IV, 3.7 - Interpretaciones muy críticas sobre la tragedia calderoniana

 

Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices





Interpretaciones muy críticas sobre la tragedia calderoniana


Referencia IV, 3.7


Crítica de la razón literaria, Jesús G. Maestro

Muchas de las interpretaciones que hoy en día es posible leer sobre el teatro calderoniano son resultado de impresionantes especulaciones críticas, destinadas en muchos casos a enfrentarse con argumentaciones de signo contrario, no menos especulativas y programáticas, y a veces tan precisas y sofisticadas como frígidas. En algunos casos se interpreta el teatro de Calderón como si se tratara de un discurso destinado a justificar moralmente una verdad trascendente, algo que hubiera que tomarse de veras en serio, pues aunque no resulte verificable en la realidad o en la Historia, sí lo sería en la metafísica[1]. Un discurso interpretado desde este punto de vista, no puede leerse esencialmente como una fábula o ficción literaria, lugar primigenio del que emana lo poético, sino como un canon dogmático, como una ley, como una disciplina, es decir, como un discurso religioso, religado o subordinado a una realidad superior que actúa como referente legislativo y verificador. El discurso literario no es la ley de Moisés, ni el moralismo socrático, ni los imperativos republicanos de Platón, ni la normativa preceptista de los eternos neoaristotélicos de renacimientos y neoclasicismos, ni modernamente el canonicismo conservador de Harold Bloom, o el heterocanonicismo no menos fundamentalista, en su género, de feministas, neohistoricistas y demás preceptistas posmodernos. La literatura es ante todo un discurso de libertad, en la creación y en la interpretación.

Calderón da a la libertad humana una extraña forma, muy poco contemporánea, sin duda, y basada en una suerte de artificios dialécticos de ascendencia escolástica, en el formato de la comedia nueva lopesca, y todo ello sancionado por una metafísica que actúa como fuerza moral absoluta e insobornable. Dante hizo de la teología una poética; Calderón, sin embargo, de un espectáculo teatral consigue un discurso teológico. Su teatro magnifica los valores morales para reducirlos finalmente a un dogma, desde el que se verifica la totalidad de la vida humana.

No obstante, han sido y siguen siendo numerosos los críticos que disienten de una interpretación trágica de determinadas obras calderonianas.

En sus anotaciones al teatro antiguo español, referidas especialmente a Lope de Vega, Franz Grillparzer (1824) introduce en el hispanismo alemán una observación desde la que cuestiona la existencia de obras trágicas en el teatro español de los Siglos de Oro, con las excepciones de La Numancia de Cervantes y La devoción de la Cruz de Calderón[2]. Karl Vossler, por su parte, había señalado que ni Lope ni su público se sintieron nunca preocupados por el problema del sufrimiento[3]. El dolor no era para ellos una preocupación. «Pueden dar cabida al mal en sus obras —escribía a su vez Clifford Leech (1950: 18-19) sobre Lope y Calderón—, pero se trata de un mal en espera del perdón divino o de un castigo aceptable; nos muestran a veces el sufrimiento, pero se trata del sufrimiento de las ánimas del purgatorio». 

Por su parte, Jarret-Kerr (1954) considera que El príncipe constante no puede interpretarse como una tragedia: «El héroe cristiano tiene la carta de la inmortalidad y la beatitud con la que puede desbaratar los últimos trucos de sus oponentes, el Paganismo y la Muerte. Los cuerpos pueden perder sus cabezas, pero no hay sufrimiento: lo que parece ser agonía es irreal porque es voluntaria, no sufrida; la víctima conserva el control» (Jarret-Kerr, 1954: 62). De la misma opinión son Gulsoy y Parker, quienes consideran que «juzgado por la índole de su asunto, el martirio, sería lógico esperar el desenvolvimiento de una trama trágica. Sin embargo, aunque nos liga una simpatía profunda al desdichado príncipe, no nos hallamos conmovidos por una situación verdaderamente trágica […]. El príncipe constante […] no es una tragedia, ni su autor la quiso así, pues la muerte del príncipe tal como se ha presentado no es trágica ni causada por la inevitabilidad de las circunstancias. Por el contrario, es un hecho heroico, un triunfo para el príncipe y para el mundo cristiano. El hombre que sufre con gozo y muere con tanto entusiasmo, para ganar la vida eterna, no despierta pena, sino admiración y reverencia […]. En suma, es un príncipe ideal de la época de Felipe II, producto de la Contrarreforma» (Gulsoy y Parker, 1960: 22)[4]. En el mismo contexto se sitúan los trabajos de Reichenberger (1965): «El príncipe constante carece de la cualidad esencial para la tragedia, la catástrofe final».

En opinión de otros críticos como Cancellire, considerar a Calderón «como autor de ‘tragedias’ y, en este caso, incluir El príncipe constante en este género, es un problema que se resuelve sólo situando a Calderón en el interior del original debate de su tiempo» (Cancelliere, 2000: 24). Sucede, sin embargo, que en el siglo XVII español no es posible encontrar, ni en la preceptiva ni en la literatura, una reflexión tan poderosa como la que hoy día nos proponemos a propósito de la tragedia. Nuestros interrogantes acerca de la experiencia trágica del teatro de Lope y Calderón, exigiendo para algunas de sus obras el reconocimiento de la poética de lo trágico, constituye una preocupación característica de la crítica de la Edad Contemporánea. 

Los comentaristas y preceptivas de los siglos XVI y XVII simplemente echaron de menos en la creación dramática española el éxito y el cultivo de formas trágicas, pero jamás se obstinaron, como hacen algunos de nuestros contemporáneos, en convertir a Lope o a Calderón en poetas trágicos singulares. El mérito de sus obras no necesitaba entonces, al contrario de lo que parece suceder para la crítica de nuestros días (no así para el espectador corriente), de la dignidad de la experiencia trágica para hacer más valiosa o distinguida la calidad y recepción de sus comedias. El público las exaltaba y celebraba, y no precisamente por una concepción trágica de la vida en ellas contenida, pues no es ése el mensaje que transmiten sus autores (ni el que deseaba recibir el espectador), sino sobre todo por la emoción y el vitalismo que suscitaba su puesta en escena, en la que se objetivaba la confirmación, entre otras cosas, de determinados ideales morales y religiosos, sociales y políticos, sobre los que se consolidaba por aquellos tiempos la forma de vida española, mucho más abierta y liberal, pese a la propaganda negrolegendaria, que otras sociedades políticas y teológicas de su tiempo, subyugadas por el protestantismo. 

El príncipe constante lleva, porque así se lo dieron sus contemporáneos, desde el dramaturgo hasta los espectadores del teatro, y a través de los autores de comedias y de los actores de las compañías, el subtítulo de «comedia famosa». Por algo será. Por muy convencional que fuera este marbete, la conciencia trágica no figuraba en el teatro calderoniano como una experiencia primordial. Parece ser sobre todo la crítica moderna la que pretende introducir, con fines diversos y recursos ad hoc, su propia conciencia trágica en la interpretación contemporánea de los dramas y comedias de Calderón, quien por otra parte siempre se mostró más preocupado en sus obras por la confirmación de la moral católica que por la exaltación de ideales trágicos y heterodoxos.

Las siguientes palabras de Regalado resultan sin duda sorprendentes en la medida en que se aplican al teatro calderoniano. Fijémonos en algunos detalles, que exigen una explicación atenta y muy preciso un aquilatamiento:


El teatro de Calderón hizo sitio a la sofística y a las probabilidades, verdadero triunfo de un arte retórico puesto al servicio de la vida frente al carácter absolutista de la evidencia manipulada como verdad incontrovertible por el espíritu rigorista y autoritario. Estas posibilidades del teatro que Calderón desarrolló como nadie no dejaron de intuirlas el luteranismo, el calvinismo y el jansenismo, que emprendieron una lucha a muerte contra las representaciones teatrales. Pero el rigorismo moral no será el único enemigo de la fiesta; el racionalismo y la ética protestante la irán carcomiendo hasta que, en la misma España, la Ilustración se enfrentará contra esa mezcla de devoción y diversión que resultaba inadmisible a la sana razón (Regalado, 1995: 546). 


De las palabras de Regalado se desprenden ideas francamente chocantes, al menos en apariencia, y desde luego contradictorias desde el punto de vista de una interpretación contemporánea. Calderón no es el mejor ejemplo para hablar de un autor que se enfrenta al absolutismo de una verdad introvertible de espíritu rigorista, etc. En esa línea está más bien un Cervantes... Y aunque de todo hay en el teatro calderoniano, Calderón es soluble en agua bendita, y Cervantes, no. Que el luteranismo, el calvinismo y el jansenismo emprendieron una lucha a muerte contra las representaciones teatrales es un hecho histórico y religioso absolutamente evidente e innegable, y que la Ilustración europeísta y pietista hizo lo propio, represora de las libertades que le disgustaban, es algo que tampoco ofrece dudas para quien sepa enfrentarse sin prejuicios a la realidad de la Historia.

En primer lugar, Regalado transmite la impresión de que el teatro calderoniano se enfrenta al espíritu absolutista y rigorista de su tiempo, al tratarse de un teatro «al servicio de la vida frente al carácter absolutista de la evidencia manipulada como verdad incontrovertible por el espíritu rigorista y autoritario»; creo que no será un disparate afirmar y reconocer en el teatro calderoniano el espíritu y la letra de la Contrarreforma, que no era precisamente una inquietud precursora del liberalismo o la Ilustración, que no fueron en absoluto los movimientos racionalistas e idealizados que la propaganda anglosajona y rosalegendaria nos ha transmitido. Sin duda Calderón era un dramaturgo complejo y profundo, naturalmente, pero no es menos evidente que era también un moralista católico, y que esta moral se manifiesta con toda intención y sin ambages en su teatro. Incluso podemos afirmar que el catolicismo de Calderón no ya el catolicismo contemporáneo, sobre todo si tenemos en cuenta el proceso de protestantización de la Iglesia católica tras el papado de Benedicto XVI. De hecho, el papa Francisco ha convertido al catolicismo en una religión que se ha protestantizado con unos 500 años de retraso. Sin olvidar que el protestantismo es una teología que ha perdido de vista la razón, acaso con unos 500 años de antelación respecto a nuestro mundo actual, formateado en el estertor de la Anglosfera. Téngase en cuenta el concepto de razón que maneja Lutero: «La razón es la mayor de las putas que tiene el diablo» / «Die Vernunft ist die höchste Hure, die der Teufel hat» (Martin Luther, Werk-Ausgabe, Bd. 51, s. 126).

En segundo lugar, Regalado sugiere o señala que determinadas religiones, concretamente luteranismo, calvinismo y jansenismo (no menciona al catolicismo, por el que se decanta como defensor), intuyeron «estas posibilidades del teatro que Calderón desarrolló como nadie», razón por la cual, según sus propias palabras, «emprendieron una lucha a muerte contra las representaciones teatrales». Me sorprende francamente que en este punto Regalado no mencione entre estas religiones al catolicismo, tan fundamentalista como los credos reformados, aunque más racionalista que ellos (pese a la propaganda negrolegendaria), y me llena de estupor que no recuerde precisamente en este contexto el cierre de los teatros y las prohibiciones que, emanadas del catolicismo español contrarreformista, arremetieron a lo largo del siglo XVII contra los espectáculos teatrales peninsulares. No fueron luteranos ni calvinistas, y aún menos eran ilustrados, quienes impusieron en Castilla la pragmática que prohibía la publicación de comedias entre 1625 y 1634[5]. Es cierto que en el siglo XVIII quienes cerrarán los teatros a la representación de autos sacramentales serán los ilustrados y liberales, demostrando de este modo que la libertad no es algo que crece con el curso de la Historia, sino simplemente algo que se transforma, en el siglo XVIII y en el siglo XXI, sin ampliarse. Lo que se amplía, o no, es solamente la ilusión de libertad, pero no la libertad misma. Los católicos y los luteranos del siglo XVII tenían en común mucho más de lo que los católicos del siglo XX tienen en común con los propios católicos del siglo XVII. Los contemporáneos, aún de ideologías opuestas, comparten mucho más que los miembros de una misma ideología o religión que viven en épocas o períodos históricos diferentes. La contemporaneidad une mucho más que las ideas. Cisneros y Lutero tienen mucho más en común que Cisneros y Bergoglio.

En tercer lugar, tampoco puedo comprender cómo Regalado afirma que «el rigorismo moral no será el único enemigo de la fiesta; el racionalismo y la ética protestante la irán carcomiendo hasta que, en la misma España, la Ilustración se enfrentará contra esa mezcla de devoción y diversión» (supongo que se refiere a los autos sacramentales). Después de leer esto me pregunto si únicamente el «rigorismo moral» del que habla Regalado procede del protestantismo y del racionalismo, a los que parece considerar las auténticas bestias negras del espectáculo teatral, frente a una posible inocencia de otros «rigorismos morales» procedentes, por ejemplo, del catolicismo (si bien aquí no se mencionan en absoluto). De lo que ha escrito aquí Regalado parece que los únicos enemigos que ha tenido el teatro español en el siglo XVII han sido el luteranismo, el calvinismo y el racionalismo, y en el siglo XVIII, por supuesto, la Ilustración, movimiento que se supone acabó de «carcomer» las libertades en la sociedad española de la época en materia de espectáculos. A Regalado no se sobran razones: le faltan. Porque Regalado combate al protestantismo desde el catolicismo, y su debate nos retrotrae en el siglo XX al siglo XVII. Es un debate entre fundamentalismos religiosos. Y la literatura no se puede explicar desde el peso de ningún fundamentalismo, ni religioso, ni secular. La posmodernidad ha reemplazo el fundamentalismo religioso (catolicismo / protestantismo), en el que se sitúa Regalado, por el fundamentalismo ideológico, en el que se sitúan los sofistas posmodernos (Derrida, Foucault, Eagleton, etc.). Ni unos ni otros son intérpretes de la literatura, sino que actúan como especies invasoras.

Discursos como el de Regalado recuerdan a los del célebre hispanista alemán Ludwig Pfandl, quien en su obra de 1929 sobre la Cultura y costumbres del pueblo español de los siglos XVI y XVII, advertía que, frente a las inquisiciones protestantes, la Inquisición de la católica España, «dadas la constitución y el auge del carácter nacional hispánico y la intensidad palpitante de aquel idealismo, propio de cruzados y almogávares, la defensa [de la fe] no degeneró nunca en rudeza e impetuosidad persecutorias» (Pfandl, 1924/1994: 29, cursiva mía, sin intención irónica). 

Lejos de conseguir de este modo demostrar la contemporaneidad de Calderón, lo único que observa el lector es la constatación de un conservadurismo poco eficaz a la comprensión de los textos literarios. La literatura existe porque hay libertad, no para que cualesquiera moralistas justifiquen en ella la legitimidad de sus respectivas ideologías, sea Scaligero y la preceptiva neoaristotélica en el siglo XVI, sea el moralismo católico en el siglo XVII o en nuestros días, sea el canon neoconservador de Harold Bloom, sea la preceptiva —no menos normativa que la aristotélica— de los contemporáneos sofistas de la posmodernidad, encabezados por Foucault, etc. La literatura sobrevive a todas las moralinas, desde Sócrates y Platón hasta Derrida y sus exégetas, pasando por toda la tradición normativa de las religiosas teológicas o de filosofías-ideologías como el marxismo, por citar simplemente algunas de las mitologías más influyentes. En otro lugar, Regalado habla del autor de El príncipe constante como un «dramaturgo irreverente y jocoso, el Calderón capaz de arremeter contra el Dios Padre no sólo en improvisaciones palaciegas sino en los mismos autos, fortificado en el saber teológico y en justa correspondencia a la diferencia entre el Dios justo del Antiguo Testamento y el Dios bueno del Nuevo» (Regalado, 1995: 557-558). Esto no se lo cree nadie, directamente. Lamentablemente, a falta de datos más exhaustivos, y de una exposición de ideas mejor contrastadas, no puedo tomarme en serio esta declaración, al menos tal como se la presenta en estas páginas citadas. 

En primer lugar, Calderón, católico convicto y contrarreformista confeso, nunca se habría permitido nada verdaderamente «irreverente», ni de consecuencias tales, en su teatro, y aún menos arremetidas contra el Dios Padre, ni en improvisaciones palaciegas ni en autos sacramentales (menuda gracia...). Otra cosa es que contemporáneos de Calderón, envidiosos de su arte y sus méritos, trataran de servirse de la intolerancia y represión religiosas, bien institucionalizadas entonces en España, para esgrimirlas contra el dramaturgo. Si un hecho como éste se utiliza por contemporáneos nuestros para presentarnos hoy día a un Calderón perseguido por la Inquisición y la intolerancia conservadora del siglo XVII español, sólo cabe decir al respecto que algo así resulta una argucia tan ingenua como simpática. En segundo lugar, no me compete a mí definir si el Dios del Antiguo Testamento era o no un Dios justo; en todo caso, su sentido de la justicia lo hacía más que justo justiciero, cuando no un Dios homicida; por otra parte, que el Dios del Nuevo Testamento sea «bueno», en lugar de «justo», como el del Viejo, es cuestión no menos revisable que otras ya apuntadas —la bondad para el católico no es lo mismo que la bondad para el ateo, al menos en un mundo moderno que, frente a los dogmas, ha exigido su secularización, al margen de la experiencia moral de la Ilustración y sus consecuencias liberales, limitadas esencialmente al comercio anglosajón (como el tráfico de esclavos, por ejemplo).

Me pregunto, ante todo, por esa ansiedad de la crítica —especialmente de la crítica contemporánea— en su afán por hacer de Calderón un autor trágico, como si el hecho de no ser considerado trágicamente restara dignidad a su obra. ¿Por qué esa necesidad de convertir las comedias y dramas de Calderón en tragedias singulares? ¿Por qué esa urgencia en hacer de él un trágico a toda costa? ¿Por qué ese dogmatismo frecuente en las argumentaciones, no siempre unánimes incluso entre sus propios defensores, que muchas veces concluyen en declaraciones emocionalmente exultantes, destinadas a la confirmación indiscutible de un Calderón irreprochablemente trágico?

La poética de lo trágico posee una dignidad que, podríamos decir, es propia de una mitología pagana o laica. El mundo de las religiones y de las disciplinas morales no resulta muy compatible con la experiencia de la tragedia, y aún menos con el reconocimiento de ciertas dignidades en la adversidad trágica. Todo moralismo, desde el socrático hasta el marxista, ha considerado la tragedia como la experiencia de una heterodoxia, siempre inconveniente y con frecuencia subversiva. El cristianismo no ha sido ajeno a los principios morales y poéticos de éstas y otras corrientes moralistas. El cristianismo, como el judaísmo (del que en cierto modo procede), como el islam, no son culturas especialmente familiarizadas con el teatro, ni desde el punto de vista de la experiencia cómica ni desde la perspectiva de la dignidad trágica. El Corán prohíbe explícitamente la representación de cuanto vive o existe. Estas antiguas religiones no percibían en la tragedia ninguna forma de admiración o grandeza de espíritu. Son movimientos basados ante todo en valores morales, cuyo fin es la consecución de un mundo sano y equilibrado, ortodoxo, uniforme y seguro, lejos de cualquier tentativa de excitación, subversión, heterodoxia, fiesta, carcajada o catarsis. Sócrates y Platón estarían completamente de acuerdo. Es difícil, sin traicionar o suplantar algunos fundamentos esenciales, compaginar teatro y moral, fiesta y disciplina, risa y autoridad, subversión y respeto a la ley —¿a la ley de quién?, cultura secular y cultura religiosa, libertad y dogma... Calderón lo intentó, al igual que Dante en cierto modo, y sin duda lo logra en varias de sus obras[6]. Con todo, la tragedia requiere una mitología, no una disciplina.

Nada hay más alejado de la ortodoxia que la experiencia trágica. La tragedia contiene siempre la esencia de un enfrentamiento humano contra la inflexibilidad de una realidad moral trascendente. El ser humano se enfrenta al dogma para discutir, o incluso negar, la legalidad inmanente de sus fundamentos metafísicos. El dogma puede sobrevivir a la acción desafiante del ser humano, ciertamente, pero sin duda su supervivencia sólo será posible a costa de cierta deslegitimación a los ojos del hombre, de cierto descrédito incluso, una suerte de desmitificación de su primitiva grandeza o de su pureza originaria: la ortodoxia, aunque siga siendo algo inmutable, deja de ser algo indiscutible, pues ha sido criticada con dignidad —dignidad que emana genuinamente de la experiencia trágica— por la acción humana.

La expresión «tragedia cristiana» refleja ante todo el deseo y el intento, por parte de una moral como la cristiana, de apropiarse de unos valores procedentes de una cultura pagana, como era la cultura griega —de la que procede el concepto genuino de teatro y de tragedia—, cuyas creencias metafísicas se objetivaban en una mitología religiosa, y no en una disciplina dogmática. La cultura laica moderna y contemporánea ha desarrollado el concepto poético de tragedia con recursos comparables a los que utilizan en el mundo antiguo las culturas paganas de Grecia y Roma: la soledad del héroe trágico, la ansiedad de lo absoluto, la creación de personajes que demandan el protagonismo de una acción trascendente, héroes que se mueven siempre en el reino de lo conflictivo, y cuyos actos son difíciles de sancionar en las dialécticas entre los dioses y el Estado, la política y la religión; interpretaciones que nos llevan siempre a tropezar con la realidad de una ley moral; principios éticos cuyas formas de conducta discuten los fundamentos del bien y del mal, y cuyas consecuencias se postulan a menudo más allá de nuestro terrenal mundo del Hombre, bien para discutir una realidad trascendente (heterodoxia), bien para negarla (nihilismo).

La diferencia entre «tragedia cristiana» y «tragedia pagana o laica» es la diferencia que separa el pecado de la hybris, es el abismo que protege al dogma de la ironía, es la realidad que divorcia la moral del arte. El primero de estos conceptos (tragedia cristiana) es paradójico; el segundo (tragedia pagana o laica), redundante[7].

En las llamadas «tragedias cristianas» de Calderón, la realidad trascendente toma partido en favor de la causa que encarna y representa el héroe trágico, es decir, el mártir o el devoto cristiano. En la tragedia pagana (Esquilo, Sófocles, Eurípides, Séneca) y en la tragedia laica (Fernando de Rojas, Cervantes, Shakespeare, Büchner, Lorca, Beckett...) el orden metafísico no favorece en ningún momento la iniciativa del héroe trágico, ni muestra jamás misericordia alguna hacia él, ni le reserva en absoluto ninguna esperanza de recompensa o posibilidad de redención. En el mundo pagano (ámbito primigenio del que emana la experiencia trágica), al igual que en las culturas seculares, lo único que queda del imperativo mundo metafísico es la expresión de un abismo irónico, insondable, nihilista incluso; en el mundo cristiano, la tragedia siempre se resuelve o se supera, bien en el castigo infernal, bien en el gozo de Dios. Es, de un modo u otro, un tránsito, un instrumento, una prueba, un medio de acceso al más allá inmutable y eterno. Para el mundo laico, la tragedia es un fin en sí mismo: un enérgico planto con el que concluye para siempre toda forma de vida y de esperanza.

La dignidad de la tragedia, la poética genuina y específica del hecho trágico, constituye algo difícilmente transferible en toda su pureza y legitimidad más allá del mundo gentil o secular que la hace posible. Esta dignidad es sin duda codiciada por otras formas culturales ajenas al paganismo o al laicismo, lugares primigenios de la experiencia trágica. El cristianismo admite la experiencia de lo trágico en la medida en que la grandeza o admiración de la tragedia confirma o estimula la dignidad de sus propias posiciones morales, encarnadas en el héroe cristiano, mártir por excelencia, y personaje sin posibilidades de éxito fuera de la moral cristiana. El martirio se convierte en este contexto, y nunca fuera de él, en un ejemplo de excelencia admirable. Pero el martirio, es decir, la aceptación de la muerte en nombre de una creencia trascendente, a la que se legitima dogmáticamente como algo verdadero y único, nada tendría de admirable si fuera protagonizado por el enemigo de esa creencia, es decir, por alguien entregado a la fe de una religión supuestamente falaz. El martirio, no lo olvidemos, es la única forma de suicidio autorizada por las religiones, del mismo modo que la guerra es la única forma de homicidio legitimada por las democracias.

Con la figura de Cristo el mundo pagano, con todos sus atributos, se disuelve, y queda preservado en el arte y poética literaria como un embellecedor de múltiples recursos, incluido el hecho trágico. Sin embargo, el paganismo no ha dejado sólo recuerdos meritorios, sino también referentes culturalmente únicos e irrepetidos. Con el advenimiento del Dios anunciado, la palabra de los profetas queda definitivamente cumplida para el Occidente cristiano, y sus portavoces pasan a engrosar leyendas y repertorios literarios. Los profetas de lo trascendente dejan de existir para ceder el paso a los intérpretes de la metafísica y su deidad única. Nace la teología cristiana, y sus ministros, los sacerdotes. La primera consecuencia es que todo se interpreta ahora como un preludio de una eternidad metafísica y fabulosa. Se vive para la muerte. La experiencia trágica deja de concebirse como tal, pues el cristiano creyente vive en este mundo sólo con su cuerpo; el alma pertenece al cielo, y la institución eclesiástica dispone los medios que aseguran disciplinadamente el camino hacia la salvación. No hay, pues, conciencia trágica en el existir terrenal humano. Con todo, las escenas novoevangélicas del Gólgota contienen la fábula de una tragedia que penetra en la Era cristiana como última experiencia del paganismo. Ya no se interpretará como una experiencia trágica y gentil, sino como un martirio por la fe y la redención del mundo. La segunda consecuencia es que toda heterodoxia, todo movimiento herético, se extirpa inmediatamente. En el seno de la nueva institución eclesiástica sólo podrán triunfar los individuos que aspiren a renovar la Iglesia ya existente, en la confirmación y estímulo de los poderes vigentes. El dogma está definitivamente consolidado.

Este proceso de cristianización de la vida humana en todas sus facetas hubo de enfrentarse a obstáculos más o menos serios. El primero de ellos procedió del Humanismo renacentista, que no tardó en pactar gratamente con la Iglesia. El último y más poderoso, de la Ilustración europeísta, fruto de la Reforma luterana, y que nace ya fecundado por el pietismo, una de las versiones más extremas del protestantismo. Nuestra cultura contemporánea es sin duda el resultado de este enfrentamiento entre dialécticas religiosas y seculares. Cuando los primeros humanistas italianos descubren la Antigüedad pagana, encuentran en el poeta clásico la posibilidad de emancipar, sólo hasta cierto punto, la actividad literaria de la disciplina eclesiástica. Los humanistas idearon el concepto de poeta-teólogo —fruto del pacto entre la cruz y la pluma—, que designaba al poeta capaz de expresar el dogma de la iglesia en imágenes alegóricas, ad majorem Dei gloriam y de los valores de la moral cristiana. Se amalgaman aquí los recursos y formas de la fábula pagana, fuente primigenia de la literatura, con los referentes doctrinales de la nueva teología cristiana. Sólo una circunstancia de este tipo hizo posible la existencia de figuras como Dante y Calderón, en quienes se amalgama algo tan mutuamente adverso como es la escolástica y el humanismo[8], la moral y la literatura, el dogma y la libertad. La metafísica es ahora la metafísica cristiana, y la literatura está sometida a esta disciplina moral y mortal. El mundo del más allá se percibe desde una poética que confirma los valores de la teología cristiana. La trascendencia de la divinidad se condensa en el discurso poético de la obra de arte, y no en la actividad retórica de los profetas. He aquí el primer testimonio de literatura comprometida. 

De todos modos, los compromisos, aunque sean religiosos, no deben hacernos olvidar que un hecho es trágico en la medida en que es humano, y en la medida en que el ser humano que lo protagoniza está abandonado por los dioses en su sufrimiento; y porque igualmente sabe que tras su muerte no estará amparado por los númenes, ni resucitará a una vida superior, ni será recompensado con la felicidad o la gracia eternas previstas por cualquier dios reconocido. La soledad es una característica esencial del héroe trágico. Una soledad peligrosamente afín a un mundo nihilista.


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NOTAS

[1] Vid. a este respecto, a título de simple ejemplo, el resumen que ofrece Porqueras Mayo (1994) en su trabajo acerca de la investigación crítica realizada sobre El príncipe constante solamente durante un período de veinte años: «En estas dos últimas décadas [1972-1992] el interés por El príncipe constante sigue siendo muy vivo en toda la investigación hispanística. Es verdad que, a menudo, encontramos una reiteración de lugares comunes y obvios» (Porqueras, 1994: 220).

[2] «Una particularidad corriente en los dos principales dramaturgos españoles es que casi no conocen la tragedia. Aun cuando sus obras contengan las mayores atrocidades, la última impresión que dejan en el espectador rara vez es propiamente trágica. La violencia se presenta como perdonable, o de ella surge algún bien que la hace olvidar. Al final, el estereotípico ‘aquí acaba la comedia, perdonen sus muchas faltas’ borra toda huella grave y queda sólo el recuerdo de un juego ingenioso. Y no es que yo lo censure; lo señalo únicamente como algo peculiar. (En nota marginal: Una excepción: La devoción de la Cruz)» (Grillparzer, Tagebuch [1824], en Sämtliche Werke, München, 1967, tomo 3, pág. 413).

[3] Cfr. Karl Vossler (1932), Lope de Vega und sein Zeitalter, München, Biederstein, 1947.

[4] La conclusión a la que llegan autores como Gulsoy y Parker es, con toda franqueza, bastante evidente. Lo que de veras sorprende es que tal argumentación resulte en estos tiempos discutida o desestimada, sin más argumentos que los provenientes de la exaltación espectacular o la emoción religiosa. El retrato calderoniano de Fernando es el de un superman del sacrificio: «El príncipe sale del cautiverio mártir y héroe —escriben Gulsoy y Parker (1960: 16 y 18)— […]. Así dibujado, es un espejo de caballería y de nobleza y de fe: ¡un hombre como éste puede afrontar cualquier sacrificio!, ¡y llevar a cabo cualquier empresa! […]. La significación de esto es dar realce especial a los ideales de la Contrarreforma». La trama de esta obra no gira esencialmente en torno al propósito de salvar a Fernando del cautiverio (no se agotan ni se intentan todas las posibilidades), sino más bien se orienta a intensificar la inmutabilidad del cautivo. Además, las acciones secundarias, como el enredo amoroso entre Muley y Fénix, resultan muy débiles. El protagonismo y la acción amorosa de estos dos personajes está muy atenuado. Ni tan siquiera al final tenemos constancia de que la boda entre ellos vaya a tener lugar. Finalmente, Muley y Fernando rivalizan sin tregua, pero siempre para demostrarse de modo mutuo su generosidad y su honorabilidad.

[5] Vid., sólo para empezar, Varey y Shergold (1960), «Datos históricos sobre los primeros teatros de Madrid: prohibiciones de autos y comedias y sus consecuencias (1644-1651)», Bulletin Hispanique, 62 (286-325); y Jaime Moll (1974), «Diez años sin licencias para imprimir comedias y novelas en los reinos de Castilla, 1625-1634», Boletín de la Real Academia Española, 54 (97-103). Cfr. igualmente Cotarelo y Mori, «Bibliografía de las controversias sobre la licitud del teatro en España», en Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos, Madrid, 1904; ed. de José Luis Suárez García, con estudio preliminar e índices, Universidad de Granada, 1997. Vid. además los trabajos de hispanistas alemanes como Matzat (1986) y Tietz (1999).

[6] La filosofía cristiana es una creación medieval. El cristianismo sólo ha tenido dos poetas universales: Dante y Calderón. Sin embargo, los poetas no fundan religiones ni teologías. Pueden utilizar su verbo para exaltarlas (o condenarlas), algo que difícilmente se logra sin deturpar o comprometer notoriamente los quilates de lo literario. Con Dante la literatura se convierte en una de las formas verosímiles de la metafísica. La teología se hace poética.

[7] Respecto a los problemas que se han planteado sobre la controvertida «tragedia cristiana» en Calderón, críticos como Morón Arroyo advierten que «con estos razonamientos un tanto perogrullescos no llegamos al corazón del problema. El punto esencial es que se razona en un círculo vicioso». El autor concluye en que «efectivamente en el cristianismo, tal como está programado en el Evangelio y lo vivieron San Francisco y Santa Teresa, no cabe tragedia […]. En el cristianismo teórico no cabe tragedia» (Morón Arroyo, 1982: 50-51).

[8] «En la Europa de Erasmo, Ficino, Petrarca, una dedicación absorbente no ya a los temas, sino incluso a las formas del mundo pagano, no podía darse sin una sincera justificación —tanto íntima como pública— desde el punto de vista religioso: no eran tiempos que transigieran con errores en asuntos de fe so capa de literatura. Que en los clásicos se hallaba por todas partes materia inaceptable para un cristiano, «superstitiones et nepharia sacra», «atti disonesti... e carnali scritture», era palmario. Sin embargo, si había que seguir estudiándolos, se imponía contrarrestar de algún modo tal evidencia. Un remedio harto socorrido consistió en descifrarlos según las pautas de la alegoría, para atribuirles el sentido que mejor conviniera al exegeta […]. Los humanistas nunca llegaron a resolver por completo la tensión entre autoridades y experiencias, entre fidelidad al pasado e implicación en el presente. Con el oportunismo de lo aptum, con los cambiantes rostros del retórico, Erasmo, como Petrarca, como tantos otros, sacrificó demasiadas veces el rigor a la concordia, plegando la interpretación de los textos clásicos a la conveniencia de defenderlos como ética y aun teología» (Rico, 1993: 142 y 152).






Información complementaria


⸙ Referencia bibliográfica de esta entrada

  • MAESTRO, Jesús G. (2017-2022), «Interpretaciones muy críticas sobre la tragedia calderoniana», Crítica de la razón literaria: una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica. Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades del conocimiento racionalista de la literatura, Editorial Academia del Hispanismo (IV, 3.7), edición digital en <https://bit.ly/3BTO4GW> (01.12.2022).


⸙ Bibliografía completa de la Crítica de la razón literaria



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Crítica de la razón literaria, Jesús G. Maestro