III, 4.3.1 - El concepto de lector en las teorías literarias del siglo XX

 

Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices





El concepto de lector en las teorías literarias del siglo XX


Referencia III, 4.3.1 


Jesús G. Maestro, Crítica de la razón literaria

El concepto de lector es indisociable de las teorías literarias de la recepción, que adquieren un desarrollo sistemático a partir de la estética de la recepción alemana (Rezeptionsästhetik), concretamente con el ensayo de Jauss sobre «La historia literaria como desafío a la ciencia literaria» (1967). No hay que olvidar que cuando se produce el nacimiento de la estética de la recepción alemana, tres modelos de interpretación científica cercan, y en cierto modo se implantan progresivamente, en el desarrollo internacional y extragermano de esta corriente teórico-literaria: la lingüística y la semiótica estructuralistas, la hermenéutica gadameriana y los incipientes posformalismos, estos últimos con sus múltiples ingredientes fenomenológicos, ideológicos, sociológicos, neohistoricistas y, sobre todo, psicológicos. El modelo historicista, sociológico y hermenéutico, de Jauss va a ser objeto de transmisión —y de transformación—, a lo largo del último tercio del siglo XX, a través de esta triple perspectiva antemencionada.

 En primer lugar, desde una vertiente lingüística y semiótica, la teoría de la recepción de Jauss se utiliza para llevar a cabo análisis formales que revelen la potencia semántica de un texto artístico, es decir, los sentidos que la estructura de un discurso literario permite o autoriza desde el punto de vista de la competencia de sus lectores (Riffaterre, 1971). Se trataba, en suma, de establecer los límites de la entropía o potencia semántica de un texto, con objeto de evitar lecturas impresionistas, metafísicas, ideológicas, etc., que no resultasen contrastables científicamente. Estos usos de las teorías de la recepción decaen con la crisis de los estructuralismos, con el anquilosamiento de la semiótica como teoría lingüística, y con su deterioro y adulteración como teoría literaria. Y el resultado fue precisamente el contrario, de modo que al cabo de apenas unas décadas, la interpretación de la literatura desembocó en lecturas impresionistas, metafísicas e ideológicas, todas ellas apadrinadas y estimuladas por los imperativos de la posmodernidad.

En segundo lugar, al modelo de Jauss se le exigirá objetivar, en la línea de la hermenéutica gadameriana, las condiciones que determinan la recepción histórica de una obra literaria por parte del sujeto receptor, con el fin de conocer el alcance y la intensidad de los condicionamientos históricos que intervienen en el proceso de interpretación y conocimiento de los textos literarios. Y llegados a la cuestión hermenéutica, conviene desmitificar puntualmente la hipervalorada Verdad y método (1960) de Hans-Georg Gadamer. Este pensador alemán, nacido en 1900 y muerto en 2002, perteneciente al «trío hermenéutico» de Marburgo, junto con Heidegger y Bultmann, pasa por ser el fundador de la moderna hermenéutica o teoría filosófica de la interpretación, inspirada en la ontología existencial de Heidegger. Su magisterio académico, especialmente en la Universidad de Heidelberg, ha sido comparado perfectamente con la fundación de una populista escuela de sesgo platónico-socrático (Ortiz Osés, 1976: 189). La hermenéutica de Gadamer parte de una exigencia fundamental: la implicación de la comprensión (Verstehen) en todo lo relativo al entendimiento humano, así como la implicación de la interpretación en todo lo relativo a la comprensión. Así comienzan los trabalenguas. Es, pues, una hermenéutica que se orienta a interpretar la interpretación. A través del lenguaje, por supuesto. Su «filosofía» es una larga lección de retórica. Gadamer ha facilitado, de este modo, varios desenlaces. Entre ellos, dos especialmente útiles a los movimientos destructivos o deconstructivistas: la disolución del sujeto, que resulta reemplazado por la figura metafísica del «diálogo», y la diseminación del texto, cuyo sentido queda emplazado en el limbo de la «escritura». En consecuencia, Gadamer resultó ser un excelente punto de partida y un nefasto punto de llegada. Es decir, resultó ser una puerta falsa. La importancia de su neohermenéutica está sin duda en la impostación general del problema del «discurso», convertido ya en figura metafísica, como único lugar posible para nuestras opiniones y saberes —indiscriminados las unas con los otros—, es decir, tanto para nuestra ciencia como para nuestra conciencia. Gadamer no desarrolló una gnoseología a la altura de sus pretensiones hermenéuticas —entre otras razones porque su teoría de la interpretación no lo hubiera resistido—, lo que unido a una falta insuperada de criterio discriminatorio hace que su hermenéutica textual, aplicada a cualquier poética de la recepción, concluya necesariamente en una dispersión indefinida de los materiales literarios.

En tercer lugar, hay que constatar que los movimientos ideológicos posformalistas pronto advirtieron que el acto de recepción de la obra literaria constituía una excelente operación de interpretación experimental extraordinariamente útil a sus pretensiones de expansión académica y social, al responder a mecanismos psicológicos, sociales, fenomenológicos, e incluso populistas, de muy fácil transmisión y difusión. Lo que para Jauss convenía determinar exhaustivamente, y que con frecuencia adquiría expresión formal a través de sucesivas manifestaciones experimentadas por el texto literario en su acontecer histórico, una vez que ha salido de manos de su autor y comienza a actuar como depositario de múltiples lecturas, interpretaciones y relaciones transtextuales, se convierte a ojos de los movimientos destructivistas en el terreno mejor abonado para instalar en él la koiné de sus «pensamientos débiles», con toda suerte de aderezos y componentes retóricos: relatividad de todas las interpretaciones, renuncia a las lecturas correctas o negación de ellas, muerte del autor, isovalencia de idiomas y culturas, subrogación de la literatura por la «escritura», metamorfosis del canon, imposición de los psicologismos más individualistas y gremiales en nombre de lo políticamente correcto, etc., hasta hacer de la interpretación de todas las cosas una suerte de imperativo categórico kantiano particular.

Entre otras cosas, se nos ha hecho creer que la crisis de la literariedad es consecuencia de la crisis de los formalismos. No es cierto. La denominada «crisis de la literariedad» es resultado y consecuencia de la crisis de un formalismo: el que concebía el texto literario desde criterios exclusivamente morfológicos y funcionales. Y fue causa y génesis de nuevos formalismos: los que se impostaron en el lector y sus posibilidades holísticas de interpretación de los materiales literarios. Los movimientos posformalistas y destructivistas no fueron una negación de los formalismos anteriores a ellos, sino la afirmación monista de uno de ellos y la reorganización armónica de una nueva variante formalista que monopolizó a todos los demás, pero ahora bajo un signo radicalmente teológico y nihilista, y de pretensiones holísticas, enunciada sobre la negación de realidades materiales inderogables, como el autor, la obra de arte literaria, o el lector de carne y hueso. Un nihilismo mágico se impone sobre la realidad de estos materiales literarios. Las deficiencias explicativas del formalismo ruso a propósito del lenguaje literario, y de la lectura y desarrollo que de él hicieron los estructuralistas franceses, conducen hacia un enfoque semiológico de los fenómenos literarios, en el que la dimensión pragmática proporciona una variedad de aperturas metodológicas y una pluralidad de modelos textuales que, al no haber sido consideradas hasta entonces, constituyeron el mejor pretexto hacia los nuevos formalismos, negadores de los materiales literarios a cuya interpretación y recuperación ontológica están dedicadas estas páginas.

Se ha insistido en que el problema de la recepción no es, en toda la extensión de la palabra, un fenómeno de nuestros días, pues desde diferentes enfoques metodológicos la relación entre literatura y público se ha planteado desde hace décadas (Auerbach, 1958; Escarpit, 1965; Lewis, 1961; Nisin, 1959; Sartre, 1948; Schücking, 1923...), si bien a la Escuela de Constanza corresponde el hecho de haber formulado una teoría de la recepción desde el punto de vista de su intervención e influencia en el concepto mismo de literatura, cuya consecuencia más inmediata ha sido la de introducir transformaciones decisivas en el estudio de los fenómenos literarios, las cuales han afectado directamente a modos y posibilidades de conocimiento de la obra literaria, desde el punto de vista de la comprensión, evolución o permanencia de su sentido a lo largo de la historia de sus lecturas.

En la década de 1980, y así puede verse todavía en algunos manuales de teoría literaria de aquellos años, todavía se atribuía a las teorías de la recepción literaria una serie de méritos y avances que, hoy en día, han desembocado en nuevos idealismos y formalismos, de cariz muy semejante a los que precisamente en un principio se pretendió combatir y desmitificar. En otros casos, los primitivos «desafíos» de la estética de la recepción han sido abiertamente objeto de adulteraciones.

En primer lugar, si en un principio se reconoció en las teorías de la recepción un potencial coherente y riguroso para desviar los problemas de la reflexión sobre la lengua literaria hacia cuestiones que se derivan del uso y lectura de lo literario, hoy comprobamos que buena parte de esos caminos han desembocado en la disolución de la literatura en el consumo de la «escritura». Actualmente la literatura no se consume fuera del mundo académico que dice ocuparse de ella como material de estudio. Incluso, con frecuencia creciente, en la mayor parte de los departamentos de español del continente americano, la presencia de obras literarias españolas se sustituye o anula con la lectura de productos textuales indigenistas y posmodernos, carentes de todo contenido hispánico y de todo valor literario. Sin embargo, los años que conocen el nacimiento de las teorías de la recepción ven cómo la lengua literaria deja de concebirse como una realidad estáticamente comprensible (estructuralismo), y cómo los valores literarios se establecen, de forma paulatina y convencional, por muy diferentes lectores nada literarios, en virtud de elementos y condiciones que hasta ese momento habían permanecido ilegibles o al margen de los métodos de interpretación literaria. Con todo, el radio del relativismo interpretativo no tardó en ampliarse, y pronto desbordó todas las expectativas. La circunferencia pretendía hacerse infinita. Autores como John Ellis (1974) sostenían que sólo podía decirse de un texto que era literario cuando se utilizaba como tal por una determinada sociedad, lo que en cierto modo equivaldría a admitir que el mismo texto dejaría de ser literario si esa misma sociedad, en su evolución temporal o espacial, así lo determinaba en virtud del «uso» que hiciera de él. Si algo así fuera verdad, la sociedad sería muy culta, su formación literaria sería extraordinaria, y su interés por la literatura resultaría decisivo, sólo con el pensamiento. Para ser un insecto, un Napoleón o una persona culta bastaría la imaginación, sin necesidad de desarrollar seis patas, disponer de la Grande Armée o de una vida literariamente cultivada. Ellis posiblemente confundía la «sociedad» con los miembros de una comunidad universitaria o académica de la década de 1970 y, sobre todo, con las posibilidades de su propia imaginación y hermenéutica. La estética literaria de aquel entonces se convertía, una vez más —siempre ha sucedido así—, en preceptiva literaria. La interpretación comenzaba a adquirir nuevamente, acaso desde la Ilustración europea, renovadas exigencias de legalidad. De nuevo Moisés desplazaba a Homero en las concepciones de la interpretación textual. La Teoría de la Literatura se imponía a la literatura. La preceptiva, a la poética. La conciencia del sujeto pretende adquirir plenos y absolutos derechos sobre el objeto de la interpretación. La obra literaria sólo existe, según tales exigencias, en la conciencia del intérprete. La ontología literaria queda reducida a la fenomenología del lector. Lo que comenzó siendo un peldaño hacia la libertad de interpretación se convirtió en la clausura de lo interpretado en términos de corrección política. Los teóricos de la literatura de entonces parecían no haber leído nada de Lutero. El lector quiere ser el dueño de la literatura, y de las obras literarias, cuya existencia queda reducida a la experiencia de lectura («la literatura existe sólo porque yo —lector todopoderoso la leo»). La exigencia es tan ridícula como la del astrónomo que, al estudiar el firmamento, quisiera convertirse en dueño de las estrellas, o propietario de los planetas, al suponer que existen simplemente porque él las contempla y los observa.

En efecto, el valor literario de los textos está sometido a mudanza, sin duda, pero no únicamente porque lo exija la política, la sociedad o la Historia, sino porque determinadas razones gnoseológicas y ontológicas así lo disponen. Textos que en su momento se han considerado literarios —poemas de Campoamor y Núñez de Arce, determinadas formas de novela rosa y de caballerías...— hoy en absoluto se valorarían como poéticos, ya que el horizonte de lectura y la competencia estética y poética del público se han transformado profundamente frente al universo discursivo de tales obras. Por el contrario, textos que en un principio no se concibieron ni se escribieron como literarios, como hoy se sostiene por ejemplo del Cántico espiritual de Juan de la Cruz, se valoran como discursos líricos constitutivos del canon literario.

En segundo lugar, las teorías de la recepción sistematizaron el concepto de competencia literaria, como capacidad y dominio de interpretación que posee una persona para aprehender el capital artístico de una obra de arte, según un conjunto o sistema de convenciones que el lector puede actualizar en cada acto de recepción, y que puede ser de naturaleza social o externa, o de índole formalista o textual. Esta noción sigue siendo hoy de primerísima utilidad, y no puede limitarse exclusivamente a las competencias lingüísticas, cognoscitivas o literarias, sino también a las estrictamente antropológicas, ontológicas y gnoseológicas de los materiales literarios, con lo que se incorporaría a las posibilidades de las poéticas de la recepción los conceptos propios de la Crítica de la razón literaria, que apelan a la literatura como un sistema de ideas formalmente objetivado en los materiales literarios, ideas que han de resultar legibles para el lector de carne y hueso, esto es, para un sujeto operatorio y real, no imaginario ni implícito. El único lector realmente existente es el lector real. No hay lectores de otra naturaleza. Ahora bien, ¿qué han hecho hoy día los movimientos posmodernos con el concepto de competencia literaria? ¿Qué fue de él? «Qué se fizo aquel trovar...?» Porque, si no cabe hablar de literatura, ¿qué sentido tiene hablar de competencias cognoscitivas que hagan posible su interpretación? Si no hay literatura, y por lo tanto tampoco ideas legibles formalizadas en los materiales literarios, ¿qué interpretan los posmodernos? No interpretan nada, sino que simplemente comunican o expresan experiencias, es decir, no interpretan ideas críticas o conceptos científicos, sino que cuentan o refieren experiencias psicológicas, esto es, nos hablan del impacto que cualquier cosa provoca en su psique. No hay ciencia, porque todo es —para ellos— conciencia. Conciencia individual y gregaria. ¿Conciencia de qué? De ideologías gregarias. Autismo ideológico y gremial.

En tercer lugar, las teorías de la recepción plantearon explícitamente problemas que se derivaban de una concepción del texto literario como «obra abierta» (Eco, 1962), cuya polivalencia interpretativa podía inscribirse en un proceso de semiosis ilimitado (Peirce, 1987). El estudio de la interpretación de los textos literarios, como un fenómeno particular de su proceso de lectura, fue estrechamente vinculado por los teóricos de la recepción al acto de construcción de sentido que corresponde al lector en el momento de la recepción e interpretación literarias. Desde este punto de vista, la obra se configuró como una realidad textualmente estable y semánticamente orgánica, cuya entropía o polivalencia de sentidos la convertía en una obra abierta, del mismo modo que el lector se instituía en un cocreador del significado poético, al elaborar, como le atribuía la fenomenología de Roman Ingarden (1931) y la hermenéutica de Hans-Georg Gadamer (1960), la propia objetividad textual. La recepción quedaba ligada de este modo a la textualidad, como un fenómeno interior a ella, así como la lectura se configuraba como un proceso que actualizaba constantemente indeterminaciones cuyo sentido no llegaba a establecerse nunca de forma definitiva. Sin embargo, pocos conceptos se adulteraron tanto como éste, porque la opera aperta se abrió semánticamente hasta su desvanecimiento. Se abrió tanto que se disolvió en la conciencia del lector, ya de por sí bastante disolvente. La imagen geométrica de la circunferencia de radio infinito vuelve a resultar aquí muy expresiva. Lo que comenzó siendo un concepto de indudable utilidad, que hubiera seducido al propio Lutero —la libertad en la interpretación psicológica de una escritura, que no la libertad de interpretación científica de un texto literario— desemboca en la libérrima adulteración de cualesquiera psicologismos vertidos en la fenomenología de la literatura. La estructura posmoderna ha desbordado su génesis posformalista.

En cuarto y último lugar, ha de hacerse constar la importancia que para la Historia de la Literatura han tenido las poéticas de la recepción. La Rezeptionsästhetik de Jauss demostró la conveniencia de replantear la concepción de la «Historia de la Literatura» como disciplina académica (aunque en la práctica docente universitaria nada haya cambiado en realidad, sino para peor, pues en el Espacio Europeo de Educación Superior han desaparecido tanto la Historia como la Literatura), atendiendo a la historicidad esencial de cada obra literaria desde el punto de vista de las lecturas de que había sido objeto, y de los efectos e influencias a que había dado lugar entre sus diferentes lectores, a su vez autores, en numerosos casos, de obras literarias en que pueden apreciarse relaciones intertextuales de enorme interés. En este sentido, uno de los postulados fundamentales de la estética de la recepción consistió en justificar la naturaleza cambiante y transformadora de los sistemas u horizontes normativos de expectación, en que se sitúan lectores de épocas diferentes, y desde los que es posible determinar la historicidad de los materiales literarios. La teoría de los polisistemas no deja de ser el desarrollo de algunos de estos aspectos, que, sin embargo, acaba por disolverse en un formalismo idealista e isovalente muy ajeno a los principios genéticos que han podido observarse en las poéticas de la recepción (Even-Zohar, 1990). Sumida en el análisis de conceptos definidos en términos metafísicos y formalistas, tales como «interferencias», «repertorio», «cultura» o «identidades», la teoría de los polisistemas se aproxima en su isonomía a la posmodernidad mucho más de lo que probablemente desearían algunos de sus promotores.



Fenomenológicos y hermenéuticos


Examinaré a continuación algunos de los antecedentes de las teorías de la recepción con objeto de facilitar posteriormente la delimitación del concepto de lector.

Desde presupuestos fenomenológicos y hermenéuticos, W. Dilthey (1883) desarrolló una teoría de la comprensión de los fenómenos culturales, insistiendo en la dimensión histórica en que se sitúa el sujeto humano en el proceso de conocimiento del objeto estético. La conciencia histórica permitía así superar las limitaciones subjetivas de la conciencia individual, y alcanzar de este modo el conocimiento objetivo a partir de la vivencia intersubjetiva de los fenómenos artísticos.

A su vez, el pensamiento fenomenológico de R. Ingarden ha influido notablemente en la estética de la recepción alemana a través de dos de sus obras principales: La obra de arte literaria (1931), donde estudia la estructura esencial y ontológica de la obra literaria, y Sobre la interpretación de la obra de arte literaria (1937), en que se ocupa del aspecto fenomenológico del objeto artístico y sus receptores potenciales. Su obra se sitúa, pues, entre la fenomenología de E. Husserl (1929), la hermenéutica de M. Heidegger (1927, 1957), y la investigación teórica de los textos literarios.

La tesis fundamental del pensamiento fenomenológico de R. Ingarden consiste en afirmar que la obra de arte, a la que no sitúa plenamente en el mundo real, ni identifica de forma definitiva con una entidad meramente ideal, es ante todo un «objeto intencional», procedente de un acto expresivo intencional que le confiere una «concreción», si bien incompleta, por lo que exige y necesita del lector un acto de recepción o interpretación, en el que las estructuras esquemáticas indeterminadas de la obra literaria adquieran una concreción más estable, y que difícilmente será definitiva, al variar de unos lectores a otros, en cada acto y circunstancia de recepción. Este planteamiento es de un extremado materialismo idealista.

Las principales aportaciones del pensamiento fenomenológico de R. Ingarden a la teoría de la recepción pueden agruparse en torno a cuatro ideas principales. En primer lugar, la obra de arte literaria se concibe como un objeto intencional y heterónomo: su elaboración se deriva de un acto de conciencia. Éste es un planteamiento absolutamente contrario a los postulados de la Crítica de la razón literaria. En segundo lugar, Ingarden expone su célebre teoría de los cuatro estratos: a) sonidos o elementos materiales de la obra, b) unidades con significado, c) objetos representados, y d) aspectos esquematizados a través de los que se manifiestan los objetos representados. En tercer lugar, Ingarden introduce su noción de estructura esquemática de la obra literaria, configurada en el conjunto de los cuatro estratos, y que constituye el esqueleto de la obra que el lector debe completar, o «concretar». En este proceso de «concreción», los objetos reales tienen el estatuto de universales, inequívocos y determinados, mientras que los objetos representados en la obra literaria sólo manifiestan espacios o puntos de indeterminación que el lector habrá de completar o concretar. Y aquí empieza la magia... De este modo, el fenómeno de la recepción de la obra literaria constituye una actividad cognitiva cuyo protagonista es el lector, y cuya materia prima se deriva de los procesos de concreción que el receptor debe activar —¿en dónde y cómo?, me pregunto críticamente con el fin de completar las múltiples indeterminaciones con que los objetos representados se manifiestan en el texto. En cuarto lugar, Ingarden entiende por concreción el modo u operación cognitiva mediante la cual el lector realiza la objetivación sintetizante del texto, e incorpora su propia subjetividad al proceso textual de complementación de las indeterminaciones, lo que supone la conversión del objeto de conocimiento —la obra literaria— en un objeto estético de conocimiento, cuya concreción no se limita a una disposición subjetiva del receptor, sino a una proyección mutuamente complementaria de las vivencias del lector y de las objetividades ontológicamente heterónomas de las estructuras textuales. Dicho de otro modo: la concreción es un puro acto de conciencia, en virtud del cual el lector de un texto, sea literario o no, convierte el texto en lo que su conciencia le permite, según el deseo, la voluntad o, simplemente, la ignorancia de la que ni siquiera es consciente. 

El método fenomenológico de Ingarden fue ampliamente desarrollado por Jan Mukarovski (1936) y Félix Vodicka (1976) con el fin de conferir a la obra literaria un fuerte dinamismo en el seno de la historia y en la evolución y transformación de los procesos artísticos y sociales. De este modo, el acto cognitivo de la concreción de la obra literaria resulta comprometido con una dimensión histórica y una colectividad social, intensamente variables en sí mismas, y dotadas de una gran capacidad de transformación sobre las posibilidades de conocimiento y comprensión de la obra literaria. Mukarovski, teórico estructuralista de la escuela de Praga, distingue dos dimensiones fundamentales en la obra de arte literaria: el denominado «artefacto invariable», o disposición material de la obra, y el «objeto estético», o sentido artístico y literario, que naturalmente puede variar en la vivencia subjetiva de cada uno de los intérpretes. Mukarovski toma de Ingarden el concepto de «concreción», con el fin de designar la interacción de las dos dimensiones del objeto estético, merced al proceso de comprensión que ejecuta el intérprete de la obra literaria en el momento de su recepción, y en el que se reconoce igualmente la acción de determinados factores sociales.

El sentido de la obra literaria es, pues, resultado o interacción de dos realidades: una de ellas, de naturaleza material y textual, está constituida por la construcción formal y estructural del texto literario como tal (artefacto), recién elaborado por su autor, fuente que ha de perder inmediatamente todo control sobre su producto, inmerso desde su elaboración en un proceso histórico y social; de otro lado, encontramos el denominado por Mukarovski objeto estético, o sentido que adquiere el artefacto en la competencia y conciencia subjetiva del lector, es decir, la construcción del significado que realiza el intérprete del objeto material o artefacto. Nótese cómo el proceso de interpretación objetiva se disuelve en la conciencia subjetiva de un yo que se sustrae a todas las normas que dice haber construido previamente, pese a que la intención de Mukarovski es preservarlas en todo lo posible. Así es como se articula la falacia adecuacionista. En consecuencia, en su artículo sobre «Función, norma y valor estético como hechos sociales», Mukarovski (1936) considera que la función estética, o modo como un objeto estético se desarrolla, no es aislable del sistema de normas histórico-culturales que da origen a los valores artísticos. Ésta fue una de las tesis principales del pensamiento de Mukarovski respecto a las teorías de la recepción literaria, al afirmar la imposibilidad de concebir la obra literaria como una entidad aislable o impermeable a las disposiciones y competencias exteriores derivadas de la actividad humana: el signo literario subsiste en un sistema de relaciones en el que intervienen las expectativas del lector, el sistema de normas objetivadas en el que se sitúa una determinada comunidad de intérpretes, y el conjunto de valores históricos, artísticos y sociales en que puede sustantivarse la estructura de la obra literaria.

Por su parte, Félix Vodicka, en su estudio de 1964 sobre la «La estética de la recepción de las obras literarias», intensificó la proyección histórica del pensamiento de Mukarovski y la amplitud teórica de la fenomenología de Ingarden. Del mismo modo que hizo su maestro Mukarovski, Vodicka se apoya en el concepto de concreción de Ingarden para superar las posibles limitaciones históricas de la estructura y ontología de la obra literaria, incluyendo el proceso de creación de sentido del texto artístico por parte del lector en una amplia secuencia histórica y social, en la que ambos establecen relaciones esenciales de interacción, cuyo examen requiere tres operaciones básicas: a) la reconstrucción del sistema de normas literarias propio de una época determinada, a partir de las valoraciones críticas de una comunidad de lectores, b) la reconstrucción jerárquica de los valores culturales de una época, y c) el estudio de la competencia estética de los lectores, a partir de determinadas operaciones cognitivas o concreciones, que dispongan la transgresión o ratifiquen la permanencia del horizonte de expectativas, o del conjunto de las normas objetivadas para una determinada comunicación socio-cultural. En consecuencia, Vodicka estudió el proceso histórico de la teoría de la recepción literaria, y postuló la conveniencia de constatar las normas y valores estéticos de cada momento histórico, así como los elementos que intervienen en su evolución y modificación constantes, a la vez que propuso una estrecha relación entre la teoría estética y la interpretación de obras concretas, lo que supone en definitiva, con se ha indicado, introducir en un modelo histórico el concepto fenomenológico de concreción tomado de Ingarden, al estudiar la influencia y posibilidades de recepción de una determinada obra literaria en épocas y autores posteriores. El nacimiento de la estética de la recepción de Jauss no se haría esperar demasiado.

Paralelamente, como he indicado, desde el punto de vista de la hermenéutica de Gadamer (1960), todo proceso de conocimiento y comprensión se concibe como resultado de una interacción con hechos y discursos del pasado histórico, de modo que toda lectura se percibirá siempre como un diálogo con la tradición. Gadamer introdujo de hecho conceptos que resultaron esenciales en la teoría de la estética de la recepción alemana, tales como Vorverständnis (prejuicio, no en el sentido peyorativo de idea desfavorable, sino de juicio previo no verificado»), Erwartungshorizont (horizonte de expectativas), y Horizontverschmelzung (fusión de horizontes), y postuló que la determinación del sentido de la obra literaria no dependía exclusivamente de su autor, sino de las competencias del intérprete o lector y, de forma muy especial, del contexto y circunstancias históricas en que se sitúe su interpretación. De cualquier modo, el autor queda desalojado de la ontología literaria, y el lector queda recluido, luteranamente —el peso germano y pietista de esta epistemología no es gratuito—, a un estado de conciencia, a un acto de pensamiento, a una experiencia voluntarista.

Finalmente, Levin L. Schücking y Lucien Goldmann representan la influencia y la intervención de la sociología en el terreno de la estética de la recepción. La obra del primero de estos autores, titulada Sociología del gusto literario (19231, 19312), se ha considerado como precursora de las teorías socialistas sobre la recepción literaria (Zimmermann, 1974), así como de la actual concepción de la ciencia empírica de la literatura (Schmidt, 1980). L. Goldmann (1964), en sus estudios sobre la sociología de la novela, establece una estrecha relación entre las formas de la narración y las estructuras sociales dentro de las que el autor ha vivido y escrito su obra. Desde el punto de vista de la recepción literaria, las corrientes sociológicas se orientan hacia el estudio de aquellos factores de orden social que actúan sobre los modos y posibilidades de recepción, según las diferentes épocas y obras, de un determinado grupo de público, insistiendo en la descripción de las múltiples variaciones y reacciones sociales[1].



Crítica a la Escuela de Constanza

En esta pleamar fenomenológica, hermenéutica y sociológica, irrumpe la teoría de la recepción de la Escuela de Constanza, en la que es posible distinguir dos modelos diferentes de estudio e interpretación del fenómeno literario. En primer lugar, el de H. R. Jauss, fundamentado sobre la fenomenología de Husserl, la hermenéutica de Gadamer y sus precursores, y la crítica neo-marxista procedente de la Escuela de Frankfurt. En segundo lugar, el método de W. Iser, procedente de la fenomenología de Husserl y las aportaciones de Ingarden, y con importantes apoyos en la semiología de la literatura. A continuación voy a explicar, desde los presupuestos de la Crítica de la razón literaria, el modelo teórico de la estética de la recepción elaborado por Jauss y por Iser.

En su célebre lección inaugural 1967 en la Universidad de Constanza, con su discurso sobre «La historia literaria como desafío a la ciencia literaria», Jauss propone un cambio de paradigma en la investigación de los fenómenos literarios, con objeto de superar las supuestas deficiencias metodológicas de determinados modelos de análisis, como el positivismo histórico, la estilística formal y la concepción inmanente de los estructuralismos. Jauss formula entonces sus tesis sobre la nueva estética de la recepción. En primer lugar, plantea la superación del positivismo histórico mediante el estudio de los modos y posibilidades de recepción de la obra de arte por el lector. Uno de los principales prejuicios que se propone destruir del objetivismo histórico es el que consistía en afirmar la existencia de «hechos independientes», que pueden darse retrospectivamente, en la pragmática de la comunicación literaria autor-obra-lector. En segundo lugar, Jauss se sirve del concepto de horizonte de expectativas, como sistema de normas objetivadas, que permite identificar y examinar las condiciones en que se realiza la recepción, mediante el análisis de los aspectos de la doctrina poética dominante, de las relaciones de intertextualidad, y de la relación entre lengua literaria y lengua estándar. La hermenéutica gadameriana había popularizado académicamente la idea de que ninguna lectura constituía un proceso inocente o neutral, y que ser histórico significaba «no poder resolverse nunca totalmente en autotransparencia» (Gadamer, 1960/1984: 372).  En tercer lugar, Jauss apela al concepto de distancia estética, que permitiría identificar las transformaciones que experimenta un determinado sistema de expectativas ante la recepción, conflictiva o indiscutida, por parte del público, de una obra literaria, cuya concepción poética trastorna, altera o discute la precedente, y de la que en todo caso se distancia de forma más o menos intensa. Por último, en cuarto lugar, Jauss habla de la reconstrucción histórica del horizonte de expectativas de una obra literaria, así como las condiciones culturales que hayan hecho posible su recepción, las cuales deben explicar las razones por las que un determinado lector alcanza un conocimiento o comprensión diferentes a los que en otra época se habían propuesto sobre la misma obra literaria, insistiendo en los valores entrópicos y comunicativos del discurso literario «clásico» a través de la historia de su recepción.

En 1973, casi al final de su estudio sobre «La Ifigenia de Racine y la de Goethe, con un epílogo sobre la parcialidad del método recepcionista», Jauss advierte que la estética de la recepción es sólo una disciplina más en el ámbito de las ciencias humanas, de modo que necesita el auxilio de otros dominios del saber, con objeto de explicar con mayor amplitud el alcance y efecto, sociales e históricos, de la recepción literaria y sus implicaciones en una historia general y comparada de la literatura; el estudio de la pervivencia histórica de determinados valores estéticos, que responden a la selección consciente o inconsciente de los lectores, y se inscriben en una tradición literaria, cultural, antropológica, etc., con la que se identifican; y finalmente, el análisis, por extenso, del denominado horizonte de expectativas, en relación con las funciones pragmáticas de la obra literaria, y su capacidad para actuar simultáneamente como un fenómeno histórico de presente actualidad. Experiencia estética y hermenéutica literaria (1977) constituyó en este sentido una síntesis histórica sobre el lugar que ocupan las categorías de poiesis, aisthesis y catharsis en la tradición hermenéutica occidental.

Lo cierto es que toda la obra de Jauss es un transporte —permítasenos la metáfora musical— de la fenomenología de Husserl al terreno de la Historia de la Literatura. La historia literaria se contempla, percibe, observa... desde la epojé o reducción fenomenológica «jaussiana». Sabido es que Husserl (1929) recupera el término griego epojé de la filosofía clásica para designar con él la intención más que el logro— de suprimir cualquier juicio previo (o prejuicio) en la interpretación de la realidad, de modo que a través de una denominada «reducción fenomenológica» el ser humano estaría en disposición de neutralizar toda percepción errada de los hechos. Lo que para los antiguos escépticos griegos era una suspensión, bastante cínica, por otra parte, del juicio, para la fenomenología de Husserl (1907) es una suerte de estado emocional por el que el propio ser humano se cree en condiciones intelectuales de ser neutral a la hora de interpretar la realidad. Desde los presupuestos de la Crítica de la razón literaria, la epojé de Husserl es el voluntarismo de un idealismo extremadamente ingenuo, y por completo inaceptable a la hora de plantearse una interpretación de los materiales literarios. Cuando Husserl trata de explicar este concepto de epojé incurre en la habitual retórica de las filosofías idealistas. Tratar de fundamentar un conocimiento objetivo sobre la percepción o recepción (estética: aisthesis, o sensación) es el objetivo de toda una filosofía, la fenomenología, que, al final, se convierte en una retórica descriptivista de procesos mentales, con sus propias figuras y términos, la cual retórica, más que informarnos acerca de la realidad y sus posibilidades de conocimiento, nos informa acerca de cómo Husserl creía interpretar la realidad. A la fenomenología de Husserl le ocurre lo que a la mayor parte de las filosofías: que acaban convirtiéndose en una hermenéutica de sí mismas. 

Lo que hará Jauss al servirse, entre otros, del concepto fenomenológico de horizonte de expectativas será aprovechar una enseñanza fundamental de Husserl, según la cual todo nuestro conocimiento supone juicios previos o prejuicios (no necesariamente en sentido peyorativo, como se ha indicado). Vivimos con prejuicios o ideas previas que determinan nuestro acceso inicial a los hechos y objetos de la realidad. Ésta es la dimensión estética de la fenomenología, tan decisiva en la teoría de la recepción de Jauss y en la retórica de la hermenéutica gadameriana:


Al igual que en toda experiencia actual, forma parte también de la experiencia literaria que trae por primera vez al conocimiento una obra hasta ahora desconocida, un «saber previo que constituye un factor de la experiencia misma y a base de él, lo nuevo que pasa a formar parte de nuestro conocimiento se hace en general experimentable, o sea, se hace legible en un contexto de experiencias» (Jauss, 1967/2005: 870).


Del concepto husserliano de horizonte de expectativas se sirve Jauss, a partir de Gadamer (1960), para fundamentar una estética de la recepción capaz de evitar el psicologismo. Sin embargo, y paradójicamente, Jauss se transporta de un psicologismo a otro, pero nunca lo supera. La estética de la recepción literaria de Jauss es una declaración de intenciones. 


El análisis de la experiencia literaria del lector se sustrae al amenazador psicologismo cuando describe la recepción y el efecto de una obra en el sistema de relación objetivable de las expectaciones que para cada obra, en el momento histórico de su aparición, nace de la comprensión previa del género, de la forma y de la temática de obras anteriormente conocidas y de la oposición entre lenguaje poético y lenguaje práctico (Jauss, 1967/2005: 869).


Sin embargo, pese a la inteligencia de sus intenciones, Jauss se equivocó, porque el psicologismo, tal como lo entendía Husserl, no consiste en tratar de la conciencia del sujeto: el psicologismo de la fenomenología consiste en naturalizar esa conciencia y tratar de forma positiva los «hechos psicológicos». La fenomenología trata de las vivencias de la conciencia, pero con el fin de organizarlas trascendentalmente, es decir, pretende, en primer lugar, que las realidades puedan someterse a una crítica radical (regressus) para que después, en segundo lugar, puedan ser establecidas trascendentalmente en el progressus realizado por un sujeto trascendental. Jauss cree que para salvar la objeción psicologista hay que dejar de hablar de individuo y empezar a hablar de público, pero no porque el sujeto sea colectivo deja de ser pertinente la crítica: Jauss se sustrae del psicologismo incurriendo en el sociologismo. Jauss nos transporta del individuo a la sociedad. Una vez más se sitúa ante una serie de hechos no cuestionados ni sometidos a crítica, sólo que esta vez en lugar de ser «hechos psicológicos», son hechos de naturaleza sociológica. Incluso cabe advertir que este error de principio del que parte Jauss —la incomprensión de lo que el psicologismo significaba para la fenomenología—, le lleva a impregnarse en muchas ocasiones precisamente del peligro que él mismo trata conscientemente de evitar, el psicologismo:


Pero la posibilidad de objetivar el horizonte de expectación se da también en obras menos perfiladas históricamente. Ya que la disposición específica para una determinada obra con la que cuenta un autor es su público, a falta de señales explícitas, puede obtenerse también a partir de tres factores que en general pueden presuponerse: en primer lugar, a partir de normas conocidas o de la poética inmanente del género; en segundo lugar, de las relaciones implícitas con respecto a obras conocidas del entorno histórico literario, y en tercer lugar, de la oposición de ficción y realidad, función poética y práctica del lenguaje, que, para el lector que reflexiona siempre existe, durante la lectura, como posibilidad de comparación. El tercer factor influye en el hecho de que el lector puede percibir una nueva obra tanto en el horizonte más estrecho de su expectación literaria como también en el horizonte más amplio de su experiencia de la vida (Jauss, 1967/2005: 872).


Se observará, en consecuencia, que Jauss asume críticamente en el tercero de estos factores la realidad subjetiva del lector como componente del análisis fenomenológico. Pero sucede, sin embargo, que la fenomenología pretendía, precisamente, dudar de esas realidades establecidas e inmutables que se daban por supuestas. Incluidas las que el propio Jauss sitúa en las normas de la poética o preceptiva, y en el formalismo intertextual o histórico, es decir, en los dos primeros factores antemencionados. En el texto que acabo de citar se encuentran presentes los tres vicios de la teoría de la recepción de Jauss, en los que profundizaré: reduccionismo, formalismo e incapacidad para una perspectiva filosófica o trascendental.

Insisto en que Jauss cree erróneamente que el psicologismo se evita o se supera a través de la sociología y el comparatismo:


El proceso psíquico en la recepción de un texto no constituye, en el horizonte primario de la experiencia estética, en modo alguno únicamente una consecuencia arbitraria de sólo impresiones subjetivas, sino la realización de determinadas indicaciones en un proceso de percepción dirigida que puede concebirse conforme a sus motivaciones constituyentes y señales provocadoras y también puede describirse desde el punto de vista de la lingüística del texto (Jauss, 1967/2005: 870).


En realidad, para Husserl, tanto el psicologismo como la sociología o el comparatismo no dejan de ser perspectivas particulares que han de someterse necesariamente al análisis trascendental. Jauss no se salvaría en este punto de la acusación de incurrir en naturalismo o positivismo. Si Jauss hubiera sido riguroso con el método fenomenológico, habría comprendido que la fenomenología de la literatura es un medio para interpretar trascendentalmente las obras literarias. Eso supondría la reducción del horizonte de expectativas, si bien partiendo de él como algo dado apriorísticamente. El momento trascendental es el momento de la explicitación: sólo cuando todos los hechos se han sometido a un regressus crítico (hacia estructuras esenciales y objetivas) podemos empezar a explicitar las ideas presentes en la obra literaria, tal como postula, por ejemplo, la Crítica de la razón literaria. La fenomenología debería haber servido a una labor de crítica encaminada a explicitar las ideas presentes en la literatura, y siempre a partir de los hechos y materiales literarios. En este sentido, hay dos graves errores en la teoría de la recepción de Jauss. En primer lugar, un reduccionismo que privilegia unos hechos —la sociología de la recepción y las formas literarias— frente a los demás —los materiales literarios, en tanto que realidades ontológicas— a la hora de ejercer la interpretación de la literatura. Y en segundo lugar, su impotencia para ofrecer una metodología capaz de analizar las ideas objetivadas formalmente en los materiales literarios, ideas y conceptos que a Jauss no le interesaban, cegado como estaba por las formas estéticas del texto literario.

En la fenomenología de Husserl es posible distinguir tres dimensiones fundamentales, por otro lado archiconocidas, y detenidamente criticadas por Bueno (1984) y por Sánchez Ortiz de Urbina (1984), las cuales permiten en este punto verificar el transporte de la teoría de la recepción jaussiana: 1) la estética, que trata de las distintas percepciones que se dan en el espacio y en el tiempo de un mismo objeto; 2) la noética, que comprende las acciones que ejecuta la conciencia para conjugar las distintas percepciones del objeto; y 3) la noemática, que establece la idea misma de ese objeto, determina su identidad (sintética) y su unidad (analítica) a través de la síntesis y del análisis de las diversas propiedades implicadas en las distintas percepciones. Como decíamos anteriormente, a la fenomenología de Husserl le ocurre lo que a todas las filosofías, y es que acaba por convertirse en una hermenéutica de sí misma. Los filósofos incurren con frecuencia en la construcción de figuras filosóficas cuya única función consiste en describir idealmente procesos que no existirían si no existieran tales figuras, desde el momento en que todo correlato con la realidad es una pura declaración de intenciones.

De un modo u otro, si asumimos tal nomenclatura, hemos de reconocer que las teorías de la recepción funcionan con los dos presupuestos iniciales de Husserl: aceptan los prejuicios que presuponen el conocimiento (dimensión estética) y pretenden analizar los procesos de la conciencia a la hora de enfrentarse al objeto (dimensión noética), pero —y aquí reside una carencia fundamental y gravísima, desde el punto de vista de la Crítica de la razón literaria— jamás dan el paso trascendental hacia la dimensión noemática, es decir, no han desarrollado recursos metodológicos dispuestos a hacer legibles y sistematizables las ideas objetivadas formalmente en los materiales literarios. Es cierto que el horizonte de expectativas es un concepto fenomenológico que sirve precisamente para criticar lo que se consideran verdades asentadas, y es cierto también que las expectativas resultan reducidas (regressus) en la teoría de la recepción de Jauss, pero ahí se quedan, en la reducción fenomenológica, como datos que no se someten ulteriormente a ningún tipo de crítica ontológica. El regressus no dispone de progressus, los hechos subjetivos no se proyectan de nuevo sobre la realidad ontológica de la que emanan. La teoría se consume sin dar lugar a la crítica. La poética de la recepción de Jauss incurre finalmente en un psicologismo que siempre trató de evitar, de forma muy inteligente, por otra parte, pero que en última instancia acaba por imponerse, debido a que su concepto de lector no es capaz de ejecutar el progressus necesario para liberarse de ese psicologismo, es decir, no es capaz de proyectar de nuevo sobre la ontología de los materiales literarios los «hechos subjetivos» de la conciencia convertidos en ideas. Y no es capaz porque la idea que tiene Jauss de lector se basa en un concepto ideal e irreal de lector, que no en un lector operatorio y real, y por lo tanto no en un concepto categorial o científico. El lector de Jauss es un lector metafísico. Y la Teoría de la Literatura no puede trabajar ni con entidades metafísicas ni con forma puras, desposeídas de materia.


La relación de contingencia de la literatura aparece primordialmente en el horizonte de expectación de la experiencia literaria de lectores, críticos y autores contemporáneos y posteriores. De la objetivabilidad de este horizonte de expectación depende, por consiguiente, el que sea posible comprender y presentar la historia de la literatura en su propia historicidad (Jauss, 1967/2005: 869).


Se trata, en suma, de una sucesión de hechos no sometidos a crítica. Jauss no llega así jamás a la constitución de ideas, algo fundamental en el concepto de literatura que sostiene la Crítica de la razón literaria. Dice Jauss:


[La obra literaria] Es más bien como una partitura adaptada a la resonancia siempre renovada de la lectura, que redime el texto de la materia de las palabras y lo trae a la existencia actual […]. La historia de la literatura es un proceso de recepción y producción estética que se realiza en la actualización de textos literarios por el lector receptor, por el crítico reflexionante y por el propio escritor nuevamente productor (Jauss, 1967/2005: 868).


Así es como Jauss, frente a la propia fenomenología, de la que parte, y frente a la Crítica de la razón literaria, desde la que criticamos su poética de la recepción, se queda en una mera enumeración de datos, dado que fenomenológicamente no supera jamás la dimensión estética y noética —por utilizar la nomenclatura de Husserl— de la obra literaria. Debido a esta limitación radical, su teoría queda sometida a dos tipos de reduccionismos: el sociológico y el formalista. Si Jauss hubiese pretendido ofrecer una perspectiva trascendental de la literatura, habría tenido que dar cuenta, efectivamente, de las diferentes representaciones del objeto, así como de nuestras operaciones para procesarlas, pero uno y otro objetivo tendrían que haberse superado mediante el establecimiento de estructuras objetivas, que sin duda rebasarían los hechos analizados aisladamente.

Jauss considera además que el arte que no se enfrenta con el horizonte de expectativas del espectador puede considerarse meramente como un arte de consumo o Kitsch, sin que tenga originalidades que aportar artísticamente dignas de mención. En este punto, cabe preguntarse, respecto a los clásicos, que sin duda en su momento fueron obras que rompieron con el horizonte de expectativas de su público, si contemporáneamente quedan diseccionadas y expuestas en el mismo nivel que el arte Kitsch, ya que ni la Divina commedia, ni el Quijote, ni el Fausto de Goethe, se encuentran en estos momentos en condiciones de romper ningún horizonte de expectativas.

Lamentablemente, la mayor parte de la teoría de la recepción de Jauss acaba por limitarse a una mera constatación sociológica —que autores como Schmidt (1980) o Even-Zohar (1990) no han dejado de aprovechar para sus respectivas teorías—: hay obras que rompen horizontes de expectativas y otras que sólo sirven de combustible al consumo social. Sin embargo, quebrado uno de estos horizontes de normas objetivadas, da la impresión de que la obra literaria no conserva la originalidad de sus ideas. Es como si, roto el sistema de expectativas al que se enfrenta una obra genial, lo que queda de ella fuera arqueología del saber, por parafrasear un título del retórico Foucault. La poética de la recepción de Jauss induce a perder de vista la subversión estética de que alguna vez estuvieron dotados los clásicos. Además, Jauss nada nos dice de que, independientemente de la recepción o de la relación con el canon genérico, hay obras de arte cuyo valor se sitúa en un nivel conceptual o categorial, esto es, científico y gnoseológico, susceptible de una teoría de la literatura, sino también en un nivel ideal, es decir, ontológico y filosófico, susceptible de una crítica de la literatura. La recepción de una obra literaria es un momento estético importante, ciertamente, pero que no deja de ser un dato más entre los muchos que hay que tener en cuenta para reconstruir el valor trascendental de los materiales literarios. Si se sigue acríticamente la teoría de Jauss, se corre el riesgo de instaurar para el análisis literario algo análogo a lo que Kuhn instauró para el análisis gnoseológico: el concepto de paradigma. La teoría de Jauss podría describirse así: hay un determinado paradigma literario referido a los distintos géneros en el que los receptores —público y crítica— se mueven. Una determinada obra reafirmará —o se enfrentará con— ese paradigma literario. En las obras que disienten del paradigma podemos observar el arte verdaderamente selecto, frente al arte de consumo o Kitsch. Sólo las verdaderas obras de arte instituyen un cambio de paradigma, erigiéndose así en clásicas. Pero sucede, sin embargo, que en la literatura no hay únicamente características formales y paradigmas canónicos: en la literatura hay también, y sobre todo, ideas, realidades trascendentales que están formalizadas objetivamente en los materiales literarios, presentes en el texto, que exigen ser reconstruidas a partir de múltiples datos formales, extratextuales, de público, de crítica… Y que determinan la genialidad de una obra de arte o que la invalidan por completo. La literatura, si pretendemos estudiarla trascendentalmente, en lo que tiene de transmisora y transformadora de ideas, no puede quedarse en un mero hecho de moda sociológica e histórica o de paradigma estético y formal. Desde el punto de vista de la Crítica de la razón literaria, Jauss propugna un gravísimo reduccionismo, formalista y sociologista, a la hora de enfrentarse al análisis literario.


Lo nuevo no es, pues, únicamente una categoría estética. […] Lo nuevo se convierte también en categoría histórica, cuando el análisis diacrónico de la literatura es llevado hasta la pregunta acerca de cuáles son propiamente los momentos históricos que convierten en nuevo lo nuevo de un fenómeno literario, en qué grado es perceptible ya esto nuevo en el instante histórico de su aparición, qué distancia, camino o rodeo de la comprensión ha requerido el rescate de su contenido y si el momento de su completa actualización fue tan eficaz que pudiera modificar la perspectiva de lo antiguo y con ello la canonización del pasado literario (Jauss, 1967/2005: 886).


Dado que no hay regressus, tampoco podemos hablar, siendo estrictos con la fenomenología de Husserl, ni de explicitación ni de construcción de la objetividad. La estética de la recepción de Jauss se queda únicamente en la dimensión estética, y al no ser capaz de reconstruir la objetividad intersubjetivamente, queda atrapada en un positivismo sociológico o en un vulgar formalismo literario, por el que —dicho sea de paso— actualmente discurren tanto la denominada «ciencia empírica de la literatura» (Schmidt, 1980), que es una de las formas más aberrantes de «materialismo literario», como la teoría de los polisistemas (Even-Zohar, 1990), cuya idea isovalente de sistema es por completo irreal y metafísica.

No por casualidad la mayoría de los herederos de Husserl han caído en el psicologismo, o en naturalismos y positivismos de distintas clases. Creen que deben explicar los actos de conciencia que se dan en el receptor de un determinado objeto, y acaban traicionando la fenomenología. Jauss pretende sustraerse de un modo muy inteligente a este psicologismo, es cierto, pero su forma de evitarlo, aunque en un principio parece que va a transcurrir por la vía que Husserl inauguró en las Meditaciones cartesianas, desembocará finalmente en la mera apariencia de los hechos, y acabará haciendo de la fenomenología una sociología: el receptor se identificará con colectivos como el de la crítica o el público, y lo que se considera, casi en exclusiva, es la aceptación de las obras en función del género literario al que pertenecen y en relación al grado de ruptura, con frecuencia impregnado de psicologismo, de un determinado horizonte histórico de expectativas. Veamos la degeneración sociológica en la que incurre Jauss:


Si denominamos distancia estética a la distancia existente entre el previo horizonte de expectación y la aparición de una nueva obra cuya aceptación puede tener como consecuencia un «cambio de horizonte» debido a la negación de experiencias familiares o por la concentración de experiencias expresadas por primera vez, entonces esta distancia estética puede objetivarse históricamente en el espectro de las reacciones del público y del juicio de la crítica (éxito espontáneo, rechazo o sorpresa; aprobación aislada, comprensión lenta o retardada) [...]. La determinación es reversible: hay obras que, en el momento de su aparición, todavía no pueden referirse a ningún público específico, sino que rompen tan por completo el horizonte familiar de las expectaciones literarias que sólo paulatinamente puede ir formándose un público para ellas. Cuando, luego, el nuevo horizonte de expectativas ha alcanzado una validez más general, el poder de la norma estética modificada puede observarse en el hecho de que el público siente como anticuadas las obras que hasta entonces habían tenido éxito y les retira su favor. Solamente en la perspectiva de tal cambio de horizonte llega el análisis del efecto literario a la dimensión de una historia literaria del lector y las curvas estadísticas de los bestsellers proporcionan un conocimiento histórico [...]. El responder, desde el punto de vista de la estética de la recepción, a la pregunta acerca de la función formadora de sociedad de la literatura rebasa la competencia de la estética tradicional de la exposición. El intento de salvar el abismo existente entre la investigación histórico-literaria y la sociológica por el método de la estética de la recepción, es facilitado por el hecho de que el concepto del horizonte de expectación por mí introducido en la interpretación histórico-literaria desempeña también un papel en la axiomática de la ciencia social a partir de Karl Mannheim [...]. La función social de la literatura sólo se hace manifiesta en su genuina posibilidad allí donde la experiencia literaria del lector entra en el horizonte de expectaciones de la práctica de su vida, preforma su comprensión del mundo y con ello repercute también en sus formas de comportamiento social (Jauss, 1967/2005: 872, 875, 891 y 890).


Y he aquí la irrupción del comparatismo:


La consideración puramente diacrónica, por muy concluyentemente que pueda explicar, en las historias de los géneros, las modificaciones conforme a la lógica inmanente de la innovación y automatización, problema y solución, sólo llega, sin embargo, a la dimensión propiamente histórica cuando rompe el canon morfológico, confronta la obra, importante desde el punto de vista de la historia de su efecto, con las piezas convencionales, históricamente hundidas, del género y tampoco hace caso omiso de su relación con respecto al entorno literario en el que tuvo que imponerse junto a obras de otros géneros. La historicidad de la literatura se manifiesta precisamente en los puntos de intersección de diacronía y sincronía [...]. El problema de la selección de lo que es importante para una nueva historia de la literatura podría resolverse con la ayuda de la consideración sincrónica de una manera que aún no se ha intentado: un cambio de horizonte en el proceso histórico de la «evolución literaria» no tiene por qué seguirse en el contexto de todos los hechos y filiaciones diacrónicos, sino que también puede establecerse en la existencia modificada del sistema literario sincrónico y observarse en otros análisis de sección» (Jauss, 1967/2005: 888 y 890).


Un comparatismo que adolece de formalismo:


Ya que también a la literatura le es propia una especie de gramática o sintaxis con relaciones relativamente fijas: el armazón de los géneros tradicionales y de los no canonizados, modos de expresión, estilos y figuras retóricas; a él se opone el campo mucho más variable de una semántica: los temas literarios, arquetipos, símbolos y metáforas. […] Si la concepción tradicionalista de una tradición literaria que sigue engendrándose a sí misma es superada por una explicación funcional de la relación semejante a proceso, entre producción y recepción, también ha de ser posible, tras la transformación de las formas y contenidos literarios, reconocer aquellas sustituciones en un sistema literario de la comprensión del universo que hacen concebible el cambio de horizonte en el proceso de la experiencia estética (Jauss, 1967/2005: 889-890).


Es verdad que podría parecer que ciertos aspectos de la Crítica de la razón literaria concuerdan o apoyan a Jauss, tales como la consideración gnoseológica de que las ciencias construyen verdades, independientemente de que no se muevan en la perspectiva trascendental filosófica. Pero, a diferencia de la teoría de Jauss, la Crítica de la razón literaria recupera la noción de verdad, y lo hace desde una Teoría de la Literatura constructivista, que también incorpora, de este modo, la crítica de Husserl a la noción de «hecho», como algo simple y dado de una vez por todas. En este sentido, la crítica literaria —la literatura como idea— no es la única labor legítima y necesaria, sino que, más allá de esta exigencia, ha de fundarse en la teoría literaria —la literatura como concepto— (Maestro, 2007a). Esto significa que Jauss es recuperable desde la Crítica de la razón literaria tanto en su reivindicación de tener en cuenta ciertos datos sociológicos como en su vindicación del análisis sincrónico y comparatista. Lo que fallaría en Jauss, desde este punto de vista, es, en primer lugar, su reduccionismo, incapaz de apreciar la literatura en toda su amplitud ontológica, gnoseológica y antropológica, tal como aquí la considero; en segundo lugar, su formalismo, en el que quedan diseccionadas todas sus tentativas comparatistas; y, en tercer lugar, su incapacidad —y aquí la crítica es perfectamente compatible con la filosofía de Husserl— para articular una perspectiva trascendental de la obra literaria, es decir, sus limitaciones metodológicas para hacer legibles e interpretables las ideas objetivadas formalmente en los materiales literarios, ideas que en ellos se encuentran presentes y que en ellos perviven más allá de tiempos, espacios y percepciones fenomenológicas.



Crítica a Wolfgang Iser

Voy a considerar ahora el modelo hermenéutico de Wolfgang Iser. A diferencia de Jauss, Iser incurre completamente en el psicologismo más aberrante. Sus teorías precipitan el acceso hacia el formalismo metafísico de la posmodernidad. Los hechos subjetivos de la conciencia de su concepto de lector no regresan nunca de los estadios más psicologistas de la mente humana. El «lector» de Iser jamás alcanza a proyectar sobre la realidad de los materiales literarios el fruto de sus experiencias psicológicas. El modelo de Iser resulta ser de un idealismo estéril. Su teoría es pura especulación. Vamos a verlo.

Interpretación y lectura se configuran en la teoría de Iser (1972, 1972a, 1976) como procesos de creación de sentido de la obra literaria, de modo que, el acto de recepción se convierte en la fase esencial de la pragmática de la comunicación literaria, al determinar según las competencias del lector la constitución interna de la propia textualidad. Si para Ingarden el lector cumplimentaba una estructura esquematizada y abierta de la obra literaria, para Iser el lector reconstruye fenoménicamente la textualidad del discurso que comprende. La reducción psicologista es en Iser un callejón sin salida.

Entre los principales elementos de una fenomenología de la lectura, desde la teoría de la recepción de Iser, figuran los conceptos de lector implícito (Iser, 1976/1987: 55-70), como «modelo transcendental» que representa la totalidad de las «predisposiciones necesarias» para que una obra ejerza su efecto; repertorio, o universo referencial del texto —adviértase la concomitancia de nomenclatura con la teoría de los polisistemas—; estrategias, u ordenación formal de los materiales o procedimientos mediante los cuales el texto dispone su inmanencia; punto de vista errante (wandernder Blickpunkt, wandering viewpoint), que se refiere a la multiplicidad de lecturas posibles, variadas y sucesivas de que puede ser objeto una obra literaria; blancos o vacíos (Leerstellen, Blanks), noción iseriana muy afín al concepto ingardeano de «indeterminación», y que sin duda resulta de lo más ambigua, al admitir múltiples acepciones (segmentos que pueden conectarse en la cohesión textual, composición de fragmentos que exigen presuposiciones o reflexiones por parte del lector, rupturas en la continuidad de la narración, etc.), las cuales en todo caso sitúan el proceso de lectura en una búsqueda dinámica de sentido; y la síntesis pasiva, que designa la construcción de imágenes que, consciente o inconscientemente, desarrolla el lector durante el proceso de lectura, las cuales suponen una idealización de objetos imaginarios, que nunca puede reproducirse con exactitud. Iser nos ofrece en su metodología una amalgama de figuras retóricas (lector implícito, repertorio, blancos...) y de figuras fenomenológicas (punto de vista errante, síntesis pasiva...), pero no de figuras gnoseológicas, conceptuales o científicas. Los criterios que maneja Iser despegan de los materiales literarios, ciertamente, pero no vuelven a aterrizar sobre ellos jamás. Es un regressus (hacia conceptos formales) sin progressus (respecto a hechos materiales). Un despegue sin aterrizaje. Se trata de un viaje hacia formas nunca verificadas conceptual o gnoseológicamente sobre los materiales literarios. Un viaje a ninguna parte. Metafísica pura. Retórica disfrazada de ciencia. Sin embargo, estas formas sufren lo que se denomina «retroalimentación positiva», o «amplificación de la desviación», al multiplicarse innecesariamente (como de hecho va a suceder con la interminable lista de lectores implícitos, explícitos, modélicos, informados, intencionales, etc.): es el proceso que se produce cuando las instalaciones de micrófonos y altavoces recogen y amplifican de nuevo sus propias señales acústicas.

En su obra de 1970, Die Appellstruktur der Texte, Iser ofrece planteamientos que con el paso del tiempo resultarán cada vez más populares y característicos de una visión simplista de las teorías de la recepción literaria. Iser comienza a hablar con metáforas. Afirma que el acto de lectura se configura como un proceso de «diálogo» entre el texto y lector, de modo que el análisis de la recepción literaria se convierte en un proceso de creación de sentido a partir de los materiales textuales, cuyo sujeto es el lector o intérprete. Así es como Iser incurre en la hipóstasis del texto, primero, y en la hipóstasis del lector, inmediatamente después. El texto deja de ser un material literario para convertirse en una suerte de ser antropomorfo capaz de «sostener» un diálogo con un lector ideal, el cual, como se verá, mantiene relaciones y propiedades implícitas en el propio texto. La falacia adecuacionista, esto es, la creencia o «ilusión fenomenológica» de que puede articularse una relación de adecuación o correspondencia entre el texto como materia literaria y el lector como agente formalizador de ella, adquiere en los escritos de Iser su máxima expresión. En muchos casos, las teorías de Iser son puro ilusionismo fenomenológico.

Entre los diferentes elementos que Iser toma de la fenomenología de Ingarden debe insistirse en los conceptos de indeterminación, aspectos esquematizados y concreción, a los que el autor alemán involucra resueltamente en el proceso de la pragmática de la comunicación literaria. Desde el punto de vista de Iser, al lector corresponde la «concreción» de las «indeterminaciones» del texto, como proceso de creación de sentido, en el que es posible distinguir tres niveles o estructuras: 1) repertorio, o sistema de normas y convenciones literarias, culturales y científicas, referidas a cualquier dominio o grado del conocimiento humano (sociedad, política, filosofía, literatura, religión...); 2) estrategias textuales, como conjunto o sistema de elementos formales que intervienen en la estructura de la obra literaria, y le confieren una determinada disposición y sentido, según su modalidad, perspectiva, recurrencia, técnica narrativa, etc.; y 3) realización, u operación que designa el proceso de creación de sentido del texto por parte del lector, en un sentido afín al concepto de «concreción» manejado por Ingarden. Como se ve, la teoría de la recepción funciona en Iser como una filosofía que, una vez más, acaba por convertirse en hermenéutica de sí misma: se postulan figuras filosóficas ilusorias a las que se atribuyen funciones no menos ilusorias y no menos filosóficas. ¿Y la literatura, en dónde está? Suponemos que disuelta en un repertorio de estrategias textuales cuya realización...  tiene lugar... en alguna parte... de algún limbo.

La teoría de los aspectos esquematizados, que procedente de Ingarden encuentra en la formulación iseriana el apoyo de la semiótica americana, al distinguir entre «language of statement» y «language of performance» (Austin, 1961), trata de objetivar los espacios vacíos o «blancos» (Leerstellen) del texto literario, así como la actividad interpretativo-creadora del lector, sujeto capaz de cumplimentar con su propia competencia la indeterminación de los espacios abiertos de la obra literaria, inherentes al discurso estético por su naturaleza ficticia y su polivalencia y ambigüedad semánticas. En consecuencia, el lector de Iser dispone de absoluta amplitud para introducir en la fenomenología de la interpretación literaria las figuras que desee su psicología más personal. Desde el punto de vista de la Crítica de la razón literaria, la teoría de Iser constituye un retroceso respecto a los logros proporcionados por la poética de Jauss.

«El proceso de lectura» (1972a) es un ensayo sobre estética de la recepción en el que Iser describe en términos husserlianos los mecanismos de la interpretación literaria, y se ocupa de tres aspectos fundamentales de la fenomenología literaria: de nuevo la reducción fenomenológica, que Iser concibe ahora como un proceso de «retención» y «adecuación» (este segundo término es terriblemente delator de la falacia principal); la formación de consistencia, frente a la polivalencia de la obra literaria; y la implicación del lector, que añade en cada lectura un sentido diferente a la experiencia estética. Éste es probablemente el trabajo de Iser que mejor retrata su caída en la falacia adecuacionista. Su teoría fenomenológica del arte considera la interpretación de la obra literaria como un proceso determinado por dos hechos fundamentales: el texto en sí mismo, y el conjunto o sistema de actos por los que el lector se relaciona con él. Iser sigue aquí la terminología de Ingarden, pero reinterpretada desde la semiología de la literatura, al distinguir en la pragmática de la comunicación literaria la estructura del texto artístico (polo artístico: creado por el autor) y los modos por los que este puede ser «concretado» (konkretisiert) (polo estético: creado por el lector). Nótese la violenta paradiástole con la que Iser inicia su intervención (obra / texto), y cómo sus afirmaciones son esencialmente pura retórica:


La obra es más que el texto, pues el texto solamente toma vida cuando es concretizado, y además la concretización no es de ningún modo independiente de la disposición individual del lector, si bien esta a su vez es guiada por los diferentes esquemas del texto. La convergencia de texto y lector dota a la obra literaria de existencia, y esta convergencia nunca puede ser localizada con precisión, sino que debe permanecer virtual, ya que no ha de identificarse ni con la realidad del texto ni con la disposición individual del lector (Iser, 1972a/1987: 216-217).


 La verdad: Iser da la impresión de que no tiene nada que decir.

La concreción o determinación de la que habla Iser es pura ilusión fenomenológica. Es la psicología del lector la que genera «los diferentes esquemas del texto» por los que el propio lector, implicado en el mismo texto, cree ser guiado (valga la pasiva). Semejante adecuación o correspondencia entre el texto, que en la realidad del análisis resulta anulado como materia literaria, y el lector, que queda hipostasiado en una suerte de forma conceptualizadora global, psicológicamente devoradora del texto mismo, es una falacia, resultante de la ilusión metodológica que aplica Iser. Su análisis fenomenológico, que se nos presenta como el más apropiado para la descripción de los procesos interactivos existentes entre texto y lector, postula una adecuación o correspondencia falaz entre el texto, como materia, y el lector, como forma, que no se da de ninguna manera en la realidad de la interpretación literaria. Porque el lector no es una forma aislada de una realidad humana concreta, es decir, de un sujeto operatorio, con intenciones prolépticas inderogables, competencias operatorias (convierte fenómenos en conceptos) y relatoras (transforma conceptos simples, de una clase determinada, en conceptos de otra clase más compleja), y expuesto científicamente a las normas, dialogismos y autologismos propios del eje pragmático del espacio gnoseológico. Y porque además el texto es un material literario ontológicamente irreductible a la materia de que está constituido. El texto es una realidad corpórea de la ontología especial, es decir, es una realidad física (M1), fenomenológica (M2) y lógica (M3) del Mundo interpretado (Mi), y sólo formalizable en la medida en que un sujeto operatorio lo manipula, sea el autor, sea el lector, sea el crítico o transductor. Pero Iser concibe el texto como una materia que sólo se conceptualiza en el «lector implícito». Dicho groseramente: habla del texto como si este hubiera nacido en la conciencia de un intérprete autotextualmente concebido.

En primer lugar, una de las principales conexiones que Iser postula entre la entropía del texto literario y la competencia del intérprete o lector la toma de los llamados por Ingarden «correlatos oracionales intencionales» (intentionale Satzkorrelate), o espacios textuales sintetizables a través de los cuales el lector es capaz de comprender la obra de arte verbal. Se trata de una más de las figuras fenomenológicas manipuladas por Iser, la cual pretende apoyarse en figuras retóricas textuales concretas, en este caso, segmentos oracionales a los que el lector atribuirá psicológicamente un «valor intencional». Ese lector ilusionista de la obra literaria, desde las posibilidades de su imaginación, y según sus propias competencias y modalidades en el momento de la recepción, dará forma a la interacción de correlatos prefigurados en la secuencia de oraciones, las cuales «crearán» —suponemos que excitadas por el lector— diferentes expectativas o «pre-intenciones» (Husserl hablaba de «juicios previos») a lo largo de la lectura, que en los textos literarios no suelen cumplirse de la forma prevista inicialmente por el receptor. 


Los correlatos oracionales de los textos literarios no se suceden de este modo tan rígido, pues las expectativas que evocan tienden a invadirse el terreno unas a otras, de tal manera que se ven continuamente modificadas a medida que avanza la lectura. Simplificando se podría decir que cada correlato oracional intencional abre un horizonte concreto, que es modificado, si no completamente cambiado, por oraciones sucesivas. Mientras que estas expectativas despiertan un interés por lo que ha de venir, la modificación subsiguiente de ellas tendrá también un efecto retrospectivo en lo que ya había sido leído, lo cual puede ahora cobrar una significación diferente de la que tuvo en el momento de leerlo [...]. De este modo, el lector, al establecer estas interrelaciones entre pasado, presente y futuro, en realidad hace que el texto revele su multiplicidad potencial de conexiones (Iser, 1972a/1987: 220).


En segundo lugar, Iser concede una enorme importancia al concepto de ilusión —no podría ser de otro modo—, como actividad de representación que permite conformar en la imaginación del lector la Gestalt del texto literario. La experiencia que ofrece el texto se hace accesible a través de «ilusiones», pese a que las posibilidades semánticas de un discurso verbal siempre serán superiores a las que ofrezca cualquier sentido elaborado durante el proceso de lectura, ya que, como el mismo Iser se ve obligado a admitir:


La formación de ilusiones va constantemente acompañada de ‘asociaciones extrañas’ que no pueden ponerse de acuerdo con las ilusiones, el lector constantemente tiene que levantar las restricciones que aplica al ‘significado’ del texto [...]. A medida que vamos elaborando un esquema coherente en el texto, encontraremos nuestra ‘interpretación’ amenazada, por así decir, por la presencia de otras posibilidades de ‘interpretación’, y por ello surgen nuevas áreas de indeterminación (Iser, 1972a/1987: 232-233).


Finalmente, Iser menciona el concepto de acto de recreación con objeto de referirse al proceso de creación de sentido que protagoniza el lector ante el texto literario, y que se encuentra determinado por las sucesivas interrupciones de expectativas que su propio desarrollo exige para que su resultado sea eficaz. Conducen este proceso dos elementos estructurales, es decir, inmanentes, que desde el interior del texto configuran, en primer lugar, un repertorio de esquemas verbales conocidos y de temas literarios recurrentes, en relación con determinados contextos sociales e históricos, y que, en segundo lugar, desarrollan diversas técnicas y estrategias utilizadas para situar lo convencional y conocido frente a lo desautomatizado y variable. El único inconveniente es que tanto los repertorios como las estrategias, tal como los concibe Iser, no son elementos estructurales ni inmanentes del texto, sino de la conciencia del lector. Son una construcción fenomenológica del intérprete. El «acto de recreación» de Iser es una ilusión trascendental, más concretamente, una ilusión subjetiva que pretende ser trascendental.

Ha de insistirse en un hecho decisivo, sin el cual no se explica la estética de la recepción en la historia alemana de la teoría literaria. Me refiero al luteranismo. Sin Lutero, Jauss e Iser son inconcebibles. Esa libre interpretación de la escritura ―sagrada, primero, y literaria, después―, que en realidad nada tiene que ver con la libertad, sino con el misticismo y la psicología más personales ―y en el caso del protestantismo con el autoritarismo más individualista, es determinante en la Escuela de Constanza. No por casualidad las obras clave de Iser, Der implizite Leser (El lector implícito, 1972) y Der Akt des Lesens (El acto de leer, 1976), estudian las posibilidades y efectos del texto literario en su interacción histórica con el sujeto receptor ―con el yo, y en ellas se introducen dos categorías de enorme importancia para nuestra crítica: el concepto de «lector implícito» y la noción de «punto de vista errante».

El concepto de «lector implícito» está expuesto en la obra de Eduard von Hartmann, tal como ha demostrado Pedro Aullón de Haro (2001, 2010), particularmente en los dos volúmenes de su Ästhetik (Die deutsche Ästhetik seit Kant: erster historisch-kritischer Theil der Ästhetik, I. Die Philosophie des Schönen, II), de 1886-1887, cuyos contenidos se han traducido puntualmente al español en Filosofía de lo bello: una reflexión sobre lo inconsciente en el arte (2001). Muy seguramente Iser toma de Hartmann esta noción, fuertemente anclada en una de las más psicologistas interpretaciones de la estética, y lo presenta en especular correspondencia con el concepto de Wayne C. Booth (1961) de «autor implícito» (implied author). Así remite Iser a la idea metafísica de un lector ideal, el cual, según autores y escuelas, ha recibido múltiples denominaciones y funciones: «archilector» (Riffaterre), «lector modelo» (Eco), «lector intencional» (Wolff), «lector informado» (Fish), «lector implicado» (Genette), etc. El lector se convirtió de este modo en un género de muy diversas especies. Desde una diversidad de figuras retóricas se trataba de apelar a una suerte de «lector textualizado», con el fin de designar la textualización de que podían ser objeto diferentes especies —y funciones— de lector de obras literarias, según los múltiples modos y procedimientos que concurran en el sentido de su disposición formal: imagen autorial del lector real, lector ideal, narratario, sujeto interior del poema lírico, destinatario inmanente del enunciado, etc. Pierre V. Zima (1991) fue uno de los primeros autores en criticar el modelo de Iser, al observar en él un excesivo eclecticismo de fuentes que, desde su punto de vista, hacía muy discutibles algunos aspectos de su teoría de las indeterminaciones textuales y de su concepto de «lector implícito». ¿Es el «lector implícito» algo mucho más amplio y orgánico de lo que Iser (1976/1987: 55-70) trató de designar inicialmente bajo esta expresión? ¿Cuál es la realidad ontológica del «lector implícito»? Lo más probable es que su ontología (material) se limite a la tropología (de la forma) literaria, es decir, a ser una figura retórica de determinados discursos literarios, pero no a ser una figura gnoseológica, propia de una Teoría de la Literatura, capaz de sustentar interpretaciones científicas acerca de los materiales literarios. Según W. D. Wilson, «we must not claim that our interpretation of the implied reader is anything more than our interpretation» (apud Gnutzmann, 1994: 226).

La noción de wandernder Blickpunkt o «punto de vista errante» postula que todo lector de una obra literaria se sitúa dentro del texto objeto de su lectura —de nuevo se incurre aquí en la falacia adecuacionista—, de modo que la comprensión que el intérprete hace del texto resultará siempre parcial y segmentada, al igual que sucede con la percepción humana cuyos contenidos no se sistematizan categorial o científicamente, esto es, en un discurso lógico (M3). Quien contempla un espejismo y desconoce las leyes de la óptica, nunca sabrá explicar por qué la realidad ontológica de lo que ve es igual a cero, aunque su percepción fenomenológica sea la de un oasis en medio del desierto (o la de un vello púbico femenino allí donde Cervantes describe una celosía de la que sobresale una caña que habrá de alcanzar un capitán cautivo[2], como advirtió psicoanalíticamente un célebre cervantista estadounidense). La percepción de los fenómenos se produce siempre de modo discreto o discontinuo, como he tratado de explicar en otro lugar (Maestro, 1994) según el principio de discrecionalidad (A = a1, a2, a3... an). Pero los fenómenos que resultan de la percepción han de convertirse en conceptos, a los cuales se llegará sólo a través de una interpretación, mediante operaciones y relaciones llevadas a cabo por un sujeto operatorio, que actuará, en el caso de la interpretación literaria, desde saberes científicos y categoriales, es decir, mediante el uso de figuras gnoseológicas, y no desde figuras retóricas. El «punto de vista errante» de Iser nos remite a los extremos más libérrimos de una interpretación fenomenológica de los materiales literarios, que sitúa en el más puro psicologismo una serie de hechos que exigen conceptualizarse de acuerdo con una sistematización científica, categorial y lógica. Iser reduce de este modo la lectura literaria a una experiencia psicológica, y aleja definitivamente su concepto de lector, metafísico e ideal, de toda posibilidad de hacer de esa lectura literaria una interpretación científica ontológicamente fundamentada[3].

Sinceramente, considero que ni la lectura la interpretación de la literatura funcionan, ni pueden funcionar, de este modo.

Las diferentes tipologías del lector, consecuencia de las teorías psicológicas de Iser, son con frecuencia tropos o figuras que sólo formalmente consiguen explicar e ilustrar determinados elementos relativos al conocimiento de la obra literaria.

En este sentido, numerosos teóricos de la literatura se han entregado en las últimas décadas a la búsqueda y captura del «lector ideal», del lector propio de una época o de un texto específico, o incluso del autor de un texto literario como su más idóneo lector[4]. El lector de época es una de las categorías de la recepción que se ha querido identificar como modelo ideal, desde el punto de vista de la historia social de la literatura, de sus efectos en el gusto del público receptor, y del conjunto de normas y valores culturales vigentes en cada período literario. Éste fue en cierto modo el camino que siguió Jauss, evitando el psicologismo e incurriendo en el sociologismo.

Sin embargo, el lector ideal del que nos hablan las teorías de Iser reside en un estatuto mucho más abstracto, heterogéneo y metafísico, y en su ilusionismo conceptual intervienen múltiples elementos ideales y formales, que no empíricos ni ontológicos. El propio Iser (1976/1987: 58) ha llegado a escribir que «el lector ideal, a diferencia de otros tipos de lectores, es una ficción. Como tal, carece de fundamento; sin embargo, en ello basa su utilidad. Pues como ficción tapona los agujeros de la argumentación que constantemente se abren en el análisis del efecto y recepción de la literatura. El carácter fictivo [sic] permite dotar al lector ideal con cambiantes contenidos, según la clase del problema que deba ser resuelto con la apelación que se le hace». Iser nos está exponiendo un lector que es un puro concepto teológico. En este sentido, y por esta razón, dado semejante idealismo, su teoría de la recepción podría considerarse definitivamente como un auténtico fraude gnoseológico. Subrayo estas palabras de Iser, con las que él mismo desautoriza los fundamentos de su propia teoría de la recepción literaria: «el lector ideal, a diferencia de otros tipos de lectores, es una ficción. Como tal, carece de fundamento». Hay cosas tan inútiles... que sirven para todo. Prosigamos.

Iser examina los conceptos de archilector (Riffaterre, 1971), lector informado (Fish, 1970) y lector pretendido (Wolff, 1971), a los que identifica respectivamente con modelos metodológicos destinados a superar las limitaciones de la estilística estructural, la gramática generativa-transformacional y la sociología de la literatura. Sin embargo, lejos de superar tales limitaciones, Riffaterre, Fish y Wolff incurren en psicologismos e idealismos cada vez más sofisticados. Añadiré, en la crítica a estos ideales fenomenológicos, el concepto de «lector modelo» de Eco.

Riffaterre (1971) define el archilector como un «grupo de informadores» que convergen en los «pasajes nodales del texto», con el fin de objetivar en la coincidencia de sus reacciones la existencia de un hecho lingüístico. Esto es una ficción completa. El archilector de Riffaterre pretende ser, pues, un principio de conocimiento textual destinado a la comprensión del estilo, al que trata de objetivar mediante la información suplementaria que procede del nivel lingüístico, teniendo en cuenta que la constitución de un «hecho estilístico» sólo puede realizarse mediante la acción de un sujeto que lo perciba. He aquí la reducción fenomenológica y psicologista aplicada a la lingüística y a la estilística estructural.


El archilector de Riffaterre es ciertamente un concepto-test para captar «el hecho estilístico»; pero a la vez contiene la decisiva indicación de que la deficiente capacidad referencial del «hecho estilístico» necesita del lector para su recepción. Pero el mismo archilector como descripción de un grupo de informantes no queda inmune ante el error. Pues la expectativa de contrastes intratextuales presupone competencias de distinto tipo, y no únicamente depende de la proximidad o lejanía histórica en la que el grupo-test se sitúa con respecto al texto. De todos modos, el modelo de Riffaterre muestra que para la fijación de las cualidades estilísticas ya no basta el instrumental de la lingüística (Iser, 1976/1987: 60).


El propio Iser imputa al modelo de Riffaterre errores de bulto: «el mismo archilector como descripción de un grupo de informantes no queda inmune ante el error», ya que este modelo de lector no agota las competencias que le exige y presupone el texto. Naturalmente que no. Con todo, y de acuerdo con las palabras de Iser, en adelante, no serán los criterios formales, sino los psicológicos, los responsables de determinar las cualidades estilísticas de un texto. La psicología de un lector ideal se convierte así en algo superior y trascendental a la ontología de los materiales literarios. Desde el punto de vista del espacio estético, se produce de este modo una reducción de la obra de arte en particular, y de los materiales estéticos en general, al sector autologista del eje pragmático, de modo que el arte será, en adelante, lo que el lector o receptor considere «artístico», al margen de teorías objetivas y sistemas categoriales de interpretación (normas), y en contra incluso de la interpretación que pueda dar una sociedad determinada (dialogismo).

Por su parte, el concepto de «lector informado», propuesto por S. Fish (1970), trata de describir, en términos igualmente psicologistas, los procesos de elaboración e interpretación de que es objeto el texto literario por parte de sus lectores, y se caracteriza por su triple competencia lingüística (conocimiento de la lengua en que está construido el texto), semántica (posee la cultura adecuada para su interpretación), y literaria (es capaz de interpretaciones textuales coherentes). La verdad es que, definida en tales términos, la competencia literaria de Fish debería denominarse simplemente «competencia textual», pues en realidad no da cuenta de una ontología literaria, sino de una mera realidad textual. Además, tales funciones pueden identificarse fácilmente con las facultades de un lector real, empírico, concreto, mucho mejor que con una abstracción o un lector puramente ideal, por muy «informado» que lo imaginemos. Con todo, en su concepto de «lector informado», Fish nos presenta como esenciales los procesos de aprendizaje y comprensión del texto, registrados en la observación de los efectos y sentidos provocados durante el acto de lectura, mediante los cuales el lector trata de adquirir la mayor competencia estética posible, es decir, de alcanzar las mejores condiciones informativas respecto al texto. Uno de los principales cometidos del «lector informado» de Fish consistiría en reorganizar mediante su propia competencia la estructura formal, semántica y literaria del texto, a través de un proceso de lectura en el que se registra la generación de diferentes acciones de sentido y comprensión, cuyo desarrollo puede explicar una gramática transformacional generativa. Sin embargo, el límite de este modelo teórico se encuentra en los intentos de aclarar rigurosamente cada uno de los procesos de reelaboración del discurso, lo que empobrecería notablemente la entropía inherente al acto de recepción. «El problema del concepto de Fish —objeta el propio Iser (1976/1987: 62)— consiste en que, en primer lugar, se desarrolla en un modelo gramatical, pero con toda razón lo abandona en un determinado punto para apelar a una experiencia indiscutible que parece cerrarse a la acción teórica». Iser reprocha ahora a Fish —con razón— un psicologismo del que el mismo Iser ha sido muy responsable, desde el momento en que su propia teoría de la recepción, como su concepto mismo de «lector implícito», es profundamente psicologista. Fijémonos además en que las competencias que exige Fish a su «lector informado» son lingüísticas, semánticas y literarias. Es decir, y digámoslo sin ser groseros, su «lector informado» es un lector que sabe leer y escribir, que conoce el significado de las palabras (parece que no se le exige que conozca también el sentido), y que dispone de «competencia literaria», facultad esta última que acaba por disolverse en una suerte de hermenéutica fenomenológica nunca analizada en profundidad por el propio Fish. Es muy lamentable, en suma, tener que reconocer que Fish no dice más que obviedades. Naturalmente que un buen lector es aquel que dispone de «competencia literaria». El problema está en cómo adquirirla y en cómo ejecutarla, modos de construcción e interpretación de los que Fish habla en términos retóricos, pero no gnoseológicos. Y por último, conviene recordar que información no es conocimiento. La información requiere de una experiencia gnoseológica que la convierta en conocimiento, y esa conversión sólo puede ejecutarla un sujeto operatorio, un sujeto real, de carne y hueso, capaz de convertir los términos, los fenómenos y los referentes (datos, hechos, objetos...), en esencias, conceptos e ideas, desde criterios científicos, categoriales y lógicos.

El «lector modelo» de U. Eco no resulta en este contexto en absoluto novedoso ni heterodoxo. Las obras en que Eco expone inicialmente su teoría de la recepción son Obra abierta (1962) y Lector in fabula (1979). Sus estudios sobre la recepción constituyen un planteamiento de la interpretación de la obra literaria, desde el punto de vista del lector, que sigue un modelo fundamentalmente semiótico, en el que están presentes los elementos formales y semánticos de la retórica y la poética literarias, frente a la visión histórica y sociológica de Jauss o a los presupuestos hermenéuticos y fenomenológicos de Iser. La teoría de la recepción de Eco se articula en torno a los siguientes planteamientos sobre las operaciones de lectura y los procesos pragmáticos que disponen su elaboración y comprensión. 1) La lectura o recepción es una confirmación de la textualidad, y no su negación. 2) Eco se distancia, especialmente a partir de la publicación de Lector in fabula (1979), de una teoría del uso para situar sus estudios sobre la interpretación de la obra literaria en una teoría de la interpretación de textos. 3) Se distancia también de la deconstrucción y se aproxima a la semántica y la pragmática del texto (Petöfi). 4) Introduce el concepto de cooperación interpretativa, con el que designa la implicación del lector modelo en el mecanismo de interpretación, o estrategia textual, de modo que las categorías de textualidad y estructura adquieren relaciones de interdependencia con las propiedades semánticas de infinitud y apertura, como consecuencia de lo cual acaba por incurrir una vez más en lo que la Crítica de la razón literaria califica de falacia adecuacionista. 5) Finalmente, Eco se propone, en su Lector in fabula (1979), «definir la forma o la estructura de la apertura», ofreciéndonos metáforas y estrategias interpretativas del más alto interés lúdico-metodológico. El texto es según él una realidad compleja que se encuentra llena de blancos, o elementos no dichos, que la competencia del lector debe determinar y dotar de sentido a través de los sucesivos procesos de lectura. Lo sabemos desde Ingarden (1931). Iser (1976) también lo había dicho, siguiendo a Ingarden de forma casi literal. Para Eco el texto es un mecanismo reticente que, como proceso semiósico de significación, ha previsto una plusvalía o entropía de sentido que el destinatario introduce o identifica en él —de nuevo la reducción fenomenológica—. Por estas razones, todo texto deberá prever un lector modelo capaz de disponer y cooperar en la actualización y comprensión del discurso, de modo que este ha de ser ante todo una estrategia de lectura, constituida por el conjunto de las interpretaciones autorizadas por los diferentes procesos de recepción. La falacia adecuacionista está, de nuevo, servida. Eco nos cuenta lo que ya sabíamos, si bien nos lo comunica desde la retórica de su propio idiolecto.

Finalmente, el «lector pretendido» es aquella «idea del lector que se ha configurado en el espíritu del autor» (Wolff, 1971: 166, cursiva mía), y que puede asumir en el texto diferentes formas: horizonte de expectativas del lector contemporáneo, ideologemas de lectores concretos, hipóstasis del lector, etc. Bien, desde el punto de vista de la Crítica de la razón literaria se considera que una declaración de este tipo es, directamente, una tomadura de pelo. Reducir la realidad de lo que es un lector literario, es decir, un material ontológico constitutivo de lo que la literatura es, a una idea configurada «en el espíritu del autor», en su mente o en su intención o voluntad, supone incurrir en el más grosero psicologismo y en el más rupestre idealismo metafísico (cuando no en la falacia intencional, tan reprobada por los New Critics). Wolff, con su declaración hipostática del lector, se sitúa en la máxima amplitud de la falacia adecuacionista, al describir una relación de correspondencia en la que quedan comprendidos los extremos últimos de la comunicación literaria: autor y lector. Hechos ambos espíritu puro. Sin duda Wolff se ha dejado embargar por una ilusión fenomenológica que le parece indiscutible: la existencia de una relación o adecuación mutua entre la forma de expresión retórica de un texto y la imagen de sus posibles lectores intencionales. Es una forma retrógrada de incurrir en la falacia intencional, objetada por Wimsatt y Beardsley (1954), a través de las teorías de la recepción literaria, y concretamente gracias a la figura hipostasiada de un lector imaginario, que sería algo así como la simiente del autor espiritualmente inoculada en el texto literario, y por obra y gracia de un lector ilusionista. De modo muy ingenuo, el propio Iser (1976/1987: 63) se pregunta a este propósito «por qué un lector, por encima de la distancia histórica, es capaz todavía de captar un texto, aunque ciertamente ello no se encontraba en la intención de ese texto». La respuesta podría darla cualquiera: porque el texto literario carece de voluntad antropomórfica para declarar sus «intenciones personales». Sólo el lector, es decir, un lector de carne y hueso, que es el único lector realmente existente, puede, como sujeto operatorio, seleccionar un texto literario, entre muchos, e interpretarlo de acuerdo con una intención proléptica, con una teleología o finis operantis, indisociable de cualquier actividad humana. La noción de «lector pretendido» o intencional puede adquirir cierto interés desde el punto de vista de determinados modelos retóricos de hermenéutica literaria, destinados a reconstruir el horizonte de expectativas de una obra de arte verbal, insistiendo en aquellas condiciones históricas que han hecho posible su elaboración y recepción literarias, y que han determinado para la posteridad un modelo de comprensión que puede verse alterado o ratificado en el tiempo a través de lecturas sucesivas, pero no deja de ser un tropo, una figura retórica sin ninguna relevancia gnoseológica.

Como resulta fácilmente observable, el lector se ha convertido en las últimas décadas en una referencia constante de la Teoría de la Literatura, que ha evolucionado por caminos psicologistas, idealistas y metafísicos. En resumen, puede decirse que el «lector implícito», en la teoría de la estética de la recepción de Iser, es —y hace referencia a— una triple dimensión, retórica, psicológica y teológica del texto literario, pues no sólo es una estructura tropológica inscrita en los textos, como lo son también la anáfora, el poliptoton o la onomatopeya, por ejemplo, sino que encarna además la totalidad de las orientaciones y juicios previos que un texto de ficción puede ofrecer a sus posibles lectores, además de convertirse en una figura trascendental en la interpretación metafísica e ilusionista de los materiales literarios, al quedar reducido a una simple forma teórica desposeída de realidad efectiva. El «lector implícito» no será nunca un referente gnoseológico, ya que a su forma conceptual no corresponde ningún correlato materialmente existente ni mucho menos operatorio. Es, en suma, una categoría o modelo trascendental, que permite describir la estructura general del efecto psicológico que determinados críticos experimentan ante un texto de ficción, o que simplemente se sienten en condiciones de atribuirle. El «lector implícito» es una pura y todopoderosa ilusión fenomenológica. En palabras de Iser:


Es un concepto que dispone el horizonte referencial de pluralidad de actualizaciones del texto, históricas e individuales, a fin de poderlas analizar en su particularidad [...]. La estructura del texto establece el punto de visión para el lector [...], en cuanto que nuestros accesos al mundo sólo y siempre poseen una naturaleza significada por un carácter perspectivista [...]. El concepto de lector implícito circunscribe, por tanto, un proceso de transformación, mediante el cual se transfieren las estructuras del texto, a través de los actos de representación, al capital de experiencia del lector (Iser, 1976/1987: 70).


Dueño de todas las perspectivas de acceso al texto, el «lector implícito» es una suerte de Dios de la interpretación literaria, un demiurgo de la hermenéutica en el que se ejecutan y registran todas las posibilidades de comprensión de una obra literaria. Una maravilla del psicologismo. Iser escribe desde el corazón del idealismo alemán. Parece que estamos leyendo a Ortega, a Cassirer, a Fichte incluso, acaso al último Hegel, extasiado ante el Espíritu Absoluto (ahora devenu en lector implícito).

Conviene, sin embargo, pensar teniendo en cuenta la realidad, y no la psique. Ni el deseo. La simplicidad es sólo relativa a una multiplicidad dada, es decir, sólo puede predicarse y justificarse desde una multiplicidad de hechos, referentes o fenómenos materiales, pero nunca desde un inventario especulativo de postulados, y aún menos desde un abanico de posibilidades retóricas o inventivas. No se puede multiplicar irrealmente el número de lectores de una obra literaria sólo por adjudicarles identidades formales del tipo «lector real», «lector ideal», «archilector», «lector modelo», «lector implícito», «lector explícito», «lector implicado», «lector intencional», «lector informado», «lector textualizado», etc., porque el único lector posible, real y efectivamente existente, es el lector de carne y hueso. Es decir, un sujeto operatorio. No hay más. Porque lo demás es retórica y formalismo, metafísica de la lectura y teología de la recepción. Una supuesta teoría o poética de la recepción no puede basarse en una configuración idealista de lectores, cuya única existencia es formal y retórica, porque al hacerlo así dejará de ser una Teoría de la Literatura para convertirse en una teología de la recepción, una suerte de idealismo metafísico de la lectura, cuyo reino, naturalmente, no será de este mundo.

En consecuencia, la Crítica de la razón literaria evita términos tales como «lector ideal», «lector modelo», «archilector», «lector implícito», «lector explícito», «lector implicado», etc., al considerarlos invenciones retóricas de determinados «teorizadores» o especuladores de la literatura. Son figuras retóricas, pero no figuras gnoseológicas, ya que carecen de contenido material. En realidad funcionan como una añagaza, o una simple falacia, detrás de la cual la única realidad existente es la del crítico literario, quien propugna, por un lado, «la muerte del autor» y, por otro, el idealismo de un receptor modélico con el que el propio crítico acaba siempre por identificarse. El único lector, posible y factible, es el lector real, apelación en sí misma pleonástica, pues no hay lectores irreales, si exceptuamos los inventados por Iser, Wolff, Fish, Riffaterre o Eco —por el propio Gadamer, desde su hermenéutica, y por el mismo Genette, en sus análisis estructurales—, entre otros, para justificar el idealismo formalista de sus interpretaciones literarias, cuyo objetivo último consistió en instaurar la supremacía del crítico como intérprete y del intérprete como transductor (Maestro, 1994a, 1996, 2001, 2002, 2002a).

Una teoría que aumenta los entes sin necesidad, es decir, sin contrapartida empírica, sin correlatos referenciales efectivamente existentes, no es que sea falsa, es que simplemente no es teoría de nada. Es retórica vacua. Entia non sunt multiplicanda praeter necessitatem (Clauberg, Logica vetus et nova, 1654). Una teoría que no se basa en referentes materiales es lo mismo que una falsa partitura musical: la escritura de los signos musicales no se corresponde con ninguna realidad instrumental que haga factible su interpretación. Acaso un «músico ideal», o un «músico implícito», podría ejecutar la escritura musical plasmada en un pentagrama de esta naturaleza, pero también un «geómetra ideal», y sin duda también «modélico», podría trazar una circunferencia cuyo radio fuera infinito (de modo que su centro estaría simultáneamente en todas partes y su perímetro en ninguna).


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NOTAS

[1] Desde corrientes sociológicas de investigación literaria, se encuentran próximos a la teoría de la recepción autores como A. Silbermann y especialmente H. N. Fügen (1968), quien ha realizado diferentes estudios sobre el «comportamiento literario» (literarisches Verhalten), fenómeno al que considera desde el doble punto de vista de la literatura como objetivación de comportamientos y experiencias sociales, y en sus relaciones de producción, tradición, difusión y recepción, en una línea de investigación claramente precursora de la de Schmidt (1980).

[2] «Digo, pues, que encima del patio de nuestra prisión caían las ventanas de la casa de un moro rico y principal, las cuales, como de ordinario son las de los moros, más eran agujeros que ventanas, y aun estas se cubrían con celosías muy espesas y apretadas. Acaeció, pues, que un día, estando en un terrado de nuestra prisión con otros tres compañeros, haciendo pruebas de saltar con las cadenas, por entretener el tiempo, estando solos, porque todos los demás cristianos habían salido a trabajar, alcé acaso los ojos y vi que por aquellas cerradas ventanillas que he dicho parecía una caña, y al remate della puesto un lienzo atado, y la caña se estaba blandeando y moviéndose, casi como si hiciera señas que llegásemos a tomarla» (Quijote, I, 40).

[3] Sin duda el concepto iseriano de «punto de vista errante» guarda relaciones con la idea de semiosis ilimitada de Peirce (1987). Pero el semiólogo americano fue en este punto muchísimo más riguroso que el fenomenólogo alemán. El concepto peirceano de semiosis ilimitada remite a la lógica de una interpretación científica, donde el primer sentido o lectura (interpretante) resulta modificado por el segundo, que introduce una nueva situación de complejidad, la cual será transformada a su vez por una tercera interpretación, y así ilimitadamente. La totalidad del objeto de conocimiento, así como su pretendida comprensión absoluta, sólo se consigue mediante sucesivas e ilimitadas síntesis de lecturas y puntos de vista. El circuito es inagotable, pero siempre discurre dentro de la lógica de una ciencia categorial y sobre una realidad ontológicamente definida.

[4] La hipótesis según la cual el autor es su propio lector ideal sería la falacia intencional impostada desde la recepción literaria. Incluso admitiendo que el autor es, o puede actuar, como el primero de los lectores de su propia obra, no es menos cierto que, como lectores de sus propios textos, los autores no reciben los efectos de forma inmediata. Aun después largos períodos posteriores a la elaboración de su obra continúan con frecuencia refiriéndose a determinados procedimientos de estrategia, composición, intencionalidad..., o a aquellas consecuencias que alguno de estos aspectos ha podido adquirir en su vida de escritor tras el proceso de gestación y redacción de la obra.






Información complementaria


⸙ Referencia bibliográfica de esta entrada

  • MAESTRO, Jesús G. (2017-2022), «El concepto de lector en las teorías literarias del siglo XX», Crítica de la razón literaria: una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica. Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades del conocimiento racionalista de la literatura, Editorial Academia del Hispanismo (III, 4.3.1), edición digital en <https://bit.ly/3BTO4GW> (01.12.2022).


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Jesús Maestro, Crítica de la razón literaria