IV, 2.1 - La literatura homérica: «Tu valor te perderá»

 

Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices





IV, 2.1 - La literatura homérica: «Tu valor te perderá»


Referencia IV, 2.1

 

Jesús G. Maestro

Ilíada Odisea instituyen una idea de ser humano que desde la obra homérica ha caracterizado siempre a la literatura: un concepto de individuo que rebasa todas las categorías de tiempo y lugar, y que es por ello mismo superior e irreductible a la política, la religión, la filosofía, la moral, la economía, la geografía, la historia… Ilíada Odisea enseñan algo que Aristóteles dejará muy claro en su Poética: que la literatura es la racionalización de hechos humanos más allá de campos categoriales concretos, es decir, es la argumentación racional, a través de la fábula, de una realidad intervenida por el Hombre, e interpretada siempre sin limitarse a un ámbito exclusivo de conocimiento, de modo que tal interpretación será trascendente a todos y cada uno de sus casos particulares, porque rebasará los límites de toda categoría científica particular. La literatura se concibe, pues, como algo superior e irreductible a la Historia, la Economía o la Geometría, es decir, como un conjunto de conocimientos que resultan insolubles en los conocimientos categoriales de una única ciencia, sea incluso la filología, la retórica o la lingüística, porque los contenidos de los materiales literarios rebasan cualesquiera ciencias categoriales. La literatura exige y presupone para su conocimiento la totalidad de las ciencias, pero de tal modo que su interpretación no puede reducirse de ninguna manera a una sola de ellas. Ésta es una de las exigencias gnoseológicas fundamentales de la Crítica de la razón literaria. Esta propiedad gnoseológica, característica de la literatura, exige que toda interpretación de los materiales literarios tenga una cita inevitable con una filosofía crítica y dialéctica, a partir de las construcciones científicas aportadas por cada campo categorial capaz de intervenir en la interpretación detales materiales literarios (Filología, Historia, Lingüística, Antropología, Paleografía, Dialectología, Geografía, Retórica, Economía…).

Con la obra homérica nace la literatura crítica o indicativa, es decir, la literatura construida desde la intervención racional y diacrítica del ser humano en todo aquello que forma parte de su espacio antropológico: la política (eje circular), la naturaleza (eje radial) y los dioses (eje angular). Como se sabe, la Ilíada es un poema épico que, elaborado hacia el siglo VIII a.n.E., narra la historia de una guerra legendariamente acaecida en el siglo XIII, protagonizada por el cerco que una confederación de Estados helenos levanta contra la ciudad de Ilión, también llamada Troya, en la actual geografía de Turquía. Se atribuye a los pueblos jonios, emplazados desde el 1100 a.n.E. en los territorios más orientales de Asia Menor, la superación y expansión de la cultura micénica, así como la introducción en la literatura griega de la poesía épica, a lo largo del siglo VIII, durante el cual tiene lugar la constitución de las ciudades-estado helenas. Por lo que hoy sabemos, la vida de Homero y la composición de la Ilíada se sitúan en esa centuria. Sin embargo, el texto de la Ilíada se edita por vez primera en Venecia casi a finales del siglo XV, concretamente en 1488, por Demetrio Calcóndilas. La edición se basaba en un manuscrito, hoy perdido, de entre los muchos que se descubren a lo largo del Renacimiento italiano[1].

Infinitas páginas se han escrito acerca de la Ilíada y de sus temas dominantes. Lo cierto es que el poema homérico se refiere solamente a una serie de acontecimientos puntuales del curso de la guerra de Troya, mas no a la guerra en sí, ni al cerco como tal, y aún menos a la conquista de la ciudad, que ni siquiera se sugiere. Homero apela a la cólera de Aquiles, a partir de su enfrentamiento con Agamenón, y su posterior intervención en la guerra tras la muerte de Patroclo a manos de Héctor. El discurso de Aquiles representa ante todo el mérito herido, el valor no recompensando, el heroísmo no acreditado por el mismo poder que se ha beneficiado de sus hazañas. Iracundo y colérico, y sabedor de su importancia decisiva como guerrero coaligado a las fuerzas de los atridas, se niega a combatir al sentirse afrentado por Agamenón en el reparto de una mujer —Briseida— como botín de guerra. Aquiles es acaso el primer luchador heroico que en la literatura se enfrenta a un sistema de valores que no reconoce sus méritos. Aunque la crítica lo ha retratado sobre todo como colérico, el contenido de su discurso contra el poder de Agamenón se fundamenta sobre una decepción insubsanable. He aquí lo esencial de su respuesta a Ulises, quien le implora, como embajador de la confederación helena, su regreso al combate.


Preciso es que os manifieste lo que pienso hacer para que dejéis de importunarme unos por un lado y otros por el opuesto. Me es tan odioso como las puertas de Hades quien piensa una cosa y manifiesta otra. Diré, pues, lo que me parece mejor. Creo que ni el Atrida Agamenón ni los dánaos lograrán convencerme, ya que para nada se agradece el combatir siempre y sin descanso contra hombres enemigos. La misma recompensa obtiene el que se queda en su tienda, que el que pelea con bizarría; en igual consideración son tenidos el cobarde y el valiente; y así muere el holgazán como el laborioso. Ninguna ventaja me ha procurado sufrir tantos pesares y exponer mi vida en el combate […]. Conquisté doce ciudades por mar y once por tierra en la fértil región troyana; de todas saqué abundantes y preciosos despojos que di al Atrida, y éste, que se quedaba en las veleras naves, recibiólos, repartió unos pocos y se guardó los restantes. Mas las recompensas que Agamenón concedió a los reyes y caudillos siguen en poder de éstos; y a mí, solo entre los aqueos, me quitó la dulce esposa y la retiene aún; que goce durmiendo con ella […]. Y puesto que ya no deseo guerrear contra el divino Héctor, mañana, después de ofrecer sacrificios a Zeus y a los demás dioses, echaré al mar los cargados bajeles, y verás, si quieres y te interesa, mis naves surcando el Helesponto… (Ilíada, rapsodia IX, vv. 308-430).


Pero la muerte de Patroclo a manos del «divino» Héctor sobrepuja la furia de Aquiles por encima de las consecuencias de la afrenta de Agamenón. Aquiles entra en guerra con el único objetivo de matar a Héctor y vengar de este modo, como una cuestión personal, la muerte de Patroclo. Que este hecho propicie la victoria de los helenos, será cuestión secundaria en la Ilíada —donde no se narra ni se poetiza la conquista de Troya—, aunque resulte indudablemente decisiva en el desenlace de la guerra. En realidad, la derrota de los troyanos se deriva de uno más de los ardides de Ulises, y no tanto acaso de la intervención de Aquiles, por más que la muerte de Héctor resulte clave. Nada más irónico, pues, en un poema épico cuyo tema central es la guerra, que la victoria proceda del ingenio de un individuo antes que de la fuerza bélica de toda una confederación de Estados y ejércitos. Los troyanos sucumben no por débiles o cobardes, sino por confiados e incautos, al abrir las puertas de la fortaleza de Ilión a un insólito caballo, heleno y enemigo.

Si bien la cólera de Aquiles puede ser uno de los motores de la fábula, no es menos cierto que la muerte de Héctor es uno de los momentos culminantes, y acaso el nódulo, de toda la Ilíada, cuyo final desemboca precisamente en la recuperación del cadáver que el venerable Príamo hace de su hijo, ante su mismísimo homicida. Personalmente considero que la muerte de Héctor es el núcleo de la Ilíada. En ella reside la cima de la epopeya, en su dimensión trágica y elegíaca, y también en su proyección política —Héctor es el héroe troyano por excelencia, frente al menguado Paris— y familiar —ante su hijo Astianacte, su esposa Andrómaca y su padre Príamo—. El diálogo de amor y despedida entre Héctor y Andrómaca condensa el más amplio conjunto de valores codificados en la antigua épica: el ser humano se sabe consciente de que es imposible eludir impunemente determinados imperativos vitales, estatales, humanos; el amor se enuncia como expresión de unión conyugal, familiar e institucional —política—, cuya destrucción supone el deterioro de las condiciones de vida de todas las partes implicadas[2]; el héroe se sabe subordinado a un orden moral trascendente, pero firmemente objetivo en un modelo inquebrantable de sociedad política; el respeto al código del honor exige reconocer la preservación del grupo social como algo que está muy por encima de la vida de cada individuo o miembro de ese grupo. Andrómaca lo enuncia con absoluta claridad, y no se engaña cuando advierte que la ruina de los héroes es precisamente su valentía.


Andrómaca: Tu valor te perderá. No te apiadas del tierno infante ni de mí, infortunada, que pronto seré tu viuda; pues los aqueos te acometerán todos a una y acabarán contigo. Preferible sería que, al perderte, la tierra me tragara, porque si mueres no habrá consuelo para mí, sino pesares; que ya no tengo padre ni venerable madre […].

Héctor: Todo esto me da cuidado, mujer, pero mucho me sonrojaría ante los troyanos y las troyanas de rozagantes peplos, si como un cobarde huyera del combate; y tampoco mi corazón me incita a ello, que siempre supe ser valiente y pelear en primera fila entre los teucros, manteniendo la inmensa gloria de mi padre y de mí mismo. Bien lo conoce mi inteligencia y lo presiente mi corazón: día vendrá en que perezcan la sagrada Ilión, Príamo y el pueblo de Príamo, armado con lanzas de fresno. Pero la futura desgracia de los troyanos, de la misma Hécabe, del rey Príamo y de muchos de mis valientes hermanos que caerán en el polvo a manos de los enemigos, no me importa tanto como la que padecerás tú cuando alguno de los aqueos, de broncíneas corazas, se te lleve llorosa privándote de libertad, y luego tejas tela en Argos, a las órdenes de otra mujer, o vayas por agua a la fuente Meseída o Hiperea, muy contrariada porque la dura necesidad pesará sobre ti. Y quizás alguien exclame, al verte derramar lágrimas: «Esta fue la esposa de Héctor, el guerrero que más se señalaba entre los teucros, domadores de caballos, cuando en torno de Ilión peleaban». Así dirán, y sentirás un nuevo pesar al verte sin el hombre que pudiera librarte de la esclavitud. Pero ojalá un montón de tierra cubra mi cadáver, antes que oiga tus clamores o presencie tu rapto […].

Dichas estas palabras, el preclaro Héctor se puso el yelmo adornado con crines de caballo, y la esposa amada regresó a su casa, volviendo la cabeza de cuando en cuando y vertiendo copiosas lágrimas. Pronto llegó Andrómaca al palacio, lleno de gente, de Héctor, matador de hombres; halló en él muchas esclavas, y a todas las movió a lágrimas. Lloraban en el palacio a Héctor vivo aún, porque no esperaban que volviera del combate librándose del valor de las manos de los aqueos (Ilíada, rapsodia VI, vv. 407-503).


He aquí la premonitoria elegía trágica de quien conoce su destino triste y heroico, y se entrega a él con una valentía irreversible. En este diálogo matrimonial Troya explicita su derrota. Al menos dos terceras partes de la Ilíada están constituidas por el discurso directo de un diálogo entre personajes. En sentido estricto, no cabe hablar de diálogo propiamente, como enunciación que se sucede en la alternancia de emisión y recepción de actos de habla, sino que se trata más bien de una disposición de monólogos, pronunciados por los personajes como auténticos discursos, cuyas categorías retóricas resultan muy bien definidas en el marco de una tradición oratoria delimitada formal y semánticamente, y reconocida con claridad en el poema heroico. La Ilíada hace accesible por vez primera a la cultura occidental el valor de esta tradición retórica, expresada en un texto de referencia literaria indiscutible. La poética nace en ligazón con la retórica.

Con palabras y con hechos, desde las figuras del discurso y desde la composición de la fábula, Héctor se dispone como protagonista de una muerte bélica y heroica. Una vez más, la idea política del honor es clave en la interpretación de la fábula. El honor no es sensible a las inquietudes psicológicas particulares o individuales. El honor dicta y objetiva de forma lógica las normas de estructuración y cohesión del grupo o sociedad humana políticamente organizada. El honor de Aquiles, que ofende y hiere Agamenón, está en el comienzo de un conflicto entre dos caudillos aliados. El honor de Héctor le exige luchar y morir a manos de los helenos. La vida del individuo —ética— vale en tanto que se sacrifica por el bien —moral— de la sociedad política a la que este ser humano pertenece. La ética preserva la vida del individuo; la moral preserva la vida del grupo. Sólo en las sociedades democráticas contemporáneas la vida del individuo está por encima de la eutaxia del Estado. Todo lo contrario ocurría en la democracia ateniense y, por supuesto, en las satrapías persas. Y en la totalidad del mundo antiguo, medieval y moderno. Lo mismo cabe decir respecto a los regímenes marxistas, fascistas y totalitarios de las sociedades políticas de la Edad Contemporánea. El mundo homérico es un mundo aristocrático, esencialmente masculino, en el que el ser humano —que pretende la consecución de honor y de gloria— vale lo que materialmente alcanza a través de sus obras bélicas frente a sus adversarios. El honor dispone además que la venganza sea un comportamiento socialmente exigido y personalmente adiestrado. Con todo, la honra no sólo se adquiere por los hechos de armas, sino también, aunque como valor añadido, por la inteligencia en el consejo y la destreza en la oratoria. El honor equivale en el mundo antiguo a un racionalismo sobre el que se fundamenta un orden moral y político, que se pretende además trascendente, y que ningún otro tipo de acción subjetiva o argumentación individualista —de intervención ética, en suma— puede ni debe alterar. Hay en la Ilíada una rapsodia, la XXII, en la que Héctor, sintiéndose perseguido por Aquiles, momentos antes de morir a manos del joven y airado aqueo, protagoniza un soliloquio, probablemente el primero en la genealogía de la literatura occidental, en el que revela el pensamiento de un pacto irenista, de un acuerdo pacificador. Héctor sin duda habría sido un buen diplomático. Pero su papel no es el de un político, sino el de un héroe cuya muerte convierte a la Ilíada en la epopeya trágica y elegíaca que conocemos. La muerte de Héctor hace insignificante el resto de las muertes. Incluso la de Patroclo, y la del mismísimo Aquiles a manos del acoquinado Paris, cuya ejecución es casi un sortilegio, pues el homicida ha de acertar con el talón que Tetis dejó vulnerable en la laguna Estigia.


Héctor: ¡Ay de mí! Si traspongo las puertas y el muro, el primero en dirigirme baldones será Polidamante, el cual me aconsejaba que trajera el ejército a la ciudad la noche funesta en que el divinal Aquileo decidió volver a la pelea. Pero yo no me dejé persuadir —mucho mejor hubiera sido aceptar su consejo—, y ahora que he causado la ruina del ejército con mi imprudencia, temo a los troyanos y a las troyanas, de rozagantes peplos, y que alguien menos valiente que yo exclame: «Héctor, fiado en su pujanza, perdió las tropas». Así hablarán; y preferible fuera volver a la población después de matar a Aquileo, o morir gloriosamente delante de ella. ¿Y si ahora, dejando en el suelo el abollonado escudo y el fuerte casco y apoyando la pica contra el muro, saliera al encuentro del irreprensible Aquileo, le dijera que permitía a los Atridas llevarse a Helena y las riquezas que Alejandro trajo a Ilión en las cóncavas naves, que esto fue lo que originó la guerra, y le ofreciera repartir a los aqueos la mitad de lo que la ciudad contiene; y más tarde tomara juramento a los troyanos de que, sin ocultar nada, formarían dos lotes con cuantos bienes existen dentro de esta hermosa ciudad?... Mas, ¿por qué tales cosas me hace pensar el corazón? No, no iré a suplicarle; que, sin tenerme compasión ni respeto, me mataría inerme, como a una mujer, tan pronto como dejara las armas. Imposible es mantener con él, desde una encina o desde una roca, un coloquio, como un mancebo y una doncella; como un mancebo y una doncella suelen mantener. Mejor será empezar el combate cuanto antes, para que veamos pronto a quién el Olímpico concede la victoria (Ilíada, rapsodia XXII, 99-131).


Héctor se retrata aquí como un estratega deficiente, y sobre todo como un guerrero que parece haber olvidado la razón de la cólera de Aquiles. Al hijo de Tetis no le mueve la victoria sobre los teucros, sino la venganza de Patroclo contra Héctor. Por su parte, el héroe troyano quiere evitar un combate cuya derrota presiente convictamente. Su soliloquio delata un racionalismo pacifista que la ciudad-estado de Ilión no habría aceptado jamás.

La muerte de Héctor precipita el desenlace del poema homérico, mas no el de la guerra. La acción de la Ilíada, lo que los estructuralistas franceses denominarían —siguiendo a los formalistas rusos— el tiempo de la historia o trama, transcurre a lo largo de catorce días, a los que hay que sumar una veintena de inactividad, del décimo año de la guerra de los griegos frente a los troyanos. Al cabo de una década la ciudad cae en manos de la confederación helena, gracias a la astucia de Odiseo, y una vez que Aquiles muere a manos de Paris, quien con una sola flecha le hiere de muerte en el talón. Estos episodios —esenciales en la historia de la guerra de Troya— no se narran en el poema —cuya esencia poética es otra diferente de la histórica o legendaria—, el cual concluye con la audaz visita que Príamo protagoniza en el campamento de los mirmidones, donde reside Aquiles, para recuperar el cadáver de su hijo Héctor.


Acuérdate de tu padre, Aquileo, semejante a los dioses, que tiene la misma edad que yo y ha llegado al funesto umbral de la vejez. Quizás los vecinos circunstantes le oprimen y no hay quien le salve del infortunio y de la ruina; pero al menos aquél, sabiendo que tú vives, se alegra en su corazón y espera de día en día que ha de ver a su hijo, llegado de Troya. Mas yo, desdichadísimo, después que engendré hijos excelentes en la espaciosa Troya, puedo decir que de ellos ninguno me queda. Cincuenta tenía cuando vinieron los aqueos: diez y nueve procedían de un solo vientre; a los restantes diferentes mujeres los dieron a luz en palacio. A los más el furibundo Ares les quebró las rodillas; y el que era único para mí, pues defendía la ciudad y sus habitantes, a ése tú lo mataste poco ha, mientras combatía por la patria, a Héctor; por quien vengo ahora a las naves de los aqueos, a fin de redimirlo de ti, y traigo un inmenso rescate. Pero, respeta a los dioses, Aquileo, y apiádate de mí, acordándote de tu padre; que yo soy todavía más digno de piedad, puesto que me atreví a lo que ningún otro mortal de la tierra: a llevar a mi boca la mano del hombre matador de mis hijos (Ilíada, XXIV, vv. 486-506).


El narrador, omnisciente y objetivo, transmite el relato de hechos y palabras. No da directamente la descripción de los protagonistas, sino que deja ver el efecto dramático que provocan entre sí las diferentes figuras y personalidades del poema: el ejemplo siempre mencionado es el de Helena, cuya belleza no se describe nunca de forma directa, sino a través del juicio y el discurso de los demás personajes. En la épica, como en la tragedia, el sufrimiento del héroe desempeña un papel decisivo[3]. Podría decirse de hecho que el ser humano es heroico en la medida en que asume con valor su adversidad. No por casualidad muchas tradiciones épicas se han basado en una idea fundamental de la experiencia trágica: los ideales heroicos conducen al sufrimiento y a la muerte prematura. Aquiles y Héctor fallecen tempranamente. Ulises y Paris, más hábiles y astutos, sobreviven con holgura. Ha de observarse además algo muy relevante, y es que el sufrimiento de la tragedia no tiene como sujeto al personaje pasivo, sumiso y obediente, como puede serlo el Job del Antiguo Testamento, sino más bien todo lo contrario: el sufrimiento trágico tiene siempre como protagonista a un héroe insumiso, desafiante, rebelde, que se manifiesta enfrentándose a un orden moral trascendente, superior, olímpico. Es el caso de Edipo ante el Oráculo, de Antígona ante las leyes estatales de Creonte y éste ante las divinidades protectoras de los rituales funerarios, de Medea ante las atroces consecuencias del homicidio de sus propios hijos, de Orestes perseguido por las Furias tras ajusticiar a su propia madre Clitemnestra... Job, sin embargo, no se enfrenta a nada, simplemente espera, haciendo de la paciencia la virtud que distingue al impotente. No por casualidad ni el hebreo ni el árabe poseen en su lexicografía una palabra propia para designar lo que los griegos genuinamente llamaron tragedia y comedia.

Los dioses homéricos nada tienen que ver con el dios veterotestamentario. Los dioses homéricos son dioses literarios. Son las primeras divinidades de la literatura propiamente dicha. Sin duda, son los primeros de la literatura crítica o indicativa. Pero, ¿qué significa ser un dios literario? Ante todo, significa algo muy diferente de lo que es Yahvéh y de lo que exige su celoso monoteísmo. Un dios literario es un dios que carece de existencia operatoria, es decir, de realidad. Semejante estatuto es algo que no puede permitirse ningún dios hebreo, cristiano o musulmán, divinidades a las que sus respectivos fieles atribuyen nada menos que la idea y creación del cosmos. Con anterioridad me he referido a esta característica al hablar del concepto de ficción en la literatura (III.6), y al advertir que los materiales literarios constituyen, desde su nacimiento homérico, una profanación, y también una provocación, de los materiales y creencias religiosos. Y así ocurría incluso entre los propios griegos, desde moralistas como Platón, que veían con muy malos ojos el comportamiento indecoroso de los dioses homéricos, hasta los más píos de los helenos, que no dudaban en acusar políticamente de asebeia a quienes fuera necesario ajusticiar por impiedad —entre ellos al propio Sócrates—.

De cualquier modo, hablar de religión en la Grecia clásica es algo que exige precisiones. ¿De qué religión hablamos cuando hablamos de la Grecia homérica, platónica, aristotélica? Por un lado, el dios de los filósofos, desde Tales de Mileto hasta Epicuro e incluso los filósofos helenísticos, es una idea metafísica. A su vez, los dioses de Homero son personajes literarios. Por otro lado, no parece posible identificar en la Grecia antigua y clásica la existencia de una casta de personas encargadas de mantener un culto religioso o un cuerpo doctrinal que diera sentido institucional a los diversos ritos. Los dioses homéricos no proyectan sobre el mundo un plan teológico reconocido y previamente meditado; no disponen tampoco una salvación futura, una condenación o reconversión de la humanidad, sino el desarrollo de una acción en interrelación con la voluntad humana, y siempre más poderosa que ella. Los dioses homéricos, en suma, no se articulan en una teología, sino en una literatura ―su mitología es una poética―, que se identifica a sí misma como crítica e indicativa, y que emerge genealógicamente de tradiciones orales primitivas, cuyos antecedentes más ancestrales comprenden una compleja relación de elementos antropológicos, desde una muy arcaica mitología babilonia y egipcia hasta una muy dogmática religiosidad hebrea, literariamente alejadas y disociadas de Homero o de los poemas épicos a él atribuidos.

Los dioses helénicos se constituyen a partir de un largo proceso en que divinidades de pueblos mediterráneos se amalgaman con creencias míticas llegadas con las migraciones indoeuropeas y sus explicaciones imaginarias de los fenómenos naturales, a partir del antropomorfismo y el politeísmo, dos dimensiones esenciales en la constitución de las religiones secundarias del mundo antiguo (Bueno, 1985). Las religiones primarias o numinosas, propias de un mundo arcaico, divinizan figuras y criaturas animales; las religiones secundarias o mitológicas, introducen la iconología antropomorfa y se codifican en un politeísmo naturalista, que alcanza su máxima expresión en las religiones del paganismo griego y romano; finalmente, las religiones terciarias son aquellas que se articulan en una teología, o filosofía confesional, de modo que se sirven de la razón para justificar idealmente una fe o credo sociopolítico, como es el caso fundamental del cristianismo. Si para interpretar buena parte de la literatura religiosa del Siglo de Oro puede ser útil acudir a la teología cristiana, y particularmente católica, nada de esto es aplicable a la Ilíada o la Odisea. En primer lugar, no cabe hablar de teología en la Grecia clásica. La teología es una teoría idealista sobre la idea de Dios que nace con el desarrollo del cristianismo, en la medida en que los filósofos cristianos medievales incorporan al pensamiento de la Iglesia la filosofía platónica (Agustín de Hipona) y aristotélica (Alberto Magno y Tomás de Aquino), dando lugar respectivamente a la teología dogmática de expansión agustinista —de la que brotarán Lutero y el reformismo protestante— y a la filosofía escolástica promovida ante todo por los dominicos, cuyo racionalismo estará en la base de la Contrarreforma impulsada por los jesuitas posrenacentistas. Toda interpretación de la religión en la obra homérica exige situarse ante materiales religiosos de tipo secundario, es decir, mitológicos y antropomorfos, no teológicos ni incorpóreos (ángeles, demonios, querubines, serafines…). La Ilíada de Homero no es Paradise Lost de John Milton. La obra de este último brota directamente del Antiguo Testamento, es decir, de una lectura miltoniana de la literatura primitiva o dogmática, mientras que la obra de Homero supera el primitivismo y el dogma del mundo arcaico, e instituye lo que desde entonces ha sido y sigue siendo una literatura crítica o indicativa. Y de ella —de la Ilíada y la Odisea— brota a comienzos del siglo XIV una obra singularmente original y magna que, pese a su formato teológico y escolástico, abre las puertas de la modernidad, al anteponer la crítica, construida desde la literatura, al imperativo programático, subyacente en el cristianismo teológico que le sirve de referencia. Me refiero a la Divina commedia de Dante Alighieri.


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NOTAS

[1] El texto homérico de la Ilíada sufrió al menos dos regularizaciones o codificaciones. La primera de ellas afectaría a la expresión y el contenido; la segunda, cuya autoría se identifica con Aristarco de Samotracia, delimitaría lo que suponemos es la materia propiamente homérica, eliminando adiciones posteriores. Aristarco de Samotracia fue director de la Biblioteca de Alejandría en los comienzos del siglo II a.n.E., y se le considera el filólogo más importante de la Antigüedad. Ha de advertirse que la lengua en que está escrita la Ilíada ha sido calificada por algunos estudiosos de «lengua artificial» (Hoz, en Homero, 1954/1996: 13), pues se trata de una lengua que no se corresponde con ninguna de las habladas en la Grecia antigua. Dada su variedad y diversidad de registros y rasgos alternativos, y hasta contradictorios, todo hace pensar en un conjunto de estilos y fórmulas de tradición oral. En la Antigüedad griega había al menos cuatro grupos de dialectos: el jonio, el arcado-chipriota (continuador, junto con el jonio, de los dialectos hablados en los territorios micénicos del segundo milenio anterior a la Era Cristiana), el eolio (de difícil clasificación), y el griego clásico (hablado por los dorios de Esparta y otros estados septentrionales). Con anterioridad a Homero existía una larga tradición de poetas orales. Y esta oralidad, como la improvisación, presentaba diferentes grados de intensidad, capaces de incidir en el acto de creación del poema, así como en su escritura y transmisión. Es indudable que la cultura oral puede proporcionar a una literatura una tradición singularmente valiosa.

[2] Sobre el amor en la Ilíada, y en la literatura grecolatina y renacentista, hasta la obra de Cervantes, es de referencia obligada la obra de Juan Ramón Muñoz Sánchez, De amor y literatura: hacia Cervantes. Vid. esp. Muñoz Sánchez (2012: 34-45).

 [3] «Los trágicos se inspiraron en general en temas de la edad heroica pero transmitidos por la mera narrativa popular o en versiones de poetas épicos de estatura muy inferior a la de Homero, en las que abundaban los sucesos maravillosos y sobre todo predominaba una estructura episódica. Lo que los trágicos hacen con estas versiones es precisamente homerizarlas, extraer un episodio concreto y focalizarlo, dejar al descubierto unas líneas básicas de causa y efecto, y convertir en motor de la acción y del sufrimiento que la acompaña, el carácter y la decisión del héroe trágico» (Hoz, en Homero, 1954/1996: 55).






Información complementaria


⸙ Referencia bibliográfica de esta entrada

  • MAESTRO, Jesús G. (2017-2022), «La literatura homérica: Tu valor te perderá», Crítica de la razón literaria: una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica. Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades del conocimiento racionalista de la literatura, Editorial Academia del Hispanismo (IV, 2.1), edición digital en <https://bit.ly/3BTO4GW> (01.12.2022).


⸙ Bibliografía completa de la Crítica de la razón literaria



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