III, 4.3 - Crítica del concepto de lector: la falacia adecuacionista


Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices





Crítica del concepto de lector: la falacia adecuacionista. 


Contra el idealismo metafísico de la teología de la recepción

Idea de lector en el concepto de espacio estético.


Referencia III, 4.3


Pluralitas non est ponenda sine necesitate[1].

Guillermo de Occam, Logica maior o Summa logicae (1324-1328).


Entia non sunt multiplicanda praeter necessitatem[2].

Clauberg, Logica vetus et nova, 1654.


 

Crítica de la razón literaria, Jesús G. Maestro

En su Retórica (1358b), Aristóteles había formulado la idea esencial de la pragmática literaria, a la que Jakobson dará forma estructuralista en su célebre ponencia de Indiana en 1958 (como si tal concepción de casi 25 siglos de Historia fuera jakobsoniana y no aristotélica), y a la que apenas una década después Jauss convertirá en la fenomenología causalista del hecho literario: «Tres son los elementos ―escribe Aristóteles (Retórica, 1358b)― que entran en todo discurso: el que habla, el tema sobre el que se habla y el oyente a quien se habla. Y el fin es el oyente». Jauss convertirá la conciencia del oyente, una figura en la que Aristóteles objetivaba la teleología del discurso en general y de la literatura en particular, en una conciencia causal y productora de la literatura como hecho significante. Jauss, acaso sin saberlo, está reduciendo la literatura a un epifenómeno de la conciencia subjetiva. Lo cierto es que en los escritos de Jauss clama a gritos la voz de Lutero. De este modo, el lector se convierte en el nuevo dios de la teoría literaria, haciendo de la Rezeptionsästhetik una suerte de teología de la recepción, merced al idealismo metafísico con el que se inviste la nueva figura incorpórea de un lector implícito, virtual, modélico y, ante todo, irreal, porque ni es humano ni es operatorio. De hecho, el «lector» de Jauss tiene mucho que ver con el «Espíritu Santo» de Lutero y su libre interpretación de las escrituras. Jauss es el canto del cisne del protestantismo alemán aplicado a la teoría literaria. Muy lejos de hacer de la obra de arte verbal un objeto de conocimiento crítico y objetivo, propio de una conciencia lógica y trascendental, Jauss la convierte en un estímulo fenomenológico y acrítico de la conciencia psicológica de cada lector individual. Tras la estética (aisthesis o sensación) de la recepción alemana, la interpretación literaria queda una vez más a merced de los hermeneutas de la psicología egoísta y de la ideología gremial, cuyo límite es el autismo individual y gregario. Por tales caminos discurre actualmente la «teoría literaria» posmoderna. Acaso sin proponérselo, de modo inconsciente, Jauss es el Lutero de la teoría literaria de finales del siglo XX.

No se equivoca Germán Gullón cuando, en su obra Una venus mutilada. La crítica literaria en la España actual, advierte cómo en la interpretación de los hechos literarios siempre ha dominado la polarización o focalización en torno a un material literario particular, y cómo del encumbramiento de la figura del autor, endiosado y celebrado, que reducía el papel del lector a un mero consumidor, hemos pasado, por reacción masiva, a hacer lo mismo con la idea y concepto de lector, quien pasó de ser un «paria» a ser la nueva divinidad de la interpretación literaria:


La tradición crítica occidental pasó veinticinco siglos justificando su existencia dedicada a la explotación del efecto causado por las obras en los lectores y de las relaciones pragmáticas del texto con la realidad donde nacía. Hacia 1800, la crítica dio un giro radical, y empezó a fijarse en el autor, en el escritor, y posteriormente en el texto mismo, dejando huérfana la atención de su interlocutor natural, el lector. Durante el último siglo y medio, la Edad de la literatura, el autor encumbrado a la categoría de artista adquirió un estatus de oráculo; los libros renombrados fueron denominados obras de arte. Este cambio de estatus devaluó al lector común, que excluido de la audiencia selecta, pasó a ser un paria, un desatendido (Gullón, 2008: 74).


Sin embargo, desde fines del pasado siglo XX, la figura del lector, quien interpreta para sí, ha sido reemplazada a todos los efectos, salvo los relativos al mero consumo mercantil, por la figura, mucho más poderosa y efectiva, del crítico o transductor, quien interpreta para los demás. Pero de esta figura, del intérprete como transductor, me ocuparé inmediatamente después de referirme al lector, desde el momento en que aquél presupone siempre la presencia de este último. El lector constituye el campo de operaciones del transductor.

En definitiva, la Crítica de la razón literaria define conceptualmente la figura del lector literario como aquel ser humano o sujeto operatorio ―nunca ideal ni imaginario― que interpreta para sí mismo y de forma efectiva las ideas objetivadas formalmente en los materiales literarios. El lector se considera, en el contexto determinante de los materiales literarios, como un núcleo ontológico fundamental, relacionado o concatenado en symploké con otros núcleos ontológicos igualmente esenciales, como el autor, la obra literaria y el crítico o transductor.

En su pensamiento literario, Hans-Robert Jauss expone una idea por completo psicologista del lector de obras literarias, explicitada fenomenológicamente, esto es, en M2, en la experiencia estética de la recepción, propia de todo ser humano, dotado de unas mínimas competencias, y un concepto formalista, estructuralista y teoreticista de «lector ideal», objetivado en la figura de un «lector trascendental», al que su teoría literaria concibe como una propiedad y una exigencia inmanentes del texto literario.

Sucede, sin embargo, que si el concepto de lector no es asimilable en una teoría de la literatura capaz de dar cuenta de los materiales empíricos sobre los que tal teoría está gnoseológicamente construida, difícilmente cualesquiera ideas que se aduzcan respecto al lector, la lectura, o incluso la interpretación misma de la literatura, podrán considerarse desde una perspectiva crítica.

A las teorías literarias de la recepción, y de forma muy concreta a Hans Robert Jauss (1967), se atribuye el hecho de sistematizar un concepto de interpretación literaria basado en una determinada idea de lector. Sin embargo, hay muchas preguntas que las poéticas de la recepción han dejado no sólo sin respuesta, sino incluso sin formulación ni planteamiento. Durante las últimas décadas, la mayor parte de los exégetas y profesores de teoría literaria, autores de abundantes manuales y artículos al respecto, se ha limitado a reiterar los mismos conceptos, las mismas ideas, los mismos nombres, muy acríticamente. En este apartado voy a exponer, desde los presupuestos de la Crítica de la razón literaria como Teoría de la Literatura, una crítica del concepto de lector. Me ocuparé, en primer lugar, de la idea de lector que han desarrollado algunas teorías literarias del último tercio del siglo XX, considerando sus aportaciones desde una crítica a la filosofía fenomenológica de Edmund Husserl (1929), uno de los principales y más influyentes autores que ha conocido la teoría de la recepción elaborada por Hans Robert Jauss y otros continuadores suyos. En segundo lugar, me referiré a la falacia adecuacionista, en la que han incurrido sin excepción todas las teorías literarias que se han ocupado hasta el momento de la idea y concepto de lector en la interpretación de la literatura. Como se verá, la falacia adecuacionista, resultado de un psicologismo que las poéticas de la recepción no han sabido evitar ni superar, consiste esencialmente en establecer una relación de adecuación o correspondencia entre un material literario, con frecuencia el texto de una obra literaria, y las formas metodológicas que hacen posible su interpretación en la mente de un lector o receptor, cuando en realidad tal adecuación es inexistente y falaz, desde el momento en que resulta de la invención de la psicología de un lector, el cual manipula el texto no como esencia, sino como fenómeno, es decir, no como concepto, sino como un «hecho psicológico» de su propia conciencia; del mismo modo, las supuestas formas metodológicas de interpretación son estructuras formales que carecen de contenido ontológico, y cuya existencia obedece exclusivamente a la mente y la psicología de un intérprete que tiende a sustituir, cada vez con mayor frecuencia, la ciencia por la ideología. La falacia adecuacionista demuestra que la idea de lector elaborada por la mayor parte de las teorías de la recepción es pura ilusión fenomenológica, al carecer, fuera de la mente del intérprete, de realidad ontológica definida y efectivamente existente. En tercer y último lugar, expondré el concepto de lector desde los planteamientos de la Crítica de la razón literaria como Teoría de la Literatura, para lo cual me apoyaré en la noción de espacio estético, como escenario ontológico, antropológico y gnoseológico, esto es, físico, humano y científico, en el que tiene lugar la interpretación de la obra de arte literaria.

Como trataré de exponer, las poéticas de la recepción adquieren su mayor deuda filosófica con la fenomenología de Husserl, mucho más intensamente que con cualquier otra tendencia hermenéutica (Gadamer, 1960), lingüística (Mukarovski, 1936), sociológica (Schücking, 1923) o historicista (Dilthey, 1883). No será, pues, de extrañar que la estética de la recepción alemana, como las restantes teorías de la recepción literaria, incluida sobre todo la semiótica de Umberto Eco, adolezca de las mismas deficiencias y limitaciones que la fenomenología. En apariencia, se trata de teorías que resultan muy técnicas, con nomenclaturas suyas y seguras, muy «objetivas» y «rigurosas», e incluso muy «materiales», dado el reconocimiento que prestan a las dimensiones históricas y sociales de las realidades estéticas y de los agentes críticos que en ellas intervienen. Sin embargo, desde la perspectiva de las teorías de la recepción literaria, todo lo que ocurre ocurre dentro de la conciencia del lector. De un lector que, además, es un lector ideal. De este modo, casi todas sus aportaciones desembocan en el océano del psicologismo, y finalmente todo se reduce a intencionalidades, actos de conciencia, modos de recepción, expectativas de interpretación, contextos de lectura, posibilidades de comprensión, etc. Nada seguro. Nada fiable. Nada objetivo. El valor y el sentido último de los logros alcanzados por las poéticas de la recepción se limitan a la conciencia del lector, esto es, a la conciencia de una entidad anónima e ideal sobre la que es posible verter todo tipo de contenidos que, con muy excesiva frecuencia, quedan reducidos a simple psicologismo, esto es, puro M2. Así se explica que el hiato que debiera distanciar algunas teorías de la recepción del discurso de la posmodernidad sea en cierto modo imperceptible y con frecuencia inexistente. Bastará otorgar al lector un peso cada vez mayor en los procesos psicológicos de creación o construcción del sentido de los materiales literarios, y de este modo esterilizar la figura del autor, por una parte, e identificar, por otra, al texto con las interpretaciones libérrimas de cada uno de sus receptores individuales, para adentrarnos de lleno en la infinitud e indefinición de la posmodernidad, donde todo es psicologismo, ideología y retórica de la peor calidad. Habremos desembocado por ese camino en la sofística contemporánea. Sólo existirán las interpretaciones. Cada vez más ideológicas y menos científicas. Así se sustituye el conocimiento de la Historia por su voluntad de recuerdo individual, o «memoria histórica», lo que implica la reducción de la Historia a puro psicologismo ideológico. Así se sustituye la enseñanza de la Filología y de la interpretación científica del lenguaje por la demagogia ejercida por los ideólogos del lenguaje (que por el momento no han pasado de las lecciones dedicadas a un concepto de «género» más anglosajón y sexual que lingüístico o gramatical), impositores de un lenguaje orwelliano, basado en la censura de ideas alternativas, interdicción de libertades lingüísticas y preceptiva gregaria. Por esos caminos, la literatura acaba desapareciendo, y con ella, por supuesto, no sólo sus autores, sino sobre todo el conocimiento científico exigido por la realidad misma para que su percepción sea posible, ya que no habrá ningún referente real ni material reconocido ante el que confirmar la evolución de nuestras investigaciones. No desaparece la realidad, sino las posibilidades inteligentes de interpretarla. No habrá una ontología a la que dar cuenta de nuestras interpretaciones gnoseológicas, porque no resultará inteligiblemente perceptible. Si nuestro concepto de lector no se corresponde con una ontología, entonces es que manejamos una ficción —y no un concepto—, es decir, usamos una figura retórica como si ésta fuera una figura gnoseológica. La base resultante de una construcción de esta naturaleza es una forma sin contenido, una estructura semánticamente nula. Un sofisma.

Uno de los postulados fundamentales de las teorías de la recepción que no se ha discutido con energía es el concepto mismo de lector. Y digo que no se ha discutido porque multiplicar retóricamente sus figuraciones, como se ha hecho irracionalmente (lectores implícitos, explícitos, implicados, modélicos, etc.), no es interrogarse acerca de su naturaleza ontológica, sino multiplicarla idealmente sin necesidad alguna. El concepto de lector no se ha discutido críticamente porque nadie ha exigido a las poéticas de la recepción literaria que den cuenta de cómo y dónde objetivan la conciencia del lector. En esa objetivación, resultado indudable de una gnoseología materialista, residen los fundamentos ontológicos que justificarían un concepto de lector asimilable por una teoría de la literatura. Éste es el objetivo que aquí nos proponemos alcanzar.

Para ello resultará imprescindible recuperar materialmente el mundo exterior del lector, de un lector cuya realidad ontológica estará implantada en el Mundo interpretado (Mi) y categorizado por las ciencias, y cuyas posibilidades gnoseológicas de interpretación literaria estarán sistematizadas en una teoría materialista de la recepción literaria. Las poéticas de la recepción, al igual de las filosofías fenomenológicas, experimentan un regreso o reducción fenomenológica —del mundo a la conciencia— que no conoce retorno. Lo que entra en la conciencia del sujeto no sale de ella. Nunca se vuelve al mundo exterior. La realidad se resuelve en hechos subjetivos. Tras la regresión o reducción fenomenológica a la conciencia subjetiva no hay de nuevo un progreso o proyección ontológica hacia la realidad objetual y física. El circularismo no se alcanza, la dialéctica no se consigue, el viaje de vuelta no se cumple jamás, y, en consecuencia, las ideas no son resultado de una lógica científica (M3) ni de una ontología materialista (M1), sino de una psicología individual (M2). El mundo se convierte en un mundo de fenómenos sofisticados por la conciencia, pero completamente inexistentes en la realidad exterior a ella. Es idealismo puro. Así se explica que conceptos como «lector implícito», «archilector», «lector modelo», «lector informado» o «lector pretendido», sean nociones resultantes de complejas interpretaciones llevadas a cabo por Wolfgang Iser (1976), Michel Riffaterre (1971), Umberto Eco (1979), Stanley E. Fish (1970) y E. Wolff (1971), si bien ninguno de estos interesantes tipos de «lector» haya sido nunca objeto de experiencias humanas (no comen, no fuman, no beben, etc., y, sobre todo, no leen). Sólo disponen de atribuciones negativas. Se trata de conceptos tan sofisticados como irreales. No existen fuera de la forma metodológica que les confiere existencia ideal, por más que sus artífices traten de establecer entre ellos y el texto literario una relación de adecuación o correspondencia, que siempre resultará falaz y metafísica, es decir, errada y embustera, ya que es materialmente imposible ejecutarla. La «realidad» de que nos hablan estos célebres autores de la teoría literaria moderna nunca vuelve al texto. Nunca regresa a los materiales literarios. Es idealismo puro. Las interpretaciones de los considerados grandes artífices de las teorías de la recepción no son sino interpretaciones que dependen de la conciencia de un lector irreal. Incluso aunque ampliáramos sus aportaciones al campo de la sociología o de la Historia, el resultado sería en el fondo psicología social o histórica, pues no nos darían cuenta sino de cómo afecta a una interpretación psicológica e individual un problema social o histórico. La idea de lector que plantean las teorías de la recepción, de artificio anglogermano, es una réplica o versión secularizada de la idea de Espíritu Santo que sostiene el luteranismo. Es un puro concepto metafísico. ¿Cómo se ha podido aceptar semejante cosa, durante décadas, en las concepciones de la teoría literaria actual?

Los teóricos de la recepción han intentado combatir el psicologismo. El caso más sobresaliente, y singular, ha sido el de Jauss. Es el único que ha alcanzado en este punto ciertos logros, aunque finalmente también falaces. Como se verá, ninguno de los demás teóricos ha mediado el camino por él recorrido en esta dirección. Al igual que Husserl, Jauss ha tratado de superar el psicologismo haciendo de la conciencia algo objetivo mediante procedimientos de reducción fenomenológica y reconstrucción subjetiva. Pero ni uno ni otro lo han conseguido: porque pretendieron estudiar la conciencia del sujeto (M2), y algo así es imposible hacerlo de forma científica (M3). Las poéticas de la recepción tampoco distinguieron, contrariamente a lo que se exige desde la Crítica de la razón literaria, entre teoría y crítica de la literatura, es decir, entre la literatura como concepto gnoseológico o categorial, objeto de ciencia, y la literatura como idea ontológica y crítica, objeto de filosofía. Ante tal indiscriminación, muchas de las cuestiones sobre las que se fundamenta la recepción de la literatura son objeto de crítica literaria, y no de teoría. La indiscriminación de ambos dominios conduce a confusiones y errores gnoseológicos irreversibles. Que el intérprete añada sentidos a la obra no es algo que deba influir en la objetividad del texto. Después del análisis, los materiales literarios han de ser ontológicamente los mismos que eran antes de comenzado el análisis. La pragmática literaria no puede hacernos olvidar el hecho de que hay una sintaxis y una semántica a las que ningún texto puede sustraerse. Cuando las interpretaciones se deslizan para hacer depender la ontología del texto de la fenomenología de un lector, la realidad literaria deja de existir, y los materiales literarios resultan desintegrados. Sobre todo si tenemos en cuenta la fragilidad ontológica que posee el concepto de lector que manejan las poéticas de la recepción. Al lector hay que objetivarlo y exteriorizarlo de alguna manera gnoseológica, porque si no, no es interpretable ni asimilable en una teoría. Y hay que decirlo crudamente, porque es la verdad: lo que fundamentalmente falla en las teorías de la recepción literaria es la idea y concepto de lector, figura a la que se considera de forma psicológica, formalista y metafísica. Las teorías de la recepción literaria incurren de este modo en una suerte de teología de la recepción. Las lecturas literarias con las que ha de contar un intérprete son lecturas cuyos lectores habrán tenido que objetivarse textualmente en algún momento dado y de alguna forma, es decir, materializado y formalizado como ideas objetivables, y nunca desde una conciencia hipotética de lectores presuntos o supuestos, ideales o modélicos, implícitos o virtuales. En este sentido, quienes hablan de autor, de intertextualidad o de público, son mucho más coherentes que quienes hablan simplemente de «lector», desde el momento en que los primeros discurren por caminos más objetivos, esto es, por caminos ontológicos definidos. Se puede saber qué obras tuvieron éxito, cuáles gustaron o disgustaron, y por qué, cuáles fueron sus ideas sistemáticas respecto a tales o cuales valores, pero siempre en función de hechos objetivos, y no a partir de hechos de conciencia o subjetivos. Pero hablar de «lector», «archilector», «lector ideal», etc., equivale a diseñar psicologías muy fluctuantes y confusas. No se puede construir una teoría, ni mucho menos elaborar una gnoseología, sobre referentes ideales que carecen de realidad y consistencia ontológica. Al margen de una ontología definida, no cabe hablar de lector[3].

Por estas u otras razones, que iremos exponiendo, el lector que postula Jauss es una propiedad inmanente del texto. En Iser, a su vez, el lector es una entidad implícita, dada como epifenómeno en la conciencia de un receptor. Es como si el lector real tuviera en su mente un lector implícito que el texto explicitara, a veces incluso sólo de forma virtual. Desafortunadamente, ni Jauss ni Iser fundamentaron sus teorías sobre la idea y el concepto de un lector real, corpóreo, gnoseológico, operatorio. El suyo es un lector ideal, formal, teórico, trascendental, kantiano, luterano incluso, y dado al entendimiento en condiciones apriorísticas y acríticas.

Uno de los mayores contestatarios que en este punto ha tenido el concepto de lector propuesto por Jauss ha sido Karlheinz Barck, quien en su artículo «El redescubrimiento del lector. ¿La estética de la recepción como superación del estudio inmanente de la literatura?», ha puesto de manifiesto la incapacidad de la Rezeptionsästhetik jaussiana para superar los modelos de la crítica inmanente, de la que procede y de la que dice distanciarse, sin lograrlo, desde el momento en que su idea de lector es por completo estructuralista, formalista y fenomenológica. Barck objeta a Jauss el hecho de no definir según «la praxis y la experiencia social de lectores y grupos de lectores concretos», sino según formas «intraliterarias» o inmanentes (Barck, 1987: 175). Barck tiene razón. El error de Jauss ha sido el mismo error de Husserl, de quien lo hereda el artífice de la Rezeptionsästhetik, error que está


[…] en la concepción del Ego trascendental como un Ego incorpóreo o, al menos, tal que puede «poner entre paréntesis» a la misma corporeidad subjetiva (ideas, §54). A partir de semejante idea del Ego trascendental, no será posible pensar los procesos de constitución más que como procesos operatorios «mentales», como operaciones similares a aquellas que los aristotélicos atribuían al entendimiento agente, o los kantianos a la subjetividad pura, es decir, como operaciones de un sujeto meta-físico. Ahora bien, las operaciones del sujeto gnoseológico, tal como las entiende la teoría del cierre categorial, son operaciones corpóreas, eminentemente «manuales», operaciones «quirúrgicas», manipulaciones, en su sentido literal y no metafórico […]. La «puesta entre paréntesis» del sujeto corpóreo pretendida por la «reducción fenomenológica» podría acaso dejar intactos todos los componentes materiales de este sujeto, menos uno: la practicidad efectiva de las operaciones manuales. Pero el sentido de una operación es su propio ejercicio y una «puesta entre paréntesis» de este ejercicio (de esta praxis) corroe su misma significación (Bueno, 1984: 12-13).


Conviene, pues, pensar teniendo en cuenta la realidad, y no la psique. Ni el deseo. La simplicidad es sólo relativa a una multiplicidad dada, es decir, sólo puede predicarse y justificarse desde una multiplicidad de hechos, referentes o fenómenos materiales, pero nunca desde un inventario especulativo de postulados, y aún menos desde un abanico de posibilidades retóricas o inventivas. No se puede multiplicar irrealmente el número de lectores de una obra literaria solamente por el afán de adjudicarles identidades formales del tipo «lector real», «lector ideal», «archilector» (Riffaterre, 1971), «lector modelo» (Eco, 1979), «lector implícito» (Iser, 1972, 1976), «lector explícito», «lector implicado», «lector intencional» (Wolff, 1971), «lector informado» (Fish, 1970), «lector textualizado», etc., porque el único lector posible, real y efectivamente existente, es el lector de carne y hueso. Es decir, un sujeto corpóreo y operatorio (gnoseológico): el ser humano. No hay más. Lo demás es retórica y formalismo, metafísica de la lectura y teología de la recepción. Una supuesta teoría o poética de la recepción no puede basarse en una configuración idealista de lectores, cuya única existencia es formal y retórica, porque al hacerlo así dejará de ser una Teoría de la Literatura para convertirse en una teología de la recepción, una suerte de idealismo metafísico de la lectura, cuyo reino, naturalmente, no será de este mundo.

Una teoría que incrementa los entes sin necesidad, es decir, sin contrapartida empírica, sin correlatos referenciales efectivamente existentes, no es que sea falsa, es que simplemente no es teoría de nada. Es retórica vacua. Es una jitanjáfora. Es un discurso formalista que evita encontrarse con la realidad y para ello multiplica idealmente los entes sin necesidad alguna. Entia non sunt multiplicanda praeter necessitatem (Clauberg, Logica vetus et nova, 1654). Una teoría que no se basa en referentes materiales es lo mismo que una falsa partitura musical: la escritura de los signos musicales no se corresponde con ninguna realidad instrumental que haga factible su interpretación. Acaso un «músico ideal», o un «músico implícito», podría ejecutar la escritura musical plasmada en un pentagrama de esta naturaleza, pero también un «geómetra ideal», y sin duda también «modélico», podría trazar una circunferencia cuyo radio es infinito. Es lo mismo que si un gastrónomo diseñara un recetario impracticable. De hecho, el lector de Jauss, que ha servido de referencia a todos los prototipos de lectores planteados por las poéticas de la recepción, es una suerte de criatura imposible, porque, como lector, es un idealismo puro que no tiene ninguna posibilidad de existencia, corporeidad y operatoriedad. El lector de Jauss es una ficción pura.

Por todas estas razones la Crítica de la razón literaria delimita conceptualmente la figura del lector literario en los términos reales de un ser humano o sujeto operatorio que, corpóreo y efectivamente existente, interpreta para sí mismo ―no para los demás― las ideas objetivadas formalmente en los materiales literarios. Cuando interpreta para los demás, el lector se convierte en un transductor. Pero para interpretar para los demás, como se explicará en su momento, hay que disponer de determinados medios, instrumentos, autorizaciones, recursos, y sobre todo poderes institucionales y políticos... El concepto de lector que sostiene la Crítica de la razón literaria como Teoría de la Literatura exige además la existencia de un espacio estético o poético, realidad al margen de la cual no cabe hablar de obra de arte ni de posibilidad alguna de interpretación (Maestro, 2007b). Porque si el lector no interpreta ideas, objetivadas formalmente en los materiales literarios, entonces no actuará como lector de literatura, sino como un simple registrador de experiencias, sensaciones, ilusiones, sensorialidades, inquietudes, imaginaciones arbitrarias, impulsos, estímulos, figuraciones libérrimas, «cosas» en general, podríamos decir, que emanan o brotan, según el día, la temperatura o la lista de la compra, de su relación, por completo fenomenológica, psicológica, e incluso meramente animal o etológica, con la literatura, desde el momento en que renuncia a usar la razón para abordar la interpretación de ideas, interpretación que exigirá una formación, una educación, sin duda científica, crítica y dialéctica, es decir, una paideía.

El lector al que se refiere Jauss en su pensamiento literario es un lector muy poco exigente. Es, en su virtualidad, un receptor o registrador de experiencias estéticas o sensaciones emocionales, pero no necesariamente de ideas críticas. Esta exigencia no está en la Rezeptionsästhetik construida por Hans Robert Jauss. ¿Por qué? Porque Jauss reduce la interpretación a la lectura, y la lectura a la recepción, esto es, a lo que Iser (1976) denominará «el acto de leer», y que debería haber estudiado como es debido, es decir, como el acto de interpretar ideas objetivadas formalmente en los materiales lingüísticos y literarios. De este modo, maestro y discípulo habrían superado los límites del idealismo fenomenológico en que incurrieron de forma tan constante como definitiva, y que les impidió distinguir de un modo efectivo y gnoseológico la diferencia operatoria entre lector, quien interpreta para sí, y transductor o intérprete, quien interpreta para los demás. El intérprete es un lector con criterios, y con poder y autoridad para hacerlos valer contra otros intérpretes. Interpretar es interpretar contra alguien. La interpretación es siempre dialéctica, o en caso contrario sólo será una rapsodia descriptiva o una mera doxografía. Por otro lado, la lectura que no se convierte en interpretación, es decir, que no se hace pública, frente a otras interpretaciones, y en relación de analogía, paralelismo o dialéctica, no deja de ser un autologismo, esto es, la propuesta solipsista que alguien se hace para sí mismo. A su vez, la interpretación o transducción, por su naturaleza, es siempre dialógica y dialéctica, porque se enfrenta a otras interpretaciones y porque siempre nace en oposición a una proposición que trata de discutirse o negarse, la cual ostenta un carácter normativo, es decir, legible, transmisible y transformable, conforme a un sistema de normas, desde el momento en que no se puede articular una interpretación a partir de un conjunto nulo de premisas o conceptos.

La estética de la recepción jaussiana se ha construido ―y nadie lo ha observado ni criticado jamás― sobre la falacia adecuacionista, consistente en hipostasiar separadamente la forma (el lector) y la materia (la obra literaria), de tal manera que la idea de lector ―la forma― se construye como una superestructura virtual e ideal, absolutamente formalista y teoreticista, destinada a sublimar un modelo teórico de interpretación literaria, el cual, una vez construido, trata de adecuarse, coordinarse o yuxtaponerse, al texto u obra literaria ―la materia―, que se concibe como resultado de una descripción sintáctica o estructural de sus componentes semánticos, con frecuencia extraviados al albur de las potencias hermenéuticas al uso (Heidegger, Gadamer, Ricoeur, Habermas, Derrida, Foucault, Paul De Man, Emilio Lledó o Fernando Romo Feito). Lo cierto es que la estética de la recepción, lejos de haber reconocido en el lector de obras literarias al sujeto corpóreo, operatorio y gnoseológico que realmente es, lo ha reducido a un mero receptor y consumidor de productos literarios, absolutamente dominado y sometido a la poderosa voluntad del intérprete o transductor (Maestro, 1994).

A continuación, exponemos nuestra crítica al concepto de lector, según los presupuestos metodológicos de la Crítica de la razón literaria, en los capítulos siguientes:




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NOTAS

[1] La pluralidad no debe postularse sin necesidad. Es el principio de la denominada «navaja de Occam», en virtud del cual, en toda interpretación, hay que buscar el principio más simple capaz de generar y explicar la mayor complejidad. La teoría de la recepción literaria ha incurrido precisamente en todo lo contrario: ha multiplicado estérilmente el número de lectores irreales (lector ideal, lector modelo, lector implícito, lector explícito, lector implicado, lector informado, etc.), en lugar de explicar coherentemente una idea racional y empírica de lector real, expresión de por sí redundante, ya que el lector, o es real, o no lee, es decir, o es material, o no es.

[2] No hay que multiplicar los entes sin necesidad.

[3] Uno de los presupuestos ontológicamente relevantes de la teoría de la recepción alemana elaborada por Jauss (1977) consistió en afirmar que la descripción de la potencia semántica de un texto sólo es comunicable si se realiza a través de la reacción del público. De este modo, y desde el punto de vista de la historia literaria, la estética de la recepción postula la existencia de dos fenómenos fundamentales a los que confiere plenamente valor ontológico: 1) el texto como estructura lingüística, y 2) la reacción del público ante el texto, como hecho psicológico y sociológico. Así es como esta Literaturwissenschaft dependerá en sus resultados no sólo del texto, sino del texto y del intérprete. La falacia adecuacionista está servida.

 





Información complementaria


⸙ Referencia bibliográfica de esta entrada



⸙ Bibliografía completa de la Crítica de la razón literaria



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