Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica
del conocimiento racionalista de la literatura
El triunfo de la heterodoxia: el teatro de Cervantes y la literatura universal
En 1990 Edward E. Riley escribió, en favor de la contemporaneidad de Cervantes, una declaración
que, entrados incluso en el siglo XXI, cada día resulta más convincente, aunque
no todo el que la suscriba sepa justificar por qué: «Sé que pueden acusarme del anacronismo elemental de atribuir a un
escritor del siglo XVII las preocupaciones del siglo XX. Sólo puedo contestar
que la presencia de esta dimensión en la obra [de Cervantes] me parece tan
manifiesta que no admite duda» (Riley, 1990: 88).
¿Podemos
prescindir del teatro de Miguel de Cervantes? ¿Puede prescindir la literatura
española y la literatura universal del teatro cervantino? Es evidente que no, pero hay que explicar por qué. Como investigadores, no
podemos leer a Cervantes sin tener en cuenta sus entremeses, su tragedia Numancia
y sus nueve comedias hasta ahora conservadas. Es imposible leer el Quijote
sin percibir la naturaleza entremesil, dramática y metateatral de muchos de sus
episodios. Y lo mismo hemos de decir de buena parte de las escenas de sus Novelas ejemplares.
De cualquier
modo, no es menos cierto que Cervantes fue un dramaturgo extemporáneo entre sus
contemporáneos. Sin embargo, es muy probable que en nuestros días su teatro sea
mucho más contemporáneo que el de Lope o el de Calderón, algunos de cuyos
dramas podrían ser interpretados por el «vulgo» de nuestro tiempo como una mera
historia de malos tratos familiares o, como escriben —para el vulgo— algunos
periodistas y políticos, de «violencia de género».
No voy a plantear aquí ninguna apología emocional del teatro cervantino, y aún menos un contraste psicológico con el teatro lopesco y aurisecular. Más bien al contrario. Me propongo ofrecer una invitación a la lectura del teatro de Miguel de Cervantes desde la perspectiva de la literatura universal, con objeto de hacer resaltar una presencia literaria y dramática que, habitualmente, resulta ignorada desde un enfoque exclusivamente peninsular e hispanista. Hay que interpretar el teatro de Cervantes más allá del Siglo de Oro y más allá de la literatura española (Maestro, 2013).
Considero un
error estéril interpretar el teatro de Cervantes como el resultado de una falta
de capacidad, por parte de su autor, para adaptarse al teatro vigente en su
tiempo. Leer y ver su teatro como el resultado de una impotencia por parecerse
o adaptarse al de otros dramaturgos de su época equivale a proponer una
solución falsa a un problema igualmente falso. ¿Por qué? Pues porque Cervantes
nunca quiso parecerse a ninguno de sus contemporáneos. Considerar la
dramaturgia cervantina como el deseo frustrado por lograr un puesto de éxito
entre los autores de comedias nuevas es un error absoluto. Cervantes
nunca quiso escribir comedias al estilo de Lope. Suponer que su teatro
fracasa porque su intención es imitar la comedia nueva equivale a no
entender la esencia de la literatura cervantina, que es ante todo heterodoxia y
extemporaneidad. Cervantes nunca quiso imitar la comedia nueva, nunca
quiso mimetizar el arte de ninguno de sus contemporáneos y, con toda
probabilidad, al que menos de todos hubiera querido imitar sería a Lope de
Vega. Cualquier intento de estudiar el teatro de Cervantes como un teatro cuyo
éxito hay que verificar en la medida en que se adapte o se asemeje al de Lope
es una forma muy simple de suponer la solución de un problema inexistente. En
el terreno teatral, Cervantes pretendió un imposible para su tiempo,
pero no para la posteridad: triunfar en el teatro del Siglo de Oro con un
teatro alternativo a la comedia nueva. Su público es un público extemporáneo,
y su teatro es un teatro heterodoxo.
La
heterodoxia y la extemporaneidad son las principales características del teatro
cervantino. Cervantes escribió un teatro intencional y voluntariamente
heterodoxo, cuyo resultado inmediato fue el fracaso ante el público de su
tiempo, debido a la extemporaneidad de sus planteamientos. Mientras no
aceptemos esta forma de acercamiento a sus comedias, tragedia y entremeses, no
seremos capaces de interpretarlos al margen de los prejuicios que la crítica
literaria ha vertido sobre las posibilidades de recepción de su dramaturgia.
Incluso el tan citado, como lugar común, y nunca traducido al español —lo cual no deja de ser irónico— libro de Jean Canavaggio, Cervantès
dramaturge: un théâtre à naître (1977), no
ha ayudado mucho a superar este deturpado acercamiento al teatro cervantino, al
definirlo esencialmente como un teatro en ciernes. No es cierto que el de
Cervantes sea un teatro en ciernes, o un teatro a punto de nacer. Su teatro no
es una dramaturgia a medias. No estamos ante obras inacabadas. Sus tragedias no
necesitan rescribirse. Sus entremeses son piezas perfectas, y sus comedias
se dieron a la imprenta con plena y definitiva consciencia por parte de su
autor «para que se vea de espacio lo que pasa apriesa y
se disimula, o no se entiende, cuando las representan» (Cervantes, Viaje del Parnaso, 1614/1997: 165-167). No
estamos, pues, ante un théâtre à naître,
sino ante una dramaturgia plenamente desarrollada en sus concepciones
fundamentales de lo trágico (Numancia), de lo cómico (entremeses)
y de lo paródico (algunas comedias respecto a la comedia nueva).
Quienes
insisten en juzgar el éxito o el fracaso del teatro cervantino limitándonos al
juicio del público de su tiempo nos conducen a un callejón sin salida. En ese
punto, ni nos ayudan a conocer mejor la problemática que plantea Cervantes en
sus comedias, tragedia y entremeses, ni nos ofrecen ninguna alternativa más
allá de las fronteras auriseculares, por cierto bastante estrechas, desde
cualquier punto de vista que las observemos, tal como sostiene el hispanista
alemán Wolfgang Matzat (1986) en su interpretación de la comedia calderoniana.
Si Lope de Vega hubiera vivido en el siglo XVIII, probablemente no hubiera sido
un dramaturgo de éxito. Esas observaciones son inútiles. Por ese camino podemos
acabar escribiendo ciencia ficción. Procedimientos de este tipo no nos conducen
a nada. El estreno de la quinta sinfonía beethoveniana en do menor fue un
absoluto fracaso, si juzgamos desde el público de su tiempo. No hablemos ya de la música de Mahler. La pintura de El
Greco no despertó en la corte española del siglo XVI ningún interés. Una de las
más importantes tragedias de la literatura alemana contemporánea, Woyzeck
de Georg Büchner, explícitamente inacabada y fragmentada, no fue estrenada hasta
1913, en la vanguardia del movimiento expresionista alemán, casi un siglo
después de su composición, en 1837. Buena parte del teatro de Valle-Inclán no
se representó hasta época reciente. Y una obra como El Público, de un
autor tan popular como Lorca, no sólo no se editó hasta 1970, sino que
además ha necesitado más de medio siglo para subir a las tablas. Los ejemplos
de este tipo son innumerables. Quizás sólo por esta vez, Cervantes no es el
único.
La perspectiva comparatista y abierta de Edward E. Riley
Nada hay más
conservador que la crítica literaria cuando se mueve por cauces conservadores.
La inteligencia que justifica el valor de la tradición y del pasado puede
resultar temible. Y nada más fácil que seguir la inercia. Dígase lo que se quiera,
el mundo académico soporta muy mal las novedades. Sobre todo porque la mayoría
de sus jueces y patriarcas no están ya para muchas innovaciones. Con todo, el
canon no cesa de sufrir transformaciones en sus posibilidades de
interpretación. El teatro cervantino no pervive ajeno a tales cambios. Basta
echar un vistazo a la bibliografía recogida en la Crítica de la razón literaria sobre el teatro cervantino para confirmar la
atención que ha suscitado a lo largo de los cuatro últimos siglos, y en
especial durante los últimos cincuenta años, la dramaturgia del autor del Quijote.
Edward C.
Riley ha considerado la creación narrativa de Cervantes desde una perspectiva
comparatista, desde la que deliberadamente excluye consideraciones positivistas
o causales, que demuestren objetivamente que tal o cual autor leyó al autor del
Quijote. Se trata de algo francamente
más simple y mucho más relevante de lo que parece ser a primera vista: se trata
de examinar la originalidad de la novela cervantina en la interpretación
histórica de las formas narrativas occidentales. ¿Podría hacerse lo mismo
respecto al teatro? No digamos que no hasta que no lo hayamos intentado (Maestro,
2000, 2013). Riley justificó metodológicamente, en sus estudios sobre la
narrativa cervantina, un criterio de interpretación del que más de uno nos
hemos servido desde hace años en relación con la poética del teatro de Miguel
de Cervantes. Es un interesante ejercicio situar en un contexto comparatista
determinadas obras de la literatura española, que tradicionalmente apenas han
sido objeto de contraste más allá de su siglo o de sus fronteras lingüísticas o
literarias. Suscribimos plenamente, en sus posibilidades de aplicación al
teatro cervantino, las siguientes palabras de Riley respecto al Quijote: «Creo que tiene más sentido
considerar la novela de Cervantes en una escala más amplia, la de la historia
literaria, como punto de intersección o punto nodal en un proceso progresivo
que estaba ya en curso mucho antes de Cervantes y que después ha continuado
prolongadamente. No me ocuparé de las «influencias» en que un autor moderno A o
B pueda haberse inspirado, conscientemente o no, en Miguel de Cervantes. Carece
de importancia, por lo que me atañe, si un elemento que se percibe a la vez en
el Quijote y en una novela
contemporánea lo descubrió o inventó antes Cervantes. Lo que me interesa es la
correspondencia de rasgos tales en tanto que constantes estructurales a través
del tiempo: las conexiones en si, en particular cuando hay suficientes para
indicar una continuidad cuyos cambios implican una evolución» (Riley, 2001:
154).
El teatro de Cervantes y el mundo grecolatino
En este
sentido, la interpretación del teatro cervantino a la luz de la literatura
grecolatina ha abierto campos valiosísimos a la investigación. Uno de los
primeros autores en ocuparse de este aspecto fue el hispanista alemán Friedrich Schlegel, en su Geschichte der alten und neuen Literatur (1815). La comedia de Aristófanes representa
profundamente la decadencia del mundo ateniense, y griego en general, de una
forma tan enérgica y plástica como hasta entonces ningún género de discurso,
histórico o filosófico, había conseguido expresar. Libertinajes como los que
retrata Aristófanes en sus comedias sólo pueden expresarse públicamente en una
democracia totalmente desordenada y en descomposición, como lo era la de Atenas
entonces. No hay democracia que pueda preservarse, finalmente, del desorden, la corrupción y la demagogia que acaba por destruirla como tal. Desde Aristófanes la representación de la comedia ha estado vinculada
a la expresión de un contenido furiosamente material, irresistible a los
impulsos orgánicos más inmediatos y espontáneos, que constituyen, en el formato
de la experiencia cómica, el principal pretexto para el humor poético. El humor
aristofánico constituye un principio esencial en la concepción del arte cómico,
al originar un género propio de poesía caracterizado, por expresar la reacción
humana irresistible a la realidad corpórea. Cervantes modificará sensiblemente
el concepto aristofánico de lo cómico, vigente desde la Antigüedad helénica
hasta el Renacimiento europeo (Close, 1989, 1990, 1993). Cervantes sustituye la
«realidad corpórea» de la comedia por una «realidad crítica» que pertenece por
entero al mundo real, y de este modo —en la expresión de la experiencia cómica—
suplanta la irresistible disposición al mundo sensorial y orgánico del hombre
antiguo por una facultad crítica, y a
la vez lúdica, característica de una personalidad
moderna, esencialmente imaginativo, y dispuesta a una experiencia subjetiva,
formalmente inasequible a la literatura española de los Siglos de Oro.
La
relación entre el teatro cervantino y la cultura grecolatina encuentra otra
cita con la obra de autores como Gilbert Highet
(1949) y Frederick A. De Armas. El libro de este último autor, Cervantes, Raphael and the Classics
(1998), es especialmente relevante, si bien ofrece acaso una imagen de la
creación literaria cervantina excesivamente unida a los modelos artísticos de
la Antigüedad clásica, sin insistir lo suficiente en la originalidad y
modernidad de Cervantes: «Cervantes’s play conjoins the historical edifice with
a series of literary allusions, images, and structures from the literature of
classical antiquity and from the reenvisioning of antiquity by Renaissance
artists. It is as if he were
reconstructing Numantia using other ancient cities as models. His archeology of
the Celtiberian city is based on visions of Troy and Rome by foremost classical
writers […]. For Vasari, Raphel was the new Apelles, the exemplary painter of
modern times. Thus, he became Cervantes’s main subject of imitation in La Numancia. Raphael’s interest in
reconstructing the Greek and Roman past through the visual arts led Cervantes
to envision his tragedy as a truly «classical» work, on that re-created moments
of epic and/or tragic grandeur such as the destruction of Numancia / Troy /
Rome […]. The structure of La Numancia
derives in many ways from Raphael’s own structuring of the anciens» (De Armas, 1998: 10-11). En líneas afines se sitúan otros de sus trabajos, del
máximo interés por su impronta en el teatro cervantino (De Armas, 1974, 1994,
1996).
Por lo
que se refiere a los autores trágicos, Lewis-Smith (1987: 25), en sus
estudios sobre el teatro cervantino, advierte que a lo largo del siglo XVI
Esquilo era uno de los autores griegos cuyos textos apenas eran conocidos,
frente a lo que sucedía con Sófocles y Eurípides, y sobre todo respecto a
Séneca. En este sentido, algunos autores han considerado que la dificultad para
acceder durante el Renacimiento a buena parte de los textos de las tragedias de
la Grecia clásica es causa fundamental de que los tragediógrafos de la segunda
mitad del siglo XVI se inspiraran en el teatro de Séneca (De Armas, 1998: 77; y
especialmente Braden, 1985: 30).
Aunque no
es en absoluto imposible que Cervantes conociera o hubiera oído hablar de Los Persas de Esquilo, parece poco
probable que hubiera leído alguna versión de esta tragedia. Con todo, e
inducido sobre todo por las motivaciones que él mismo establece entre La Numancia y Los Persas, De Armas considera que «if Cervantes knew any of Aeschylus’s tragedies, the The Persians is the most likely
candidate. Not only did it enjoy
great popularity in its own time, but during the decline of the Roman Empire it
was chosen as one of seven plays of Aeschylus for school reading. As such, it
was preserved in medieval manuscripts. Furthermore, The Persians was also included in a collection of three of
Aeschylus’s plays to be read in the schools of the Byzantine Empire. Greek
manuscripts of Aeschulus were brought to Italy with the fall of Constantinople,
and the editio princeps of his works was published in 1518. In deed there were
several exemplary editions of his plays during the sixteenth century» (De Armas, 1988: 87-88). Autores
como De Armas han establecido ciertos paralelismos entre La Numancia de Cervantes y Los Persas de Esquilo. Sin embargo,
muchas de estas analogías se limitan a paralelismos argumentales (la ciudad
sitiada, la frustración de un general, el lamento de un pueblo derrotado...). Lejos de justificar la imitación cervantina, tales coincidencias en los hechos
de la historia de La Numancia y Los Persas, sobre todo si tenemos en cuenta
las diferencias que en el tratamiento semántico y formal del discurso adquieren
funcionalmente esos mismos hechos, permiten explicar una concepción
completamente diferente de la acción trágica en cada una de estas obras. La
distancia que separa a Cervantes de Esquilo es inmensa e irrecuperable. Es la
distancia que aleja definitivamente los últimos años del Renacimiento europeo
de un mundo que, como el de la Grecia clásica, nunca apreció diferencias
sustanciales entre la historia y la mitología religiosa. En efecto, como ha
señalado Thomas Rosenmeyer (1982: 17), ediciones de los textos de Esquilo
hicieron Turnubus y Robortello en 1552, Vittori en 1557 y Canter en 1580. Y no
conviene olvidar, en favor de quienes se decantan por el conocimiento cervantino
de las tragedias esquíleas, que la edición de Turnubus contiene también una
traducción y comentario en latín de tres tragedias de Esquilo: Prometeo encadenado, Los siete contra Tebas
y Los Persas.
Cervantes y sus contemporáneos:
Renacimiento y humanismo, heterodoxia y Barroco
Al tema del
artículo de A. Bonilla San Martín, «¿Qué
pensaron de Cervantes sus contemporáneos?» (1916), cabe preguntarse
precisamente qué pensaba Cervantes de sus contemporáneos. Algo que quizá nos
interesa más. «Dichos, aunque agudos, siempre vanos» (La
casa de los celos, I, 114), es quizá un verso que delata el pensamiento de
Cervantes respecto a buena parte de la literatura de su tiempo.
Con la
llegada del Renacimiento, la herejía, que
durante el Medioevo había representado la encarnación de las finalidades
humanas opuestas a las de Dios, comienza a representar las intenciones humanas
opuestas a la Iglesia. Las fuerzas liberadoras que, a través de diferentes
impulsos e inquietudes, se enfrentaban a los fundamentos de la ortodoxia
medieval habrían desaparecido o sucumbido de no haber sido por el desarrollo de
una realidad irreversible: la revolución de las ciencias experimentales. Por sí
sólo, el Humanismo habría perdido la batalla frente al poder de la intolerancia
y el dogma religioso. Marsilio Ficino lo declaró firmemente: «Las posibilidades
que negamos son sólo las imposibilidades que desconocemos». Cervantes puso
mucha letra y mucha literatura en este espíritu de heterodoxia y modernidad.
Consideremos algunos de estos aspectos en el contexto del Renacimiento europeo.
Se nos ha dicho que los principales tragediógrafos españoles
de la generación de 1580 son, entre otros, Lupercio Leonardo de Argensola, Juan
de la Cueva, Francisco de la Cueva, Gabriel Lobo Lasso de la Vega, Diego López
de Castro, Andrés Rey de Artieda, Cristóbal de Virués. Se trató de una suerte
de «generación perdida» de autores trágicos que desarrollan su producción
teatral en torno a la década de 1580. En el momento en que escriben sus
tragedias, las obras teatrales tendían a difundirse de forma manuscrita, y en
pocas ocasiones llegaban a la imprenta para ser publicadas. Siguen una tendencia
teatral pretendidamente culta, orientada a la imitación de la tragedia
clasicista de ascendencia italiana. Tratan de seguir muy de cerca la preceptiva
literaria del clasicismo, es decir, subordinan la creación literaria al
artificio normativo de una teoría pseudoaristotélica de la literatura y la
tragedia. Hacen de una preceptiva literaria un canon normativo de creación
literaria. El resultado será un fracaso. Siempre que a la literatura se le
imponen unas normas, de creación o de interpretación, el resultado es un
fracaso. La literatura siempre trasciende cualesquiera normas, y sus autores
más sobresalientes, así como sus más brillantes intérpretes, las trascienden y
deslegitiman por igual, hasta hacer de la preceptiva, del canon y de la norma,
una expresión fosilizada y arqueológica, testimonio de una mera voluntad,
estéticamente moralista y vanamente legislativa.
A finales del siglo XVI la mejor creación literaria es con
frecuencia una ridiculización de la teoría literaria. Casi siempre sucede así.
Y cuando la teoría literaria se esgrime como una preceptiva, esta
ridiculización resulta aún mucho más intensa. La literatura trasciende todas
las teorías y normas destinadas a aconsejar acerca de la «fabricación» de
hechos y discursos literarios. Lo mismo sucede en el ámbito de la
interpretación: ninguna teoría con pretensiones de exclusividad puede
satisfacer, ni siquiera circunstancialmente, las exigencias de lectura de una
valiosa obra literaria.
La generación de tragediógrafos de 1580 escribe teatro según
los cánones de una preceptiva dramática que no se corresponde ni con el público
de su tiempo ni con la sociedad de la Edad Moderna. Sólo el artificialísimo
teatro de Lope de Vega establece una relación de extraordinaria solidaridad, es decir, de dependencia
mutua, entre la alienada sociedad española de fines del siglo XVI y comienzos
del XVII, y los dogmáticos convencionalismos y aparatosas licencias
característicos de su «nuevo arte de hacer comedias» en aquel tiempo. De un
modo u otro, quizá Lope de Vega ha sido en este sentido el primer dramaturgo de
la literatura europea en crear un teatro que, experimental y de éxito, fue
verdaderamente urbano, civil y laico. Sus fórmulas no sobrevivieron ni a la
época ni a la sociedad española que las hicieron posible, pero la relación que
como dramaturgo adquiere con el público, al integrarlo en su creación teatral
como una realidad que es empíricamente parte esencial de ella, resultó entonces
una conquista inédita.
A Cervantes se le ha identificado por diversas razones con el
grupo de los tragediógrafos de la generación de 1580. La historiografía
literaria ha argumentado la mayor parte de estas razones. Sin embargo, hay
otras razones, más heterodoxas, que han sido menos subrayadas, como hay otras
disciplinas, menos historiográficas, con las que se ha contado menos a la hora
de hablar sobre Miguel de Cervantes y su obra teatral. El caso de Cervantes
puede ser semejante al de los trágicos de la década de 1580, pero no es el
mismo. Cervantes puede pensar como ellos, pero no es como ellos. La Numancia no habla el mismo lenguaje
que La gran Semíramis, la Isabela o La tragedia del príncipe tirano, aunque su formato pueda parecernos
a primera vista un tanto semejante. Cervantes escribe para un mundo que será
diferente del mundo en el que piensan los Argensola, Lasso de la Vega, Artieda
o Virués; un mundo, y una sociedad, igualmente diferente del que unos años
después de 1580 aplaudirá, con más ansiedad que catarsis, el melodramático
teatro lopesco y el ortodoxo drama calderoniano.
Si interpretamos a Cervantes desde la meritoria
historiografía cervantina, desde la dignísima preceptiva literaria aurisecular,
y desde la circunstancialmente histórica relación de su teatro con el teatro
lopesco, haremos interpretaciones canónicas y acaso aceptadas por nuestros colegas, pero al cabo
siempre determinadas por una circunstancia histórica muy concreta, que la obra
de Cervantes trasciende permanentemente de forma obstinada.
Acaso conviene leer a Cervantes con ojos que, sin excluir a la historiografía
cervantina, de ayer y de hoy, no sean exclusivamente cervantistas. Leer
a Cervantes desde el cervantismo, endogámicamente, no nos permitirá fácilmente
ver nada nuevo más allá del cervantismo. La heterodoxia cultural y la más
abierta tradición de la literatura europea nos inducen a ver en Cervantes lo
que realmente es, un precursor del mundo contemporáneo, liberal, ilustrado y
laico.
Conviene anotar esta cita de Bruce
Wardropper (1973: 158-159): «Cervantes
fue en su época tan experimentador como Brecht, Ionesco o Arrabal en la
nuestra. El que estos hayan sido acogidos con más comprensión se debe a que la
tradición literaria pesa menos sobre nuestro periodo de transición que sobre el
de Cervantes». Wardropper tiene mucha razón. La teoría literaria de los siglos
XVI y XVII estaba destinada al autor, pesaba sobre él absolutamente, a
diferencia de la teoría literaria contemporánea, destinada a imponer en el
lector una forma de interpretación de la literatura como prototipo de una
determinada ideología cultural. El peso que en los Siglos de Oro ejercen los preceptistas y la teoría literaria sobre el autor impiden ver en la literatura
cervantina su originalidad más creativa y experimental. ¿Por qué se considera que
es un defecto todo lo que hace Cervantes en su obra literaria solo porque la
preceptiva literaria del momento, aristotélica o lopesca, no lo refrenda o
confirma como propio? ¿Por qué se juzga a la obra literaria de Cervantes por su
identidad con una teoría literaria que nace y vive de un pensamiento ajeno al
de la obra cervantina y a las intenciones de su autor?
Insistamos
ahora en algunos aspectos que nos hablan directamente de la heterodoxia
cervantina.
«Diera un
dedo —dice Cervantes— por saber la verdad segura, y presto» (Viaje del Parnaso, VI, 153). Hay en toda
la obra cervantina un claro deseo de verdad y autenticidad. El conocimiento a
través de la autoridad representa la forma primigenia del conocimiento
judaico-cristiano, basada en última instancia en la revelación de la palabra de
Dios. Algo bien diferente sucede en la cultura griega clásica, de la que
procede nuestra concepción de la literatura y la fábula. En este sentido, don
Quijote es encarnación de fe y de autoridad. Con todo, como advierte
Avalle-Arce, la forma de ser de don Quijote no está determinada tanto por la norma cuanto por la fábula, es decir, que el fundamento de su conducta emana de las
fuentes literarias antes que de los cánones legislativos de cualquier tipo: «La
tragedia íntima de don Quijote radica en el hecho de que su guía es una suerte
de verdad revelada que permanece enteramente inaccesible para los racionalistas
circunstantes. Es claro que esa guía no es de índole religiosa, sino literaria,
puesto que son los libros de caballerías las autoridades que respaldan sus
juicios y acciones (Avalle-Arce, 1975: 21). Lo cierto es que don Quijote está más cerca del juego y de la locura cínica y fingida que de ninguna forma posible de tragedia íntima, idea totalmente romántica e idealista que nada tiene que ver con la concepción cervantina de la novela, sino con la crítica decimonónica y anglogermana.
Otro aspecto
al que no quiero dejar de aludir es el relativo al suicidio. Américo
Castro ha señalado que el tema del suicidio es propio de las obras primigenias
del Renacimiento. Así, aparece en La
Celestina y en el teatro de Juan del Encina, más como motivo literario que
como trasunto de experiencias humanas. En la literatura postridentina son pocos
los ejemplos que se conocen en la literatura, y entre ellos pueden mencionarse
el suicido colectivo de La Numancia
de Cervantes, impuesto por el referente de los hechos históricos; el de Los áspides de Cleopatra de Rojas
Zorrilla; el de la novela pastoril de Bartolomé López de Enciso, Desengaño de celos (1586), donde el
suicidio es resultado del estoicismo del autor; y también en las Novelas amorosas y ejemplares (1637) de
María de Zayas y Sotomayor, donde se cuenta el suicidio de una hechicera. Es
curioso, pero el suicidio colectivo de los numantinos, y el individual de
Bariato, nunca se han interpretado en Cervantes como una provocación
tridentina —el concilio (1545-1563) había prohibido el suicidio en laliteratura—, sino como un acto heroísmo.
La literatura de la España aurisecular expone en varios casos la relación pacífica entre culturas diferentes. Los amores entre árabes y cristianos, entre amos y esclavos, tan recurrentes en las comedias turquescas cervantinas, y en la novela morisca, entre otros géneros accidentales, ponen de manifiesto una ficción —la convivencia pacífica de estas comunidades— que la leyenda negra antiespañola se esforzó en presentar como una verdad histórica reprimida por los propios españoles del Siglo de Oro.
Un rasgo
más, característico de la concepción heterodoxa del teatro cervantino, es el
que determina el singular reparto de los personajes, quienes suelen definirse
más bien por su estatuto social (cautivo, soldado, sacristán, rey...), antes
que por su función prototípica (galán, dama, etc.), como resultó ser costumbre
en la práctica teatral de la época. Además, los personajes tienden a vivir
historias diferentes, y en buena medida autónomas, aunque se encuentren
próximas unas de otras, o compartan una misma circunstancia histórica o social.
Situaciones y secuencias se yuxtaponen entre sí, sobre todo en las primeras
obras del teatro cervantino (La Numancia, Los tratos de Argel, y la
atribuida La conquista de Jerusalén), como las piezas de un mosaico, en
lugar de imbricarse unas en otras, como sí sucede en las comedias lopescas, y
en cierto modo en piezas cervantinas de su última etapa, como El laberinto
de amor, La entretenida o Pedro de Urdemalas.
Desde
otro punto de vista, Cervantes aglutina en sus entremeses una serie de
concepciones humorísticas e irónicas que están presentes en los cuentos y
relatos de las nacientes literaturas europeas en lengua vulgar. Al margen de
toda poética normativa, el uso del humor con sentido e intencionalidad críticas
adquiere en el teatro cervantino dimensiones entonces inéditas. Molho (1976,
1985, 2005) estudió con detalle los cuentos y tradiciones populares
relacionados con la acción del entremés La
cueva de Salamanca. Un
boceto histórico sobre este cuento y sus variantes se ofrece en el libro de
Friedrich von der Hagen, Gesammtabentener:
Hundert altdeusche Erzaehlungen (Stuttgart, 1850, págs. XXIX-XXXV). El
mismo motivo folclórico de este entremés cervantino lo encontramos en la obra
de Hans Sachs Der fahrende Schülen mit
dem Teufelbanner (1551). Entremeses como El dragoncillo de Calderón
o El astrólogo tunante de Bances Candamo repiten el mismo tema de La cueva de Salamanca de Cervantes.
La fábula
de El retablo de las maravillas
reproduce el motivo K.445 de la taxonomía de cuentos y motivos populares
establecida por Aarne-Thompson (Chevalier, 1978). Este motivo cuenta con una
amplia tradición folclórica en la cultura europea desde la época medieval. Se
encuentra en algunos cuentos e historias alemanas del siglo XIII. Mohlo ha
subrayado la difusión de este motivo a partir de la historia de Der Pafaffe Amis. Encontramos motivos
semejantes en uno de los episodios de Till
Eulenspiegel (Bataillon, 1957). El mismo tema lo encontramos en una
colección de manuscritos latinos del siglo XVI, y también en lengua vernácula
en las farsas carnavalescas de Hans Sachs. Durante el Renacimiento, la cultura
italiana toma el motivo de las fuentes germánicas, y lo difunde, a principios
del siglo XVI, en las Buffonerie del
Gonella cosa piacevole e da ridere. En el año 1564 Juan de Timoneda lo
recoge en su Buen aviso y portacuentos.
Versiones semejantes las hallamos en España en el exiemplo XXXII de El conde Lucanor, y en Francia en las Balivernes de Noël du Faïl (1548). Este
es uno de los capítulos más amplios de la bibliografía sobre el teatro
cervantino, en sus relaciones con la literatura popular renacentista (Alarcos, 1950; Bertini, 1961; Brownlee, 1985; Canavaggio,
1990; Chevalier, 1966, 1975, 1976, 1978a, 1983, 1999; Fichter, 1960; García
Blanco, 1951, 1961; Griffith, 1955; Lefebvre, 1968; Lerner, 1971;
Profeti, 1998; Ramos de Castro, 1972; Redondo, 1989; Romera Pintor, 2001; Sáez,
1999; Sanvisenti, 1931; Terracini, 1988; Zimic, 1964).
Cervantes sobre Shakespeare:
un eclipse español del dramaturgo inglés disimulado por la crítica anglosajona.
El nacimiento de la literatura metateatral
Como el
teatro de Shakespeare, el de Cervantes no habla sólo de moral, política,
sociedad, etc., sino también de su propio teatro, de su propio concepto o idea
de obra teatral. Shakespeare nos ha dado muchas metáforas destinadas a hacer
comprensible y coherente el complejo significado del concepto de teatro, en el
cual trabaja de forma constante. Pero Cervantes lo hizo antes, y acaso mejor, si bien sus aportaciones han sido unánimemente silenciadas, a costa de promover el éxito del Quijote. En el caso de Shakespeare, reconocemos el logro de A Midsummer Night’s Dream, por ejemplo, cuyo tema
esencial es la propia obra y su representación. Algo muy semejante podemos decir de Pedro de
Urdemalas en el caso de Cervantes. En estas y otras piezas la atención del
espectador se orienta incesantemente hacia la obra misma como tema y como representación.
El fenómeno del teatro dentro del teatro es un procedimiento que surge de forma más o menos simultánea en el desarrollo que alcanzan las literaturas europeas a lo largo del Renacimiento (Abel, 1963; Forestier, 1983; Haring-Smith, 1985). Este recurso poético puede relacionarse con una nueva concepción del ser humano y una nueva modalidad de interpretar la vida real, de tal modo que el mundo y la vida se perciben por el propio sujeto como un teatro en el que ellos mismos, los seres humanos, son actores, observadores y críticos, bajo la contemplación sancionadora y suprema de una suerte de Dios o realidad trascendente. El germen del Gran Hermano no surge en el siglo XX: posee una genealogía aparentemente muy inocente.
Con toda
probabilidad, Cervantes es el primer autor español que utiliza conscientemente
en su dramaturgia el procedimiento del metateatro como un recurso estético esencial
en la constitución del espectáculo dramático (Maestro, 2004, 2913). El metateatro es
un recurso estético característico de la modernidad. En relación con este
procedimiento, y a propósito de la posible influencia cervantina en el teatro
de la Edad Contemporánea, Andrés-Suárez ha escrito que «muchas comedias y
entremeses de Cervantes son precursores de las técnicas de arte dramático que
producen el distanciamiento, técnicas llevadas a sus últimas consecuencias en
el siglo XX por Bertolt Brecht, Luigi Pirandello y Ramón del Valle-Inclán»
(Andrés Suárez, 1997: 17). Cervantes utiliza procedimientos metateatrales en las obras
siguientes en La Numancia (¿1585?), Los baños de Argel (1588?), El
viejo celoso (1615), El retablo de las maravillas (1615), El
rufián dichoso (1615), La entretenida (1615) y Pedro de Urdemalas
(1615), además del episodio del retablo de Maese Pedro (Quijote, II, 26). Por su
parte, Shakespeare se sirve de procedimientos metateatrales en al menos cinco
de sus obras, en las que se contiene una auténtica teoría de la ilusión
literaria y de la ficción dramática: Titus
Andronicus (1594), A
Midsummer Night’s Dream (1595), Love’s
Labour’s Lost (1598), King Henry IV
(I, 1598) y Hamlet (1603). Con
anterioridad a la dramaturgia shakesperiana, Thomas Kyd, en Spanish Tragedy (1588), y Robert Greene,
en Intermixed with a Pleasant Comedy
(1598), se habían servido de procedimientos metateatrales. En la literatura
francesa deben señalarse las obras de Georges de Scudéry, Comédie des comédiens (1634); Pierre Corneille, L’illusion comique (1636); Molière, L’impromptu de Versailles (1663); y
Fatouville, Arlequin Protée (1689).
Entre los autores de la literatura alemana han de mencionarse los nombres de
Gryphius, con su Absurda comica. Oder Herr Peter Squentz. Schimpf-Spiel
(1657-1658), y Christian Weise, Ein wunderliches Schau-Spiel vom
Niederländischen Bauern (1685). En el teatro español del
Siglo de Oro, todos recordamos los títulos de Lope de Vega (Lo fingido verdadero, 1608), de Tirso de Molina (La fingida Arcadia, 1622, y El vergonzoso en palacio,
1624), y especialmente de Calderón de la Barca (La vida es sueño, 1635,
y El gran teatro del mundo, 1655). Sea como fuere, la vanguardia del metateatro está primero en Cervantes y acto seguido en Shakespeare.
No muy
distinta de la secuencia metateatral cervantina presente en La entretenida
es la escena que se desarrolla en el acto V de Love’s Labour’s Lost de
Shakespeare. Allí tiene lugar la representación metateatral de una
mascarada que protagonizan los personajes arquetípicamente más cómicos de la
obra. En el cuadro primero, Holofernes adelanta algunos de los preparativos de
la puesta en escena: «Sir, you shall present
before her the Nine Worthies. Sir
Nathaniel, as concerning some entertainment of time, some show in the posterior
of this day, to be rendered by our assistants, the king’s command, and this
most gallant, illustrate, and learned gentleman, before the princess; I say,
none so fit as to present the Nine Worthies» (Shakespeare, Love’s
Labour’s Lost, V, i: 111; «Señor,
podemos representar ante la princesa Los nueve paladines. Maese Nataniel: se trata de nuestra
cooperación en algún entremés a la moda, en cierto espectáculo que en la parte
trase de hoy ejecutaremos ante la princesa por orden del rey y de este apuesto,
ilustrado y sapientísimo caballero. Yo digo que no hay nada tan a propósito
como representar Los nueve paladines», 1594/1967: 164).
A modo de
preludio de escenas metateatrales, Shakespeare –como Cervantes– intensifica los
efectos de la representación principal mediante dinámicos procedimientos de
ilusión y comicidad dramáticas. En la escena metateatral de la primera parte de
Henry IV, el príncipe Hal no pierde en ningún momento el sentido de la
realidad, a pesar de sus inclinaciones lúdicas. Por su parte, Falstaff se sirve
de la ficción para incidir en la realidad: «Him keep with [Falstaff], the rest
banish» («Quédate con él [Falstaff] y destierra a los demás»). Lo mismo sucede
cuando Hal pregunta a Bardolph, uno de los compinches que acompañaban a Falstaff
en el momento en que el propio Hal, junto con Poins, les arrebata el botín que
poco antes habían robado: «Faith, tell me now in earnest» (Shakespeare, Henry
IV (I), II, ii: 702; «La verdad dímela en serio», 1594a/2000:
110).
Como
podemos comprobar, el metateatro es la ficción orgánica de una parte, a veces
esencial, de la estructura de una obra dramática. Definir el metateatro es
definir una forma sui generis de ficción, que pese a resultar en
apariencia inocente, desencadena funcionalmente consecuencias implicadas en la
realidad teatralizada. La representación que Hamlet dispone ante Gertrudis y
Claudio es un ejemplo muy vivo. La secuencia metateatral viene a confirmar el
crédito que Hamlet concede al contenido fabuloso del discurso del espectro, es
decir, a su fábula, a su historia. Pone de manifiesto las habilidades
del príncipe para constatar la realidad con la ficción, para poner a prueba las
pruebas de la verdad y de la disimulación, para enfrentar lúdicamente al homicida
con su crimen fratricida. Nunca la tragedia ha estado más cerca de la comedia
que en esta pieza metateatral de Hamlet.
El
príncipe dice la verdad en broma. El criminal, el culpable, no es capaz de
seguir las burlas y, haciendo trampa, se toma el juego en serio: interrumpe la
representación metateatral en medio de la teatralización de la tragedia. Es el mismo procedimiento que el de con Quijote ante las figuras del retablo de maese Pedro.
Claudio soportó la pantomima, más no su verbalización: «Hautboys
play. The dumb-show enters. Enter a
King and a Queen very lovingly, the Queen embracing him. She kneels, and makes
show of protestation unto him. He takes her up, and declines his head upon her
neck: lays him down upon a bank of flowers. She, seeing him asleep, leaves him.
Anon comes in a fellow, takes off his crown, kisses it, and pours poison in the
King’s ears, and exit. The Queen returns, finds the King dead, and makes
passionate action. The Poisoner, with some two or three Mutes, comes in again,
seeming to lament with her. The dead body is carried away. The Poisoner wooes
the Queen with gifts; she seems loath and unwilling awhile, but in the end
accepts his love. Exeunt» (Shakespeare,
Hamlet, III, ii, 1993: 998); «Música de oboes. Empieza
la pantomima. Entran un rey y una reina con aire muy amoroso. Se abrazan. Ella
se arrodilla y hace ademán de protestarle amor. Él la levanta y reclina la
cabeza en su seno; luego se tiende sobre un lecho de flores; ella, viéndole
dormido, se retira. Aparece en seguida otro caballero, el cual le quita la
corona al rey, la besa, vierte veneno en el oído del monarca y desaparece.
Vuelve la reina, encuentra muerto a su esposo y hace gestos de desesperación.
El envenenador, acompañado de unas dos otres personas mudas, entre de nuevo
aparentando lamentarse con ella. El cadáver es conducido fuera del escenario.
El envenenador corteja a la reina, obsequiándola con presentes; ella se resiste
un poco y le rechaza; pero al fin acepta su amor. Salen» (Shakespeare, 1603/2001:
74).
Un
espectro ha sido el guionista de la principal escena metateatral del drama
shakesperiano. Cervantes, por su parte, en La Numancia, desmitifica el
valor del más allá numinoso interponiendo un doble escenario, una
desmitificadora escena metateatral, entre los hombres y los dioses.
Maria
Bettetini, en su Breve historia de la mentira, recoge una interpretación
de este episodio hamletiano que en realidad es solo un comentario ocurrente: «Hamlet no puede
hablar, por eso prefiere mentir […]. Las famosas páginas en las que le príncipe
de Dinamarca comunica a los comediantes cuál ha de ser el sentido de su trabajo
(III, 2), consideradas con razón la herencia histórica de Shakespeare sobre el
teatro, parte de la premisa de que el fin de la representación es «poner un
espejo ante el mundo». El único modo de comprender la verdad (¡esa verdad que
podría se mentirosa!) es contemplarla en el espejo de la mentira de un teatro
que la imita, pero que se acerca a ella más que la vida» (Bettetini, 2001/2002:
122).
Cervantes ante los ilustrados y románticos:
Alfieri, Büchner, Kleist y Slowacki
Poco se
ha escrito hasta el presente sobre Cervantes en Polonia. Sin embargo, las
relaciones entre Cervantes, dramaturgo, y Juliusz Slowacki, han
sido objeto de interpretación en los trabajos de la hispanista polaca Urszula Aszyck (2003), en
torno a la obra Lilla
Weneda de Juliusz Slowacki
como recreación de La Numancia de Cervantes.
Son varias las referencias teatrales cervantinas que pueden identificarse en las tragedias de Vittorio Alfieri (Maestro, 2001). Quizá una lectura comparada de la obra literaria de ambos dramaturgos pueda resultar, a primera vista, una excentricidad. Sin embargo, no es así.
Es visible una impronta del teatro cervantino en la literatura trágica de Alfieri, el último dramaturgo clasicista que, ya entrada la Edad Contemporánea, conoció la escena europea.
En primer lugar, un estudio de la poética del teatro de Vittorio Alfieri, que nos permite desembocar en una conclusión inicial: los dramas de Alfieri son formalmente trágicos y funcionalmente melodramáticos, es decir, son tragedias expresadas en formato de melodrama.
En segundo lugar, la lectura de sus tres principales tragedie di libertà (Virginia, La congiura de’Pazzi y Timoleone) permite situar a su autor como el último dramaturgo del clasicismo, con el que muere definitivamente en Europa un determinado concepto formal de arte trágico. Editadas por vez primera en Siena en 1783, estas tres tragedie di libertà son de especial importancia en relación con el teatro cervantino, merced a la expresión que en ellas alacanza una cuestión clave en la obra de ambos autores, la poética de la libertad. Después de Alfieri no volverán a escribirse tragedias clásicas, sino simplemente, por una parte, «dramas burgueses» al estilo del Pigmalion (1775) de Rousseau o, más precisamente, al modo de Coelina ou l’enfant du mystère (1800) de Pixérécourt, y por otra parte «tragedias contemporáneas» al estilo de Woyzeck (1837), de Georg Büchner. La nueva «tragedia contemporánea» (Woyzeck, Die familie Schroffenstein, Till Damaskus, La casa de Bernarda Alba, En attendant Godot...) será completamente diferente en sus formas estéticas de la tragedia clásica, que había nacido en una comunidad de individuos terriblemente inquietos por reflexionar sobre el sentido y la justificación de un mundo trascendente y numinoso dentro del terrenal mundo del hombre. La nueva «tragedia contemporánea» cifrará el sentido de lo trágico precisamente en la ausencia de referentes trascendentes en el seno de la experiencia vital humana. Como hemos justificado en otra parte, el antecedente más inmediato de tales postulados trágicos, esencialmente contemporáneos, se encuentra de forma originaria en la Numancia de Cervantes (Maestro, 2004a).
En tercer y último lugar, hay una serie de concomitancias o analogías entre el teatro de Miguel de Cervantes y el de Vittorio Alfieri, visibles a partir de toda una poética de la libertad que subyace en la obra de ambos autores, en el fin moral que cada uno de ellos atribuye a su arte, en la importancia que concedieron al texto antes que a la representación, en la ausencia de una poética explícita del teatro, en la pretendida desmitificación de los hechos heroicos, y en la negación, finalmente, de toda inferencia metafísica en la experiencia trágica de la vida humana.
Con la
llegada de la Edad Moderna la tragedia pierde muy claramente sus
implicaciones metafísicas; la presencia de lo sobrenatural y numinoso no se
niega, ni mucho menos se descarta, pero se atenúa. A Cervantes compete la primera de las clausuras de la metafísica antigua en el teatro moderno. La inferencia metafísica
deja de percibirse con nitidez. No ocurre lo mismo en el teatro de Shakespeare, saturado de evocaciones metafísicas, espectros, fantasmas, brujas, apariciones, voces, poderes trascendentes inagotables y dominantes... Hamlet no está solo en su visión del espectro,
pero sí es el único que oye sus voces. El Escipión que pinta Cervantes en la Numancia advierte desde el principio a
sus soldados que en este mundo «cada cual se fabrica su destino», y que «no
tiene aquí Fortuna alguna parte» (I, 57-58). La Edad Moderna habla de los
dioses, pero no dialoga con ellos. Hereda una mitología procedente del mundo
antiguo, una mitología que recrea y rememora, pero que no le pertenece, y con
la que no puede identificarse plenamente, pues el cristianismo ha introducido
su propia y disciplinada estructura mítica, a través de una metafísica mucho
más contundente, desde la cual se apunta hacia un orden religioso en el que
sólo se reconocen valores morales.
En este contexto, el teatro de Miguel de Cervantes constituye un eslabón decisivo, desde el punto de vista de la evolución de la dramaturgia occidental, en sus formas trágicas y en sus formas cómicas, hacia una concepción moderna y contemporánea tanto del personaje teatral (sujeto) como de la acción dramática (fábula) que desarrolla. Cervantes, movido acaso por la falsa convicción personal de estar más próximo a Aristóteles que el propio Lope de Vega —creencia que ha perdurado todavía en algunos lectores de la segunda mitad del siglo XX—, construye una obra literaria que está mucho más cerca, en sus planteamientos estéticos y axiológicos, de cualquier tendencia de la poética moderna que de toda la teoría literaria de la Antigüedad clásica, de la que se sirve con intensidad, precisamente porque la supera en capítulos decisivos de la formación de la literatura y de la teoría literaria modernas, como los relacionados con el tratamiento del decoro y la polifonía, de la presencia formal y funcional del sujeto en la fábula, del orden moral trascendente desde el que el protagonista justifica sus formas de conducta, de la experiencia subjetiva del personaje, o de la construcción de figuras literarias que superan todos los arquetipos posibles de su tiempo.
El
dramaturgo del posromanticismo alemán Heinrich von Kleist (1777-1811) es uno
de los primeros autores trágicos de la Edad Contemporánea en presentar a los
protagonistas de sus obras como héroes que no son en absoluto responsables del
infortunio que padecen. La tragedia griega exige que el sujeto causante de la
desgracia se haga responsable moral de sus consecuencias, siempre
irreversibles. La tragedia isabelina, y Hamlet
constituye en este sentido un paradigma, traslada la responsabilidad y las
consecuencias del hecho trágico a un personaje —es el caso del protagonista,
Hamlet— que no ha sido el causante del delito moral, del pecado de hybris, que da motivo a un planteamiento
trágico, en lugar de atribuir esta responsabilidad al auténtico ejecutor del
crimen, es decir, a su tío Claudio. Cervantes, sin embargo, en la Numancia, apunta hacia una línea que
sólo habrá de desarrollarse a partir de la tragedia de Kleist, en el
posromanticismo alemán, con obras como Das
Käthchen von Heilbronn (1808) o Prinz
Friedrich von Homburg (1810), tragedias que no son de acción, sino de
padecimiento y patetismo, como sucede en La Numancia,
en que personajes en principio absolutamente inocentes son víctimas de una
situación trágica en cuya causalidad no han tenido nada que ver.
No hay
que olvidar que antes de Heinrich von Kleist Cervantes presenta en La Numancia personajes que no son
directamente responsables del infortunio que padecen: el numantino es
completamente inocente de los hechos que causan su experiencia trágica; no
estamos aquí ante el sujeto trágico, culpable de algún vicio, error o exceso,
del que habla Aristóteles. No hay en los numantinos debilidad moral, sino todo
lo contrario, grandeza y ánimo de espíritu, nobleza sin arrogancia, y todo ello
al margen de un estamento socialmente aristocrático que dignifique su valor. La
Numancia representa el infortunio de
hombres inocentes. En todo caso, el único delito de los numantinos radica en su
propia existencia, el hecho mismo de
existir como personas cuyas convicciones son contrarias a las de un poder
superior, en este caso meramente humano, representado por Roma, y al cual se
enfrentan en una resistencia singular. En consecuencia, hasta el último de
ellos debe morir, por sí mismo o a manos de sus propios compatriotas,
familiares o amigos; la tragedia transmite la impresión de que el numantino se
encuentra emplazado ante el «delito mayor del hombre», el de haber nacido. Su
único crimen es, en todo caso, el que cometen contra sí mismos, el suicidio
colectivo —al margen de toda solución cristiana—, una inmolación sin redención
ni justicia posibles. Al sacrificio de todo un pueblo no sucederá esperanza
alguna, salvo la negación de la gloria a los únicos supervivientes, los
supuestos vencedores romanos. Los numantinos sólo se hacen responsables morales
de su propia muerte, y acaso de este modo de la posible consecución de fama
intemporal.
Heinrich
von Kleist tiene en común con Cervantes la presentación en sus tragedias de
personajes «inocentes», si bien todavía de condición noble; Büchner, por su
parte, se identifica con la tragedia cervantina en la medida en que, en su
dramaturgia trágica, confiere el mayor protagonismo posible a los personajes de
condición humilde.
Como la
de Cervantes, la obra de Büchner (1813-1837) desafía definiciones seculares
de tragedia, vigentes desde la más remota Antigüedad, y avaladas por las
poéticas más conservadoras. Büchner trata de concebir una forma trágica que
supere los modelos griegos y shakesperianos, en sus posibilidades de armonizar
la herencia del pasado con los cambios decisivos de la Edad Contemporánea, sus
modos de pensamiento, sus condiciones sociales, su material psicológico y
humano. De sus tres principales obras, Dantons
Tod, Leonce und Lena y Woyzeck, la que nos interesa considerar
ahora es esta última, de la que sólo se conserva un amplio fragmento. El texto
fue redescubierto y publicado en 1879, y sólo en el período de entreguerras
llega a alcanzar, junto con el resto de su obra literaria, cierta difusión.
Alban Berg compone su ópera Woyzeck
(1923) a partir de la tragedia de Büchner, cuyos dramas influirán decisivamente
en el arte dramático de Hauptmann, Wedekind y Brecht.
Woyzeck es la primera tragedia de la Edad Contemporánea en que, auténtica y poderosamente, seres humanos de estamento humilde se convierten en personajes protagonistas de una experiencia trágica de condiciones existenciales. La interpretación clásica de la poética aristotélica había desterrado a los plebeyos de toda posibilidad de experiencia y protagonismo trágicos. Los infortunios de las clases bajas sólo podían servir de nota grotesca o referencia cómica, y en el mejor de los casos de comparsa o resonancia del sentimiento trágico de sus representantes o protectores nobiliarios, aristocráticos, monárquicos. Las gentes humildes no tenían derecho reconocido a la compasión del sufrimiento ni a la dignidad del dolor. Sólo Cervantes, en el seno de la Edad Moderna, les confiere, con toda calidad estética, este derecho a los numantinos: en La Numancia, por vez primera en la historia de la tragedia y de la poética occidentales, un personaje humilde es protagonista exclusivo de una experiencia trágica. Hasta Cervantes hay un hiato entre la compasión y el padecimiento que viven las gentes vulgares, entre la piedad y el dolor que pueden experimentar los seres humildes. En el teatro de Shakespeare no se perciben ni siquiera ocasionalmente personajes humildes en los que sea posible identificar un discurso trágico, pues todos ellos son reyes y señores, como sucede en Hamlet, Ricardo II, Ricardo III, King Lear o Macbeth, entre otras obras. En King Lear esta desolación se proyecta sobre todos los ámbitos, incluida la naturaleza, pero al margen de las clases sociales bajas, como culminación de lo que se ha dado en llamar «tragedia absoluta».
El melodrama, sin llegar a la experiencia trágica, pone a disposición de las clases medias momentos de inquietud y zozobra, con sus más y sus menos en cuestiones de infortunio y desventura, pero, claro está, sin alcanzar jamás los extremos de la peripecia trágica. Antes que héroes, los numantinos son gentes humildes. Entre los habitantes de la ciudad sitiada no hay figuras como Príamo, Héctor, Paris o Helena..., grandes héroes o defensores de Troya. Ni tan siguiera sus mujeres alcanzan la grandeza de Andrómaca o Hécuba, entre las troyanas, o de la mujer de Darío, entre los persas. Nunca antes los seres humildes habían sido capaces de acciones heroicas: esa es una de las principales cualidades del texto de la Numancia, una de las principales cualidades también de la tragedia moderna.
Esta aportación decisiva del teatro cervantino no se percibió en su tiempo. Y parece que tampoco en el siglo XXI. Nadie lo ha destacado jamás. Se trata de un valor histórico, en el desarrollo del teatro europeo, que no tuvo ningún seguimiento en la creación literaria, más atenta a las formas de la comedia lopesca; ni fue objeto de atenciones o reproches en el ámbito de la preceptiva, complemente miope ante innovaciones auténticas, acaso debido a su hermanamiento con la moral, que debatía constantemente sobre la licitud de las comedias. La preceptiva del momento, como el resto de la creación literaria del Siglo de Oro, no reacciona ante La Numancia, y no percibe cuanto de novedad hay en esta tragedia. Los preceptistas estaban demasiado ocupados en disputar a favor o en contra del Arte nuevo de Lope, sin duda mucho más próximo a Aristóteles, en su ánimo conservador sobre el decoro, la fábula y el sujeto, que toda la práctica literaria cervantina, que muy poco, o nada en algunos casos, ha tenido que ver con los escritos preceptistas del propio Cervantes.
Lo que fue la dramaturgia de Büchner en la Edad Contemporánea lo fue la de Cervantes en la Edad Moderna: innovación que pasa desapercibida. Si la de Büchner fue una de las rupturas más radicales habidas en la Edad Contemporánea con las convenciones sociales y lingüísticas de la tragedia poética, La Numancia cervantina no lo fue menos en la Edad Moderna, período determinante en la sistematización de un aristotelismo preceptivo, riguroso ante las libertades poéticas, que el propio Cervantes transgrede ahora sin explicaciones de ningún tipo, al quebrantar abiertamente el principio clásico del decoro, y convertir en protagonistas de hechos trágicos a plebeyos debilitados, que sufren inocentemente males indignos de toda experiencia trágica reglamentada por la poética antigua, y que alcanzan, desde la humildad de su existencia social e individual, a causa del sufrimiento y la desesperanza más absolutos, una dignidad y una compasión hasta entonces inasequibles a las gentes humildes.
Después de esta tragedia, no cabe hablar
honradamente de decoro posible, salvo
por boca de canónigo (Quijote, I, 48), y a menos que se trate de un discurso cervantino
orientado exclusivamente a rechazar el teatro lopista, sólo por el hecho de que
una tradición poética procedente de la Antigüedad, dogmáticamente interpretada,
también lo rechazaría. ¿Acaso las diferencias entre la dramaturgia cervantina
frente a la lopesca se reducen exclusivamente a las diferencias estéticas entre
poética antigua y arte nuevo? ¿Es que lo único que separa a Cervantes de Lope
es la poética de la literatura? No seamos ingenuos... ¿Hasta cuándo vamos a
seguir creyendo que Cervantes rechaza a Lope sólo porque este último se
distancia (y en realidad sólo aparentemente) de la poética clásica? En la mayor
parte de sus escritos sobre poética literaria, Cervantes se apoya en la defensa
de la preceptiva clásica sólo porque de este modo encuentra en la tradición
literaria de Occidente un apoyo decisivo, e indiscutible, ante muchas de las
mentalidades del momento, para desprestigiar el teatro de Lope de Vega. Bien
sabemos que Cervantes nunca fue amigo de limitar las libertades, y menos en el
arte, como vivamente lo demuestra cada una de sus obras.
Nuestro tiempo: Cervantes y los dramaturgos
contemporáneos
A medida que
nos acercamos a nuestro mundo contemporáneo, la presencia del teatro cervantino
en los autores y dramaturgos modernos es cada vez mayor.
Hans Otto
Münsterer escribió en 1963 que «el propio Brecht había sugerido una relación entre sus piezas en un acto de 1919 y los entremeses de Cervantes» (Münsterer,
1963: 52). Y en la misma obra, algo más adelante, detalla que «el propio Brecht
consideraba en primer lugar, como modelo suyo, los ‘robustos’ entremeses de
Cervantes» (140). Münsterer sitúa estas afirmaciones de Brecht en momentos
decisivos del desarrollo de su teatro experimental. Conviene preguntarse, pues,
por las causas y motivaciones de tales analogías.
Canavaggio, en su artículo sobre Cervantes y Brecht, ha indagado precisamente
en este aspecto para no decir casi nada: «Basta un rápido cotejo de los Entremeses con los Einakter
para comprobar lo que por sí sugería la indiferencia de la crítica: ni una sola
farsa de Brecht procede, en el sentido estricto de la palabra, de alguno de los
entremeses cervantinos; no hay argumento recogido o siquiera adaptado por el
autor de La boda; a fortiori, no hay reminiscencia textual cuya
presencia pudiera descubrirse tras una u otra réplica. En cambio, una mera
lectura nos convence de la común afición de ambos dramaturgos al mismo tipo de
situación. De los ocho entremeses, cinco al menos –El juez de los divorcios,
La guarda cuidadosa, El rufián viudo, La cueva de Salamanca y El viejo
celoso– desarrollan las vicisitudes del estado de matrimonio y del
adulterio, su corolario; de los cinco Einakter cuatro sacan un extenso
partido del mismo tema: además de La boda, himno irónico al connubio
burgués, Lux in tenebris, Exorcismo y La redada nos ofrecen las
diferentes facetas del amor deshonesto» (Canavaggio, 1981/2000: 167).
Tan
interesante como saber en qué circunstancias exactas se verifica este
acercamiento de Brecht hacia el teatro cervantino sería saber por qué se
produce. Consideremos algunos datos historiográficos. Es posible que Brecht
haya podido leer los entremeses cervantinos en ediciones alemanas de mediados
del siglo XIX, bastante difundidas en los primeros años del siglo XX a través
de antologías de amplia consulta. Nos referimos a una traducción parcial de los
entremeses de Cervantes publicada en 1845 por Adolf von Shack, y reeditada en
1886 (comprende la traducción de El retablo de las
maravillas, La cueva de Salamanca, El juez de los divorcios y El viejo
celoso). La otra de las traducciones, esta vez
completa, de Hermann Kurz, data de 1869, y se reimprimió en 1888. A juzgar por
los testimonios de los traductores, el público alemán de fines del siglo XIX
veía en el teatro breve cervantino el realismo de unos episodios cómicos y de
unas situaciones ridículas, referidos a situaciones costumbristas y populares,
y característicos de una poética barroca (Schak, 1854: 218-230 y 364-365).
Desde esta perspectiva, los entremeses cervantinos se sitúan muy lejos del Stationendrama desarrollado durante los años del
expresionismo europeo, desde Strindberg hasta los dramaturgos alemanes de la
década de 1920, a los que por cierto Brecht rechazaba en sus «grandilocuentes
llamamientos al género humano y a las soluciones falaces» (Brecht, 1954/1993:
III, 945). Sin salir de la historia cultural alemana, no hemos de olvidad que
apenas medio siglo separa a la obra de Hans Sachs, Der
fahrende Schülen mit dem Teufelbanner (1551), de La cueva de Salamanca,
entremés cervantino que comparte los mismos motivos que pieza germánica.
Coetáneo de Brecht era Karl Valentin, cuyos interludios en dialecto bábaro
estilizaban algunos de estos mismos referentes folclóricos, precisamente por
los mismos años en que el joven Bertolt componía sus farsas (Esslin, 1961:
162-164).
Paralelamente,
varios autores se han referido a la huella del teatro español del Siglo de Oro
en algunas piezas dramáticas de Lorca, como por ejemplo La zapatera
prodigiosa y Amor de don Perlimplín,
entre otras (Forradellas, 1978), sin olvidar la actividad
aurisecular lorquiana en La Barraca (Trépanier, 1966; Masini, 1966; Laffranque,
1967; Nieva, 1957; Sáenz, 1976; Honing, 1964; García Lorca, 1981). Desde este punto de vista, es posible identificar en
algunas obras dramáticas de Lorca la influencia de una tradición teatral
peninsular, adscrita al entremés clásico (Olmos,
1960; Ramos-Gil, 1960) y afín al esperpento
valleinclanesco (Buero, 1973).
Con motivo
de la representación de Peribáñez de Lope, Lorca elogió «el ritmo, la
sabiduría, la gracia totalmente modernos del entremés de don Miguel de
Cervantes». Según testimonia Francisco García Lorca (1981: 441), Federico
habría definido los entremeses cervantinos como «trama y lenguaje de farsa
humana eterna». Además, en el repertorio de representaciones de la compañía de
teatro de La Barraca, se escenifican tres entremeses cervantinos: La cueva
de Salamanca, La guarda cuidadosa y El retablo de las maravillas.
Parece que el resto de los entremeses cervantinos se ensayaron, pero no
llegaron a representarse ante el público, si tenemos en cuenta los documentos
aducidos por Trépanier (1966: 171).
Canavaggio,
por su parte, propone comparar los prólogos del teatro lorquiano con los
prólogos de las obras cervantinas, en los que ve la misma subversión frente a
los modos y cánones tradicionales de concebir los exordios de las obras
dramáticas. Autores como Forradillas (1978) han señalado ciertas analogías entre
los entremeses de Cervantes y el teatro menor de Lorca: uso recurrente de una
gestualidad semejante; lenguaje pintoresco, lleno de invectivas, imprecaciones
y «energía patética»; uso frecuente de recursos sonoros, entre ellos la música
y el canto; presencia de bailes y otros elementos coreográficos; presencia, en
el reparto de personajes de La zapatera prodigiosa, de figuras que se
configuran a partir de la lectura y observación del teatro cervantino, antes de
que resultaran tipificadas y mecanizadas por los posteriores cultivadores del
entremés peninsular; el tema central de muchas piezas dramáticas lorquianas es
idéntico a uno de los motivos más populares del entremés cervantino: el viejo
casado con mujer moza. Canavaggio finalmente hace suyas las consideraciones de
diferentes críticos que le han precedido en sus estudios comparativos entre
Cervantes y Lorca, y concluye en que «La zapatera prodigiosa nos parece
ser creación genuina, pero estimulada, entre otros alicientes, por una libre
interpretación de los ocho entremeses, cuyo contrapunto tanto se percibe en «en
color de la obra», como en lo esencial, su tema, su «sustancia» [...]. En un
momento clave en que se iniciaba una nueva etapa en la trayectoria dramática
lorquiana, La zapatera prodigiosa no podía seguir los derroteros de la
estética valleinclanesca. Otro camino fue el que eligió [Lorca] para regenerar
a su modo la escena española: aquel que abrieron, más de tres siglos antes, los
muñecos del compadre Miguel» (Canavaggio, 1985/2000: 182-184). La
misma idea la había expresado anteriormente,
Bruce W. Wardropper (1981) apenas unos años antes. Estas palabras confirman, una vez más, la actualidad de
Cervantes por encima de épocas y diferencias muy diversas, y el valor universal
de su poética literaria y teatral.
En
palabras de Lorca, el teatro breve cervantino «tiene rasgos que se pueden
encontrar realizados en Pirandello». Se trata de un texto recogido por su
hermano, Francisco García Lorca, en Federico y su mundo (1981: 487), palabras
pronunciadas con motivo de la «Presentación del Auto Sacramental La vida es
sueño de Calderón de la Barca, representado por La Barraca». En efecto,
entre los antecedentes literarios que se han reconocido en el teatro de
Pirandello figuraban, antes de la obra de Américo Castro Hacia Cervantes
(1960), los nombres de Miguel de Unamuno y Calderón de la Barca. Se citaban, en
relación con los conceptos pirandellianos de metateatro y autoconsciencia del
personaje, la novela Niebla (1914) y el auto El gran teatro del mundo
(1655). Sin embargo, hasta Américo Castro
no se consideró la obra de Cervantes como un referente literario de importancia
en relación con el teatro de Luigi Pirandello (Zangrilli,
1996). Castro considera que «conviene aislar bien este tema del
personaje consciente de su existencia dentro de la obra de arte», y precisa, en
este sentido, con cierto afán alucinatorio, que «la literatura moderna debe a Cervantes el arte de establecer
interferencias entre lo real y lo quimérico, entre la representación de lo sólo
posible y la de lo tangible. Se halla en él por primera vez el personaje que
habla de él como tal personaje, que reclama para sí existencia a la vez real y
literaria, y exhibe el derecho a nos ser tratado de cualquier manera. Y ése es
el punto central de Seis personajes, del que todo lo restante es mera
consecuencia» (Castro, 1960: 380).
Consideramos,
al igual que Américo Castro, al igual que Edward Riley, que el positivismo
histórico, la prueba confirmada de relaciones intertextuales, de causalidades
literarias entre dos o más autores, no es lo más importante a la hora de
describir las analogías literarias que pueden observarse entre diferentes
textos artísticos: «No creo que de modo voluntario Pirandello haya imitado a
Cervantes. Después de todo, ello es inesencial; luego que una forma de arte es
lanzada genialmente por su inventor, el medio se impregna de su virtud, y donde
menos se esperaría surge el reflejo eficaz del tema o del procedimiento» (Castro,
1960: 379). Todas estas
observaciones pueden aplicarse, con todo el vigor idealista tan propio de Castro, a la lectura e interpretación
sobre todo de El retablo de las maravillas y Pedro de Urdemalas: «El
personaje se defiende ante la interpretación de su carácter. Él necesita ‘ser’,
vivir plenamente, no ‘interpretado’ […]. En el Quijote, los personajes
tienen conciencia de poseer como entes reales una vida plena (vida, empero, en
gestación, ya que está inconclusa); lo que les inquieta es conocer si el autor
interpretó o no exactamente sus realidades respectivas y las de quienes mantuvieron
relación con ellos […]. Y no se diga que tal técnica surge como mera protesta
contra la intromisión de Avellaneda en la vida quijotil, en primer lugar porque
ya hemos visto cómo los personajes se conducen de la misma forma frente a la
elaboración literaria que el mismo Cervantes les dio en la primera parte de la
obra; y sobre todo, porque abundan en el Quijote, parcialmente, los
mismos efectos de ilusión» (Castro, 1960: 381-382). Hoy, de estas y otras palabras de Castro no queda apenas sino la tropología y la retórica.
La
proyección del teatro cervantino no se detiene en el siglo XX en la obra de
autores tan relevantes como Brecht, Lorca o Pirandello. Podemos encontrarla en
la dramaturgia de Alejandro Casona, en la literatura de Manuel Altolaguirre, y
en un drama de Jean Paul Sartre. Este último, en su obra Le
Diable et le Bon Dieu, configura el personaje de Walter Goetz como
una recreación o hipertexto del personaje cervantino del rufián dichoso, en
relación con un ideario político y religioso completamente diferente (Mermier,
1967). Los nombres de Albert Camus (Esseni, 2003) y Gonzalo Torrente Ballester
(Maestro, 2000b), quien da a una de sus obras teatrales precisamente el título
de El casamiento engañoso
(1939), requieren también la atención de los estudiosos de un teatro
que, como el de Cervantes, ha descubierto lo mejor de su público entre nuestro
público contemporáneo.
Coda
España codificó, objetivó y expresó en la literatura todo cuanto formó parte de su realidad y de su Historia. Acaso ninguna otra forma estética, ni ningún otro país, superó este poder de construcción literaria. A España compete, en su Siglo de Oro, la primera globalización de la literatura. No por casualidad en el Quijote está el genoma de la literatura universal. El arte confiere voz a lo que la ley, que no siempre es expresión de justicia (a veces es también refugio de cobardes), y la propaganda, fruto sobre todo de la leyenda negra, y de la gestión de la mentira, silenció en la vida histórica de sus protagonistas hispanos.
La cultura española posee en la escolástica del Renacimiento un sistema filosófico propio, en cuyo discurso se identifican plenamente ideas fundamentales y decisivas de la modernidad, de las que por cierto el propio Kant se sirvió de forma profusa, evitando siempre citar las fuentes hispánicas de Vitoria y Suárez. Con todo, el grueso de la filosofía española se contiene en su literatura aurisecular. De hecho, la literatura en lengua española —tanto la peninsular como la hispanoamericana— es una de las más filosóficas, dialécticas y heterodoxas de las literaturas occidentales y universales. Y por supuesto la más fértil y original. Se aparta hábilmente de las formulaciones filosóficas convencionales y áridas, al estilo de Descartes, Spinoza o Leibniz, y no por falta de hondura, sino por las potencias de su vigor imaginativo. La filosofía es literatura sin ficción. Y sin gracia. Quizá porque el discurso filosófico, como el religioso, es una forma de lenguaje que plantea soluciones, que ofrece terapias, que se nos presenta como una disciplina, para resolver los más diversos problemas, a veces de forma tan falsa como ella misma, la propia filosofía, los plantea, mientras que la literatura es ante todo un discurso de heterodoxia y libertad, de crítica e ironía, que, con frecuencia, ni la filosofía ni la religión quieren comprender ni saben compartir. Nada más distante de filósofos y curas que la ironía. Filosofía y religión son actividades humanas que prefieren negociar respectivamente con la ideología y con la teología, terrenos que a la literatura, que es ficción poética, le traen absolutamente sin cuidado, aunque muchos escritores, literatos y poetas, se encenaguen tan prostibulariamente en el lodo mercantil de su exploración política. No fue el caso de Cervantes, aunque sí lo es por lo que respecta a la mayoría de sus intérpretes.
Algo que caracteriza específicamente la creación literaria cervantina es, como hemos dicho, su heterodoxia y su extemporaneidad, y sobre todo su libertad, es decir, la falta de sometimiento a normas, disciplinas o modas, por una parte, y la imposibilidad de adscribirse definitivamente a una determinada época de la Historia. Cervantes es superior e irreductible a su tiempo y a su espacio, y superior e irreductible a cada uno de sus intérpretes. Cervantes es la globalización universal de la literatura, una literatura escrita en español.
- MAESTRO, Jesús G. (2017-2022), «El triunfo de la heterodoxia: el teatro de Cervantes y la literatura universal», Crítica de la razón literaria: una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica. Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades del conocimiento racionalista de la literatura, Editorial Academia del Hispanismo (IV, 2.18), edición digital en <https://bit.ly/3BTO4GW> (01.12.2022).
⸙ Bibliografía completa de la Crítica de la razón literaria
- ¿Cómo leer a Cervantes en las Universidades del siglo XXI? Conferencia en la Fundación Adolfo Domínguez.
- Cervantes, el Quijote y la Filosofía en la novela y teatro cervantinos según la Crítica de la razón literaria.
- La Galatea de Cervantes o cómo preservar la literatura de la religión.
- Cervantes y La Numancia: hacia una poética moderna y contemporánea de la tragedia.
- Presencia de La Numancia en diferentes modelos de dramaturgia trágica.
- Idea de libertad en La Numancia de Cervantes.
- El personaje teatral en las comedias de Cervantes.
- Los entremeses de Cervantes: ¿ridiculización o comprensión del ser humano?
- Introducción al QuijoteNueve criterios para interpretar el Quijote.
- Filosofía y liderazgo en el Quijote.
- El narrador del Quijote (1 de 4)Los autores ficticios del Quijote.
- El narrador del Quijote (2 de 4)¿Quién es Cide Hamete Benengeli?
- El narrador del Quijote (3 de 4)Cervantes niega la certidumbre de un mundo unitario.
- El narrador del Quijote (4 de 4): un cínico y un fingidor. Las mentiras del narrador del Quijote.
- Suicidas y misántropos: Grisóstomo y Marcela, dos personajes anómicos o patológicos del Quijote.
- El suicidio de Grisóstomo: el entierro civil más espectacular de la Literatura Española.
- El mito de la pastora Marcela: la falacia de la libertad y la falacia del feminismo.
- La parodia en el Quijote: Cervantes se burla de todos los idealistas.
- El Quijote y los libros de caballerías.
- El Quijote y la novela pastoril: un género literario bajo la dialéctica del realismo.
- El Quijote y la novela bizantina: la caricatura del heroísmo idealista.
- La novela morisca en el Quijote: la verosimilitud es un concepto inútil a la teoría literaria.
- El Quijote y la novela cortesana: de las novelle italianas a la novela perspectivista española.
- El Quijote y la novela picaresca.
- Lo fantástico y lo maravilloso en el Quijote de Cervantes.
- El Quijote y la novela autobiográfica: la realidad personal de la ficción en la novela moderna.
- La novela epistolar en el Quijote: la carta como origen y modelo del ensayo.
- El Quijote de Cervantes y la literatura sapiencial.
- Don Quijote y su discurso sobre la Edad de Oro: una completa parodia del idealismo político
- La cara oculta del Quijote: originalidad del teatro de Cervantes intercalado en el Quijote
- Cervantes construye en el Quijote el teatro épico que, sin razón literaria, se atribuye a Bertolt Brecht.
- Cómo interpretar las apariencias de la realidad a través de la literatura: don Quijote y el carro de las cortes de la muerte.
- Cervantes, censor de obras literarias ajenas: el arte sin normas es un timo ideológico y un fraude cultural
- La vida humana como autoengaño individual y colectivo: la narración del Quijote como puro espectáculo teatral.
- Cómo integrar el teatro en la novela moderna desde la comedia renacentista y barroca: así supera Cervantes la dramaturgia de Shakespeare.
- Introducción a la poesía de Cervantes: idea de la lírica según don Quijote
- Cervantes y la poesía como artificio de ficciones: amar en verso en más importante que amar (sin más).
- La locura de don Quijote es un artificio lúdico y crítico de Cervantes.
- Don Quijote es un cuerdo que se finge loco para actuar con mayor libertad política.
- Juego, fuero y locura en el Quijote: 3 trucos no literarios para sustraerse a las normas y a la ley.
- La locura de don Quijote como eximente de responsabilidades: perdona a tus enemigos, pero no a los enemigos de tu lengua.
- Así se divierte un «loco» como don Quijote: la locura como un uso lúdico de la razón.
- Un envidioso es alguien que ha fracasado en su deseo de ser original: La locura de Cardenio frente a don Quijote.
- La locura no es objeto de la medicina, sino de la literatura: don Quijote y el uso patológico de la razón.
- La locura es la forma de cinismo preferida por las personas inteligentes: Don Quijote, el mayor cínico de la literatura universal.
- ¿Por qué los locos necesitan público para teatralizar su locura? Don Quijote y la complicidad social de la locura.
- ¿Por qué don Quijote no está realmente loco, sino que finge su locura?
- El Quijote y las 4 ideas de locura presentes en la Literatura Universal.
- Don Quijote como prototipo literario: el don Quijote de Avellaneda contra Cervantes y su filosofía.
- La dialéctica entre Quijotes: Avellaneda contra Cervantes.
- Don Quijote como personaje literario: Cervantes contra Avellaneda.
- El Quijote de Avellaneda como parodia del Quijote de Cervantes.
- El Quijote de Avellaneda como interpretación contrarreformista del Quijote de Cervantes: una transducción aberrante.
- Contra las interpretaciones que hablan del Quijote como una obra literaria en la que todo es relativo.
- Cómo explicar las ideas religiosas de Cervantes en el Quijote y su obra literaria.
- El idealismo es una insatisfacción permanente: lo numinoso en el Quijote o las consecuencias del desengaño.
- Autoengaño político y religioso: la mitología en el Quijote o la farsa del espectáculo.
- Cervantes no es soluble en agua bendita: lo
teológico en el Quijote o la antesala del ateísmo cervantino.
- Cervantes y la Iglesia: don Quijote es el
personaje que más curas apalea de la literatura universal.
- Cervantes juega contra la religión: don Quijote
hace un uso profano e indecoroso del rosario.
- Cervantes juega con el suicidio y contra los
sacramentos: Quiteria y Basilio, la farsa de un suicida astuto impostor e
inconfeso.
- 10 razones por las que Cervantes no es soluble en
agua bendita y el Quijote es obra de un ateo.
- Sobre las ideas políticas de Cervantes en el Quijote: objetivo de la crítica literaria posmoderna.
- Las llamadas «minorías» en el Quijote y la literatura de Cervantes- Negocio de la crítica literaria posmoderna.
- El morisco Ricote y los amigos del comercio: contrabandistas alemanes en un Quijote muy cervantino y muy antierasmista.
- El Quijote y la libertad: la guerra es la distancia que separa a los idealistas de la realidad.
- Zoraida y el cautivo, una extraña historia de amor y libertad en un Quijote sin dioses ni milagros
- Cervantes y sus ideas sobre la libertad y la justicia en el Quijote: la liberación de los galeotes.
- La risa en el Quijote: al poder solo se le puede seducir, vencer o burlar.
- La esencia de lo cómico en el Quijote de Cervantes: la experiencia cómica siempre contiene una experiencia crítica.
- Lo grotesco, lo ridículo y la caricatura en el Quijote: lo paranormal como objeto de risa.
- Escarnio y sarcasmo en el Quijote: las dos formas más violentas de lo cómico.
- La negación del carnaval en el Quijote: contra Bajtín y los cervantistas carnavalescos.
- En el Quijote no hay humor, ni sátira, sino ironía
- Crítica al Prólogo de las Novelas ejemplares.
- Mujeres malvadas en la obra literaria de Miguel de Cervantes.
- La gitanilla de Cervantes: la ética contra la moral.
- Política y religión en El amante liberal.
- Iglesia, nobleza y delincuencia organizada en Rinconete y Cortadillo.
- El triunfo de la libertad humana en La española inglesa.
- El individuo contra la sociedad en El licenciado Vidriera.
- Fuerza y materia en La fuerza de la sangre.
- El patriarcado contra la violación aristocrática de la mujer en la literatura de Cervantes: La fuerza de la sangre.
- Sarcasmo, parodia y celos en El celoso extremeño.
- El Estado y el individuo ante las sociedades gentilicias: sobre La ilustre fregona.
- Culpa, responsabilidad y arrepentimiento en Las dos doncellas.
- ¿Qué es la libertad y para qué sirve? Sobre La señora Cornelia.
- La mentira en El casamiento engañoso.
- El coloquio de los perros: desmitificación crítica de todos los idealismos.
- El narrador en el Persiles de Cervantes. Un ateo católico en el Siglo de Oro.
- La risa en el Persiles: el humor de Cervantes que la crítica se negó a reconocer
- La ironía en el Persiles: Cervantes se burla de las normas de la literatura y de la religión.
- La revolución religiosa del Persiles.
Presencia de La Numancia de Cervantes
en diferentes modelos históricos de tragedia
El personaje teatral en las comedias de Cervantes
Los entremeses de Cervantes:
¿ridiculización o comprensión del ser humano?
Cervantes construye en el Quijote el teatro épico
que, sin razón literaria, se atribuye a Brecht
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