IV, 4.9 - Idea de tragedia en Shakespeare y Lope: Ricardo III y El castigo sin venganza

 

Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices





Idea de tragedia en Shakespeare y Lope: Richard III y El castigo sin venganza


Referencia IV, 4.9


Jesús G. Maestro, Crítica de la razón literaria

Las siguientes páginas tratarán de reflexionar sobre las posibilidades de interpretar la tragedia en el teatro shakesperiano y lopesco, tomando como referencia dos obras concretas, Richard III (1597) y El castigo sin venganza (1631), desde las exigencias metodológicas de la Crítica de la razón literaria como Teoría de la Literatura.



¿Qué es una tragedia?

La tragedia shakesperiana y lopesca 
en los espacios de la Crítica de la razón literaria


La tragedia es una desgracia o infortunio muy grave que afecta de forma imprevisible e irreversible al ser humano, y cuyas causas y consecuencias ningún individuo o sujeto operatorio puede respectivamente ni prever, ni controlar, ni restaurar. Dicho sintéticamente: la tragedia es una catástrofe de antecedentes imprevisibles y consecuencias irreversibles. Sobre este concepto de tragedia voy a explicar el teatro trágico de Shakespeare y de Lope en relación con dos obras concretas: Ricardo III y El castigo sin venganza.

Voy a examinar la tragedia, y en concreto la tragedia lopesca y shakesperiana, desde los espacios interpretativos de la Crítica de la razón literaria. Me referiré a los espacios antropológico, ontológico y estético o poético. Trataré de ofrecer desde tales argumentaciones una crítica de la idea de tragedia, para desembocar finalmente en una delimitación de lo que la tragedia es conceptualmente para la Teoría de la Literatura y, en concreto, en la literatura dramática compuesta por Shakespeare y Lope.

 


La tragedia en el espacio antropológico

El espacio antropológico es el lugar en el que están, el lugar al que pertenecen, el lugar en el que se construyen e interpretan, los materiales antropológicos, es decir, aquellos materiales que hacen posible y efectiva la vida de los seres humanos. Se trata de un espacio físico, no imaginario, ni simbólico, ni metafórico, sino real y efectivamente existente, un espacio al margen del cual la vida humana no es posible. El espacio antropológico se articula u organiza en tres sectores o ejes (Bueno, 1978): circular o político-social, radial o de la naturaleza, y angular o religioso. Naturalmente, la literatura, como construcción humana, ocupa un lugar de referencia en el espacio antropológico.

1. El eje circular está constituido por las relaciones sociales y sobre todo políticas que establecen los seres humanos entre sí. El Hombre alcanza en este espacio su máxima dimensión como animal político, en términos aristotélicos, específicamente dentro de la configuración de un Estado, suprema expresión de la sociedad política y del eje circular. La literatura no existe, ni es concebible, al margen del eje circular del espacio antropológico, pues su misma dimensión pragmática la exige y postula como realidad inexcusable a través de cuatro términos o materiales fundamentales: el autor, la obra, el lector y el intérprete o transductor. Estos son los cuatro elementos al margen de los cuales la literatura no puede existir. Si falta uno de ellos, no hay literatura (Maestro, 2007, 2009). Subrayo el hecho fundamental de que la literatura no existe al margen de una institución política —la Universidad, la Academia, etc.— que reconozca oficialmente su realidad, es decir, su existencia, como materia que es objeto de codificación, análisis e interpretación crítica, por parte de personas a quienes se otorga y reconoce no sólo una licencia o autoridad formal para interpretarla, sino el poder efectivo de hacerlo institucionalmente, mediante la publicación de libros, reseñas, estudios, y, sobre todo, a través del ejercicio crítico y docente, es decir, en la práctica de la transducción literaria. Al margen de la interpretación crítica y científica, la literatura, la obra literaria, no se distingue de un código de barras. Por esa razón, para la posmodernidad, todo es isovalente y equivalente, todo es uno y lo mismo. Es lo que tiene interpretar sin criterios: que todo es igual. En este sentido, el mejor y más irónico logro de la posmodernidad se da en la Literatura Comparada: porque si todas las literaturas son iguales, entonces, no hay nada que comparar[1].

2. El eje radial del espacio antropológico designa las relaciones de los seres humanos con entidades materiales no humanas, como son los elementos y referentes de la naturaleza, el cosmos, las fuentes y recursos de energía, etc. El eje radial, o eje de la naturaleza, constituyó durante siglos el referente supremo de los valores del arte, cuya imitación (mímesis aristotélica) se consideraba como el principio generador de la creación estética. La mímesis como teoría estética explicativa del arte decae no tanto con el triunfo de la estética romántica, cuando con los avances científicos que demuestran newtonianamente que la idea de naturaleza no puede ser ya, a partir de la Ilustración, la idea aristotélica de naturaleza. Este «hallazgo» europeísta llegó con retraso al corazón de la futura Alemania, país inexistente a finales del siglo XVIII, porque en la literatura española Lope de Vega ya se había distanciado en su Arte nuevo de hazer comedias (1609) de los imperativos aristotélicos. Ninguno de los originales escritores españoles del Siglo de Oro, valga la redundancia, pues todos ellos fueron singularmente originales, respetaron la preceptiva aristotélica, vigente en la geografía anglogermana hasta la disolución romántica de la Naturnachahmung. Pero ha de advertirse lo siguiente: que la naturaleza haya dejado de ser un referente mimético del arte, en un sentido ontológico, o literal, por así decirlo, no significa que haya dejado de serlo en un sentido simbólico, o alegórico, como bien demuestran, entre muchas otras formas de hacer teatro, las tragedias lopescas, shakesperianas y, especialmente, lorquianas. Por otro lado, el eje radial sigue proporcionando al ser humano la principal, acaso única, fuente de recursos para objetivar formalmente la materialización del arte, a través del papel, por ejemplo, el lienzo, los productos derivados del petróleo, los materiales escultóricos o arquitectónicos, la construcción de instrumentos musicales, gráficos, informáticos, etc. Sin los materiales del eje radial, las morfologías constituyentes de las obras de arte serían imposibles e inexistentes.

3. El eje angular del espacio antropológico está constituido por las relaciones que el ser humano mantiene con lo numinoso, lo mitológico y lo teológico, es decir, con lo que en principio podría identificarse con una religión, cuyos fundamentos causales siempre serán materiales, esto es, siempre habrán tenido una génesis terrenal y humana. No por casualidad lo numinoso siempre se proyecta sobre objetos o entes físicos (fetiches, mascotas, amuletos, anillos, animales...), seres humanos (mesías, santos, caudillos, líderes...) o entidades metafísicas (ángeles, demonios, héroes ideales y justicieros, superhombres...). Lo mismo cabe decir de una mitología, con frecuencia literaria, que está siempre destinada a poblar un mundo visible. Finalmente, la teología no es sino una filosofía confesional, es decir, una interpretación racional, pero idealista, de un mundo que carece de apoyaturas físicas, aunque haya nacido de la realidad más terrenal y humana. No por casualidad Dios es una realidad cuya estructura física y molecular es igual a cero. Dios es una experiencia psicológica y fideísta, mística incluso, para los creyentes, y una experiencia lógica y racional (pero de un racionalismo idealista), un concepto puro, para los teólogos. No hay que confundir el racionalismo idealista, propio de la teología cristiana, con el racionalismo materialista, propio de filosofías críticas, las cuales nada tiene que ver con la sofística de que tanto se abastecen los falsos «filósofos», como los posmodernos, quienes no practican otra cosa que una retórica idealista e irracional, peor muy seductora y atractiva para quien no es capaz de desmentir sus trampantojos. El racionalismo idealista del catolicismo nada tiene que ver con el «pensiero debole» de la posmodernidad y sus irracionalismos contemporáneos. La Iglesia católica puede decir, con toda sinceridad, que nunca ha perdido la razón[2], aunque su racionalismo sea idealista o, simplemente, no resulte compatible con nuestro propio racionalismo. Las interpretaciones angulares de la literatura no dudarán en conceder al fantasma del padre de Hamlet el mismo estatuto de realidad que a William Shakespeare, confundiendo la existencia estructural del personaje teatral (limitada a la inmanencia de la obra literaria y sus ficciones) con la existencia operatoria del autor de la tragedia (existencia efectiva y trascendente en el mundo real). No hay que confundir al feto con la madre que lo va a parir. El feto tiene existencia estructural, hasta que se convierte en persona, es decir, en alguien no unido umbilicalmente a otra persona, su madre. Y sólo cuando se convierte en persona adquiere una existencia operatoria propia. El personaje literario es un feto —compréndase la comparación en su sentido estructural, no coloquial— que nunca puede alcanzar existencia operatoria en el mundo real, porque su existencia es sólo operatoria en el mundo ficticio de la obra literaria, es decir, que, en el mundo real, su existencia es exclusivamente estructural (Maestro, 2006a). Hemos insistido con frecuencia en que la ficción es una materia que carece de existencia operatoria, porque sólo dispone de existencia estructural.

A partir de estas premisas voy a exponer la idea de tragedia que es posible identificar en la literatura, y concretamente en el teatro de Lope y de Shakespeare.

Adelanto la conclusión, que comienzo a explicar inmediatamente: en la comedia nueva de Lope de Vega, la materia trágica, sus conflictos y soluciones factibles, se plantean siempre en los ejes circular y angular del espacio antropológico, es decir, en el terreno político-social y desde el dominio teológico-religioso, mas nunca las cosas se solucionan dando rienda suelta a las pasiones o impulsos que brotan de la naturaleza humana más elemental. El eje radial, en el teatro lopesco, está subordinado al racionalismo político-social y al racionalismo teológico. Razón antropológica y razón teológica van unidas en la ordenación de los impulsos naturales y elementales. Lope no es Rousseau. Ni Lorca. Ni Shakespeare. En el teatro trágico del dramaturgo anglosajón, a diferencia de Lope, el conflicto nace del individuo que proyecta sus pasiones personales sobre el orden político-social, con objeto de apoderarse de él, y desde él controlar el Estado, desafiando de este modo a una suerte de orden moral trascendente, cuyo fundamento teológico se postula siempre, si bien al margen de un credo religioso definido como tal. Y téngase en cuenta esto: el personaje shakesperiano fracasa siempre que se enfrenta al orden político y moral. El teatro de Shakespeare siempre retrotrae al personaje protagonista al punto de partida. Todos los personajes shakespearianos fracasan trágicamente en sus propósitos de enfrentarse a un orden político y resultan reubicados, trágicamente, en la casilla de salida. Ricardo III, Hamlet, Macbeth, rey Lear, etc., no son capaces de sobrevivir al Antiguo Régimen. No son personajes modernos. No saben serlo. Están hechos para vivir y fracasar en un mundo antiguo. Todo lo contrario ocurre con los personajes cervantinos, diseñados para la modernidad. Don Quijote es superior e irreductible al Antiguo Régimen. Es una figura utópica y universal. Está en todas partes y en todos los momentos. Hamlet no sería capaz de vivir fuera de la podrida Dinamarca. No nos imaginamos a Ricardo III fuera de Inglaterra. Y Macbeth es indisociable, como Lear, de toda una corte de figuras numinosas, idealistas e irreales, saturadas de hechizos, brujería y profecías propias de un mundo arcaico y bárbaro. El teatro de Shakespeare nos aleja de la civilización y de la modernidad, sin que ni siquiera críticos tan ricamente subvencionados por la propaganda académica de la Anglosfera posmoderna, como Harold Bloom, puedan contrarrestarlo. Si Shakespeare es «el inventor de lo humano», Cervantes es el ingeniero de la literatura. ¿Cómo se puede «inventar lo humano» sin haber escrito jamás ni una sola novela, ni siquiera un cuento o relato breve (incluso al estilo de Borges)? La metafísica del teatro shakesperiano, lo que aquí denominaríamos el eje angular, es siempre aconfesional, adscribiéndose a una suerte de religión natural o teología sin credos definidos, y muy nutrida de elementos numinosos que se manifiestan sobre todo a través de los sueños de los personajes. Una numinosidad nada comprometedora, todo hay que decirlo. Mas no por ello esa religión aséptica es inexistente ni secular. Shakespeare no es Marx, es decir, su metafísica, aunque monista, no es ateísta. Ni tampoco Cervantes, por supuesto, cuya concepción metafísica, en su literatura, no es ni siquiera monista, sino dialéctica (Maestro, 2004a). Pero Cervantes adopta frente a la religión una posición crítica, que en Shakespeare brilla por su ausencia. Diré, en suma, que en Shakespeare la materia trágica se formaliza en los tres ejes del espacio antropológico: en el circular o político-social, que constituye el objeto de depredación de un personaje, con frecuencia nihilista, como es el caso de Ricardo III, Edmundo en Rey Lear, o lady Macbeth, los asesinos de Julio César…; en el eje radial o de los impulsos más elementales, pasionales e instintivos del ser humano, del que brota la ambición, la envidia, el odio, el amor, los celos…, siempre de forma extrema o incluso patológica; y en el eje angular, dentro del cual lo numinoso, lo mitológico y en ocasiones lo teológico adquieren un papel formal y funcionalmente muy incisivo, con la presencia de fantasmas, espectros, brujas, sueños premonitorios, augurios a los que se concede un valor efectivo, intervenciones de chamanes, premoniciones oníricas, etc.

En Lope, el individuo está en función del Estado y del orden político, y éstas son sus exigencias: servir al uno y al otro. El teatro de Lope castiga a quien desarrolla formas de conducta ajenas al orden político y subversivas con el Estado, sea quien sea quien las protagonice, noble o villano. En Shakespeare, por su parte, el individuo que ha de servir al Estado y al orden político, también expresión de un orden moral trascendente, se resiste a comportarse normativamente, tal como se le exige y se esperaría de él desde las expectativas de la modernidad. Pero el personaje shakesperiano fracasa siempre, y acaba una y otra vez, trágicamente, sepultado en el mismo lugar en el que comenzó sus desafíos. Insisto en que el teatro de Shakespeare retrotrae al ser humano al mundo antiguo, y no le permite pisar la modernidad. En su lugar, el yo de los personajes shakesperianos no actúa en función de los imperativos del Estado, es decir, según el racionalismo político, sino en función de su propio racionalismo, egoísta, instintivo, impulsivo, personalista. Y fracasado. Los personajes shakesperianos no sirven al Estado, sino que se sirven del Estado en beneficio propio, según su racionalismo más instintivo, pasional y egocéntrico. Y en tal pretensión fracasan, porque una suerte de orden moral trascendente se impone a lo que, finalmente, resulta condenado como una aberración ególatra. Ningún personaje de Shakespeare cabe en el Nuevo Régimen. Nótese que todos los personajes de Cervantes huyen del Antiguo Régimen para habitar entre nosotros, como uno más de nuestros contemporáneos.

Pensemos ahora en Calderón, por ejemplo, cuyas tragedias —principalmente El médico de su honra— son esencialmente circulares y angulares, esto es, políticas y teológicas. Pareja posición a la de Lope de Vega, en obras como El castigo sin venganza. Por su parte, Cervantes se limita en su tragedia La Numancia al eje circular o político de forma decisiva. La Numancia es una tragedia deicida: no hay dioses. Nada teológico hay en ella. Nada cosmológico tampoco. Solos numantinos y romanos, y entre ellos la lucha por un orden político violentamente disputado: la libertad, y la lucha por el poder para defenderla. Sin dioses, sin númenes, sin teologías. Cervantes sustituye la metafísica por la historia, es decir, la mitología por la política, la teología por la antropología[3].

El teatro griego clásico sitúa la tragedia en los ejes circular o político y angular o religioso. Especialmente Sófocles. Autores como Esquilo y Eurípides se distancian de los dioses mucho más de lo debido para su tiempo. Estos autores plantean la tragedia como un hecho desafortunado, capaz de desencadenar una serie de acontecimientos que el ser humano no puede ni evitar ni contrarrestar. Se trata de una serie de acontecimientos que rebasan las posibilidades ya no sólo de la acción humana, sino incluso de su razón. El Hombre no puede prever el hecho trágico, ni por consiguiente tampoco evitarlo. Esquilo y Eurípides sitúan la causa de lo trágico en el eje circular, en los complejos conflictos políticos del ser humano, cuya maquinaria estatal acaba por generar una serie de hechos que destruyen todo cuanto encuentran a su paso. Por su parte, Sófocles emplaza la causa de lo trágico en el eje angular, especialmente en tragedias como Edipo, rey, donde son los dioses quienes disponen del destino humano, sin que los mortales, incluso poseyendo el poder del aparato estatal y político, puedan hacer nada por evitarlo. También la dimensión política (eje circular) —muy marcada en el teatro de Corneille—, junto con la religiosa de orden jansenista (eje angular) —más específica de la idea de lo trágico en Racine—, está en las tragedias del teatro clásico francés. Shakespeare, en las suyas, concita las tres dimensiones del espacio antropológico: la realidad política, objetivada en la lucha por el poder estatal; la pulsión natural, explicitada en la fuerza de los celos, la pasión sexual, el amor, la ambición, la ira, la envidia, la misantropía, el odio...; y la impronta metafísica, determinada por la presencia de fantasmas, espectros, brujas, maleficios, chamanes, augures, artes mágicas...

Sin embargo, en obras como La Celestina, de Fernando de Rojas, por ejemplo, la dimensión trágica discurre fielmente por el eje circular, social o político, y por completo al margen de fuerzas cósmicas o trascendentes, incluso de signo religioso o metafísico. Melibea se suicida contra todo Dios (cristiano, hebreo o musulmán). Y ante su propio padre. El llanto de Pleberio es una afirmación definitiva de nihilismo materialista (Maestro, 2001). Como se ha dicho, en la misma línea —afín al racionalismo materialista y ateísta de Spinoza— se encuentra Cervantes con La Numancia, y ya en el Romanticismo europeo un autor como Georg Büchner con su Woyzeck (1837), tragedia que tiene además en común con La Numancia cervantina el hecho de convertir a plebeyos en protagonistas exclusivos del hecho trágico, subrogando de este modo el papel que la tragedia clásica otorgaba a príncipes y aristócratas. Es ésta una conquista que las tragedias lorquianas encuentran ya servida y a su disposición. Ni Yerma, ni Bernarda, ni el Leonardo de Bodas de sangre son de sangre azul. En el seno de la literatura italiana postilustrada, las tragedias de Vittorio Alfieri, que en realidad se desenvuelven más como melodramas que como tragedias propiamente dichas, discurren igualmente por el eje circular o político, en el que se trata de objetivar ideales dialécticos tipificados por el Romanticismo: Estado y libertad, poder y rebeldía, individuo y sociedad, etc. Los pasajes trágicos que pueden hallarse en el teatro valleinclaniano han de situarse igualmente en el terreno de lo político y lo social, muy al margen de cualesquiera implicaciones religiosas y por supuesto naturalistas. El siglo XX habrá de esperar a los años de posguerra mundial para ver crecer un teatro que, afín a la estética de la tragedia, busque de nuevo una cita con el eje angular, religioso o teológico, si bien desde una indefinición suprema, como es el caso de En attendant Godot (1952), Actes sans paroles (1956 y 1959) o Breath (1969), de Samuel Beckett, un teatro en el que la nada se convierte en el nombre que los nostálgicos de lo absoluto dan a su dios.

Tómense como ejemplo las tragedias de Lorca, y se comprobará cómo en ellas el conflicto se explicita siempre en el eje radial del espacio antropológico, esto es, en el eje de la naturaleza, o ámbito de lo cosmológico. No se desenvuelven ni se explican los hechos en el eje circular o político del espacio antropológico, ni mucho menos en el eje religioso o angular. Lorca no ofrece soluciones políticas a los conflictos teatrales que propone, ni menos aún soluciones religiosas. La suya no es ni una razón antropológica ni una razón teológica. La suya es una razón pasional y natural, instintiva, nietzscheana, diríamos, ajena al racionalismo político y antropológico, y más ajena aún al racionalismo religioso o teológico. Lo que mueve a Yerma es el deseo de parir, dignificado en figuras como la de la maternidad, con toda su retórica. Como lo que mueve a las hijas de Bernarda es la ansiedad de copular con un hombre. Del mismo modo, el deseo que impulsa a los amantes de Bodas de sangre es unirse, no sólo al margen de las leyes sociales, sino precisamente contra ellas, porque es en esta unión antimatrimonial, contraria al racionalismo político y religioso del matrimonio, donde la pérdida de la propia vida alcanza dignidad trágica, fundiéndose en una naturaleza cósmica, trascendente y, por supuesto, metafísica, del amor. 

El amor de los amantes de Bodas de sangre no encuentra lugar ni en el mundo social y político de los seres humanos ni en el mundo teológico o religioso de las creencias confesionales. Su lugar es el espacio de una naturaleza mítica. Sólo una sociedad que renuncie al uso de la razón política, o que carezca de ella, percibirá como justificable que una mujer asesine a su marido por ser, o por actuar, como un estéril o un impotente. Del mismo modo que sólo una sociedad donde el racionalismo dogmático de una madre que ha perdido de vista la realidad, y que no sabe cómo organizar de forma adecuada la vida de sus hijas, opta por reprimir el ejercicio sexual que toda mujer no anhedónica ni anafrodítica necesita para vivir normalmente, en lugar de buscar soluciones compatibles con el mundo en que le toca vivir. ¿Cómo calificar, entonces, de feminista una obra, como la lorquiana, donde las mujeres se matan por acostarse con un hombre? No cabe más exaltación de la figura del hombre y de lo masculino, sobre todo en sus posibilidades sexuales, pasionales y eróticas, como la que nos ofrece Lorca. Sólo una sociedad que carezca de ley de divorcio —es decir, sólo una sociedad no suficientemente civilizada— puede asumir como «normal» un desenlace vengativo y cruel, y por ende trágico, como el que se da en Bodas de sangre, obra que recupera el mito del amor auténtico como amor ilegítimo, como amor adúltero, desde el momento en que el matrimonio resulta objeto de imposición y conveniencias ajenas a sus cónyuges (Francesca y Paolo, Tristán e Isolda...). 

El teatro de Lorca es, pues, un teatro en el que la tragedia se plantea en el eje radial o de la naturaleza, eje dentro del cual no caben soluciones ni políticas ni religiosas, es decir, ni antropológicas ni teológicas. La «justicia» corresponde a la Luna, el Bosque, la Noche, etc., figuras simbólicas, alegóricas y mitológicas propias de un mundo numinoso y metafísico, que se sustrae a la razón de hombres organizados políticamente y se distancia de la querencia y nostalgia de dioses codificados por una teología, de hechura y fabricación esta última indudablemente humana. El código lorquiano es el código de las pasiones humanas en su estado más natural y elemental, es decir, en su estado más roussoniano y nietzscheano. En una palabra, en su estado más irracional. La tragedia lorquiana es una tragedia de pasiones naturales, que se sustraen deliberadamente al racionalismo antropológico y al racionalismo teológico. Es la de Lorca una tragedia nietzscheana por excelencia.



La tragedia en el espacio ontológico

El espacio ontológico es el espacio del ser, el cual, o es material, o no es. Quiere decirse con esto que lo que la filosofía, sobre todo la metafísica, denomina tradicionalmente ser es lo que desde los presupuestos de la Crítica de la razón literaria consideramos, con toda razón, materia. No hay seres inmateriales con capacidad operatoria.

La materia, el espacio ontológico o, si se prefiere, en términos ordinarios, el Mundo, puede considerarse en dos dimensiones: general y especial. La materia general, u ontología general, designa todo cuanto es y está, todo cuanto existe, incluso aquello que no conocemos, aquello que ignoramos e ignoraremos (lo que hay más allá de un agujero negro, la curación de una enfermedad hoy incurable, etc.). La materia especial, u ontología especial, designa la materia conocida: esto es, la materia interpretada y clasificada o categorizada por las ciencias y por el uso de la razón científica y crítica. A la materia especial u ontología especial la llamaremos, como la llama Bueno (1972), Mundo interpretado (Mi). Por su parte, a la materia general —en la que se incluye, amén de lo conocido e interpretado por las ciencias, también lo desconocido— la llamaremos Mundo (M)[4].

La materia interpretada, u ontología especial, esto es, el Mundo interpretado (Mi), se organiza en tres órdenes fundamentales y omnipresentes, e irreductibles entre sí, que se corresponden con los tres sectores o ejes del espacio ontológico al que me voy a referir a continuación, y desde el que procedo a interpretar la tragedia en el teatro lopesco y shakesperiano:


1. Materia física o primogenérica (M1): es el primer género de materialidad, constituido por los contenidos de la materia física, así como por una interpretación fisicalista de la materia. Comprende materialidades físicas, de orden objetivo, dadas en el espacio y en el tiempo (agua, mares, tierra, libros, bombas atómicas, mesas, árboles, etc.). Desde el punto de vista de la interpretación literaria, el cuerpo filológico o ecdótico de una obra es la materia esencial en que se objetiva su estudio. Junto con la obra o texto literario, hay otros tres materiales literarios esenciales: autor, lector e intérprete o transductor. En el caso del teatro, la figura del transductor es absolutamente esencial.

2. Materia psíquica, fenomenológica o segundogenérica (M2): es el segundo género de materialidad, es decir, los contenidos de la materia psíquica y fenomenológica, así como toda interpretación psicologista de la materia. Comprende materialidades psicológicas, esto es, los fenómenos de la «vida interior» o subjetividad, pero explicados siempre por sus causas y consecuencias materiales (celos, amor, ambición, odio, paz, orgullo, solidaridad, izquierda o derecha ideológicas, nacionalismos, misticismo, miedo, etc.). Designa todos los fenómenos y conflictos que «habitan» en la conciencia humana. Es el mundo de las experiencias psicológicas, pero siempre analizado desde sus causas y consecuencias materiales. A este umbral psicológico reduce la posmodernidad su interpretación de la literatura.

3. Materia lógica, conceptual o terciogenérica (M3): es el tercer género de materialidad, es decir, los contenidos de la materia lógica y conceptual, constituido por las diferentes interpretaciones científicas y críticas de la materia. A este género pertenecen los objetos lógicos, abstractos, teóricos, conceptuales, desde los números primos hasta la métrica, pasando por la fórmula química del agua, el si bemol o el imperativo categórico kantiano. Es, en suma, el mundo de las ideas críticas y de los conceptos científicos. Éste es precisamente el terreno en el que situamos nuestra interpretación de los materiales literarios, como sistema de ideas y conceptos cuyo conocimiento racional, crítico y científico constituye un desafío a la inteligencia humana. La literatura no es solamente una experiencia sensible (M2), sino también inteligible (M3). No bastan los sentimientos para comprender la literatura, porque la literatura exige, siempre, el concurso de la inteligencia. La sensibilidad no basta para sobrevivir.


En suma, el Mundo interpretado (Mi) es la conjunción de los tres géneros de materialidad, como consecuencia de la intervención de la razón humana en el Mundo (M), de modo que


Mi = M1, M2, M3


Pongamos un ejemplo burdo pero eficaz: el agua en el mar pertenece al mundo físico (M1); el agua, en la psicología objetivada en la poesía lorquiana, esto es, en el mundo psicológico del poeta (M2), puede significar impotencia o esterilidad (agua estancada) o fertilidad (agua fluyente); finalmente, el agua, en el campo categorial de la química, esto es, en su mundo lógico (M3), será H2O.

Definido el espacio ontológico, estamos en condiciones de hacernos la siguiente pregunta: ¿cómo interpretar ontológicamente la tragedia en Lope y en Shakespeare? Dicho de otro modo, ¿en cuál de los tres géneros de materialidad plantean estos autores fundamental o recurrentemente el conflicto trágico? La respuesta es clara: en el terreno lógico, conceptual o terciogenérico (M3)[5]. La tragedia, tanto en Lope de Vega como en Shakespeare, es, ante todo, una tragedia de ideas. Eso sí, tales ideas constantemente se presentan envueltas y amalgamadas en un formato pasional de primer orden, pero semejante formato es sólo su cobertura fenomenológica, su apariencia geométrica o arquitectónica, la consistencia o armadura de la fábula, cuyo fundamento y realidad son, siempre e inequívocamente, conceptuales, lógicas terciogenéricas (M3). Tanto en Lope como en Shakespeare los personajes luchan y se abren camino, se matan incluso, por ideas. En el teatro de estos autores, los impulsos psicológicos no se imponen por sí solos, ni son por sí mismos el móvil de los actos de un Ricardo III o de un don Luis, duque de Ferrara. El personaje shakesperiano actúa con el fin de apropiarse del Estado, del que de facto se apodera algo más que momentáneamente, y el personaje lopesco obra al servicio mismo del Estado, si bien para hacer cumplir, incluso contra sus propias voliciones de padre, el orden político y teológico exigido por el orden moral trascendente. Tanto en Lope como en Shakespeare, la solución del conflicto no está en la psicología ni en la evasión que proporcionan hechos imaginarios. Más bien al contrario: el problema, en ambos dramaturgos, nace de la mente y de la vivencia psicológica de figuras que pretenden actuar al margen del racionalismo político-teológico —caso de Federico y Casandra en El castigo sin venganza—, o incluso contra él, subvirtiéndolo o adulterándolo, para así adueñarse de un Estado o sociedad política en nombre de una egolatría patológica y resentida —caso del duque de Gloucester—. Los personajes de Lope, como los de Shakespeare, sin excepción, pertenecen todos al mundo del Antiguo Régimen. En el caso de Cervantes, ocurre todo lo contrario: los personajes cervantinos son cabezas de puente hacia la modernidad. Exigen vivir en un nuevo régimen político y no teológico.

Al comienzo de este capítulo he dado una definición de tragedia que conviene retomar de nuevo: la tragedia es una desgracia o infortunio muy grave que afecta de forma imprevisible e irreversible al ser humano, y cuyas causas y consecuencias ningún individuo o sujeto operatorio puede respectivamente ni prever, ni controlar, ni restaurar. La esencia de lo trágico está en la imprevisión y en el descontrol, en la imposibilidad de revertir los hechos, porque el factum trágico pone de manifiesto ante todo la impotencia y limitación del ser humano a la hora de enfrentarse a la desgracia, que integrada en la maquinaria del Estado (eje circular o político), en los impulsos más naturales e instintivos (eje radial o de la naturaleza), o en las fuerzas e ideales religiosos (eje angular), rebasa cualquier forma de acción humana que pretenda contrarrestarla o incluso explicarla apriorísticamente[6]

En Lope de Vega no hay determinismo religioso ni teológico, sino político. Y no hay determinismo, porque la teología católica, desde la que escribe Lope, no permite negar al ser humano la libertad a la hora de elegir su destino, pues negar tal libertad implica aceptar el postulado fundamental de la Reforma luterana: el ser humano no es libre, sino que está determinado providencialmente desde su nacimiento por la voluntad de Dios. Algo así para un católico aurisecular es una barbaridad absoluta. El Siglo de Oro puede aceptar algunas cosas, pero de ninguna manera puede aceptar la negación de la libertad humana frente a un destino marcado de antemano por un orden moral trascendente o teológico. El Dios católico es un Dios de libertad, frente al Dios luterano, protestante, calvinista, reformado. Otra cuestión es que la leyenda negra antiespañola y la leyenda rosa anglosajona hayan hecho bien su trabajo en contra de la Historia de España, siempre escrita, publicada y difundida por los enemigos del imperio español, desde sus orígenes hasta hoy. 

Lo mismo podemos decir en este punto de Shakespeare. El determinismo de sus personajes teatrales no es tanto religioso ni teológico, pues en el dramaturgo isabelino las creencias metafísicas se disuelven en numinosidad extemporánea y mitología inofensiva, cuanto imperativamente político. Y éste es un rasgo más que corrobora la sospecha de algunos intérpretes que afirman el catolicismo oculto de Shakespeare, al que se refieren precisamente como un escritor criptocatólico en el seno de una sociedad eclipsada por la teología represora —y vestida de rosa, como su sedosa leyenda— de la Iglesia anglicana. 

El espacio ontológico nos permitirá saber de qué ámbito o sector proceden las causas del hecho trágico, y hacia qué ámbito o sector asestan el golpe sus consecuencias. No todos los tragediógrafos sitúan por igual las causas y consecuencias de la tragedia en lo físico, lo psicológico o lo conceptual y lógico. Por otro lado, la Crítica de la razón literaria, que considera al ser humano como el sujeto operatorio por excelencia —el único que puede manipular y transformar la materia de forma racional y teleológica—, advierte que la tragedia se caracteriza precisamente por mostrar y retratar cómo este ser humano o sujeto operatorio no puede dominar libremente determinados conflictos vitales —la materia trágica de la vida—, porque estas dialécticas le sobrepasan. La guerra es la distancia que separa a los idealistas de la realidad. Lo mismo ocurre con los hechos que conducen a la tragedia: marcan la distancia del idealismo en que vivía hasta ese momento el ser humano. La tragedia es una vuelta violenta e irreversible a la realidad. Es una corrección de los desvíos del idealismo. Una sociedad política preocupada por la representación de hechos trágicos es una sociedad que se cuida mucho de cometer errores, y que trata de prevenirse de tales comisiones. El miedo cuida la viña, dice el refrán. La tragedia no es previsible, ni sus consecuencias son controlables, ni reversibles. La tragedia es un gol contra el racionalismo humano. Una penalización inevitable e irrevocable. Algo ha fallado: algo que afecta a la visión racional de unos hechos. La invisibilidad de la perspectiva trágica es la causa principal de un desenlace fatal. No se ve en el futuro, no se controla en el presente, y no se restaura el pasado, porque no se supera intactamente una vez sufrida la desgracia o catástrofe. Lo trágico es siempre algo imprevisible, indómito e irreparable. Por eso limita la omnipotencia de la razón humana. Por eso también la muerte, en sí misma, no es trágica, pues aunque sea algo irreparable, no siempre es necesariamente imprevisible. Además, todos sabemos que la muerte es la norma del juego vital, que es ley de vida y que forma parte del proceso biológico. La muerte en sí misma no es trágica en absoluto: son trágicas, en todo caso, sus condiciones, sobre todo, cuando resultan evitables. La tragedia tiene más que ver con lo evitable en su imprevisión que con lo previsible pero inevitable. Pero, ¿qué o quién puede evitar lo imprevisible? Sólo la casualidad. Porque lo que la razón no percibe sólo puede sortearlo la fortuna o el azar. 

Dios no tiene nada que ver en la tragedia moderna, salvo para los nostálgicos de lo absoluto, con frecuencia herederos del protestantismo luterano, el idealismo alemán y el nihilismo nietzscheano (llorones eternos de la muerte de un Dios en el que dicen, paradójicamente, no haber creído nunca, y sin el cual no pueden vivir ni un segundo). Esa nostalgia de la metafísica nihilista se rehabilita con Freud y la idea de inconsciente, saturada en el psiquiatra vienés con infinitos relatos oníricos, que constituyen las más originales y curiosas novelas del siglo XX, y con Heidegger, creador de una de las ficciones más esterilizantes y destructivas de la pasada centuria, el Dasein. Respecto al teatro de los dramaturgos que nos ocupan, Dios no interviene en las tragedias lopescas, ni está ni se le espera en el teatro de Shakespeare, y, para Cervantes, simplemente, no existe: Cervantes es un racionalista y un ateo, un precursor de la filosofía de Baruch de Spinoza. Leer a Cervantes como un heredero del erasmismo es el mayor Kitsch de la crítica literaria —naturalmente afrancesada—, que el Hispanismo parece haber contraído como un auténtico virus. La epidemia erasmista impide leer a Cervantes como un autor universal que, encapsulado en la placenta jibarizante de Erasmo, eclipsa en el escritor español su proyección antieuropeísta, por escribir contra postulados protestantes, y radicalmente hispánica, al concebir una obra literaria en la que se contiene, de forma por completo original, el genoma de la literatura universal. En Cervantes está, escrita en español, la primera globalización de la literatura.

Sin embargo, no todos los dramaturgos consideran, como Cervantes, por ejemplo, que la razón es exclusivamente humana, y no metafísica: «Cada cual se fabrica su destino / no tiene aquí Fortuna alguna parte» (La Numancia, I, 157-158). Cervantes no es soluble en agua bendita. Para otros, como Calderón, la razón es Dios (No hay más fortuna que Dios, dirá en 1653). Y para otros, como Lorca, la razón es la naturaleza instintiva. Pertenece al eje radial. Lorca escribe para los lectores de Rousseau, Nietzsche y Freud. Y Heidegger. El Hombre y Dios sólo son criaturas represoras de esa razón natural, roussoniana, nietzscheana, freudiana. En el polo opuesto se encuentran Lope más discretamente Shakespeare, para quienes la razón se sitúa y opera en los ejes circular y angular del espacio antropológico, es decir, en el orden político-social o Estado, y en el orden religioso-teológico, la Iglesia, en el caso de Lope, frente a una suerte de religión natural u orden moral trascendente, prudentemente indefinido, en la obra de Shakespeare. Entremos en detalles.

Consideremos, en primer lugar, la tragedia dada en el terreno de lo físico o primogenérico. En M1, lo trágico sólo es posible en la Historia, no en la literatura. Cuando la tragedia acontece físicamente, sea bajo la forma de un cataclismo de la naturaleza, como un terremoto o un maremoto (eje radial), sea debido a un error humano, como un choque de trenes o un accidente aéreo, sea por un conflicto entre sociedades políticas, como una guerra o un genocidio, por ejemplo (eje circular), lo trágico forma parte de la Historia. Ha de quedar claro, pues, que lo trágico sólo puede integrarse en la literatura y el arte como materia segundogenérica (M2) o terciogenérica (M3). Dicho de otro modo, si lo trágico sólo tiene existencia estructural, es porque forma parte de creaciones y construcciones poéticas o estéticas, es decir, posee una existencia ficcional; sin embargo, cuando lo trágico tiene causas y consecuencias operatorias, entonces es porque no se trata de una ficción, sino que su existencia es efectivamente operativa y realmente demoledora en M1.

Esta argumentación sólo deja dos espacios posibles para la expresión de la idea de lo trágico en el mundo del arte: bien como expresión de experiencias psicológicas, bien como expresión de ideas lógicas. En el formato del teatro, esta expresión está determinada por la dialéctica de las modalidades desajustadas (querer, saber poder hacer algo), de modo que una persona quiere y puede hacer algo, pero no sabe, y desde tales posiciones se enfrenta a otra que sabe y puede actuar, pero no quiere, etc. En suma, la pregunta ha de hacerse de forma directa: ¿cómo plantean Shakespeare y Lope los conflictos trágicos, psicológicamente o conceptualmente? Dicho de otro modo, ¿dónde hacen explícita la tragedia estos dramaturgos, en M2 o en M3? Mi respuesta es inequívoca: en M3, esto es, conceptualmente. Y Lope más intensamente aún que Shakespeare. ¿Quiere decir esto que Shakespeare y Lope renuncian a plantear el conflicto trágico como un conflicto psicológico? Desde el punto de vista de las posibles soluciones, sí; pero desde el punto de vista de las causas, no, ¿por qué? Porque tanto para Lope como para Shakespeare las causas de lo trágico están en los impulsos irracionales y patológicos de la naturaleza humana (celos, ambición, miedo, odio, envidia, lujuria, avaricia, etc.), mientras que sus soluciones están en la aplicación y cumplimiento de las normas sobre las que se fundamentan los órdenes político-social y teológico-religioso. La idea de Lope es que la tragedia es la distancia que separa a los idealistas de la realidad. Y ésta es una idea también muy cervantina y muy propia del mundo clásico, es decir, muy característica de un mundo que tiene que luchar para sobrevivir, y que no puede permitirse fantasear en cuestiones vitales decisivas. La sociedad posmoderna contemporánea está en los antípodas de estas exigencias, por lo que llevar al escenario hoy obras de estos autores clásicos y barrocos resulta muy arriesgado. Estos dramaturgos hablan un idioma que nuestros contemporáneos posmodernos no comprenden. Con frecuencia, los propios actores y directores de escena no saben cómo afrontar la representación de estas obras, y lo que hacen es traducirlas a los esquemas de un mundo, el actual, que resulta incompatible con las concepciones de vida de Cervantes, Lope o Shakespeare. Insisto en que la tradición literaria del mundo hispanogrecolatino, muy al contrario que la idea de cultura que «vende» la Anglosfera posmoderna y contemporánea, es que la tragedia es la distancia que separa a los idealistas de la realidad. Si algo nos enseña la literatura es a ser realistas, racionales e inteligentes. ¿Para qué...? Pues para sobrevivir en una realidad siempre adversa. Hoy se valora más lo sensible que lo inteligible. Y el teatro con frecuencia se orienta, como el cine, la publicidad, la prensa y las redes sociales —los cuatro grandes géneros de la propaganda— al culto de las sensaciones y sentimientos, en lugar de apostar por la inteligencia, la crítica y la dialéctica. Se potencian los sentimientos, la sofística y el diálogo, es decir, la anestesia de las figuras anteriores: inteligencia, crítica y dialéctica.

La literatura no me deja mentir: Bernarda Alba no razona. Yerma, tampoco. Pero Ricardo III, sí. Y el duque de Ferrara, también. Piensan mucho, y mejor que muchos otros personajes que les rodean, antes de actuar. Los novios de Bodas de sangre eluden la razón. Estos últimos huyen hacia la nada, se evaden de una sociedad política que los persigue y ajusticia tribalmente, al margen incluso de tribunales normativos de justicia, y buscan un espacio mítico, retórico, ideal, metafísico, que los destruye. Yerma se desespera hasta el homicidio. Pero el duque de Gloucester calcula bien sus crímenes. Bernarda cree que puede reprimir el impulso sexual de un grupo de mujeres jóvenes. Pero el duque de Ferrara, lejos de pretender cualquier represión de los deseos eróticos de su esposa, Casandra, o de su hijo natural, el conde Federico, los deja a solas por largas temporadas. Es más, Bernarda, por su parte, cree que puede encerrar a las mujeres en un mundo en el que la realidad del hombre no existe. Nada más próximo a lo que pretenden muchas corrientes del feminismo posmoderno. En este punto Bernarda se convierte en la representante del más radical feminismo posmoderno en alguna de sus múltiples variantes y mutaciones: la supresión del hombre en la vida sexual de la mujer. La lectura de Lorca está clara: un mundo sin hombres sólo puede acabar trágicamente para las mujeres. No cabe mayor exaltación de la masculinidad. De hecho, es lo que Lorca exalta: lo masculino. Lorca considera a la mujer como un mero instrumento de exaltación viril. La mujer lorquiana idolatra al varón como si se tratara de un dios. E idolatra además al varón viril, exacerbado, potente, fértil, sexualmente insaciable y desbordante. Nada más ajeno al feminismo en alguna de sus versiones actuales.

Lope está en los antípodas de este planteamiento lorquiano: porque para el autor de El castigo sin venganza el ser humano dispone de libertad para actuar, y sólo si obra contra el racionalismo político y teológico será castigado. El patriarcado no gestiona las relaciones sexuales de la mujer como lo hace Bernarda Alba. Pero en Lope, como en Shakespeare, el ser humano no está condenado a la impotencia, como sí sucede en el teatro de Lorca, donde la mujer está condenada a querer copular con un hombre y no poder, a querer tener hijos y no poder, o a querer casarse con la persona amada y no poder. Lo grave es que Lorca en el siglo XX no da ninguna solución socio-política (circular): ni ley divorcio, ni razones (quejarse no es razonar) para la emancipación femenina (porque quien reprime, Bernarda, es mujer, y no hombre), ni normas de adopción de niños, ni nada de nada. Lope plantea conflictos y amenaza en su teatro con soluciones, indudablemente drásticas, pues, ¿es que había otro tipo de soluciones en el siglo XVII? ¿Acaso son más democráticas o liberales las soluciones ofertadas en el teatro shakesperiano, en que la casi totalidad de los protagonistas implicados en los conflictos dramáticos acaban decapitados, ajusticiados o simplemente asesinados a manos de sicarios, rufianes o autoridades regias? El racionalismo de los protagonistas lorquianos es mínimo: en lugar de pensar, dejan actuar libérrimamente, irracionalmente, sus impulsos más elementales. El resultado es nefasto. Lo sensible no es más valioso que lo inteligible cuando los sentimientos conducen a hechos trágicos: imprevisibles (por falta de capacidad para razonar) e irreversibles (por las consecuencias de la catástrofe).

A su vez, el racionalismo de los personajes lopescos y shakesperianos es máximo, y si el resultado es trágico lo será porque falla el modo personal de razonar, es decir, falla el racionalismo antropológico de los protagonistas. Es el caso de Ricardo III, quien fracasa por exceso de idealismo (ha sobrevalorado sus fuerzas), frente a un racionalismo político y moral trascendente, de orden superior y más poderoso, cuyos criterios unifican todas las fuerzas de sus enemigos). También falla el modo personal de razonar limitado exclusivamente a los instintos pasionales y personales más elementales de Casandra y Federico. Esta pareja recrea en cierto modo el mito de Fedra, y actúan casi como personajes precursores de un teatro lorquiano. Es inevitable recordar las figuras de Francesca y Paolo en la Divina commedia, en esta objetivación literaria del amor ilegítimo. Frente a ellos, el duque de Ferrara, don Luis, sobre una razón superior a la razón natural, impulsiva, psicológica, es decir, sobre la lógica de una razón política y teológica, dispone el desenlace de ese «castigo sin venganza». Obrar de espaldas a la razón conduce inevitablemente a una tragedia cuyas motivaciones son psicológicas, no conceptuales o lógicas: imponer la represión sexual como consecuencia de negarse a razonar y a buscar una solución a los problemas sexuales de unas hijas que desean disfrutar de un hombre implica optar por la fuerza en lugar de la maña. Abandonar a una mujer con la que, sin amarla, se ha contraído matrimonio, para irse con una recién casada que ha hecho otro tanto con su cónyuge, más tiene de afrenta inconsecuente e irracional que de solución a ningún conflicto. Algo así sólo puede hacerlo quien ignora —y quien desprecia— por completo las normas de un mundo al margen de las cuales normas ese mundo resulta inhabitable. Es decir, algo así sólo puede hacerlo un idealista. El Romanticismo —movimiento anglosajón por excelencia— nos ha inducido con todas sus fuerzas a la exaltación del idealismo. Gran error. Hemos insistido con frecuencia en las tres venganzas del Romanticismo, tras haber sido superado por movimientos posteriores. El Romanticismo se fue, pero nos dejó tres vendettasla nostalgia del Antiguo Régimen ―como depositario de una felicidad supuestamente destruida por la modernidad―, la invención del inconsciente, y la semilla de los nacionalismos. ¿Pueden los dramaturgos contemporáneos enfrentarse a Cervantes, Lope o Shakespeare sorteando estas tres venganzas románticas, tan actuales? El Romanticismo ha secuestrado la interpretación de los clásicos.

Todo comenzó con los románticos y con el idealismo ilustrado de la Anglosfera. El motor del Romanticismo es el idealismo racionalista de la Ilustración europeísta y anglogermana. Ilustración y Romanticismo tienen en común mucho más de lo que nos han contado. Por eso Lorca no es el primer dramaturgo que sitúa la experiencia trágica en el terreno de la psicología y de los impulsos psíquicos que tratan de sobrevivir eludiendo o eclipsando la razón. Calderón hace lo mismo en El médico de su honra, si bien tomando como referencia la política, y no la naturaleza, de los sentimientos: don Gutierre mata a doña Mencía sólo porque sospecha de ella. Y porque la sola sospecha justifica el uxoricidio. Calderón tiene suerte de que las autoridades políticas de lo políticamente correcto no leen a los clásicos, porque si estas autoridades leyeran obras como El médico de su honra sin duda las prohibirían, acaso impidiendo la impresión del texto y las representaciones del drama, como los ilustrados hicieron, de hecho, con los autos sacramentales. Don Gutierre mata por razones únicamente psicológicas, no reales. Pero mata en nombre de una ley positiva, real y efectivamente existente. El adulterio posible de doña Mencía sólo ha tenido lugar en la psicología, en la conciencia, en el mundo subjetivo, de don Gutierre. El público sabe que doña Mencía es inocente. Pero el público no forma parte de la obra, sino de su representación. Para don Gutierre, la apariencia es la única realidad. En este punto, don Gutierre y el mundo anglosajón coinciden: la apariencia es la realidad. La apariencia no admite discusión en un mundo en el que ser es aparentar. La ontología es obra de diseño. Hoy la ontología es psicología: ser es sentir. Basta sentirse esto o aquello para ser esto o aquello (aunque uno, o una, sea todo lo contrario...). La situación, aunque pueda resultar parecida, no es la misma que plantea Lope en El castigo sin venganza. Son las de Lope y Calderón tragedias psicológicas, mas sólo en apariencia, pues la solución de los conflictos está sancionada en su teatro por las normas sociales del eje circular (la política aurisecular) y las normas religiosas del eje angular (la teología cristiana). Lo mismo cabe decir del teatro de Shakespeare. Cervantes, sin embargo, no encaja en esta sociedad político-religiosa. Cervantes es la modernidad política y la negación de la metafísica antigua, con toda su religión teológica. 

Por su parte, la de Lorca, siendo una tragedia igualmente psicológica, está determinada por la inferencia del eje radial, es decir, de los impulsos naturales. Los protagonistas lorquianos, como he indicado, no están movidos ni por la política, que desprecian o ignoran, ni por la religión, a la que igualmente ignoran y desprecian máximamente. Los personajes lorquianos se mueven por la fuerza instintiva y elemental de la naturaleza, con la que pretenden comulgar e identificarse, sin pretender nada más que la satisfacción de sus deseos más primarios. Nada más lejos del personaje shakesperiano. Al duque de Gloucester le importa un bledo el amor de la duquesa Ana, la viuda del asesinado rey Enrique VI, al igual que el amor de la hija de la reina Isabel, a la que pretende al final de la tragedia. Los personajes lorquianos se mueven por pasiones, sí, pero pasiones hedonistas. Se mueven, en suma, por el placer. Pero por un placer irracional. Los personajes shakesperianos, entre ellos Ricardo III, no se conducen por impulsos hedónicos, no quieren codificar ese tipo de pasiones. Encarnan impulsos de mayor envergadura política, como son la ambición de dominar egóticamente un Estado, sacrificándolo todo a su paso, y de utilizar ese poder político para sus propios fines, que resultarán cada vez más irracionales, a medida que se desarrollan hacia un ejercicio de la libertad que no conduce a nada. Y ahí, en esa pretensión ideal, fracasan. El abismo que separa a los idealistas de la realidad se llama fracaso. Y las formas de ese fracaso constituye un inquietante catálogo de recursos y desenlaces trágicos. El teatro de Lorca es una protesta, más que una denuncia, pues no ofrece alternativas, contra los límites que se imponen al placer humano en tanto que impulso elemental y egoísta. El teatro de Shakespeare es una denuncia contra impulsos humanos de dominio irracional. El poder es a Shakespeare lo que el placer es a Lorca. Un idealismo que conduce al fracaso. Los personajes lopescos y calderonianos son infinitamente más realistas, y por ello mismo más crudos en sus decisiones. Nótese que don Gutierre, en El médico de su honra, como don Luis, duque de Ferrara, en El castigo sin venganza, sobreviven a la tragedia que ellos mismos provocan, gestionan y ejecutan. Una tragedia la de estas obras teatrales que tiene más de drama que de tragedia propiamente dicha, pues, por lo que a ellos respecta, Fortuna hace Justicia, y la catástrofe no les afecta personalmente como sí les afecta a los demás: doña Mencía y Casandra pagan con su vida todas las consecuencias. Ellos, no.

El ejemplo más sobresaliente de tragedia dada en el mundo conceptual o lógico es el que constituyen los autores griegos —Esquilo, Sófocles y Eurípides—, Cervantes en La Numancia (Maestro, 2004a) y Shakespeare, a su manera, en algunas de sus obras, saturadas todas ellas de literatura sofisticada y reconstructivista (Maestro, 2001, 2012). Lorca no pertenece a este grupo. Prefirió la psicomaquia a la logomaquia. El impulso, a la razón. Lope, por su parte, adopta la razón política, como más adelante hará Calderón con la razón teológica, como modelo de organización y desarrollo de cualquier tipo de pasiones o impulsos humanos.

En Lope, Calderón y Shakespeare, la psicología (M2) del personaje teatral se ve violentamente enfrentada con la lógica (M3) del Estado y del orden político. Sin embargo, mientras que los personajes lopescos y calderonianos actúan desde sus posibilidades operatorias, y muestran la fragilidad humana de individuos que obran para sostener, frente a quienes tratan de destruirlo, incluso desde la sola apariencia, el orden moral, estatal y político, que para ellos es un único orden, los personajes shakesperianos fingen esa actuación. En los personajes isabelinos, el impulso personalista, su yo, su M2, trata constantemente de imponerse al M3 del Estado, no para perfeccionar o mejorar el orden político, y aún menos teológico, contra el que con frecuencia se rebelan, sino para preservar, perseverar, incrementar, sus poderes y ansias más personales. El protagonista shakesperiano no defiende la razón del Estado, sino que se sirve de ella para hacer más poderosas y efectivas sus razones personalistas. Lope en El castigo sin venganza —y también Calderón en obras como El médico de su honra— crea personajes que desembocan en la tragedia por sostener el orden racional de un Estado, mientras que Shakespeare construye personajes que provocan la tragedia precisamente al querer poner a disposición de sus impulsos y racionalismos personales una realidad objetivada en el racionalismo del Estado e implicada en un orden político que los rebasa. En Lope y Calderón, el sujeto sufre la tragedia para mantener el orden estatal. En Shakespeare, el personaje precipita la tragedia al pretender apoderarse del orden estatal con el fin de satisfacer sus propios impulsos y de imponer su egolatría. Shakespeare presenta una lucha entre la ambición personal y el poder del Estado, es decir, una guerra del yo, egoísta y autológico, contra el orden estatal, moral, político, que pretende ser engullido y manipulado por un individuo particular.

Lope y Calderón presentan una lucha entre un ser humano y una fuerza, igualmente humana, que amenaza la estabilidad del orden y del racionalismo político. El ser humano que defiende el orden político, moral y estatal —sea don Gutierre, sea el duque de Ferrara—, revela su valor enfrentándose a una situación extrema, en términos políticos y psicológicos, provocada por otro ser humano cuyo comportamiento, o bien ha quebrantado las normas del orden moral, o bien simula haberlas quebrantado, o estar en condiciones de hacerlo. Finalmente triunfa el «bien», es decir, el racionalismo estatal que estaba amenazado por la conducta impropia, indecorosa o ilegal, del personaje que sufre finalmente el castigo. Es castigo, y no venganza, pues se obra conforme a la ley política y moral. Pero la tragedia sobreviene cuando el héroe restaurador ha de ajusticiar a su propia esposa (don Gutierre), a su propio hijo (don Luis, duque de Ferrara) o a su propio padre (Segismundo), para asegurar de este modo la permanencia del orden político y del racionalismo estatal. En todas estas obras, incluidas las de Shakespeare, el personaje teatral actúa como un ser humano que explica y asume lo que ocurre para justificar siempre la legitimidad de un orden moral superior y trascendente, cuyos imperativos político y teológico han de prevalecer siempre intactos. Nada de esto ocurre jamás en Cervantes. Para Cervantes el ser humano está por encima de las exigencias políticas y teológicas de un mundo que el autor del Quijote consideró siempre insuficiente para explicar la realidad humana y sus posibilidades racionales. Cervantes no cabe en el Antiguo Régimen. Su literatura, tampoco. Lope, Shakespeare, Calderón... no han salido jamás del siglo XVII. Toda la mitología anglosajona por hacer de Shakespeare un par de Cervantes es un bulo diseñado durante años por la industria editorial, política y académica de la Anglosfera. Un bulo que sólo puede aceptarse y asumirse desde la más grotesca ignorancia de la literatura cervantina y shakesperiana. 

El personaje de Shakespeare es siempre un personaje luterano, kantiano, al que mueve su propio imperativo categórico, su racionalismo más personal y autológico, y al que la realidad acaba triturando. A los personajes de Lope y de Calderón les obliga a actuar el imperativo dictado por el Estado, no por su conciencia personal. Ésta es, también, la diferencia entre la Reforma y la Contrarreforma, es decir, entre el racionalismo de Trento y el psicologismo de Lutero. Cervantes, por su parte, está por encima de todos ellos: Cervantes reemplaza en su literatura el racionalismo teológico por el racionalismo antropológico. Cervantes es el verdadero inventor de lo humano, es decir, el creador de la humanidad moderna, desde la tradición cultural hispanogrecolatina, y el mayor ingeniero que la literatura y el racionalismo literario han conocido jamás. Cervantes ha globalizado la literatura desde la Hispanosfera.



La tragedia en el espacio estético o poético

El espacio estético o poético es el espacio en el que se construyen, codifican, interpretan y valoran los materiales estéticos, es decir, las obras de arte. En el espacio estético es posible distinguir tres ejes esenciales: sintáctico, semántico y pragmático.

1. El eje sintáctico hace referencia a los medios, modos y objetos o fines de formalización y construcción de una obra de arte. Por el medio de construcción, los materiales estéticos se dividen en géneros artísticos (literatura, cine, teatro, música, arquitectura, pintura...), según se sirvan de las palabras, el registro de imágenes en movimiento, la semiología del cuerpo, la combinación estética de sonidos, la proyección y construcción de edificios, los colores y las formas materializados en un lienzo...). Por el modo de construcción, los géneros, a su vez, se subdividirán en especies (tragedia, comedia, entremés, novela de aventuras, poema épico, soneto, comedia lacrimosa, teatro del absurdo, cine negro, pintura flamenca, cubismo, etc.). Una vez afirmada la innegable materialidad de los objetos artísticos cabría distinguir en ellos distintas finalidades, entre ellas no sólo la intención de su artífice (finis operantis), sino también las consecuencias por las que discurre la obra una vez que sale de manos de su autor (finis operis). El arte es una actividad humana y como tal es impensable que no se den en ella significaciones e intencionalidades prolépticas. La obra de arte obedecería a una construcción (poiesis), y como toda actividad humana posee una finalidad (télos). En este sentido, no cabe duda de que El castigo sin venganza y Ricardo III son obras que, por sus medios de construcción, pertenecen a la literatura; por sus modos, al género de la tragedia; y por su objeto, a la tragedia de ideas, conceptual o lógica, explicitada en M3, desde un punto de vista ontológico, y desde el punto de vista antropológico, a la tragedia dada en los ejes circular (político) y angular (teológico, en el caso de Lope, y numinoso, en el caso de Shakespeare), como se ha indicado.

2. El eje semántico del espacio estético apela a las dimensiones mecánica (M1), sensible (M2) e inteligible o genial (M3) de los materiales estéticos o poéticos, según se analicen, respectivamente, desde el punto de vista de la semántica de su composición física o artesanal (como estructuración y elaboración de sus partes formales), de su expresión psicológica o subjetiva (como resultado de la sensibilidad de su autor, de la fenomenología de los personajes, de la psicología de lectores o receptores), o de su constitución inteligible, conceptual o lógica (como sistema de ideas formalmente objetivadas en los materiales estéticos), desde la cual se puede legitimar la genialidad de una obra de arte. Cuando Aristóteles estudia en su Poética la tragedia, lo hace atendiendo a estas tres dimensiones, y subrayando notablemente la dimensión tecnológica o mecanicista (téchnee) de su composición, cuya lógica habrá de dar cuenta estructural de sus partes fundamentales, que él llamó cualitativas[7]: fábula, caracteres, elocución, pensamiento, música y espectáculo. Adviértase, por ejemplo, que la reproducción mecánica de obras de arte da lugar al Kitsch, algo de lo que el propio Lope de Vega estaba muy cerca, al escribir cientos —dicen que miles— de comedias que, en su mayoría, y en apariencia, responden al mismo formato, estructura y planteamiento. Piénsese que, frente a la producción lopesca, Shakespeare compone unas cuarenta obras, como mucho, y de autoría muy discutible y dudosa, y que de Lorca apenas podemos hablar —con cierta solvencia— de algo más que de tres tragedias.

3. El eje pragmático del espacio estético o poético resulta esencial en la interpretación de la tragedia. En él se distinguen tres sectores, relativos a autologismos, dialogismos y normas. En primer lugar, las interpretaciones estéticas autológicas son las que se fundan en las razones, o en los argumentos —no siempre objetivos—, del yo, esto es, del artista mismo, o del crítico individualista. En segundo lugar, las interpretaciones estéticas dialógicas son las que se fundamentan en el gremio o grupo, es decir, en el nosotros, sea de artistas, sea de intérpretes. Se trata con frecuencia de tendencias estéticas que se difunden a través de escuelas, movimientos, generaciones o movimientos artísticos específicos. Las interpretaciones dialógicas también germinan de forma especial en ámbitos académicos, seminarios, grupos de investigación, fundaciones, etc., a veces constituidos con la única finalidad de exaltar la figura o la obra de un autor o artista. Por último, en tercer lugar, las interpretaciones estéticas normativas son las que se fundamentan en un sistema de normas objetivadas, es decir, son las que generan una preceptiva, y con frecuencia, también un canon. En el fondo, es a lo que aspira todo artista: a convertirse en canon para los demás. Pero el camino que recorrer es largo, comienza siempre en el autologismo, requiere el apoyo gremial de las interpretaciones dialógicas y, siempre al cabo de la evolución histórica, muy pocos autores son artífices de obras que resulten efectivamente canónicas. De hecho, muy pocos son reconocidos como tales. En nuestro tiempo, una pretensión muy característica de todo artista y crítico posmodernos es imponer un «canon gremial», es decir, hacer de las normas del grupo (dialogismo) las normas del arte (canon). Es como hacer un mapamundi de una sola ciudad.

El concepto de canon no puede entenderse al margen de los conceptos de prototipo y paradigma (Maestro, 2008). El prototipo designa la interpretación literaria hecha por una persona (Borges sobre Dante en Nueve ensayos dantescos, Unamuno sobre el Quijote en Vida de don Quijote y Sancho, etc.). El paradigma está constituido a partir de la interpretación que hace un grupo de personas, es decir, un gremio (grupos institucionales o académicos de investigación, grupos feministas, nacionalistas, religiosos, eclesiásticos, políticos, ideológicos, etc.). Frente al prototipo como interpretación propia de un yo, y frente al paradigma como interpretación propia de un nosotros, el canon es la interpretación construida normativamente, institucionalmente, potestativamente, por organismos y entidades políticas de un Estado o incluso de un imperio. Tal es el canon occidental, que brota de las concepciones políticas, culturales, científicas e institucionales de la civilización llamada occidental. El canon es, pues, la interpretación de una norma, de una preceptiva, de un Estado, de un imperio, de una civilización, es decir, de algo que rebasa, y anula, si hace falta, la interpretación personal o gremial de aquellos individuos o grupos que resultan trascendidos por el racionalismo canónico. No todas las civilizaciones se han preocupado de construir cánones literarios. De hecho, sólo las civilizaciones llamadas occidentales, europeas o europeístas, se han ocupado de construir cánones literarios. A imitación de este canon literario, que es occidental, surgen otros, no europeos, pero curiosamente sí constituidos desde Europa o desde Occidente. De todo tipo: geográfico (canon oriental: ¿cuál es?; canon ártico o antártico: ¿cuál sería?), sexual («canon feminista»: esto no es un canon, sino un paradigma, porque es interpretación gremial, no normativa, es la interpretación dada por un grupo feminista, pues no hay un «Estado feminista», capaz de imponer legalmente semejantes «normas» gregarias y discriminatorias), nacionalista (canon español, francés, turco, catalán, gijonés, azteca, esquimal, khoisánido o capoide, etc.: de nuevo incurrimos en un paradigma, la interpretación gremial, ahora no de orden sexual, sino culturalista o sociológico). Por otro lado, hay que constatar el hecho de que esos movimientos ideológicos, con frecuencia autopropagandísticos («nosotros somos el canon»), se sirven de los términos de la denominada cultura dominante para justificarse como independientes de ella, como si las ramas del árbol fueran independientes de las raíces que las hacen posibles. ¿Por qué usan entonces la palabra «canon», europea y europeísta? ¿Por qué no usan un término propio de su gremio, cultura o geografía, equivalente a nuestro término «canon»? ¿Por qué no? Porque no lo tienen. Si muchas culturas pueden interpretar lo que son, si pueden interpretarse a sí mismas, es porque se sirven de términos de origen europeo para interpretarse, tanto en sus supuestas particularidades (culturales) como en su evidente universalismo (humano)[8]. Y en lo concerniente a la literatura... muchos de estos términos más que europeos son meridionales, es decir, no proceden tanto de Europa cuanto de la tradición literaria hispanogrecolatina.

Sucede, en consecuencia, que el arte sólo es legible cuando es normativo. De hecho, el arte sólo es arte cuando resulta interpretable, es decir, cuando de facto se interpreta. Entre otras cosas, porque un arte ininteligible no es ni siquiera arte: no se sabe lo que es. Una obra de arte que sólo resulte interpretable por un gremio y para un «nosotros» no puede ser nunca un arte canónico, apto para todos los públicos. Un arte que no es para todos no es ontológicamente una obra de arte, por muy selecta que sea la «minoría selecta» (Ortega, 1925) que lo codicie, codifique o institucionalice como tal para sí, esto es, para su propio y gregario solaz. El fin del arte no es esa falacia de la «finalidad sin fin», de corte kantiano, idealista e irreal. El fin del arte es la interpretación humana y normativa, es decir, la interpretación que llevan a cabo seres humanos de acuerdo con un sistema de normas que es igual para todos, y cuyo aprendizaje requiere una formación y una educación universales, esto es, nunca privatizables en nombre de la economía, la clase social, la etnia, la raza, el sexo, el mito de la cultura, etc. No se puede interpretar a Mahler o a Falla sin haber estudiado música. Y no se puede interpretar el significado de las tragedias lorquianas sin antes haber aprendido a leer y a escribir correctamente (y a algo bastante más complejo que a leer y escribir con acierto). El arte que no sirve para nada no es arte, sino, en el mejor de los casos, una suerte de fetiche que los museos, con frecuencia posmodernos, exponen absurdamente ante la amimia de gentes que simulan admiración por temor a ser llamados ignorantes. Nada más teatral. Ni más irónico. Es lo que son buena parte de las exposiciones «artísticas» contemporáneas: un cervantino retablo de las maravillas.

Ahora bien, ¿cómo es, desde el punto de vista del eje pragmático del espacio estético, la tragedia lorquiana, por ejemplo, frente a la tragedia lopesca y shakesperiana? Diré que es muy poco normativa, escasamente dialógica, y bastante autológica. Todo lo contrario sucede con Shakespeare y con Lope. Y voy a explicarme.

La tragedia ha sido uno de los géneros literarios más enérgicamente preceptuados de cuantos han existido jamás, prácticamente desde sus orígenes en la Grecia antigua hasta bien entrado el Romanticismo. Sin embargo, ya desde el Renacimiento, la mayor parte de las tragedias más importantes e influyentes, por su contribución al canon literario —ese que los posmodernos dicen (tan graciosamente) que es discutible, cuando en realidad al margen de él no existe la literatura— no ha sido apenas normativa. Si La Numancia de Cervantes es original, lo es, entre otras muchas cosas, porque no es ni clasicista ni aristotélica (Maestro, 2004a). Shakespeare no necesitó la preceptiva jamás. Lope y Calderón, tampoco. Diré más: Lope escribió contra la preceptiva de su tiempo, como demuestra su Arte nuevo de hazer comedias (1609). Büchner escribe su Woyzeck al margen de toda consciencia normativa. La adscripción a las normas clásicas hizo de las tragedias de Vittorio Alfieri una forma de melodrama romántico. La observancia aristotélica de Corneille y Racine convirtió su teatro trágico en un dialogismo exclusivo del siglo XVII francés y su feudo neoclasicista, sin descendencia posterior alguna. Una vez más se confirma que el precio de la autonomía es la esterilidad. Si cumples las normas, nunca serás original.

Piénsese, por ejemplo, en este contexto, en la preocupación que Lope de Vega tenía por las normas teatrales. ¿Qué supusieron para el teatro barroco las ideas de Lope de Vega expuestas en su Arte nuevo (1609)? Supusieron la entrada del teatro barroco en el mundo de la preceptiva literaria. Hasta el Arte nuevo de Lope, la comedia nueva es un género literario y teatral que carece de legitimidad normativa, esto es, carece carta de reconocimiento académico en el mundo de la poética, la literatura y el teatro. En el Siglo de Oro una carencia así era muy grave: entonces no se podía hacer arte al margen de las normas. El arte debía estar justificado normativamente. La situación era por completo opuesta a la de hoy, en que el arte parece buscar el triunfo a través del autologismo, si bien industrial, comercial, mercantil, más que propiamente estético o poético, y en absoluto normativo. Entonces, en los siglos XVI y XVII, y en realidad hasta el Romanticismo, el valor del arte era el valor de las normas, reconocidas como tales, a través de las cuales ese arte se manifestaba objetivamente, esto es, se materializaba formalmente en obras concretas. Se consideraba entonces que tales normas reproducían estética o poéticamente los valores de la naturaleza. En este punto, Lope reconvierte los principios aristotélicos. Lope y Aristóteles son lo mismo (Maestro, 1998). Incluso podría decirse que el arte de Lope está más cerca de la realidad del mundo, desde el momento en que no aísla ni material ni formalmente lo trágico de lo cómico, ni insulariza los hechos en torno a una acción única, ni objetiva la complejidad de la vida y sus situaciones en una forma literaria exclusiva, sino en varias (soneto, redondilla, romance, décima, lira…), etc. Hoy el arte se valora en la medida en que no es normativo, sino individualista (autologismo) y gregario (dialogismo), es decir, arbitrario. Las normas del arte las pone el yo del artista, o el nosotros del gremio (los amigos del artista). Estas son dos formas de autoengaño colectivo: primero el individual y luego el colectivo. En realidad, como en tiempos de Lope, las normas del arte las pone el mercado. Lope es el primer dramaturgo que escribe para el mercado, algo que, sin embargo, no le impidió hacer de su obra, la comedia nueva, un canon literario y un teatro nacional.



Sobre El castigo sin venganza de Lope de Vega[9]

Del personaje clave de esta obra, el duque don Luis, Felipe Pedraza ha afirmado que «no es un monstruo de maldad» (Pedraza, 1999: 43). Y, en contra de toda apariencia, tiene razón. Por un lado, su inveterada soltería parece estar justificada por su particular modo de vida, que se desenvuelve al margen de los compromisos matrimoniales. Por otro lado, hacia su hijo natural, el bastardo Federico, siente el duque una inconmensurable pasión paternal, que resultará traicionada, a los ojos de su progenitor, como consecuencia de las pretensiones amorosas del hijo frente a su propia madrastra. Pedraza advierte, y no por azar ni causalidad, que este personaje, al que califica de «bastardo ambicioso y resentido», «es mirado con simpatía» (Pedraza, 1999: 44). Y lo cierto es que el juicio de la mayor parte de la crítica que se ha ocupado de esta obra así lo acredita[10].

En ocasiones, la relación amorosa entre Federico y Casandra, su madrastra, se ha interpretado de forma dubitativa, o incluso se ha cuestionado. Este último es el caso de Amado Alonso, cuando afirma que «no. No se creen enamorados. Sólo consideran con pena —y por separado— que las leyes del mundo no les permiten enamorarse» (A. Alonso, 1952/1962: 207). ¿Qué enamorado espera a que las leyes autoricen o no su amor? Lo cierto es que ambos están mutuamente enamorados, y que saben, positivamente, que las leyes positivas no les permiten institucionalizar su amor, ni mantener relaciones sexuales, es decir, pasar a mayores.

Casandra traiciona a su marido, quien por otra parte le ha mostrado reiteradamente muy escasa consideración. Pero Casandra traiciona a su marido precisamente con el hijo de éste. La relación marital transgeneracional —dada la diferencia de edad entre el duque y su esposa— no justifica de ningún modo la «legitimidad» natural del amor entre Casandra y su hijastro, amor que, desde el punto de vista lógico del espacio ontológico en virtud del cual se interpreta el mundo en los siglos XVI y XVII, y desde los puntos de vista político y teológico (ejes circular y angular del espacio antropológico), está completamente proscrito. A su vez, el propio don Luis interpreta el desenlace de todos estos hechos conforme a la justificación de un orden moral trascendente, dado en términos teológicos (eje angular) y objetivado en términos políticos y sociales (eje circular), de modo que todo cuanto acontece se considera como castigo desencadenado por el comportamiento inaceptable que el duque ha mantenido impunemente durante buena parte de su vida:


El vicioso proceder
de las mocedades mías
trujo el castigo...
(El duque don Luis, vv. 2516-2518).


El personaje asume, de este modo, al igual que todo personaje propio de tragedia griega, y muy a diferencia de los personajes nihilistas de la tragedia shakesperiana, el destino imperativo, la voluntad trascendente, de un orden moral superior al humano, incapaz incluso de ser previsto y, por supuesto, absolutamente superior a las ingenierías y artificios de la razón humana, que se ve por completo impotente para detener las concausas de la tragedia o para resolver sus desenlaces. El personaje nihilista shakesperiano, por su parte, actúa movido por la convicción de que puede manipular, organizar y controlar el desenlace de unos acontecimientos, no sólo desafiando a un orden moral superior, sino incluso negando sus posibilidades de acción y de existencia operatoria sobre los seres humanos, como es el caso de Ricardo III, en la tragedia homónima, o de Edmund, en Rey Lear.

En El castigo sin venganza el duque don Luis tiene que enfrentarse a unos hechos muy conflictivos, impulsado por dos fuerzas inderogables: en primer lugar, sus impulsos psicológicos (M2), en los que cabría objetivar el deseo personal de venganza, frente a su hijo bastardo —a quien por otro lado ama inconmensurablemente, lo que hace aún más dura la decisión vengativa o justiciera— y a su esposa legítima, y, en segundo lugar, las exigencias políticas y teológicas de preservación incólume del orden moral, político y religioso (M3), al que se le reconoce una naturaleza imperativa y trascendente sobre los deseos o preferencias del propio individuo.

El duque don Luis opta por asumir el papel del personaje que ha de reestablecer el orden moral destruido o amenazado por otros, precisamente cuando esos otros son aquellas personas a las que más ama y en quienes más confía. La tragedia, en este caso, es la del «héroe» que ha de renunciar a sus propios objetivos vitales, a sus más personales deseos, incluido el del perdón, porque el orden moral, político y teológico que ha de preservar le exige actuar por encima de sus voliciones individuales. En la comedia española del Siglo de Oro, la norma está por encima del yo, por lo que el individuo que quebranta la ley, sea quien fuere, ha de ser castigado, a diferencia del teatro isabelino inglés, en el que es precisamente el yo del sujeto individual el que, al modo de Ricardo III o Macbeth, por ejemplo, pretende hacerse con el control y el poder de la institución teológico-política por excelencia en esos momentos —el Estado—, y no para que la sociedad política funcione mejor, sino para que esa sociedad política o Estado funcione bajo su personal disposición y volición. El desenlace, también en el teatro y la tragedia shakesperianas, será el de fracaso, porque la lección dada se objetiva en una suerte de moraleja trágica: el ser humano individual no puede disponer de forma absoluta de ningún poder, y, cuando así lo pretende, los hechos le demuestran que ni su razón puede prevenir el desastre, ni controlar o atenuar su propia derrota, del mismo modo que ni su lógica más personal será capaz de sobreponerse impunemente a las consecuencias. Insisto en que los personajes cervantinos se sustraen a esta concepción del mundo. Cervantes sabe muy bien que al poder, político o teológico, o de cualquier otro tipo, sólo se le puede seducir, vencer o burlar.

Ahora bien, el desenlace por el que opta el duque, con perdón de la expresión, le permite «matar dos pájaros de un tiro»: me refiero a que, en primer lugar, castiga públicamente a los culpables, pero no por sus «delitos reales», sino por sus supuestos «delitos secretos», y, en segundo lugar, salvaguarda y preserva intacta su propia honra y la de su esposa, ya que legítimamente el único homicida es el conde Federico, el bastardo, y por motivos de ambición económica, que no de honra social. Barrocamente, la apariencia se impone sobre la realidad, reemplazándola de forma oficial a los ojos del resto de los personajes de la obra dramática, pero no a los ojos del público o espectador. Aunque las cuentas cuadren, y la honra salga triunfante e intacta, no hay que olvidar que el receptor sabe que tal logro tiene un precio: la mentira.

El hecho trágico, en la comedia española aurisecular, exige que las iniciativas del personaje, sean psicológicas (M2) o de cualquier otro tipo, sólo prosperen satisfactoriamente si se canalizan conforme a los imperativos político-teológicos del orden moral trascendente (M3), y que fracasen, incluso de forma muy trágica, en caso contrario. Ésta es la razón por la cual, si el duque don Luis quiere restaurar el orden subvertido o amenazado por su hijo y su mujer, debe ajusticiarlos sin delación de la causa real, anunciando, en su lugar, una razón que, siendo falaz, pero verosímil, desemboque en la ejecución de lo que se dictamina como justo. La pasión del duque se ejecuta según la razón política y la razón teológica (M3), no según su impulso personal, inmediato e individualista (M2). La justicia poética, para lograr su triunfo, busca una alianza explícita con la justicia política y con la justicia teológica, esto es, con los ejes circular y angular del espacio antropológico, mas no con el eje radial o de los impulsos naturales o psicológicos, ajenos al racionalismo antropológico y teológico, esto es, la única forma autorizada de racionalismo.

Convendrá ahora considerar El castigo sin venganza como tragedia emplazada en el espacio antropológico y sus ejes circular (político), radial (natural) y angular (religioso).

1. Eje circular o político-social. Desde el primer momento, Batín, el gracioso, advierte a su amo, el conde Federico, con una precisión clarividente, de que lo más racional sería que Casandra contrajera matrimonio con él, y no con su padre el duque don Luis. Pero lo más importante de esta advertencia del racionalista y, francamente, poco gracioso Batín es que contra esta coherencia están ahora mismo «las leyes del mundo», esto es, lo que llamaríamos el orden político y social, dado en el eje circular del espacio antropológico:


¿No era mejor para ti
esta clavellina fresca,
esta naranja en azar,
toda de pimpollos hecha,
esta alcorza de ámbar y oro,
esta Venus, esta Elena?
¡Pesia las leyes del mundo!
(Batín al conde Federico, I, vv. 638-644)[11].


Esta idea percutirá de nuevo, con mayor explicitud, al final de la primera jornada, una vez más por boca del racionalista y atenuado gracioso Batín:


Bien puedes, con presupuesto
de que era mejor Casandra
para ti.
(Batín al conde Federico, I, vv. 989-991).


En efecto, cuando todos los personajes de la tragedia, o los más de ellos, piensan que el duque Federico aguarda celosamente la herencia de su padre natural, lo que realmente ambiciona este bastardo no es el dinero, sino la esposa, de su padre: «… llego / a estar envidioso de él» (vv. 887-888).

La solución racional, dictada por el orden político y social, exigiría que Federico se casara con Aurora, de quien anduvo libremente enamorado, y quien lo solicita a su padre natural, el duque don Luis, para contraer matrimonio. Dicho de otro modo, Aurora se ofrece convictamente como solución racional:


Si le casas conmigo, estás seguro
de que no se entristezca
de que Casandra sucesión te ofrezca,
sirviendo yo de tu defensa y muro.
Mira si en este medio
promete mi consejo tu remedio.
(Aurora al duque don Luis, I, vv. 730-735).


Sin embargo, la lógica (M3) de este posible desenlace no llega a producirse. Federico, enamorado de Casandra, rechaza el matrimonio con Aurora, quien, inmediatamente, se convertirá en delatora de los proscritos sentimientos de amor entre su pretendido y su madrastra. Aurora es artífice de la delación que desencadena la tragedia.

2. El eje radial o de los impulsos de la naturaleza. Casandra, por su parte, queda muy pronto convertida en la bella mal maridada. Su figura y su papel son los de la mujer mal casada, insatisfecha en su matrimonio, en el que falta la atención y el amor de su marido. Ni ella parece sentir pasión por el duque don Luis, ni éste le muestra en verdad la menor consideración marital. En todo caso, el único sentimiento de que es sujeto Casandra remite al ansia de hacerle pagar su desatención:


Vamos, Lucrecia, que si no me engaño,
de este desdén le pesará algún día.
(Casandra, II, vv. 1136-1137).


La pasión de Casandra por su marido desemboca en odio. Los impulsos naturales de los personajes que provocan la tragedia, esto es, los enamorados Casandra y Federico, constituyen deseos no autorizados por el orden político y teológico imperante[12]. No se puede sentir lo que ellos sienten, porque su materialización racional es imposible: está proscrita por todo tipo de leyes positivas y efectivas. El M3 (la razón política y teológica) no autoriza el M2 (los impulsos y sentimientos naturales) de los protagonistas. No cabe mayor claridad:


[…] que es mi mal de condición
que no cabe en mi razón
sino sólo en mi sentido.
(Federico a Batín, II, vv. 1237-1239, cursiva mía).


Casandra y Federico sostienen numerosos diálogos en los que, a través del doble sentido con el que usan las palabras, se declaran su amor y sus pasiones:


Casandra:     ¿Sabes ya lo que te quiero?
Federico:      El haberlo adivinado
                       el alma lo dijo al pecho,
                       el pecho al rostro, causando
                       el sentimiento que miras […]
Casandra:    Dile tu amor, sea quien fuere […]
                       habla y no mueras callando.
Federico:      Mis pensamientos, que son
                       hijos de mi amor, que guardo
                       en el nido del silencio,
                       se están, señora, abrasando.
                       (II, 1304-1517).


Y más adelante, de forma aún mucho más explícita:


Casandra:      Si es cosa que yo la puedo
                        remediar, fía de mí;
                        que en amor tu amor excedo.
Federico:       Mucho fiara de ti,
                        pero no me deja el miedo […]
Casandra:     No niegues, conde, que yo
                        he visto lo mismo en ti. […]
Federico:       Pues, señora, yo he llegado,
                        perdido a Dios el temor,
                        y al duque, a tan triste estado […]
                        Y por si no lo entendéis,
                        haré sobre estas razones
                        un discurso en que podréis
                        conocer de mis pasiones
                        la culpa que vos tenéis.
                        (II, 1871-1925).


Casandra declara la verdad del amor de ambos, y Federico la confirma y la acepta. Uno y otra desafían con su pasión efectiva la legitimidad del orden moral trascendente, tanto humano y político como divino y teológico.

Los personajes sienten lo que no deben. Su amor es un amor proscrito, incestuoso —para la época— y adúltero. Con todo, un amor así es sincero y auténtico, aunque ilegal, pues las leyes humanas y divinas, la razón política y la razón teológica, lo proscriben, impiden y castigan. Esta obra de Lope podría inscribirse en los testimonios de la literatura y el arte que presentan al amor adúltero como el real y efectivamente legítimo, frente al matrimonio como institución política y teológica[13].

3. El eje angular o religioso (teológico, pero no numinoso ni mitológico). Lo hemos dicho ya: Lope plantea el conflicto trágico como un problema dado y soluble en los ejes circular (político) y angular (teológico) del espacio antropológico:


Conde, cuando yo imagino
a Dios y al duque, confieso
que tiemblo, porque adivino
juntos para tanto exceso
poder humano y divino
(Casandra a Federico, vv. 1978-1980).


Dios y el duque, he aquí las dos figuras en que se objetivan respectivamente el orden político-social (eje circular) y el orden teológico (eje angular). He aquí lo que Casandra, pese a su temor, desafía de forma efectiva. La fuerza del amor, la pasión erótica, es más poderosa que la fuerza moral del orden trascendente que se impone sobre los impulsos individuales. Y lo es porque el ser humano es, materialmente, más fuerte que Dios. Sólo un ingenuo puede hablar de Shakespeare como «inventor de lo humano»... El racionalismo humano es la esencia de toda literatura, cuya naturaleza, la poética, es esencialmente deicida, como La Numancia de Cervantes, al decretar ficticia la existencia de todos los dioses. Ahí nace la literatura, con la esencia de la obra Homérica: Ilíada y Odisea, el cementerio de todas las divinidades, que el mundo hebreo consideraba encarnadas y vivas en el monoteísmo de las Sagradas escrituras. No por casualidad la literatura nace en la Grecia antigua, una geografía no intervenida por Yahvéh. Homero convierte a los dioses en ficciones. Mucho antes que Nietzsche —esa anomalía poética que hizo de la filosofía un refranero, Dios está muerto. Los dioses mueren con el nacimiento de la literatura. Sólo la filosofía, a través de su versión más confesional, la teología, ha preservado la existencia conceptual de Dios. Y de muchas otras ficciones alternativas, más o menos ingeniosas, ofuscantes y cautivadoras —en el peor sentido del término—: apeirondemiurgo, motor perpetuo, substancia pura, Leviatánmónada, noúmenoespíritu absoluto, inconsciente, Dasein, y un largo etc. La filosofía siempre nos ha ofrecido un encantador repertorio de ficciones. La filosofía... esa forma excéntrica de ejercer la sofística.

En este contexto social, político y teológico de El castigo sin venganza, Aurora delata los amores proscritos de Casandra y Federico[14]. Aurora, despechada, actúa vengativamente. Por su forma de obrar, es uno de los personajes más shakesperianos de esta tragedia de Lope. Por otro lado, nadie interviene contra ella, lo que le permite actuar sin ningún tipo de reserva ni oposición, y de este modo poner a los espurios amantes a merced de la justicia humana y divina:


[…] si no es que primero el cielo
sus libertades castigue
y por gigantes de infamia
con vivos rayos fulmine…
(Aurora al marqués Gonzaga, III, vv. 2131-2134).


Otro aspecto fundamental que se revela ante la intervención imperativa del orden moral trascendente es la fragilidad de Federico. El conde es el más flojo y vacilante de los personajes de la tragedia. Cuando su padre torna a casa, medroso de su presencia, decide abandonar a Casandra y volver con Aurora, ya conchabada con el marqués de Gonzaga en la delación y desencadenamiento de los hechos trágicos[15].

El duque don Luis interpreta el adulterio de su mujer con su hijo natural como un castigo del orden moral trascendente por la vida licenciosa que llevó prácticamente hasta su tardío matrimonio, ya machucho, con Casandra. Una y otra vez la razón teológica, dada en el eje angular, resulta dominante, indiscutida e inmutable[16]. Y con objeto de cumplir con este orden político-teológico, dictado circular y angularmente, según la nomenclatura de que me sirvo en esta interpretación, el duque don Luis tratará de justificar su justiciera venganza, desde el formato de la justicia legalmente reconocida y objetivada en el ordenamiento que, en la época, representa el código del honor. Así, dictaminará que «Castigarle no es vengarme» (III, 2546). Y una vez constatada la declaración del amor adúltero[17], que él mismo ve y oye desde un espacio teatral en acecho, espiando a Casandra y a Federico, el duque don Luis, testigo directo y oculto de la infamia obrada y delatada contra su persona, decide ejecutar y justificar su venganza (M2) como un castigo dado conforme a los dictámenes del orden político y teológico (M3).


No es menester más testigo:
confesaron de una vez;
prevenid, pues sois juez,
honra, sentencia y castigo;
pero de tal suerte sea,
que no se infame mi nombre.
(Aparte del duque don Luis, III, 2744-2749).


Y en tales términos el duque justifica su proceder —«el derecho del castigo» (III, 2898)—, de modo que obrará conforme a justicia (M3), esto es, a razón, y no conforme a venganza, es decir, a un simple impulso pasional o psicológico (M2). Lo cierto es que, pese a la apariencia, el duque no se engaña necesariamente a sí mismo ni al espectador: obra de acuerdo con las posibilidades del racionalismo político y teológico de su tiempo[18]. Los que actúan fuera de este racionalismo, es decir, irracionalmente, pasionalmente, son Casandra y Federico. El mensaje de la tragedia lopesca, como en general sucede en la comedia nueva aurisecular, expresa que no se puede triunfar ni sobrevivir al margen del racionalismo político (circular) y teológico (angular). Las pasiones naturales (eje radial), irracionalmente conducidas, desembocan en el fracaso y en la tragedia. He aquí, pues, a lo político y a lo teológico unidos en el ejercicio de la justicia humana y divina:


Esto disponen las leyes
del honor, y que no haya
publicidad en mi afrenta
con que se doble mi infamia […].
Déjame, amor, que castigue
a quien las leyes sagradas
contra su padre desprecia […]
La ley de Dios, cuando menos,
es quien la culpa relata,
su conciencia quien la escribe
(Soliloquio del duque don Luis, III, 2850-2912).


Adviértase finalmente que no cabe apelar aquí a la isovalencia de las razones planteadas en el conflicto trágico. Hegel advirtió, de forma que resultó muy célebre para muchos intérpretes de la tragedia griega, que las partes en ella enfrentadas dialécticamente disponían, cada una por su lado, de razones bien fundamentadas. Con todo, ha de insistirse en que no todos los racionalismos son iguales y que no todas las razones poseen iguales fundamentos. Nunca hay isovalencia entre las razones enfrentadas trágicamente. Por audaz que parezca reconocerlo y afirmarlo, no es lo mismo matar en nombre de los impulsos naturales (odio, celos, ambición, etc., tal como actúan Edipo ante Layo o Ricardo III, Macbeth y Edmund respecto a quienes les rodean), que matar en nombre de las leyes codificadas en el ordenamiento jurídico de un Estado (Eteocles frente a Polinices, Creonte frente Antígona, el duque de Ferrara ante Casandra y Federico, don Gutierre ante a doña Mencía, Pedro Crespo ante el violador de su hija, etc.).


 

El poder en Ricardo III de Shakespeare

El duque de Gloucester, futuro Ricardo III, es uno de los prototipos literarios fundamentales del personaje nihilista, es decir, del personaje que niega toda validez ontológica y efectiva a un orden moral trascendente, tanto desde un punto de vista moral como epistemológico, de modo que no será posible el conocimiento del bien y del mal, ya que uno y otro no son sino preferencias sociales o psicológicas (Maestro, 2001). Dicho de otro modo, no cabe hablar de moral ni de posibilidad alguna relativa a su interpretación. De esta concepción nihilista brota la negación nietzscheana de que no hay hechos (morales), sino sólo interpretaciones. Y también dostoievskiana, dada en Los hermanos Karamazov, en virtud de la cual, «si Dios no existe, todo está permitido». El nihilismo es el resultado de aquellas filosofías que, negadoras de la razón teológica, es decir, de un Dios teológico, no son capaces de razonar desde una razón antropológica, es decir, de hacernos pensar como seres humanos que somos. El nihilismo es el estadio patológico terminal de toda filosofía.

Dos son, pues, los objetivos fundamentales de este doble imperativo de negación: la moral y el conocimiento humanos, es decir, el comportamiento individual del Hombre dentro de la sociedad política en que ha de vivir, enfrentado a otros seres humanos, y las posibilidades de interpretación de esta conducta moral. El personaje nihilista niega la existencia de cualquier realidad operatoria trascendente a la realidad humana, de modo que nada ni nadie —ni siquiera la razón humana— está autorizado a imponerle a él, como individuo, lo que ha de hacer y cómo ha de actuar para conseguir sus propósitos. Sólo reconoce la posibilidad de acción que llevan a cabo los seres humanos entre sí, y confía en que ésta está determinada por la lucha por el poder para dominar a los demás. Tal es su concepción de la libertad humana. Y tal es su idea de la vida, una idea dialéctica, no dialógica, pues nada se consigue hablando o dialogando, sino luchando y usando arteramente el poder y la fuerza. El poder no se cede ni se comparte, sino que se disputa y se arrebata. El poder compartido, expresión oximorónica por excelencia, será un poder ilusorio o democrático. El poder es resultado de aglutinaciones, síntesis dialécticas y violentas, fuerzas centrípetas, y cuanto remita a su fragmentación, distribución, separación, provocará la disolución de todo poder supuestamente efectivo. Éste es el límite de la democracia, en tanto que esta desaparece cuando el poder factible está delegado en individuos (caciques, mecenas, autoridades, mesías o figuras carismáticas, etc.) o en grupos de individuos (gremios empresariales, nacionalistas, étnicos, sexuales, etc.) que adoptan dentro del Estado un comportamiento depredador de otros grupos o individuos.

Ahora bien, ¿qué es el poder? El poder es la capacidad de vencer obstáculos para ejercer la libertad. Esta capacidad de superación de limitaciones exige disponer, de forma duradera y sostenida, de facultades y potencias. Perdidas éstas, el poder desaparece. En este contexto, la ambición se manifiesta como lo que es: ansiedad de poder. Una ansiedad, con frecuencia, patológica. La lucha por el poder es inherente al ser humano, pues sólo desde ella se puede ejercer la libertad. Sin embargo, esta lucha por el poder puede resultar patológica, si se convierte en una ansiedad que no resulta satisfecha ante nada, porque quien es víctima de ella siempre se siente psicológicamente inferior a aquellos a quienes pretende dominar. La ansiedad de poder, que en términos nietzscheanos se ha identificado con la voluntad misma de poder, resultará patológica siempre que se sustraiga al uso de la razón, que no de la astucia (no hay que confundir a la una con la otra), y siempre que se convierta en una insatisfacción permanente, porque, como he indicado, el afán insaciable de poder remite en definitiva a la imposibilidad de adquirirlo de forma realmente efectiva, debido a que este tipo de sujetos viven siendo presa constante de patologías psicológicas como los celos, la envidia, el odio, la suspicacia, la inferioridad y, en suma, la insatisfacción, auténticas hemorragias por las que el racionalismo humano acaba por disolverse. No por casualidad el afán de poder es casi siempre una pretensión de personas mediocres, incapaces e impotentes de explicitarse en otros ámbitos de la realidad humana, como la creación artística o intelectual, el éxito amoroso o económico, la estabilidad familiar o personal, etc. El poder puede servir para conseguir todas estas cosas, y muchas más, pero cuando no ha habido ninguna otra forma natural o normal —esto es, reconocida por las normas asumidas por la mayoría— de conseguirlas, es decir, cuando no ha sido posible alcanzarlas convencionalmente, el deseo de obtenerlas se convierte en una ambición o ansiedad patológica. Ricardo III es el compendio de todas estas pulsiones. Todo lo que en el guion de su vida se le ha negado, por razones políticas, naturales o familiares, él tratará de conseguirlo de forma fraudulenta y homicida. Y fracasa. Por incompetente. Esto es, por no medir, cegado por la ansiedad irracional, el abismo idealista que separa sus posibilidades de la realidad.

Este personaje shakesperiano no se mueve por placer, no se casa por amor; no disputa por ideas políticas, de las que carece y descree; no se engaña completamente a sí mismo, pues sabe muy bien cuáles son sus enormes limitaciones (pese a lo ignorante que es frente a sus consecuencias) y de cuántas cosas la naturaleza le ha privado; no tiene ningún concepto de Estado, institución que es incapaz de gobernar de forma solvente, porque sólo posee ansias para conseguir el poder estatal, con astucia pero sin ideas, merced a una ansiedad que prospera al estar rodeado de personajes menos vitalistas y astutos que él, hasta la intervención de Richmond, quien finalmente lo destruye; no conoce más sentimientos que los de su obstinación por el asesinato, como única forma de resolver los problemas, cometiendo crímenes que a partir de un momento dado sólo se suceden de forma arbitraria, a fin de suprimir todo obstáculo, real o imaginario, a sus pretensiones; no siente ningún amor por su madre ni hermanos, y aún menos por cualesquiera otros familiares; carece de toda creencia religiosa, si bien se sirve del credo oficial y teológico para afirmar y condecorar su poder, con la explícita complicidad de los estamentos eclesiásticos, a los que Shakespeare no regatea ninguna reticencia a la hora de adherirse a la más alta forma de poder efectivo, el estatal[19]. En suma, Ricardo III es el prototipo del ser humano a quien su mediocridad hace incurrir en una ambición patológica e irracional en ansias de un poder nunca satisfactorio. Nada como la mediocridad empuja tan enérgicamente al ser humano hacia la ambición patológica de poder, es decir, a no saber ejercer la libertad racionalmente, sino patológicamente, es decir, mediante la destrucción irracional de todo cuando se interpone en su camino, incluyendo precisamente aquello que la razón humana no le permitirá destruir nunca de forma definitiva: los demás. No deja de resultar sorprendente que estos prototipos humanos se reproduzcan a lo largo de la Historia, sobre todo política, como un auténtico Kitsch.

De hecho, el modelo político que triunfa tras la muerte violenta de Ricardo III es el del pacifismo armonista, un tanto estoico y fabuloso, cuyos referentes se sitúan en ideales humanistas propios de un Renacimiento apacible y cortesano. Una completa cursilería, sin duda, grata a una visión idealista y acrítica de la realidad. Así, en palabras de Antonio Ballesteros, en la tragedia shakesperiana que nos ocupa, «resultará vencedor el modelo del cortesano renacentista, el gobernante cristiano que todo lo fía a la voluntad de Dios y a la misericordia de un futuro común y sin traumas vengativos para sus súbditos» (Ballesteros, 1999: 18). Triunfa, diríamos, el idealismo erasmista frente a la realidad maquiavélica. Triunfa, en suma, la mentira y el idealismo de los que bien predican porque bien viven. No deja de ser muy frustrante encontrarse con el retrato de Erasmo al final de una tragedia tan impresionante y poderosa como es la figura de Ricardo III. 

Con todo, esta obra shakesperiana, Richard III, al igual que el teatro lopesco y calderoniano, y que el resto de las obras del dramaturgo isabelino, presenta un desenlace donde las normas de la razón antropológica (eje circular: lo político-social) y de la razón teológica (eje angular: lo religioso) se imponen a las terribles libertades homicidas que se toma el personaje protagonista, el duque de Gloucester, inducido por el irracionalismo de unas pasiones individuales (eje radial: pulsiones naturales) enfrentadas contra las normas políticas y religiosas del resto de los seres humanos. Al final de la tragedia, Richmond vindica para su causa, de forma concluyente y racional, el apoyo político y teológico: «Dios y nuestro derecho nos protegen» (V, 3, p. 188)[20], contra el que Ricardo ha actuado acaso desde su nacimiento. Adviértase que, para Gloucester, las normas de la política y la religión no son sino éter que se disuelve en la conciencia —«Palabra nada más es la conciencia / Que emplean los cobardes[21] (V, 3, p. 191)—, es decir, son referentes inútiles, cuya existencia o realidad ontológica es igual a cero, porque nada valen. Tal es el credo y el imperativo del personaje nihilista en él encarnado. Ningún personaje shakesperiano sobrevive más allá del Viejo Régimen. Sólo con Cervantes la literatura y el ser humano entran, de la mano, en la modernidad y en el racionalismo contemporáneo, un racionalismo que la posmodernidad intenta destruir rehabilitando nihilismos letales. Del futuro nada está excluido.


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NOTAS

[1] De aberrantes pueden considerarse, sin duda ninguna, las aportaciones de Gnisci a la Literatura Comparada. Vid. al respecto mis comentarios a sus escritos en el capítulo 8 de la parte III de esta otra, en el epígrafe titulado «Interpretación de la Literatura Comparada como invención europea» (III, 8.3.4.1).

[2] Vid. al respecto el libro titulado Dios salve la razón (2008), así como los comentarios que al respecto le dedica Bueno (2009).

[3] Remito a este respecto a mis trabajos sobre la tragedia y Cervantes (Maestro, 1999, 2004, 2004a, 2005, 2006).

[4] Se expone aquí la ontología materialista de Gustavo Bueno (1972), que reinterpreto desde los planteamientos metodológicos de la Crítica de la razón literaria.

[5] Algunos autores consideran que la tragedia psicológica es un imposible, porque en realidad no cabe hablar en este punto de tragedia, sino de drama. Estos autores postulan que la tragedia sólo es posible en M3, es decir, en aquellas obras literarias que plateen conflictos de ideas, dadas no sólo psicológicamente, sino lógicamente, y de forma casi exclusiva, como sucede —según ellos— en la obra de los tres trágicos griegos. Se incurre así en un reduccionismo terciogenérico de la idea de tragedia, reduccionismo frente al cual declaro mis máximas distancias, como se desprende de la teoría de lo trágico que aquí expongo. Lo que ofrecen estos autores es, realmente, una «jibarización» de la idea de tragedia, al incurrir en un reduccionismo terciogenérico científicamente intolerable. La tragedia es superior e irreductible a la dialéctica. No sólo de dialéctica vive el trágico.

[6] No cabe, pues, reducir racionalmente la tragedia a los conflictos de una situación política compleja, porque no toda lucha política es núcleo de hechos trágicos, como ocurre en la tragedia griega clásica. Del mismo modo, tampoco es posible reducir racionalmente la tragedia a uno de los tres ejes del espacio ontológico, y afirmar que lo trágico sólo puede explicitarse en términos lógicos (M3), porque también es posible hablar de tragedia en el terreno psicológico (M2), como acredita el teatro de Lorca, y por supuesto también en el ámbito de lo estrictamente físico (M1), como acreditan los hechos históricos, desde las guerras mundiales hasta los cataclismos naturales. Esta «jibarización» de lo trágico sólo puede darse desde la ignorancia de lo que la tragedia es en el ámbito de la literatura, y, sobre todo, en el campo categorial de la Literatura Comparada.

[7] Frente a las cuantitativas: prólogo, episodio y coral (párodo, extásimo y éxodo) (Poética, 12, 1452b 14-27).

[8] Póngase un ejemplo musical. Desde la escala de doce tonos, la occidental, por así decirlo, se puede interpretar piezas musicales de cinco tonos, propias de la música oriental, por ejemplo. Pero desde una escala musical de cinco tonos (escala pentatónica) no se puede interpretar piezas musicales dodecatonales. Dicho de otro modo, en términos literarios: desde el canon llamado occidental se pueden explicar otras literaturas no occidentales, pero no a la inversa. Porque el canon explica el paradigma, pero el paradigma no explica el canon. La norma explica al grupo y al individuo, pero un individuo, o un único grupo, no agota las posibilidades canónicas de la norma.

[9] No está de más recordar que esta tragedia se estrenó en 1631, pero sólo se representó durante un día. Al parecer, tuvo problemas administrativos derivados de una demanda interpuesta por Pellicer (Rozas, 1987: 187). Con objeto de superar estos inconvenientes, Lope consigue imprimirla en Barcelona, en 1634, gracias al editor Pedro de Lacavallería.

[10] «Normalmente, en la comedia española o en la tragedia isabelina un bastardo que exprese con tanta crudeza sus ambiciones se convierte de inmediato en el polo negativo de una confrontación maniquea. Recuérdese como ejemplo paradigmático el Edmund de El rey Lear shakesperiano, un personaje tan perverso y tan simple al mismo tiempo, que es una pura caricatura» (Pedraza, 1999: 44).

[11] Diálogo parejo al que mantienen aquí Federico y Batín acaba de tener lugar entre Casandra y Lucrecia, quien advierte a su señora en los mismos términos: «… que más dichosa fueras / si se trocara la suerte». Lo que su ama, enamorada ya de Federico, confirma: «Aciertas, Lucrecia, y yerra / mi fortuna, mas ya es hecho» (I, 589-592). Con todo, no será Fortuna quien yerre —la Fortuna nunca se equivoca ni pierde las cartas que juega en la rueda de la vida—, sino Casandra y Federico, cuya indiscreción, cuya pasión irracional ante las exigencias político-teológicas, los abocará a un desenlace violentamente trágico, es decir, imprevisible e irreversible.

[12] Es clave para la comprensión de la obra el soliloquio de Casandra en II, vv. 1532-1591, en el que trata de justificar y disponer racionalmente su adulterio, al considerar que sus impulsos naturales y pasionales (M2) están por encima de todo orden moral trascendente (M3).

[13] «No sé si de verdad cree la gente que la felicidad se halla en el amor, y que el supremo símbolo de la dicha humana es la pareja que se encierra en un dormitorio, cuando no hace lecho del Universo entero, pero es el caso que desde Ruth y Booz, desde Dafnis y Cloé, los tiros van hacia esa parte, y mucho antes ya el lector de la Odisea cerraba el libro muy satisfecho porque, después de tanta desventura, Ulises entraba finalmente al tálamo con su Penélope. Casi toda la literatura, la más leída sobre todo, la más significativa también, está montada sobre ese mito de la aventura o desventura de la pareja, y debemos a la cultura céltica la introducción en el cotarro del amor ilegal, del adulterio, entendido precisamente como verdadero amor: Tristán e Isolda, Lanzarote y Ginebra, preludiaron a Emma Bovary. Es cierto que el respeto a los prejuicios, quién sabe si el temor a la ley, impidió a estos amantes ilegales alcanzar la cima del amor tranquilo, al modo como la lograron Flores y Blancafor y otros enamorados conformistas; pero no deja de ser sospechoso que, desde el principio, la literatura narre y describa los trámites que conducen a la felicidad, no la felicidad misma» (Torrente Ballester, 1982/1998: 218).

[14] He aquí el texto de la epístola delatora dirigida al duque don Luis: «Señor, mirad por vuestra casa atento; / que el conde y la duquesa en vuestra ausencia / … / ofenden con infame atrevimiento / vuestra cama y honor…» (III, vv. 2484-2489).

[15] Así, Federico, acobardado, declara: «Quiero fingir desde agora / que sirvo y que quiero a Aurora, / y aun pedirla por mujer» (III, 2270-2272). Y no se le ocurre sino decírselo a la propia Casandra, quien, mucho más valiente, se enfrenta a él: «Quíteme el duque mil vidas; / pero no te has de casar» (III, vv. 2287-2288).

[16] «El vicioso proceder / de las mocedades mías / trujo el castigo y los días / de mi tormento…» (III, 2516-2519).

[17] Esta declaración está en boca de Casandra, sin duda mucho más valiente y pasional que Federico, a quien la cobardía, la fragilidad de carácter y el miedo, hacen vacilar una y otra vez. Casandra cree posible desafiar de modo impune al orden moral. Evidentemente, yerra: «Pues no hay amor imposible. / Tuya he sido y tuya soy; / no ha de faltar invención / para vernos cada día» (Casandra a Federico, III, 2766-2769).

[18] Como señala en este punto Felipe Pedraza (1999: 199), «el duque mantiene que se trata de un castigo de origen divino y confía en que el cielo le perdone la violencia (el rigor) por la moderación (la templanza) con que va a aplicar la justicia, dejando a un lado el odio personal y renunciando a matar a los ofensores con sus propias manos».

[19] «Un breviario vuestra mano ostente, / Y un clérigo traed a cada lado» (Buckingham a Ricardo, III, 7, p. 130): «And look you get a prayer-book in your hand / And stand between two churchmen, good my lord» (Shakespeare, 1597/1993: III, 7, vv. 47-48, p. 585).

[20] «God and our good cause fight upon our side» (Shakespeare, 1597/1993: V, 3, v. 259, p. 599).

[21] «For conscience is a word that cowards use» (Shakespeare, 1597/1993: V, 3, v. 331, p. 600).






Información complementaria


⸙ Referencia bibliográfica de esta entrada

  • MAESTRO, Jesús G. (2017-2022), «Idea de tragedia en Shakespeare y Lope: Richard III y El castigo sin venganza», Crítica de la razón literaria: una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica. Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades del conocimiento racionalista de la literatura, Editorial Academia del Hispanismo (IV, 4.9), edición digital en <https://bit.ly/3BTO4GW> (01.12.2022).


⸙ Bibliografía completa de la Crítica de la razón literaria



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Jesús G. Maestro, Crítica de la razón literaria