IV, 4.24 - El poder de los poetas: Rilke, Hardy, Unamuno, Aleixandre, Pessoa, Borges y Luis Alberto de Cuenca

 

Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices





El poder de los poetas:

Rilke, Hardy, Unamuno, Aleixandre, Pessoa, Borges y Luis Alberto de Cuenca



Referencia 
IV, 4.24


El poder de los poetas: Rilke, Hardy, Unamuno, Aleixandre, Pessoa, Borges y Luis Alberto de Cuenca

La poesía ha sido uno de los géneros literarios que en los últimos doscientos años ha contribuido de forma singularmente eficaz y visible al desarrollo de la literatura sofisticada o reconstructivista

A continuación, y sin pretensiones de exhaustividad, voy a referirme de forma puntual a una serie de poetas y de poemas que pueden considerarse excepcionalmente valiosos desde el punto de vista de un uso sofisticado y reconstructivista de las formas y materiales literarios, en concreto por lo que se refiere al ejercicio de una crítica pseudoirracional, es decir, irracional sólo en apariencia, porque de hecho es resultado de la amalgama de un contenido crítico y de una forma poética y estética tan profundamente racionalista como aparentemente ilógica. En la literatura y en el arte, todo irracionalismo es siempre un irracionalismo de diseño racional.



Rainer-Maria Rilke

Piénsese en un poeta como Rainer-Maria Rilke y en un poema como el titulado «La palabra del Hombre me da miedo», perteneciente a su ciclo de composiciones que es posible identificar en español con el título de Autocelebración (Mir zur Feier, 1909).


 

Ich fürchte mich so vor der Menschen Wort

Ich fürchte mich so vor der Menschen Wort.
Sie sprechen alles so deutlich aus:
Und dieses heisst Hund und jenes heiβt Haus,
und hier ist Beginn und das Ende ist dort.

Mich bangt auch ihr Sinn, ihr Spiel mit dem Spott,
sie wissen alles, was wird und war;
kein Berg ist ihnen mehr wunderbar;
ihr Garten und Gut grenzt grade an Gott.

Ich will immer warnen und wehren: Bleibt fern.
Die Dinge singen hör ich so gern.
Ihr rührt sie an: sie sind starr und stumm.
Ihr bringt mir alle die Dinge um[1].

 
La palabra del Hombre me da miedo
 
La palabra del Hombre me da miedo.
Todo lo dice clara y puramente:
Esto se llama casa, aquello perro,
y aquí está el principio y allí el final.
             
Temo sus sentidos, su burla lúdica,
pues lo que fue y será, todo lo sabe;
ni una montaña es capaz de admirar;
su jardín y sus bienes con Dios lindan.
 
Resistiré, os lo advierto: alejaos.
Dulce canto de las cosas… que escucho.
Vosotros las tocáis yertas y mudas.
Y me priváis de ellas para siempre[2].



Estamos ante un poema pensado y construido contra el positivismo decimonónico, contra su idea de ciencia mecanicista y su concepto de racionalismo absoluto y omnipotente. Pudiera parecer que el pensamiento que mueve al autor es un alegato a favor del irracionalismo de la sensibilidad humana, de cualquier forma posible de ideología contraría al absolutismo científico, o simplemente una apología de lo dionisíaco, reducido a la mínima expresión del autologismo y subjetividad del poeta, último superviviente capaz de preservar los valores naturales de un extinto género humano que otrora habitara la Tierra. Pero no es así. Rilke no niega la ciencia ni condena la razón. Este poema no es soluble en Rousseau, ni en Nietzsche, ni en Freud, aunque lo parezca. Rilke critica el uso plenipotenciario desde el que se cree que el racionalismo científico y mecanicista no debe detenerse ante nada, ni siquiera ante las consecuencias más nocivas que su ejercicio irracional provoca en la vida social y natural del ser humano. 

Interpretar poemas de este tipo desde la dialéctica racionalismo / irracionalismo, es decir, desde la oposición entre ciencia e insipiencia, entre naturaleza y política, es someter a la literatura a la inquisición de una falsa dialéctica ―la que enfrenta sin fundamento la razón contra la esencia del ser humano―, para obtener un resultado según el cual se concluye que la razón es mala, nociva y represora, y que por lo tanto, como enemiga del Hombre, debe suprimirse. Ésta es la tesis que está en la base de los escritos de Rousseau, Nietzsche y Freud, como máximos instiladores y promotores de las musas de la ira. Y principales responsables también de una posmodernidad que, sofísticamente, hace un uso pervertido, cínico y fraudulento, además de condenatorio, de la razón humana. Es un fraude disociar la razón del ser humano, porque la facultad de razonar constituye la esencia nuclear de toda actividad humana. Rousseau, Nietzsche y Freud —sería un error involucrar a Marx en esta terna— son los represores del racionalismo humano, no los libertadores de sus condiciones esenciales de vida. Marx no es un represor de la razón humana: Marx es tan sólo la hormona de un idealismo político y filosófico completamente adolescente.

Nada de esto hay en Rilke, un poeta cuya obra es superior e irreductible a los imperativos simplistas de un Rousseau, al irracionalismo teológico de un Nietzsche, o a la fantasmagoría onírica ―y retrometafísica― de un Freud. Rilke critica racionalmente los abusos, excesos y pretensiones de una idea de ciencia y de logos que es inconsecuente con el género humano (política), con la naturaleza (biología) e incluso con las creencias religiosas elementales del más vago teísmo (religión). Pero Rilke no abandona el mundo interpretado, ni la realidad que habita empíricamente, para disociarse de esa supuesta ciencia que rechaza. No se sitúa en ninguna metafísica histórica (el mito naturalista de Rousseau), ni teológica (el cadáver de dios que exhibe Nietzsche), ni inmanente (el mito freudiano del inconsciente). Rilke interpreta el mundo desde la realidad del mundo, y su racionalismo es un racionalismo poético, es decir, está dado a una escala diferente del racionalismo científico o categorial, y, pese a todo, es analizable y sintetizable mediante conceptos e ideas perfectamente coherentes y lógicos.

Su pensamiento es teológico, no ateo (los jardines y bienes del ser humano lindan con los de Dios), y su crítica se repliega completamente a los límites del yo del poeta, desde la supremacía del autologismo y de la subjetividad más misantrópica, en la que se revela y delata toda la desconfianza del poeta hacia la sociedad humana contemporánea. Con todo, «La palabra del Hombre me da miedo» es un poema sumamente cívico, social, político incluso, porque sus preocupaciones críticas se vierten y revierten sobre una cuestión capital que afecta al género humano en su integridad, como es el uso de la razón, es decir, el uso de aquella facultad que permite la interpretación del mundo a través de unos criterios que, por ser comunes a todos, aseguran la comunicación y la convivencia, evitando de este modo la descomposición de la sociedad y de la vida, la cual, o es colectiva o política, o es una regresión o involución, bien hacia la naturaleza salvaje, bien hacia la anomia o el solipsismo patológico. La razón nunca es ni puede ser de un único individuo, porque es social y normativa. Está por encima del yo (autologismo) y del nosotros (dialogismo). La razón es lo que asegura la comunicación, el conocimiento y la convivencia. Es lo que dispone que, a través de una serie de criterios comunes, que se desarrollan, preservan y progresan mediante un sistema educativo y formativo (paideía), los seres humanos podamos entendernos. 

Si la razón, la ciencia, el conocimiento, se convierten en un mecanismo autómata, cuyo despliegue ignore la realidad humana y atienda exclusivamente a los intereses de un grupo o gremio, sea una élite (Ortega), una raza (Hitler), un sexo (feminismo o machismo), un territorio o geografía (nacionalismo), o cualquier otra forma retórica de configurarse como minoría (posmodernidad), entonces no cabe hablar ya de razón, porque lo que no es común a todos no es razonable. La razón no puede reducirse a un dialogismo (la razón del nosotros, del grupo), ni a un autologismo (la razón del yo, del individuo), porque la razón, o es normativa, y se objetiva en unas normas iguales para todos, o es una sofística, destinada a satisfacer los intereses de una minoría, cuyo objetivo es vulnerar los derechos que son, y que deben ser, de todos.

En su poema «Canción de amor» («Liebes-Lied», 1907), Rilke acude a un extraordinario absolutismo metafórico e idealista para expresar la máxima sensibilidad posible del amor en el mundo terrenal y humano. La hipérbole en Rilke nunca es metafísica. Nunca rebasa los límites de lo sensible y de lo empírico, por más que su diseño sea sofisticadamente irreal y extraordinario. «Canción de amor» declara la imposibilidad de habitar o vivir en un mundo donde la presencia del ser amado no se haga sensible e inteligible. La idea de Rilke en este poema es que el ser humano no puede evitar de ninguna manera la sensorialidad y la intelección del amor. La formalización filosófica de tal idea es idéntica a la que encontramos en la lírica de Vicente Aleixandre. Para Rilke, como para Aleixandre, como incluso para el iluso Hegel, no hay más mundo que el mundo material, es decir, que el mundo interpretado (Mi) en sus tres géneros de materia (física [M1], psicológica [M2] y lógica o conceptual [M3]). Dicho de otro modo, en términos llanos: no hay más mundo que el constituido por la realidad en que vivimos (ontología especial: Mi). 

Se niega, pues, como en Hegel, la existencia o postulado de un Mundo metafísico —que Kant llamaría nouménico—, o constituido por una ontología general (M) de materia indeterminada. En su célebre soneto «Amor constante más allá de la muerte», Quevedo situaba la posibilidad del amor en un mundo metafísico y sensible, en el que el sentimiento erótico «polvo será, mas polvo enamorado» perdura vivamente. Para Rilke no hay nada más allá de la muerte, porque, como para Aleixandre, en su racionalismo e idealismo poéticos, lo sensible sólo es inteligible en el mundo terrenal y humano, que resulta inagotable e inconmensurable, fuera del cual nada existe ni nada puede postularse, y cuya máxima expresión antropomórfica es la naturaleza, no como una realidad opuesta al género humano e insoluble en él, sino todo lo contrario: como un hecho del cual brota el ser humano. El eje circular o político sería resultado siempre de una expansión radial, es decir, de la más noble reproducción de la naturaleza. Esta naturaleza es la que se postula como instrumento y agente musical que, con su mano, ejecuta figurativamente la dulce canción de amor en que se objetiva la unión corporal, emocional y lógica de la pareja.


 

Liebes-Lied
 
Wie soll ich meine Seele halten, dass
sie nicht an deine rührt? Wie soll ich sie
hinheben über dich zu andern Dingen?
Ach gerne möcht ich sie bei irgendwas
Verlorenem im Dunkel unterbringen
an einer fremden stillen Stelle, die
nicht weiterschwingt,wenn deine Tiefen schwingen.
 
Doch alles, was uns anrührt, dich und mich,
nimmt uns zusammen wie ein Bogenstrich,
der aus zwei Saiten eine Stimme zieht. 
 
Auf welches Instrument sind wir gespannt?
Und welcher Spieler hat uns in der Hand?
O süßes Lied.
 
 
Canción de amor
 
¿Cómo podría suspender mi alma
para que no se inflame con la tuya?
¿Cómo podría elevarla sobre ti
hacia todo cuanto existe?[3]
¡Ay!, cómo me gustaría preservarla
en un lugar invisible e imposible,
en un lugar extraño y silencioso,
donde no se sienta el latir
de tu más profundo latido.
 
Porque todo lo que nos conmueve, a ti y a mí,
nos une como un arco de violín,
que hace nacer de dos cuerdas,
un único sonido.
 
¿En qué instrumento estamos siendo interpretados?
¿Qué músico nos tañe con su mano?
¡Oh, dulce canción!…[4]



Vicente Aleixandre

Voy a considerar a continuación el poema de Vicente Aleixandre titulado precisamente «Los poetas», recogido en su libro Sombra del Paraíso (1944), como ejemplo de literatura sofisticada o reconstructivista. Se observará que las conexiones con Rilke son estrechísimas.

Como se ha indicado de forma recurrente en la Crítica de la razón literaria, el espacio antropológico es el lugar, el territorio —no metafórico ni simbólico, y en absoluto metafísico—, en el que está constituido y organizado el material antropológico, es decir, es el campo en el que se sitúan los materiales antropológicos (Bueno, 1978). 

La literatura es una parte esencial de ese material antropológico, que puede organizarse en los tres conocidos sectores o ejes: circular, determinado por las relaciones del ser humano con otros seres humanos; radial, que dispone las relaciones del ser humano con la naturaleza; y angular, en que se objetivan las relaciones del Hombre con todo tipo de entidades o referentes numinosos, mitológicos y teológicos. 

Desde el punto de vista del espacio antropológico, la poesía de Aleixandre se presenta como una forma suprema de racionalismo, la cual discurre uniformemente a lo largo de una trayectoria que comienza en la Naturaleza y desemboca en el Hombre, sin pretender en absoluto implicaciones ni apoyaturas religiosas de ningún tipo. Tres obras fundamentales constituyen los referentes literarios determinantes del espacio antropológico en la lírica aleixandrina: Sombra del Paraíso (1944), Mundo a solas (1950) y Retratos con nombre (1965). En la primera de ellas domina el eje radial o de la naturaleza, en el cual todo está vitalmente subsumido; en la segunda, se contiene una yuxtaposición o adecuación entre los ejes circular y radial, entre el ser humano y la naturaleza en que este habita como miembro de una sociedad política que ha de reconstruirse tras la desolación de atroces experiencias históricas; en la tercera, el eje circular o humano determina la formalización del conjunto poético a través de figuras y personas reconocibles, con discretas implicaciones, en ámbitos afines a la llamada «poesía social».

Leopoldo de Luis (1976: 14) afirmó que Sombra del paraíso de Aleixandre e Hijos de la ira de Dámaso Alonso «son las dos grandes deudas que la juventud de postguerra tiene con el 27». El mismo crítico señala algunos rasgos en la genealogía de este poemario: deseo de expresar un «mundo soñado que ansía lo puro y elemental», poemas de ascendencia romántica[5], reflejado en el poder que alcanzan «las fuerzas extrahumanas que arrastran el destino amoroso y trágico», afinidad entre el sueño y la realidad, imágenes telúricas, «fusión de alma y paisaje», etc. (Leopoldo de Luis, 1976: 23).

El poema titulado «El poeta»[6] (Sombra del paraíso, 1944/20052: 473-474), cual íncipit del libro, presenta una imagen mitificada del poeta, convertido en un vate capaz de interpretar el sentido íntimo de los impulsos humanos en el formato de las realidades de la naturaleza y del cosmos. La crítica literaria, y también el propio autor, Vicente Aleixandre, se han referido a estos impulsos humanos como sentimientos elementales, propios de un mundo igualmente elemental y primigenio. Y lo han hecho desde el formato del mito, ubicado en la naturaleza, lejos de cualquier concepción de sociedad política. Ante tales interpretaciones conviene subrayar lo siguiente.

En primer lugar, los impulsos humanos nunca son impulsos elementales, ni primigenios, ni primitivos, sino todo lo contrario. Son con demasiada frecuencia impulsos muy complejos, muy sofisticados y nada irracionales. Lo primigenio, primitivo, natural, espontáneo o incluso mítico suele ser habitualmente una muy solvente cobertura. «Sí, poeta: el amor y el dolor son tu reino», reza el poema. Sin duda, pero el amor y el dolor no son en absoluto sentimientos simples, ni primitivos, sino muy complejos, dadas sus causas y consecuencias, y con frecuencia acaban por desarrollarse de forma muy sofisticada, y nada elemental, como de hecho resulta en la composición de magnas obras de arte, de naturaleza musical, pictórica, escultórica, poética, etc., cuando no en acciones antropológicamente terribles, y complejísimas, como la guerra o el crimen organizado.

En segundo lugar, el mundo mítico, previo al mundo histórico, y por lo tanto prehistórico, en su sentido más firme y literal, es una construcción que siempre tiene lugar desde la más sofisticada razón humana, la cual configura y codifica ese mundo mítico desde la cúspide de una civilización, dentro de cuya plenitud —como sucede contemporáneamente— o de cuya degradación —como sucedió en las décadas de 1930 y 1940—, los seres humanos experimentan un sentimiento de nostalgia por la barbarie (en tiempos de paz) o, dicho de otro modo, un deseo de evasión del presente (en tiempos de guerra) hacia un mundo pacificado por la armonía de la naturaleza y el cosmos, no intervenidos por la belicosidad humana. 

En esta última perspectiva se sitúa buena parte de la obra poética de Aleixandre, y, de modo muy especial, su libro maestro titulado Sombra del paraíso (1944). En su propio título lleva inserta la invocación de un espacio mítico, la apelación de un lugar feliz, genuino, primitivo, utópico, sobre el que se cierne una amenaza factible. Pero no lo olvidemos: los mitos son apariencias de realidad y los espacios míticos son lugares destinados a poblar de espejismos un mundo real. Los mitos sólo existen para encubrir realidades tangibles, que se pretende resulten intocables o desapercibidas, de forma que puedan disimularse y disolverse entre las apariencias del mundo visible. Los espacios míticos, como los paraísos luminosos o ensombrecidos, no han existido nunca. Están fuera de la Historia, y su espacio es un espacio metafísico, retórico e idealista. Pero su construcción es una construcción racional, bien organizada y fundamentada en una concepción humana, natural y teísta (o ateísta, como es el caso de Aleixandre), llevada a cabo desde los recursos de la inteligencia y el pensamiento humanos. El paraíso es siempre obra del hombre, más específicamente, obra del poeta, y nunca obra de dioses. Desde un punto de vista psicológico, el hombre crea a los dioses a imagen y semejanza de sus deseos inalcanzables, entre los que la inmortalidad ocupa el lugar dominante. Inmortalidad que sólo puede concebirse racionalmente en un espacio libre de sombras y amenazas, en el mito del paraíso.

Con todo, el paraíso de la lírica aleixandrina es un paraíso sin dios, habitado por el hombre en pretendida connivencia y armonía con la naturaleza y sus fuerzas cósmicas, por una parte, y presidido por la interpretación de la que el poeta, como conciencia más sensible y luminosa, es capaz de dar cuenta, a través del lenguaje y de la experiencia más humana —el dolor y el amor, esto es, su reino—. Nada más humano, nada menos divino. Incluso la teología cristiana hubo de humanizar a su Dios para convertirlo en protagonista —protagonista míticamente supremo— de estos sentimientos, sólo asequibles al Hombre, y de los que están excluidos el resto de las criaturas, incluidas los dioses, por supuesto. Aleixandre, en su poesía, proyectará y atribuirá tales sentimientos a la totalidad de los elementos que forman parte del eje radial del espacio antropológico: la naturaleza y el cosmos. Pero jamás se los otorgará ni brindará a ningún dios, figura cuya existencia no se reconoce en ningún momento esencial ni accidental de su obra lírica. El referente más próximo a una idea de dios es el del poeta, como intérprete, como hermeneuta, del estar, más que del ser, de la naturaleza: «eres tú, poeta, cuya mano y no luna / yo vi en los cielos una noche brillando». Como ha señalado en este sentido Arlandis:


Un desgarrado impulso le mueve a exigir la figura de un Dios que ponga fin al sufrimiento, sin embargo, sólo encuentra vacío, allí donde debería responder dicha divinidad: la última esperanza del hombre se ha desvanecido en el silencio, creándose un doloroso estado de impotencia (Arlandis, 2004: 128).


Léase a este respecto el poema «No basta» (Sombra del paraíso, 1944/20052: 577-579), que clausura elegíacamente el poemario, cuyas explicaciones, cuyas inquietudes y fuerzas, cuyas ideas, cuyo contenido, en suma, «no basta» para dar cuenta de la complejidad de vida real, amenazada en los momentos de su composición por un mundo enajenado en la atrocidad colectiva. Porque el mito, el mundo elemental, los impulsos simples, no bastan:


No basta el misterio oscuro de una mirada.
Apenas bastó un día el rumoroso fuego de los bosques.
Supe del mar. Pero tampoco basta.


Estamos ante un poema al que hay que prestar mucha atención desde el punto de vista religioso, desde el momento en que equivale a la negación de toda creencia metafísica. Se ofrece una visión alegórica de Dios como algo ajeno al ser humano. Es, en todo caso, una suerte de expresión borrascosa de la Naturaleza. El poema sólo habla del Hombre y de la Naturaleza, aquel brotando de esta última, como ocurre siempre en Aleixandre. El Hombre y la Tierra, lo circular y lo radial. No hay Dios. Lo angular es igual a cero. El poema es un manifiesto del ateísmo. Evidentemente, dios no existe por ninguna parte:



                                           Los cielos eran
sólo conciencia mía, soledad absoluta.
Un vacío de Dios sentí sobre mi carne,
y sin mirar arriba nunca, nunca, hundí mi frente en la arena
y besé sólo a la tierra, a la oscura, sola,
desesperada tierra que me acogía.
 
Así sollocé sobre el mundo.
¿Qué luz lívida, qué espectral vacío velador,
qué ausencia de Dios sobre mi cabeza derribada
vigilaba sin límites mi cuerpo convulso?



Por todas estas razones interpreto la lectura de Sombra del paraíso como una huida racional e idealista de un mundo humano, político, social, asolado por la crueldad y la atrocidad, hacia un mundo psicológicamente más seguro, mucho menos monstruoso y mejor conformado, en su fauna y su bestiario, en su flora y su cosmología, y, sobre todo, en su ausencia de dioses y hombres enfurecidos y enloquecidos por la sevicia. No quiero decir que Sombra del paraíso sea simplemente «literatura de evasión», ni que pueda reducirse a ella, pero sí afirmo que es un poemario que se escribe y se concibe no sólo al margen de ideologías políticas e históricas que habrían acabado por adulterarlo, sino también en contra de un modelo de mundo civil al que se enfrenta y contrapone una idea de cosmos que, no por idealista y mítica, resulta menos racional y coherente que aquel, sumido en la guerra y el exterminio reales y efectivos.

Sombra del paraíso representa, desde su enajenación frente a cuanto sucede en el momento histórico de su composición, entre los años 1939 y 1943, el mito de la nostalgia de un paraíso perdido. Ahora bien, la mitología de ese paraíso se construye siempre con elementos y referentes del mundo real, pero combinados de forma ideal.

El mito de la nostalgia de un paraíso perdido es de tendencia y ascendencia hebraicas: el ser humano se concibe como una criatura devaluada y desterrada desde el momento mismo de su creación divina. El Hombre ha de desarrollarse estructuralmente al margen de su génesis: su estructura antropológica es el resultado del destierro, del desarraigo, de la pérdida irrevocable de su origen paradisíaco. Es un perpetuo expulso, condenado a vivir en la desarmonía de un mundo social y político ajeno a la naturaleza del paraíso original. La figura que interpreta ese cosmos irrecuperable, reconstruido desde la nostalgia del mito y el racionalismo del lenguaje literario, es el poeta.


Dentro de este enmarcado esquema, el hombre debía ser el complemento de la tierra (todos los otros elementos lo tienen), pero quedó fuera de su cumplimiento: estaba llamado a ser inmortal y ser el centro de la perfección cósmica (formar parte del todo) pero al nacer quedó marginado de esa perfección atemporal y perdido entre los límites de sus posibilidades […]. Por otro lado, la base común de estos cuatro patrones de la creación [agua, fuego, aire y tierra] es que están siempre encaminados hacia la luz, no así el hombre, que ha sido conducido a la sombra (Arlandis, 2004: 134-135).


Pero este paraíso no es un mundo elemental, por más que pueda parecerlo, sino una visión ideal e imaginaria de un mundo llamado elemental o genesíaco, visión ideal reconstruida desde una razón ulterior y sofisticada, por una estética y una poética bien fundamentadas.

Prueba de ello es, como señala el propio Arlandis al interpretar a Aleixandre, que el ser humano no es una realidad elemental, simple, primigenia, ni puede reducirse a ella de ningún modo: «Tu planta pisa el barro de que ya eres distinto», reza el poema «Al hombre». ¡Por supuesto! Porque el ser humano no es simple barro, no es polvo que revierte al polvo, sino todo lo contrario: es el sujeto operatorio del mundo interpretado, esto es, su artífice. Y así se confirmará en poemas como «Diversidad temporal» (Retratos con nombre, 1965/20052: 933-934): «Lo que él hizo está hecho y lo que quiso puede». Lo mismo cabe afirmar de la casi totalidad de los poemas constituyentes de En un vasto dominio (1962).


Poemas como «Al hombre», «Destino de la carne» o «La isla» son un ejemplo claro de esa separación entre las fuerzas cósmicas (que siguen un régimen armonioso) y la intrascendencia del hombre que vive en una permanente desarmonía entre el cuerpo y el espíritu (Arlandis, 2004: 137).


Pero esta «desarmonía entre el cuerpo y el espíritu» no es sino la supremacía del espíritu, es decir, del racionalismo materialista de la inteligencia humana (M3) sobre el cuerpo y sus impulsos básicos (M1). Pues no por casualidad el propio Aleixandre afirmará:


Yo soy un materialista, materialista en el sentido de que para mí la materia es el espíritu, de modo que soy en último término un materialista que consagra la materia como única forma del espíritu[7].


Coincido con Leopoldo de Luis (1977: 260), frente a otros críticos muy autorizados (Arlandis, 2004: 133), en suponer que el poema «Los dormidos» puede hacer referencia a los muertos en la Guerra Civil Española, y no tanto «a la mágica naturaleza del poeta como asestador de luz para el ciego hombre que es incapaz de ver más allá de sus limitados sentidos» (Arlandis, 2004: 133). Aleixandre evita en su obra poética, especialmente hasta Historia del corazón (1954) incluida, toda referencia histórica y social explícita. Pero que la evite no quiere decir en absoluto que la ignore. Precisamente porque sólo se puede evitar lo que se conoce y silenciar lo que se sabe. El simbolismo es ante todo la forma fundamental de expresión de este materialismo lírico. «Sin ningún tipo de deidad», subraya Arlandis (2004: 132).

Arlandis (2004: 139 ss) ha señalado tres visiones del paraíso como mito: juventud, con fundamento en Málaga; «sublimación de la pureza y del amor», con fundamento en la imaginación del poeta; y «refugio personal frente al mundo presente», ante la realidad de la posguerra civil española y la II Guerra Mundial. Es evidente que el «paraíso» sólo puede interpretarse como un mito, es decir, como un referente imaginario, utópico y ucrónico, ya que su realidad física, esto es, su M1, es igual a cero. Pero toda explicación imaginaria, es decir, toda mitología, posee siempre un fundamento material, nunca o casi nunca declarado directamente. En Sombra del paraíso, el fundamento material del paraíso como juventud es la ciudad de Málaga. Así lo han reconocido y afirmado el autor y sus críticos.


El poeta, por un azar de su vida, abandonó Málaga en años tempranos; pero en esa edad imborrable, Málaga y sus costas, y sus cielos y espumas, y su profunda aura indefinible, fueron existencia del poeta, masa misma de su vivir, y nadie como él lo sabía cuando muchos años más tarde interiormente descubría, bajo una luz familiar, todo el paisaje inmerso del «paraíso».

En Sombra del paraíso no hay geografía aparente, pero el poema en su ánimo, tantas veces, ¡cómo la reconoce! Desde una distancia ideal bien puede verse cuál es la «Ciudad del paraíso», y pocas alegrías más limpias para él que la de haber leído un día ese poema en el seno de la ciudad misma (Aleixandre, 2002: 373)[8].


El tiempo es la infancia, el espacio es Málaga. He aquí los referentes efectivamente existentes de todo posible mito o idealismo, que, igualmente existentes, imbrican sus raíces en la vida real y material del poeta. Pero el poemario no se escribe ni desde la infancia ni desde la inocencia, sino desde el racionalismo del adulto, que reinterpreta, es decir, desde la razón literaria de un poeta que ya no es un niño. Como Arlandis señala oportunamente, la infancia es para Aleixandre (2004: 141) «una edad en la que se sentía libre, ligero y leve frente a la rigidez del cuerpo que le coarta sus ansias de expresión unitiva». Y como también ha señalado Juan Cano Ballesta (1998: 90), los «recuerdos de la infancia son el punto de partida para el despliegue libre de la fantasía en ese maravilloso mundo imaginario que trata de reconstruir» Vicente Aleixandre.

Como «sublimación de la pureza y del amor» el paraíso, mítico, sólo tiene existencia en la psicología del poeta y en la mente de los lectores. De él sólo puede dar cuenta un racionalismo literario de corte idealista, no materialista: no es posible habitar el paraíso, sino con el pensamiento. Además, el paraíso como «refugio personal frente al mundo presente» —siendo el mundo presente entonces la posguerra civil y la II Guerra Mundial— supone, innegablemente, un uso terapéutico de la escritura, de la poesía y de la literatura, de tendencia, por un lado, evasiva, frente a lo que está sucediendo, y a la vez de reconocimiento y rechazo, al identificarlo precisamente como causa de ese escapismo hacia paraísos mitificados por la imaginación y la memoria, capaces de sustraerse a un presente ruinoso y cruel. La Historia representa una sevicia de la que sólo el mito nos libera. Leopoldo de Luis es uno de los pocos críticos que se ha atrevido a sostener esta interpretación, pues la mayor parte de quienes comentan la poesía del siglo XX lo hacen alienados por la idea de «compromiso», de tal modo que no se atreven a calificar a un poeta sobresaliente de no comprometido, desde el momento en que algo así equivale a desacreditar o devaluar su obra. Tal parece que la poesía no comprometida no es poesía. La realidad, sin embargo, suele ser la contraria.


Se viene interpretando este poema —escribe Leopoldo de Luis a propósito de «Primavera en la tierra»—, vagamente, como un puro sueño irreal de un ayer anterior a los hombres. Pero no podemos olvidar que ese hoy con que arranca la estrofa es el otoño de 1939, y bajo este dato histórico, creo posible un mayor acercamiento a lo real, una nieve y un plomo alusivos a hechos concretos, unos hierros tangibles y privadores de libertad, y unos deseos que fueron efímeros precisamente como consecuencia de todo ello (Luis, 1976: 32).


Considero que Leopoldo de Luis tiene mucha razón, y que es posible interpretar Sombra del paraíso, poemario redactado entre 1939 y 1943, como un «deliberado alejamiento, una voluntaria inhibición del presente, a cambio de iluminar remotos países de armonía y belleza frustradas» (Luis, 1976: 31).

Sin embargo, el poema singularmente más representativo del espacio estético de la lírica aleixandrina que se objetiva en la etapa de Sombra del paraíso es el titulado «Los poetas». Puede interpretarse de pleno como ejemplo referencial de literatura sofisticada o reconstructivista: el poeta se concibe como un ángel desterrado, como un numen, capaz de revelar el sentido oculto del mundo y la esencia de la vida humana. Aleixandre atribuye al poeta un origen metafísico, numinoso, casi mítico. Sus valores se proyectan no sobre la civilización, sino sobre la naturaleza. El poeta brota del eje radial, al que se atribuye un valor numinoso (angular), que haría las delicias de William Blake, John Keats, Novalis o Isidore Ducasse, entre otros muchos.

Todo el poema va envuelto en una estructura dialógica, como respuesta a la pregunta de un interlocutor terrenal e indefinido, pero de dimensiones cósmicas, trascendentes, sobre el cual se yergue, creciente, como un astro, el poeta. Este habla como requerido por una motivación exterior y ajena, asistiendo filantrópicamente a un ruego, que circularmente cierra de nuevo el poema: «Tú preguntas, preguntas…»

Desde el comienzo queda clara, con valor recurrente, la primacía y supremacía del propio poeta, su sensibilidad y también su inteligencia, porque el poeta percibe, siente, valora, juzga: «yo vi…», «el clamor silencioso», «yo vi, yo vi otras alas…» El poeta ve más que los demás, siente más intensamente, y es capaz de una interpretación superior a la del resto de los mortales. Su inteligencia y su sensibilidad poseen un racionalismo sobresaliente y supremo. El poeta percibe y ve lo que nadie logra ver: «¿Quién miró aquellos mundos?», «¿Quién vio…? / Ángeles sin descanso… / … alas lúcidas…». 

El poeta vio, miró, interpretó... Este poeta y visionario —por otro lado profundamente racionalista, desde el momento que no ve nada irracional ni extraordinario, sino realidades ante todo naturales— brota de un escenario floral, como quien despierta de un sueño perfecto, y nace a la consciencia en una suerte de locus amoenus. Su poema no es un triunfo de lo onírico ni de lo irracional, sino un abrir los ojos hacia la realidad natural y primigenia del ser humano, reconstruyendo racionalmente una naturaleza no intervenida por los aspectos nocivos de la civilización[9]

Como ocurre en la mayor parte de su poesía, la naturaleza es objeto de una tropología destinada a su erotización: «Las muchachas son ríos / felices…», y todo en este espacio es «brazos largos», «caricias», «besos», «latidos», «aves silenciosas», «senos / secretísimos, duros», «labios eternos». El erotismo de la naturaleza se hace incluso cosmogónico[10]: «Y la tierra sustenta / pies desnudos, columnas / que el amor ensalzara, / templos de dicha fértil, / que la luna revela»[11]. Este escenario naturalista se expone en connivencia con un sobrenaturalismo aceptado, en el que se objetivan formalmente ángeles y criaturas numinosas, que sirven de lazo unitivo, con su animismo, entre naturaleza viva y cuerpo humano: «Ángeles misteriosos / humano ardor, erigen / cúpulas pensativas…», «Cuerpos, almas o luces», «Ángeles desterrados», «Un amor, mediodía»… 

Pero el poema no afirma una irrealidad ni concluye en el idealismo, sino todo lo contrario. El poeta objetiva la realidad de un «mundo sólido», que da vida «a los hombres». El mundo contrapuesto a la realidad paradisíaca que homenajea y recrea el poema tiene sus límites —la ciudad—, a la que están dedicados los versos últimos: «La ciudad, sus espejos, / su voz blanca, su fría / crueldad sin sepulcro, / desconoce esas alas». La ciudad, pues, objetiva ese espacio antinatural, la alteración que el eje circular (político) ejerce sobre el eje radial (naturaleza). Nótense los atributos negativos —Aleixandre está aquí lejos de la poesía social a la que discretamente se entregará desde finales de la década de 1950—: frialdad, blancura como expresión de vacío, crueldad, sepulcro, ignorancia de los valores naturales… Pero Aleixandre no pierde de vista en ningún momento la realidad del mundo, de modo que toda tropología y figura metafísica encuentra en el poema su corporeísmo vivo e interpretable. Los límites del idealismo aleixandrino son los límites de la realidad. El poema expresa como pocos el contenido del Paraíso y su Sombra, la dialéctica entre la naturaleza y la civilización, el eje radial y el eje circular, Natura y Política, paraíso terrenal —no celestial— y ciudad o urbe[12].



¿Los poetas, preguntas?
 
Yo vi una flor quebrada
por la brisa. El clamor
silencioso de pétalos
cayendo arruinados
de sus perfectos sueños.
¡Vasto amor sin delirio
bajo la luz volante,
mientras los ojos miran
un temblor de palomas
que una asunción inscriben!
Yo vi, yo vi otras alas.
Vastas alas dolidas.
Ángeles desterrados
de su celeste origen
en la tierra dormían
su paraíso excelso.
Inmensos sueños duros
todavía vigentes
se adivinaban sólidos
en su frente blanquísima.
¿Quién miró aquellos mundos,
isla feraz de un sueño,
pureza diamantina
donde el amor combate?
¿Quién vio nubes volando,
brazos largos, las flores,
las caricias, la noche
bajo los pies, la luna
como un seno pulsando?
Ángeles sin descanso
tiñen sus alas lúcidas
de un rubor sin crepúsculo,
entre los valles verdes.
Un amor, mediodía,
vertical se desploma
permanente en los hombros
desnudos del amante.
Las muchachas son ríos
felices; sus espumas
—manos continuas— atan
a los cuellos las flores
de una luz suspirada
entre hermosas palabras.
Los besos, los latidos,
las aves silenciosas,
todo está allá, en los senos
secretísimos, duros,
que sorprenden continuos
a unos labios eternos.
¡Qué tierno acento impera
en los bosques sin sombras,
donde las suaves pieles,
la gacela sin nombre,
un venado dulcísimo,
levanta su respuesta
sobre su frente al día!
¡Oh, misterio del aire
que se enreda en los bultos
inexplicablemente,
como espuma sin dueño!
Ángeles misteriosos,
humano ardor, erigen
cúpulas pensativas
sobre las frescas ondas.
Sus alas laboriosas
mueven un viento esquivo,
que abajo roza frentes
amorosas del aire.
Y la tierra sustenta
pies desnudos, columnas
que el amor ensalzara,
templos de dicha fértil,
que la luna revela.
Cuerpos, almas o luces
repentinas, que cantan
cerca del mar, en liras
casi celestes, solas.
 
¿Quién vio ese mundo sólido,
quién batió con sus plumas
ese viento radiante
que en unos labios muere
dando vida a los hombres?
¿Qué legión misteriosa,
ángeles en destierro,
continuamente llega,
invisible a los ojos?
No, no preguntes; calla.
La ciudad, sus espejos,
su voz blanca, su fría
crueldad sin sepulcro,
desconoce esas alas.
 
Tú preguntas, preguntas...[13]



Ha de insistirse en que este poema es un excelente epítome de Sombra del paraíso. Su temática y su forma están presentes en otros poemas como los titulados «Criaturas en la aurora»[14], «Primavera en la Tierra»[15] o «Arcángel de las tinieblas»[16]. Asimismo, se invoca el «humano ardor», rasgo atribuido a las criaturas numinosas, como los ángeles, y que hace pensar en el título parejo de «Humana voz» —«Duele la cicatriz de la luz…»—, uno de los poemas más expresivos de La destrucción o el amor (1935). Por otro lado, el verso dedicado a «la gacela sin nombre» trae a la memoria inevitablemente el poema del mismo tema compuesto por Rainer-María Rilke, «La gacela». Las concomitancias entre Rilke y Aleixandre son extraordinarias en puntos cardinales de sus obras poéticas, en especial por lo que se refiere a su formalización y materialización literarias de la naturaleza. He aquí el poema de Rilke, «Die Gazelle» («La gacela»), seguido de su traducción española:



Die Gazelle 
 
Verzauberte: wie kann der Einklang zweier
erwählter Worte je den Reim erreichen,
der in dir kommt und geht, wie auf ein Zeichen.
Aus deiner Stirne steigen Laub und Leier,
 
und alles Deine geht schon im Vergleich
durch Liebeslieder, deren Worte, weich
wie Rosenblätter, dem, der nicht mehr liest,
sich auf die Augen legen, die er schließt:
 
um dich zu sehen: hingetragen, als
wäre mit Sprüngen jeder Lauf geladen
und schüsse nur nicht ab, solang der Hals
 
das Haupt ins Horchen hält: wie wenn beim Baden
im Wald die Badende sich unterbricht:
den Waldsee im gewendeten Gesicht[17].
 
 
La gacela 
 
Hechizada… ¿Cómo puede la armonía
de dos selectas palabras alcanzar la rima,
que dentro de ti viene y va, cual si respuesta a una señal?
De tu frente se elevan follaje y lira,
 
y toda tú avanzas ya
como una canción de amor cuyas palabras, suavemente,
como pétalos de rosa, se posan en los ojos,
entornados, de quien ha dejado de leer
 
para mirarte: para enajenarse contigo,
como si tu carrera, pletórica de giros,
no cesara nunca, mientras el cuello
 
yergue la cabeza para oír, igual que si en su baño,
en la floresta, el bañista, sorprendido,
vuelve su rostro a la orilla del boscaje[18].


 

Al igual que ocurre en la lírica de Vicente Aleixandre, la poesía de Rainer-Maria Rilke postula una síntesis entre el ser humano y la naturaleza en la que la criatura animal, en este caso una gacela, es —numinosa y físicamente— el nexo y la alianza. La figura inquieta, agitada, incesante, imposible de concebir estáticamente, de la gacela, atrae toda la atención del poeta. La esbelta gacela lo es todo en la supremacía sinfónica de la naturaleza: movimiento, música, color, energía, atención, luminosidad, dulzura que reposa en los ojos, belleza fugaz que se admira, esplendente, desde el agua en la floresta. La figura adorada del animal es una canción de amor, un Liebeslied, que se abre camino en el corazón de una naturaleza humanizada por la contemplación del hombre.

Otra de las características más socorridas de la literatura sofisticada o reconstructivista a lo largo del siglo XX, especialmente en la poesía, ha sido la formalización lúdica y escindida del yo lírico. Hay poemas en los que el sujeto de la enunciación lírica describe cosas, objetos, realidades completamente exteriores. Se ha hablado a este respecto de «poemas de objeto» (Dinggedichte)[19]. En estos casos el sujeto lírico convierte en contenido de enunciación no el objeto de la vivencia, sino la vivencia del objeto. Hoy es posible admitir que, en el desarrollo de la literatura de Occidente, la lírica, al igual que otros géneros y formas literarias, ha experimentado una evolución poderosa desde lo que podríamos denominar una retórica de la referencia hacia formas expresivas características de una percepción subjetiva de la experiencia humana. Sin duda el discurso autobiográfico ha determinado en esta evolución hacia la subjetividad numerosos puntos de inflexión[20].

Voy a referirme a continuación a una serie de poemas en los que, autores como Miguel de Unamuno, Fernando Pessoa, Jorge Luis Borges o Thomas Hardy, llevan a cabo una sistemática semantización de los objetos presentes en su discurso lírico, desde una perspectiva completamente afín al autologismo de su vivencia más personal, en relación con los referentes materiales y objetuales evocados en la escritura del poema[21]. Se advierte de este modo una estrecha relación entre esta forma de expresión lírica, la Dinggedichte, por una parte, que tan intensamente reproduce y proyecta, sobre la naturaleza física de nuestra realidad más inmediata, momentos decisivos de la vida del autor, y el discurso autobiográfico, por otra, lo que justifica el intento de establecer entre ambas formas literarias una serie de contrastes y analogías en las que el yo del autor se convierte, una vez más, en el protagonista.



Miguel de Unamuno

La obra lírica de Miguel de Unamuno (1864-1936) ofrece numerosos testimonios de poesía autobiográfica, al recoger en sus poemas diferentes experiencias de momentos vitales de su autor (Maestro, 1994). Voy a referirme ahora a dos de estos poemas autobiográficos, correspondientes a la producción lírica de su primer período, anterior a la producción del poemario Teresa, publicado en 1924. Se trata de los poemas que comienzan «Es de noche, en mi estudio», de Poesías (1907), y «Vuelven a mí mis noches», de Rimas de dentro (1923).

El primero de estos poemas se escribió en la Nochevieja de 1906, justo treinta años antes del día en que habría de producirse la muerte de su autor. El discurso lírico describe in fieri el acto de escritura mismo del poema, desde un procedimiento que, sin ser metaliterario, hace pensar en cierto modo en el «Soneto de repente» de Lope de Vega. El autor ocupa en este proceso de escritura un lugar primordial, al convertirse permanentemente en el protagonista de una naturaleza materialmente amenazada por la idea y la inquietud de la muerte.

Al igual que en el poema de Quevedo escrito «Desde la Torre» de Juan Abad, el autor parece yacer en su estudio rodeado de «pocos, pero doctos libros juntos», profundamente inquietado por el paso del tiempo —«en fuga irrevocable huye la hora»—, en un camino inalterable hacia el instante final: «tiemblo de terminar estos renglones...». La soledad, el silencio y la noche sugieren permanentemente la idea de la muerte, y en medio de este contexto, inerme, yace el sujeto vivo, el propio autor en el acto mismo de escritura, rodeado de un conjunto de objetos pletóricos de atributos antropomórficos: «los libros callan», se nos repite dos veces, y en su silencio parecen observar al poeta; paralelamente, en el entorno que ilumina tenuemente una lámpara de aceite ronda «cautelosa la muerte»; el autor no demora decisivas declaraciones biográficas —«pienso en mi edad viril; de los cuarenta / pasé ha dos años»—, en un afán por apurar la vida más allá de toda existencia temporal en la escritura de los versos, que atraviesan, antes de concluir, en la imaginación de la propia muerte: «Los terminé y aún vivo».


 

      Es de noche, en mi estudio.
Profunda soledad; oigo el latido
de mi pecho agitado
—es que se siente solo,
y es que se siente blanco de mi mente—
y oigo a la sangre
cuyo leve susurro
llena el silencio.
Diríase que cae el hilo líquido
de la clepsidra al fondo.
Aquí, de noche, solo, éste es mi estudio;
los libros callan;
mi lámpara de aceite
baña en lumbre de paz estas cuartillas,
lumbre cual de sagrario;
los libros callan;
de los poetas, pensadores, doctos,
los espíritus duermen;
y ello es como si en torno me rondase
cautelosa la muerte.
Me vuelvo a ratos para ver si acecha,
escudriño lo oscuro,
trato de descubrir entre las sombras
su sombra vaga,
pienso en la angina;
pienso en mi edad viril; de los cuarenta
pasé ha dos años.
Es una tentación dominadora
que aquí, en la soledad, es el silencio
quien me asesta;
el silencio y las sombras.
Y me digo: «Tal vez cuando muy pronto
vengan para anunciarme
que me espera la cena,
encuentren aquí un cuerpo
pálido y frío
—la cosa que fui yo, este que espera—,
como esos libros silencioso y yerto,
parada ya la sangre,
yeldándose en las venas,
bajo la dulce luz del blando aceite,
lámpara funeraria».
Tiemblo de terminar estos renglones
que no parezcan
extraño testamento,
más bien presentimiento misterioso
del allende sombrío,
dictados por el ansia
de vida eterna.
Los terminé y aún vivo[22].


 

La proyección del yo del poeta sobre los objetos que forman parte de su vivencia existencial, en la evolución literaria unamuniana, de Poesías (1907) al Cancionero (1936), acaba por proyectarse reflexivamente sobre el propio sujeto, hasta concluir con frecuencia en la expresión de un yo dramáticamente fragmentado, débil, escindido en múltiples posibilidades existenciales, cuando no deconstruido o simplemente negado en su propio lenguaje. De hecho, en el Cancionero el lector se halla definitivamente ante una identidad desmembrada, cuya unidad resulta irreconocible, y cuyas partes permanecen irreconciliables. La imagen especular del sujeto, en la que el propio autor se desdobla, aparece ya prefigurada en poemas como el que acabamos de leer (vv. 31-41). Toda esta retórica del yo no cabe interpretarla sino como un lúdico autologismo poético, por más que autores como Unamuno lo presenten como una auténtica «tragedia existencial».

No es casualidad que Rimas de dentro, que inaugura en la trayectoria poética unamuniana el aislamiento del sujeto en la expresión dialógica, introduzca en sus poemas la autonominación como signo explícito de desdoblamiento textual. El autodiálogo sólo necesita la presencia textual de un yo empírico para iniciar su propia y sofisticada deconstrucción. Si Teresa (1924) representa un largo discurso autodialógico cuyos interlocutores, Rafael y Teresa, no son sino denominaciones formales de un desdoblamiento textual del yo unamuniano, el Cancionero no representa sino la supresión de las primitivas formas de ese yo, y de cuantas notas intensivas había sido depositario a la largo de la lírica unamuniana, con objeto de resolver en el autodiálogo, para deconstruirlas definitivamente, las condiciones plurales de su identidad (Maestro, 1994).

Rimas de dentro representa la introducción de Unamuno como objeto de reflexión dialógica en su propio discurso lírico. En la novela ya se había introducido como persona ficta mucho antes, con motivo de la fábula de Niebla (1914) y su encuentro con Augusto Pérez, el protagonista de la nivola. En el poema VI de las Rimas..., que comienza «Vuelven a mí mis noches»[23], el autor trata de evocar su personalidad tal cual era veinte años atrás, y dispone en el poema la proyección del yo que fue a los veinticinco años (v. 42), al regresar a la casa en que vivió durante su infancia y adolescencia, y volver a pernoctar en el que fuera entonces su dormitorio, con la subsiguiente evocación y semantización de sus objetos más personales; se cumple así el aislamiento del sujeto en su expresión dialógica, frente a un mundo de objetos como testigos mudos de su vivencia, expresión lírica que alcanzará en el Cancionero su estadio más avanzado.



      Vuelven a mí mis noches,
noches vacías,
rumores de la calle,
las pisadas tardías,
rodar de coches,
conversaciones rotas
y desgranadas notas
de un pobre piano,
viejo y lejano.
      Hundióse así el tesoro de mis noches,
en esta misma alcoba,
aquí dormí, soñé, fingí esperanzas
y a recordarlas me revuelvo en vano...,
no logro asir aquel que fui, soy otro...[24]


 

Jorge Luis Borges

Consideraré ahora el poema de Jorge Luis Borges (1899-1985) titulado «Las cosas», recogido en Elogio de la sombra (1969) y reproducido más tarde en El oro de los tigres (1972). Este texto constituye un ejemplo de discurso lírico en el que la ausencia de expresión dialógica por parte del yo poético da lugar a una mirada semántica que interpreta reflexivamente los objetos más allá de su presencia inmediata.



      El bastón, las monedas, el llavero,
La dócil cerradura, las tardías
Notas que no leerán los pocos días
Que me quedan, los naipes, el tablero,
 
      Un libro y en sus páginas la ajada
Violeta, monumento de una tarde
Sin duda inolvidable y ya olvidada,
El rojo espejo occidental en que arde
 
      Una ilusoria aurora. ¡Cuántas cosas,
Limas, umbrales, atlas, copas, clavos,
Nos sirven como tácitos esclavos,
 
      Ciegas y extrañamente sigilosas!
Durarán más allá de nuestro olvido;
No sabrán nunca que nos hemos ido[25]


 

Los objetos no aparecen de forma ingenua o casual en el discurso del sujeto lírico, y su presencia no es meramente testimonial, sino que adquieren una carga significativa que la mirada semantizada del poeta descubre o añade. La mirada semántica del sujeto lírico se utiliza como signo de valor en sí mismo, como expresión metonímica del propio sujeto que asume la enunciación del discurso. Los objetos son y están, tienen presencia óntica; y como signos, además de ser y de estar, significan; poseen presencia semántica. Al margen de toda expresión dialógica, los objetos de la lírica borgeana están considerados en relación con la idea de finitud en que desemboca todo lo existente; si la existencia del objeto depende, según el idealismo más exacerbado, de la del sujeto, con el fin de este («los pocos días / Que me quedan...») aquellas, las cosas, acabarán por persistir inertemente: «Notas que no leerán...», «la ajada / Violeta...», «cuántas cosas... / ... durarán más allá de nuestro olvido». El ser de las cosas queda implicado en el existir humano, en un sofisticado e irónico juego literario de corte muy heideggeriano (por vacuo, no por filosóficos). No olvidemos que Borges convierte a la filosofía en el terrno de juego de la literatura.

Al igual que sucede en la evolución lírica de Miguel de Unamuno, el desarrollo de la poesía borgeana desemboca con frecuencia en un discurso autobiográfico en el que el autor expresa su propia vivencia como sujeto en la semantización de aquellos objetos que han formado parte esencial de su experiencia en la vida. El poeta llega de este modo a proclamar una auténtica reificación (narcisista) de su propio ser.


Soy esas cosas. Increíblemente
Soy también la memoria de una espada [...].
Soy los contados libros, los contados
Grabados por el tiempo fatigados[26].


En otros casos se plantea la cuestión de la otredad del yo —recurso explotado por la fabulación del psicoanálisis hasta la disolución misma del sujeto (disolución verbal, por supuesto)—, y de la diferencia en la identidad (de nuevo Heidegger y los juegos de palabras). El yo del sueño es el complemento o alteridad del yo de la vigilia.


Seré todos o nadie. Seré el otro
Que sin saberlo soy, el que ha mirado
Ese otro sueño, mi vigilia. La juzga,
Resignado y sonriente[27].


Si el sujeto habita imaginariamente un mundo fragmentado, que él mismo debe reconstruir o iluminar, cualquier personaje literario, y el yo lírico lo es en grado sumo, pese a sus posibles implicaciones autobiográficas, constituye siempre un «ego experimental» del Hombre. El sujeto es un ser segmentado biográficamente a lo largo del tiempo en el que se desarrolla su existencia. Todo esto constituye un juego literario y un sofisticado divertimiento poético extraordinariamente explotado por la lírica y la literatura del siglo XX.


Quiero saber de quién es mi pasado.
¿De cuál de los que fui? ¿Del ginebrino [...]
Que los lustrales años han borrado?
¿Es de aquel niño que buscó en la entera
Biblioteca del padre las puntales
Curvaturas [...]?
¿O de aquel otro que empujó una puerta
Detrás de la que un hombre se moría
Para siempre [...]
Soy los que ya no son. Inútilmente
Soy en la tarde esa perdida gente[28].


 

Fernando Pessoa

No puede faltar, en este contexto de desdoblamientos, la sofisticada heteronimia de Fernando Pessoa (1888-1935). Planteamientos semejantes a los expuestos en la lírica de Unamuno o Borges los encontramos en varios poemas de Pessoa, en los que formalmente tampoco hay relaciones dialógicas inmanentes, y la semantización del objeto se convierte en el protagonista fundamental del lenguaje. Es el caso del poema que comienza con los siguientes versos:


A espantosa realidade das cousas
É a minha descoberta de todos os dias.
Cada cousa é o que é,
E é difícil explicar a alguém quanto isso me alegra,
E quanto isso me basta.
Basta existir para ser completo[29].


Con anterioridad a la composición de estos versos, Pessoa confiere a los objetos un estatuto existencial, al afirmar que las cosas no tienen un significado oculto, sino una existencia manifiesta, de modo que se integrarían, al igual que lo humano, en un proceso constante de finitud[30].


Porque o único sentido oculto das cousas
É elas não terem sentido oculto nenhum.
É mais estranho do que todas as estranhezas
E do que os sonhos de todos os poetas
E os pensamentos de todos os filósofos,
Que as cousas sejam realmente o que parecem ser
E não haja nada que comprender.
Sim, eis o que os meus sentidos aprenderam sozinhos:
As cousas não têm significação: têm existência[31].


En la obra lírica de Pessoa la proyección del poeta sobre los objetos percibidos, así como sobre la existencia, real o fingida, de otros sujetos, ocupa un lugar capital, estrechamente relacionado con la cuestión de la heteronimia, como ficción literaria de la persona que escribe. El capítulo 193 de su Livro do desassossego, titulado «Estética del artificio», es sumamente interesante respecto a la lectura e interpretación de la heteronimia del poeta portugués, como demostración de literatura sofisticada o reconstructivista: «La vida perjudica la expresión de la vida [...]. Yo mismo no sé si este yo, que os expongo, en estas sinuosas páginas, realmente existe o tal sólo es un concepto estético y falso que he formado de mí mismo. Me vivo estéticamente en otro. He esculpido mi vida como una estatua de materia ajena a mi ser. A veces no me reconozco, tan exterior a mí mismo me he puesto, y tan de un modo puramente artístico he empleado mi conciencia de mí mismo. ¿Quién soy por detrás de esta irrealidad? No lo sé. Debo de ser alguien» (Pessoa, 1982/1994: 45)[32]. Es admirable cómo los poetas llegan a jugar tan sofisticadamente consigo mismos en sus propias composiciones literarias.

Desde este punto de vista, diferentes interrogantes pueden plantearse al considerar la relación entre heteronimia y lírica autobiográfica. ¿Hasta qué punto es posible identificar como autobiográfico un discurso lírico sancionado por un heterónimo del autor? ¿Cómo interpretar el complejo del doble[33], el diálogo con la propia alteridad[34], tan frecuente en la lírica del siglo XX[35], desde el punto de vista de su relación e implicación con el discurso autobiográfico? ¿Qué hay de «verdad» autobiográfica en el discurso heterónimo? Doctores tiene la posmodernidad que sabrán sin duda responder a tales dudas con más acierto que yo, que sólo las considero bromas literarias —cuidadosamente sofisticadas— de sus respectivos autores.



Thomas Hardy

Alguna diferencia sí me atrevería a constatar a propósito de Thomas Hardy y la semantización que su lírica ofrece de una naturaleza impasible. Thomas Hardy (1840-1928), en el poemario traducido al español bajo el título de El gamo ante la casa solitaria, ofrece un poema titulado «Old Forniture» («Muebles viejos»), sobre la presencia del pasado en los objetos que, semantizados por el poeta, sobreviven al hombre (Hardy, 1952/1999: 178-181). El tema es comparable, en definitiva, al desarrollado por Unamuno, Borges y Pessoa —y muchos otros autores no referidos aquí— en varios de sus poemas, si bien en la lírica de Hardy hallamos nuevas condiciones en este proceso de semantización literaria.

Este poeta inglés ha dedicado la mayor parte de sus páginas a la descripción de una naturaleza impasible ante el dolor humano. Es un poeta de la naturaleza, sí, pero quizás de una naturaleza inerte o insensible a la inquietud del hombre, desposeído del misticismo que se advierte en románticos como Wordsworth o Novalis, o en neorrománticos como Rilke. Atento a los pequeños seres y objetos que pueblan la realidad humana más inmediata, Hardy presenta una naturaleza que ni exalta ni sobrecoge a quien la habita, y cuya mirada se sostiene impasible y exterior a toda forma de existencia y percepción humanas, como demuestran, entre otros, los versos del poema «The Darkling Thrush» («El tordo en el crepúsculo»): «The land’s sharp features seemed to be / The Century’s corpse outleant...» (Hardy, 1952/1999: 42-43).

En todo proceso de semantización de un objeto, o incluso de una naturaleza muerta, conviene distinguir siempre al menos tres elementos, sujeto, objeto y atributo, como invenciones que, procedentes de una vivencia, se imponen cualitativamente, y a posteriori, sobre hechos manifiestos. La rememoración de lo vivido pretende ser equivalente a la vivencia en sí, y el sujeto que, en su observación, recuerda su pasado, a la vez que lo semantiza desde el objeto presente, olvida que ha dejado de ser el que era en el momento genuino y único de la vivencia pretérita.

Desde este punto de vista, es la de Hardy una poesía que expresa la desdicha del presente humano ante una naturaleza que el progreso ha desposeído de sus primitivas y genuinas potencias míticas e imaginarias. Un tema muy finisecular, sin duda, y afín en extremo a poetas como Rainer-Maria Rilke, como se ha indicado con anterioridad. Pero, a diferencia del poeta alemán, Hardy presenta una naturaleza animal insensiblemente disociada de la naturaleza humana. Todo lo contrario ocurría en Rilke, particularmente en poemas como el titulado «La gacela», donde naturaleza (eje radial) y ser humano (eje circular) estaban en perfecta armonía. El poema dedicado a los bueyes («The Oxen»), que insiste en la imposibilidad de verificar una creencia legendaria atribuida a estos animales —«Christmas eve, and twelve of the clock. / Now they are all on their knees...»—, constituye un buen ejemplo de la disolución de los valores de lo imaginario en el seno del mundo moderno. Objetos y seres han sucumbido a un inanimismo definitivo, y sólo el recuerdo del pretérito puede dotarles de un atributo de vivencia capaz de identificarlos con la existencia del ser humano. Ese es quizá el sentido último de los «Muebles viejos», que han «vivido» sobre su propia existencia el paso generacional de múltiples y diversas vidas humanas, ahora inertes en el olvido.

 


                Old Furniture
 
      I know not how it may be with others
Who sit amid relics of householdry
      That date from the days of their mothers’ mothers,
But well I know how it is with me  
                     Continually.
 
      I see the hands of the generations
That owned each shiny familiar thing
      In play on its knobs and indentations,
And with its ancient fashioning
                     Still dallying:
 
      Hands behind hands, growing paler and paler,
As in a mirror a candle-flame
      Shows images of itself, each frailer
As it recedes, though the eye may frame
                     Its shape the same.
 
      On the clock’s dull dial a foggy finger,
Moving to set the minutes right
      With tentative touches that lift and linger
In the wont of a moth on a summer night,
                     Creeps to my sight.
      On this old viol, too, fingers are dancing
―As whilom― just over the strings by the nut,
      The tip of a bow receding, advancing
In airy quivers, as if it would cut
                     The plaintive gut.
 
      And I see a face by that box for tinder,
Glowing forth in fits from the dark,
      And fading again, as the linten cinder
Kindles to red at the flinty spark,
                     Or goes out stark.
 
      Well, well. It is best to be up and doing,
The world has no use for one to-day
      Who eyes things thus-no aim pursuing!
He should not continue in this stay,
                     But sink away.
 


Concluyamos este apartado sobre la literatura sofisticada o reconstructivista con la muestra de una de sus formas más sugestivas, el pastiche. Y tomemos como ejemplo uno de Luis Alberto de Cuenca. En su obra Woyzeck (1837), Georg Büchner pone en boca del personaje de la Abuela, ante una de las niñas que cantan en un corro, el relato de un cuento breve y ciertamente macabro, de indudable trasfondo nihilista, donde se impone un final en el que sólo domina la soledad y el silencio.


Érase una vez un pobre niño que no tenía padre ni madre, todos se habían muerto y yo no quedaba nadie en el mundo. Se habían muerto todos. Y él fue y se puso a llorar día y noche. Y como ya no había nadie en la tierra, quiso ir al cielo, y la luna le miraba tan risueña, y cuando llegó por fin a la luna, era un trozo de madera podrida, y entonces se fue al sol y cuando llegó al sol, era un girasol seco, y cuando llegó a las estrellas, eran mosquitos de oro pequeñitos, que estaban prendidos como los prende el alfaneque en el endrino, y cuando quiso volver a la tierra, la tierra era una olla del revés, y estaba completamente sólo, y entonces se sentó y empezó a llorar y todavía sigue sentado y está completamente sólo (Büchner, Woyzeck, 1837/1992: 202)[36].


He aquí el pastiche que de este motivo literario ofrece intertextualmente Luis Alberto de Cuenca en su poema «Sobre un tema de Büchner»:


Todos se habían muerto. No quedaba
nadie vivo en el mundo salvo un niño
que lloraba y lloraba día y noche.
La Luna lo miraba tan risueña
que quiso visitarla, pero cuando
llegó a la Luna, vio que sólo era
un trozo de madera putrefacta.
Y se fue al Sol entonces, y el Sol era
un girasol reseco, y las estrellas
unos mosquitos de oro diminutos.
Y regresó a la Tierra, que era como
una olla al revés, y estaba sólo,
y se sentó a llorar, y todavía
sigue sentado y está sólo hoy,
llorando amargamente día y noche[37].


La literatura sofisticada o reconstructivista revela claramente que lo lúdico no sólo no es incompatible con la crítica, sino que incluso puede convertirse en una de sus formas más expresivas y, sin duda, simuladamente sofisticadas. Sólo la razón puede enfrentarse a la razón. La única forma racionalista que puede despistar y burlar a un racionalismo adverso, indeseado o inconveniente, y siempre contrario, es aquella que se disfraza de irracional, aquella que, al asumir la indumentaria de la apariencia o la ilusión de lo irracional, seduce, convence y engaña más de lo que lo haría el más perfecto discurso racionalista. La mentira siempre ha sido mucho más atractiva, seductora y convincente que la verdad. La mentira, por sí sola, exige toda una literatura de diseño, muy sofisticada y siempre constructivista. Hay que salir de la verdad ―sin ignorarla nunca― para interpretar la literatura.

 

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NOTAS

[1] Rainer Maria Rilke, «Ich fürchte mich so vor der Menschen Wort», fechado en Berlin-Wilmersdorf, el 21 de noviembre de 1898, y publicado en Mir zur Feier [Autocelebración] (1909/1996: 106).

[2] Traducción española de Maxi Pauser y Jesús G. Maestro. En colaboración con Maxi Pauser se han traducido varios poemas de Rilke, que pueden consultarse, junto a su original alemán, en esta misma obra, en la antología de textos literarios.

[3] Rainer Maria Rilke, «Liebes-Lied», fechado en Capri, a mediados de marzo de 1907, y publicado en el mismo año, en Neue Gedichte [Nuevos poemas] (1907/1996: 450).

[5] Luis Cernuda (1955) señaló la impronta de la lírica de Hölderlin en su segundo ensayo sobre Vicente Aleixandre. Pareja observación la había considerado cinco años antes Carlos Bousoño (1950).

[6] El poema constituye un ejemplo que ilustra un cambio en el espacio poético o estético de la lírica de Aleixandre: el paso de la poesía de influencia purista (Ámbito, 1928) a una poesía que, determinada por el tránsito de la estética surrealista (Espadas como labios, 1932; Pasión de la Tierra, 1935; La destrucción o el amor, 1935), desemboca en la obertura de Sombra del Paraíso (1944). El poeta, protagonista del poema homónimo, se expande radialmente por todo lo que forma parte de la naturaleza del Mundo interpretado (Mi).

[7] Palabras de Aleixandre citadas por Depretis (1994: 48) y por Arlandis (2004: 195).

[8] Apud Arlandis (2004: 140).

[9] Una concepción primigenia y adánica de la naturaleza se objetiva en «Los inmortales», serie de poemas dedicada a los cuatro elementos. Es testimonio del M1 de la Naturaleza: fuego («El Sol», «El Fuego»), agua («La Lluvia», «El Mar»), aire («El Aire») y tierra («La Tierra»). Y del M3 de la civilización: «La Palabra».

[10] La erotización de la naturaleza es tema recurrente en la lírica de Vicente Aleixandre. Vid. al respecto poemas como «Sierpe de amor» (metáfora fáunica de unión amorosa), «Como serpiente» (de nuevo la figura del ofidio permite a Aleixandre construir metafóricamente la expresión íntima y poderosa del amor y el sexo), «Nacimiento del amor», «El desnudo», «Plenitud del amor», «A una muchacha desnuda», «Cuerpo de amor», «Último amor». En la misma línea cabe interpretar al conjunto de sus «poemas paradisíacos», que forman grupo con los de su misma temática en Sombra del Paraíso («Mar del Paraíso», «Ciudad del Paraíso» / «Junio del Paraíso», «Primera aparición», «Bajo la luz primera», «Los besos» y «Cántico amante para después de mi muerte»). «Primera aparición» es poema en el que se identifica el nacimiento o la emergencia de la mujer amada brotando de las sombras e inaugurando la plenitud de la luz diurna, como la creación o génesis del cosmos. El krausismo había ofrecido a los poetas una valoración ética y estética de lo popular, identificado con la naturaleza. Aleixandre transforma los contenidos de la naturaleza en una representación erótica cuyo referente supremo es el cuerpo humano y su sensorialidad más inteligente.

[11] La imagen de la luna, en ocasiones símbolo de una luz o de una realidad falsa, recupera la temática del nocturno, tan patente en Ámbito (1928). «Poderío de la noche», por ejemplo, está dedicado al anochecer, al día que se extingue, y con el que parece extinguirse, también, la vida, en la evocación y recuerdo de un amor que ya no existe. «Noche cerrada», así como «Luna del Paraíso», citan de nuevo al lector con el nocturno, destinado en este último poema a exaltar la fulguración de los elementos de la noche, con la supremacía lunar. «Hijo del Sol», por su parte, es contrapunto del nocturno expresado en el poema que le precede, «Luna del Paraíso», exaltando ahora la supremacía de la plenitud diurna en la figura del astro rey.

[12] Apenas el poema «Al Hombre» preludia en Sombra del paraíso (1944) el contenido de En un vasto dominio (1962), donde lo circular (humano) se integra en lo radial (naturaleza). En Sombra del paraíso el espacio antropológico es todavía un espacio unidimensional, en el que todo es Natura. Como en toda la obra poética de Vicente Aleixandre, la dimensión religiosa es inexistente, y el materialismo y el ateísmo se imponen sin conflictos ni dudas.

[13] Vicente Aleixandre, «Los poetas», en Sombra del paraíso (1944/2005: 512-514).

[14] Este poema confiere a la Naturaleza, y a muchos de sus fenómenos y elementos particulares, un valor numinoso. No mitológico, ni teológico. El mundo se diseña como una construcción inocente. El poema canta la génesis del cosmos, que nace y se concibe en la inocencia, sin conciencia de falta, pecado o nada equivalente. Es una concepción ideal, dorada y nostálgica de un mundo inmaculado, virginal y adánico. Una suerte de «edad de oro». Un mundo previo a la moral humana, ajeno a ella, exento de ella. Es un ejemplo más de literatura sofisticada, que reproduce, desde el artificio más racionalista, una idea de cosmos previo a la razón y anterior a la moral del hombre.

[15] Nueva exaltación lírica y numinosa de los fenómenos de la naturaleza relacionados con la estación primaveral.

[16] La figura del ángel como numen es muy frecuente en poemas románticos, posrománticos y vanguardistas. Alberti les dedicó todo un poemario en Sobre los ángeles (1929), en una demostración sumamente representativa de literatura sofisticada o reconstructivista.

[17] Rainer-Maria Rilke, «Die Gazelle (Gazella Dorcas)», Neue Gedichte [Nuevos poemas] (1907/1996: 469).

[18] Traducción española de Maxi Pauser y Jesús G. Maestro. En colaboración con Maxi Pauser se han traducido varios poemas de Rilke, que pueden consultarse, junto a su original alemán, en la siguiente página de antología de textos literarios de la Crítica de la razón literaria

[19] «Los poemas de este tipo son ejemplos particularmente instructivos aunque también sutiles, por cuanto en ellos hasta el sujeto enunciativo lírico se presenta centrado en el objeto y empeñado en una adecuada descripción de la cosa. De ahí que no sea azar si tales poemas se prestan con particular facilidad a la designación de «textos» y por así decir se agrupan en la frontera que discurre entre enunciación lírica e informativa» (Hamburger, 1957/1995: 174).

[20] Desde la obra de Gusdorf (1948) acerca de la escritura autobiográfica, la introspección del yo se ha puesto en relación con un conjunto de actividades sólo posibles en un sujeto perteneciente a estados avanzados de determinadas civilizaciones; históricamente, este fenómeno se ha vinculado al cristianismo y a la confesión, cuyo ejemplo canónico lo constituyen las Confesiones de Agustín de Hipona. Esta idea de Gusdorf ha sido ampliamente desarrollada por May (1979/1982: 28 ss) a lo largo de los últimos años. Paralelamente, el pensamiento de Bajtín (1975) confirma, desde presupuestos distintos, ideas semejantes a las apuntadas por Gusdorf y May. Las formas autobiográficas del mundo grecolatino no consideraban la vivencia del sujeto como eje fundamental de las referencias biografiables, y así sucedía en géneros afines como la epístola, el encomio o la apología; el cronotopo subyacente a estas formas discursivas era el ágora, y no la vida privada o subjetiva del individuo, frente a lo que sucederá a medida que nos acercamos a las edades Moderna y Contemporánea, donde el protagonismo de la experiencia subjetiva del ser humano es cada vez más intenso, debido sobre todo a la Reforma luterana y al idealismo kantiano.

[21] Pese a la actualidad que puedan suscitar consideraciones de este tipo, no es la primera vez que diferentes autores insisten en la antigüedad de la semantización literaria del objeto como recurso expresivo y procedimiento retórico. En sus trabajos sobre la literatura homérica, Hoz ha puesto en relación el uso de este recurso con la modernidad de la lírica vanguardista europea del siglo XX: «Los objetos, o mejor dicho sus menciones, juegan un papel tan esencial quizá como el de los símiles —dentro de los cuales, por otra parte, se integran a menudo― en la poesía homérica […]. Esa tendencia homérica a cargar de sentido un objeto proyectando sobre él un momento en el tiempo distinto al del relato adquiere a veces un aire curiosamente moderno. Guillén ha cantado el «tablero de la mesa /... / con pesadumbre rica / de leña, tronco, bosque /... / materia de tablero / siempre, siempre silvestre» («Naturaleza viva», de Cántico), y otros poetas contemporáneos han utilizado el mismo recurso, en el que algunos críticos han visto un rasgo novedoso de la lírica novecentista» (Hoz, apud Homero, 1954/1996: 41).

[22] Miguel de Unamuno (1987: I, 209-210), «Es de noche, en mi estudio», de Poesías (1907).

[23] Miguel de Unamuno (1987: II, 79-81), poema VI de Rimas de dentro (1923).

[24] El yo lírico habla de sí mismo, como objeto del enunciado, donde se nominaliza, y lo hace para sí mismo, como consecuencia del desdoblamiento textual, y desde sí mismo, como sujeto de la enunciación lírica; la disposición de la expresión dialógica es completamente centrípeta, de modo que la persona gramatical que recibe la proyección del yo es el propio yo; este último se encuentra en sincretismo con todos los posibles actuantes de la expresión dialógica del discurso (autor, sujeto poético, sujeto interior, sujeto gramatical...), y proporciona en consecuencia un mensaje de lo más compacto desde el punto de vista del poeta y su autorrepresentación polifónica en el discurso. El desdoblamiento se explicita mediante la deixis espacial (el poeta escribe en el cuarto en que vivió su mocedad, y es consciente de cuanto ha cambiado) y temporal (la juventud pretérita resulta inasible desde la madurez presente). El sujeto lírico se desdobla por relación a la temporalidad del discurso: «miro como se mira a los extraños / al que fui yo a los veinticinco años»; la deixis temporal no se expresa mediante lexemas plenos tales como «ayer / hoy», «pasado / presente»..., sino mediante palabras que adquieren un valor semántico que connota tiempo pretérito («auroral fragancia», «mi verde primavera», «mi infancia»), y a través de la perspectiva establecida en las categorías verbales, que excluyen del marco temporal presente en el que se sitúa el sujeto de la enunciación sus vivencias de mocedad: «no logro asir aquel que fui, soy otro [...]. / La realidad presente me las roba. / Los días que se fueron, ¿dónde han ido? / De aquel que fui, ¿qué ha sido?...»

[25] Jorge Luis Borges, «Las cosas» (Elogio de la sombra, 1969), en Obras completas (1923-1985: II, 370).

[26] Cfr. el poema «Yo», de La rosa profunda (1975) (III, 79).

[27] Cfr. el poema titulado «El sueño», en La rosa profunda (1975) (III, 81).

[28] Vid. Borges (1923-1985: III, 106), «All our yesterdays», en La rosa profunda (1975). Esta idea del sujeto como realidad fragmentada estará presente desde la escritura de La rosa profunda (1975) hasta el final de la creación lírica borgeana. La presentación del yo como una realidad existencialmente fragmentada en la sucesividad temporal de la vida, como una sucesión discreta o discontinua del ser, constituye una de las figuras más recurrentes de la sofisticada poética de Borges: «He olvidado mi nombre. No soy Borges [...] / Soy apenas la sombra que proyectan / Esas íntimas sombras intrincadas. / Soy su memoria, pero soy el otro [...] / Soy la carne y la cara que no veo. / Soy al cabo del día el resignado [...] / Soy el que hojeaba las enciclopedias [...] / Soy la brusca memoria de la esfera [...] / Soy el que no conoce otro consuelo / Que recordar el tiempo de la dicha. / Soy a veces la dicha inmerecida. / Soy el que sabe que no es más que un eco [...] / Soy acaso el que eres en el sueño. / Soy la cosa que soy. Lo dijo Shakespeare. / Soy lo que sobrevive a los cobardes / Y a los fatuos que ha sido...» (Borges, 1923-1985: III, 196-197, «The Thing I Am», en Historia de la noche, 1977). El proceso avanza hasta la deconstrucción misma del sujeto autobiográfico, como sucede en el poema «Yesterdays»: «Soy y no soy [...] / Soy lo que me contaron los filósofos [...] / Soy el cóncavo sueño solitario [...] / Soy cada instante de mi largo tiempo, / cada noche de insomnio escrupuloso, / cada separación y cada víspera. / Soy la errónea memoria de un grabado [...] / Soy aquel otro [...] / Soy un espejo, un eco...» (III, 312, «Yesterdays», en La cifra, 1981).

[29] Fernando Pessoa (1990: I, 298), Poemas inconjuntos (1913-1915), poemas de Alberto Caeiro.

[30] Una reflexión teórica acerca de la semántica de objetos en el discurso lírico no dialógico de Borges y Pessoa me obligaría a extenderme demasiado en relación con este juego verbal del yo y sus desdoblamientos o multiplicaciones poéticas y retóricas. No obstante, no conviene olvidar la estrecha relación de analogía, semántica, formal y temática, existente entre los dos poemas de Borges (II, 191) titulados «Ajedrez», de El hacedor (1966), y el de Pessoa (II, 39-44) «Os jogadores de xadrez», perteneciente a las odas de Ricardo Reis, y fechado el 1 de junio de 1916.

[31] Fernando Pessoa (1990: I, 290), O guardador de rebanhos, poemas de Alberto Caeiro.

[32] En otro lugar del mismo libro insiste sobre idéntica idea: «He creado en mí varias perso-nalidades. Creo personalidades constantemente. Cada sueño mío es inmediatamente, en el momento de aparecer soñado, encarnado en otra persona, que pasa a soñarlo, y yo no. Para crear, me he destruido; tanto me he exteriorizado dentro de mí, que dentro de mí no existo sino exteriormente. Soy la escena viva por la que pasan varios actores representando varias piezas» (Pessoa, 1982/1994: 51).

[33] «Cada uno de nosotros es varios, es muchos, es una prolijidad de sí mismos [...]. En la vasta colonia de nuestro ser hay gentes de muchas especies, pensando y sintiendo de manera diferente [...]. Y todo este mundo mío de gente ajena entre sí proyecta, como una multitud diversa pero compacta, una sombra única […]. ¿A quién asisto? ¿Cuántos soy? ¿Quién es yo? ¿Qué es este intervalo que hay entre mí y mí? […]. De lo que soy a una hora, a la hora siguiente me separo; de lo que he sido un día, al día siguiente me he olvidado [...]; quien, como yo, no es quien es, vive no sólo en el mundo exterior, sino en un sucesivo y diverso mundo interior» (Pessoa, 1982/1994: 44-46).

[34] «Vivir es ser otro. Ni sentir es posible si hoy se siente como ayer se sintió: sentir hoy lo mismo que ayer no es sentir: es recordar lo que se sintió ayer, ser hoy el cadáver vivo de lo que ayer fue la vida perdida» (Pessoa, 1982/1994: 95).

[35] Llegados a este punto, cabe citar las siguientes palabras de Octavio Paz como una muestra de total y absurda verborrea sobre el otro, lo otro, la otredad y lo que surja por el camino: «Lo Otro es algo que no es como nosotros, un ser que es también el no ser [...]. Ese Otro es también yo. La fascinación sería inexplicable si el horros ante la ‘otredad’ no estuviese, desde su raíz, teñido por la sospecha de nuestra final identidad con aquello que de tal manera nos parece extraño y ajeno [...]. La experiencia de lo Otro culmina en la experiencia de la Unidad. Los dos movimientos contrarios se implican. En el echarse hacia atrás ya late el salto hacia adelante. El precipitarse en el Otro se presenta como un regreso a algo de que fuimos arrancados. Cesa la dualidad, estamos en la otra orilla. Hemos dado el salto mortal. Nos hemos reconciliado con nosotros mismos» (Paz, 1956/1992: 129-133). Así es como la interpretación de la literatura se convierte en una estupidez. 

[36] Cito según la traducción española de Gauger en la edición que figura en la bibliografía literaria final. El texto original alemán, de acuerdo con la versión de Werner R. Lehmann, dice así: «Es war eimal ein arm Kind und hat kein Vater und kei Mutter, war Alles tot und war Niemand mehr auf der Welt. Alles tot, und es ist hingangen und hat gerrt Tag und Nacht. Und wie auf der Erd Niemand mehr war, wollt’s in Himmel gehn, und der Mond guckt es so freundlich an und wie’s endlich zum Mond kam, war’s ein Stück faul Holz und da ist es zur Sonn gangen und wie’s zur Sonn kam, war’s ein verwelkt Sonneblum und wie’s zu den Sterne kam warn’s klei golde Mücke, die warn angesteckt wie der Neuntöter sie auf die Schlehe steckt, und wie’s wieder auf die Erd wollt, war die Erd ein umgestürzter Hafen und war ganz allein und da hat sich’s hingesetzt und gerrt und da sitzt es noch und ist ganz allein» (Büchner, Woyzeck, 1837/1999: 252).

[37] Luis Alberto de Cuenca (2007: 362), «Sobre un tema de Büchner», Los mundos y los días. Poesía 1970-2002. Sobre la obra poética de Luis Alberto de Cuenca, es de referencia la monografía de Luis Miguel Suárez Martínez, La tradición clásica en la poesía de Luis Alberto de Cuenca (2010).






Información complementaria


⸙ Referencia bibliográfica de esta entrada

  • MAESTRO, Jesús G. (2017-2022), «El poder de los poetas: Rilke, Hardy, Unamuno, Aleixandre, Pessoa, Borges y Luis Alberto de Cuenca», Crítica de la razón literaria: una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica. Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades del conocimiento racionalista de la literatura, Editorial Academia del Hispanismo (IV, 4.24), edición digital en <https://bit.ly/3BTO4GW> (01.12.2022).


⸙ Bibliografía completa de la Crítica de la razón literaria



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