IV, 4.21 - El teatro modernista de Lorca como negación de la sociedad política

 

Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices





El teatro modernista de Lorca como negación de la sociedad política


Referencia IV, 4.21


All things that are, 
Are with more spirit chased than enjoy’d.

Shakespeare, The Merchant of Venice (II, 6, vv. 13-14)[1].


 

El teatro modernista de Lorca como negación de la sociedad política

Cuando García Lorca comienza a escribir y estrenar sus obras teatrales, la escena española está determinada por la presencia de autores como Benavente, Dicenta, Muñoz Seca, Linares Rivas, Marquina y los Álvarez Quintero. Arniches representa más bien limitado al sainete madrileño, los Machado tiene una presencia testimonial, Gómez de la Serna se entrega a formas experimentales que apenas se difunden más allá de grupos minoritarios, y Valle-Inclán, cual Cervantes del siglo XX, se entrega a la composición y difusión de un teatro leído antes que representado. Los géneros dramáticos se codifican en la alta comedia, el drama rural y el social, el teatro modernista, el sainete y el astracán. La impronta del naturalismo decimonónico resulta aún dominante en los primeros años del XX, y la renovación del teatro español está por hacer en esos momentos, si bien no tarda en llegar de la mano de Valle y Lorca. El primero de ellos da lugar a un teatro modernista, farsesco y mítico, cuya expresión evolutiva más original será el esperpento. El segundo, a partir de obras inicial y tardíamente modernistas, líricas y poéticas (El maleficio de la mariposa, Mariana Pineda, Doña Rosita la soltera...), hará posible un teatro de farsa y títeres (Tragicomedia de don Cristóbal y la señá Rosita, Retablillo de don Cristóbal, La zapatera prodigiosa, Amor de don Perlimplín con Belisa en su jardín…), que evolucionará hacia la renovación de la tragedia en la literatura española (Bodas de sangre, Yerma, La casa de Bernarda Alba) y hacia la exultación del surrealismo (El público, Así que pasen cinco años...)[2]. El teatro lorquiano ilumina, junto con Valle-Inclán, toda la vanguardia española[3], desde las cenizas del naturalismo decimonónico hasta la demolición y reconstrucción que supuso, en todos los órdenes de la vida, la Guerra Civil.

El teatro lorquiano contribuyó además de forma decisiva a la renovación dramática[4] del siglo XX gracias a la importancia y desarrollo que adquiere en esos años la tecnología de la dramaturgia, junto con una serie de fenómenos sociales y pragmáticos que dejarán su impronta en los procesos de composición, interpretación y transducción teatrales[5], como las nuevas valoraciones y posibilidades en el uso de los sistemas de signos no verbales[6]; la influencia de las investigaciones filosóficas y de las motivaciones sociológicas y psicológicas del espectáculo teatral (surrealismo, expresionismo, evasión, absurdo, simbolismo...); el estudio de los medios de producción, captación y transformación del sentido (fenómenos luminotécnicos y cibernéticos, comunicación, lingüística, semiosis, luz, música, etc.); la importancia que adquiere el director de escena, cuyo estatuto se caracteriza desde ahora por su autonomía frente a la actividad del actor y del empresario; la intervención y mediación de la prensa periódica, cada vez más poderosa desde comienzos del siglo XX; así como la influencia del cine, especialmente entonces en cuanto a la estética y sentido realistas[7].

A continuación, voy a referirme a dos obras teatrales de Lorca, propias de su poética modernista y simbolista, y muy distantes cronológicamente. Podría decirse que en cierto modo señalan un alfa y un omega en la expresión las formas simbólicas de su materia dramática, envolventes históricamente de las tres señeras tragedias (La casa de Bernarda Alba, Bodas de sangre, Yerma), de su teatro farsesco y guiñolesco (la serie de los retablos y piezas de figuras como don Perlimplín, Cristóbal, la zapatera…), y su experimentalismo surrealista (El público, Así que pasen cinco años...). Me refiero a El maleficio de la mariposa, de 1920, y a Doña Rosita la soltera o el lenguaje de las flores, de 1935.



El maleficio de la mariposa (1920) o la negación de la sociedad política

En El maleficio de la mariposa Lorca lleva al teatro el tratamiento de dos temas eternos: el amor y la muerte. La novedad, en esta ocasión, reside en objetivar su interpretación teatral en un espacio antropológico que excluye las exigencias e imperativos de una sociedad humana políticamente organizada. Los protagonistas son insectos, es decir, animales, que, lejos de seguir las pautas de la literatura de fábulas y moralinas, adoptan el formato de la lírica, el simbolismo y el naturalismo. El deseo y sus imperativos están por encima de cualesquiera indicaciones racionales.

Como en Aleixandre (La destrucción o el amor, 1935), Lorca aproxima el amor a la muerte, si bien, a diferencia de aquel, el dramaturgo confiere a estas experiencias un sentido trágico y numinoso que no está presente en el poeta malagueño:


¡Y es que la Muerte se disfraza de Amor! […] Parece que el niño Cupido duerme muchas veces en las cuencas vacías de su calavera. ¡En cuántas antiguas historietas, una flor, un beso o una mirada hacen el terrible oficio de puñal! (García Lorca, «Prólogo», El maleficio de la mariposa, 1920/1997: 168).


Sin embargo, al final del mismo prólogo a El maleficio de la mariposa, Lorca parece coincidir con el aparente panteísmo amoroso presente en la lírica de Aleixandre, en virtud del cual la Naturaleza toda quedaría reducida a una fuerza matriz, auténtico monismo axiomático de la sustancia, que sería el amor:


Di, poeta, a los hombres que el amor nace con la misma intensidad en todos los planos de la vida; que el mismo ritmo que tiene la hoja mecida por el aire tiene la estrella lejana, y que las mismas palabras que dice la fuente en la umbría las repite con el mismo tono el mar: dile al hombre que sea humilde, ¡todo es igual en la Naturaleza!» (García Lorca, «Prólogo», El maleficio de la mariposa, 1920/1997: 169).


Esta propiedad, tendente a situar la esencia de la vida en la naturaleza, incluso por encima del papel del ser humano en su terrenal mundo social, estará también muy presente en la obra poética de Aleixandre, especialmente desde Pasión de la Tierra (1935) hasta Historia del corazón (1954).

El espacio antropológico que presenta Lorca en El maleficio de la mariposa es bidimensional, al quedar reducido a los ejes radial y angular, es decir, a la naturaleza y a lo animal y numinoso. El ser humano, como expresión de la sociedad política, está excluido del espacio antropológico que instituye e inspira la obra. Los protagonistas son animales, si bien revestidos de cualidades antropológicas, y lejos del moralismo de la fábula como género literario que pueda servir de precedente intertextual. En consecuencia, y tras derogar toda operatividad del eje circular o humano (sociedad política), el dramaturgo se limita al eje radial o de la naturaleza y al eje angular, al que confiere un valor exclusivamente numinoso, nunca mitológico ni teológico (hadas, nigromantes, «los secretos del agua y de las flores», «los dulces profetas ruiseñores», «yo soy el espíritu / de la seda», etc., serán las figuras que pueblen la flora y la fauna de esta pieza lírica, simbólica y modernista).

La obra exalta el goce y el placer —en un ideario afín al carpe diem—, amenazado por el paso fugaz del tiempo, y por la frustración y muerte finales:


Desechad tristeza y melancolías;
La vida es amable, tiene pocos días,
Y tan solo ahora la hemos de gozar
(173).


Y subraya de forma recurrente y obsesiva el mismo impulso que todo el teatro lorquiano: el amor sexual insatisfecho, explicitado, en este caso como en Doña rosita la soltera, en el matrimonio como demostración de consumación de aquel:


Curianita Silvia:                                Me queda
                                      Mucho tiempo que llorar.
                                      Yo me enterraré en la arena
                                      A ver si un amante bueno
                                      Con su amor me desentierra […]
Doña Curiana:                                           Se cuenta
                                      De una curiana muy santa
                                      Que permaneció soltera
                                      Y vivió seis años. Yo
                                      Dos meses tengo y soy vieja.
                                      ¡Todo por casarme! ¡Ay! […]
Curianita Silvia:         ¡Amor, quién te conociera!
                                      (176-177).


A su vez, la mariposa blanca, herida, numinosa, sedosa, simboliza la pureza mayor y la más poderosa carencia de amor, supremamente anhelado: «No sé lo que es amor, / ni lo sabré jamás» (206). La obra es una tragedia simbolista, materializada en la forma de una fábula amorosa cuya protagonista muere, provocando el llanto o planto final de su enamorado. La escena VII y última constituye un monólogo elegíaco de intenso lirismo, protagonizado por el amante, y al que solo responde el silencio trágico de la muerte de su amada.


 

Doña Rosita la soltera (1935) o la nostalgia del Modernismo

Pese a ser un drama de fecha tan avanzada como es 1935, Doña Rosita la soltera o el lenguaje de las flores recupera en todos sus actos un ambiente modernista y decadente innegable[8], donde el lirismo simbolista de las metáforas y presencias florales resulta omnipresente («pero como tierna flor / sus pétalos encendidos / se fueron cayendo heridos / por el beso del amor», I, 541). Asimismo, la decoración funeraria, igualmente propia del modernismo, impregna de forma constante la totalidad de la obra: «Pero el veneno que vierte / amor, sobre el alma sola / tejerá, con tierra y ola / el vestido de mi muerte» (I, 542). Se sostiene en este contexto la idea de un amor preservado de todo placer, un deseo intacto y crudo, una vida abocada a la soledad del célibe donde ante todo permanece el complejo de una sexualidad nunca satisfecha. Son temas omnipresentes tanto en la obra lorquiana como en la obra de los exégetas de Lorca, que, no nos engañemos, desde hace décadas vienen repitiendo casi lo mismo, confitado con la radioactividad del psicoanálisis[9].

Ha de subrayarse en esta pieza teatral la recurrencia del verso, de la expresión lírica, del lenguaje floral y modernista al servicio de la expresión del deseo insatisfecho: «Mil flores dicen mil cosas / para mil enamoradas, / y la fuente está contando / lo que el ruiseñor se calla» (II, 558). Los personajes se convierten en figuras poéticas, simbólicas, que recitan sus propios papeles en una esgrima de celos, deseos, soledades y anhelos cruzados, en este «Poema granadino del novecientos, dividido en varios jardines, con escenas de canto y baile», tal como reza el subtítulo o paratexto de la obra.

Como es habitual en Lorca, los personajes representan esencialmente impulsos psicológicos. Su forma consiste en otorgar funcionalidad poética al deseo. Todo cuanto les rodea está en función de sus pulsiones psíquicas, y de la forma emotiva de expresarlas. Así se explica que el personaje quede reducido a una alegoría del deseo. Se trata de figuras planas, guiñolescas en cierto modo, habitantes de un mundo en el que todo, excepto el valor social y personal de vivir en pareja, es anecdótico.

Los pretendientes de Rosita son personajes formal y funcionalmente ridículos. Es el caso del grotesco y pedante Señor X, cuyo lenguaje artificial y académico lo aparta del mundo normal. Incluso los personajes que rodean a la familia protagonista asumen funciones alegóricas y corales saturadas de ridiculez y formalismos grotescos. Así sucede con la madre y las tres hijas solteras, empobrecidas y engreídas, cuyos nombres son Amor, Caridad y Clemencia[10]. Lo mismo cabe decir de las sucesivas visitas, protagonizadas por las llamadas Niñas de Aloya, que «vienen con la moda exagerada de la época», si bien, frente a las tres cursis solteronas y su madre, «ricamente vestidas» (II, 555).

De un modo u otro, ni uno solo de los personajes de este drama hace absolutamente nada por evitar cuanto sucede. Ni Rosita, ni sus tíos, ni su ama, ni nadie, actúan frente a la soltería de la protagonista, que tanto les amarga la existencia. El mundo se descompone ante ellos en todos los aspectos. Ante tal perspectiva, el objetivo del drama no parece ser otro que el de retratar estéticamente una carencia, una insatisfacción, un deseo frustrado, y pretender emocionar al espectador con su contemplación. Cuanto más ruinoso es el mundo, más fascinante resulta atesorar un deseo frustrado. Lorca no ofrece soluciones a los conflictos dramáticos que plantean sus obras. En su parlamento final, Rosita se muestra consciente de su estado social y anímico, y lo asume desde una actitud poética, emotiva, retórica y francamente teatral y metafórica. Sus palabras son casi de un estoicismo fabuloso y místico[11]: «Me he acostumbrado a vivir muchos años fuera de mí, pensando en cosas que estaban muy lejos, y ahora que estas cosas ya no existen, sigo dando vueltas y más vueltas por un sitio frío, buscando una salida que no he de encontrar nunca» (III, 574). La protagonista se acredita finalmente como un personaje dotado de razón teórica, pero despreocupado de toda razón práctica. Poco o nada ha hecho por casarse, por buscar otro hombre posible y factible, por encontrar un amor nuevo que le permitiera organizar su vida al margen del amor inasequible del hombre al que —no se olvide— inducen a que la abandone. Rosita está concebida —en manos del dramaturgo Lorca— para ser una víctima relativamente voluntaria de sus propios anhelos, una figura alegórica del deseo, al que el autor del drama solo permite existir en tanto que portadora de un deseo insatisfecho. Lorca no quiere soluciones prácticas a la infelicidad. Lorca es un explotador literario de la insatisfacción sexual. No quiere deseos cumplidos. Le fascinan los deseos extraviados, no su solución.


Ya soy vieja. Ayer le oí decir al Ama que todavía podía yo casarme. De ningún modo. No lo pienses. Ya perdí la esperanza de hacerlo con quien quise con toda mi sangre, con quien quise y… con quien quiero. Todo está acabado… y sin embargo, con toda la ilusión perdida, me acuesto, y me levanto con el más terrible de los sentimientos, que es el sentimiento de tener la esperanza muerta. Quiero huir, quiero no ver, quiero quedarme serena, vacía (¿es que no tiene derecho una pobre mujer a respirar con libertad?). Y sin embargo la esperanza me persigue, me ronda, me muerde; como un lobo moribundo que apretara sus dientes por última vez (Doña Rosita la soltera, 1935/1997, III, 575).


La belleza verbal de estas palabras conclusivas de Rosita no debe eclipsar el racionalismo que exige su comprensión. Lorca hace que la soltera protagonista imponga sus sentimientos amorosos hacia una persona concreta por encima de todo lo demás, incluidos el resto de los posibles personajes de los que podría haberse enamorado. Éste es el procedimiento más eficaz para no sobrevivir a los propósitos personales. Es hacer de la experiencia amorosa frustrada una obstinación permanente. El camino más corto para llegar al fracaso. Sin duda es un tema bonito para el arte... Y sobre todo para una literatura y un teatro que ante todo evitan soluciones, porque ni buscan ni pretenden racionalizar las causas de los problemas que explotan artísticamente. Una vez más, en Lorca triunfa lo sensible frente a lo inteligible.

El tiempo y su paso introducen el lirismo metafórico y el idealismo formalista de la obra en el realismo del deseo humano insatisfecho. En un principio, al personaje protagonista y a su entorno parece objetársele, por boca del ama, que «no se da cuenta de cómo pasa el tiempo» (II, 547). De hecho, Rosita, consciente del imperativo temporal, pretende imponerse a él, al menos en los primeros momentos, mediante la evasión o incluso la negación: «Pero es que en la calle noto cómo pasa el tiempo y no quiero perder las ilusiones. Ya han hecho otra casa nueva en la placea. No quiero enterarme de cómo pasa el tiempo» (II, 552).

Entre el primer y segundo acto se sugiere un lapso de tiempo de quince años[12], mientras que entre el segundo y el tercero «han pasado diez años», según reza la acotación inicial. Todo en el último acto es signo y símbolo de vejez esplendente: personajes, figuras, declaraciones, objetos, escenario, decoración, bienes e inmuebles… Desde el punto de vista humano, uno de los personajes más expresivos en este sentido es Martín, «un viejo con el pelo rojo. Lleva una muleta con la que sostiene una pierna encogida. Tipo noble, de gran dignidad, con un aire de tristeza definitiva» (III, 568). Esta figura representa ante todo el paso del tiempo, la fragilidad física y la impotencia práctica (esta última, común a todos los personajes). Simboliza un mundo académico incapaz de contener la degradación de un alumnado que se burla de forma tan cruenta como ridícula de sus docentes. Es personaje que simboliza formalmente el fracaso con el que de modo convencional se identifican soñadores, genios o figuras fascinantes a las que un mundo malvado margina pese a todos sus supuestos valores: «¡Qué mundo! Yo soñaba siempre ser poeta. Me dieron una flor natural y escribí un drama que nunca se pudo representar» (III, 569). Su conversación con la tía de Rosita expresa la inanidad de un diálogo propio de quien no desempeñan en la realidad de este mundo ninguna función esencialmente operativa. Es innegable que Lorca deprecia de esta manera todo lo relacionado con el mundo y la vida académicos, tomando en este caso como referencia un contexto escolar: «Son los niños de los ricos y, como pagan, no se les puede castigar» (III, 568-569)[13]. Es indudable que Lorca se refiere a gentes de su propia clase social, no conviene olvidarlo. Pero la devaluación torna de nuevo al personaje de Martín al subrayarse su soltería involuntaria:


Ama: […] ¿Por qué no se casó, hombre de Dios? ¡No estaría tan solo en esta vida!

Martín: ¡No me han querido! (III, 571)


Doña Rosita la soltera presenta, pues, el celibato como una experiencia forzada e indeseada, que hace de la vida del ser humano, particularmente de la mujer, una existencia marcada por la penuria. Ciertamente, esta obra lorquiana, lejos de suavizar la ansiedad por el hecho de estar soltera, la agrava explícitamente, mediante todo tipo punzadas contra el celibato femenino involuntario y forzoso.


Ayola 1ª: […] En cuanto yo pueda me caso.

Tía: ¡Niña!

Ayola 1ª: […] Las mujeres sin novio están pochas, recocidas y todas ellas… (Al ver a las Solteronas.) bueno, todas no, algunas de ellas… En fin, ¡todas están rabiadas! […]

Solterona 1ª: Hay muchas que no se casan porque no quieren.

Ayola 2ª: Eso no lo creo yo (II, 557).


Hay una explícita devaluación de la mujer soltera. Y también de la mujer viuda. La ausencia de varón instaura una forma de vida sufrida, castigada por las circunstancias, primero sexuales, después económicas. La madre viuda de las tres solteronas cursis lamenta la muerte de su esposo por la situación de pobreza a la que se ven abocadas[14]. La tía de Rosita se ve obligada a vender su casa y su hacienda por las deudas que sobrevienen tras la muerte de su cónyuge: «Desde que murió mi marido está la casa tan vacía que parece el doble de grande» (III, 565).

Esta pieza lorquiana de teatro poético hace de la soltería femenina un drama insoportable. El dramaturgo no regatea incluso vejaciones a la protagonista, Rosita, la soltera: «Porque, ¿quién quiere ya a esta mujer? ¡Ya está pasada!» (III, 566). En el tercer acto aparece de hecho demacrada, y acusando físicamente el paso del tiempo («Está muy avejentada», III, 567). Así se presentan los hechos al descubrirse que su prometido lleva en América ocho años casado. De un modo u otro, desde tales planteamientos formales y funcionales, es manifiesto que esta obra, lejos de ayudar a superar o a solucionar los complejos sociales de la soltería femenina, tanto en su época como en la nuestra, contribuye a intensificarlos.



Lorca, ¿dramaturgo crítico?

Con frecuencia se ha insistido en que el teatro de Lorca es crítico con la realidad, la autoridad, la represión, etc.


Los teatros están llenos de engañosas sirenas coronadas con rosas de invernadero, y el público está satisfecho y aplaude viendo corazones de serrín y diálogos a flor de dientes; pero el poeta dramático no debe olvidar, si quiere salvarse del olvido, los campos de rocas, mojados por el amanecer, donde sufren los labradores, y ese palomo, herido por un cazador misterioso, que agoniza entre los juncos sin que nadie escuche su gemido (García Lorca, «Charla sobre teatro»)[15].


Sin embargo, el teatro de Lorca está plagado de símbolos, metáforas y tropos que, lejos de denunciar nada, intensifican incluso la pena, el dolor y el fracaso. Lejos de aportar soluciones o ideas, su teatro expresa, desnudamente, y con frecuencia también de forma impotente, pasiones y ansiedades que, con pretensiones deliberadas, optan por despreciar todo respeto o consideración por cualquier tipo de sociedad política o Estado. Y ha de advertirse que, al margen del Estado, no hay nada que denunciar, porque no hay dónde ni cómo hacer efectiva una denuncia. La naturaleza, a la que habla Lorca, no dispone de tribunales de Justicia. Negar la sociedad política, como sucede en última instancia en El maleficio de la mariposa, o sustraerse a ella, desde un sentimentalismo psicológico y poético, como de hecho ocurre en Doña Rosita la soltera, tiene como consecuencia la imposibilidad de ejercer toda forma efectiva de crítica, para acogerse finalmente a una suerte de resignación inofensiva, o una renuncia sin derecho ni amparo.

Lorca tiene mucho en común con tres grandes dramaturgos: Cervantes, Lope y Calderón[16]. Pero todas las analogías observables, a las que me refiero a continuación, son cuestiones formales e incluso fenomenológicas, mas no relaciones de ideas ni de conceptos. La analogía de Lorca con los clásicos deja intacta toda posible crítica de ideas.

Como Calderón, Lorca explicita en el teatro la «grandeza» de lo trascendente, la inconmensurabilidad de lo que rebasa la razón humana, las fuerzas de una naturaleza —el único dios, irracional por más señas, en el que cree Lorca— que el ser humano no puede controlar, ni dominar, ni siquiera conocer. Lo sobrenatural y la irrealidad presente en El público y Así que pasen cinco años remite sin duda a una concepción teatral netamente calderoniana, en la que lo imposible y lo misterioso de un «auto sacramental sin sacramento» —en palabras de García-Posada[17]— resultan determinantes para la interpretación del simbolismo y la alegoría. Lo absoluto, en Lorca, no es el Dios teológico de Calderón, evidentemente, sino una naturaleza instintiva, impulsiva, inconsciente incluso, muy a propósito de lo que el siglo XX, desde la inventiva literatura freudiana, dará en llamar precisamente así, lo inconsciente, esto es, el nombre que la centuria novecentista otorga a lo que los antiguos filósofos denominaban, concretamente, metafísica. 

Pero el inconsciente, es decir, la metafísica del siglo XX, no estará, como en el pasado, más allá de lo físico, sino más acá, es decir, en el interior del hombre (o de la mujer, ahora con rasgos psicológicos propios, desde la fantasía freudiana), en su psicología más personal, profunda y arcana. Es decir, el inconsciente no está en ningún lugar físico, como sí lo está de hecho el hígado, el pulmón o el tímpano. A la inventiva literaria de Freud sucederá la sofisticada retórica de Lacan, que acabará por instaurar definitivamente lo inconsciente en el lugar que desde siempre había ocupado la metafísica tradicional. Un lugar que salvaguarda de nuevo toda interpretación imaginaria —a la que no tarda en incorporarse la hermenéutica posmoderna— de hechos literarios, particularmente como los aducidos en el teatro lorquiano: pasiones, adulterios, impotencias, represiones, esterilidades insufribles, homosexualidad, frustraciones, imposibilidades sexuales, y toda una celebérrima gama de martirios y dolencias espectaculares.

Con Lope de Vega comparte Lorca la espontaneidad y naturalidad del canto, la lírica y el verso. La impronta musical adquiere por este camino su mayor desarrollo y expresividad. La elegía, el monólogo lírico, la rima aurisecular, el lenguaje grácil, el romance, el baile y el movimiento corales, el descriptivismo de la fábula lorquiana, lo legendario y lo mítico…, ofrecen desde el teatro de Lope un amplio campo de fuentes referenciales.

Cervantes, a su vez, brinda los modelos de la farsa y el títere, de lo grotesco y lo ridículo, del marido impotente y de la moza sexualmente fogosa, objetivados en entremeses como El juez de los divorcios, La elección de los alcaldes de Daganzo, El retablo de las maravillas, El viejo celoso o La cueva de Salamanca. Pero, se mire como se mire, en Lorca no hay la crítica social ni la incisión política que hay en Cervantes. El autor del Quijote parodia y critica en su teatro entremesil, cómico y trágico, una sociedad políticamente deficiente y sin posibilidades de desarrollo, cuyas grietas quedan al descubierto con discreta amargura; Lorca, por su parte, ofrece al lector y espectador un teatro de protesta más que de crítica, de llanto y queja más que de soluciones y luchas, de heroínas que lamentan su suerte antes que de mujeres capaces de imponer un racionalismo que conduzca a la libertad política de su sociedad. Las heroínas de Cervantes son mucho más valientes y audaces que las lorquinas, cuyos prototipos se reducen básicamente a dos: la víctima y la verdugo. Yerma y Bernarda. Mujer contra mujer. Porque Bernarda —ha de subrayarse pese a su obviedad— es una mujer que maltrata a las de su sexo como ningún hombre se propone hacerlo en toda la literatura lorquiana. Y Yerma es ante todo una homicida.

Varios autores se han referido a la huella del teatro español del Siglo de Oro en algunas piezas dramáticas de Lorca, como por ejemplo La zapatera prodigiosa[18]. Desde este punto de vista, es posible identificar en algunas obras dramáticas de Lorca la influencia de una tradición teatral peninsular, adscrita al entremés aurisecular[19] y también afín al esperpento valleinclanesco[20].

Con motivo de la representación de Peribáñez de Lope, Lorca elogió «el ritmo, la sabiduría, la gracia totalmente modernos del entremés de don Miguel de Cervantes»[21]. Según testimonia Francisco García Lorca, Federico habría definido los entremeses cervantinos como «trama y lenguaje de farsa humana eterna»[22]. Además, en el repertorio de representaciones de la compañía de teatro de La Barraca, se escenifican tres entremeses cervantinos: La cueva de Salamanca, La guarda cuidadosa y El retablo de las maravillas[23]. Parece que el resto de los entremeses cervantinos se ensayaron, pero no llegaron a representarse ante el público, si tenemos en cuenta los documentos aducidos por Trépanier[24].

Canavaggio propuso comparar los prólogos del teatro lorquiano con los prólogos de las obras cervantinas, en los que vio la misma subversión frente a los modos y cánones tradicionales de concebir los exordios de las obras dramáticas. Formalmente, es decir, poéticamente, sí: Lorca pudo haber sido tan heterodoxo en su tiempo histórico como Cervantes en el suyo; pero críticamente, no: la crítica de Lorca es más sensible que inteligible. Lorca no tiene la profundidad crítica de Cervantes. Lorca busca la expresión de la queja, no su solución del problema.

Autores como Forradellas han señalado ciertas analogías entre los entremeses de Cervantes y el teatro menor de Lorca[25]: uso recurrente de una gestualidad semejante; lenguaje pintoresco, lleno de invectivas, imprecaciones y «energía patética»; uso frecuente de recursos sonoros, entre ellos la música y el canto; presencia de bailes y otros elementos coreográficos; presencia, en el reparto de personajes de La zapatera prodigiosa, de figuras que se configuran a partir de la lectura y observación del teatro cervantino, antes de que resultaran tipificadas y mecanizadas por los posteriores cultivadores del entremés peninsular; el tema central de muchas piezas dramáticas lorquianas es idéntico a uno de los motivos más populares del entremés cervantino: el viejo casado con mujer moza. Canavaggio finalmente hace suyas las consideraciones de diferentes críticos que le han precedido en sus estudios comparativos entre Cervantes y Lorca, y concluye en que «La zapatera prodigiosa nos parece ser creación genuina, pero estimulada, entre otros alicientes, por una libre interpretación de los ocho entremeses, cuyo contrapunto tanto se percibe en ‘en color de la obra’, como en lo esencial, su tema, su ‘sustancia’ [...]. En un momento clave en que se iniciaba una nueva etapa en la trayectoria dramática lorquiana, La zapatera prodigiosa no podía seguir los derroteros de la estética valleinclanesca. Otro camino fue el que eligió [Lorca] para regenerar a su modo la escena española: aquel que abrieron, más de tres siglos antes, los muñecos del compadre Miguel»[26].


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NOTAS

[1] W. Shakespeare, ed. esp. de Manuel Ángel Conejero, El mercader de Venecia, Madrid, Cátedra, 1998 (91): «Todo lo que hacemos / lo hacemos con más anhelo que deleite».

[2] Vid. al respecto el monográfico sobre Federico García Lorca y el teatro. Theatralia, 11 (Maestro, 2009).

[3] Elzbieta Kunicka, «La recuperación del guiñol en la dramaturgia moderna española: Valle-Inclán y García Lorca», en Jesús G. Maestro (ed.), Federico García Lorca y el teatro, Theatralia, 11, op. cit. (185-196).

[4] Cfr. al respecto Ana María Gómez Torres (1995, 1996).

[5] Sobre el concepto de transducción en el teatro, vid . mis trabajos Pragmática y transducción (1994) y «Lingüística y poética de la transducción teatral» (1996: 175-211).

[6] Vid. Tadeusz Kowzan, «Le signe au théâtre» (1968: 59-90). Trad. esp. de C. Bobes y Jesús G. Maestro: «El signo en el teatro. Introducción a la semiología del arte del espectáculo», en C. Bobes (ed.), Teoría del teatro, Madrid, Arco-Libros, 1997 (121-153).

[7] Cfr. Carmen Becerra (2009).

[8] La plenitud decadentista, con la que la obra concluye, hace que resulte inevitable pensar en el Chejov de El jardín de los cerezos (1904).

[9] Uno de los trabajos más respetables sobre psicoanálisis en el teatro lorquiano puede leerse en Inés Marful (1991).

[10] «Las tres Solteronas vienen con inmensos sombreros de plumas malas, trajes exageradísimos, guantes hasta el codo con pulseras encima y abanicos pendientes de largas cadenas. La Madre viste de negro pardo con un sombrero de viejas cintas morada», Federico García Lorca, Obras completas, en ed. de Miguel Gracía-Posada, Madrid, Círculo de Lectores - Galaxia Gutenberg, II (552).

[11] «Hay cosas que no se pueden decir porque no hay palabras para decirlas, y si las hubiera, nadie entendería su significado», op. cit., III (575).

[12] «Ayola 2ª: A mí, Rosita y su novio me enseñaban las letras B-C-D-… ¿Cuánto tiempo hace esto? / Tía: ¡Quince años!», op. cit., II (557).

[13] Esta maldición de los ricos no es casual, sino recurrente, en Lorca: «Por eso siempre diré: ¡Malditos, malditos sean los ricos! ¡No quede de ellos ni las uñas de las manos!», op. cit., III (572). No sabemos qué habría dicho Lorca de los pobres, de haber sido uno de ellos.

[14] «¡Gusto no me falta, lo que me falta es dinero! […] No nos oye nadie. Pero usted lo sabe muy bien: desde que faltó mi pobre marido hago verdaderos milagros para administrar la pensión que nos queda», op. cit., II (553-554).

[15] Apud. García-Posada, «El teatro de Federico García Lorca», introducción a Obra completa, op. cit., 1997 (15).

[16] García-Posada (1997) ha señalado algunos paralelismos entre Lorca y Shakespeare.

[17] Op. cit., 1997 (31).

[18] Vid. en este sentido especialmente Canavaggio (1985/2000: 175-185), y la edición de Joaquín Forradellas a La zapatera prodigiosa de Lorca (Salamanca, Almar, 1978). Sobre la huella en Lorca del teatro del Siglo de Oro, vid. entre otros Olmos García (1960: 36-67); Ramos-Gil (1960: 140-146). Sobre la labor de Lorca en La Barraca, vid. Estelle Trépanier (1966: 163-181), Ferruccio Masini (1966, especialmente 58-65), Marie Laffranque (1967, esp. 284-295) y Luis Sáenz de la Calzada (1976). Desde una perspectiva más amplia, vid. Edwin Honing (1964: 31-47) y Francisco García Lorca (1981).

[19] Vid. Javier Huerta Calvo (1992: 285-294).

[20] Cfr. a este respecto Antonio Buero Vallejo (1973: 97-171).

[21] Federico García Lorca, «Presentación de Peribáñez y el comendador de Ocaña, de Lope de Vega, representado por el Club Teatral Anfistora», en Francisco García Lorca, Federico y su mundo, op. cit. (492).

[22] Texto recogido por su hermano, Francisco García Lorca, Federico y su mundo, op. cit. (441).

[23] Federico García Lorca, Obras completas, ed. de Arturo del Hoyo, Madrid, Aguilar, 1974, III (951).

[24] Estelle Trépanier (1966: 171).

[25] Cfr. la edición de Joaquín Forradellas a La zapatera prodigiosa de Lorca (Salamanca, Almar, 1978).

[26] Jean Canavaggio (1985; 2000: 183-184. La misma idea la había expresado anteriormente, Bruce W. Wardropper (1981).






Información complementaria


⸙ Referencia bibliográfica de esta entrada

  • MAESTRO, Jesús G. (2017-2022), «El teatro modernista de Lorca como negación de la sociedad política», Crítica de la razón literaria: una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica. Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades del conocimiento racionalista de la literatura, Editorial Academia del Hispanismo (IV, 4.21), edición digital en <https://bit.ly/3BTO4GW> (01.12.2022).


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