IV, 4.20 - El diálogo en la lírica. Teresa de Miguel de Unamuno y La voz a ti debida de Pedro Salinas

 

Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices





El diálogo en la lírica. Teresa de Miguel de Unamuno y La voz a ti debida de Pedro Salinas


Referencia IV, 4.20



L’unique perde ses propriétés substantielles.

Gaston Bachelard (1931 / 1971: 11).

 


El diálogo en la lírica. Teresa de Miguel de Unamuno y La voz a ti debida de Pedro Salinas

Un estudio del uso de la interlocución en el discurso lírico comienza con una reflexión sobre los distintos procesos semiósicos (expresión, significación, comunicación, etc.) y su vinculación con los diferentes tipos de sujeto emisor que los produce (esencial, existencial, lúdico, geminado...). El análisis de los diversos procesos de interacción (diálogo) y comunicación (dialogismo) que es posible observar en Teresa (1924), de Miguel de Unamuno, y La voz a ti debida (1933), de Pedro Salinas, resulta especialmente interesante desde el momento en que en ambas obras se aprecia una formulación diferente de los procesos de apelación y construcción de la segunda persona (), así como de los procedimientos de que se sirve el sujeto lírico para expresar sus propias competencias (semántica, lingüística, lógica...) y modalidades (querer, saber, poder...) en el uso del lenguaje.

A partir de presupuestos convencionales que sitúan al sujeto en el centro mismo de las categorías lingüísticas más fundamentales, trataremos de demostrar que la funcionalidad principal de la expresión dialógica en la lírica reside especialmente en la manifestación polifónica de un sujeto sometido a la discrecionalidad o discontinuidad de su yo, bien por su particular deseo de expansión (hablar a: comunicación) o de segmentación (hablar entre: interacción), bien por sus relaciones de identidad con un lenguaje metafóricamente diseminado o disgregado (multiplicidad retórica del yo).

 

 

El sujeto de la enunciación lírica

La voz responsable de la enunciación lírica admite con frecuencia diferentes posibilidades de modalización y expresión textuales. Tal variedad permite la presentación de algunas tipologías que faciliten su comprensión en cada uno de los procesos semiósicos. Proponemos, a continuación, una clasificación del sujeto lírico ―o yo poético― que, realizada a partir de la obra poética de Miguel de Unamuno, puede aplicarse al discurso de otros autores, introduciendo las alteraciones que resulten convenientes, por lo que pretende validez general, y atiende en su planteamiento al grado y a los procedimientos de modalización que adquiere el Sujeto en el discurso lírico, como creación explícitamente ficticia y textual de la obra literaria. Distinguimos, pues, los siguientes tipos de sujeto poético modalizables en el discurso lírico.

 

1. Heteromimético o heterotextual sería aquel sujeto de la enunciación lírica que no se modaliza en el enunciado, ni deja en él marcas formales de su presencia en el conjunto textual. El poema adquiere, en consecuencia, una función representativa (García Berrio, 1980) que subraya la presencia literal de terceras personas o realidades objetuales, desde las que implícitamente puede hacerse referencia al sujeto del discurso, como de hecho resulta frecuente, preservando, no obstante, en todo momento la ausencia textual del sujeto lírico en la disposición formal del discurso. El poema «Arbol solitario», del libro Poesías (1907), puede aducirse como ejemplo de sujeto heteromimético (Unamuno, 1966-1971: VI, 206).

 


Arbol solitario
se alza en campo yermo,
desafía las iras
del rayo del cielo.
La tormenta cuajó y suelto el rayo
tronchó del árbol el robusto tronco;
¡ay del árbol solo
que en un campo yermo
desafía las iras
del rayo que es ciego!

 

 

2. Esencial o trascendente es aquel sujeto que se dispone en el discurso lírico como ser humano delimitado en sus condiciones universales, concretas e intemporales, por relación a las que se sitúa como responsable inmanente de la enunciación. Los términos esencial y trascendente se utilizan aquí con cierta libertad, de modo que su sentido convencional puede matizarse. Puede verse, como ejemplo, el soneto titulado «Agüero de luto» (XCII), de Rosario de sonetos líricos (1911) (Unamuno, 1966-1971: VI, 390). Éste es, además, el yo de La voz a ti debida.

 

 

      Cubre mi frente ya la espesa bruma
de la tarde que lanzan los regajos
de la vida; vapor es de trabajos
del sufrimiento. Al corazón abruma
 
      con hebras de agua helada que rezuma
de su seno; con ellas los cascajos
baña de la ilusión y espumarajos
fragua donde esperanza se me esfuma.
 
      Cuando salga mi luna no he de verla
blanco brillar sobre mi negra ruta,
del anillo del dedo de Dios perla,
 
      que va marcando de su mano enjunta
el golpe soberano hasta ponerla
sobre mi frente que el aguero enluta.

 

 

3. Existencial o personalizado sería aquel sujeto que se dispone en un discurso lírico cuyo predicado versa sobre el existir mismo del sujeto, o sobre alguna de sus condiciones personales de existencia. La disposición en el poema de un sujeto esencial alude con frecuencia a un modo en el cual se supone que el hombre es; la disposición de un sujeto existencial remite, por su parte, a la determinación del hombre como ser existente en condiciones concretas que precisan en el mismo discurso el modo, el cómo, el cuándo o el dónde de la existencia. El sujeto lírico sólo podrá denominarse existencial o personalizado si se dispone en el mensaje como ser existente, y si adquiere el sentido de su existencia por relación al contexto intratextual en que se sitúa, como marco inmediato de referencias que permiten interpretarlo, al predicar el existir mismo de su propia persona. El poema que comienza «Es de noche, en mi estudio» ―sobre el que volveremos más adelante―, que hace el número tres del epígrafe «Incidentes domésticos», del libro Poesías, constituye una demostración bien explícita de discurso que incluye al sujeto que lo piensa y escribe en sus condiciones inmediatas de existencia y subjetividad.

 

4. Desdoblado o geminado: Sería aquella categoría que, como responsable inmanente de la enunciación lírica, dispone en su propio discurso un proceso semiósico, bien de comunicación, bien de interacción, en el que él mismo se introduce como actuante de la expresión dialógica, al ocupar, además del lugar que le corresponde de facto como emisor interno, la posición de Sujeto Interior o destinatario inmanente, en el proceso de comunicación, o la de interlocutor o actuante que lleva el segundo turno en el diálogo, en el proceso de interacción. Véase, como ejemplo, el soneto titulado «Salud no, ignorancia» (LXXX), de Rosario de sonetos líricos (Unamuno, 1966-1971: VI, 382).

 

 

      Te vuelves ya de un lado, ya del otro,
en busca de reposo; ni a la izquierda
ni a la derecha le hallas, que es un potro
la cama para ti. Pero recuerda
 
      cuando en tu vida pública peores
que esa dolencia a muchos les consume
el alma triste, y no se la empeores
con fáciles diatribas. Quien presume
 
      de consecuente es como el hombre vano
de su salud que al pobre enfermo insulta
haciendo de sus fuerzas arrogancia;
 
      un día cae el presumido sano,
en la pizarra se le ve y resulta
que no era su salud sino ignorancia.

 

 

5. Formal o retórico es aquel que se dispone en el discurso lírico como un personaje que usurpa formal o retóricamente la identidad del yo autorial que lo suscribe, es decir, que adquiere en el texto una configuración absolutamente imaginaria a partir de determinados procedimientos retóricos, merced a los cuales una lectura inmediata del discurso deroga las posibles relaciones de forma ―que no de sentido― con el autor real del mismo (sincretismo, identidad, empatía, recurrencia...). Es lo que sucede en el libro Teresa (1924), del que extractamos la rima 15. Quien habla aquí es Rafael, el poeta del que Unamuno confiesa haber recibido los versos que, dedicados a la novia de este poeta, Teresa Sanz, don Miguel publica como mero mediador[1].

 

 

Si tú y yo, Teresa mía, nunca
nos hubiéramos visto,
nos hubiéramos muerto sin saberlo:
no habríamos vivido.
Tú sabes que moriste, vida mía,
pero tienes sentido
de que vives en mí, y viva aguardas
que a ti torne yo vivo.
Por el amor supimos de la muerte;
por el amor supimos
que se muere: sabemos que se vive
cuando llega el morirnos.
Vivir es solamente, vida mía,
saber que se ha vivido,
es morirse a sabiendas dando gracias
a Dios de haber nacido.

 

 

6. Ideológico o comprometido sería aquel que se dispone en un discurso lírico cuya función referencial, comprometida con la expresión de un determinado mensaje, domina sobre la función poética, o trata al menos de hacerse compatible con ella. Las notas definitorias de este tipo de emisor inmanente resultan determinadas de forma específica por la relación que establece con el universo semántico que comunica y la posición que él mismo adquiere, desde presupuestos ideológicos y axiológicos, frente a esa visión del mundo que, necesariamente de forma discreta o discontinua, presenta como forma de comunicación cuyos efectos perlocutivos adquieren valor transitivo fuera de los límites textuales. Tal es lo que sucede en buena parte de los poemas del libro De Fuerteventura a París (1925), y en la serie de los dieciocho romances con que se cierra el Romancero del destierro (1928), obras que representan en la trayectoria lírica de Miguel de Unamuno la inserción de un sujeto lírico de naturaleza ideológica o comprometida con la situación política y social de España entre 1924 y 1931.

 

 

      Ese cerdo epiléptico que gruñe
pedanterías de rigor, rezuma
la bilis de Caín, cenizas fuma
de aquella patria cuya unión nos muñe.
 
      A España el corazón se le engurruñe
del lívido terror con que le abruma
y no columbra entre la negra bruma
del porvenir donde su estrella acuñe.
 
      Con su miedo amedrenta ese bellaco
y se cobra además, que en su artería,
se mete a sangre a la vez a saco;
 
      se le rinde cobarde burguesía
y se le presta dócil al atraco,
que ellos se entienden y Mamón los guía.

 

 

7. Lúdico. Podríamos definirlo como aquel sujeto discursivo que «juega», sin aparente finalidad, con las formas y sentidos que introduce en su poema. Tal sería su actividad principal en la expresión discursiva, como fuente intrínseca de placer limitada conceptual y formalmente. El yo lúdico se esmerará de modo singular en la formulación de ideas formalmente desviadas de su contexto habitual, y aparentemente desposeídas de su sentido originario, con objeto de subrayar una inestable diferencia entre la realidad y el sentido que comunica y la trasposición estilística que les ofrece como marco de expresión, a través de la cual suprime en el sentimiento los valores conceptuales o afectivos. Véanse los poemas finales del Romancero del destierro, especialmente el titulado «Aritmética», que reproducimos a continuación (Unamuno, 1966-1971: VI, 769).

 

 

Aritmética
 
2 y 2 son 4,
4 y 2 son 6,
6 y 2 son 8,
y 8 16,
y 8 24,
y 8 32,
¡ánimas benditas,
me arrodillo yo!
 
(De una canción de rueda que, siendo niño, oía cantar a las niñas)
 
2 por 2 son 4,
2 por 3 son 6,
¡ay qué corta vida
la que nos hacéis!
3 por 3 son 9
2 por 5 10
¿volverá la rueda
la que fue niñez?
6 por 3 18
10 por 10 son 100.
¡Dios! ¡No dura nada
nuestro pobre bien!
infinito y 0
¡la fuente y la mar!
¡Cantemos la tabla
de multiplicar![2]

 

 

8. Deconstruido. En un discurso lírico, hablaremos retóricamente de un Yo deconstruido o diseminado cuando el sujeto emisor responsable de la enunciación del mensaje se desdoble textualmente en su propio discurso (Yo / Yo) y, tras someter a las entidades geminadas a un proceso semiósico interactivo, en el que el propio yo parece dialogar consigo mismo, ofrece como resultado último la imposibilidad de comunicación y de conocimiento del ser humano sobre sí mismo. El lenguaje destruye constantemente la posibilidad de definir aquello de lo que hablamos y de decir aquello que somos. El sujeto, seguro de que el lenguaje no sirve para comunicarse con la alteridad, trata de dialogar consigo mismo; es entonces cuando se desdobla, se habla a sí mismo, cuestiona los límites de su propia conciencia, destruye la unidad de su identidad, subraya la diferencia frente a sí mismo (Yo # Yo), se inscribe en el sistema de las diferencias lingüísticas, y concluye en la negación ―expresada a través del mismo lenguaje del que desconfía y reniega― de la posibilidad de comunicarse consigo mismo. La disgregación del sujeto, fruto del transcurrir temporal de la existencia humana, es una inferencia de la diseminación del lenguaje. Pueden servir de ilustración a este respecto los poemas núms. 287, 540 y 738 del Cancionero (1928-1936). Nos detendremos más adelante en el último de éstos.

 

 

Nos eres El, Tú o Yo?
Más adentro aún que dentro
de nosotros ―quién lo vió?
fuera, en nuestro circumcentro.
 
Tú o yo?
Yo contigo, tú conmigo;
tú y yo.
Yo y tú hace el amigo;
no es más que uno;
te lo asegura Unamuno.

 

 

Una clasificación análoga podría proponerse para cualquier destinatario inmanente o sujeto interior () del discurso lírico, advirtiendo las limitaciones características de la segunda persona gramatical y sus particulares notas intensivas. Con frecuencia, es posible observar en la poesía lírica una armonía relativamente estable entre procesos semiósicos e instancias locutivas: veremos, desde este punto de vista, que en La voz a ti debida predominan los procesos semiósicos de comunicación y un sujeto lírico de tipo esencial, mientras que en Teresa, de Miguel de Unamuno, el proceso recurrente resulta de la interacción de dos sujetos formales o retóricos, Rafael y Teresa, que parecen instituir en el discurso una geminación textual (Yo / Yo) del autor real del mismo.

 


Teresa o el diálogo, La voz a ti debida o el dialogismo

Teresa y La voz a ti debida son dos poemarios de tema amoroso en los que la mujer se presenta como un sujeto de la expresión dialógica. Conviene, sin embargo, distinguir inmediatamente, desde el punto de vista de la semiología literaria, la diferencia entre los términos diálogo y dialogismo, ya que el papel de los interlocutores en uno y otro proceso verbal es susceptible de transformaciones esenciales.

Por diálogo podemos entender aquel proceso verbal interactivo en el que dos o más interlocutores alternan in fieri su actividad en la emisión (producción) y recepción (interpretación) de enunciados, con un valor funcional explícito ―del que carece por ejemplo la conversación― por el que dos o más individuos determinan voluntariamente hablar sobre un determinado tema, al que sitúan en el centro de sus reflexiones discursivas, y cuyo desenvolvimiento permite la construcción de un mensaje que avanza mediante secuencias expresadas por varios hablantes. El diálogo tiene unas las exigencias de tipo formal, que atañen a la continuidad y fragmentación del discurso dialogado, y semántico, que confiere unidad al mensaje merced a la relación comunicativa que se establece entre los hablantes, pese a que cada uno de ellos utilizada el lenguaje desde su propia competencia y sus propias modalizaciones en el momento de hablar (doble codificación), e instituye o aporta su propio contexto o marco de referencias respecto a los cuales hay que interpretar sus intervenciones.

El diálogo es un discurso que se caracteriza precisamente por la exigencia de amplias libertades ―dativas, genitivas y ablativas― para su manifestación: puede reproducirse a través de medios orales o escritos (eje visivo-estable o acústico-momentáneo de la comunicación), no se ajusta a la simetría de roles entre los interlocutores (desajuste de las modalidades querer, saber, poder), requiere un intercambio de turnos, permite que la dimensión semántica (el tratamiento de un tema, competencia cognoscitiva...) resulte tan importante como la pragmática (competencia retórica, discursiva, lógica...), exige tanta coherencia o disposición argumental como conexidad o competencia lingüística, sobrepasa las pruebas de regulación a que pueden someterlo las máximas o principios conversacionales (Grice, 1975), situándolas en una perspectiva reduccionista, etc.

Por dialogismo entendemos, sin embargo, todo proceso semiósico por el que se ponen en relación un receptor y un emisor mediante un código común, es decir, que se configura como aquel proceso verbal interactivo (acaso también paraverbal y kinésico) en el que un receptor interpreta todos los signos ―convencionales o no― que crean sentido en el conjunto del discurso.

Desde tales presupuestos, podemos admitir que el diálogo sólo puede manifestarse a través de un proceso semiósico de interacción, mientras que el dialogismo fundamenta nada menos que los procesos de comunicación, interacción y transducción. De este modo, hablaremos de Teresa como de un amplio discurso lírico que, a través de un proceso de interacción, manifiesta un diálogo entre dos personajes, Rafael y Teresa, en el que la mujer alterna con su enamorado el papel de la primera persona (yo) en el uso de la palabra, mientras que La voz a ti debida se configura como un dilatado poemario en el que, a través de un proceso semiósico de comunicación, se manifiesta una relación dialógica (dialogismo, que no diálogo) entre dos interlocutores, de tal modo que uno de ellos, la mujer, permanece inalterablemente en la segunda persona gramatical (), como oyente o destinatario interno del discurso (Sujeto Interior del poema), que actúa sobre la competencia y modalidades comunicativas del emisor, merced al feed-back o efecto retroactivo que protagoniza el oyente frente al hablante.

Las limitaciones y posibilidades que se derivan del carácter dialógico del discurso lírico se encuentran en relación inmediata con el específico proceso de comunicación que se pretende lograr con ella. Del mismo modo que en el discurso filosófico el uso del diálogo crea su sentido argumentado con palabras plenas semánticamente, y sigue una estructuración lógica en su desarrollo; el diálogo dramático presenta como nota destacada el uso de la deixis con un valor performativo inmediato, así como en el texto narrativo el diálogo suele incluirse como recurso connotador de mímesis, en su acercamiento a la realidad, que formalmente tiene siempre la categoría de «lenguaje referido», en el discurso lírico el diálogo representa ante todo la expansión del yo.

Frente al diálogo dramático, que crea su sentido al originar una sucesión de desequilibrios modales entre los interlocutores, lo que les obliga a adoptar diferentes estrategias conversacionales según su propia competencia modal (saber, poder, querer hacer), en el discurso lírico, el dialogismo representa siempre un proceso semiósico de comunicación (hablar a) que crea sentido al originar una expansión del yo hacia un determinado destinatario inmanente, el cual sirve al poeta de caja de resonancia en la expresión ―ya dialógica― de sus propias inquietudes; paralelamente, la disposición en el discurso lírico de un diálogo representa siempre la textualización de un proceso semiósico de interacción (hablar con, hablar entre), en el que con frecuencia toma parte el sujeto poético de la enunciación lírica, de modo que el diálogo mismo crea sentido al originar una escisión o segmentación del yo hablante, quien se duplica ―o multiplica― en una pluralidad de interlocutores.

En otros casos, el discurso lírico reproduce un diálogo en el que el sujeto poético no interviene, de modo que no es posible hablar de escisión o segmentación del yo lírico, sino de recursividad literaria, con objeto de designar las posibilidades de derivación recursiva de que es capaz el lenguaje verbal, al volverse totalmente sobre sí mismo como proceso ―no como tema, lo que da lugar al metalenguaje. En una estructura comunicativa de estas características, el diálogo presenta el estatuto de un «discurso referido», frecuente en Teresa, en el que el sujeto lírico no interviene de forma directa y en tiempo presente, sino que lo transmite como intratexto, al introducirlo convencionalmente en su propio mensaje, con el que mantiene verticalmente relaciones hipotácticas o de subordinación, desde el punto de vista de la estratificación discursiva, y relaciones sintácticas, semánticas y pragmáticas, desde el punto de vista semiótico.

Desde esta perspectiva, puede admitirse que el discurso lírico no es sino la autopresentación polifónica de un yo que lo formula, y que puede servirse, bien de un proceso de expresión, para hacerse oír a través una única voz, bien de un proceso de comunicación, para expansionarse hacia un destinatario inmanente que actúa como recipendiario de su mensaje y posibilita la adquisición de valores y relaciones que no existirían de otro modo, bien de un proceso de interacción, con objeto de disponer en el texto la escisión o segmentación del sujeto lírico, y actualizar de esta forma una pluralidad de voces que, pese a su fragmentación en el texto, adquieren en el autor real el sincretismo de todas sus emisiones. Un discurso lírico en el que resulte posible identificar una expresión polifónica de estas características retóricas (autor, sujeto poético, locutores citados, interlocutores del diálogo, receptores envolventes, dedicatarios reales...) se comportaría como un icosaedro de múltiples caras y colores que no cesara de girar ante nuestra vista, proponiendo en cada movimiento nuevas «lecturas» y «sentidos»[3].

Al hilo de este tipo de expresiones poéticas, un autor como Heidegger formula declaraciones dignas de la solemnidad de lo obvio, al considerar la poesía como un proyecto que «habrá de decir quién es el hombre [...] Un ser que ha de dar testimonio de lo que es», y al diálogo (entre el ser y lo ente) como el medio más adecuado para testimoniarlo: «Somos un diálogo, y esto quiere decir: podemos los unos oír de los otros. Somos un diálogo, y esto viene a significar además: somos siempre un diálogo. La unidad del diálogo consiste, por otra parte, en que en la Palabra esencial se hace patente lo Uno y lo Mismo en que nos unificamos, sobre lo que fundamos la unanimidad, lo que nos hace propiamente uno mismo. El diálogo y su unidad soporta nuestra Existencia (Dasein )» (Heidegger, 1936 / 1989: 26-7)[4]. La verdad es que tal cúmulo de tonterías resulta sorprendente e incluso intimidatorio. Si la poesía dice quién es el Hombre... qué no dirá un pasaporte, un análisis de sangre o una hoja de servicios...

 

 

El interlocutario en el proceso de comunicación de La voz de ti debida[5]

En el proceso semiósico de comunicación, o proceso dialógico, que constituye La voz a ti debida, resulta posible apreciar, en las relaciones del sujeto lírico (yo) con la amada, o segunda persona gramatical (objeto: tú), invariable destinatario inmanente o sujeto interior del discurso lírico, al menos tres métodos o procedimientos fundamentales que delimitan cuidadosamente la relación y correspondencia de los actuantes de la expresión dialógica: a) la identidad y la diferencia del objeto (¿tú = tú?); b) el sentido que el sujeto (yo) confiere al objeto (tú), por relación al cual se define el propio Yo ; c) la relación dialógica que mantienen el sujeto (yo) y el objeto (tú) permite identificarlos con el lenguaje que utilizan, al situarse en el centro mismo de sus categorías más fundamentales.

1. Identidad y diferencia del objeto. Resulta fácil, en la lectura de La voz a ti debida, detenerse en la reflexión que suscitan abundantes versos que subrayan el interés del poeta por dirigirse a lo esencial de la mujer amada, a su realidad esencial: «Yo no te quiero así, / disfrazada de otra, / hija siempre de algo. / Te quiero pura, libre, / irreductible: tú. / ... / solo tú serás tú» (vv. 500-504 y 508). Son éstos los versos que —según los filósofos en los que no creemos— afirman la identidad retórica de la destinataria (tú = tú), frente a la diferencia que introduce siempre una distancia ante el ser esencial que se pretende: «Y para consolarme / me envías sombras, copias, / retratos, simulacros, / todos tan parecidos / como si fueses tú. / Entre figuraciones / vivo, de ti, sin ti / ... / Me dicen: ‘No somos ella, pero / ¡si tú vieras qué iguales!’ / Tus espectros, qué brazos / largos, qué labios duros / tienen: sí, como tú» (vv. 1730-1735 y 1744-1749). Sin duda el símil final permite quebrantar con claridad el principio de identidad en el que creen los filósofos como Heidegger, que hacen de la realidad una retórica de la nada (tú # tú).

No está lejos de esta retórica filosófica Leo Spitzer en su artículo, célebremente discutido, sobre el supuesto conceptismo interior en Salinas, al afirmar que «la repetición de los pronombres es algunas veces una especie de multiplicación del ser, una rebusca de la profundidad de su esencia. El Tú repetido es entonces otro Tú; ya hemos mencionado, al hablar de los pronombres vividos el deseo del poeta de sacar de ti tu mejor tú y la ascensión de la Amada de ti a ti misma. Asistimos a un desdoblamiento del Tú, concebido, sin embargo, como unidad por la identidad del pronombre...» (Spitzer, 1941: 62). No es necesario acudir a esta retórica filosófica para decir, simplemente, que Salinas apela, sin disfraces ni accidentes, a la intimidad de la amada.

Los versos 1765-1791 expresan con acierto acaso no mejorado por otros fragmentos del poemario la intersección o tránsito (unter-schied ) en que se resuelve la diferencia de lo que la amada es verdad y en apariencia, de lo que son su ser y sus palabras («Lo que eres / me distrae de lo que dices...») (vv. 1237-1238). El lector asiste aquí al reconocimiento, por parte del sujeto que ama, de una transformación seria, acaso subversiva, del sentido de la enamorada, que deriva en una crisis. Como Mallarmé, Salinas subraya la diferencia[6] o tránsito que comprende y oculta la supuesta verdad y su manifestación sígnica, provisoria y secundaria. Se dirá, como de tantos autores del siglo XX, que el poeta no sólo comunica lenguaje, sino que su discurso lírico es además portador de una concepción del lenguaje, como un instrumento que, pese a sus deficiencias, es lo único que poseemos para situarnos más cerca del ser, y expresar de este modo la apropiación o acontecimiento de transpropiación (Ereignis ) que con lo ente humano experimenta en su «mutua pertenencia» (Heidegger, 1957)[7]. Sin embargo, decir esto es lo mismo que no decir nada.

 

 

Se te está viendo la otra.
Se parece a ti:
los pasos, el mismo ceño,
los mismos tacones altos
todos manchados de estrellas.
Cuándo vayáis por la calle
juntas, las dos,
¡qué difícil el saber
quién eres, quién no eres tú!
Tan iguales ya, que sea
imposible vivir más
así, siendo tan iguales.
Y como tú eres la frágil,
la apenas siendo, tiernísima,
tú tienes que ser la muerta.
Tú dejarás que te mate,
que siga viviendo ella,
embustera, falsa tú,
pero tan igual a ti
que nadie se acordará
sino yo de lo que eras.
Y vendrá un día
―porque vendrá, sí, vendrá
en que al mirarme a los ojos
tú veas
que pienso en ella y la quiero:
tú veas que no eres tú.

 

 

2. El sujeto confiere sentido al objeto, y por relación a él define su propio yo. Acaso no resulte exagerado afirmar que el sujeto lírico de La voz a ti debida adquiere el sentido de su ser en el mundo frente a las demás realidades por su interacción con ellas y por la constante atribución de sentido que les brinda[8]. «Las cosas ―ha escrito Zubizarreta (1969: 10)― no preguntan: ‘¿qué soy?’, sino ‘¿qué soy en tu alma?’». Parece que es el sujeto quien hace existir al objeto en uno o varios de sus sentidos posibles, de modo que la amada y sus metonimias, el ser querido y sus realidades afines, necesitan de otro ser humano que, en calidad de sujeto, de Yo nominalizador, les haga aprehender el valor de los sentidos.

Con frecuencia, se ha citado el poema «La concha», de Seguro azar, con objeto de ejemplificar esta hipótesis[9]. No será necesario abandonar La voz a ti debida para aducir nuevos fragmentos. La necesidad que parece impulsar a los seres humanos, y a sus realidades más afines, a consolidar o expresar el sentido de su ser y su ser mismo en la alteridad que se encarna en otras personas humanas o sujetos, constituye la prueba más radical de la vida que comparte su intimidad con la persona a la que sea ama, esto es, en diálogo, del sujeto (yo), que adquiere sentido propio en el acto mismo de su atribución a las segundas personas, quienes resultan ser siempre las más inmediatas, en todos los órdenes pretendidos.

 

 

Por eso
pedirte que me quieras
es pedir para ti;
es decirte que vivas,
que vayas
más allá todavía
por las minas
últimas de tu ser.
La vida que te imploro
a ti, la inagotable,
te la alumbro, al pedírtela
(vv. 1344-1355).

 

 

Esta adhesión inmediata a un ser humano vivo y real, esta necesidad de sentir a la amada en la identidad propia del sujeto que la llama, es la satisfacción íntima, la curiosidad indeterminada que no corresponde ni pretende un estado de espíritu científico, ni a nada irracional, sino el apetito del objeto, el estímulo como respuesta que permanece y como deseo que se construye al ejercerse y le otorga un sentido propio. El deseo es lo que queda de él después de haberlo satisfecho: «Me acompaña el sentir / que no vienes conmigo» (vv. 1540-1541). El deseo es una estrategia que ninguna prevención puede detener.

El pensamiento de Fichte (1794) nos enseña a ser incompatibles con la realidad. En su tóxica de idealista verborrea filosófica, advierte que en el carácter libre y dinámico del sujeto (yo) reside el proceso de autoformación del espíritu: el yo es el principio absoluto anterior a todo saber, que ha de partir necesariamente del sujeto; desempeña una función constructiva a partir de su propia autoproducción y autoconstitución, ya que obtiene de sí mismo un conocimiento intuitivo, y constituye, en definitiva, el fundamento del que brota o se deduce el conjunto de categorías del pensamiento. Sólo Derrida puede superar un despliegue de trabalenguas superior. El equilibrio inestable de la concepción kantiana del sujeto se ha radicalizado en favor de la subjetividad, de modo que el yo no requiere ningún concurso externo para conocerse y conocer. Frente al sujeto (yo) se encuentra el objeto (no-yo) que, incapaz de libertad, estático, encuentra resistencias para manifestarse, por lo que requiere inevitablemente el concurso del sujeto, del yo que le diga:

 

 

Perdóname por ir así buscándote
tan torpemente, dentro
de ti.
Perdóname el dolor, alguna vez.
Es que quiero sacar
de ti tu mejor tú
(vv. 1549-1554).

 

 

Nadie sabe exactamente para qué sirve el uso de esta retórica filosófica ante la realidad de la poesía, pero el siglo XX ha visto a centenares y centenares de profesores universitarios engrosar su curriculum vitae con esta retórica.

Se dice que el camino hacia el objeto jamás puede considerarse inicialmente como objetivo. Se dice que en la lírica de Salinas el no se convierte en objeto de conocimiento, sino en conocimiento sensible y subjetivo. Se dice que la experiencia vivida y conocida por las personas del verso, por el y el yo que adquieren sentido en el proceso dialógico, pertenece al dominio (metafísico) de la subjetividad, esto es, la exteriorización de una interioridad que se refiere y nace en lo subjetivo del sujeto que habla y afirma que «llegaste / a tu amor por mi amor» (vv. 1235-1236). El objeto es lo que es merced al sujeto. Es el resultado del idealismo alemán y su vertido sobre la interpretación literaria.

Este idealismo filosófico del sujeto hacia la alteridad en la lírica de Salinas ha hecho naufragar a la mayoría de los «insignes» estudiosos de su obra. De este modo, a propósito de los títulos de sus poemarios, Ricardo Gullón escribía algo que puede aducirse respecto a cualquier cosa: «Aluden todos a una interpretación de los fenómenos y no a los fenómenos mismos. Están puestos subjetiva y no objetivamente, en atención a los reflejos suscitados por la realidad en el poeta y no a las realidades en su esencia. Son títulos con raíz en la existencia y en la imaginación» (1952 / 1976: 85).

En la misma tesitura podemos situar las interpretaciones de Gilman y Guillén, tan críticos con Spitzer a este propósito, y tan idealistas como él o incluso más[10]. «Al definir el ‘tú’ ―escribe el primero de estos estudiosos a propósito de Bécquer y Salinas―. ambos poetas, aunque sea en sentido negativo, definen el ‘yo’. Ambos contemplan el paradigma poético, no sólo para dar marco y dirección al fluir de las palabras, sino para que cada una de sus personas ―tú’ y ‘yo’― dé apoyo a la otra» (Gilman, 1963 / 1976: 126). Y Jorge Guillén, quien afirma la soberanía del yo lírico en su expansión y trascendencia hacia los objetos y vidas circundantes, en los que se resuelve el propio sujeto, dándoles todo su sentido («Posesión tú me dabas / de mí, al dárteme tú») (vv. 2173-2174), frente a la ciertamente audaz conversión spitzeriana, que reduce a la mujer a un «fenómeno de conciencia» del sujeto: «¿Vida sólo interior? ¿Alma vuelta hacia sí misma? Nunca [...] Salinas está siempre en relaciones de amor o de amistad con las cosas y las gentes, siempre dispuesto a descubrir en ellas su valor, su trascendencia, su sentido» (Guillén, 1967: 144). Todo esto no son más que juegos de palabras.


3. En su diálogo con el objeto, el sujeto se sitúa en el centro de las categorías fundamentales del lenguaje. Aunque Salinas situara el diálogo entre las formas literarias más estimables[11], desde nuestro punto de vista, no resultaría coherente calificar La voz a ti debida de poema dialogado, como en efecto sí sucederá en Teresa, si nos atenemos a la definición que inicialmente hemos propuesto para los conceptos de diálogo y dialogismo[12].

No obstante, como hemos indicado más arriba, estimamos que una de las funciones específicas de la expresión dialógica en el discurso lírico reside en la autoafirmación del sujeto hablante frente a la persona que él mismo selecciona como interlocutaria, y con quien ha de compartir modalmente un espacio verbal altamente delimitado por las propiedades subjetivas de la primera persona (yo). A este propósito, el mismo Salinas escribió: «Nosotros dirigimos una misiva a una persona determinada, sí; pero ella, la carta, se dirige primero a nosotros. Cuántas veces se han dejado caer pensamientos en un papel, como lágrimas por las mejillas, por puro desahogo del ánimo, enderezadas, más que al destinatario, al consuelo del autor mismo» (1948: 26)[13]. No resultaría exagerado afirmar que en esta inquietud o íntima demanda del hablarse el sujeto (yo) a sí mismo reside en buena medida la esencia motriz de la creación poética.

 

 

Cuántas veces he estado
―espía del silencio―
esperando unas letras,
una voz. (Ya sabidas.
Yo las sabía, sí,
pero tú, sin saberlas,
tenías que decírmelas.)
Como nunca sonaban,
me las decía yo,
las pronunciaba, solo,
porque me hacían falta.
... ... ... ... ... ... ... ...
Porque todo yo estaba
torpemente entregado
a decirme a mí mismo
lo que yo deseaba,
lo que tú me dijiste
y no me dejé oír
(vv. 1630-1640 y 1654-1659).

 

 

No constituyen estos versos un discurso dialogado, que privilegie las dos funciones fundamentales de la interlocución, esto es, la alternancia progresiva del yo y el , sino que la persistencia del alocutario mudo, de la amada como sujeto interior[14] o destinatario inmanente que resulta mediatizado en el discurso del yo, confiere al mensaje una estructura específicamente dialógica (que no dialogada), en la que se demuestra el interés del autor por un modo o modelo de comunicación ―el dialogismo― que opta deliberadamente por un «empobrecimiento» de las posibilidades de interacción características del diálogo. Se subraya así la separación de los interlocutores, la inscripción explícita de la mujer amada en el discurso del yo, el mutismo verbal de un alocutario visible ocasionalmente, o incluso la posible soledad o aislamiento del sujeto:

 

 

Con la desolación
del que no tiene al lado
otro ser, un dolor
ajeno; del que está
solo ya con su pena.
Queriendo consolar
en un otro quimérico
el gran dolor que es suyo
(vv. 2142-2149).

 

 

Un sistema comunicativo o dialógico de estas características privilegia con frecuencia lo invisible o ausente, es decir, la segunda persona (), y ofrece, a la vez, la creación de un personaje (la mujer amada) que, a partir de los predicados del emisor y de los silencios ―con todo su poderoso valor semántico― del alocutario, representa el espacio invisible, que no inexistente, de la enunciación lírica, al introducir en el lenguaje del poema la consciencia de una segunda persona cuya presencia en el sujeto es esencial.

El sujeto, lo hemos dicho, existe y adquiere sentido merced a la creación y explotación del sentido que confiere a la segunda persona, a la que ama verosímilmente. Sin embargo, una afirmación de estas características puede matizarse. Spitzer acaso la encareció hasta el equívoco al insistir en que «la mujer es una noción más bien abstracta para nuestro poeta, una incitación a pensar, a escrutarse, a encontrar su propia realidad» (1941: 53), lo que fue desestimado por la mayoría de los estudiosos de la poesía de Salinas[15]. El, el poeta, no habla de una mujer inexistente, sino que ―insistimos― confiere en sus versos un sentido determinado a la mujer (real) de la que habla (no imaginariamente, sino en la ficción ―no hay que confundir ficción e imaginación), sentido que ni tan siquiera puede llamarse abstracto; otra cosa es que la dialéctica yo / tú, de existir de forma mu acusada, despliegue su síntesis en el ámbito del yo, y se resuelva en él.

La lingüística estructural de Benveniste (1966, 1974), como sistema de relaciones ideales de amplias raíces filológicas y antropológicas, situaba al sujeto en el centro de las grandes categorías del lenguaje, desposeyéndolo de todo lo demás. El estudio científico de la enunciación, como proceso en el que el sujeto queda inscrito en tanto que instancia discursiva, permite reflexionar ampliamente sobre la presencia del yo hablante en el discurso, y sobre su toma de posesión del lenguaje, en relación consigo mismo y con su alteridad. Pero una concepción de este tipo es de una reducción inasumible para la literatura. Desde este punto de vista, es posible postular la identidad del sujeto y de su lenguaje, de modo que, si bajo determinadas circunstancias el lenguaje se subvierte, disgrega o disemina, el propio sujeto, que no podría entonces permanecer ajeno a las transformaciones del lenguaje y su proceso enunciativo, comenzará a manifestarse de forma igualmente discreta y deconstruida. Pero algo así es una solución idealista, estructuralista y teoreticista que no explica ni la realidad de la literatura ni la complejidad natural de la poesía.

 

 

El interlocutor en el proceso de interacción de Teresa[16] 

A fines del siglo XIX se creía todavía en el carácter empíricamente unificado de nuestro conocimiento de lo real. La unidad de la experiencia quedaba demostrada para empiristas e idealistas, bien porque la experiencia era uniforme en su esencia, desde el momento en que todo viene de la sensación, según los primeros, bien porque resultaba impermeable a la razón, según estos últimos, de modo que desde uno u otro método se admitía que el sujeto percibía los objetos de conocimiento de forma continua, como si el ser constituyera un bloque absoluto al margen de toda discrecionalidad.

Un estudio semiológico del diálogo puede apoyarse en la noción de discreción o discontinuidad con objeto de delimitar la morfología de aquellos discursos construidos mediante la intervención de varios hablantes, o incluso de aquellos mensajes en los que un solo emisor se presenta como responsable de su enunciación. Hoy parece unánimemente admitido que en toda unidad semiótica autónoma resulta posible identificar criterios de identidad (relativos al sujeto hablante) y de alteridad (relativos a los objetos mencionados, o a otros sujetos).

La lingüística estructural, dedicada idealmente al estudio del lenguaje como sistema (estructuralismo), o al análisis de las capacidades de la mente humana para generar mensajes, a partir de la noción de competencia y del conocimiento subjetivo que del lenguaje posee el hablante (generativismo), ha admitido como fundamentales dos postulados que corrientes posteriores de pensamiento discutirían ampliamente: a) el lenguaje es un instrumento apto para expresar la experiencia del mundo, y b) el sujeto hablante es un ser unitario, totalmente a cargo de su palabra. Ambos son dos principios de extremado idealismo filológico.

Desde el punto de vista de la pragmática de la comunicación lingüística y literaria, se ha discutido que el sujeto hablante utilice individualmente los signos del lenguaje, como sujeto racional capaz de expresar y comprender subjetivamente intenciones comunicativas, lo que constituye la concepción fundamental de la pragmática, así como se ha cuestionado el carácter monológico del discurso del sujeto, ya que si por unifonía entendemos el uso individual del lenguaje, en tanto que un solo emisor está en el uso de la palabra, el sujeto del discurso utiliza el lenguaje de tal forma que resulta ineludible reconocer en él la presencia de todos sus usuarios.

El lenguaje ha sido siempre no sólo un depósito de saberes, sino también un campo de fertilidad sofística; en la época actual, el conflicto (del lat. confligo, acción de chocar, turbar, inquietar) de lenguajes y culturas ha sobrepasado los límites que el arte y la literatura le habían proporcionado desde el Renacimiento. El dinamismo social e histórico que Bajtín (1963, 1975, 1979) estudió en el uso del lenguaje, y propuso como método de investigación, el discurrir dialógico de las lenguas y culturas, parece haberse intensificado en la época presente de forma especial, desde el momento en que los medios de comunicación de masas han entrado, si no en competencia sí al menos en conexión o contigüidad, con las formas de expresión e interpretación artísticas, con la particularidad de que los primeros presentan explícitamente el discurso como forma de interacción, con fines y efectos muy diversos, y con frecuencia inmediatos, mientras que el discurso literario no solo no se limita al uso de la interacción como forma de expresión más o menos eficaz o enfática, sino que a la vez pretende cierta autonomía en el tratamiento formal de sus principios y fines.

«L’unique perde ses propriétés substantielles» (Bachelard, 1931/1971: 11)[17], y el sujeto, depositario y usuario de un lenguaje que ha diseminado y subvertido sus sentidos, no puede menos que manifestarse de forma discreta[18]. Sin embargo, estas afirmaciones son extremadamente ilusas. Es entonces cuando surge en la interpretación de la poesía lírica un determinado tipo de discurso teórico en el que se impone el yo desdoblado o escindido, fruto de la geminación del sujeto (yo = yo). Es célebre, a este propósito, la frase de Rimbaud ―Je est un autre―, transcrita el 15 de mayo de 1871 en carta a su amigo Paul Demeny (Dumoncel, 1983). El sujeto se deconstruye al desdoblarse, y en el yo se inicia un proceso de fisión que instala en la propia conciencia fragmentos de otros «yos»[19]. Sin embargo, insistimos en que todo esto son solamente juegos de palabras que hacen las delicias de los idealistas del lenguaje y de la mayoría de los teóricos de la literatura.

Este tipo de emisor es, salvo en El Cristo de Velázquez, una constante en la obra poética de Miguel de Unamuno. No obstante, es posible observar, en su trayectoria lírica, la introducción de alteraciones establemente progresivas. Así, Poesías (1907) y Rosario de sonetos líricos (1911) representan la introducción en la lírica de Unamuno del «desdoblamiento autorial» ―presente desde 1897 en su obra ensayística (Diario íntimo )―. a través de poemas como «Portazos» o «No busques luz, mi corazón, sino agua», de Poesías, o «A mi Angel» (LXXIV), «El ángel negro» (LXXIX), «Soledad» (LXXXII) o «Exfuturo» (CXV), del Rosario...

Paralelamente, Andanzas y visiones españolas (1922) y Rimas de dentro (1923) introducen en la lírica unamuniana la «autonominación», como recurso literario que fundamenta formalmente el desdoblamiento textual del yo. Tal es lo que sucede en algunos fragmentos del poema «Las estradas de Albia», de Andanzas..., o los que comienzan «Vuelven a mí mis noches» (VI), «En estas tardes pardas» (XIV) o «Pobre Miguel, tus hijos de silencio» (XX), que reproducimos más abajo, de Rimas de dentro.

Teresa (1924), por su parte, representa la escisión formal de un sujeto lírico que atribuye un nombre propio ―Rafael / Teresa― a los actuantes que resultan de su desdoblamiento, el cual garantiza no solo la unidad de las notas intensivas y predicados semánticos que se dicen sobre ellos, sino la introducción en el discurso lírico de una polifonía textual en virtud de la cual el autor se desplaza voluntariamente, con objeto de situar en un primer plano de la historia la palabra directa de los personajes, cuya eficacia resulta resaltada por la anécdota de su relación amorosa, que confiere al poemario ciertas propiedades narrativas.

De Fuerteventura a París (1925) y Romancero del destierro (1928) representan, desde el punto de vista del desdoblamiento textual, la vuelta a la autonominación como recurso literario que determina la escisión en el discurso del sujeto lírico, de modo que, como poemarios en los que se combina, de un lado, la crítica sociopolítica y el comentario ideológico, y de otro, la creación estética cada vez más afín a la poética del Cancionero, sus novedades no resultan demasiado acusadas en el conjunto de la poesía unamuniana.

El Cancionero (1928-1936) constituye, finalmente, en la evolución de los valores pragmáticos de la lírica de Miguel de Unamuno, la deconstrucción del sujeto, a través de un desdoblamiento textual que desposee al Yo lírico de los fundamentos necesarios para una lectura adecuada. Se discute la unidad orgánica del sujeto, como núcleo de significados descifrables, de modo que lo que hasta 1928 había sido la escritura poética unamuniana, una indagación en la unidad del yo, trata de llevarse ahora hasta las últimas consecuencias, a través del autodiálogo en la lírica, como procedimiento formal que permite enfrentar en un mismo discurso todas las contradicciones internas del sujeto al que se refiere, esto es, del yo-exfuturo, del yo-múltiple, del yo-doble, de los otros-yos, del yo-pretérito, etc. El sujeto deja de ser definitivamente el centro o principio fundamental del discurso lírico como entidad establemente dispuesta: el yo carece en el enunciado de equilibrio, de orden y de límites, y se constituye exclusivamente como una entidad émica que, desde el nivel de enunciación, garantiza la existencia de una única presencia emisora en el uso de la palabra, desde la que se discuten sus propios fundamentos, sus capacidades de verdad, y las posibilidades y el límite de su conocimiento.

La rima 33 de Teresa constituye un ejemplo especialmente interesante de polifonía textual y de procesos dialógicos superpuestos. El poema no constituye exclusivamente un diálogo, sino un discurso en el que se comunica un diálogo referido. Un proceso semiósico de comunicación envuelve y transmite, mediante un procedimiento de derivación recursiva, un segundo proceso semiósico de interacción, que se presenta como referido o regido por el primero.

 

      Llevabas con tu mano a tu hermanita
de la mano, las letras
sobre el papel arando, y preguntaba:
«¿Qué dice aquí, Teresa?»
«Te quiero mucho, dice, mucho... mucho...
ven, pues como no vengas
me muero...» «Ay, me muero, ¡qué bonito!
Y cuando yo me muera
porque no viene ¡qué susto tan grande
se va a llevar, Teresa!
Yo me reiré mucho del susto...
¡ya verás que comedia!»
Y tú: «Los muertos no se ríen, hija,
sino callan y esperan...»
«¡Huy, qué triste! Pues no quiero morirme...
no pongas eso... deja...»
Tu hermanita, Teresa, no sabía
qué es lo que nos espera...
¿Lo sabes tú? ¿Lo sabes ya en la tumba?
¿Es que de mí te acuerdas?

 

 

En este discurso lírico, el sujeto emisor refiere en estilo directo referido las intervenciones de dos personajes protagonistas de un diálogo en él textualizado. Sin embargo, a la textualización del diálogo (Teresa ↔ hermanita) sobreviene la textualización de un dialogismo hacia el Sujeto Interior (Rafael → Teresa). De este modo, tenemos:

 

A. Un proceso semiósico de interacción o diálogo, cuyos actuantes son:

 

1. Interlocutor (Yo / Tú, primero en el diálogo): Sería la «hermanita» de Teresa, quien inicia la conversación, y cuyas intervenciones se transcriben en los versos 4, 7-12 y 15-16.

2. Interlocutario (Tú / Yo, segundo en el diálogo): Es la propia Teresa, quien responde a los enunciados de su hermana en los versos 5-7 y 13-14.

 

B. Un proceso semiósico de comunicación o dialogismo, que envuelve el proceso anterior, y cuyos actuantes son:

 

3. Sujeto Lírico (Yo): Es Rafael, quien desaparece en principio del texto para referir, cediendo directamente la palabra a los personajes, el diálogo entre Teresa y su hermana (vv. 4-16), para reaparecer finalmente e instituirse en sujeto de la enunciación del discurso y protagonizar así un dialogismo textualizado que destina al Sujeto Interior del poema, esto es, Teresa.

4. Sujeto Interior (Tú): Se trata de Teresa, quien se configura como legataria inmanente de los cuatro últimos versos del poema ―amén del primero―, donde su presencia es absoluta («tu hermanita», «sabes», «tú», «te acuerdas», «Teresa»...).


La diferencia fundamental entre Teresa y la obra lírica posterior de Miguel de Unamuno residirá fundamentalmente en la intensidad con que se desenvuelve el proceso diseminador del sujeto. En Teresa los interlocutores poseen un nombre, anecdótico, por supuesto, pero dueño de cierta identidad, aunque solo aparente, y por ello hemos hablado del yo formal o retórico; pero en la escritura del Cancionero el proceso ha ido mucho más lejos, al alcanzar una auténtica deconstrucción del emisor, con la que se pretende, entre otras cosas, demostrar la imposibilidad del sujeto para dialogar y conocerse a sí mismo.

 

 

Soliloquio ante una crítica de mi obra[20]
 
―Eres tú este, Miguel? dime.
―No, yo no soy, que es el otro.
―Y de él, di, quién nos redime?
―Me están errando en el potro.
―Somos uno, mas el crítico...
―Mira, dejémonos de eso.
―Solo se ejerce en el mítico...
―Es el que me tiene preso.
―Y qué haremos? di, mi doble?
―Morir porque viva el suyo!
―Comportamiento más noble...
―Concluye ya! ―Ya concluye!

 

 

________________________

NOTAS

[1] Vid. la «Presentación» de Teresa, donde Unamuno escribe: «Hará cosa de un año y medio recibí de una pequeña villa, cuyo nombre, fiel a una promesa, que estimo sagrada, no he de revelar, una carta de un muchacho herido de mal de amor y de muerte, de amor de muerte y de muerte de amor. Solo me es permitido dar su nombre de pila: Rafael, y el de la muchacha, que muerta poco hacía le llevaba a morir, y era Teresa...» (Unamuno, 1966-1971: VI, 560).

[2] Sobre este poema, vid. Palomo (1981).

[3] El punto de partida de nuestra hipótesis parece ratificar una vez más la identificación de la lírica con la primera persona, según la teoría genológica tradicional (Hernadi, 1972), que encuentra en el idealismo alemán una de sus fuentes doctrinales más destacadas, ratificada por Jakobson (1960), y replanteada recientemente por Martínez Bonati (1960), para quien «lo lírico es el predominio de la expresividad en un sentido bien distinto, puesto que lo lírico no es un hablar acerca del hablante (es indiferente acerca de qué se hable en un poema), sino la manifestación del hablar consigo mismo en soledad. La lírica es expresión en el sentido de ser revelación del hablante en el acto lingüístico» (Pozuelo, 1988: 220-1).

[4] Seguimos a Ferrater Mora (1979) en su traducción del término Dasein (abertura del ente humano al ser) como Existencia, con inicial mayúscula ―y pese a que pueda ser confundido con el sentido del concepto tradicional de existentia―, frente a otras propuestas: «estar en algo» (Zubiri), «realidad-de-verdad» (García Bacca), «el humano estar» (Laín Entralgo), «el estar» (Sacristán Luzón), «ser-ahí» (Gaos)... Con franqueza absoluta confieso que toda esta retórica filosófica me parece una completa tomadura de pelo.

[5] De los sesenta y tres fragmentos que componen este poemario, todos reproducen un proceso semiósico de comunicación salvo los números 5, 20 y 44, en que el sujeto lírico (yo) formaliza un proceso de expresión que no reconoce relaciones dialógicas con una segunda persona. Lo mismo podríamos decir de los fragmentos 14 y 19, en los que excepcionalmente el propio sujeto parece distanciarse de sí mismo en el proceso de enunciación del mensaje.

[6] «Tú, sobre su unidad y separación, sobre su identidad y distinción, es el problema central de su poesía» (Spitzer, 1941: 60). Considero que éste no es el problema de la poesía de Salinas, sino el del ergotismo o el de la retórica filosófica de Spitzer.

[7] Vid. en Zardoya (1974 / 1979) el seguimiento de una concepción heideggeriana de la poesía de Salinas, a la que estima como un discurso que trata de «desenmascarar los nombres, arrancándoles los disfraces de la apariencia que encubre la verdadera realidad del ser» (63). «La palabra, para él, no es nada en sí, si no se supera a sí misma, si no se trasciende, pues debe darnos el ser absoluto ―aquella «higher reality» a que aludíamos, aquella realidad más alta―. concentrada existencia sin fin y trascendente. La palabra no es nada si no nos representa de una manera total. Mas el ser es tan fugaz, a veces...» (64). Insiste en «el problema obsesivo de la ‘otra realidad’, «en «la búsqueda de la unidad entre ser y tras-ser, entre la realidad y su trasrealidad», que plantea el discurso poético de Salinas (70). Qué fácil es desembocar en juegos de palabras que no conducen a ninguna parte.

[8] Las palabras de Salinas (1948: 12) sobre la niña que descubre el mar son reveladoras de este propósito: «Esta niña [...] está afirmando su persona, su personilla principiante, frente al paisaje marino, por virtud de la palabra. Está plantándose frente al mar y diciéndole: ‘Tú eres el mar, yo soy una niña que te lo llamo’. Está, pues ―escribe Zubizarreta al citar este fragmento (1969: 91-92, nota 7)―, cobrando conciencia de su ser en el mundo frente a las demás cosas».

[9] Vid. Zubizarreta, 1969: 91 ss.

[10] «Hasta la mujer amada es negada por nuestro poeta ―escribe Spitzer (1941: 37 y 39); no conozco poesía de amor donde la pareja amorosa se reduzca hasta tal punto al yo del poeta, donde la mujer solo viva en función del espíritu del hombre y no sea más que ‘un fenómeno de conciencia’ de éste [...]. La amada es un concepto puro». De «¡Conclusión monstruosa!» calificó Guillén (1967: 147) estas palabras de Spitzer.

[11] «La forma literaria más hermosa es el diálogo [...]. Porque en el diálogo, el hombre habla a su interlocutor y a sí mismo, se vive en la doble dimensión de su intimidad y del mundo, y las mismas palabras le sirven para adentrarse en su conciencia, y para entregarla a los demás» (Salinas, 1948: 18). Apud Zubizarreta (1969: 27).

[12] Un punto de vista diferente es el que sostiene Zubizarreta en su libro Pedro Salinas: el diálogo creador, donde define el discurso dialogado como «la voluntad expresa de dirigir la propia voz a un interlocutor que puede permanecer en silencio, pero cuya presencia no es por eso menos viva, como no es menos enérgica la fuerza apelativa de la voz que a él se dirige» (1969: 20). Resultará fácilmente observable que esta definición se aproxima más a la noción de dialogismo que a la de diálogo. Sobre el mismo tema, vid. Cowes (1966). ¡Cómo ha envejecido esta forma de ejercer la crítica literaria!

[13] Apud Zubizarreta (1969: 38).

[14] Cuando el destinatario inmanente de la enunciación poética no interviene de ningún modo en el diálogo al que le invita el sujeto lírico del discurso, no podemos hablar de diálogo textualizado, porque diálogo es concurrencia de argumentos en progresión, y si no hay intercambio de enunciados entre los sujetos hablantes el discurso no puede avanzar, al menos en forma dialógica. Hablamos en tales casos de dialogismo textualizado en el discurso lírico hacia el sujeto interior, cuya presencia está garantizada en el enunciado a través de los indéxicos del lenguaje y del uso del vocativo poético, que designa a la segunda persona del discurso. Como instancia poética objetivable, el sujeto interior puede definirse como aquel destinatario inmanente de la enunciación poética que, situado en la misma posición lingüística que el emisor intratextual, condiciona, sin acceder al diálogo al que se le invita como yo virtual y alternativo del sujeto de la enunciación, la actividad del emisor y su expresión en el discurso lírico.

[15] Spitzer aún fue más severo al afirmar que, en Salinas, «es su alma la que crea la imagen ideal. De aquí a decir ‘tú eres una creación de mi espíritu’, ‘tú no existes más que en mí’, no hay más que un paso» (1941: 40). No podemos usar términos teológicos para interpretar la realidad de los materiales literarios.

[16] Desde el punto de la vista de la expresión dialógica, Teresa es un poemario mucho menos uniforme que La voz a ti debida. De este modo, las noventa y ocho rimas que integran este poema pueden clasificarse del modo siguiente: a) ausencia de diálogo y dialogismo textualizados en el discurso lírico: rimas 22, 25, 67, 72, 76 y 98; b) dialogismo textualizado en el discurso lírico hacia el Sujeto Interior: hacen un total del sesenta y cuatro rimas; c) diálogo textualizado en el discurso lírico por dos interlocutores o instancias poéticas: rimas 4, 11, 18, 23, 27, 29, 30,33, 34, 35, 36, 44, 47, 48, 51, 53, 54, 55, 56, 64, 79 y 92; d) doble dialogismo textualizado textualizado por varias instancias poéticas que concurren en un mismo discurso lírico: 5, 58, 70, 83, 95 y 96.

[17] En otro lugar de la obra de Bachelard podemos leer: «La existencia del sujeto racional no podrá demostrarse de forma unitaria [...]. Su seguridad es adquirida en el poder de la dialéctica» (1949 / 1987: 127).

[18] Siguiendo a Brondal (1943), Greimas y Courtés (1979 / 1982: 124-125) definen la noción de discrecionalidad como «una subarticulación de la categoría cuantitativa de totalidad».

[19] He aquí el interés manifiesto de la noción de ex ―futuro en la obra de Miguel de Unamuno, quien, en la nota al soneto LVI de De Fuerteventura a París escribe: «Siempre me ha preocupado el problema de lo que llamaría mis «yos ex-futuros», lo que pude haber sido y dejé de ser, las posibilidades que he ido dejando en el camino de mi vida. Sobre ello he de escribir un ensayo, acaso un libro. Es el fondo del problema el libre albedrío». Vid., además, la Rima 79 de Teresa, donde desarrolla poéticamente este concepto, así como su artículo titulado «Monodiálogos», publicado el 9 de enero de 1922 en el diario La Nación, de Buenos Aires, y reproducido por García Blanco en las Obras completas (1966-1971: V), donde puede leerse: «Y bien, Miguel, ¿qué, si en vez de haber entonces tomado el camino que tomaste hubieses emprendido otro [...]. Proponerse un hombre el problema de qué es lo que hubiera sido de él si en tal momento de su pasado hubiera tomado otra determinación de la que tomó es cosa de loco, créemelo, Miguel...». Sobre el mismo aspecto se pronuncia en Andanzas y visiones españolas (1922), en el capítulo titulado «El silencio de la cima».

[20] Cancionero, núm. 738.






Información complementaria


⸙ Referencia bibliográfica de esta entrada

  • MAESTRO, Jesús G. (2017-2022), «El diálogo en la lírica. Teresa de Miguel de Unamuno y La voz a ti debida de Pedro Salinas», Crítica de la razón literaria: una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica. Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades del conocimiento racionalista de la literatura, Editorial Academia del Hispanismo (IV, 4.20), edición digital en <https://bit.ly/3BTO4GW> (01.12.2022).


⸙ Bibliografía completa de la Crítica de la razón literaria



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El diálogo en la lírica. Teresa de Miguel de Unamuno y La voz a ti debida de Pedro Salinas