III, 2.2.2 - La literatura en el espacio ontológico

 

Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices





La literatura en el espacio ontológico


Referencia III, 2.2.2

 

Jesús González Maestro

El lugar que ocupa la literatura en el espacio ontológico es una cuestión decisiva y fundamental, de la que toda teoría literaria o método de interpretación literaria habrá de dar cuenta de forma rigurosa, so pena de quedar reducida a una pseudociencia de lo literario, a una retórica ideológica de la escritura, o a un psicologismo dóxico, vulgar y común.

La literatura existe ontológicamente porque existe material y formalmente. Está implicada de forma plena en los tres géneros de materialidad (M1, M2 y M3), que paso a exponer siguiendo a Bueno (1972). A cada uno de estos géneros de materialidad ha correspondido con frecuencia, sobre todo a lo largo del siglo XX, una o varias teorías de la literatura, que de forma exclusiva y excluyente, es decir, idealista y formalista, han pretendido ocuparse de una parte —y sólo de una parte— de la totalidad de los materiales literarios. A estas teorías literarias me referiré más adelante —en el apartado 5, al exponer la gnoseología de la literatura—, como teorías literarias ablativas, insulares, o incluso gremiales, que de forma monista y fundamentalista pretenden reducir la totalidad y la complejidad de la literatura a una categoría única, que manipulan como fundamento indiscutible, convirtiendo la relatividad de esa categoría particular en un valor absoluto, trascendente y metafísico. Desembocan de este modo en un extremado idealismo, es decir, en una ficción interpretativa. En otras palabras, incurren en una falacia epistemológica, de corte teoreticista y formalista. El resultado no es un discurso crítico ni científico, sino acrítico y retórico. Pero no adelantemos acontecimientos, y centrémonos ahora en el lugar de la literatura en el espacio ontológico, es decir, en el terreno estricto de la constitución y organización de los materiales literarios.

El Ser, o es material, o no es. No hay seres incorpóreos. No hay formas sin cuerpo. La literatura no se sustrae a esta realidad: no hay literatura incorpórea. La literatura no es una forma sin materia, ni una entidad incorpórea, ni un cuerpo sin formas. El cuerpo o la materia de la literatura es, ante todo, y no exclusivamente, el lenguaje, con todas sus cualidades, potencias y exigencias objetivadas y formalizadas en la oralidad o la escritura construida, comunicada e interpretada por la totalidad de los seres humanos que forman parte de ella, desde los primitivos rapsodas hasta las litografías, los papiros, los pergaminos, los códices, los libros o los soportes digitales, pasando por oyentes, consumidores, lectores, productores editoriales e intérpretes o transductores. En lugar de Ser, término saturado de connotaciones metafísicas y espiritualistas, la filosofía de Bueno habla, específicamente, de materia. La Crítica de la razón literaria habla, esencialmente, de literatura, o, más específicamente, de materiales literarios. La ontología materialista (Bueno, 1972) distingue dos planos, que aquí reinterpretamos de acuerdo con las exigencias de la literatura y de los materiales literarios:


1) La ontología general, cuyo contenido es la «materia indeterminada», el Mundo (M) como totalidad, caótica incluso, de todo cuanto existe, incluido lo no conocido o interpretado todavía, la materia en sí, o materia prima en sentido absoluto, como materialidad que desborda todo contexto categorial y se constituye en materialidad trascendental. 

2) La ontología especial, cuyo contenido es la «materia determinada», es decir, la materia manipulada, transformada, roturada en las diferentes parcelas y campos categoriales de la actividad humana: el Mundo Interpretado (Mi) o categorizado por las ciencias, el conocimiento y la razón.

 

Así, pues, en el primer caso, hablamos del Mundo (M), y, en el segundo caso, hablamos del mundo conocido o Mundo Interpretado (Mi). La ontología no es, pues, el Mundo, a secas, sino el Mundo Interpretado y categorizado por las ciencias, es decir, el mundo conocido, estudiado, identificado, analizado, por las diferentes ramas y especialidades del saber humano, debidamente estructurado y organizado por la razón. Lo que está más allá de un «agujero negro» pertenecerá al Mundo, pero no al Mundo Interpretado... todavía.

De este modo, en primer lugar, la Ontología General (M), como sustancia constitutiva del Mundo (M), corresponde a la idea de Materia Ontológico General, definida como pluralidad, exterioridad e indeterminación. La Ontología General (M) es una pluralidad infinita, y desde ella la filosofía de Bueno niega tanto el monismo metafísico (inherente al cristianismo y al marxismo) como el holismo armónico (propio de las ideologías panfilistas, entregadas al diálogo, el entendimiento y entretenimiento universales, la paz perpetua o la alianza de civilizaciones). En segundo lugar, la Ontología Especial (Mi), como Mundo Interpretado (Mi), es una realidad positiva, es decir, constatada y verificada por los sentidos, y que se constituye a través de tres géneros de materialidad, que organizan la vida sensible del ser humano, sobre la cual se construye su vida inteligible (Bueno, 1972)[1].


Mi = M1, M2, M3


El primer género de materialidad (M1) está constituido por los objetos físicos en sentido estricto, considerados en su dimensión esencialmente física (rocas, organismos, satélites, bombas atómicas, mesas, sillas…); comprende materialidades físicas, de orden objetivo, dadas en el espacio y en el tiempo.

El segundo género de materialidad (M2) está constituido por todos los fenómenos de la llamada vida interior (psíquica, etológica, psicológica, histórica, memoria, paramnesia…) explicados materialmente (celos, miedo, orgullo, fe, amor, solidaridad, olvido, paz…), es decir, atendiendo a sus causas y a sus consecuencias materiales. Comprende materialidades de orden subjetivo (dadas antes en una dimensión temporal que espacial), cuya relevancia reside ante todo en los hechos que las provocan y generan, y en los hechos a que dan lugar, como contenidos psicológicos y fenomenológicos que impulsan las formas de la conducta humana (agresividad, ambición, impotencia, depredación, etc.).

El tercer género de materialidad (M3) está constituido por los objetos lógicos, abstractos, teóricos (los números primos, la langue de Saussure, las teorías morales contenidas en el imperativo categórico de Kant, los referentes jurídicos, las leyes, las instituciones, el teorema de Pitágoras…), y comprende materialidades de orden lógico (las que no se sitúan en un lugar o tiempo propios).

Estos tres géneros de materialidad son heterogéneos e inconmensurables entre sí (Bueno, 1972, 1990). Son también coexistentes, solidarios y conjugados, ninguno va antes que otro y ninguno se da sin el otro: se codeterminan de forma mutua y constante, y ninguno de ellos es reducible a los otros. Quiere esto decir que estos tres géneros de materialidad están dados y organizados en symploké.

He expuesto los criterios ontológicos de la filosofía de Bueno, cuyo sistema de coordenadas puede traducir a sus propios términos el núcleo esencial de la filosofía clásica. Voy a explicar ahora qué lugar ocupa la literatura en cada uno de estos géneros de materialidad, según los presupuestos metodológicos de la Crítica de la razón literaria como Teoría de la Literatura. Téngase en cuenta que en esta obra se explica la literatura desde las exigencias de la propia literatura, es decir, desde la ontología de los materiales literarios, y no desde las exigencias de la filosofía buenista.

Ha de advertirse desde el primer momento que según la Crítica de la razón literaria, la literatura no es en absoluto un mundo posible (Maestro, 2006a). Semejante declaración sólo puede interpretarse como una ridiculez. Ni don Quijote, ni Ulises, ni Robinson, ni Julien Sorel, ni Dante en los Infiernos, ni el príncipe Hamlet en su isabelina corte danesa han pertenecido ni pertenecerán jamás a ningún mundo que tenga la menor posibilidad de existir. Para la Crítica de la razón literaria la literatura es un discurso sobre el mundo real y efectivamente existente, que exige ser interpretado desde el presente y a partir de la singularidad de las formas poéticas o estéticas en que se objetivan textualmente sus referentes materiales. Toda interpretación literaria ha de estar implantada en el presente, porque la literatura no es una arqueología de las formas verbales, y aún menos la fosilización de un mundo pretérito y concluido. Y porque ningún intérprete del siglo XXI puede situarse en los siglos XVI o XIX para interpretar a Garcilaso o a Galdós. Interpretar es estar aquí y ahora. La lectura y la interpretación literarias no son en absoluto las formas de una autopsia. A su vez, la singularidad de las formas estéticas en que se objetiva el hecho literario hace de la Filología una ciencia imprescindible para cualquier pretensión interpretativa, de la que ninguna crítica del racionalismo literario puede prescindir. La Filología vincula explícitamente la literatura con la realidad ontológica misma que la sustantiva como materia y forma literarias. Prescindir de la Filología a la hora de interpretar la literatura equivale a ejercer la crítica sin criterios, es decir, a actuar desde la ignorancia objetiva, al convertir la ciencia literaria en una retórica de la escritura, al crítico en un escriba o sofista, y a la educación científica en una terapia de grupo, en la que el «grupo» es un gremio ideológico y autista o ablativo, al servicio de intereses ajenos a la literatura y a la Teoría de la Literatura, y comprometidos con ideologías pragmáticas muy al uso, de todos bien conocidas (indigenismo, feminismo, nacionalismo, sexismo, pacifismo, culturalismo, fideísmo, panfilismo, etnocracias...). Por eso es un error gravísimo para un hispanista reemplazar los estudios literarios en estudios culturales. Que la literatura sea un «género» de cultura no quiere decir que la literatura pueda reducirse o jibarizarse a «cultura», término saturado de mitología anglosajona e idealismo alemán, y muy ajeno al materialismo de la tradición literaria hispanogrecolatina.

La teoría literaria en la que ha de basarse la crítica de los materiales literarios (autores, obras, lectores, transductores...) tiene que estar construida sobre los criterios de la Filología y de aquellas ciencias categoriales que requieran tanto su investigación como su propio desarrollo, y tomará como núcleo de sus interpretaciones los que considera contenidos materiales de la investigación literaria, esto es, los referentes de las formas literarias, en tanto que ideas objetivadas formalmente en los materiales literarios. El núcleo de toda interpretación literaria reside en última instancia en el análisis formal de sus referentes materiales, es decir, de los referentes materiales de la literatura, referentes materiales contenidos y apelados formalmente en y por la realidad literaria[2]. Y esto ha de ser así necesariamente porque los referentes materiales de la literatura se sitúan en el mundo real, por más que sus referentes formales se limiten a la estructura textual de los materiales literarios objetivados en la poética de cada obra literaria. Como se ha indicado con anterioridad, es necesario salir de la literatura para interpretar la realidad. Sin embargo, como resulta obvio, no es posible salir de la realidad para interpretar la literatura. Los referentes materiales de la literatura no son una posibilidad, son una realidad. Pertenecen al mundo de los hechos, y no sólo al de las interpretaciones. Su combinatoria formal sin duda da lugar a una fábula, a una invención, a una ficción, pero como tales referentes, como tales materiales en sí mismos considerados, son reales más allá de la literatura y existen real y efectivamente en el Mundo, es decir, de modo específico y tangible, actúan operatoriamente en la realidad del Mundo interpretado (Mi). Como Teoría de la Literatura, la Crítica de la razón literaria estudia la realidad tal como está formalizada y construida poética, filológica y semiológicamente en términos literarios, es decir, interpreta la realidad de la literatura, cuyo referente es ―no puede olvidarse― la realidad humana, y lo hace desde la constitución científica de los conceptos y desde la organización filosófica de las ideas, esto es, desde criterios racionales, lógicos y dialécticos. Por eso es completamente cierto y coherente afirmar que la literatura está hecha de realidades. Si no sucediera así, no sabríamos a qué se refiere una obra literaria, ni de qué nos habla, ni siquiera sabríamos decir cuáles son sus contenidos. La ficción no existe sin alguna forma de implicación en la realidad. La literatura, de hecho, no existe al margen de la realidad. La literatura nace de la realidad y nadie ajeno a la realidad puede escribir obras literarias ni interpretarlas. Literatura y realidad no son términos dialécticos u opuestos, sino conceptos conjugados o interrelacionados. La literatura no es posible en un mundo meramente posible. La literatura no existe fuera de la realidad. Muy al contrario, la literatura sólo es factible en un mundo real, como hecho creativo o constructivo y como hecho interpretativo. Los materiales de la literatura son reales o no son. Los referentes de la literatura remiten siempre a un mundo real, actual y efectivo. Porque la literatura es siempre una partitura de la realidad, que exige ser interpretada de forma sensible, racional y lógica[3].

De este modo, los referentes materiales de la literatura siempre están explícitos en cada uno de los tres géneros de materialidad (M1, M2, M3), que constituyen la ontología especial del mundo conocido (Mi), es decir, las innumerables realidades positivas —nunca posibles o imaginarias, sino reales— que construyen la heterogeneidad e inconmensurabilidad del Mundo Interpretado en que vivimos. La filosofía de Bueno organiza los contenidos materiales, positivos, del Mundo categorizado por las ciencias en diferentes campos de la realidad, dispuestos a su vez en los tres antemencionados géneros de materialidad física (M1), psicológica (M2) y conceptual o lógica (M3). La Crítica de la razón literaria reinterpreta estos géneros de materia de acuerdo con la realidad de la literatura y con las exigencias de los materiales literarios.

Don Quijote, por ejemplo, es un ente de ficción, es decir, es una materia de ficción, una materia verbal —una materia literaria que puede estudiarse conceptualmente—, pero su cabeza, su tronco y sus extremidades, como su adarga y su caballo, como su ama y su sobrina, remiten respectivamente no sólo al primer género de materialidad (M1), en el que nosotros, seres humanos de carne y hueso, reconocemos y comprobamos la existencia real y efectiva de nuestra cabeza, tronco y extremidades, sino que también remiten al segundo y al tercer género de materialidad, a los que pertenecen, respectivamente, la locura y la fama (M2), por ejemplo, y las ejecutorias de hidalguía o el decreto de expulsión de los moriscos (M3), referentes materiales imprescindibles todos ellos en la interpretación del Quijote[4]. Diré, en síntesis, que, desde la ontología materialista, la ontología literaria quedaría constituida y organizada del modo siguiente:


1) Primer género de materialidad literaria (M1): la literatura como realidad física (la materialidad del lenguaje, de la oralidad y de la escritura; la sustancia y la forma de la expresión literaria; los soportes físicos de construcción, difusión e interpretación literarias, históricamente desarrollados, litografías, tablillas de cera o plomo, papiros, pergaminos, códices, incunables, libros, soportes digitales, CD, tabletas informáticas, etc.).

2) Segundo género de materialidad literaria (M2): la literatura como discurso en el que se objetivan material y formalmente contenidos psicológicos y fenomenológicos, cuyos referentes fundamentales son los personajes y las acciones, es decir, los sujetos y la fábula, como depositarios de mitos, historias, invenciones, peripecias, experiencias psicológicas, relatos fantásticos o maravillosos, narraciones legendarias, discursos míticos, episodios ficticios...

3) Tercer género de materialidad literaria (M3): la literatura como discurso en el que se objetivan ideas, conocimientos y conceptos, es decir, la literatura como una materia que puede y debe examinarse mediante conceptos científicamente, desde una Teoría de la Literatura, y mediante ideas filosóficamente desde una Crítica de la Literatura.


Adviértase que el segundo género de materialidad literaria (M2) es la única parte esencialmente ficticia de la literatura, desde el momento que en su primer género de materialidad (M1) la literatura es una realidad física perfectamente manipulable, en sus formas y materias de expresión, construcción, difusión e interpretación, mediante los más variados soportes y materialidades. Lo mismo cabe decir del tercer género de materialidad literaria, es decir, de la literatura como discurso en el que se objetivan ideas y conocimientos, que forman parte de los materiales literarios sólo porque previamente forman parte de la realidad humana exterior a la literatura, es decir, de la realidad humana del Mundo Interpretado (Mi) o conocido por el ser humano. En la literatura no está presente nada que antes no esté de alguna manera presente en el mundo real, esto es, en la realidad del Mundo Interpretado. La cucaracha de Kafka existe en La metamorfosis de Gregorio Samsa porque en el mundo real hay cucarachas. Y cuando la literatura presenta criaturas o hechos extraordinarios, en sí mismos imposibles o inexistentes en el mundo conocido o interpretado (Mi), como sucede con frecuencia en la Ilíada, la Odisea o la Divina commedia, los ofrece siempre a partir de la combinación de elementos y realidades efectivamente existentes en el mundo real, conocido o interpretado. Es el caso de la denominada Literatura sofisticada o reconstructivista (Maestro, 2012), que confiere operatoriedad, es decir, impone relaciones reales, a términos ideales. El resultado sería un insecto que narra muy racionalmente sus propias experiencias (Kafka) o dos perros que, como Cipión y Berganza, dialogan con extraordinaria lucidez crítica sobre la sociedad española aurisecular (Cervantes). No hay monstruo sin atribuciones humanas. Incluido el propio Dios[5], como monstruosidad metafísica capaz de crear, recrear y exterminar a su antojo todo tipo de seres humanos.

Y ha de tenerse en cuenta que el tercer género de materialidad de la literatura se ha negado con frecuencia. Platón fue el primero en hacerlo, y en proclamarlo enérgicamente en el Ion (534b), al negar al poeta toda inteligencia en el uso de sus facultades literarias, es decir, al construir (poíein) el discurso literario como un discurso meramente retórico, e incapaz de organizar de forma lógica y racional contenidos, referentes o ideas. Análogas ideas encontramos en el célebre libro X de la República. Sin embargo, y frente a este platonismo incapaz de ver en los materiales literarios la objetivación de sistemas racionales de ideas, ha de afirmarse que la literatura, como la ciencia y como la filosofía, es un discurso en el que cabe la formalización lógica y racional de ideas, por más que estas ideas gocen en el texto de la obra literaria de una libertad formal de la que carece, sin lugar a dudas, el discurso de la ciencia y el de la filosofía. Por eso la literatura es superior en este punto a cualquier forma de discurso —incluidos por supuesto el científico y el filosófico—, porque sin renunciar nunca a la razón, incorpora a sus posibilidades de expresión, comunicación e interpretación, es decir, a sus posibilidades efectivas de materialización, la Poética. Y me refiero a una Poética definida en términos racionales, conceptuales y críticos, no a una fantasía onírica que no da cuenta de nada ni a nadie. La razón, incluida por supuesto la razón literaria, no sueña: piensa. Los monstruos no son hijos de la razón, sino del irracionalismo, de la mitología y de la teología, de la sofística y de la verborrea, de la retórica sin contenidos materiales y de las ideologías de ignorantes y nigromantes de todo tiempo y lugar (cuyo número, como comúnmente suele decirse, es infinito).

Y aún debo añadir algo más en este punto. No sólo Platón y muchos otros pensadores célebres —el propio Gustavo Bueno, fundador del materialismo filosófico ha sido siempre muy hostil con la literatura y muy fiel en este punto a la República platónica— han querido negar, inútilmente, la realidad de la literatura como materialidad objetivadora de ideas, sino que también lo han impulsado, aunque estos ya sin hacer uso alguno de la razón, los sofistas y promotores de la posmodernidad, entre los cuales se llevan la palma Heidegger, Barthes, Derrida y Foucault. Estos cuatro autores han renunciado en sus libros a afrontar la literatura como un discurso depositario de ideas. Y a partir de esta renuncia se han refugiado respectivamente en la insularidad de la metafísica (Heidegger), de los formalismos (Barthes), de la retórica (Derrida) y de la ideología (Foucault) para dejarnos en herencia una poética de la impotencia. De la impotencia porque renuncian a la materialidad del ser, al que llaman tiempo (como si sólo fuéramos tiempo...). Se nota que Heidegger nunca leyó al judío Einstein, ni adquirió jamás una idea mínimamente consistente de lo que es el tiempo como concepto categorial, pese a lo cual no tuvo ningún reparo en escribir cientos de páginas dedicadas al tiempo como vana idea retórica o psicológica, para concluir que al final de la vida resulta que vamos a morir todos... Impotencia porque renuncian a la materialidad terciogenérica de la literatura (la literatura como sistema de ideas), al reducir lo literario a una ontología primogenérica (la literatura como escritura): formas lingüísticas, cada vez más dispersas, diasporadas, diseminadas, de modo que no hay ideas, sino palabras sin contenido, sintaxis sin semántica... Barthes es el primer retórico de la posmodernidad, a quien debemos el haber sustituido la teoría de la literatura por la retórica de la escritura: una excelente derogación de la semántica literaria que ha seducido irracionalmente a miles de personas. Impotencia porque renuncian a la sistematización científica de la interpretación literaria, descoyuntando fantasiosamente la articulación entre materia y forma literarias, y reduciéndolo todo a una sintaxis sin semántica, en la que las «cosas» —ya no hay materiales literarios— están ahí, como en un limbo, formando un texto sin pies, ni cabeza, ni tronco, ni principio, ni fin, ni nada de nada. Derrida nos conduce, cual prestidigitador de una Academia posmoderna de corte y confección, hacia una suerte de «nihilismo mágico» en el que desaparece la escritura, el autor, la obra y sus límites, el lector, el intérprete, la literatura, todo..., todo menos Derrida, naturalmente. Impotencia porque renuncian a la realidad de la dialéctica contemporánea, sustituyendo elementos reales del proceso dialéctico por otros elementos fraudulentos, y creando de este modo falsos problemas que exigen soluciones también falsas: Foucault renuncia a la tradición filosófica occidental —de la que él mismo procede—, y concluye en que no existe posibilidad alguna de hablar en términos de verdad, porque todo es ideología y textualidad vacía de contenido inteligible. En la misma línea se sitúan en ciencia Feyerabend (al renunciar a la idea de verdad), Adorno en filosofía (al renunciar a la síntesis hegeliana), Vattimo en hermenéutica (al renunciar al pensamiento sistemático, en nombre de esa sinestesia que el acomodado exeuroparlamentario denomina «pensiero debole»). Todos estos autores se expresan mediante figuras retóricas, pues los contenidos de su discurso no existen como tales en el Mundo Interpretado por las ciencias (Mi), esto es, como contenidos materiales, sino en la psicología de las masas que los leen de forma acrítica e irracional, es decir, ideológica y autistamente, sin percibir el serrín y la oquedad de formas, tropos, palabras, diálogos, metáforas, sinestesias..., destinadas a adornar una posmodernidad límbica y metafísica. Incapaces de afrontar la literatura como discurso crítico, depositario de ideas y conceptos, renuncian a la razón en favor de la ideología, la psicología y la retórica. Escriben como lo que son: sofistas[6].

En consecuencia, la interpretación literaria nunca puede perder de vista la ontología literaria, esto es, la literatura organizada en sus tres géneros de materialidad, pues de esta ontología literaria habrá de partir necesariamente toda interpretación de cualesquiera materiales literarios.

¿Qué sucede cuando las teorías literarias no parten de la ontología de la literatura, es decir, renuncian a la realidad de la literatura efectivamente existente, a sus materiales literarios? En tales casos, la literatura se reduce a uno de los tres géneros, con frecuencia el primero (M1), en el caso de las poéticas formalistas y estructuralistas, o al segundo (M2), en el caso de las teorías literarias psicoanalíticas, las poéticas de lo imaginario y la mitocrítica. Además, en este segundo género de materialidad literaria se sitúa, como veremos más adelante, la totalidad de las teorías fenomenológicas relativas a la recepción literaria (Jauss, Iser, Eco...) y a los procesamientos de la interpretación (Habermas, Schmidt, Vattimo...). Se incurre de este modo en la insularidad o ablación de la interpretación literaria, al reducir a un segmento muy relativo la totalidad del complejo proceso ontológico que constituyen los materiales literarios, que aquí hemos organizado en los tres géneros antemencionados.

Más escandaloso resulta el caso de teorías gregariamente monistas, que interpretan la literatura desde un fundamento ideológico impuesto de forma dogmática e indiscutible, como el feminismo, el indigenismo, los nacionalismos, las etnocracias, los gremios y lobbies, etc. El resultado es con frecuencia un vertedero ideológico saturado de psicologismos que reducen el Mundo Interpretado a su gremial y gregaria interpretación del Mundo. Estos grupos, debidamente equipados con la infraestructura académica y editorial que les proporcionan determinadas potencias, como los Estados Unidos, y que desde Europa se pretende imitar con grandes deficiencias, tratan de construirse un M2 particular en el que vivir confortablemente, de espaldas a la realidad y a pesar de ella —e incluso contra ella, en muchos casos—. La globalización posmoderna funciona de ese modo. Lo mismo cabe decir de las interpretaciones confesionales, teológicas, fideístas o religiosas de la literatura. Hay otras teorías que se centran en la estricta materialidad física de lo literario (M1), como casi todos los formalismos (escuela morfológica alemana, formalismo ruso, estilística, New Criticism, Estructuralismos, neoformalismo francés, etc.), que acabaron, como formalismos que eran, por degenerar en las ficciones de los posestructuralismos, creyendo en su propio ilusionismo metodológico, como la célebre boutade barthesiana de que el autor está muerto (antes incluso de escribir sus obras), de que el autor no existe (Foucault), de que sólo hay archilectores (Riffaterre), lectores implícitos (Iser), explícitos (Booth), modélicos (Eco), informados (Fish), implicados, etc., olvidándose por completo del único lector efectivamente real: el de carne y hueso, el único lector que puede aprender a leer y a escribir. Todos los demás lectores de la teoría literaria son formalismos puros que nunca han ido al colegio. Todo un delirio retórico y pletórico de idealismos, que demuestra qué bien viven aquellos seres humanos que tienen su vida más que resuelta, porque la realidad en la que habitan —como el público que les escucha— no les exige pensar demasiado.


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NOTAS

[1] La arquitectura trimembre de la ontología especial mantiene una estrecha correspondencia con la estructura ternaria del eje sintáctico del espacio gnoseológico, cuyos sectores son los términos de las ciencias (realidades físicas), las operaciones que ejecutan los sujetos gnoseológicos (realidades fenomenológicas), y las relaciones que permiten a los sujetos operatorios la manipulación de los términos, de acuerdo con criterios sistemáticos, normativos, estructurales, preceptivos, legales, etc. (realidades lógicas) (Bueno, 1992).

[2] Una demostración práctica de estos criterios puede verse en mis monografías —precedentes de partes esenciales de la Crítica de la razón literaria— sobre la narrativa de Miguel de Cervantes, Las ascuas del Imperio. Crítica de las Novelas ejemplares de Cervantes (2007) y Crítica de los géneros literarios en el Quijote (2009).

[3] Quede claro que hablamos de una partitura de la realidad, no de una imitación, copia o mímesis de la realidad. No somos aristotélicos. Aristóteles no es nuestro colega. Sobre esta cuestión crítica contra el aristotelismo, véase el capítulo referido al concepto de ficción en la literatura (III, 3.6).

[4] Todas las obras literarias de Cervantes conducen inevitablemente al lector al tercer género de materialidad, el constituido por los objetos lógicos, y dentro de él se exige al intérprete reflexionar de forma crítica sobre sus contenidos, desde criterios rigurosamente racionales y lógicos. La originalidad de las Novelas ejemplares, por ejemplo, desde el punto de vista de las exigencias críticas a que nos conduce y obliga el autor —que no el narrador, quien es una mera creación autorial— dentro del mundo de los objetos lógicos (M3), radica en el antropomorfismo del mundo contenido en sus formas literarias. En las Novelas ejemplares de Cervantes, el espacio antropológico queda reducido al eje circular, es decir, al mundo de las relaciones que mantienen los seres humanos consigo mismos, al margen completamente del eje angular (los referentes numinosos como realidades religiosas vivas) y del eje radial (los objetos de la naturaleza como protagonistas de los hechos narrados). No hay dioses, sino teoplasmas, esto es, manifestaciones inertes de divinidades estériles; no hay creencias naturales, sino religiones dogmáticas o teológicas (religiones terciarias); no hay realidades numinosas vivas, ni siquiera bajo la forma de mitos zoomorfos, como sí sucederá lúdicamente en el Persiles; no hay en las Novelas ejemplares una mitificación de la naturaleza, ni siquiera una mínima idealización, lejos ya de las utopías renacentistas postuladas en la crisálida de La Galatea o en el incipiente barroquismo del primer Quijote; no hay tampoco mitos andromorfos que, al modo del Viaje del Parnaso, rehabiliten el delirio mitológico del paganismo clásico. En las Ejemplares solo habitan el hombre y la mujer, frente a sí mismos. Sin dioses, sin paraísos ideales, sin ángeles custodios, y siempre a merced de los elementos más terrenalmente materiales. Ésa es la gran y singular lección de las Novelas ejemplares en el conjunto de la creación literaria cervantina: la cúspide del antropomorfismo en su relación crítica con los objetos lógicos (M3) y su materialización en las formas literarias de la narrativa aurisecular. Ése es el Cervantes de las Ejemplares. Un Cervantes único en el conjunto de su creación literaria. Un Cervantes que es precursor del racionalismo ateísta de Baruch Spinoza.

[5] De hecho, la denominada «ciencia ficción» no es sino la interpretación adulterada del Mundo no conocido (M), a partir de hipótesis no verificadas (si estuvieran verificadas pertenecerían al mundo categorizado o interpretado (Mi) por las ciencias), que la psicología humana proyecta sobre lo desconocido (Maestro, 2006a). Y lo desconocido no sólo puede ser el espacio interplanetario, sino también el futuro —como temporalidad pronosticable, pero nunca diagnosticable—, la curación ficticia (que no científica o médica) de una enfermedad, el interior de un planeta como Mercurio, o el aparato sexual de un extraterrestre. A veces también se pretende que lo no conocido sea el pasado, tratando de sustituir, por ejemplo, la teoría de la evolución de las especies por la ficción del creacionismo religioso, en virtud del cual un dios crea a un par seres humanos a su propia imagen y semejanza, de cuyos tres hijos varones brota —habría que haber visto cómo se las arreglaron...— la Humanidad en que vivimos.

[6] En todo el debate que se desarrolló en torno al canon literario, en el que participó Harold Bloom con un libro tan famoso como inocuo, cuyo título reproduce otra figura no menos retórica que las usadas por su adversarios —insisto en que hablar de canon occidental es un pleonasmo, porque no hay más canon literario que el de Occidente, concretamente el de la tradición literaria hispanogrecolatina, al que se incorporan lenta y tardíamente literaturas anglosajonas—, debe advertirse que apenas se han logrado algunos avances. La crítica de Bloom a Derrida o Foucault es completamente inane, inconsistente y retórica. Bloom está a la altura de sus adversarios. Y es su más desafortunado contrapunto. Como ellos, gusta de la infraestructura editorial y académica del imperio norteamericano. La literatura es, para unos y otros, una fuente de materia primogenérica, esto es, un negocio. No les interesa el conocimiento de la literatura —en sus libros no hay apenas ideas originales—, sino su explotación mercantil —ganan mucho dinero y popularidad, publicando vacuidades—. No vale la pena dedicarles ni tiempo ni atención.






Información complementaria


⸙ Referencia bibliográfica de esta entrada

  • MAESTRO, Jesús G. (2017-2022), «La literatura en el espacio ontológico», Crítica de la razón literaria: una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica. Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades del conocimiento racionalista de la literatura, Editorial Academia del Hispanismo (III, 2.2.2), edición digital en <https://bit.ly/3BTO4GW> (01.12.2022).


⸙ Bibliografía completa de la Crítica de la razón literaria



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