra Tebas y Los persas.

[3] De acuerdo con los testimonios históricos más autorizados, se considera que el asedio de Numancia se prolongó durante catorce años, hasta que Escipión, en el año 130 antes de nuestra Era, hace sucumbir la ciudad. A. de Guevara escribe: «Catorce continuos años tuvieron los romanos cercados a los numantinos, en los cuales fueron grandes los daños que los numantinos recibieron y muy extremados los capitanes romanos que allí murieron […]. Luego al siguiente año, que fue el treceno del cerco, enviaron los romanos al cónsul Scipión con nuevo exército a Numancia […]. Un año y siete meses tuvo Escipión cercada la ciudad de Numancia […]. Grandísimo era el daño que cada día rescebía el cónsul Scipion en aquel cerco, porque los numantinos, allende de que como fieros animales andaban en los romanos encarniçados, peleaban ya, no como enemigos, sino como desesperados» (A. de Guevara, Libro primero de las Epístolas familiares, V, Madrid, BSCE, 1950, 1, pp. 42-44, ed. de José María de Cossío). A. de Morales, por su parte, sostiene que «la guerra de Numancia desta vez [duró] no más de siete años» (La crónica, fol. 135r).

[4] Júpiter es la única deidad mencionada en La Numancia. Y lo es por los numantinos, nunca por los romanos. Júpiter es citado, mencionado, aludido, inquirido, evocado, etc., con el único fin de conocer el futuro. Nunca, sin embargo, se apela a él con otra intención. Jamás se le adora. No se le rinde culto, sino que simplemente se le invoca para que actúe como un oráculo, como un numen revelador de prolepsis. No se le trata propiamente como lo que es, un dios todopoderoso, sino como a una especie de Pitonisa o criatura délfica. En el mejor de los casos, los numantinos tratan a Júpiter como los helenos invocaban al dios Apolo, ignorando que deberían alabarlo como a un Zeus. El Zeus de los numantinos quedaría reducido a un sacerdote de Apolo, a un numen délfico. Realmente los numantinos carecen de inquietud religiosa: sólo invocan al dios o numen para conocer el futuro, es decir, lo que les sucederá en la vida terrena, como consecuencia del cerco. El más allá no constituye para ellos ningún problema, ninguna inquietud, nada. En este sentido actúan de forma completamente epicúrea, descreída, atea. Es como si hubieran sido educados en los criterios más fundamentales del epicureísmo, pues viven sin experimentar ningún temor hacia los dioses, sin manifestar ningún miedo a la muerte, sin hacer del dolor físico el núcleo o el protagonista de la tragedia que les hace morir, y sin expresar incluso una ideología moral, es decir, un conjunto de ideas falsas acerca de lo que constituye el bien y el mal en la realidad que les ha tocado vivir. Sobre la religión y la secularización en La Numancia, vid. Maestro (2000 y 2004a). No deja de ser irónico que los numantinos invoquen a dioses romanos y los romanos no hagan referencia a ninguna divinidad, ni propia ni ajena.

[5] «Aquí ha de salir por los huecos del tablado un Demonio hasta el medio cuerpo, y ha de arrebatar el carnero, y meterle dentro, y tornar luego a salir, y derramar y esparcir el fuego y todos los sacrificios» (II, acotación entre vv. 884-885).






Información complementaria


⸙ Referencia bibliográfica de esta entrada

  • MAESTRO, Jesús G. (2017-2022), «El referente trágico de Esquilo: hacia el teatro de Cervantes y La Numancia», Crítica de la razón literaria: una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica. Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades del conocimiento racionalista de la literatura, Editorial Academia del Hispanismo (IV, 2.2), edición digital en <https://bit.ly/3BTO4GW> (01.12.2022).


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El referente trágico de Esquilo: hacia el teatro de Cervantes y La Numancia