IV, 4.22 - Lorca y la renovación de la tragedia en el siglo XX. Pirandello. Ionesco. Beckett

 

Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices





Lorca y la renovación de la tragedia en el siglo XX. Pirandello. Ionesco. Beckett


Referencia IV, 4.22


Lorca y la renovación de la tragedia en el siglo XX. Pirandello. Ionesco. Beckett

La tragedia es una desgracia o infortunio muy grave que afecta de forma imprevisible e irreversible al ser humano, y cuyas causas y consecuencias ningún individuo o sujeto operatorio puede respectivamente ni prever, ni controlar, ni restaurar. A partir de esta definición de tragedia voy a explicar el teatro trágico lorquiano, según los criterios de la Crítica de la razón literaria, como una demostración de literatura sofisticada o reconstructivista.

Lo que primero que observa cualquiera que se acerque al estudio de la tragedia en la literatura y el teatro es que cada cual que escribe acerca de lo trágico impone o propone su propia idea de lo que es la tragedia. Y con frecuencia sin argumentos ni premisas, más allá de unas cuantas citas y referencias, más o menos eruditas y retóricas, que siempre suelen comenzar con la Poética de Aristóteles y terminar con una rapsodia existencialista, la cual, necesariamente, pasa por Heidegger y otros amigos de lo oscuro posmoderno. Voy a examinar la tragedia, y en concreto la tragedia lorquiana, desde los espacios interpretativos de la Crítica de la razón literaria. Trataré de ofrecer desde tales argumentaciones una crítica de la idea de tragedia, para desembocar finalmente en una delimitación de lo que la tragedia es conceptualmente para la Teoría de la Literatura y, en concreto, en la literatura dramática de Federico García Lorca. De la interpretación que aquí se ofrece se desprende que la tragedia lorquiana no objetiva una crítica política ni religiosa, sino una afirmación, ciertamente muy poco racional, en favor de los impulsos humanos más inmediatos. En consecuencia, Lorca propone una renovación de la tragedia que atraviesa el terreno de una literatura sofisticada o reconstructivista que nunca llega a convertirse, ni lo pretende, en una literatura crítica o indicativa. Para demostrar esta tesis, expondré una interpretación del teatro trágico lorquiano desde los espacios antropológico, ontológico y poético o estético.


 

La tragedia en el espacio antropológico

En primer lugar, el espacio antropológico, como bien sabemos, es el lugar en el que se construyen e interpretan los materiales antropológicos, es decir, aquellos materiales que hacen posible y efectiva la vida de los seres humanos[1]. Se trata de un espacio físico, no imaginario, ni simbólico, ni metafórico, sino real y efectivamente existente, un espacio al margen del cual la vida humana no es posible. El espacio antropológico se articula u organiza en tres sectores o ejes (Bueno, 1978): circular o político-social, radial o de la naturaleza, y angular o religioso.


1. El eje circular está constituido por las relaciones sociales y sobre todo políticas que establecen los seres humanos entre sí. El Hombre alcanza en este espacio su máxima dimensión como animal político, específicamente dentro de la configuración de un Estado, suprema expresión de la sociedad política y del eje circular. La literatura no existe, ni es concebible, al margen del eje circular, pues su misma dimensión pragmática la exige y postula como realidad inexcusable a través de cuatro términos o materiales fundamentales: el autor, la obra, el lector y el intérprete o transductor. Éstos son los cuatro elementos al margen de los cuales la literatura no puede existir. Si falta uno de ellos, no hay literatura (Maestro, 2007b). Subrayo el hecho fundamental de que la literatura no existe al margen de una institución política —el Estado, la Universidad, la Academia, etc.— que reconozca oficialmente su realidad, es decir, su existencia, como materia que es objeto de codificación, análisis e interpretación crítica, por parte de personas a quienes se otorga y reconoce no sólo una licencia o autoridad formal para interpretarla, sino el poder efectivo de hacerlo, mediante la publicación de libros, reseñas, estudios, y, sobre todo, a través del ejercicio crítico y docente, es decir, en la práctica de la transducción literaria. Al margen de la interpretación crítica y científica, la literatura, la obra literaria, no se distingue de un código de barras. Por esa razón, para la posmodernidad, todo es isovalente y equivalente, todo es uno y lo mismo. Es lo que tiene interpretar sin criterios: que todo es igual. En este sentido, el mejor y más irónico logro de la posmodernidad se da en la Literatura Comparada: porque si todas las literaturas son iguales, entonces, no hay nada que comparar[2].


2. El eje radial designa las relaciones de los seres humanos con entidades materiales no humanas, como son los elementos y referentes de la naturaleza, el cosmos, las fuentes y recursos de energía, etc. El eje radial, o eje de la naturaleza, constituyó durante siglos el referente supremo de los valores del arte, cuya imitación se consideraba como el principio generador de la creación poética. La mímesis como teoría estética explicativa del arte decae no tanto con el triunfo de la estética romántica, cuando con los avances científicos que demuestran newtonianamente que la idea de naturaleza no puede ser ya, a partir de la Ilustración, la idea aristotélica de naturaleza. Pero ha de advertirse lo siguiente: que la naturaleza haya dejado de ser un referente mimético del arte, en un sentido ontológico, o literal, por así decirlo, no significa que haya dejado de serlo en un sentido simbólico, o alegórico, como bien demuestran, entre muchas otras formas de hacer teatro, las tragedias lorquianas. Por otro lado, el eje radial sigue proporcionando al ser humano la principal, acaso única, fuente de recursos para objetivar formalmente la materialización del arte, a través del papel, por ejemplo, el lienzo, los productos derivados del petróleo, los materiales escultóricos o arquitectónicos, la construcción de instrumentos musicales, gráficos, informáticos, etc. Sin los materiales del eje radial, las morfologías constituyentes de las obras de arte serían imposibles e inexistentes.


3. El eje angular del espacio antropológico está constituido por las relaciones que el ser humano mantiene con lo numinoso, lo mitológico y lo teológico, es decir, con lo que en principio podría identificarse con una religión, cuyos fundamentos causales siempre serán materiales, esto es, siempre habrán tenido una génesis terrenal y humana. No por casualidad lo numinoso siempre se proyecta sobre objetos físicos (fetiches, amuletos, anillos...), seres humanos (mesías, santos, caudillos...) o entidades metafísicas (ángeles, demonios, héroes ideales y justicieros...). Lo mismo cabe decir de una mitología, con frecuencia literaria, que está siempre destinada a poblar un mundo visible. Finalmente, la teología no es sino una filosofía confesional, es decir, una interpretación racional, pero idealista, de un mundo que carece de apoyaturas físicas, aunque haya nacido de la realidad más terrenal y humana. No por casualidad Dios es una realidad cuya estructura física y molecular es igual a cero. Dios es una experiencia psicológica y fideísta, mística incluso, para los creyentes, y una experiencia lógica y racional (pero de un racionalismo idealista), un concepto puro, para los teólogos. 

No hay que confundir el racionalismo idealista, propio de la teología cristiana, con el racionalismo materialista, propio de la vida real, la cual nada tiene que ver con la sofística de que tanto se abastecen los falsos «filósofos», como los posmodernos, quienes no practican otra cosa que una retórica idealista e irracional. El racionalismo idealista del catolicismo nada tiene que ver con el «pensiero debole» de la posmodernidad y sus irracionalismos contemporáneos. La Iglesia católica puede decir, con toda sinceridad, que nunca ha perdido la razón[3]. Pero también podemos decirle, con la misma sinceridad, que su racionalismo es idealista ante sus feligreses y materialista para sus élites. Prosigamos.

Las interpretaciones angulares de la literatura no dudarán en conceder al fantasma del padre de Hamlet el mismo estatuto de realidad que a William Shakespeare, confundiendo la existencia estructural (limitada a la inmanencia de la obra literaria) del personaje teatral con la existencia operatoria (efectiva y trascendente en el mundo real) del autor de la tragedia. No hay que confundir al feto con la madre que lo va a parir. El feto tiene existencia estructural, hasta que se convierte en persona, es decir, en alguien no unido umbilicalmente a otra persona, su madre. Y sólo cuando se convierte en persona adquiere una existencia operatoria. El personaje literario es un feto —perdón por la comparación— que nunca puede alcanzar existencia operatoria en el mundo real, porque su existencia es solo operatoria en el mundo ficticio de la obra literaria, es decir, solo posee existencia estructural en el mundo real (Maestro, 2006a). He aquí la esencia de la ficción literaria.


A partir de estas premisas, voy a exponer la idea de tragedia que es posible identificar en la literatura, y concretamente en el teatro de Lorca.

Adelanto la conclusión, que comienzo a explicar inmediatamente: las tragedias de Lorca se dan en el eje radial del espacio antropológico, esto es, en el eje de la naturaleza, o ámbito de lo cosmológico. No se desenvuelven ni se explican en el eje circular o político del espacio antropológico, ni mucho menos en el eje religioso o angular. Lorca no ofrece soluciones políticas a los conflictos teatrales que propone, ni menos aún soluciones religiosas. La suya no es ni una razón antropológica ni una razón teológica. La suya es una razón pasional y natural, instintiva, nietzscheana, diríamos, ajena al racionalismo político y antropológico, y más ajena aún al racionalismo religioso o teológico. 

Lo que mueve a Yerma es el deseo de parir, dignificado en figuras como la de la maternidad, con toda su retórica. Como lo que mueve a las hijas de Bernarda es la ansiedad de copular con un hombre. Del mismo modo, el deseo que impulsa a los amantes de Bodas de sangre es unirse, no sólo al margen de las leyes sociales, sino precisamente contra ellas, porque es en esta unión antimatrimonial, contraria al racionalismo político y religioso del matrimonio, donde la pérdida de la propia vida alcanza dignidad trágica, fundiéndose en una naturaleza cósmica, trascendente y, por supuesto, metafísica, del amor. El amor de los amantes de Bodas de sangre no encuentra lugar ni en el mundo social y político de los seres humanos ni en el mundo teológico o religioso de las creencias confesionales. Su lugar es el espacio de una naturaleza mítica. 

Sólo una sociedad que renuncie al uso de la razón política, o que carezca de ella, percibirá como justificable que una mujer asesine a su marido por ser, o por actuar, como un estéril o un impotente. Del mismo modo que sólo una sociedad donde el racionalismo dogmático de una madre que ha perdido de vista la realidad, y que no sabe cómo organizar de forma adecuada la vida de sus hijas, opta por reprimir el ejercicio sexual que toda mujer necesita para vivir normalmente, en lugar de buscar soluciones compatibles con el mundo en que le toca vivir. 

¿Cómo calificar, entonces, de feminista una obra, como la lorquiana, donde las mujeres se matan por acostarse con un hombre? No cabe más exaltación de la figura del hombre y de lo masculino, sobre todo en sus posibilidades sexuales, pasionales y eróticas, como la que ofrece Lorca. Sólo una sociedad que carezca de ley de divorcio —es decir, sólo una sociedad no suficientemente civilizada— puede asumir como «normal» un desenlace vengativo y cruel, y por ende trágico, como el que se da en Bodas de sangre, obra que recupera el mito del amor auténtico como amor ilegítimo, como amor adúltero, desde el momento en que el matrimonio resulta objeto de imposición y conveniencias ajenas a sus cónyuges (Francesca e Paolo, Tristán e Isolda...). 

El teatro de Lorca es, pues, un teatro en el que la tragedia se plantea en el eje radial o de la naturaleza, eje dentro del cual no caben soluciones ni políticas ni religiosas, es decir, ni antropológicas ni teológicas. La «justicia» corresponde a la Luna, al Bosque, a la Noche, etc., figuras simbólicas, alegóricas y mitológicas propias de un mundo numinoso y metafísico, que se sustrae a la razón de seres humanos organizados políticamente y dioses codificados por una teología, de hechura y fabricación esta última indudablemente humana. El código lorquiano es el código de las pasiones humanas en su estado más natural y elemental, es decir, en su estado más rousseauniano y nietzscheano. En una palabra, en su estado más irracional. La tragedia lorquiana es una tragedia de pasiones naturales, que se sustraen deliberadamente al racionalismo antropológico y al racionalismo teológico. Es la de Lorca una tragedia nietzscheana por excelencia.

Todo lo contrario a Lorca en este punto es Calderón, cuyas tragedias —principalmente El médico de su honra— son esencialmente circulares y angulares, esto es, políticas y teológicas. Pareja posición manifiesta Lope de Vega, en obras como El castigo sin venganza. Por su parte, Cervantes se limita en su tragedia La Numancia al eje circular o político de forma decisiva. La Numancia es una tragedia deicida: no hay dioses. Nada teológico hay en ella. Nada cosmológico tampoco. Numantinos y romanos, y entre ellos la lucha por un orden político violentamente disputado: la libertad, y la lucha por el poder para defenderla. Sin dioses, sin númenes, sin teologías. Cervantes sustituye la metafísica por la Historia, es decir, la mitología por la política, la teología por la antropología[4].

El teatro griego clásico sitúa la tragedia en los ejes circular o político y angular o religioso. Especialmente Sófocles. Autores como Esquilo y Eurípides se distancian de los dioses mucho más de lo debido para su tiempo. Estos autores plantean la tragedia como un hecho desafortunado capaz de desencadenar una serie de acontecimientos que el ser humano no puede ni evitar ni contrarrestar. Ni tampoco prever. Se trata de una serie de hechos que rebasan las posibilidades ya no sólo de la acción humana, sino incluso de su razón. El Hombre no puede prever el hecho trágico, ni por consiguiente tampoco evitarlo. Esquilo y Eurípides sitúan la causa de lo trágico en el eje circular, en los complejos conflictos políticos del ser humano, cuya maquinaria estatal acaba por generar una serie de hechos que destruyen todo cuanto encuentran a su paso. Por su parte, Sófocles emplaza la causa de lo trágico en el eje angular, especialmente en tragedias como Edipo, donde son los dioses quienes disponen del destino humano, sin que los mortales, incluso poseyendo el poder del aparato estatal y político, puedan hacer nada por evitarlo. También la dimensión política (eje circular) —muy marcada en el teatro de Corneille—, junto con la religiosa de orden jansenista (eje angular) —más específica de la idea de lo trágico en Racine—, está en las tragedias del teatro clásico francés. Shakespeare, en sus tragedias, concita las tres dimensiones del espacio antropológico: la realidad política, objetivada en la lucha por el poder estatal; la pulsión natural, explicitada en la fuerza de los celos, la pasión sexual, el amor, la ambición, la ira, la envidia, la misantropía, el odio...; y la impronta metafísica, determinada por la presencia de fantasmas, espectros, brujas, maleficios, chamanes, augures, artes mágicas... Sin embargo, ningún personaje shakesperiano sobrevive al Antiguo Régimen. Todos los intentos de los personajes de Shakespeare por protagonizar un hecho digno de la Edad Contemporánea fracasan por completo. Por el contrario, todos los personajes de Cervantes exigen el triunfo de una nueva época.

Sin embargo, en obras como La Celestina, de Fernando de Rojas, por ejemplo, la dimensión trágica discurre fielmente por el eje circular, social o político, y por completo al margen de fuerzas cósmicas o trascendentes, incluso de signo religioso o metafísico. Melibea se suicida contra todo Dios (cristiano, hebreo o musulmán). Y ante su propio padre. El llanto de Pleberio es una afirmación definitiva de nihilismo materialista (Maestro, 2001). Como se ha dicho, en la misma línea —afín al racionalismo materialista y ateísta de Spinoza— se encuentra Cervantes con su Numancia, y ya en el Romanticismo europeo un autor como Georg Büchner con su Woyzeck (1837), tragedia que tiene además en común con La Numancia cervantina el hecho de convertir a plebeyos en protagonistas exclusivos del hecho trágico, subrogando de este modo el papel que la tragedia clásica otorgaba a príncipes y aristócratas. 

Es ésta un conquista que las tragedias lorquianas encuentran ya servida y a su disposición. Ni Yerma, ni Bernarda, ni el Leonardo de Bodas de sangre son de sangre azul. En el seno de la literatura italiana posilustrada, las tragedias de Vittorio Alfieri, que en realidad se desenvuelven más como melodramas que como tragedias propiamente dichas, discurren igualmente por el eje circular o político, en el que se tratan de objetivar ideales dialécticos tipificados por el Romanticismo: Estado y libertad, poder y rebeldía, individuo y sociedad, etc. Los pasajes trágicos que pueden hallarse en el teatro valleinclaniano han de situarse igualmente en el terreno de lo político y lo social, muy al margen de cualesquiera implicaciones religiosas y por supuesto naturalistas. El siglo XX habrá de esperar a los años de posguerra mundial para ver crecer un teatro que, afín a la poética de la tragedia, busque de nuevo una cita con el eje angular, religioso o teológico, si bien desde una indefinición suprema, como es el caso de En attendant Godot (1952), Actes sans paroles (1956 y 1959) o Breath (1969), de Samuel Beckett, un teatro en el que la nada se convierte en el nombre que los nostálgicos de lo absoluto dan a su dios.



La tragedia en el espacio ontológico

En segundo lugar, el espacio ontológico es el espacio del ser, el cual, o es material, o no es (Bueno, 1972). Quiere decirse con esto que lo que la filosofía, sobre todo la metafísica, denomina tradicionalmente ser es lo que, respecto a la literatura, tal como la entendemos en la Crítica de la razón literaria, consideramos materia[5]. El Mundo interpretado (Mi) es la conjunción de los tres géneros de materialidad, como consecuencia de la intervención de la razón humana en el Mundo (M), de modo que


Mi = M1, M2, M3


Pongamos un ejemplo burdo pero eficaz: el agua en el mar pertenece al mundo físico (M1); el agua, en la psicología objetivada en la poesía lorquiana, esto es, en el mundo psicológico del poeta (M2), puede significar impotencia o esterilidad (agua estancada) o fertilidad (agua fluyente); finalmente, el agua, en el campo categorial de la Química, esto es, en su mundo lógico (M3), será H2O.

Definido el espacio ontológico, estamos en condiciones de hacernos la siguiente pregunta: ¿cómo interpretar ontológicamente la tragedia lorquiana? Dicho de otro modo, ¿en cuál de los tres géneros de materialidad plantea Lorca fundamental o recurrentemente el conflicto trágico? La respuesta es clara: en el mundo psicológico, fenomenológico o segundogenérico (M2). La tragedia lorquiana es, ante todo, una tragedia psicológica. Algunos autores consideran que la tragedia psicológica es un imposible, porque en realidad no cabe hablar en este punto de tragedia, sino de drama. Estos autores postulan que la tragedia sólo es posible en M3, es decir, en aquellas obras literarias que plateen conflictos de ideas, dadas no sólo psicológicamente, sino lógicamente, y de forma casi exclusiva, como sucede en la obra de los tres trágicos griegos. Se incurre así en una reducción terciogenérica de la idea de tragedia, reducción frente a la cual declaro mis máximas distancias, como se desprende de la teoría de lo trágico que aquí expongo.

Al comienzo de este capítulo he dado una definición de tragedia que conviene retomar de nuevo: la tragedia es una desgracia o infortunio muy grave que afecta de forma imprevisible e irreversible al ser humano, y cuyas causas y consecuencias ningún individuo o sujeto operatorio puede respectivamente ni prever, ni controlar, ni restaurar. La esencia de lo trágico está en la imprevisión y en el descontrol, porque el hecho trágico pone de manifiesto ante todo la impotencia y limitación del ser humano a la hora de enfrentarse a la desgracia, que integrada en la maquinaria del Estado (eje circular o político), en los impulsos más naturales e instintivos (eje radial o de la naturaleza), y en las fuerzas e ideales religiosos (eje angular), rebasa cualquier forma de acción humana que pretenda contrarrestarla o incluso explicarla apriorísticamente. No cabe, pues, reducir racionalmente la tragedia a los conflictos de una situación política compleja, porque no toda lucha política es núcleo de hechos trágicos, como ocurre en la tragedia griega clásica. Del mismo modo, tampoco es posible reducir racionalmente la tragedia a uno de los tres ejes del espacio ontológico, afirmando que lo trágico únicamente puede explicitarse en términos lógicos (M3), porque también es posible hablar de tragedia en el terreno psicológico (M2), como acredita el teatro de Lorca, y por supuesto también en el ámbito de lo estrictamente físico (M1), como demuestran los hechos históricos, desde las guerras mundiales hasta los cataclismos naturales. Esta «jibarización» de lo trágico no es aceptable.

El espacio ontológico permitirá saber de qué ámbito o sector proceden las causas del hecho trágico, y hacia qué ámbito o sector asestan el golpe sus consecuencias. No todos los tragediógrafos sitúan por igual las causas y consecuencias de la tragedia en lo físico, lo psicológico o lo lógico. Por otro lado, todo sistema de pensamiento, toda interpretación, y más aún aquella que considere que el ser humano es el sujeto operatorio por excelencia —el único que puede manipular y transformar la materia de forma racional y teleológica—, ha de dar cuenta de cómo este sujeto operatorio no puede dominar libremente la materia trágica, porque ésta le sobrepasa. La tragedia no es previsible, ni sus consecuencias son controlables. No se ve en el futuro, no se controla en el presente, y no se restaura el pasado, porque no se supera intactamente una vez sufrida. Lo trágico es siempre algo imprevisible, indómito e irreparable. Por eso limita la omnipotencia de la razón humana. Por eso la hybris ciega al Hombre. Por eso también la muerte, en sí misma, no es trágica, pues aunque sea algo irreparable no siempre es necesariamente imprevisible. La muerte es ley de vida. Nada sorprendente hay en ella, excepto la forma en que puede acontecer. La tragedia tiene más que ver con lo evitable en su imprevisión que con lo previsible inevitable. Pero, ¿qué o quién puede evitar lo imprevisible? Sólo la casualidad, llamada también azar o fortuna. Porque lo que la razón no percibe sólo puede evitarlo la fortuna. La declaración atribuida popularmente a Voltaire, según la cual hemos inventado la palabra azar para expresar el efecto conocido de toda causa desconocida, no es sino un juego de palabras sólo posible tras la mecánica de Newton, el verdadero responsable de la muerte de la filosofía. Newton es un hombre que se hace preguntas filosóficas a las que da una repuesta científica. Con Newton la ciencia reemplaza definitivamente a la filosofía. Después de Newton, a la filosofía sólo le queda la explotación del idealismo, que encontró en la Reforma y el pietismo alemán el único modo de sobrevivir. Kant hizo el resto.

Sin embargo, no todos los dramaturgos consideran, como Cervantes, por ejemplo, que la razón es exclusivamente humana, y no metafísica: «Cada cual se fabrica su destino / no tiene aquí Fortuna alguna parte» (La Numancia, I, 157-158). Para otros, como Calderón, la razón es Dios (No hay más fortuna que Dios, dirá en 1653). Y para otros, como Lorca, la razón es la naturaleza instintiva. Pertenece al eje radial. El Hombre y Dios sólo son criaturas represoras de esa razón natural, rousseauniana, nietzscheana, freudiana. Entremos en detalles.

Consideremos, en primer lugar, la tragedia dada en el terreno de lo físico o primogenérico. En M1, lo trágico sólo es posible en la Historia, no en la literatura. Cuando la tragedia acontece físicamente, sea bajo la forma de un cataclismo de la naturaleza, como un terremoto o un maremoto (eje radial), sea debido a un error humano, como un choque de trenes o un accidente aéreo, sea por un conflicto entre sociedades políticas, como una guerra o un genocidio, por ejemplo (eje circular), lo trágico forma parte de la Historia. Ha de quedar claro, pues, que lo trágico sólo puede integrarse en la literatura y el arte como materia segundogenérica (M2) o terciogenérica (M3). Dicho de otro modo, si lo trágico sólo tiene existencia estructural, es porque forma parte de creaciones y construcciones poéticas o estéticas, es decir, posee una existencia ficcional; sin embargo, cuando lo trágico tiene causas y consecuencias operatorias, entonces es porque no se trata de una ficción, sino que su existencia es efectivamente operativa y realmente demoledora en M1.

Esta argumentación sólo deja dos espacios posibles para la expresión de la idea de lo trágico en el mundo del arte, ambos complementarios o incluso solidarios: bien como expresión de experiencias psicológicas, bien como expresión de ideas lógicas. 

En el formato del teatro, esta expresión está determinada por la dialéctica de las modalidades desajustadas (querer, saber, poder hacer), de modo que una persona quiere y puede hacer algo, pero no sabe, y desde tales posiciones se enfrenta a otra que sabe y puede actuar, pero no quiere, etc. En suma, la pregunta ha de hacerse de forma directa: ¿cómo plantea Lorca los conflictos trágicos, psicológicamente o conceptualmente? Dicho de otro modo, ¿dónde plantea Lorca la tragedia, en M2 o en M3? Mi respuesta es inequívoca: en M2, esto es, psicológicamente. ¿Quiere decir esto que Lorca renuncia a plantear el conflicto trágico como un conflicto de ideas? Desde el punto de vista de las posibles soluciones, sí[6]

Bernarda no razona. Yerma, tampoco. Los novios de Bodas de sangre eluden la razón. Estos últimos huyen hacia la nada, se evaden de una sociedad política que los persigue y ajusticia tribalmente, al margen incluso de tribunales normativos de justicia, y buscan un espacio mítico, retórico, ideal, metafísico, que los destruye. Yerma se desespera hasta el homicidio. Y pasa por ser una víctima. Bernarda cree que puede reprimir el impulso sexual de un grupo de mujeres jóvenes. Es más, cree que puede encerrar a las mujeres en un mundo en el que la realidad del hombre, del varón, no existe. Nada más próximo a lo que pretenden muchas corrientes del feminismo posmoderno, y que consiste en aislar colectiva y gremialmente a las mujeres. La lectura de Lorca está clara: un mundo sin hombres sólo puede acabar trágicamente para las mujeres. No cabe mayor exaltación de la masculinidad. 

El racionalismo de estos protagonistas lorquianos es mínimo: en lugar de pensar, dejan actuar libérrimamente, irracionalmente, sus impulsos más elementales. El resultado es nefasto. Obrar de espaldas a la razón conduce inevitablemente a una tragedia cuyas motivaciones son psicológicas, no conceptuales ni lógicas: imponer la represión sexual como consecuencia de negarse a razonar y a buscar una solución a los problemas sexuales de unas hijas que desean disfrutar de un hombre implica optar por la fuerza en lugar de la maña. Abandonar a una mujer con la que, sin amarla, se ha contraído matrimonio, para irse con una recién casada que ha hecho otro tanto con su cónyuge, más tiene de afrenta inconsecuente e irracional que de solución a ningún conflicto. Algo así sólo puede hacerlo alguien que ignore —y que desprecie— por completo las normas de un mundo al margen de las cuales normas ese mundo resulta inhabitable.

Pero Lorca no es el primer dramaturgo que sitúa la experiencia trágica en el terreno de la psicología y de los impulsos psíquicos, que tratan de sobrevivir por sí mismos, eludiendo o eclipsando la razón. Calderón hace lo mismo en El médico de su honra: don Gutierre mata a doña Mencía sólo porque sospecha de ella. Y porque la sola sospecha justifica el uxoricidio. Calderón tiene suerte de no ser leído por las autoridades políticas de lo políticamente correcto, porque si estas autoridades leyeran obras como El médico de su honra sin duda la prohibirían, acaso impidiendo la impresión del texto y las representaciones del drama, como los ilustrados hicieron, de hecho, con los autos sacramentales. Don Gutierre mata por razones únicamente psicológicas, no reales. El adulterio posible de doña Mencía sólo ha tenido lugar en la psicología, en la conciencia, en el mundo subjetivo, de don Gutierre. El público sabe que doña Mencía es inocente. Pero el público no forma parte de la obra, sino de su representación. Para don Gutierre, la apariencia es la única realidad. La situación es muy semejante a la que plantea Lope en El castigo sin venganza, por ejemplo. Son las de Lope y Calderón —en este punto al menos, acaso no en otros— tragedias psicológicas, sancionadas por las normas sociales del eje circular (la política aurisecular) y las normas religiosas del eje angular (la teología cristiana). Por su parte, la de Lorca, siendo una tragedia igualmente psicológica, está determinada por la inferencia del eje radial, es decir, de los impulsos naturales. Los protagonistas lorquianos, como he indicado, no están movidos ni por la política, que desprecian o ignoran, ni por la religión, a la que igualmente ignoran y desprecian máximamente. Los personajes lorquianos se mueven por la fuerza instintiva y elemental de la naturaleza, con la que pretenden comulgar e identificarse.

Diré, en conclusión, que el ejemplo más sobresaliente de tragedia dada en el mundo conceptual o lógico es el que constituyen los autores griegos —Esquilo, Sófocles y Eurípides—, Cervantes en La Numancia (Maestro, 2004) y Shakespeare en algunas de sus tragedias (Maestro, 2001). Lorca no pertenece a este grupo. Prefirió la psicomaquia a la logomaquia. El impulso, a la razón.



La tragedia en el espacio poético o estético

En tercer lugar, el espacio poético o estético es el espacio en el que se construyen, codifican, interpretan y valoran los materiales literarios o estéticos, es decir, las obras de arte[7]. En el espacio estético es posible distinguir, siguiendo la semiología literaria, tres ejes esenciales: sintáctico, semántico y pragmático.


1. El eje sintáctico hace referencia a los medios, modos y objetos o fines de formalización y construcción de una obra de arte[8]

Por el medio de construcción, los materiales estéticos se dividen en géneros artísticos (literatura, cine, teatro, música, arquitectura, pintura...), según se sirvan de las palabras, el registro de imágenes en movimiento, la semiología del cuerpo, la combinación estética de sonidos, la proyección y construcción de edificios, los colores y las formas materializados en un lienzo...). 

Por el modo de construcción, los géneros, a su vez, se subdividirán en especies (tragedia, comedia, entremés, novela de aventuras, poema épico, soneto, comedia lacrimosa, teatro del absurdo, cine negro, pintura flamenca, cubismo, etc.). 

Una vez afirmada la innegable materialidad de los objetos artísticos cabría distinguir en ellos distintas finalidades, entre ellas no solo la intención de su artífice (finis operantis), sino también las consecuencias por las que discurre la obra una vez que sale de manos de su autor (finis operis). Los estructuralistas hablarían aquí del potencial semántico y de la autonomía de la obra de arte literaria o teatral. Este potencial semántico del texto artístico no se limita a su inmanencia, sino que se amplía a las relaciones pragmáticas que la obra adquiere a lo largo del espacio y del tiempo, es decir, a través de la Historia y la geografía literarias, la sociedad, la influencia de sus lecturas e interpretaciones, las posibilidades de su relación, en suma, dialéctica ―también teleológica y proléptica―, con sus diferentes entornos y contornos. En este sentido, no cabe duda de que La casa de Bernarda Alba, Yerma y Bodas de sangre, son obras que, por sus medios de construcción, pertenecen a la literatura; por sus modos, al género de la tragedia; y por su objeto, a la tragedia psicológica, explicitada en M2, desde un punto de vista ontológico, y desde el punto de vista antropológico, a la tragedia dada en el eje radial o de los impulsos naturales, como se ha indicado.


2. El eje semántico del espacio estético apela a las dimensiones mecánica (M1), sensible (M2) e inteligible (M3) de los materiales literarios o estéticos[9], según se analicen, respectivamente, desde el punto de vista de la semántica de su composición física o artesanal (como estructuración y elaboración de sus partes formales), de su expresión psicológica o subjetiva (como resultado de la genialidad de su autor, o de la psicología de los personajes), o de su constitución conceptual o lógica (como sistema de ideas formalmente objetivadas en los materiales estéticos). 

Cuando Aristóteles estudia en su Poética la tragedia, lo hace atendiendo a estas tres dimensiones, y subrayando notablemente la dimensión tecnológica o mecanicista (téchnee) de su composición, cuya lógica habrá de dar cuenta estructural de sus partes fundamentales, que él llamó cualitativas[10]: fábula, caracteres, elocución, pensamiento, música y espectáculo. Adviértase, por ejemplo, que la reproducción mecánica de obras de arte da lugar al Kitsch, algo de lo que el propio Lope de Vega estaba muy cerca, al escribir cientos —dicen que miles— de comedias que, en su mayoría, responden al mismo formato, estructura y planteamiento. Piénsese que, frente a la producción lopesca, Shakespeare compone poco más de una treintena de obras, y que de Lorca apenas podemos hablar —con cierta solvencia— de algo más que de tres tragedias.


3. El eje pragmático del espacio estético resulta esencial en la interpretación de la tragedia. En él se distinguen tres sectores, relativos a autologismos, dialogismos y normas[11]

En primer lugar, las interpretaciones estéticas autológicas son las que se fundan en las razones, o en los argumentos —no siempre racionales en apariencia—, del yo, esto es, del artista mismo, o del crítico individualista. 

En segundo lugar, las interpretaciones poéticas dialógicas son las que se fundamentan en el gremio o grupo, es decir, en el nosotros, sea de artistas, sea de intérpretes. Se trata con frecuencia de tendencias estéticas que se difunden a través de escuelas, movimientos, modas, generaciones o movimientos artísticos específicos. Las interpretaciones dialógicas también germinan de forma especial en ámbitos académicos, seminarios, grupos de investigación, fundaciones, etc., a veces constituidos con la única finalidad de exaltar la figura o la obra de un autor o artista. 

Por último, en tercer lugar, las interpretaciones estéticas normativas son las que se fundamentan en un sistema de normas objetivadas, es decir, son las que generan una preceptiva, y con frecuencia, también un canon. En el fondo, es a lo que aspira todo artista: a convertirse en canon para los demás. Pero el camino que recorrer es largo, comienza siempre en el autologismo, requiere el apoyo gremial de las interpretaciones dialógicas y, siempre al cabo de la evolución histórica, muy pocos autores son artífices de obras que resulten efectivamente canónicas. De hecho, muy pocos son reconocidos como tales. En nuestro tiempo, una pretensión muy característica de todo artista y crítico posmodernos es imponer un «canon gremial», es decir, hacer de las normas del grupo (dialogismo) las normas del arte (canon). Es como hacer un mapamundi de Colloto o de Porriño... El canon —piensan los gremios posmodernos— «somos nosotros». El canon es «cosa nostra». Y en esa ilusión viven, jugando imaginariamente —si bien muchas veces con subvenciones públicas— a ser uno de los infinitos ombliguitos del mundo, muchos gremios de artistas y de intérpretes.


Sucede, sin embargo, que el arte sólo es legible cuando es normativo. De hecho, el arte sólo es arte cuando resulta interpretable, es decir, cuando de facto se interpreta. Entre otras cosas, porque un arte ininteligible no es ni siquiera arte: no se sabe lo que es. Una obra de arte que sólo resulte interpretable por un gremio y para un «nosotros» no puede ser nunca un arte canónico, apto para todos los públicos. Un arte que no es para todos no es ontológicamente una obra de arte, por muy selecta que sea la «minoría selecta» (Ortega, 1925) que lo codicie, codifique o institucionalice como tal para sí, esto es, para su propio y gregario solaz. 

El fin del arte no es esa falacia de la «finalidad sin fin», de corte kantiano, idealista e irreal. El fin del arte es la interpretación humana y normativa, es decir, la interpretación que llevan a cabo seres humanos de acuerdo con un sistema de normas que es igual para todos, y cuyo aprendizaje requiere una formación y una educación racionales. No se puede interpretar a Mahler o a Falla sin haber estudiado música. Y no se puede interpretar el significado de las tragedias lorquianas sin antes haber aprendido a leer y a escribir correctamente (y a algo bastante más complejo que a leer y escribir con acierto). El arte que no sirve para nada no es arte, sino, en el mejor de los casos, una suerte de fetiche que los museos, con frecuencia posmodernos, exponen absurdamente ante la mirada atónita de gentes que simulan admiración por temor a ser llamados ignorantes. Nada más teatral. Ni más irónico. Es lo que son buena parte de las exposiciones «artísticas» contemporáneas: un cervantino retablo de las maravillas.

Ahora bien, ¿cómo es, desde el punto de vista del eje pragmático del espacio poético o estético, la tragedia lorquiana? Diré que es muy poco normativa, escasamente dialógica, y bastante autológica. Y voy a explicarme.

La tragedia ha sido uno de los géneros literarios más enérgicamente preceptuados que han existido jamás, prácticamente desde sus orígenes en la Grecia antigua hasta bien entrado el Romanticismo. Sin embargo, ya desde el Renacimiento, la mayor parte de las tragedias más importantes e influyentes, por su contribución al canon literario —ese que los posmodernos dicen (tan graciosamente) que es discutible, cuando en realidad al margen de él no existe la literatura— no ha sido apenas normativa. Si La Numancia de Cervantes es original, lo es, entre otras muchas cosas, porque no es ni clasicista ni aristotélica (Maestro, 2004). Shakespeare no necesitó la preceptiva jamás. Lope y Calderón, tampoco. Büchner escribe su Woyzeck al margen de toda consciencia normativa. La adscripción a las normas clásicas hizo de las tragedias de Vittorio Alfieri una forma de melodrama romántico. La observancia aristotélica de Corneille y Racine convirtió su teatro trágico en un dialogismo exclusivo del siglo XVII francés y su feudo neoclasicista, sin descendencia posterior alguna. Una vez más se confirma que el precio de la autonomía es la esterilidad.

Piénsese, por ejemplo, en este contexto, en la preocupación que Lope de Vega tenía por las normas teatrales. ¿Qué supusieron para el teatro barroco las ideas de Lope de Vega expuestas en su Arte nuevo (1609)? Supusieron la entrada del teatro barroco en el mundo de la preceptiva literaria. Hasta el Arte nuevo de Lope la comedia nueva es un género literario y teatral que carece de legitimidad normativa, esto es, carece de carta de reconocimiento en el mundo de la poética. En el Siglo de Oro una carencia así era muy grave: entonces no se podía hacer arte al margen de las normas. El arte debía estar justificado normativamente. La situación era por completo opuesta a la de hoy día, en que el arte parece buscar el triunfo a través del autologismo, si bien industrial, comercial, mercantil, más que propiamente estético. 

Entonces, en los siglos XVI y XVII, y en realidad hasta el Romanticismo, el valor del arte era el valor de las normas, reconocidas como tales, a través de las cuales ese arte se manifestaba objetivamente, esto es, se materializaba formalmente en obras concretas. Se consideraba entonces que tales normas reproducían poéticamente los valores de la naturaleza. En este punto, Lope reconvierte los principios aristotélicos. Lope y Aristóteles son lo mismo (Maestro, 1998). Incluso podría decirse que el arte de Lope está más cerca de la realidad del mundo, desde el momento en que no aísla ni material ni formalmente lo trágico de lo cómico, ni insulariza los hechos en torno a una acción única, ni objetiva la complejidad de la vida y sus situaciones en una forma exclusiva, sino en varias (soneto, redondilla, romance, décima, lira…), etc. Hoy día el arte se valora en la medida en que no es normativo, sino individualista (autologismo) y gregario (dialogismo). Las normas del arte las pone el yo del artista, o el nosotros del gremio (los amigos del artista). En realidad, como en tiempos de Lope, las normas del arte las pone el mercado. Lope es el primer dramaturgo que escribe para el mercado, del mismo modo que hoy hacen un poeta y un novelista de cuyos nombres no quiero acordarme con sus poesías y sus prosas respectivamente. Lope, sin embargo, hizo de su obra, la comedia nueva, un canon literario. Los escritores posmodernos, a su vez, hacen de sus obras, simplemente, dinero[12].

En suma, y para cerrar este apartado, cabe afirmar que la tragedia lorquiana no se inspira en ningún sistema normativo precedente. Ver la mano de Aristóteles en los brazos de Bernarda, Yerma o Leonardo, es algo peor que un espejismo. Es una aberración. Ver, sin embargo, el irracionalismo instintivo que pretende instaurar Nietzsche en su Nacimiento de la tragedia (1871) es, evidentemente, aproximarse a los fundamentos de la poética lorquiana. Nietzsche y Lorca pertenecen al mismo dialogismo, es decir, comparten gremio (Maestro, 2008i). Un gremio en cuyo entorno, sin duda, prolifera mucho posmoderno (en busca de autor... que interpretar... y que representar).


 

Tragedia y siglo XX

La mayor parte de las interpretaciones que sobre la tragedia se han dado a lo largo del siglo XX, y lo mismo cabe decir de los últimos diez años, han sido de corte psicologista y metafísico, es decir, se han dado en los ejes segundogenérico y angular de los espacios ontológico y antropológico, respectivamente. Y han sido, además, por lo que al espacio estético se refiere, autológicas, al tener más que ver con la mente del autor o del crítico de turno que con un sistema de normas debidamente objetivadas. 

En este sentido, hemos llegado incluso a una situación tal en la que tragedia es lo que a cualquiera se le ocurre que sea. Lo trágico goza hoy día de una dignidad de la que todo el mundo desea participar. Incluso cristianos y judíos, que también pretenden incorporar en sus culturas, y en las interpretaciones de sus autores y literaturas, la poética de la tragedia. Olvidan que en hebreo ni siquiera existe una palabra que designe lo que los griegos, primero, y los romanos, después, denominaron tragedia. En el pensamiento cristiano la tragedia está desterrada por completo, hasta que las filosofías —más bien psicologías, habría que decir— existencialistas pretenden apropiársela y reintroducirla místicamente. El existencialismo es la forma más vergonzosa de metafísica que puede practicar un supuesto ateo. Equivale a negar la idea de Dios para vivir permanentemente en la nostalgia de lo absoluto.

Desde este punto de vista se afirma de modo acrítico que el ser humano se expresa artísticamente porque sabe que tiene que morir; que una de las principales consecuencias trágicas de la muerte es que transforma la vida en un destino; que, creamos o no en ese destino, no podemos vivir sin interpretar la vida humana como una experiencia determinada por su final, la muerte, un secreto cuyo significado no nos pertenece; que sólo el arte y la religión pueden dialogar eternamente con ese secreto; y que por lo tanto la tragedia es una de las formas que usa el arte para interpretar el enigma de la vida. Todo esto es entretenida y amena retórica, en que se sustantivan las interpretaciones psicológicas sobre la tragedia clásica, moderna o contemporánea.

El teatro es uno de los géneros literarios y espectaculares que más intensamente ha reflexionado sobre la experiencia trágica. Sin embargo, la experiencia trágica que comunica el arte clásico, y concretamente el teatro antiguo, tiene muy poco que ver con la experiencia trágica que está presente en el teatro y en la literatura contemporáneos. El teatro de la Antigüedad presenta una tragedia cuyos protagonistas son nobles, pertenecen a clases sociales elevadas, son poderosos; hablan correctamente un lenguaje aristocrático, viven y piensan como reyes, sufren inquietudes trascendentes, y desconocen el anonimato, el dolor del trabajo, y los sufrimientos de la vida doméstica. Son héroes que, además, no poseen la experiencia de la risa. Ajenos a la comedia, se comportan acaso como agelastos o catagelofóbicos. Por el contrario, la literatura y el teatro contemporáneos hablan de una experiencia trágica protagonizada por la soledad de seres humanos comunes, vulgares, insignificantes, idénticos a nosotros mismos, completamente antiheroicos. 

Los mitos de la tragedia contemporánea somos nosotros. Nuestra mitología de seres infelices e insatisfechos —poseídos por fuerzas que no podemos controlar (Lorca), y que conducen con frecuencia a la destrucción— se ha convertido en el principal protagonista de la tragedia contemporánea. A los críticos que no tienen nada que decir les encanta hacernos «sentir» esa «ausencia de lo absoluto» en la vulgaridad de nuestra existencia. 

Desde su nacimiento en la Grecia clásica hasta su desarrollo en nuestros días, la tragedia no ha muerto ni se ha desintegrado, como a veces han propuesto autores tan citados como George Steiner (The Death of the Tragedy, 1961). La tragedia, simplemente, se ha transformado. No ha muerto, sino que ha escapado a muchas de las posibilidades contemporáneas de interpretación, la mayor parte de ellas ancladas en la psicología del yo (autologismo), en el eje radial («¡las fuerzas naturales trascendentes!», que nos persiguen como fantasmas que sólo el psicoanálisis freudiano o lacaniano puede exorcizar), o en el eje angular (la tragedia como exploración de un mundo metafísico, profundo, secreto, oculto, en el que habitan, entre figuras francamente fantasmagóricas, el Dasein heideggeriano, el logos gadameriano, u otros mitos filosóficos, hermenéuticos o lingüísticos, por el estilo, tan hechizantes para nuestros colegas del siglo XX, y también del XXI). Lo cierto es que la realidad de las cosas es acaso menos compleja, y sin duda mucho menos metafórica. La tragedia ha evolucionado desde el mito (clásico) hasta la desmitificación (contemporánea). Veamos sumariamente cómo[13].

Son varios los autores que han influido en esta evolución de la tragedia, que va del mito a la existencia, de la metafísica a la desmitificación, del heroísmo al nihilismo. Son decisivos los nombres del alemán Georg Büchner, con su obra Woyzeck (tan contemporánea que, a pesar de haberse escrito en 1837, se estrena por vez primera en la Alemania de 1910); Valle-Inclán, con su expresión esperpéntica de una tragedia grotesca y moderna; Luigi Pirandello, en la configuración de una tragedia existencial y nihilista, en sus Sei personaggi in cerca d’autore (1921); Federico García Lorca, con sus tres tragedias rurales, sus farsas trágicas, y su obra póstuma titulada El público (1930). Naturalmente la lista es mucho más amplia, y contiene nombres como Eugène Ionesco, Samuel Beckett o Fernando Arrabal, por citar sólo algunos más.

En la literatura española del siglo XX, Federico García Lorca es uno de los autores que mejor han sabido expresar psicológicamente las posibilidades trágicas del mundo contemporáneo. Bodas de sangre, Yerma y La casa de Bernarda Alba son, junto con El público y algunas farsas de su teatro breve, una serie de obras que, a través de la literatura española contemporánea, han integrado la experiencia trágica de la modernidad en la estética del teatro y en la poética de la literatura de nuestro tiempo. Una serie de célebres dramaturgos, entre ellos Eliot, Sartre, Claudel, Yeats, Cocteau y Gide, intentaron volver a escribir los mitos y las tragedias antiguas. Fracasaron al admitir tácitamente que no disponían de una mitología capaz de hacer visible y consistente una fábula trágica, o por lo menos de una mitología que pudiera haberles conducido a un sentido nuevo de la tragedia. En realidad, de lo que no dispusieron fue de capacidad, porque lo que son mitos, nunca han dejado de existir. Lorca, por su parte, sí descubrió esa veta mitológica que hizo posible una renovación de la experiencia trágica en la Edad Contemporánea, y la descubrió en las posibilidades de la psicología individual (autologismo) y de los impulsos humanos más naturales y elementales (eje radial), identificados, de forma simbólica y alegórica, con figuras de la naturaleza.

La luna homicida que habla prosopopéyicamente en Bodas de sangre, y que se declara alegóricamente mortal, confirma que la mitología de la tragedia está destinada a poblar un mundo visible, un mundo humano, absorbido por la naturaleza. Lorca sustituye la metafísica de la tragedia antigua por una poética de la naturaleza y de las pasiones humanas más ajenas a la razón. En un mundo hostil, la luna se convierte en una suerte de espíritu viviente, de numen andromorfo, un espectro mortal que niega el amor, la vida, e incluso la legalidad pasional de todo cuanto existe. La luna, que simboliza la muerte, habla y advierte que las pasiones humanas son causa de tragedia y de acabamiento. Nadie puede escapar a la muerte:


Cisne redondo en el río,
Ojo de las catedrales,
Alba fingida en las hojas
Soy; ¡no podrán escaparse!
¿Quién se oculta? ¿Quién solloza
por la maleza del valle?
La luna deja un cuchillo
abandonado en el aire,
que siendo acecho de plomo
quiere ser dolor de sangre...[14]


La inquietud trágica persiste en una obra como El público, característica del teatro vanguardista y experimental de García Lorca. Allí encontramos un diálogo entre dos personajes que, tras experimentar a lo largo del drama sucesivas transformaciones, ejemplifican alegóricamente el amor conflictivo en el Hombre 1 (Figura de Pámpanos) y el Director de escena (Figura de Cascabeles). En la escena titulada «Ruina romana», los protagonistas se muestran dispuestos a cambiar su identidad por amor, a lo largo de un diálogo frustrado por la presencia del Emperador y el Centurión, como símbolos del poder que destruye. Es la representación de un conflicto psicológico, de una axiomaquia, cuyas armas, antes que las ideas, son las metáforas, las alegorías, los símbolos, es decir, las formas de un mundo onírico, psicologista, tropológico, idealista, pseudoirracional, sofisticado y reconstructivista.


Figura de Cascabeles: ¿Y si yo me convirtiera en nube?
Figura de Pámpanos: Yo me convertiría en ojo.
Figura de Cascabeles: ¿Y si yo me convirtiera en caca?
Figura de Pámpanos: Yo me convertiría en mosca.
Figura de Cascabeles: ¿Y si yo me convirtiera en manzana?
Figura de Pámpanos: Yo me convertiría en beso.
Figura de Cascabeles: ¿Y si yo me convirtiera en pecho?
Figura de Pámpanos: Yo me convertiría en sábana blanca.
... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Figura de Cascabeles (tímidamente): ¿Y si yo me convirtiera en hormiga?
Figura de Pámpanos (enérgico): Yo me convertiría en tierra.
Figura de Cascabeles (más fuerte): ¿Y si yo me convirtiera en tierra?
Figura de Pámpanos (más débil): Yo me convertiría en agua.
Figura de Cascabeles (vibrante): ¿Y si yo me convirtiera en agua?
Figura de Pámpanos (desfallecido): Yo me convertiría en pez luna.
Figura de Cascabeles (tembloroso): ¿Y si yo me convirtiera en pez luna?
Figura de Pámpanos (levantándose): Yo me convertiría en cuchillo.
En un cuchillo afilado durante cuatro largas primaveras.
... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Figura de Pámpanos: ¡El Emperador! [...] ¡El Emperador! Ya no hay remedio.
... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Centurión: El Emperador busca a uno.
Figura de Pámpanos: Uno soy yo.
Figura de Cascabeles: Uno soy yo.
Centurión: ¿Cuál de los dos?
Figura de Pámpanos: Yo.
Figura de Cascabeles: Yo[15].


Los dos seres han de permanecer siempre separados, frustrando la unión perfecta y deseada entre ellos. La declaración de ser «uno» es una declaración de utopía, una formulación imposible. En el drama surrealista, la esencia del individuo se anula en la variedad infinita de sus metamorfosis. El surrealismo se expresa a través de metáforas. Así, el ser humano es un ser poliédrico, sometido a la mutabilidad del tiempo. La destrucción de la linealidad temporal, de la sucesión cronológica, hace que el personaje se fragmente en una constelación de imágenes pasadas, presentes y posibles. La vida se convierte en una cuestión de forma, de máscara, como signo que anula y reprime toda tentativa de libertad. Incluso la liberación de la máscara no supone una liberación de la conciencia. Pero toda esta tropología no deja de ser una descripción psicologista de la realidad. Ésta es la esencia de la tragedia moderna, interpretada en términos psicológicos y fenomenológicos (M2), la esencia de la tragedia lorquiana, una tragedia de «hechos de conciencia». Una conciencia que no lleva a ningún tipo de liberación, sino a vivir en la desesperanza y en la falta de soluciones a los problemas más urgentes. Los conflictos psicológicos aducidos no se resuelven en ningún planteamiento de ideas.

Esta dimensión psicologista y metafísica de lo trágico ha determinado, y sigue aún hoy determinando, el concepto de tragedia para la crítica y la teoría literarias contemporáneas. Los existencialistas encontraron aquí su mejor retórica, abonada por el psicoanálisis, la mitocrítica y la poética de lo imaginario, así como por toda la suerte de teorías literarias idealistas y metafísicas que se han desarrollado con la posmodernidad. Se habla sin tregua de la experiencia trágica del ser humano, debilitado por una modernidad que no siempre es sinónimo de progreso, destruido por fuerzas metafísicamente superiores, de modo que estas son las características del mundo contemporáneo, y del arte teatral que trata de expresarlo. Con frecuencia, los problemas del lenguaje, la comunicación de la experiencia, las posibilidades de comprensión de la vivencia, se plantean en estrecha relación con la existencia individual. Lorca no es un caso aislado. Parejas inquietudes están en Pirandello, en sus Sei personaggi in cerca d’autore (1921). Se preludian aquí los problemas de la tragedia en el teatro del absurdo: el lenguaje no sirve para comunicarse.


Il Padre: Ma se è tutto qui il male! Nelle parole! Abbiamo tutti dentro un mondo di cose; ciascuno un suo mondo di cose! E come possiamo intenderci, signore, se nelle parole ch’io dico metto il senso e il valore delle cose come sono dentro di me; mentre qui le ascolta, inevitabilmente le assume col senso e col valore che hanno per sé, del mondo com’egli l’ha dentro? Crediamo d’intenderci; non c’intendiamo mai! Guardi... (Pirandello, 1921/1993: 38)[16].


El existencialismo reduce —y al mismo tiempo abre a la retórica— la esencia del ser humano a su existencia: el ser humano es un hacerse a lo largo del tiempo, y su trayectoria vital es un despliegue de vivencias que, procedentes de un único ser, adquieren múltiples realizaciones, de identidad y diferencia. He aquí el título decisivo del anciano ―y ya depurado por su implicación en el Nazismo― Martin Heidegger, Identität und Differenz (1957). El ser humano se convierte en un sujeto disociado en varias facetas, en varias vidas. La filosofía se torna con Heidegger más retórica —y menos poética— que con Nietzsche (que ya es decir...). En la poesía trágica de Pessoa el poeta creará numerosos heterónimos. La tragedia plantea la cuestión shakesperiana en nuevos términos: ser o no ser... la máscara o el rostro. Es el problema de los personajes lorquianos de El público, y es el problema también de los personajes pirandellianos que buscan un autor, un padre, un fundamento que les proporcione seguridad, protección, identidad. Es, en suma, el arte de una literatura sofisticada o reconstructivista.


Il Padre: Il dramma per me è tutto qui, signore: nella coscienza che ho, che ciascuno di noi –veda– si crede «uno» ma non è vero: è «tanti», signore, «tanti», secondo tutte le possibilità d’essere che sono in noi: «uno» con questo, «uno» con quello –diversissimi! E con l’illusione, intanto, d’esser sempre «uno per tutti», e sempre «quest’uno» che si crediamo, in ogni nostro atto. Non è vero! Non è vero! (Pirandello, 1921/1993: 45)[17].


La misma inquietud lorquiana de una visión psicológica, existencial y tropológica de la tragedia humana puede encontrarse en el teatro de Eugène Ionesco. El diálogo que mantienen Jean y Bérenguer en el acto primero de Rhinocéros (1960) reproduce en este sentido el enfrentamiento entre dos tipos de personajes: el racionalista Jean, cartesiano y seguro de sí mismo, que acabará convirtiéndose en rinoceronte, como todos los demás personajes, y el dubitativo y discreto Bérenguer, el único que conservará su personalidad frente a la alienación absoluta.


Bérenguer: Je n’aime pas tellement l’alcool. Et pourtant si je ne bois pas, ça ne va pas. C’est comme si j’avais peur, alors je bois pour ne plus avoir peur.

Jean: Peur de quoi?

Bérenguer: Je ne sais pas trop. Des angoisses difficiles à définir. Je me sens mal à l’aise dans l’existence, parmi les gens, alors je prends un verre. Cela me calme, cela me détend, j’oublie.

Jean: Vous vous oubliez!

Bérenguer: Je suis fatigué, depuis des années fatigué. J’ai du mal à porter le poids de mon propre corps...

Jean: C’est de la neurasthénie alcoolique, la mélancolie du buveur de vin...

Bérenguer (continuant): Je sens à chaque instant mon corps, comme s’il était de plomb, ou comme si je portais un autre homme sur le dos. Je ne me suis pas habitué à moi-même. Je ne sais pas si je suis moi. Dès que je bois un peu, le fardeau disparaît, et je me reconnais, je deviens moi[18].


La dualidad de los personajes de Lorca, Figura de Pámpanos y Figura de Cascabeles, se convierte ahora en la dualidad del personaje cartesiano y racionalista frente al personaje trágico, alegórico y existencialista. El final de este diálogo refleja claramente el contraste entre ambos personajes, y lo que representa cada uno de ellos. Por un lado, Jean obedece al principio de unidad, característico del teatro tradicional; por otro lado, Bérenguer representa la retórica del sujeto escindido, problemático, fragmentado, distanciado de sí mismo, prototipo del personaje cuya construcción resulta de la renovación teatral que se atribuye el siglo XX. Bérenguer, no nos engañemos, es un yo retórico[19].


Bérenguer: Je me demande moi-même si j’existe!

Jean (à Bérenger): Vous n’existez pas, mon cher, parce que vous ne pensez pas! Pensez, et vous serez[20].


Un grado más en el proceso trágico de desintegración del personaje en el teatro del siglo XX, que con tanta expresividad se manifiesta en Lorca, lo constituye la obra de Samuel Beckett. Los ecos de Lorca son visibles. Concretamente, su pieza titulada Breath, estrenada en New York en 1969 con el subtítulo de Farsa en cinco actos (treinta segundos de duración), insiste, como otros movimientos de vanguardia del siglo XX —principalmente formas teatrales como el surrealismo, el absurdo o el «pánico»—, en considerar el lenguaje no como un medio de expresión, sino como una forma privilegiada de actividad mental. He aquí un singular testimonio de devaluación o anulación del personaje, del ser humano, en la acción teatral.



Breath

Curtain

1. Faint light on stage littered with miscellaneous rubbish. Hold about five seconds.

2. Faint brief cry and immediately inspiration and slow increase of light together reaching maximum together in about ten seconds. Silence and hold about five seconds.

3. Expiration and slow decrease of light together reaching minimum together (light as in 1) in about ten seconds and immediately cry as before. Silence and hold about five seconds.

Curtain

Rubbish. No verticals, all scattered and lying.

Cry. Instant of recorded vagitus. Important that two cries be identical, switching on and off strictly synchronized light and breath.

Breath. Amplified recording.

Maximum light. Not bright. If 0 = dark and 10 = bright, light shouldmove from about 3 or 6 and back[21].



Confirma el teatro de Samuel Beckett algo que ya estaba presente en algunas páginas del teatro de Lorca, especialmente en El público: el descenso del lenguaje verbal a las funciones más secundarias. El lenguaje se convierte en un juego, el personaje acaba desintegrado en el silencio, la voluntad del ser humano se convierte en impotencia, y la visión trágica permite ver con claridad el vacío de un mundo nihilista. En otra de sus obras, Actes sans paroles, el autor se sirve del lenguaje para la composición del drama, pero el personaje renuncia al uso de la palabra por imposición del dramaturgo. Las frases nominales evitan responsabilidades de predicación en sujetos concretos, y todo intento de configuración o gestación de un personaje se encamina hacia la soledad y el silencio. Con Beckett el drama queda sofisticadamente reducido a una larga acotación. La tragedia, también.


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NOTAS

[1] Sobre el concepto de espacio antropológico, vid. necesariamente a Bueno (1978), y en sus aplicaciones a la literatura, vid. el capítulo III.2.2.1 de esta misma obra.

[2] De aberrantes pueden considerarse, sin duda ninguna, las aportaciones de Gnisci a la Literatura Comparada. Vid. al respecto mis comentarios a sus escritos en esta misma obra, capítulo III, 8.3.4.1: «Interpretación de la Literatura Comparada como invención europea».

[3] Vid. al respecto el libro titulado Dios salve la razón (2008), así como los comentarios que al respecto le dedica Bueno (2009).

[4] Remito a este respecto a mis trabajos sobre la tragedia y Cervantes (Maestro, 1999, 2004, 2005, 2006b).

[5] La materia, el espacio ontológico o, si se prefiere, en términos ordinarios, el mundo, puede considerarse en dos dimensiones: general y especial. La materia general, u ontología general, designa todo cuanto es y está, todo cuanto existe, incluso aquello que no conocemos, aquello que ignoramos e ignoraremos (lo que hay más allá de un agujero negro, la curación de una enfermedad hoy incurable, etc.) La materia especial, u ontología especial, designa la materia conocida: esto es, la materia interpretada y clasificada o categorizada por las ciencias y por el uso de la razón científica y crítica. A la materia especial u ontología especial la llamaremos, como la llama Bueno (1972), Mundo Interpretado (Mi). Por su parte, a la materia general —en la que se incluye, amén de lo conocido e interpretado por las ciencias, también lo desconocido— la llamaremos Mundo (M). La materia interpretada, u ontología especial, esto es, el Mundo Interpretado (Mi), se organiza en tres órdenes fundamentales y omnipresentes, tres géneros de materia irreductibles entre sí, que se corresponden con los tres sectores o ejes del espacio ontológico al que me voy a referir a continuación, y desde los que interpretaré la tragedia en el teatro lorquiano: 1) materia física o primogenérica (M1): es el mundo interpretado desde el primer género de materialidad, es decir, por los contenidos de la materia física, así como por una interpretación física de la materia. Comprende materialidades físicas, de orden objetivo, dadas en el espacio y en el tiempo (agua, mares, tierra, rocas, bombas atómicas, mesas, árboles, etc.); 2) materia psíquica, fenomenológica o segundogenérica (M2): es el mundo interpretado desde el segundo género de materialidad, es decir, por los contenidos de la materia psíquica y fenomenológica. Comprende materialidades psicológicas, esto es, los fenómenos de la «vida interior» o subjetividad, pero explicados siempre por sus causas y consecuencias materiales (celos, amor, ambición, odio, paz, orgullo, solidaridad, izquierda o derecha ideológicas, nacionalismos, misticismo, miedo, etc.). Designa todos los fenómenos y conflictos que «habitan» en la conciencia humana. Es el mundo de las experiencias psicológicas; y 3) materia lógica, conceptual o terciogenérica (M3): es el mundo interpretado desde el tercer género de materialidad, es decir, según los contenidos de la materia lógica y conceptual, desde una explicación científica y crítica de la materia. A este tipo de mundo pertenecen los objetos lógicos, abstractos, teóricos, conceptuales, desde los números primos hasta la métrica, pasando por la fórmula química del agua o el imperativo categórico kantiano. Es, en suma, el mundo de las ideas críticas y de los conceptos científicos.

[6] Entiendo que esta misma opinión es la que sostienen autores que incurren en la reducción terciogenérica a la que antes he aludido, de modo que solo conciben la tragedia en M3. Para ellos, la tragedia que plantea conflictos psicológicos no es tragedia, sino drama. Es un juicio demasiado rígido, un juicio que la complejidad y pluralidad de la literatura trágica no suscribe.

[7] Sobre el espacio poético o estético, vid. en esta misma obra el capítulo correspondiente (III,2.2.4).

[8] Tomo esta distinción tripartita de Aristóteles, quien la propone en su Poética en relación a los medios, modos y fines de la mímesis o imitación como principio generador del arte (Aristóteles, Poética, 6, 1449b 24-28).

[9] Estas denominaciones, como observará el lector formado en el pensamiento buenista, se inspiran en los contenidos de los tres géneros de materia propuestos por Gustavo Bueno en su ontología (Bueno, 1972).

[10] Frente a las cuantitativas: prólogo, episodio y coral (párodo, extásimo y éxodo) (Poética, 12, 1452b 14-27).

[11] Autologismos, dialogismos y normas son los tres sectores del eje pragmático del espacio gnoseológico, tal como lo concibe Bueno (1992) en su teoría del cierre categorial.

[12] Respecto a la supuesta literatura escrita para el mercado, vid. el decisivo libro del hispanista alemán Gero Arnscheidt (2005).

[13] Para una interpretación más detenida de esta cuestión, vid. mi trabajo al respecto (Maestro, 2004c).

[14] Bodas de sangre (III, 1) (García Lorca, 1933/1998: 144).

[15] El público (García Lorca, 1930/1991: 131-137).

[16] «El Padre: Pero si ahí está el mal precisamente: en las palabras. Cada uno llevamos dentro un mundo diferente. ¿Cómo vamos a poder entendernos, señores, si a las palabras que yo pronuncio les doy el valor y el sentido que tienen para mí, mientras el que escucha, invariablemente, las entiende con el sentido y el valor que tienen para él? Por eso no nos comprendemos nunca» (Pirandello, 1921/1965: 34).

[17] «El Padre: Para mí, todo el drama está en mi convencimiento de que cada uno de nosotros cree ser siempre el mismo. Y somos uno distinto con cada persona. Nos hacemos la ilusión de ser siempre el que creemos ser. Nos equivocamos» (Pirandello, 1921/1965: 40).

[18] «Berenguer: No me gusta tanto el alcohol, pero si no bebo, no me encuentro bien. Es como si tuviera miedo, y entonces bebo, para no tener más miedo. Jean: ¿Miedo de qué? Berenguer: No lo sé exactamente. Es una angustia difícil de definir. No me siento completamente seguro en mi existencia, entre la gente, y entonces decido tomarme una cerveza. Me calma, me tranquiliza, me hace olvidar. Jean: ¡Te hace olvidar! Berenguer: Estoy cansado, desde hace años estoy cansado. Me incomoda mi propio cuerpo... Jean: Eso es neurastenia alcohólica, melancolía de bebedor de vino... Berenguer (que continúa): Siento, por momentos, como si mi cuerpo fuera de plomo, como si llevara otro hombre a la espalda. No me habitúo a mí mismo. No sé si yo soy yo. En cuanto bebo, este peso desaparece, me reencuentro conmigo mismo, y vuelvo a ser yo» (Ionesco, Rhinocéros 1960/1991: 66-68).

[19] La retórica de la identidad, la alteridad, el doble, la dualidad, el espejo, el yo, el otro, etc., es el cuento de nunca acabar. Cuando autores y teóricos de la literatura se encenagan en la rapsodia de las metáforas del yo es porque con frecuencia ya no tienen nada más que decir. Y si no lo creen, lean estas declaraciones de Ionesco (Arts y Victimes du devoir, 1954): «Pas de caractères, des personnages sans identité: ils deviennent, à tout instant, le contraire d’eux-mêmes; ils prennent la place des autres et vice versa » (Arts, 1953). [«Nada de caracteres; personajes sin identidad: han de convertirse, incesantemente, en lo contrario de sí mismos; han de ocupar el lugar de los demás, y vice versa»]. «Nous abandonnerons le principe de l’identité et de l’unité des caractères, au profit du mouvement, d’une psychologie dynamique […]. Nous en sommes pas nous-mêmes […]. La personnalité n’existe pas. Il n’y a en nous que des forces contradictoires ou non-contradictoires […]. Les caractères perdent leur forme dans l’informe du devenir. Chaque personnage est moins lui-même que l’autre» (Victimes du devoir, 1954). [«Abandonaremos el principio de identidad y de unidad de los caracteres, en favor del movimiento, de una psicología dinámica [...]. Nosotros no somos nosotros [...]. La personalidad no existe. En nosotros no hay más que fuerzas contradictorias o no-contradictorias [...]. Los personajes pierden su forma en la devaluación formal de su desarrollo. Cada personaje, antes que él mismo, es otro, es una alteridad»]. Todo esto es vana retórica: no dice nada.

[20] «Berenguer ¡Me pregunto si yo mismo existo! Jean (a Berenguer): No existe, mi querido amigo, porque usted no piensa. Piense, y existirá» (Ionesco, Rhinocéros 1960/1991: 69).

[21] Beckett (Breath, 1969/1986: 369). Vid. la trad. esp. de C. Oliva y F. Torres Monreal (1990), de esta «farsa en cinco actos», de treinta segundos de duración, en su Historia básica del arte escénico, Madrid, Cátedra, 1990, pág. 395: «Se alza el telón sobre una oscuridad casi total: unos instantes de negro. De repente, una iluminación muy débil deja ver una especie de descampado cubierto de basuras y deshechos diversos. La luz permanece fija durante cinco segundos de silencio. Se oye una breve fracción del vagido de un recién nacido, seguida de una inspiración humana amplificada, que dura diez segundos, durante los cuales la luz va aumentando progresivamente. El máximo de luz coincide con el final de la inspiración. Siguen luego cinco segundos de silencio y de iluminación estable. Se oye después una espiración amplificada que dura diez segundos, durante los cuales la luz va subiendo. El máximo de la luz coincide con el final de la espiración. La iluminación coincide con el final de la espiración y es seguida inmediatamente de una fracción de vagido idéntica a la anterior en longitud y volumen. Cinco segundos de silencio y luz fija. La iluminación débil se apaga de súbito. Tras unos instantes de oscuridad absoluta cae el telón». Esta pieza teatral de Beckett fue estrenada en New York en 1969, con el título de Breath, a instancias de Kenneth Tynan, quien había solicitado al dramaturgo una contribución para su revista Oh! Calcutta! Sin embargo, el texto original se publicó en la revista Gambit (vol. 4, núm. 16, 1970). Estrenada en el Eden Theatre de New York, el 16 de junio de 1969, esta obra fue representada posteriormente en Inglaterra, en el Close Theatre Club de Glasgow, en octubre del mismo año.






Información complementaria


⸙ Referencia bibliográfica de esta entrada

  • MAESTRO, Jesús G. (2017-2022), «Lorca y la renovación de la tragedia en el siglo XX. Pirandello. Ionesco. Beckett», Crítica de la razón literaria: una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica. Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades del conocimiento racionalista de la literatura, Editorial Academia del Hispanismo (IV, 4.22), edición digital en <https://bit.ly/3BTO4GW> (01.12.2022).


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