Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica
del conocimiento racionalista de la literatura
Idea de texto en las ideologías posformalistas de la literatura
No hablaré aquí de teorías posformalistas de la literatura, ya que no pueden considerarse como teorías lo que solamente son discursos retóricos e ideológicos acerca de la literatura y, más concretamente, de los materiales literarios. Hablaré, pues, de ideologías posformalistas de la literatura, dado que ni la deconstrucción derridiana, ni los escritos foucaultianos, ni muchísimo menos las autodenominadas «teorías literarias feministas», por citar tres ejemplos entre otros posibles, han dado lugar jamás a ninguna teoría de la literatura cuyos criterios puedan resistir un enfrentamiento con la realidad ontológica de los textos literarios, de sus autores o de sus lectores. No estamos, pues, ante teorías literarias, sino ante formas de ciencia-ficción aplicada a la interpretación de materiales literarios.
En 1953, Barthes publica El grado cero de la escritura, ensayo en el que considera que la literatura debe llamarse «escritura», debido a que —según él— no hay un criterio regulador o legalizador del principio de literariedad (literaturnost) acuñado por los formalistas rusos (Sklovski, 1929; Jakobson 1993), pues las obras literarias serían estructuras dinámicas, tal y como plantea Tynianov (1929), la cuales conforman una cadena de estructuras superiores, concatenadas, ensambladas unas con otras de forma indiscriminada. Así se explica —siempre según Barthes— que la estructura de los géneros literarios, por ejemplo, se altere y se transforme con los cambios inherentes a la estética de cada época, y que el valor artístico de los textos literarios varíe igualmente en la medida en que el concepto de literatura se va transformando a lo largo del tiempo. Esta idea incondicionada, descontextualizada e insularizante de literatura, como análoga a la de «escritura», la heredan Derrida y Foucault. He indicado en el capítulo anterior, dedicado al autor, cómo Barthes rompe con todas las lógicas en que se articula el saber literario: a la obra literaria le amputa el autor, a la escritura le priva de la especificidad y conceptualización de sus contenidos, al lenguaje le hurta el hablante, al texto lo cercena del contexto, y al tiempo le arrebata nada menos que la Historia. Barthes postula que la «escritura» en la modernidad se desliga por completo del habla (parole), mediante la retórica primero y la poética después (parafraseando así la sentencia de Mallarmé según la cual la poesía completa y perfecciona el lenguaje y por tanto también el habla). Pero a estas alturas ya sabemos que Barthes es casi exclusivamente un autor de metáforas fraudulentas. Barthes propone el despojo de la escritura, la disolución de sus artificios, la descomposición de su retórica, la diseminación de su literariedad (literaturnost) —imperceptible, pero que paradójicamente hay que destruir—, reduciéndola a su grado cero, es decir, haciendo del concepto de texto un fenómeno del habla, sin poética, sin estética, sin retórica, sin valores. Sin nada. Tras enunciar semejantes absurdos, Barthes sostiene que con la posmodernidad la «escritura» regresa a su origen, es decir, a la transcripción pura del habla, sin artificios ni aderezos, sin poética ni estética, sin idealismos. De hecho, la carencia de una poética dotaría a una novela como El extranjero de Camus, por ejemplo, de una significación negativa, contraria a la modernidad pretendida por un Mallarmé. En tales términos habla Barthes del regreso al origen de la literatura, esto sería, a la oralidad, a la «verdadera narración», a la simple facultad de intercambiar historias. Como sabemos, en El grado cero de la escritura, el metafórico Barthes plantea la teoría de la huella en la que Derrida fundamentará la falacia de su crítica al logocentrismo. En 1953 Barthes ya hablaba como un teólogo de la literatura y como un retórico de la escritura. El grado cero... se refiere a la literatura como si la realidad que la hace posible —autor, obra, lector y crítica— no existiera. Barthes ha escrito sobre literatura siempre desde la ignorancia de la ontología literaria. El grado cero... tiene más que ver con una metafísica del lenguaje como sistema que con la realidad literaria del mundo efectivamente existente.
La obra de Foucault, profesor universitario de filosofía a quien la universidad y la filosofía disgustaban de forma espectacularmente rentable —nunca renunció al dinero, poder y populismo que una y otra le brindaron— será siempre de extraordinario valor para el ejercicio crítico de cualquier crítico materialista, dado el cúmulo de falacias y mixtificaciones en ella contenidas. Una obra cuyo título español es De lenguaje y literatura (1996), y que el propio Foucault nunca denominó así —ni escribió como tal—, pues se trata de una recopilación de estudios dispersos, asistemáticos y retóricos, oblicuamente vinculados con lo que el título que sus traductores le pusieron pretende expresar, es lo único que tenemos en relación con lo que este ideólogo de la posmodernidad escribió acerca de la literatura. Hay que decirlo de forma clara y contundente: Foucault nunca construyó una teoría de la literatura, nunca expresó una interpretación sistemática de una obra literaria, y nunca sostuvo un concepto categorial definido de lo que la literatura es. Cuando fue inquirido sobre su idea de la literatura se limitó a responder una necedad: «Para mí la literatura fue siempre el objeto de una constante, no el de un análisis, ni el de una reducción, ni el de una integración en el campo mismo del análisis. Era el descanso, la parada y fonda, el blasón, la bandera» (Foucault, 1986). Pues bien, en el libro en que se recolectan escritos y dichos varios de Foucault, al que los traductores españoles dieron por título De lenguaje y literatura, el autor se sirve de varias ideas planteadas por Barthes, y así llama «escritura» a lo que conocemos y seguimos denominando —y analizando científicamente— con el nombre de literatura. Para Foucault, la literatura es la transgresión del habla. Modestamente me pregunto cómo se transgrede el habla. Propone a Sade como el primer transgresor del habla del mundo moderno (podría haberse decidido por Mario Moreno, pero suena mejor Donatien Alphonse François), y advierte que la noción de literatura radica en que cada escritor, cada genio incluso, extermina el concepto que había heredado de literatura. Me pregunto si semejante concepción «progresista» del arte puede sostenerse más allá de la imaginación y de la psicología individual. ¿Es más transgresor Sade que Quevedo? ¿Fue más transgresor Camus que Juan Ruiz, arcipreste de Hita, o que Fernando de Rojas, autor de La Celestina? ¿Es más transgresora la música de Mahler que la de Beethoven, o que la de Tomás Luis de Victoria en su tiempo? Es admirable el simplismo de Foucault respecto a las ideas de «progreso», «transgresión» y «literatura». El análisis que realiza Foucault de la obra de Sade y Baudelaire es un cóctel de múltiples y caóticos conceptos tomados de unos y otros autores más o menos afines a él: el Bataille de La Littérature et le Mal (1957), con la presencia inevitable de las teorías psicoanalíticas del tabú, sin faltar las apelaciones a los análisis sociológico-literarios que lleva a cabo el Jauss de «La historia literaria como desafío a la ciencia literaria» (1967), y por supuesto con los tintes psicoanalíticos de la omnipresente influencia de un Lacan (1966), cuyos escritos sirven para todo porque, en realidad, no sirven para nada. Para Foucault, la «escritura» es aquella parole que transgrede la parole, es decir, aquella parole que no encuentra límites de expresión, la cual no responde ni a la autoridad de la ética ni de la moral, y por ello es capaz de expresar libremente el tabú, lo que la ética y la moral reprimen, marginan y tratan de olvidar. Es decir: «escritura» es... cualquier cosa. Evidentemente, las afirmaciones de Foucault sólo pueden formularse y aceptarse acríticamente cuando se ignoran los fundamentos racionales de muchísimos referentes, ideas y conceptos, cuando se confunden impunemente ética (la defensa de la vida humana) y moral (la defensa del grupo y de las leyes que lo organizan), cuando la Historia y sus posibilidades de conocimiento científico se sustituyen por la memoria y el psicologismo del recuerdo, o cuando ideas como «represión» o «marginación» se sustraen a sus dialécticas genuinas, para exponerse desde los términos fraudulentos de una falsa dialéctica, que oculta las verdaderas causas y consecuencias a los auténticos reprimidos y marginados.
Derrida, por su parte, dispone en su bibliografía de muy pocos textos referidos a la literatura. De hecho, apenas usa esta palabra. Prefiere hablar de écriture y de parole. En todo cuanto ha escrito Derrida nada hay que nos permita hablar de una Teoría de la Literatura. Ni siquiera de una teoría destructiva de la literatura. Su «deconstructivismo», en el ámbito de los hechos y las realidades literarias, es una metáfora de importación nietzscheana. Y es, ante todo, una metáfora, porque no ha logrado ni materializado ninguna destrucción de nada realmente existente. De la gramatología (1967) contiene referencias sobre la noción de escritura que deben a Barthes casi toda su originalidad. Es posible apelar a la influencia del idealista Rousseau y la teoría del suplemento, al concebir la «escritura» como un «suplemento de la realidad». Se observará que en Derrida, como en Barthes, todo son metáforas. Este «suplemento» no posee referencia alguna con la realidad que representa, pues, «el referente del representamen» no existe. Ni tan siquiera queda de él en la «escritura» una huella de la realidad que representó. Es más, Derrida llega a concebir el habla como un suplemento de la realidad, mientras que la «escritura» (literatura) no sería más que un suplemento de otro suplemento, es decir, que la «escritura» no representaría el mundo, sino el habla. No cabe más alto idealismo ni en el formalismo, ni en la metafísica, ni en la teología. Derrida es un metafísico puro. Un teólogo de la nada. El habla, según él, es la verdadera «escritura» (literatura), a la que bautiza como archiescritura, o suplemento de la realidad, en contraposición con la «escritura», o «suplemento del suplemento de la realidad». Admirable retórica del nihilismo. Todo es un juego de palabras. Lo sorprendente es que la gente universitaria, académica, etc., pase su vida laboral y curricular entretenida con estos juegos de palabras, mientras otras personas se desloman para mantener todo este sistema... En fin...
Dos textos derridianos vinculados con la literatura, no por su valor metodológico, sino por sus contenidos meramente referenciales, son Schibboleth: pour Paul Celan y Deux mots pour Joyce. En el primero de ellos, Derrida hace un análisis de la noción barthesiana de la «huella», al analizar en el poema de Celan el poder de significación de la metonimia de la fecha de la Kristallnacht. En el segundo de los textos, Derrida se centra en el análisis del último capítulo de Ulysses, y expone a través de la semantización de la inexistente puntuación la importancia del habla —el regreso al origen, según su retórica— en la modernidad y sus repercusiones en la posmodernidad. La aportación de Derrida a la Teoría de la Literatura es una mera retórica de metáforas fraudulentas, resultado, en su mayoría, de la importación que varios de sus seguidores han pretendido llevar a cabo, al servirse de ellas para sustituir el conocimiento científico de la literatura por una experiencia psicologista de implicaciones exclusivamente ideológicas, o simplemente propias de un mundo ignorante.
En relación con el concepto de texto, Derrida rompe completamente, al igual que Barthes, con la noción de symploké formulada por Platón en el Sofista (259c), al afirmar que nada está relacionado ni conectado con nada. Semejante postulado, en sí mismo una falacia inaceptable, anula inútilmente toda posibilidad de construir cualquier tipo de conocimiento, sabiduría o interpretación. Aquí reside el corazón del destructivismo derridiano, en una vulgar metáfora, cuyos términos —la afirmación de una forma infinita y la negación de una materia efectivamente existente—, como su relación de analogía —una ruptura imposible—, son sendas falacias. Derrida nos entrega el formalismo de un idealismo metafísico constituido sobre un nihilismo mágico, desde el que niega metafóricamente la verdad de hechos materialmente consumados. Y pretende que nos creamos que él es capaz de trazar el radio de esa circunferencia infinita, sin centro geométrico reconocido, y a la que él denomina fraudulentamente «texto».
Todo signo, lingüístico o no lingüístico, hablado o escrito (en el sentido ordinario de esta oposición), en una unidad pequeña o grande, puede ser citado, puesto entre comillas; por ello puede romper con todo contexto dado, engendrar al infinito nuevos contextos, de manera absolutamente no saturable. Esto no supone que la marca valga fuera de contexto, sino al contrario, que no hay más que contextos sin ningún centro de anclaje absoluto (Derrida, 1989: 362).
Frente a la nulidad de Derrida, desde Platón sabemos que «si todo estuviera conectado con todo, o si nada estuviera conectado con nada, el conocimiento sería imposible» (Platón, Sofista, 259c). Derrida incurre, pues, en postular la segunda de estas falacias, identificadas por Platón: nada está conectado con nada. A partir de semejante embuste, el discurso sofista puede fluir con toda impunidad. Excepto para una mente racionalista.
En esencia, la deconstrucción es un procedimiento de lectura textual que pretende descomponer las estructuras lingüísticas que sostienen el discurso escrito como racional y coherente, revelando las antinomias, contradicciones, disonancias, paralogismos y faltas de sentido unívoco que están presentes tanto en el lenguaje literal como en el metafórico. De ese modo, se hace imposible la determinación del significado preciso del texto en cuestión, porque éste resulta incapaz de transmitir su mensaje sin incertidumbre, al hacer coexistir múltiples lecturas en conflicto dentro del mismo texto y todas absolutamente legítimas. La razón de esa incertidumbre esencial estribaría en que el signo lingüístico es arbitrario, es una «institución inmotivada», y no guarda ninguna relación necesaria ni natural con lo que pretende significar: «Cada signo no representa, no está por un objeto, sino que cada signo repite —o prefigura— otro signo»[1]. Por tanto, el sentido del signo es siempre ambiguo y siempre será imposible decidir con certeza su significado (tesis de la «indecibilidad» del sentido del signo). De ahí se deriva, a efectos de crítica literaria y todo tipo de lectura textual, la imposibilidad de buscar el sentido exacto del texto, su interpretación precisa y la «intención» del autor, porque no existen de hecho y porque, si existieran, serían incognoscibles, indecidibles e imposibles de verificar y comprobar.
Como complemento de esta tesis nihilista y sofista acerca de la imposibilidad de conocer con certeza, de obtener verdades, de interpretar con seguridad un texto, Derrida sostiene una tesis ontológica del mismo carácter negativo: pensamos y vivimos con signos y no hay esfera conocida de la actividad humana «fuera» del lenguaje y la praxis lingüística O sea, que la realidad está hecha de palabras (de modo que un cáncer hepático son sólo palabras, por ejemplo, y un filólogo basta para superar esa anatomía patológica, sin necesidad alguna de un médico especialista en oncología). Sencillamente, para el delirio derridiano no hay manera extralingüística de determinar si el mundo tiene una naturaleza estable o consistente que la lengua pueda reflejar. El deseo de encontrar un «fuera» del texto es un proyecto metafísico por antonomasia: es la metafísica del «logocentrismo», la cual sostiene todo el pensamiento racionalista, determinista y causalista occidental. No hay «fuera» del texto porque «texto» y «contexto» son igualmente «textuales» de arriba abajo: al igual que los signos sólo se refieren a otros signos, los textos sólo pueden referirse a otros textos, generando así la tela de araña infinita que es la intertextualidad. Más juegos de palabras, que se sintetizan en la popular fórmula monista de «todo es texto», y que podría ser el lema de una canción de verano. En otras palabras, el hipotético mundo real (declinado en plural, necesariamente) no sería más que un conjunto de textos infinitos y personales:
Es preciso que nos pongamos de acuerdo en lo que significa «sobre textos». Yo estaría de acuerdo a condición de ampliar considerablemente y reelaborar el concepto de texto. No pretendo hacer olvidar la especificidad de lo que clásicamente se llama «texto», algo escrito, en libros o en cintas magnéticas, en formas archivables. Pero me parece que es necesario, y he tratado de mostrar por qué, reestructurar este concepto de texto y generalizarlo sin límite, hasta el punto de no poder seguir oponiendo, como se hace normalmente, bien el texto a la palabra, o bien el texto a una realidad —eso que se denomina «realidad no textual»—. Creo que esa realidad también tiene la estructura del texto[2].
En su conjunto, y al margen de su virtualidad crítico-literaria, la deconstrucción derridiana aparece como una forma de duda nihilista (más que puramente escéptica)[3]. Las relaciones entre lenguaje y realidad son sin duda algo muy complejo, porque se trata ante todo de una dialéctica nada sencilla, que ni Barthes, ni Foucault, ni Derrida han contribuido en absoluto a esclarecer. El lenguaje, efectivamente, no siempre posee una relación natural con lo designado, sino más bien convencional. El signo lingüístico es siempre simbólico, no indicial, ni icónico, si seguimos la terminología de Peirce (1987). Pero el lenguaje es superior a los escritos de Peirce... El lenguaje, como capacidad humana, es una capacidad evolutiva, y como tal un instrumento, una herramienta, una tecnología. El lenguaje no constituye la realidad en sí misma, ni mucho menos, sino que es una de las múltiples capacidades de que se sirve el hombre para abarcarla, aprehenderla y construirla. En este sentido, y tal es el planteamiento de la Crítica de la razón literaria, el lenguaje constituye un curso operatorio más, fundamental sin ninguna duda, de los muchos que hay que tener en cuenta en los procesos de construcción e interpretación del mundo y su realidad[4].
El lenguaje determina sin duda el mundo de los hablantes. Su complejidad dice mucho acerca de la sociedad que lo utiliza. Cuanto mayor es el «mundo» de una determinada sociedad, más rico será su idioma, más categorías requerirá para dar cuenta de todos los fenómenos implicados, de más amplitud dispondrán las ciencias allí desarrolladas. Esta exigencia echa por tierra las teorías que pretenden desvincular las formas del signo lingüístico de aquellas realidades materiales que las hacen posibles y legítimas. El lenguaje no sólo no agota la realidad, sino que depende de las realidades extralingüísticas, esto es, de las realidades materiales, de un modo absolutamente decisivo, definitorio y necesario. Podríamos decir que la dialéctica entre lenguaje y realidad estriba en que el lenguaje es una herramienta de construcción de realidades y verdades que, simultáneamente, se encuentra determinada por potentes elementos extralingüísticos, materializados en la historia, la política, la geografía, la literatura. Sólo si se observa el lenguaje bajo este punto de vista es posible entender qué diferencia unos idiomas de otros. La idea de isovalencia entre las diferentes lenguas, así como entre las diferentes culturas, es una mentira absoluta. Ni todos los idiomas son iguales, ni todas las lenguas valen lo mismo. La idea de sistema en la teoría de los polisistemas es de un idealismo absoluto.
Y naturalmente dentro del lenguaje está la cuestión de la oralidad y de la escritura. El lenguaje escrito es sumamente sofisticado, requiere un nivel de convención y un grado de sistematización muy complejos. El lenguaje literario aún incrementa mucho más la intensidad de tales convenciones y sistemas. Lo que hay detrás de la teoría platónica del lenguaje, por ejemplo, tal como se expone en el Cratilo, es la teoría de las ideas, y de la perfección de lo existente en función de los parámetros de la participación e imitación. En este sentido, se dispone de muchos testimonios en la literatura griega. El caso más sobresaliente es el de Homero, quien señala al lenguaje de los dioses como superior al de los hombres, dado que sólo los dioses conocen el verdadero ser de las cosas designadas y, en consecuencia, sólo ellos pueden saber cuáles son los nombres más perfectos, los que mejor corresponden a las cosas en función de su naturaleza esencial. Hay que subrayar que, frente a Platón, lo que hay detrás de las teorías de Derrida no es una ontología, ni una determinada filosofía del lenguaje, sino un interés ideológico muy concreto: en un mundo de analfabetos el señor Derrida y sus colegas pueden ser los amos, pero en un mundo en el que el desconocimiento de la ley no exime de su cumplimiento, más nos vale saber leer y escribir lo más correctamente posible.
Si todo queda reducido a lenguaje, todo es uno y lo mismo. No podríamos apelar a ninguna instancia extralingüística que nos permita formar un juicio acerca de la verdad de lo expresado. La realidad queda reducida a anagramas y juegos de palabras. Todo el mundo puede decir lo que desee, y no habrá nada que permita juzgar tales testimonios. No habrá conocimiento, ni literatura, ni nada de nada, salvo sofística y sofistas. En este nivel de demagogia y engaño se sitúa sin reservas el discurso de la posmodernidad, auténtico arsenal de ignorancia y confort académicos. Reducir la realidad a lenguaje supone invalidar la razón humana, que se agotaría en los papeles y en las palabras, y perdería toda relación con el resto de los materiales del espacio antropológico. Si asumimos incluso posiciones dialécticas clásicas, como las de Hegel, Marx o Sartre, reducir la razón humana al terreno del lenguaje, considerado como la realidad última y fundamental, supone anular definitivamente la libertad del ser humano. Y esto es precisamente lo que pretenden los sofistas posmodernos, desde el deconstructivismo derridiano hasta la pseudoteoría literaria feminista: un mundo de analfabetos y esclavos a los que poder impresionar y dominar con una retórica psicologista y sociologista. Porque la libertad del ser humano no está en el lenguaje, ni en las palabras, ni en los morfemas de género masculino, femenino o neutro. La libertad del ser humano está en los hechos. Como en los hechos está también la verdad: verum est factum. Si además se incurre en el paso de eliminar el lenguaje escrito, o de reformarlo orwellianamente, desde los imperativos de lo políticamente correcto de cada momento histórico, entonces se alcanza el cénit de la ideología aberrante y del embuste cínico. Así es como la pseudofilosofía posmoderna es, en realidad, un despotismo político. Derrida y sus colegas escriben —al estilo de Rousseau— libros en los que hablan de la perversidad de la escritura y en los que afirman sin ningún pudor que el analfabetismo es algo superior, que las culturas salvajes e incívicas son más valiosas que la civilización europea y occidental, pero ellos no son analfabetos, aunque no les importe que lo sean los demás, a quienes inducen a vivir en un tercer mundo semántico; visten la indumentaria etnocéntrica, aunque sigan elogiando el taparrabos de tribus primitivas y contemporáneas; y viven en el confort y la gloria del primer mundo, aunque dicen detestar sus instituciones políticas, sus descubrimientos científicos y su evolución histórica. La perversidad moral y política de estas ideologías no tiene precedentes. Lo único que enseñan y delatan es el interés que sus portavoces ostentan por perpetuar sus privilegios. Sus discursos no son filosofías ni teorías de la literatura. Son artificios retóricos y sofistas destinados a defender las más egoístas y gremiales posiciones de poder, despotismo e injusticia, jamás las necesidades imprescindibles de gentes analfabetas y sin recursos.
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NOTAS
[1] Palabras de Carmen González-Marín recogidas en su artículo-entrevista con Derrida, «Jacques Derrida: leer lo ilegible», Revista de Occidente, 62-63, 1986 (160-182); pág. cit. 163.
[2] Afirmación de Derrida en la entrevista citada en la nota anterior.
[3] Para una crítica fundamentada sobre la falacia de la posmodernidad, vid. Zima (1994), Sokal y Bricmont (1999), Mansilla (1999), Searle (2002) y Maestro (2006).
[4] Sobre esta cuestión, vid. el capítulo 5 de la Crítica de la razón literaria, sobre la gnoseología de la literatura.
- MAESTRO, Jesús G. (2017-2022), «Idea de texto en las ideologías posformalistas de la literatura», Crítica de la razón literaria: una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica. Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades del conocimiento racionalista de la literatura, Editorial Academia del Hispanismo (III, 4.2.2), edición digital en <https://bit.ly/3BTO4GW> (01.12.2022).
⸙ Bibliografía completa de la Crítica de la razón literaria
- Hacia una interpretación de la literatura a través de las ciencias.
- La Anglosfera y sus falsas soluciones a los falsos problemas de la Teoría de la Literatura.
- La Anglosfera y su idea de literatura como «libro de autoayuda».
- Una incógnita tabú: ¿Por qué la Anglosfera no tiene una teoría sobre el origen de la literatura?
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- Sobre la incapacidad de la Anglosfera para afrontar el estudio científico de la Literatura.
- La Anglosfera y los peligros de tomarse la ficción en serio.
- La Anglosfera y su teoría idealista y darwinista de los géneros literarios.
- Así es como el mundo académico anglosajón ha destruido la Literatura Comparada.
- Enfrentamiento académico entre la Anglosfera y la Hispanosfera sobre la Literatura y la Teoría de la Literatura.