III, 4.2.3 - Concepto de texto según la Crítica de la razón literaria

 

Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices





Concepto de texto según la Crítica de la razón literaria


Referencia III, 4.2.3


Crítica de la razón literaria, Jesús G. Maestro

Según la Crítica de la razón literaria, el texto de una obra literaria es el material ontológico inderogable en el que se objetivan formalmente ideas y conceptos que, en toda investigación de la literatura, pueden y deben analizarse desde criterios racionales, científicos y dialécticos. El texto u obra literaria será, pues, la realidad material en la que se objetivan formalmente las ideas y los conceptos de la literatura. De este modo, el texto literario sólo podrá concebirse como resultado de la actividad de uno o varios artífices, que reconocemos como autores, y resultará destinado, como material fundamental de la ontología literaria, a la lectura y la interpretación críticas de las ideas y conceptos formalmente en él objetivados. No hay texto, y no cabe hablar de texto literario, si no hay ideas y conceptos formalizados en su realidad material. Al margen de ideas y conceptos no es posible concebir ni interpretar un texto. No bastan, pues, las formas, para hablar de texto: es también imprescindible un contenido material inteligible. La Teoría de la Literatura analiza el texto literario con la intención de interpretarlo como lo que es: un sistema de ideas y conceptos formalmente objetivados, es decir, literariamente materializados.

Como sistema de ideas verbalizadas formalmente, todo texto, y por supuesto el texto literario, que añade a las formas y signos verbales un valor poético o estético y un estatuto ficcional, es susceptible de ser analizado desde la cuádruple dimensión que ofrecen el espacio antropológico, el espacio ontológico, el espacio estético o poético y el espacio gnoseológico (Maestro, 2009a).

Considerado desde el espacio antropológico, el texto literario se sitúa inequívocamente en el eje circular, es decir, en la dimensión humana, histórica, geográfica y política, en cuyo contexto tiene lugar la construcción, comunicación e interpretación de la literatura. Cualquier concepción exclusivamente radial del texto literario, es decir, cualquier concepción que lo reduzca a una expresión cósmica o panteísta de la naturaleza o de la realidad incurrirá en un reduccionismo corporeísta, cuyo límite es, por ejemplo, el formalismo materialista de Siegfried J. Schmidt (1980), y en una falacia descriptivista, cuya expresión más representativa es sin duda la teoría de la mímesis aristotélica, que identifica en la idea de naturaleza, así como en sus modos y medios de imitación, el principio generador del arte. Finalmente, no cabe implantar el texto literario en el eje angular del espacio antropológico, a menos que pretendamos hacer de la Teoría de la Literatura una teología de la escritura, bien de signo religioso y fideísta, como es el caso de numerosas interpretaciones literarias llevadas a cabo por críticos católicos, como Alexander A. Parker (1962, 1983) y sus estudios sobre el teatro calderoniano, por ejemplo, bien de signo secular y psicologista, como sucede con las lecturas que las ideologías posmodernas hacen de la literatura, al reducirla a una suerte de escritura trascendente, cuyos «profundos significados» sólo son asequibles a la psicología individual a través de la destrucción del conocimiento racional. He insistido con frecuencia en que la interpretación de la literatura no es la actividad más adecuada para ingenios ingenuos, es decir, para personas cuyos conocimientos racionales están determinados y limitados por sus creencias irracionales.

Desde el punto de vista del espacio ontológico, el texto literario adquiere tres dimensiones inderogables, al delimitar el lugar que ocupa la literatura en la ontología especial (Mi), es decir, el mundo interpretado o conocido por las ciencias y el racionalismo humano. El texto literario es una realidad materialmente corpórea, hecha de palabras, orales o escritas, implicadas en la realidad, es decir, de signos verbales, gráficos o acústicos, que podrán ser, y de hecho son, objeto de una filología, de una ecdótica, y también de una retórica y de una poética literarias. Todo texto posee siempre una dimensión corpórea, cuya materialidad es estrictamente física o primogenérica (M1), asegurando de este modo nuestra percepción sensorial. El texto literario queda así configurado como un conjunto coherente de signos o formas verbales. En segundo lugar, es evidente que todo texto literario contiene formalmente objetivadas una serie de experiencias psicológicas a las que el lector accede a través de la lectura, la audición o la representación. Son los contenidos segundogenéricos, que se identifican con la materia psicológica o fenomenológica (M2), y que constituyen el referente primordial de ejercicios hermenéuticos como el psicoanálisis, la psicocrítica, la poética de lo imaginario o la mitocrítica, por ejemplo. Finalmente, hay que constatar que un texto literario se singulariza específicamente por el sistema de ideas y conceptos formalmente objetivados en su discurso. Quiere esto decir que el signo literario no es simplemente una forma poética o estética, ficticia y pragmática, sino que es, además y ante todo, la forma de un sistema de ideas y conceptos. La literatura objetiva formalmente en sus textos sistemas de ideas que, elaborados por un autor —¿quién si no ha de ser el artífice de tales ideas?—, exigen la interpretación y la crítica de múltiples lectores. No hay literatura sin ideas, ni es concebible un texto literario al margen de las ideas de su autor y de las interpretaciones críticas y conceptuales de varios lectores. Como veremos en su momento, el lector no es lector de formas, simplemente, es ante todo lector de ideas y conceptos, es decir, intérprete. Del mismo modo que el autor no es un mero rétor, un simple autor de formas, más o menos bonitas o provocativas, y mejor o peor combinadas entre sí. El autor es el artífice de las ideas objetivadas formalmente en el texto literario. De este modo, la literatura se convierte en un discurso de dimensiones ontológicas terciogenéricas (M3), al mismo nivel que la filosofía y que las ciencias categoriales, si bien diferenciándose de estas últimas en el uso poético y ficticio de las formas lingüísticas. Pero esta cuestión es ya una cuestión gnoseológica, no ontológica, que abordamos en el capítulo destinado al concepto de ficción en la literatura.

Para concluir con esta tríada inicial, he de referirme al texto considerado desde la dimensión del espacio gnoseológico. En este dominio, el texto literario funcionará, en primer lugar, dentro del eje sintáctico, como un término o parte formal fundamental del campo categorial de la literatura, es decir, como un objeto conceptualizado sobre el que ha actuado operatoriamente el autor y sobre el que habrá de trabajar en términos igualmente operatorios el lector e intérprete. En este sentido, el texto está sujeto a las operaciones que en el eje sintáctico ejecutarán el autor y el lector, y especialmente el transductor, en su papel de filólogo y editor, fijador del texto y responsable de su expresión ecdótica. Del mismo modo, el texto literario es susceptible de múltiples relaciones, dadas sintácticamente, con otros términos categoriales del campo de la literatura, siempre a partir de un contexto determinante. Si tomamos como referencia el texto del Quijote, y lo utilizamos como contexto determinante de un eje sintáctico, es indudable que operamos con un término relacionable con otros términos, como por ejemplo su autor, Cervantes, el año histórico de 1605, la imprenta de Sancha, el conflicto de los cristianos cautivos en Argel, la relación intertextual con obras como La Galatea o el Entremés de los romances, etc. En segundo lugar, dentro del eje semántico del espacio gnoseológico, el texto literario constituye el referente inexcusable, único incluso en su especie, que asegura físicamente la existencia de la obra literaria como realidad material, desde el momento en que el texto es la formalización de la literatura en algún tipo de soporte material, desde la litografía y el papiro hasta la imprenta el internet. Sin abandonar el eje semántico, el texto literario opera como un fenómeno, esto es, como un objeto que se manifiesta a la sensibilidad humana de modo distinto según el sujeto que lo percibe. El mismo texto literario tendrá un significado fenoménico diferente de acuerdo con los diferentes receptores que lo perciban. Tales diferencias fenoménicas se atenuarán, sin embargo, en el momento de articular las interpretaciones científicas, es decir, en el momento de convertir el texto literario en una esencia o estructura gnoseológica de la investigación teórico-literaria, objetiva ante todos sus posibles receptores. Éste es el momento de convertir el fenómeno en concepto, al hacer de la percepción (subjetiva) una interpretación (objetiva), es decir, el momento en que el lector se convierte en crítico y en científico. Es objetivo afirmar que un pentasílabo adónico es un verso de cinco sílabas métricas cuyos acentos recaen en la primera y penúltima de ellas [ó - - ó -], al combinar un ritmo dactílico [ó - -] seguido de uno trocaico [ó -]. El texto (T) se convierte entonces en un texto interpretado (Ti). Las esencias o estructuras, como he indicado, resultan de la eliminación, por neutralización o segregación, de los sujetos operatorios, en la medida de lo posible. Por último, dentro del eje pragmático del espacio gnoseológico, el texto literario está sometido a un sistema de normas de interpretación, históricamente desarrolladas por la poética o la Teoría de la Literatura, en una evolución que continúa siendo abierta y cambiante. A su vez, como objeto de operaciones humanas, el texto literario está sometido a dialogismos (las relaciones cognoscitivas que mantienen entre sí, y que comparten, los sujetos operatorios) y autologismos (los conocimientos de que dispone individualmente un científico particular) de los lectores, críticos e intérpretes de sus formas verbales y signos literarios, de sus contenidos psicológicos y fenomenológicos, y sobre todo de sus ideas objetivas.

Tal es, en suma, el concepto de texto que sostiene la Crítica de la razón literaria como Teoría de la Literatura. Del texto en relación con el espacio estético o poético nos ocuparemos en los capítulos siguientes, al referirnos a la transducción literaria y a la teoría del genio. Veamos ahora cuáles son las reducciones, limitaciones y simplificaciones, en que con frecuencia han incurrido, en relación con la idea de texto, la mayor parte de las teorías literarias desarrolladas hasta el presente.

La obra literaria nos sitúa inequívocamente ante la cuestión de la ontología literaria. Las teorías de la literatura, especialmente a lo largo del siglo XX, han adoptado ante la cuestión ontológica posiciones muy diferentes, que en realidad pueden reducirse a tres: reducción, anulación y desviación o transmutación. En primer lugar, la reducción ontológica de la literatura ha sido con frecuencia una reducción formalista, en virtud de la cual el texto literario se considera en términos puramente formales o funcionales. En segundo lugar, la anulación ontológica se ha desarrollado sobre todo de la mano de movimientos deconstructivistas, como una forma de negación de realidades literarias inextinguibles, cuyo nihilismo se decreta mágicamente (la muerte del autor, por ejemplo). Lo mismo cabe decir de la afirmación absoluta según la cual todo es texto: si todo es texto, esencialmente nada es texto, porque la pantextualidad es la forma más elemental de nihilismo textual. En tercer lugar, la desviación o transmutación ontológica se manifiesta cuando determinadas corrientes de interpretación se sirven del texto literario como pretexto para desviar o transmutar ciertos códigos o referentes literarios, a los que, desde argumentaciones formuladas sobre prejuicios ideológicos manifiestos (cuestionar la literatura española al negar la existencia de España, desautorizar los valores de la literatura escrita o interpretada por hombres blancos y heterosexuales...), objetan inexactitudes científicas. Conviene, por lo tanto, definir de qué hablamos cuando hablamos de ontología.

Desde Aristóteles, la metafísica —o mejor dicho, lo que desde Andrónico de Rodas se denominaba así— versaba sobre dos cuestiones distintas: a) la estructura de los principios generales de la «realidad», y b) esa «realidad» misma como algo positivo y substancialmente existente. La tradición filosófica europea —la única que existe, por cierto— ha mantenido estas dos cuestiones en un desarrollo estrecho y conjuntivo. El materialismo filosófico de Gustavo Bueno identifica la primera de estas cuestiones, en sentido general, con la metafísica (el Mundo no interpretado: M) y la segunda, en sentido específico, con la ontología (el Mundo Interpretado: Mi).

Si examinamos, sin afán de exhaustividad, y a título de ejemplo, la valoración que en el siglo XX han hecho de la ontología algunas de las corrientes de pensamiento de las que han brotado varias de las teorías literarias que aún estaban en boga hace apenas unas décadas, no debería sorprendernos en absoluto la tendencia al reduccionismo formalista, al nihilismo destructivista y al desviacionismo ideológico que domina hoy en los departamentos de lengua y literatura de casi todas las universidades del mundo[1].

Como ha señalado Bueno (1972, 1992) respecto a la ontología, el materialismo filosófico distingue dos dimensiones: el Mundo (M) y el Mundo Interpretado (Mi). El Mundo (M) corresponde a la denominada ontología general, que es la materia indeterminada. Sólo hay materia (ontología general: M), pero esta materia, cuando se formaliza, es decir, cuando deja de ser indeterminada y resulta interpretada, se manifiesta de muchas formas, formas que constituyen la ontología especial del Mundo interpretado (Mi) en sus tres géneros de materia: física (M1), psicológica o fenomenológica (M2) y conceptual o lógica (M3). Añadamos ahora, siguiendo a Vidal Peña (1974), algunas apreciaciones decisivas.

La fenomenología y el existencialismo, por ejemplo, han reconocido la ontología, incluso en el dominio de la literatura. La ontología fenomenológica de Husserl (1929) consistió fundamentalmente en una ontología formal, desde el momento en que la materialidad de las ontologías particulares o especiales se subordina a la absoluta generalidad de la ontología formal, como descripción de las esencias más genéricas, de aplicación universal. Esa descripción completamente general de las esencias se transformará con Heidegger (1927) en indagación generalísima de las condiciones de posibilidad de la existencia.

El empirismo lógico, por su parte, consideró, a partir de autores como Carnap (1934), que la oposición a la metafísica debía ir acompañada de la negación de toda posibilidad de plantear auténticas cuestiones ontológicas. La idea de ontología en Carnap atraviesa por la distinción entre «cuestiones internas» y «cuestiones externas» a un contexto determinante. Por ejemplo, dado el contexto determinante de los números, es cuestión interna la de si hay un número primo mayor que 100, y es cuestión externa la que se plantea sobre qué clase de realidad poseen los números. Las cuestiones externas no serán para Carnap teóricas, ni poseerán relevancia alguna para el conocimiento: serán cuestiones pseudoontológicas, consistentes en meras decisiones sobre el uso del lenguaje, y que nada dicen acerca de la realidad. No se trataría de una cuestión teórica, sino de un uso de lenguaje, justificable sólo por sus resultados en el tratamiento de las verdaderas cuestiones: las internas. Nagel (1987), al igual que Carnap, se preocupó por mantener el estatuto de la lógica desligado de una supuesta ontología que le sirviera de trasfondo, y Quine (1960), por su parte, consideró el término «ontología» en los límites de una teoría de la referencia, es decir, en el dominio semántico de la designación, la denotación y la extensión, pero no en el dominio semántico de la intensión. En suma, cabe decir que el empirismo lógico consideró la ontología desde la perspectiva de una reducción lingüística, de tal modo que la ontología literaria no podía concebirse ni constituirse nunca como una reflexión sobre realidades cuya entidad trascendiese el lenguaje teórico mismo. El empirismo lógico niega en última instancia la ontología a través de su reducción lingüística teórica. Por su parte, la filosofía analítica no tiene reparos en admitirla, si bien en su vinculación con el uso del lenguaje ordinario (Strawson, 1959, 1964).

Sin embargo, sucede que las doctrinas negadoras del sentido de las cuestiones ontológicas incurren y practican ellas mismas una ontología, es decir, se determinan por una interpretación ontológica concreta frente a otras alternativas. No es posible sustraerse a una determinación ontológica, porque la conciencia del ser humano es indisociable de una serie de opciones o alternativas ontológicas inherentes a ella.

El propio Carnap, al exponer en La estructura lógica del mundo (1928) su doctrina de los «tres niveles», independientemente de su voluntad de tener o no en cuenta trasfondos ontológicos, ejerce una distribución trigenérica de la realidad, en cierto modo próxima a la configuración tripartita de la ontología materialista (M1, M2 y M3). Algo muy semejante sucede con la doctrina de los «tres mundos» de Popper (1934), y con la de los «tres reinos» de Simmel, las cuales, por cierto, distando bastante de la filosofía científica a la que Popper gusta de ser asociado, mantienen estrechas conexiones con la ontología especial del materialismo filosófico, como ha subrayado Gustavo Bueno (1972). La conciencia siempre se mueve en el interior de alguno de los tres géneros de la materia ontológico-especial.

Como sabemos, respecto a la ontología, el materialismo filosófico distingue dos dimensiones: el Mundo (M) y el Mundo Interpretado (Mi). El Mundo (M) corresponde a la denominada ontología general, que es la materia indeterminada, un concepto de materia caracterizado por los siguientes aspectos: 1) es plural, porque su ser —término que aquí equivale a materia— no es uno, único e indivisible (monismo metafísico), sino múltiple, indeterminado e infinito en sus partes extra partes; 2) es dialéctico, porque la materia mantiene entre sus partes relaciones conflictivas, no hay armonía entre ellas, no hay holismo armónico; y 3) es inconmensurable, porque la materia general es infinita, indeterminada, no se puede acotar, dado que si se acotara, entonces ya se convertiría en materia determinada (bajo la forma de alguno de los tres géneros de materialidad de la ontología especial: M1, M2 y M3). Sólo hay materia (ontología general: M), pero ésta se formaliza de muchas formas —valga la redundancia, es decir, las formas de la materia determinada (ontología especial: Mi = M1, M2 y M3)[2].

Hemos insistido repetidas veces en que la ontología especial del materialismo filosófico se refiere a las regiones o géneros del ser (el ser, que es material, o no es). Sintetizamos así la ontología buenista:


M   =   Mundo o Materia ontológico-general (materia indeterminada).


Mientras que el Mundo Interpretado (Mi) o categorizado por las ciencias, esto es, la materia determinada, consta de tres géneros de materialidad, analizados o interpretados por las diferentes ramas y disciplinas del saber humano:


Mi = Mundo Interpretado o Materia ontológico-especial (materia determinada).

Mi   =  M1, M2 y M3


Añadamos ahora algunas apreciaciones sobre lo ya conocido y expuesto anteriormente. Sabemos que la materia primogenérica (M1) es esencialmente lo corpóreo, los cuerpos, objetos y realidades estrictamente físicas. Conviene añadir aquí respecto a la materia segundogenérica (M2) que la dimensión ontológica de la experiencia subjetiva o de la interioridad no anula su realidad material, dada sobre todo en sus causas y consecuencias. La dimensión ontológica de M2 como interioridad no equivale a un solipsismo, porque apelar a la subjetividad como dimensión ontológica es apelar a toda posible subjetividad, de un modo trascendental, desde el momento en que ningún «interior exclusivo» tiene la exclusiva de la interioridad. Por último, confirmemos que el tercer género de materialidad (M3) expresa ideas cuyo significado posee «validez objetiva». Pensar contenidos en M3 es pensarlos al margen de la necesidad de que sean pensados por alguien. Son abstracciones reguladoras de conocimientos. Es el terreno de los objetos abstractos, el ámbito de los conceptos como «objetividades ideales», cuya dimensión no es exterior ni interior al sujeto, sino trascendente.

Centrémonos ahora en la literatura.

Resulta innegable que el texto literario es una materia determinada, perteneciente a la ontología especial (Mi), y en la que están dados los tres géneros de materialidad antemencionados, al tratarse de una realidad material y efectivamente existente en la que se objetivan formalmente signos lingüísticos y literarios (M1), a los que se confiere un valor poético o estético, junto con el reconocimiento de un estatuto ficcional y de un contenido psicológico (M2), así como un sistema de ideas que pueden analizarse en términos conceptuales, categoriales y lógicos (M3). Contra estos tres géneros de materialidad presentes ontológicamente en el texto literario, numerosas teorías de la literatura o corrientes ideológicas de pensamiento han tratado de imponer reducciones, nihilismos y desvíos. Han tratado, en suma, de imponer ablaciones. Indicaré, siguiendo a Bueno (1972, 1992) y a Vidal Peña (1974, 1976), cómo pueden aplicarse las explicaciones filosóficas de estos autores a la Teoría de la Literatura, concretamente a una ontología materialista de la literatura, tal como se plantea desde la Crítica de la razón literaria.

En la mayoría de los casos, las teorías literarias precedentes se han servido de la forma más simple y grosera de incurrir en reduccionismos formalistas: la denominada metafísica corporeísta. Consiste este reduccionismo formalista, tal como advierte Vidal Peña (1974), en la hipóstasis de M1 y de su identificación con Mi. Es decir, que la totalidad de la materia ontológico-especial, o Mundo interpretado (Mi), queda reducida a materia primogenérica o estrictamente física (M1). La materia primogenérica, vista como cosmos, invade totalmente el Mundo (incluso el Mundo no interpretado), es decir, el terreno de la ontología general, anulando las materias segundogenérica (M2) y terciogenérica (M3) de la ontología especial (Peña, 1974). En la falacia de la metafísica corporeísta incurren todas aquellas personas que no logran explicarse la materialidad de los contenidos fenomenológicos y lógicos de una obra literaria. Se puede creer en un Dios, que no existe físicamente, y que es puro psicologismo sin correlato real ni material posible, y a la vez negar, sin dudarlo en absoluto, la realidad de don Quijote, afirmando que se trata de una ficción literaria. Don Quijote no es una ficción literaria, sino una realidad literaria. La única ficción de la literatura consiste en la construcción de una existencia operatoria —la de los personajes— que es igual a cero. A nadie se le ocurre rezar a don Quijote para «pedirle toda clase de bienes», pero millones de creyentes oran —e incluso se matan— todos los días ante dioses inexistentes, haciéndoles llegar toda clase de rogativas, ignorantes de que la existencia operatoria de un dios, como la de cualquier personaje literario, es igual a cero. La idea de materia ontológico-especial no puede reducirse al corporeísmo (M1), porque este alude a un género especial de materialidad (M1), y no el único, pues existen otros dos (M2 y M3)[3].

En muchos otros casos, las teorías literarias han acudido directamente al nihilismo mágico: la negación del texto como realidad material en la que se formalizan ideas objetivas. Es la negación de la evidencia. La negatividad de la materia terciogenérica (M3) de la ontología especial es inaceptable. La Crítica de la razón literaria se enfrenta al mundo, es decir, a la realidad literaria, de «lo que hay», de lo efectivamente existente: el mundo de los fenómenos literarios comprendidos en los tres géneros de materialidad de la ontología especial. El «alimento de la conciencia crítica» ―en palabras de Vidal Peña (1974)― son las formas de lo real (de la ontología especial), y desde ellas hay que volver (progressus: de las ideas a los fenómenos) en un incesante y circular esfuerzo de racionalización (regressus: de los fenómenos a las ideas) hacia la realidad. 

Con todo, el reduccionismo de las dimensiones ontológicas del texto literario ha desarrollado en filosofía y en Teoría de la Literatura dos versiones: la del reduccionismo formalista y la del reduccionismo materialista. La Crítica de la razón literaria se opone a ambas tentativas de reducción ontológica.

Contra el reduccionismo materialista, que —tras las constatación y reconocimiento de la materia ontológico-general (M o Mundo no interpretado)— pretende su cancelación o supresión a través de alguno de los tres géneros de materialidad especial (Mi, o Mundo interpretado en M1, M2 y M3), el materialismo de Bueno arguye lo siguiente. La idea de materia ontológico-general (M) es un «producto» tal que niega la causa que lo produce como algo a lo que pueda «reducirse», desde el momento en que tal materia general surge de la constatación de pluralidades, incompatibilidades e inconmensurabilidades en el Mundo (Peña, 1974). Pese a todo, los principales intentos de reducción materialista de la materia ontológico-general han sido de tres tipos:

a) Materialismo primario (reducción de M a M1): reduce la materia ontológico-general a un materialismo primogenérico. Es el caso del naturalismo y del panteísmo, entre otros.

b) Materialismo secundario (reducción de M a M2): reduce la materia ontológico-general a un materialismo segundogenérico. Es el caso del idealismo en su sentido más explícito y en todas sus variantes. Los máximos exponentes son sin duda el idealismo trascendental de Kant en su Crítica de la razón práctica o en la Fundamentación de la metafísica de las costumbres —muy especialmente la formulación de su idea de libertad, que es puro psicologismo—, y la teoría de la ciencia de Fichte, cuyo concepto de yo es unidimensionalmente psicologista.

c) Materialismo terciario (reducción de M a M3): reduce la materia ontológico-general a un materialismo terciogenérico. Es el caso del esencialismo. Las ideas abstractas serían la verdadera realidad («platonismo de las esencias»).

Los planteamientos de la Crítica de la razón literaria como Teoría de la Literatura chocan con cualquiera de estas tres variantes reductoras de la idea de materia ontológico-general. Estas alternativas reductoras se basan en posturas autocontextuales, que ejercidas desde el interior del Mundo interpretado (físico, psicológico o lógico) conducen, necesariamente fuera de él (Bueno, 1972; Peña, 1974), a un mundo indeterminado e ilegible, a un limbo extramundano, a un espacio extraterrestre, descontextualizado de una o varias de las realidades y materialidades físicas, psíquicas y lógicas, al margen de las cuales no cabe hablar de ser humano ni de literatura. Son reducciones que desembocan en conceptos negativos de la realidad y del mundo. Desde tales planteamientos, no cabe hablar de literatura.

Contra el reduccionismo formalista, que tan negativamente ha influido en la concepción de texto manejada durante décadas por las teorías literarias más recientes, diré lo siguiente. Parto de esta afirmación de Vidal Peña (1974), basada en la filosofía de Bueno: si el reduccionismo materialista (monismo de la substancia) es la contrafigura del Materialismo Filosófico en el plano de la ontología general (M), el reduccionismo formalista (monismo de las esencias) es su contrafigura en el plano de la ontología especial (Mi). En consecuencia, ha de calificarse de formal la reducción de uno a otro género de materialidad dentro de la ontología especial, porque tal reducción anula la significación material inherente a cada género, y lo convierte en pura forma sin correlato material alguno. Dicho de otro modo, el reduccionismo formalista sólo puede darse en el Mundo interpretado (Mi), puesto que sólo en Mi la materia puede formalizarse o determinarse formalmente; por su parte, el reduccionismo materialista sólo puede concebirse desde el Mundo (M), es decir, desde la materia indeterminada o no formalizada ni interpretada. Puede afirmarse, pues, siguiendo a Peña (1974), que la reducción materialista es metafísica pura, al hipostasiar la materia general del Mundo (M) en un género exclusivo de materialidad que nunca resulta formalizado o interpretado (ontología general) en Mi, mientras que la reducción formalista conduce a la metafísica, a través de la hipóstasis de uno de los tres géneros de materialidad formalizados o interpretados en Mi (ontología especial), pero al que se le ha desposeído de todo fundamento material. Si aplicamos estas consideraciones a los materiales literarios, se constata que tres tipos de reduccionismo formalista se han impuesto irracionalmente sobre el texto literario:

a) Formalismo primario: consiste en la reducción de los tres géneros de la ontología especial a M1, de modo que Mi es igual a M1. Es la reducción corporeísta o mecanicista. Su prototipo es el mecanicismo, atomístico y holístico. Este formalismo se presenta a sí mismo con frecuencia como el auténtico materialismo. En Teoría de la Literatura es el caso de Siegfried J. Schmidt (1980) y su autodenominada «ciencia empírica» de la literatura. Incurre en el puro monismo de las esencias. Para la Crítica de la razón literaria, el «materialismo» de Schmidt es un materialismo aberrante, resultante de un formalismo primario, ya que reduce la ontología especial a lo meramente corpóreo y fisicalista. Es un falso materialismo.

b) Formalismo secundario: consiste en la reducción de los tres géneros de la ontología especial a M2, de modo que Mi es igual a M2. Es la reducción subjetivista o animista. Y puede ser de dos tipos, como advierte Peña (1974), con toda precisión de detalles: Individual (solipsismo, empiriocriticismo) o social (sociologismo). Este tipo de formalismo reductor es el que corresponde a las doctrinas de la verdad basadas en el consensus (Hempel) o en el diálogo (Habermas). Se trata de idealismo en su sentido más expresivo, sobre todo cuando va acompañado de la idea de materia ontológico-general, como sucede casi siempre. El caso extremo es, por ejemplo, el esse est percipi de Berkeley. La obra de Schopenhauer es ilustrativa, igualmente, a este respecto, desde el momento en que el mundo de los fenómenos, como mundo de la representación, se reduce a M2, pero dejando a salvo un trasfondo no representativo de la realidad (la «parte de la voluntad», que se sitúa en el puesto de la materia ontológico-general). En este sentido, Schopenhauer sería un «materialista idealista». La obra de Nietzsche y el discurso de la posmodernidad son el progresivo resultado de una reducción psicologista de esta naturaleza. El formalismo secundario es la perspectiva psicologista en que se sitúan sin excepción todas las corrientes ideológicas características de la posmodernidad.

c) Formalismo terciario: consiste en la reducción de los tres géneros de la ontología especial a M3, de modo que Mi es igual a M3. La realidad de los fenómenos físicos y psíquicos se convierte en una serie de apariencias frente a las «esencias», que constituirían la auténtica y verdadera realidad. Así, por ejemplo, en el platonismo, las esencias son la verdad de los fenómenos. En la fenomenología husserliana ―según Peña (1974)―, el «esencialismo» opera desde la crítica del psicologismo. De este modo, el platonismo tiende a reducir M1 a M3, y la fenomenología tiende a reducir M2 a M3. Este es también el caso de algunas teorías literarias basadas en la lingüística del texto, tal como las han formulado Petöfi y García Berrio (1979), entre otros.


Como sabemos, las coincidencias extensionales entre los tres géneros de materialidad (el hecho de que se refieran a lo mismo), no conllevan coincidencias intensionales (no se refieren a lo mismo de la misma forma). El texto, o es material —en los tres géneros de materialidad de la ontología especial (M1, M2 y M3)—, o no es.

Frente a las limitaciones de todos estos reduccionismos ―formalistas y materialistas―, la Crítica de la razón literaria postula que la obra literaria, en tanto que texto, es aquel material literario en el que se objetivan las ideas y conceptos formalmente construidos por un autor, descodificados por un lector, e interpretados y explicados de nuevo por un transductor, es decir, formalizados en los materiales literarios.

Finalmente, no es posible concluir este capítulo de ontología literaria sin apelar de modo muy crítico al nihilismo y las pretensiones de implantarlo en las raíces mismas de la interpretación de la literatura. Me referiré, para concluir, a la idea, completamente metafísica, e inaceptable desde la Crítica de la razón literaria, de «forma incorpórea», de la cual proceden, en la Edad Contemporánea, innumerables mitos y falacias, entre ellos uno singularmente poderoso y acaso reciente: el mito del inconsciente.

Hemos distinguido, en primer lugar, la materia en su estado puro (M), o materia indeterminada, desposeída de toda forma (materia ontológic0-general). En segundo lugar, distinguimos la materia formalizada o determinada, es decir, la materia interpretada (Mi) o materia ontológico-especial. Esta materia formalizada (Mi) está interpretada y constituida según tres géneros de materialidad, irreductibles en sí mismos, e inseparables entre sí: materia primogenérica o física (M1), materia segundogenérica o psicológica (M2), y materia terciogenérica o lógica (M3). Se trata de considerar la materia del ser desde una triple dimensión física (M1), psicológica (M2) y conceptual o lógica (M3). Habría que señalar en tercer lugar que la idea de «forma incorpórea», en tanto que forma desposeía de materia, es inconcebible [Ø] desde los presupuestos de la Crítica de la razón literaria. No hay entidades inmateriales, dado que gnoseológicamente algo así es un imposible, carente de toda posibilidad de ser, de actuar y de significar (es decir, de ontología, en cuanto a sintaxis, pragmática y semántica). El ser, la materia, es algo que es y está, actúa y significa, es decir, tiene presencia óntica (sintáctica, pragmática y semántica), esto es, potencia y facultad de ser y de estar (estructura), de acción e intervención teleológicas (operatoriedad), y por supuesto de interpretación que exige relación a otros seres o entidades (exigencia de relación o principio de symploké)[4]. En síntesis, la fórmula sería la siguiente:


Materia sin forma    M
Materia con forma   Mi = M1, M2, M3
Forma sin materia   Ø


La filosofía tradicional, incluso hasta el pensamiento kantiano y todo el idealismo alemán, identificó en el mundo desconocido (M) la metafísica. Kant denomina noúmeno al mundo desconocido (M), e identifica el mundo conocido (Mi) con el fenómeno. Con la irrupción de la retórica nietzscheana, freudiana y heideggeriana, y en particular en todo el discurso posmoderno, la metafísica tradicional sufre una eversión, una vuelta del revés o Umstülpung, de modo que comienza a hablarse de una forma desposeía de materia [Ø], es decir, de una forma incorpórea, algo, como digo, inconcebible desde la Crítica de la razón literariaNietzsche es el primero en dar este paso, al postular una metafísica nihilista, desde su proclamación de la muerte de Dios en el parágrafo 125 de su Die fröhliche Wissenschaft (1882). Nietzsche proclama una suerte de teología sin Dios, un Universo sin fundamento, un mundo sin amo, un teatro vacío, un espacio sin hechos. Dicho en términos gnoseológicos: no habrá hechos, sino interpretaciones, porque no habrá materia, sino sólo formas. De una declaración de este tipo sólo pueden surgir fantasmas, es decir, formas incorpóreas, esto es, nada. Y la más poderosa de estas formas incorpóreas, el más deslumbrante de estos fantasmas es de diseño freudiano, y su nombre fue Inconsciente. Esta figura, de ingeniería extraordinariamente racional, pero disfrazada de irracionalismo seductor, es depositaria de toda la metafísica anterior a Nietzsche, pero desposeída ahora de toda materia. El Inconsciente es pura forma sin materia. Es la eversión posmoderna del mundo desconocido de los antiguos, pero disfrazado de irracionalismo seductor (el cebo no debe permitir que se vea el anzuelo). Es decir, es la nada [Ø]. El Inconsciente no es un órgano corporal, como puede serlo el hígado, el pulmón o la uretra, pero fue un objeto de conocimiento de la medicina en una de sus etapas históricas más recientes y más novelescas o fabulosas. Hasta que la medicina descubre el trampantojo, y se lo devuelve a la filosofía. Como un deshecho, ajeno a la ciencia. Freud fue, sin duda, el mejor novelista del siglo XX. A Freud los médicos lo leen como se lee a un narrador de historias fabulosas, y los filósofos lo leen como quien lee a un científico. Algo así como leer el Origen de las especies (1859) de Darwin como una novela y el Génesis bíblico como el origen biológico e histórico de la especie humana. Nietzsche, Freud y Heidegger son de hecho los fundadores y diseñadores de la metafísica posmoderna, caracterizada por entronar, en nombre de un relativismo absoluto ―adviértase la hiperbólica paradoja― la eversión o negatividad de la metafísica tradicional: de la materia sin forma (M) [el Dios de la Teología] se ha pasado a la forma sin materia (Ø) [la muerte de Dios, en Nietzsche; el Inconsciente en Freud; el Dasein en Heidegger…; hasta la absurda idea de texto infinito de Derrida, por ejemplo, donde estaría formalmente «escrito» todo lo que materialmente no existe]. Cuántas ficciones nos regala la filosofía...

Estos son los fantasmas de la posmodernidad, fundamentados en la retórica y en la sofística de tantos y tantos autores irreflexivamente consagrados, y que han trastocado ―mediante la eversión o vuelta del revés― las reducciones materialistas en que incurría la metafísica, para incurrir e imponer una reducción formalista de nuevo cuño, y de formato posmoderno, en el que permanecemos estultamente inmersos, no sólo por falta de iniciativa para superarlas, sino sobre todo por confort gnoseológico. Es difícil pensar cuando no hay contenido real en lo que pensamos y, sobre todo, cuando no se está en contacto con la realidad de los hechos, cuya negación se impone y se postula nietzscheanamente. ¿Cómo se puede pensar a partir de un conjunto nulo de premisas? ¿Cuál es el contenido de un pensamiento idealista? Pues, en el caso de la filosofía, un prototipo de ser humano incompatible consigo mismo, y en el caso que nos ocupa, una Teoría de la Literatura incompatible con la literatura[5]

Fijémonos en el esquema que reproducimos más abajo. Las casillas ensombrecidas remiten a ámbitos considerados imposibles o ficticios [Ø], según los presupuestos de la Crítica de la razón literaria. No hay formas incorpóreas: el ser, o es material, o no es. Asimismo, no cabe aceptar ni trabajar con ideas que reducen la realidad a una materia indeterminada (M), desposeída de toda forma capaz de permitir su construcción o su interpretación. El ser no es una materia sin forma que pueda disponer en exclusiva y conscientemente de una dimensión estructural (panteísmo), operatoria (idealismo absoluto) o semántica (esencialismo). Así se expresaba la metafísica tradicional, postulando la existencia de un Dios dotado de estructura y voluntad, capacidad de intervención y operatoriedad, en un cosmos por él diseñado, y con facultades de relación absoluta y esencial hacia todo cuanto él mismo generaba, sostenía y comprendía de forma absoluta. Con la articulación de la posmodernidad, esta misma metafísica se sostiene desde una eversión retórica y sofisticada, merced a la negación ideal de toda materia (los hechos) y a la inflación y la mitosis ―no menos ideales― de toda forma (las interpretaciones). Los hechos desaparecen y ante nosotros sólo hay interpretaciones caóticas, multiplicadas, cancerígenas incluso, por aberrantes y tóxicas o dóxicas. No hay materia alguna, porque todo está lleno de formas tras las cuales no hay nada. Sólo queda la «huella» derridiana. Únicamente persisten metáforas vacías. Los hechos han huido. Se nos dice que sólo permanece la huella de la memoria, bajo la forma fantasmagórica del Inconsciente, el gran mito del siglo XX.

Si prestamos atención al esquema, podemos constatar lo siguiente. En primer lugar, la eversión del panteísmo ha dado lugar, desde el más extremo y monista idealismo hegeliano, fundamentado en su idea de Espíritu Absoluto, al corporeísmo y mecanicismo posmoderno, de explícitas consecuencias en el marxismo. En segundo lugar, el idealismo absoluto de la metafísica tradicional, e incluso también de la kantiana, permite a Freud llevar a cabo una eversión de la que emerge un nuevo idealismo metafísico, pero esta vez no trascendente, sino inmanente ―porque está «dentro» de cada uno de nosotros, «dentro» de nuestro ego―, del que brota el todopoderoso Inconsciente, un superlativo formalismo desposeído de toda materialidad. ¿Dónde está el Inconsciente?, me atrevo a preguntar. ¿Dónde está la materia de esa forma? En tercer lugar, y sin duda como antecedente del pensamiento freudiano, el esencialismo sobre el que descansaba plácidamente la metafísica occidental, desde Platón hasta el último idealismo alemán, sufre la eversión de la retórica nietzscheana, la mejor poesía de la filosofía alemana del siglo XIX, poesía que vacía a esta filosofía de todo contenido material, y la deja reducida a pura forma, a mera literatura, a sola fabulación Y cuando no, a un libro de refranes y provocativos proverbios. La metafísica es ahora, desde Nietzsche, una caja vacía, una forma sin contenido, esto es, una metafísica nihilista. A su vez, la filosofía, reducida en Nietzsche a un refranero, se convierte en adelante en una fábula, en un cuento o novela corta. El todo es un fragmento de un todo inmaterial. No hay nada en lo que decimos, porque no hay hechos en nuestras interpretaciones. Evidentemente, todo esto no es más que una fórmula retórica propia de una sofística en la que la posmodernidad ha hecho ―y aún sigue haciendo― su agosto. En realidad, tras este tipo de declaraciones sólo puede subsistir el cinismo epistemológico y la filosofía como retórica de formas vacías, jitanjáforas y eufonías.

En consecuencia ―véase el esquema siguiente―, desde la Crítica de la razón literaria se niega, respecto a la literatura y sus materiales, tanto la reducción materialista (M > Mi) de la metafísica tradicional como la reducción formalista (Mi > M1, M2, M3) de la metafísica posmoderna, y se afirma que el ser o la esencia de la literatura es material o no es, y que como tal ser material es susceptible de formalización, esto es, de construcción e interpretación, y por lo tanto también de transmisión y transformación (transducción)[6], dadas sus dimensiones estructurales (en el arte y la realidad), operatorias (en el ser humano) e interpretativas (a través de las ciencias y de las filosofías críticas y dialécticas).

Tal vez no por casualidad, en la dimensión más sofisticada y reconstructivista de la «Desolación de la Quimera», leemos unos versos de Cernuda de ascendencia genuinamente nietzscheana, donde se postula ―si juzgamos en términos de filosofía― la existencia de una forma incorpórea, es decir, de una inmaterialidad operatoria, en la que, evidentemente, ni el propio Cernuda, ateo confeso, puede creer: «Lo divino subsiste, / Proteico y multiforme, aunque mueran los dioses». Esto es pura literatura sofisticada o reconstructivista: un atributo sobrevive a su substancia, dicho de otro modo, una forma se disocia o desposee de su materialidad. Nada más fantasmagórico, nada más nietzscheano, en la lírica de Cernuda.

En el ámbito de las inmaterialidades operatorias, expresión en sí misma absurda, por irracional e imposible, habría que situar a todas aquellas tendencias, por otro lado numerosísimas, que postulan la existencia operatoria de formas incorpóreas, desde la metafísica más antigua y primigenia hasta las vertientes más posmodernas del psicoanálisis, las religiones contemporáneas, los nacionalismos secesionistas o las «identidades de género», retóricas desde las que se postulan respectivamente figuras metafísicas a las que se concede un valor operatorio, fundamentado en una suerte de ser trascendente o inmanente, pero siempre «superior» al común de los mortales y a toda posible oposición y crítica, una especie de ser supremo, poderoso y por sí mismo legítimo, como el Inconsciente (psicoanálisis) o el Volksgeist (sociología); los dioses monoteístas de las religiones históricas y contemporáneas (dioses que constituyen el politeísmo de la globalización codificada desde la Anglosfera); naciones ficticias, que pretenden segregarse de Estados que las proveen de infraestructuras y financiación (la Europa de los pueblos frente a la Europa de los Estados); o un «ser femenino» o «feminista», como esencia del cuerpo y del pensamiento de la Mujer, etc. Todo esto son mitologías y retóricas que se basan en el postulado de la existencia de un ser inmaterial o incorpóreo y a la vez operatorio y voluntarista. En términos racionales, un absurdo completo, pero políticamente correcto.

En nuestro tiempo, bajo el signo imperativo de la posmodernidad, la mayor parte de las interpretaciones que se llevan a cabo sobre la literatura se sitúan precisamente en el ámbito de una metafísica idealista (teológica, psicoanalítica, feminista, nacionalista, etnocrática, indigenista, subjetiva, gregaria…) o de una metafísica nihilista (Nietzsche, Heidegger, Derrida, Foucault…). Desde el primer grupo se suele vindicar la presencia de un gremio, de un lobby (nación, feminario, religión, etnocracia…); desde el segundo grupo se postula una retórica de la pseudointerpretación científica, filosófica y académica. Una y otra tendencia son dos formas de expresión características de la sofística posmoderna.





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NOTAS

[1] Adviértase que en Estados Unidos y Canadá los departamentos de hispanismo no indican casi nunca que se trate de departamentos de lengua o literatura. Habitualmente se denominan Department of Spanish and Portuguese. Sólo el contexto, que no el nombre en sí, invita a suponer que en tales departamentos se enseñan lenguas y literaturas propias de España y Portugal. Pero su denominación no les compromete a tales enseñanzas. Podrían dedicarse, y de hecho así sucede harto frecuentemente, a enseñar cualquier cosa relacionada con España y Portugal. Esa varieté del didactismo posmoderno recibe con frecuencia el nombre de «estudios culturales».

[2] No puede formularse tampoco como una abstracción que prescinda de diferencias y obtenga rasgos genéricos comunes. Proceder de este modo sería a) incurrir en monismo y negar su pluralidad, b) incurrir en armonismo y negar las contradicciones de su dialéctica, y c) negar las inconmensurabilidades, y suponer que las contradicciones pueden resolverse pacíficamente en una unidad final conciliadora que las abarcara a todas. Los fenómenos materiales se caracterizan por su radical pluralidad: la materia es partes extra partes, fenómenos que están en oposición, que son inconmensurables, y cuya inconmensurabilidad debe ser constatada a la hora de hablar de «la» materia «en general». Por eso no se puede hablar de «la» materia «en general» como algo positivo y determinado, sino como un concepto de materia negativo y crítico, esto es, la materia ontológico-general. Hablar de «la realidad en general» consistiría en decir que «no hay tal cosa como la realidad en general»: la idea de «realidad en general» es metafísica, es decir, monista y cosmista. Léanse los Ensayos materialistas de Bueno (1972), de donde tomamos esta concepción ontológica.

[3] Como advierte Vidal Peña (1974), siguiendo a Bueno (1972), la idea de materia ontológico-general significa precisamente la negación de la posibilidad de que el entendimiento de la realidad quede definitivamente cancelado en virtud de cualquier explicación unívoca. Es un conocimiento negativo, pero «conocimiento negativo» no quiere decir «negación del conocimiento». Muy al contrario: es conocimiento de que la hipótesis monista-cosmista es imposible. La realidad no es armoniosa ni está nunca clausurada.

[4] El principio de symploké está enunciado por Platón en el Sofista (251e, 255a, 259c-e, 260b), y ha sido reinterpretado por Bueno desde los presupuestos gnoseológicos del materialismo filosófico. Según este principio, si todo estuviera relacionado con todo (monismo armónico) o nada estuviera relacionado con nada (atomismo megárico), el conocimiento sería imposible. Ningún ser o entidad puede existir ni concebirse sin relación con otros seres o entidades.

[5] Lo mismo ocurre con la estética kantiana: se afirma que el arte carece de finalidad y se proclama su autonomía. Admirable ficción. Surge la estética del arte por el arte, el parnasianismo, la poesía pura, etc. Es la proclamación de una forma sin materia. Se pretende convertir a la literatura en una forma sin referente. Por ese camino, el contenido de la literatura, y la literatura misma, quedaría excluido de la realidad. Es algo completamente absurdo, pero que ha sido admirado por millones de lectores desde la publicación de la Crítica del juicio (1790) de Kant.

[6] Sobre el concepto de transducción, vid. mis trabajos de 1994, 1996 y 2002, pero en particular el de 2007, contenido en Los materiales literarios, que actualizamos en esta obra, en el apartado III.4.4.






Información complementaria


⸙ Referencia bibliográfica de esta entrada

  • MAESTRO, Jesús G. (2017-2022), «Concepto de texto según la Crítica de la razón literaria», Crítica de la razón literaria: una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica. Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades del conocimiento racionalista de la literatura, Editorial Academia del Hispanismo (III, 4.2.3), edición digital en <https://bit.ly/3BTO4GW> (01.12.2022).


⸙ Bibliografía completa de la Crítica de la razón literaria



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