III, 4.1 - Crítica del concepto de autor: la falacia descriptivista

 

Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
__________________________________________________________________________________


Índices







Crítica del concepto de autor: la falacia descriptivista. 


La construcción de la literatura.
Contra el nihilismo mágico de la deconstrucción 


Referencia III, 4.1


                                                                                        Cuando leemos el Quijote, leemos a Cervantes.

                                                                                                                                                            Francisco Rico


Crítica de la razón literaria, Jesús G. Maestro

La figura del autor en la literatura se ha recuperado inteligentemente en los últimos tiempos, superando la etapa estructuralista y neoformalista que decretaba de forma sofista su «muerte» (Barthes, 1968) o su disolución (Foucault, 1969). La deconstrucción postulaba de este modo una suerte de nihilismo mágico desde el que trataba de suprimir formalmente la presencia del autor. Pero como han señalado muchos críticos, entre ellos Dámaso López García, «al autor, como a la materia, le cuesta desaparecer» (1993: 64). Dicho de otro modo: el autor es una realidad ontológicamente inderogable. Y como tal, exige gnoseológicamente una formalización crítica capaz de explicarlo.

La realidad de la literatura y el trabajo de buena parte de la crítica literaria han contrarrestado este nihilismo mágico propio de una deconstrucción académica y mercantil. Véase, por ejemplo, el volumen sobre El autor en el Siglo de Oro. Su estatus intelectual y social, a cargo de Manfred Tietz (et al. 2011). Este libro contiene más de treinta contribuciones sobre el tema monográfico del autor en la literatura española aurisecular, y constituye una publicación de referencia en este campo[1].

En La deshumanización del arte (1925/1983: 35), Ortega recuerda etimológicamente que «autor viene de auctor, el que aumenta. Los latinos llamaban así al general que ganaba para la patria un nuevo territorio». La autoridad del autor parece emanar de su capacidad para incrementar un poder efectivo sobre una parte inédita de la realidad. Sin embargo, como consecuencia de las ideas kantianas acerca de la autonomía de la obra de arte, el siglo XX irá introduciendo cada vez con mayor intensidad la deshumanización de los materiales literarios, y el primero de ellos será precisamente el autor. Así lo hicieron las vanguardias históricas durante el primer cuarto del siglo XX, y así lo hicieron también desde su segunda mitad las corrientes neoformalistas de teoría y crítica literarias. La deshumanización del arte se saldó apenas dos o tres décadas después con la irrupción de teorías de la interpretación literaria desde las que se consideraba que deshumanizar consistía en suprimir al autor del campo categorial o científico de la investigación literaria. Situaron la deshumanización no en el método —científico—, sino en el objeto —de conocimiento—. Si la medicina hubiera hecho lo mismo, habría prescindido del paciente. La literatura, sin embargo, gracias estos críticos idealistas y sofistas, quedó reducida —y desde entonces así ha permanecido para toda mentalidad neoformalista y posmoderna— a un único material literario: el texto. Un texto ideal (porque es ilegible), absoluto (porque no tiene límites), e ininteligible (puesto que si todo es texto y todo es soluble en la retórica de la textualidad, incluyendo incluso realidades como Auschwitz o las monstruosas guerras contemporáneas, entonces no hay nada que interpretar, porque «no hay hechos»)[2].

Desde el punto de vista de la Crítica de la razón literaria, el autor es el artífice de los contenidos lógico-materiales, ideas y conceptos, objetivados formalmente en un texto que, de ser literario, interpretamos como literatura. Esto significa que el autor exige ser interpretado como materia y como forma, es decir, desde criterios gnoseológicos (lógico-materiales), y no desde una perspectiva meramente epistemológica (idealista), que enfrenta, tras haberla reducido psicológicamente a un puro objeto de conciencia, la figura del autor a la figura de un sujeto receptor, ambos retóricamente aderezados.

El enfoque gnoseológico identifica en el autor una realidad lógico-material de componentes materiales y formales, inseparables en sí mismos (ontológicamente), pero disociables en la medida en que pueden analizarse mediante conceptos (gnoseológicamente). Por su parte, el enfoque epistemológico, seguido de forma acrítica desde el idealismo kantiano prácticamente hasta nuestros días, ofrece una idea de autor por completo idealista, como no puede ser de otro modo, al manipularlo como una figura construida desde la conciencia de un sujeto receptor que, cuanto más cualificado y modélico se presenta, más irreal y metafísico resulta. El autor no puede reducirse, pues, a una dimensión exclusivamente formal o textual, como han pretendido tantos idealistas de la cultura, fenomenólogos de la literatura y teólogos de la escritura, ignorantes «de lo que pasa en la calle», desde el momento en que el autor es una persona materialmente física, psicológica y lógica, es decir, pertenece materialmente al género físico (M1), al género psicológico (M2) y al género lógico (M3), y por lo tanto es autor de materialidades físicas, psicológicas y lógicas, esto es, artífice de formas o textos, experiencias o hechos reales o ficticios, e ideas o conceptos racionalmente analizables. El autor, pues, no es autor o artífice exclusivamente de formas o textos. Esta paupérrima y grosera noción de autor es la que, desde una suerte de primer mundo retórico y tercer mundo semántico, han sostenido sofistas como Barthes, Derrida o Foucault, entre muchos otros posmodernos y preposmodernos (por llamarlos de alguna manera, como Eliot, Forster, Wimsatt o Beardsley). Pero no es esta noción la que sostenemos quienes, según los postulados de la Crítica de la razón literaria, reconocemos la evidencia de que el autor de obras literarias es un ser humano, esto es, un sujeto operatorio, que es autor precisamente porque lo es de formas verbales poética y estéticamente relevantes (M1), de experiencias psicológicas esencialmente humanas (M2), y de ideas y conceptos lógicos absolutamente inderogables (M3). Si para lectores como Barthes, Derrida o Foucault, la autoría de ideas y conceptos lógicos formalmente objetivados en las obras literarias es algo que, en su indefinida, acrítica y acientífica noción de «texto», les resulta ilegible, sua culpa est. No me cabe duda de que los seguidores de estos escribas posmodernos adolecerán de la misma miopía a la hora de leer las ideas objetivas contenidas formalmente, esto es, poética y estéticamente, en los textos literarios. Si el autor no es autor de ideas, no habrá ideas legibles para ningún lector. Solo habrá formas, indudablemente vacías de contenido, que el lector ignorante de ideas podrá henchir, con alegre arbitrariedad —es decir, sin dar cuenta de sus actos interpretativos a ningún código racional o científico—, de psicologismos e ideologías del más variado pelaje, vertederos que el discurso posmoderno abastece y mantiene siempre pletóricos de contenido. Pero la interpretación científica de la literatura no puede convertirse en un vertedero histórico de ideologías.

El concepto de autor que sostiene la Crítica de la razón literaria —el autor como artífice de contenidos materiales, ideas y conceptos, objetivados formalmente en una obra literaria— exige considerar la idea de autor desde la cuádruple perspectiva que ofrecen el espacio antropológico, el espacio ontológico, el espacio gnoseológico y el espacio estético o poético.

A lo largo de la Edad Contemporánea, la figura del autor ha sido objeto de dos tipos de falacias. Así, la falacia descriptivista sometió al autor a un creacionismo teológico, de modo que postuló su descripción como si se tratara de un dios, es decir, de una divinización del yo del artista, del poeta, del «creador». Fue el procedimiento de la crítica tradicional, prácticamente desde la Edad Moderna hasta la culminación del Romanticismo y la intervención de las vanguardias históricas y los formalismos teórico-literarios del siglo XX. En el otro extremo del péndulo se sitúa la falacia negacionista, una suerte de nihilismo mágico diseñado por la posmodernidad, de la mano de figuras como Barthes, Derrida o Foucault, quienes proclamaban de forma retórica e imaginaria la «muerte del autor», a imitación neonietzscheana de la «muerte de Dios». Ninguno de los dos extremos es aceptable, el primero por su idealismo descriptivista y teológico, y el segundo por su negacionismo, deconstructivismo o nihilismo igualmente idealista y falaz[3].

El autor es el artífice de las ideas objetivadas formalmente en los materiales literarios, y como tal es un término ontológico fundamental del campo categorial de la Teoría de la literatura.

En 1990, un volumen impreso en los Estados Unidos, con el que acaso se pretendía dar cuenta de significados científicos, todavía se refiere al autor de obras literarias como un término que connota autonomía, invención, creatividad, autoridad, originalidad y dominio sobre una creación (Pease, 1990). La figura del autor seguía identificándose entonces por los críticos de la Anglosfera con el acto de creación de una realidad subordinada a su creador. Tal idea de autor, que ha dominado y sigue dominando la mente de muchos lectores y críticos reconocidos, es completamente psicologista, metafísica y teológica. Y lo es incluso para quienes niegan, desde terrenos no menos metafísicos y teológicos —como es el caso de Barthes— la existencia del autor[4].

Si exceptuamos ciertas corrientes estilísticas, la mayor parte de los enfoques formalistas de la obra literaria trató de separar el texto literario del control del autor. Entre los primeros en haber propuesto la ruptura de esta relación lógica y fundamental figuran los New Critics norteamericanos Wimsatt y Beardsley (1954). Considero, frente a estos dos autores, que la «falacia autorial» no está en hacer un uso racional de los conocimientos de que disponemos acerca del autor de una obra literaria, sino en negar el uso de tales conocimientos, o incluso en negar la figura misma del autor, como material literario, el cual, además, es causa eficiente de la obra literaria misma, auténtico núcleo de la dimensión pragmática y social de la literatura. Archiconocida es la proclamada «muerte del autor» (Barthes, 1968), simplemente porque el autor es, desde siempre, el primer obstáculo para una interpretación libre del texto por parte del crítico literario. El éxito de las interpretaciones luteranas y psicológicas de las Sagradas Escrituras se debió, esencialmente, a que los textos veterotestamentarios no tenían autor conocido, y eran un terreno franco y fértil a la libre hermenéutica protestante. Para el crítico literario, el autor es un estorbo, cuya «muerte» resulta de gran utilidad. Asimismo, para el científico de la literatura, la «muerte del autor» equivale a la supresión de todo tipo de componentes subjetivos en los materiales literarios, depurados para su análisis exclusivamente formalista. En contra de opiniones muy generalizadas, sostengo que Barthes no fue un teórico de la literatura, sino un retórico de la escritura. Cualquier frase escrita por este hombre, incluso las mejores de ellas —las «mejores» de ellas sobre todo— son sólo metáforas. Y casi siempre metáforas fraudulentas, por lo que a la gnoseología de la literatura se refiere. Su supuesta teoría es una manifiesta retórica. Sus escritos son meras metáforas verbales, destinadas a explicar conceptos e ideas superiores e irreductibles a una tropología literaria, incompatibles con la sistematización científica y la crítica filosófica que exige la interpretación de las ideas contenidas en la literatura. No en vano Barthes es un tropoturgo, un artífice de metáforas hipnóticas, un sofista, estrecho puente retórico que no conduce más que a las puertas falsas de la deconstrucción, la diseminación y la posmodernidad, es decir, al psicologismo gregario y al autismo gremial.

Por estos caminos, la crítica y la teoría literarias del siglo XX han desembocado en una progresiva y creciente dominación del crítico literario (transducción) en los diferentes estadios de la pragmática de la comunicación literaria[5]. Al autor se le declara, quiéralo o no, muerto (estructuralismo francés). De la obra se dice que, como escritura que es, no puede ser interpretada objetivamente, de modo transparente, debido a que sus autores e intérpretes siempre estarán implicados en un contexto histórico que ha de enturbiar las posibilidades de comprensión del texto escrito. Sólo un «sujeto sabio» estará en condiciones de «dialogar» —me atrevo a añadir que como una especie de médium— con la escritura de la obra literaria (Gadamer, 1960). Por su parte, el crítico estructuralista y posestructuralista ha sometido al lector a un proceso tal de idealización que ha llevado a su disolución y despersonalización más absolutas, en una suma de abstracciones encarnadas en lectores ideales, modélicos, archilectores, lectores implicados, implícitos, explícitos, etc. Demasiados lectores para que ninguno de ellos sea auténticamente real. He aquí buena parte de la herencia de las poéticas de la recepción. Como consecuencia de todo esto, el crítico literario, o transductor, es la figura que sale fortalecida, dada la desaparición o, por mejor decir, la desautorización del autor; dada la limitación de las posibilidades de acceso a la interpretación de los textos, que desde Heidegger y Gadamer sólo son legibles y asequibles a la preparación selecta de un sujeto sabio y cualificado, que deja sin voz al lector común, el cual leerá solo por placer y por consumo, pero sin posibilidad de interpretar ideas; y dada la idealización, hasta la abstracción teórica y la disolución empírica, de la figura del lector, que será cualquier cosa menos un ser humano. Al final de semejante trayecto lo que queda es, en primer lugar, y ante todo, la figura de un crítico transductor, que domina —con pretensiones totalitarias— la transmisión de las interpretaciones literarias y la posibilidad de comprensión de las obras de arte verbal, y, en segundo lugar, la realidad de un conjunto de masificados lectores sin voz, de lectores comunes, debidamente amaestrados por la pedagogía académica y el mercado publicitado, carentes de la formación adecuada para la comprensión de los textos literarios, y que han de requerir el consejo indiscutido e imperativo de los críticos, transductores, o gobernadores de la opinión —que no ciencia— codificada y publicada sobre los textos literarios[6].

En este contexto, los movimientos posestructuralistas han supuesto en cierto modo una posible recuperación de la figura del autor, es decir, más concretamente, diríamos que determinados críticos posestructuralistas, culturalistas, feministas, etc., con objeto de justificar sus personales o gremiales valores ideológicos o axiológicos, y con objeto de buscarles un lugar visible y populista en el que hacerlos valer, en el proceso de la pragmática de la comunicación literaria, han tratado de recuperar la figura heterodoxa, homosexual, culturalista, neohistoricista, feminista, etc., marginal, diríamos, respecto a una tradición canonizada a lo largo del tiempo, de un autor. Se recupera en este caso la figura de un autor, pero no como afirmación de la literatura o del ser humano, sino como medio de justificar, apoyándose en personajes morales y más o menos populistas, formas de conducta rechazadas por la tradición. Se rescata una idea de autor, sí, pero para revestirlo o travestirla de nuevas interpretaciones, para manipularlo o adulterarla como un instrumento psicológico y sofista al servicio de las nuevas ideologías.

A lo largo de los últimos años, especialmente en Estados Unidos, y América en general, bajo la influencia de la Anglosfera, el pensamiento literario se ha alimentado de inanidades. Ideologías varias, psicologismos sectarios y retóricas gremiales han sido su principal fuente de abastecimiento y organización. El resultado es y sigue siendo un discurso que apenas expresa absolutamente nada acerca de la literatura. Con frecuencia es un discurso sólo legible desde el estrecho formato de las psicologías gremiales. Lo que yo no entiendo, y me gustaría que alguien me lo explicara, es por qué semejantes vacuidades gozan de respeto, e incluso de «prestigio», en el mundo académico contemporáneo[7]. La Hispanosfera interpreta su propia literatura desde la pobreza metodológica de presuntas teorías literarias promovidas desde la Anglosfera. Esto es peor que ponerse unas gafas mal graduadas para ver mejor la realidad. Académicamente, es una absurdidad completa.

Las ideologías posmodernas, que pretenden pasar fraudulentamente por teorías literarias, no sólo han renunciado a la idea de verdad en la interpretación científica, sino que han pretendido imponer esa renuncia en todas las metodologías a través de las que se desarrolla la investigación académica contemporánea. Del mismo modo, han renunciado también a la idea de sistema, con objeto de sustraerse a cualquier organización coherente y racional del pensamiento humano, lo que sin duda permite y facilita la expresión atomizada, inconexa y arbitraria de cualquier afirmación, que nunca podrá ser debidamente verificada. Lo asistemático se construye siempre sobre simetrías engañosas, sobre arbitrariedades gratas a la vista, y sobre apariencias científicamente insostenibles, pero ideológicamente convincentes. Lo asistemático nos entrega un universo sin calificar, un cosmos por interpretar, esto es, un tercer mundo semántico. La renuncia a las ideas de verdad y de sistema legaliza la posibilidad de afirmar cualquier tipo de discurso gramatical o políticamente correcto, de tal modo que tan verdadero es proferir que «el autor ha muerto» (Barthes, 1968) como que «Dios es Amor» (Benito XVI, 2006). Uno y otro enunciado no son más que sendas metáforas verbales, porque ni el autor muere como idea —aunque su cuerpo fenezca físicamente— (seguimos estudiando a Cervantes, pese a quien pese, y no como forenses), y porque todo dios es pura psicología individual o colectiva, por muy poderosas y numerosas que sean las sectas que se sirven de tal invención psíquica para abastecerse económicamente. Expresarse mediante metáforas fraudulentas —como las aducidas por Barthes o Benito XVI— es labor propia de poetas frustrantes y de sofistas consumados, pero no de científicos ni de filósofos materialistas, es decir, es un procedimiento indigno de personas racionalistas. La metáfora fraudulenta es tropo que identifica siempre a un embaucador. Son fraudulentas todas aquellas metáforas cuya relación de semejanza entre los términos propuestos es falsa, ya que gnoseológicamente no puede ejecutarse jamás, bien porque uno de los dos términos —a veces incluso ambos— no existe ni real ni materialmente, bien porque se pretende exponer en términos científicos lo que sólo es válido en términos gramaticales o retóricos. La metáfora fraudulenta es el núcleo vertebrador de la sofística. Nada tiene que ver con la literatura, ni con la metáfora poética o literaria. La relación que el embaucador establece entre los términos de este tipo de metáfora es en sí misma una falacia. No hablamos de ficción, sino de sofisma. En el caso que nos ocupa, porque el autor existe siempre como idea, y porque ningún Dios ha existido jamás (y menos como un dios amoroso, siendo, como es propio de los dioses, ser crueles y homicidas). La singularidad de las hipótesis posmodernas reside sobre todo en que son inverificables, es decir, no pueden refutarse jamás. Una hipótesis no verificable carece de todo valor científico y funcional. Vale menos que una pésima metáfora.

En consecuencia, aquí se considerará al autor como una propiedad esencial de la literatura, un atributo indisociable de ella y absolutamente necesario a ella misma. Por otro lado, no se olvide que cuando una teoría literaria se convierte en un ejercicio retórico de exclusiones no es una teoría literaria: es una ideología gremial.


________________________

NOTAS

[1] Entre los diferentes hispanistas que intervienen, Claudia Hammerschmidt ha sintetizado valiosamente algunas de las contribuciones que sobre el autor se han publicado en los últimos años: «Para un concepto del autor escolástico medieval: Minnis (1984); para el desarrollo del concepto de autor profesional en el Siglo de Oro español: Strosetzki (1987); para la autoconciencia poética de Boscán a Góngora y las estrategias editoriales: Ruiz Pérez (2009); para una sociología del autor en el siglo XVII francés: Viala (1985); para una historia de la autoconcepción del autor desde 1630 a 1900: Goulemot y Oster (1992); desde la Ilustración hasta la actualidad (sobre todo en la literatura alemana): Selbmann (1994)» (Hammerschmidt, 2011: 157-158). En la misma dirección cabe situar el trabajo de Pedro Ruiz, al advertir que el proceso de recuperación del autor «fue estudiado por Chartier (2000) y desmontado por Burke (1992) y López García (1993), a los que siguió el rotundo libro de Bernas (2001). Mientras Bénichou (1996) o Couturier (1995) reconstruían desde distintas perspectivas la figura del autor y su discurso, se desarrollaban numerosos estudios centrados en la constitución del autor, la formación de su conciencia y la proyección de su discurso en las prácticas literarias y la formalización de los textos en diferentes espacios históricos y culturales, no faltaban revisiones de conjunto, como las recopiladas en los volúmenes de Jacques-Lefèvre (2001) y Brunn (2001), o reconstrucciones de este proceso en el marco jurídico y legal (Edelman, 2004)» (Ruiz Pérez, 2011: 360). Sobre el autor como «material literario», vid. mi monografía al respecto (Maestro, 2007b), hoy reproducida en la actual versión digital de la Crítica de la razón literaria.

[2] La tropológica muerte del autor, tan cacareada por las teorías neoformalistas, estaba trazada ya en las vanguardias históricas de comienzos del siglo XX: «¿Qué puede hacer entre estas fisonomías el pobre rostro del hombre que oficia de poeta? Solo una cosa: desaparecer, volatilizarse y quedar convertido en pura voz anónima que sostiene en el aire las palabras, verdaderos protagonistas de la empresa lírica. Es pura voz anónima, mero substrato acústico del verso, es la voz del poeta, que sabe aislarse de su hombre circundante. Por todas partes salimos a lo mismo: huida de la persona humana. Los procedimientos de deshumanización son muchos» (Ortega, 1925/1983: 35-36).

[3] «Si se tomara por la palabra a algunos representantes de la deconstrucción, se les podría devolver su actitud teórica sobre el concepto de autoría haciendo entrar en contradicción su práctica con sus propias ideas. Se podría describir en sus textos el concepto de autoría como concepto reprimido, desplazado, aniquilado; incluso se podría pensar que el tratamiento que hace Derrida del concepto de autoría lleva sobre sí la marca del logocentrismo» (López, 1993: 31).

[4] «La identificación del autor con un dios, católico más que cristiano, que tiene una responsabilidad limitada sobre su propia creación, es una inquietud muy antigua; y muy poco provechosa» (López, 1993: 27).

[5] «The critic is the real beneficiary of the separation of an author from a text» (Pease, 1990/1995: 112).

[6] Sin embargo, como ha advertido sabiamente Dámaso López, «no se puede pensar que el camino del autor al texto está interrumpido, mientras que el que va del texto al autor está abierto para el crítico» (López, 1993: 142).

[7] Coincido plenamente con las siguientes palabras de Dámaso López García, en su Ensayo sobre el autor (1993: 17): «El problema de una buena parte de la crítica no es el sopor al que invita al lector, sino la vacuidad, el alejamiento de los problemas centrales de la literatura, su dispersión y quizá su ingenuidad, teñida de añoranzas de lingüística, psicologismo, psicoanálisis, fraseología hegeliana, marxista, historicismo, sociologismo, antropología, etc. […]. El campo propio de la literatura no puede someterse alegremente al monismo de moda que cualquier teórico desee utilizar».






Información complementaria


⸙ Referencia bibliográfica de esta entrada



⸙ Bibliografía completa de la Crítica de la razón literaria



⸙ Glosario 



⸙ Enlaces recomendados 



⸙ Vídeos recomendados


La realidad de la literatura y los materiales literarios:
autor, obra, lector e intérprete o transductor




*     *     *