III, 7.3.3 - Consolidación de la poética clásica. Los siglos XVI y XVII. La teoría de la lírica en los tratadistas españoles de arte poética: Pinciano y Cascales

 

Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices





Consolidación de la poética clásica. Los siglos XVI y XVII.

La teoría de la lírica en los tratadistas españoles de arte poética:
Pinciano y Cascales



Referencia 
III, 7.3.3


Sin Poética hay poetas...

Alonso López, «El Pinciano» (Philosophía Antigua Poética, III, 1596).


 

Jesús G. Maestro, Crítica de la razón literaria

Dice S. Shepard, y dice muy bien, en uno de los mejores libros que se han escrito sobre la poética de Alonso López Pinciano, que «la mentalidad medieval desconfía de la literatura» (Shepard, 1962: 11). En efecto, el cristianismo medieval, como el moralismo socrático, como la filosofía platónica, como todo discurso canónico que pretende normatividad en sus leyes, contempla la poesía como un discurso heterodoxo, indómito y adverso, al que no puede enfrentarse de un modo eficaz, ni siquiera equilibrado. Durante siglos, la única posibilidad de triunfo de los moralistas frente al hecho literario pasó por la experiencia del desprecio, la devaluación o el anatema, con frecuencia en nombre de una virtud moral, de una verdad metafísica o de una salvación trascendente. Sabios del paganismo helénico aceptaron que los poetas debían ser expulsados de la República. Del mismo modo, con la expansión del cristianismo, los autores de ficciones, como sus lectores, vieron proscrita su entrada, de formas diversas, en la agustiniana Ciudad de Dios[1]. Las fuerzas y los impulsos estimulados por la literatura escapaban —y escapan— al control y dominio que, sobre las conductas y pensamientos humanos, ambicionan —y siguen ambicionando, hoy como ayer— los más diversos moralismos. Ni Sócrates, ni Platón, y aún menos los padres santos de la Iglesia medieval, lograron nunca una conciencia sólida y elaborada de lo que era verdaderamente una poética[2]. Los patriarcas hebreos e islámicos ni tan siquiera lo pretendieron. Algunos apuntes hay en Platón[3], algunos recuerdos pecaminosos confiesa Agustín de Hipona a propósito de sus lecturas de la muerte de Dido, anteriores siempre a sus experiencias santificables, pero nada hay al cabo en ellos, suficientemente provecto y seguro, de lo que es o puede ser una poética de la literatura. Más lejos queda todavía una conciencia propia y solvente sobre la poesía lírica. Lo cierto es que sólo a partir de los cantos atribuidos a Homero, y de los escritos conservados de Aristóteles sobre la tragedia griega, la cultura moderna ha podido legitimar un concepto de literatura que, por el momento, parece sobrevivir a todos los moralismos[4]. Voy a referirme a continuación a algunos aspectos de la teoría de los géneros literarios desarrollada durante el Renacimiento, para reinterpretarlos críticamente desde los presupuestos de la Crítica de la razón literaria como Teoría de la Literatura, y para desembocar finalmente en una serie de aspectos que considero esenciales de la teoría de la lírica renacentista en los tratadistas españoles de arte poética. Me centraré concretamente en la Philosophía Antigua Poética de A. López Pinciano y en las Tablas poéticas de F. Cascales.

A lo largo de los siglos XVI y XVII, como consecuencia de la reflexión sobre la Antigüedad grecolatina y la reinterpretación de los modelos clásicos, las poéticas de Aristóteles y Horacio se sitúan en el centro de las teorías preceptivas sobre los problemas generales de la creación literaria, entre ellos los géneros literarios, y disponen la discusión y consolidación de los modelos poéticos de la Antigüedad (Menéndez Pelayo, 1883; Weinberg, 1961; 1970-1973; García Berrio, 1977, 1980; Porqueras Mayo, 1986).

La bipartición aristotélica de las formas poéticas según el modo de la imitación se transforma en un sistema tripartito que, con leves alteraciones, ha prevalecido prácticamente hasta nuestros días, al distinguir las formas lírica, dramática y épica o narrativa. La concepción de la lírica como género literario, francamente marginado del corpus aristotélico, surge de la conveniencia de identificar las formas literarias de la lírica latina, como las Odas de Horacio, y la naciente poesía en lengua romance, como el Cancionero de Petrarca, la obra de los trovadores, etc., que no se inscribía dentro de los cánones establecidos para la dramática y la épica.

Ha señalado García Berrio que la poética renacentista influye de forma determinante sobre la moderna configuración de los géneros literarios (es una afirmación más obvia que indudable):


No es hasta la poética renacentista cuando pueden encontrarse muestras evidentes de una concepción sobre el esquema de géneros con una construcción coherente, que se base en las relaciones entre ellos dentro de su propia realidad intrínseca. En etapas anteriores, la clasificación de los géneros había discurrido por un camino que pasaba a veces por la división retórica de los estilos —alto, medio y bajo— y en otros por la distinción de los modos verbales de imitación —exegemático, dramático y mixto—. Sin embargo, no había llegado a constituirse un sistema de géneros dialécticamente organizado, como al que actualmente estamos habituados gracias a la sistematización en el esquema tripartito de Hegel en épica, lírica y dramática (García Berrio y Hernández Fernández, 1988: 121).


De este modo, los preceptistas del siglo XVI admitían que la poesía dramática designaba aquellas obras que representaban acciones en las que los personajes intervenían sin la presencia del autor; la poesía lírica se identificaba con aquel tipo de discurso en el que la persona del poeta refería experiencias propias o acontecimientos estrechamente ligados a su modo de ser o de sentir; finalmente, la denominada poesía épica se consideraba como una especie mixta, en la que, bien el poeta hablaba por boca de los personajes, como intermediario entre ellos y el lector, bien se refería directamente a los lectores u oyentes asumiendo temporalmente la primera persona (Weinberg, 1961).

Durante el Renacimiento se formulan diferentes tipologías sobre los géneros literarios, que ciertamente en muchos aspectos son reiteración de criterios precedentes. Así, Badio Ascensio distingue, en sus comentarios al Arte poética de Horacio, tres tipos de poesía (alta, media y humilde), y tres géneros de poemas: narrativo o exegemático, constituido sólo por la voz del autor, y que los preceptistas del Renacimiento identificaban con lo que hoy denominamos poesía lírica[5]; dramático, propio de la tragedia y la comedia; y mixto, característico de la poesía épica). Tasso, en su Discorso dell’arte poetica (1587), establece una variedad de estilos literarios que procede de la disposición tripartita elaborada por la retórica clásica.

Sin embargo, parece ser Sebastiano Miturno quien, de forma definitiva en su tratado De poeta (1559), determina el desarrollo final de la clasificación tripartita de los géneros literarios, en correspondencia con la concepción triádica de los modos de imitación aristotélicos. De este modo, en su libro L’Arte Poetica (1564), que es adaptación en lengua italiana de la versión anterior latina De poeta, su autor organiza el contenido en tres libros dedicados a la poesía épica, dramática y lírica, superando la supuesta impericia grecolatina para abordar los problemas específicos del discurso lírico. En efecto, Miturno distingue tres clases o tipos de géneros literarios, alguno de los cuales puede ser objeto de ulteriores subdivisiones:


                            1. Género escénico:

                                 a) trágico
                                 b) cómico
                                 c) satírico
 
                            2. Género épico:

                                 a) en prosa
                                 b) en verso
                                 c) mixto (romances pastoriles)[6]

                            3. Género mélico o lírico.


La doctrina de Miturno, que presenta entre sus aportaciones más reveladoras la de incluir la lírica en su partición o descomposición de los géneros[7], así como los géneros narrativos de nueva creación, que tendían a complicar el panorama de la épica, es la que sigue de forma prácticamente literal por F. de Cascales en sus Tablas poéticas (1617)[8]. La teoría de los géneros literarios de Miturno es de naturaleza descendente y atributiva: descompone la totalidad literaria según las funciones atributivas de sus partes fundamentales.

No obstante, con anterioridad a Cascales, y aun dentro de la escuela aristotélica, López Pinciano, desde presupuestos retóricos, más que poéticos, da cuenta de las siguientes especies literarias:


                            a) Poema enunciativo o enarrativo:

                                 1. Ditirámbico o descriptivo (elaborado con imitación).
                                 2. Angéltico (reproduce sentencias).
                                 3. Didascálico (enseña artes y disciplinas).
                                 4. Histórico (al modo de Heródoto y Lucano).

                            b) Poema activo:

                                 1. Tragedia (de número continuo).
                                 2. Diálogo (sin número).
                                 3. Comedia (con él o sin él indistintamente)[9].


De este modo, los tratadistas del Renacimiento hispanogrecolatino —permítase la redundancia— elaboran y codifican las «reglas» literarias, hasta instituirlas universalmente como modelos ideales para las literaturas europeas, a partir de una lectura preceptiva tanto de las poéticas de Aristóteles y Horacio como de las grandes obras de la Antigüedad grecolatina, sobre las que se elaboran estos primeros tratados de poética.

Durante el siglo XVII el artificioso clasicismo francés establece una concepción de los géneros literarios según la cual cada uno de ellos constituye una entidad fija, rigurosamente codificada y estática, incapaz de cualquier evolución o transformación en la historia del pensamiento posterior al mundo clásico, que se estima los ha conformado de modo estable y definitivo. En España, será Ignacio de Luzán quien recoja en su Poética las características principales de esta estética neoclásica, de impronta gala y absolutista.

El clasicismo francés asume ampliamente —sin originalidad la concepción genológica elaborada por los intérpretes renacentistas de Aristóteles y Horacio, de manera que considera los géneros literarios como realidades caracterizadas por la inmutabilidad, la suprahistoricidad y la relación jerárquica de su conjunto. Se observará que el clasicismo desemboca en la hipóstasis de los géneros literarios. Como modelos eternos, inmutables y universales, cuyas reglas y procedimientos formales responden a criterios establemente codificados y esencialmente inalterables, entre los géneros literarios se establece una rígida distinción que se salda con el rechazo absoluto del hibridismo, presente en especies que, como la tragicomedia, quedan rigurosamente proscritas. Los géneros literarios se conciben así como entidades suprahistóricas, cuyas propiedades formales y semánticas han sido esencialmente realizadas y codificadas de forma modélica y suprema por los autores grecolatinos. El género literario se considera como un sistema de normas absolutamente cerrado y estable, del que resulta explícitamente excluido todo intento de renovación o transformación. En consecuencia, más que una teoría de los géneros literarios, el clasicismo francés impone una teología o una dogmática, una hipóstasis y una clausura, de tales géneros, pues teoriza no sobre materiales literarios efectivamente existentes, sino sobre formas ideales de configuración de la materia literaria, formas ideales cuya existencia sólo puede ser metafísica. Y por completo incompatible con lo más original de la creación literaria de los siglos XVI y XVII.

Por último, la disposición jerárquica de los diferentes géneros literarios vendría determinándose desde fines del siglo XVII por las características de la poética neoclásica afrancesada, al considerar la existencia de los géneros en mayores y menores, según las diferentes modalidades o estados de ánimo que presenten del espíritu humano. Así, la exaltación del heroísmo, en la épica, o la expresión que puede alcanzar la grandeza del dolor humano, como uno de los estados de ánimo más específicos de la tragedia, sitúan a estos géneros por encima de otros como la comedia, que no cuentan entre sus personajes con las figuras de reyes, héroes o grandes mitos, sino con figuras más convencionales, como avaros, viejos, fanfarrones o burgueses, que encarnan la interpretación de una farsa con elementos procedentes de los gustos e inquietudes populares[10].

A lo largo de los siglos XVI y XVII, en que se impone la teoría clásica de los géneros literarios, elaborada por la interpretación renacentista del mundo antiguo y el preceptismo afrancesado de corte Kitsch e idealista, no dejan de existir voces discordantes que discuten y polemizan acerca de la pretendida pureza de los géneros literarios. Insistimos en que ninguno de los grandes autores literarios de estos siglos se atuvo a las normas clásicas. Croce se ha referido en su Estética (1902) a las polémicas que surgen en Italia en torno a ciertas obras que renuncian de modo más o menos deliberado a la observancia de los preceptos renacentistas, así como a varios de estos autores que hoy consideramos afines a las manifestaciones del arte barroco, caracterizado por sus libertades formales, su distancia respecto a las preceptivas y normas clásicas, y su concepción abierta, híbrida y evolutiva de los géneros literarios[11]. De un modo u otro, desde el examen que nos proporciona el enfoque pragmático del espacio gnoseológico de los géneros literarios en el Renacimiento, resulta muy evidente que la teoría clasicista y aristotélica, elaborada por los preceptistas situados en la Italia de los siglos XV y XVI, se despliega como una enérgica revulsión normativa contra los criterios autológicos y dialógicos característicos de la poética medieval, tomando como referencia, frente a los «entes de razón» de la Escolástica, los criterios lógico-materiales de la Filología, y frente a los indicativos de la Retórica, los imperativos de una Poética. La creación artística, así como sus posibilidades de interpretación, serán profundamente normativas. Con todo, la oposición al arte normativo fluirá con toda nitidez, de La Celestina al Quijote y desde La Numancia hasta Ricardo III, pasando por la totalidad de la «comedia nueva» española, de génesis lopesca, y por corrientes de poesía lírica tan heterodoxas en su momento como las Soledades gongorinas. Pero semejante oposición a las normas no viene de la mano de los preceptistas, es decir, de los críticos, intérpretes y transductores de las obras literarias, sino de sus artífices o creadores, los cuales sólo serán objeto de atención académica, como he señalado anteriormente, con la irrupción y el triunfo de las poéticas románticas y posilustradas. Lessing no es colega de Boileau. Pero no adelantemos acontecimientos, y centrémonos ahora en los tratadistas españoles de arte poética —Pinciano y Cascales, concretamente—, en torno a la idea de la lírica como género literario.

Es tópico negrolegendario afirmar que la situación de España frente a los diferentes movimientos culturales europeos, desde la Edad Media hasta el Romanticismo, ha sido siempre peculiar[12]. Shepard, como todo autor formado en la Anglosfera, fue incapaz de interpretar la Historia y la literatura de España al margen de la historiografía negrolegendaria diseñada por la propaganda europeísta, anglogermana e italofrancesa, de la que él mismo forma parte. Así, se ha escrito que la primera de las literaturas románicas que establece un canon literario estable, de orientación profundamente clásica, es la italiana —como si la literatura grecolatina antigua no hubiera existido jamás—, invención que explican por la posición cultural de (una) Italia (que en realidad no existía) desde fines del siglo XV: estudio de la cultura antigua, florecimiento de la poesía neolatina, crecimiento de la literatura en lengua vulgar, aparición de los primeros tratados y gramáticas, etc. Y tal cosa se ha repetido acríticamente durante décadas... En medio de esta lisergia, Plett (1995) afirma cómodamente que el gran problema entonces de la cultura italiana era la carencia de una lengua literaria común, aspecto que no se manifestó en ninguna otra de las grandes naciones modernas —¿no habíamos quedado en que sólo España era «diferente»?, y que debe ponerse de relieve desde el punto de vista del estudio comparado de las literaturas europeas. Este fenómeno explicaría que las tendencias clasicistas del Cinquecento italiano no hayan influido sino de forma muy indirecta sobre las literaturas europeas contemporáneas, y que haya sido necesaria la irradiación de las teorías racionalistas francesas de los siglos XVI y XVII para consolidar la eficacia de su manifestación en las letras europeas[13]. Pero... ¿alguien puede creerse semejante película? Es realmente sorprendente la cantidad de ruedas de molino con las que, década tras década, el mundo académico del Hispanismo ha sido capaz de comulgar, incapaz de explicar la dialéctica entre Anglosfera e Hispanosfera, así como de afirmar la insustituible y única genealogía literaria, que es la de tradición hispanogrecolatina, protagonizada por Grecia, Italia y España, las civilizaciones constructoras de lo que ha sido y es la literatura que conocemos. 

Cuando Dante escribe De vulgari elocuentia, entre 1304 y 1307, define la poesía lírica como «una ficción retórica adornada con música» (De vulgari elocuentia, IV: 766). Lejos todavía de los años normativos en que el Occidente europeo iba a tomar conciencia sistemática de la poética grecolatina, Dante subraya tres cualidades primordiales del arte lírico en lengua romance: ficción, forma y ritmo. Desde una mentalidad indudablemente más medieval que renacentista, Dante se mueve en el procedimiento de las categorías partitivas ascendentes, de naturaleza retórica y atributiva. A su vez, los últimos libros de la Genealogia Deorum Gentilium de Boccaccio constituyen una defensa de la poesía desde la que se trata de legitimar la verdad universal contenida en el discurso de ficción. Sin embargo, la poesía no se concibe en esos momentos históricos como un género de discurso independiente, sino como un lenguaje ancilar de la Teología. Al igual que para Dante, la poesía tiene también para Boccaccio un sentido críptico. Dante sabe que la Divina commedia no convencerá sólo por sus méritos literarios. Ha de apoyarse además en el método alegórico medieval de interpretación. Hay, pues, una manifiesta preocupación por la legitimidad del discurso literario, debido especialmente a la impronta moral exigida desde el sistema teológico y la filosofía confesional. Esta legitimación de la literatura como discurso genuino e independiente comienza a adquirir cierta carta de ciudadanía a partir del redescubrimiento de la Poética de Aristóteles, cuyo punto de partida es la publicación de la traducción latina de Giorgio Valla en 1498 (Kraye, 1996; Martz, 1991; Ordóñez, 1626; Tigerstedt, 1974). En adelante, se hace posible una actitud distinta frente a la literatura y los textos de ficción, actitud que se verá examinada y confirmada en numerosas poéticas del Renacimiento y el Barroco hispanogrecolatinos.

Petrarca representa en este contexto un paso hacia la modernidad, al distanciarse de la alegoría dantina en favor de la sensorialidad profana (Dauvois, 2000; Ternaux, 1998; Ruiz Pérez, 2007). La lírica de Petrarca se caracteriza por la inmediatez de la pasión. Esta actitud le separa de los trovadores, y también del pensamiento cristiano, especialmente de Agustín de Hipona, quien percibe el mundo como ilusión y reflejo mediatizado de verdades reveladas, eternas, trascendentes y preexistentes a la experiencia humana. Agustín de Hipona es el germen del luteranismo. Para Petrarca, la realidad es algo inmediatamente aprehensible por los sentidos, que se convierte a posteriori en una experiencia dramática, objeto de una memoria lírica pletórica de vida. El mundo no es para Petrarca algo ilusorio, sino fugitivo. El cantor de Laura abre el camino hacia la lírica moderna, porque su discurso no está destinado a ilustrar de forma alegórica, anagónica, moral o literal, realidades previas a la experiencia, sino que toda su actividad reside en la vivencia personal, en sus facultades y posibilidades sensoriales. Es el triunfo del psicologismo en la literatura, más concretamente, en la lírica como género literario. No obstante, si ésta era la realidad de la creación literaria, el discurso normativo de la teoría poética no siempre hará cumplida observación de todos los detalles. Desde los años más tempranos del Renacimiento italiano se advierten los síntomas del notable divorcio existente entre creación literaria y teoría poética (Galand-Hallyn y Hallyn, 2001; Vossler, 1900; Wu, 2002). Consideraré algunos de estos aspectos desde el punto de vista de la poética elaborada en España con anterioridad a A. López Pinciano.

Durante la Edad Media europea, en la península Ibérica, al igual que en otros territorios de la Romania, la actividad cultural no se desarrolló acompañada equilibradamente de una sólida sistematización teórica, ni tampoco de una conciencia definida de lo que debía o podía ser una poética de la creación literaria. La moral religiosa custodiaba, con frecuencia desde la visión alegórica, cualquier desenlace posible de la poética literaria[14]. La influencia de la lírica provenzal en las letras hispánicas conllevó implícitamente una defensa de los valores morales de la poesía, apoyándose con frecuencia en la autoridad de Horacio. El Arte poética horaciana, resultado de una época en la que el juicio estético no era precisamente el objetivo más urgente, respecto a una concepción del arte mucho más retórica y pragmática que poética, fue bastante bien conocido a lo largo de toda la Edad Media, y satisfacía discretamente los ideales de una época más interesada en la finalidad moral del lenguaje que en cualquier otra forma de placer. Y es que cualquier forma de relación entre el placer poético y la moral práctica era entonces un modo de conquista de la literatura por la preceptiva, una suerte de religación de la poética a la (norma) moral, de un control, si se prefiere, de la preceptiva sobre las libertades de la ficción[15].

Como trataré de demostrar, no existió en la España de los siglos XV y XVI un debate profundo, iluminado por su relación directa con la creación literaria, entre literatura y poética. Tampoco se desarrolló con frutos visibles este debate en el resto de Europa, de donde cabía y cabe esperar, respecto a la literatura, muy poco. Dicho de otro modo: en la tradición literaria hispanogrecolatina la literatura se desarrolla de espaldas a la preceptiva literaria. Entre literatos y teóricos de la literatura, el divorcio es total. La preceptiva del Renacimiento era la poética literaria de la Antigüedad, revestida de estatutos legales, y esgrimida ante creaciones literarias que, en algunos casos desde el siglo XV, postulaban una nueva forma de hacer literaria, no prevista enteramente en el formato de la poética clásica. Hay una separación visible, cuando no un divorcio manifiesto, entre la teoría literaria clasicista y lo más valioso de la creación literaria española de los Siglos de Oro. Los preceptistas hablan un lenguaje que los literatos, en el momento de escribir sus obras de creación, no tienen en cuenta. Además, los preceptistas hablan como lo que son, preceptistas, teóricos de la literatura que especulan sobre lo que la literatura ha de ser, ignorando con demasiada frecuencia lo que la literatura es.

Los preceptistas actuaron, en definitiva, desde la creencia de que podían imponer una suerte de sumisión diferida, esto es, la que ejercen aquellos «sujetos capaces de formar prolepsis normativas» (Bueno, 1999: 184) sobre otros sujetos, en este caso los escritores de obras literarias. Los preceptistas creyeron estar facultados y potentados para construir un «orden de influencias y poderes» al que habría de someterse indefectiblemente la totalidad de los miembros de una sociedad literaria o de una «academia» que vetaría la entrada a quien no respetara las normas de la poética. Sin embargo, nada de esto sucedía exactamente así. Y menos en un país original como era la España anterior a los Borbones, el siglo XVIII y el afrancesamiento, anglofilia y germanismo que llegan hasta nuestros días. En el caso de los géneros literarios, la sumisión diferida se ejercía sin éxito alguno por los preceptistas del clasicismo entre los escritores constituyentes del canon literario, que fueron en su momento histórico precisamente los más heterodoxos y los menos normativos. Todos ellos pertenecientes a la tradición literaria hispanogrecolatina. Curiosamente aquellos mismos escritores, pese al paso del tiempo, siguen siéndolo también hoy —nuestros clásicos—, frente a las nuevas preceptivas historicistas, feministas, culturalistas... De espaldas a las exigencias de los teóricos de la literatura, los autores de obras literarias practicaban, como Rojas, Cervantes o Lope, la «insumisión diferida», de la que brotaron obras, géneros y especies como La Celestina, la novela moderna o la «comedia nueva», respectivamente. Hoy, curiosamente, los autoproclamados artistas, por sí mismos o por sus amiguitos, practican sin tregua la sumisión inmediata y absoluta a lo «políticamente correcto», que es el nombre común que recibe la preceptiva posmoderna.

En este contexto, la Philosophía Antigua Poética es un tratado, desarrollado en forma de diálogo, sobre los contenidos de la poética aristotélica[16]. Hay un empirismo innegable en el modo en que Pinciano observa la literatura, como una unidad estructurada de formas reconocibles como partes atributivas. Estamos aquí muy lejos de concepciones platónicas que identifican en la poesía una fuente de impulsos o inquietudes sobrenaturales, únicamente discernibles desde una triple modalidad enunciativa o de dicción. En línea con Aristóteles, la metafísica no determina en este tratado las formas esenciales del conocimiento, que quedan a merced de la observación humana. La literatura y las formas de interpretación se sustraen, al menos epistemológicamente, a las exigencias y condiciones de lo sobrenatural y metafísico. Crecen las posibilidades de emancipación del juicio poético, de referencia aristotélica, que identifican en los elementos formales de la obra literaria el objeto fundamental del conocimiento. 

Sin embargo, la autonomía frente a la metafísica platónica resulta reemplazada por una dependencia respecto al formalismo aristotélico. No habrá causas enigmáticas ni trascendentes en la génesis de la poética —tampoco las había para Platón, quien identificaba el acto de creación con un psicologismo irracional y animista, próximo al misticismo, pero no al enigma—, sino una coherencia interna que, objetivada en una estructura formal, provoca en su percepción determinados efectos sensibles de estimable calidad poética. La relación entre ciencia y literatura se hace realidad, quizá por vez primera en su sentido moderno, a lo largo del siglo XVI europeo[17]. El progreso de las ciencias naturales y experimentales no hizo más que confirmar la legitimidad inmanente de numerosas ideas avanzadas por el Humanismo y el pensamiento laico[18]. Las fuerzas liberadoras que, a través de diferentes impulsos e inquietudes, se enfrentaban a los fundamentos de la ortodoxia medieval habrían desaparecido o sucumbido de no haber sido por el desarrollo de una realidad irreversible: la revolución de las ciencias experimentales. Por sí sólo, el Humanismo habría perdido la batalla frente al poder de la intolerancia y el dogma religioso. Marsilio Ficino lo declaró firmemente, al advertir que las posibilidades que negamos son sólo las imposibilidades que desconocemos.

La segunda epístola del tratado de Pinciano, titulada «Prólogo de la Philosophía Antigua», está dedicada a la dignidad y utilidad de la literatura, y constituye una defensa de la poesía frente a las ideas platónicas que rechazan la ficción, como forma legítima de conocimiento y como discurso moralmente aceptable. Apoyándose en Aristóteles, Pinciano tratará de recuperar el concepto de literatura al insistir en uno de sus fines principales: el placer del destinatario, que trata de armonizar con la idea horaciana de la utilidad. Con todo, el fundamental reproche de Platón era difícil de conciliar con la legitimación que, al menos teóricamente, buscaban la poética y la creación literaria durante el Renacimiento. La poesía estimulaba pasiones de forma inmoral, o cuando menos heterodoxa, y al fin y cabo transmitía mentiras y falsificaciones del mundo real.

Al igual que Aristóteles, Pinciano define la literatura como el arte que imita mediante el lenguaje. La mímesis, como imitación del mundo natural, se confirma aquí como el principio generador del arte. Durante el Renacimiento, el concepto de mímesis se introduce por segunda vez en la poética occidental, con los mismos presupuestos que le había dado Aristóteles[19]. Se afirma sin reservas y sin dudas (la participación de) la actividad mimética del sujeto en su particular percepción de la realidad. La poesía debe imitar la naturaleza. La evolución del concepto es más que una simple y posterior modificación semántica: es un aspecto integrante y determinante del nacimiento de la poética normativa.

No menos decisivo será el concepto de ficción y sus posibilidades de legitimidad poética. Con la difusión de las ideas de Aristóteles, a través de Italia, a partir de la segunda mitad del siglo XVI, la ficción poética adquiere cierta legitimidad y diferencia respecto a la Historia. Con todo, los debates poéticos estuvieron muy lejos de alcanzar posturas unánimes a este respecto. A diferencia de lo que sucede a lo largo de la segunda mitad del siglo XVI, los escritores de ficciones del XV y comienzos del XVI no disponían de la justificación aristotélica de la ficción poética. El público culto contemporáneo les acusaba, razonable y desdeñosamente, de ser autores de mentiras y disparates. 

La literatura de esos años ha de defenderse, sin argumentos, de un grave anatema: la falsificación de la realidad. Una acusación semejante brotaba en los tiempos antiguos de la filosofía platónica. Tras el agotamiento de las ilusiones renacentistas resurgirá de nuevo, esta vez con el apoyo de la moral religiosa, que veía en la literatura un discurso heterodoxo, perverso y falaz. Pinciano tercia en esta polémica con una declaración decisiva, al afirmar que «el objeto [de la poesía] no es la mentira, que sería coincidir con la sofística, ni la historia, que sería tomar la materia al histórico; y, no siendo historia, porque toca fábulas, ni mentira, porque toca historia, tiene por objeto el verosímil que todo lo abraza»[20]. En efecto, se observa en los autores del siglo XVI que escriben antes de la difusión de la Poética de Aristóteles la conciencia de que el discurso poético es inferior al discurso histórico. Esta devaluación de la poesía se debe a su estatuto ficcional, frente a la expresión de verdad que se atribuye a la historiografía. No se atribuye a la ficción valor o crédito alguno. Hasta que no se toma conciencia del concepto de verosimilitud, procedente de la doctrina aristotélica, la ficción poética no adquiere carta de legitimidad. Antes de ese momento, la alternativa que se proponía como aceptable para la creación literaria era la prosa épica, cuyo ejemplo más notable era la Historia etiópica, y después de esta circunstancia, y bajo la creciente presencia del dogmatismo religioso, que alcanzará en Trento su mejor exponente, la fórmula que se pretenderá como dominante será la de la sacralización contrarreformista de las formas literarias, entre cuyos ejemplos más avanzados se encuentra buena parte del teatro calderoniano. Historia y moralidad constituyeron, durante mucho tiempo, las dos limitaciones más imperativas que hubieron de sufrir la poética y la literatura.

Además, el Renacimiento concibe la literatura como un discurso integrador de todos los temas o referentes posibles: arte, ciencia, vida, etc. Semánticamente, la poesía no tendrá límites. En esta amplitud fabulosa, Pinciano considera que la verosimilitud es el recurso primordial para la consecución de cualquier logro poético, y advierte que no se percibe fuera de su relación con el concepto de mímesis literaria. La verosimilitud es el desarrollo racional de todas las posibilidades ideales del mundo real, y no sólo de las latentes en el ámbito de la experiencia o de lo contingente. Los objetos del mundo real, la vida real misma, los hechos reales, están sujetos a contingencias o incidentes que frustran su expresión ideal. Por eso la literatura no es historia. Por eso el pasado personal se convierte en el recuerdo en un sueño, en la memoria de un pretérito. La forma descubre la universalidad hacia la que tiende el material artístico.

Hay también una dimensión moral, estrechamente relacionada con los principios del decoro[21], en la concepción pincianesca de la mímesis literaria. Una de las misiones de la literatura es la de influir en las gentes nobles, que ostentan puestos y responsabilidades políticas, sociales, estamentales. Aristóteles había cifrado en el placer una de las consecuencias primordiales de la poesía. Horacio, por su parte, había asociado ese deleite a un inderogable fin didáctico y moralizante. Pinciano tratará de armonizar las ideas aristotélicas y horacianas, quizá por parecerle, como a muchos de los preceptistas de los siglos XVI y XVII, que el placer no es por sí sólo un fin suficientemente serio.

Cabe además una última observación, previa a la consideración de la poesía lírica en el tratado de Pinciano. Pienso en las relaciones que el preceptista observa entre poética y conocimiento. Como los humanistas del Renacimiento, López Pinciano contempla la literatura como una fuente de sabiduría. Junto al placer y la moralidad de la escritura de ficción, habitan el conocimiento y sus posibilidades (AA.VV., 1981, 1993; Highet, 1949). En la amalgama de estas tres cualidades, diríamos virtuosas —moral, deleite y saber—, la literatura se convierte en un modelo privilegiado para la vida. Sus formas ideales salvaguardan la fábula de las decepcionantes incidencias del mundo real.

Como bien sabemos, el sistema medieval de los géneros literarios no se corresponde exactamente con el modelo del Renacimiento, pues al lado de géneros como la epopeya, la comedia y la tragedia, se emplean también como principios clasificatorios los tipos de verso (yámbico, elegíaco, etc.), de modo que, una vez establecidos los géneros, resultaba imprescindible codificar su jerarquía. La retórica, que tan importante había sido para la creación de los géneros literarios medievales, se interpreta ahora de forma distinta, al rechazar las artes praedicandi, las artes dictaminis y las artes poeticae, y volver a los tratados retóricos de Quintiliano, Cicerón y el Pseudo-Cornificio. Las concepciones estilísticas se orientan hacia la claridad y la naturalidad de la composición, como procedimientos ideales; la redacción de gramáticas y vocabularios sobre las lenguas románicas se incrementa notablemente, con el afán de someter a reglas, a la usanza de los antiguos, los nuevos idiomas surgidos en la Romania como consecuencia de la desmembración del latín (Godman y Murray, 1990; Pagis, 1991). En suma, la clasificación tripartita de la literatura en épica, lírica y dramática tiene su origen en la Edad Moderna, tras el examen e interpretación que los exégetas del Renacimiento realizan sobre los modelos genológicos de la poética antigua (Behrens, 1940). En este contexto, ¿cuál es la posición de Pinciano respecto a la lírica? Trataré de considerarlo.

Pinciano advierte que la poesía se distingue del lenguaje habitual por el uso de palabras y recursos extraordinarios, es decir, poco corrientes, a los que él denomina «peregrinos». Notemos que la estilística y los formalismos del siglo XX, creyendo descubrir el Mediterráneo, hablarán de «desvío». Desde este punto de vista, Pinciano dedica un estudio bastante amplio a las figuras retóricas, esto es, los recursos del «lenguaje peregrino»[22]. Citando a Aristóteles (Poética, I, 6-9), Pinciano sostiene que el verso no es un elemento esencial en la poesía, es decir, según la terminología de la Crítica de la razón literaria, no es una parte determinante o intensional. Sin embargo, pese a la autoridad del propio Aristóteles, no todos los humanistas del Renacimiento compartirán esta idea[23]. De hecho, el propio Pinciano llega a afirmar en algunos momentos que el poema perfecto debe ser el escrito en verso. De las formas métricas españolas, Pinciano elogia solamente los versos de arte mayor. Resta elegancia a los versos de cuatro, seis y ocho sílabas, debido a la irregularidad de su acentuación. Elogia el verso castellano de doce sílabas, al que considera el auténtico verso heroico, incluso por encima del endecasílabo italiano suelto. Sólo cita a Juan de Mena como autor modélico en el uso del verso de arte mayor; menciona brevemente algunas formas del verso italiano, y ofrece traducciones de determinados ejemplos, pero no aborda el tema con demasiada profusión[24].

Por otro lado, durante los siglos XVI y XVII, y en paralelo con la lírica, la poesía épica tuvo un gran desarrollo, que no es posible soslayar. Escaligero llega a considerarla como un discurso normativo y de referencia frente a otras formas de discurso poético. Pinciano, sin embargo, no se identifica plenamente con quieres consideran que la poesía heroica o épica es el género literario primordial o esencial, y tampoco comparte la idea, muy extendida en su época, de que Virgilio era el mejor de todos los poetas. Al igual que Aristóteles, Pinciano considera la poesía épica desde el punto de vista de la tragedia[25]. Además, el preceptista español también sigue muy de cerca las ideas que sobre la épica transcribe Torcuato Tasso en su Discorsi dell’Arte Poetica. En su forma perfecta, la base del poema épico ha de ser la Historia, es decir, los hechos históricos. Parece que, de algún modo, la épica ha de fundarse en acontecimientos históricos más que en ficciones. Nótese que la épica descarta la metafísica como referente, al contrario de lo que sucedía con la tragedia clásica hasta La Numancia de Cervantes[26]. De todos modos, la épica tiende a imitar la historia, tanto si tiene fundamento real como si es leyenda o mito. En definitiva, la épica puede tratar de un pasado ficticio, aceptado convencionalmente como realidad histórica, aunque verdaderamente no lo haya sido. En paralelo a Torquato Tasso, Pinciano se opone a la presencia de seres mitológicos en los relatos épicos. El contexto de la épica es, pues, la historia, real o legendaria, pero sin implicaciones metafísicas. Finalmente, en Pinciano, la épica queda vinculada a la expresión del héroe cristiano, es decir, resulta implicada, con el reconocimiento de la preceptiva literaria, en la moral religiosa.

Sin embargo, la mayor complejidad —y así se manifiesta en la Philosophía del Pinciano— la ofrece la poesía lírica. El problema viene, naturalmente, de muy lejos, como se ha indicado a propósito del tratamiento que la lírica recibe en la teoría de los géneros literarios atribuida a Platón y Aristóteles.

La poesía lírica no se ajusta a la mayoría de los recursos de interpretación poética que usan los preceptistas del Renacimiento. ¿Qué modos de interpretación usan estos teóricos de la poética para que la lírica les resulte tan inasequible? ¿Por qué no son capaces de identificar en la preceptiva la esencia de la poesía lírica como discurso literario, cuando en efecto este discurso está constituido modernamente desde Petrarca y Garcilaso? ¿Se juzga la forma y su uso por categorías morales y sociales ajenas en principio al arte? Voy a tratar de reflexionar sobre algunas de estas cuestiones[27].

Como se ha indicado, la confusión que durante los Siglos de Oro mostraban los preceptistas sobre los géneros y las formas literarias era notable. Los poetas líricos, como los dramaturgos, como los novelistas, seguían sus propias normas, sus propias formas, ajenos en la práctica de la creación literaria a los dictámenes y reglamentos de los teóricos de la literatura. El divorcio entre creación literaria y teoría poética era mucho más sobresaliente de lo que habitualmente parece advertirse. La preceptiva literaria iba por un camino que los creadores de obras de arte no seguían casi nunca. Juzgar la creación literaria de la España de los Siglos de Oro desde el punto de vista de su adecuación o inadecuación a los cánones o preceptos entonces al uso es plantear de antemano una interpretación insuficiente y errada de los textos literarios (Ruiz Pérez, 2008). La literatura es un fin en sí mismo, no un medio en el que verificar la legalidad de una preceptiva literaria, de una poética de lo cómico, o de una teoría de la lírica.

Una de las confusiones sin duda más visibles que se establece en la Philosophía Antigua Poética de Pinciano es la relativa a los conceptos de dithirámbica, zarabanda y lírica. Bajo el epígrafe «De la especie de poética dicha dithirámbica», Pinciano se ocupa en la epístola décima de la lírica. Comienza este apartado con una escena que transcurre en casa de Fadrique, y en la que Pinciano contempla el baile lascivo que improvisan dos mujeres, una vieja y fea, y otra «moza de buen talle». Tras la reprobación moral de autor e interlocutores del diálogo, Pinciano comienza su discurso identificando confusamente ditirambo y zarabanda[28].


Y hablando más de veras —dice Fadrique a Pinciano— digo que en la verdad esta zarabanda es la dithiramba antigua, la cual estaba olvidada, porque ya el dios Baco no se veneraba en parte alguna y, en lugar della, quedó la lírica (Pinciano, 1596/1998: 422).


Los interlocutores del diálogo sugieren que el ditirambo es un poema narrativo en el que habla el poeta mismo, mientras que en la lírica otros lo hacen por él. El primero es imitativo siempre, mientras que la lírica puede ser meramente descriptiva.


Vamos a la propia de la dithirámbica, la cual no es otra cosa que una imitación narrativa hecha con música y tripudio juntamente y a una; por lo cual se diferencia del activo poema, como antes está dicho, y de la épica, porque esta es común poema (Pinciano, 1596/1998: 423).


Ante la declaración de Pinciano según la cual «dithirámbica, zarabanda y lírica todo es una misma cosa», Shepard (1962: 142) comenta: «La confusión de términos y la falta de explicación de la esencia de la poesía lírica, se atribuye a la sumisión de Pinciano a la clasificación hecha por Aristóteles de los temas utilizados por la poesía lírica». En todo caso, conviene advertir que desde un punto de vista formal, Pinciano parece identificar los tres modelos: dithirámbica, zarabanda y lírica. Sin embargo, los discrimina desde un punto de vista referencial, que él identifica con «la materia de que tratan», es decir, el objeto de su imitación. De este modo, advierte que «la dithirámbica trata de los loores de Baco, y la zarabanda, de los ejercicios de Venus, y la lírica deja a los dioses y trata de cosas acá menos levantadas y, si trata de dioses, no particularmente para los alabar, porque los poemas hechos para este fin fueron llamados hymnos. Ansí que los hymnos fueron hechos para honor de los dioses en general; y la dithiramba, en honor de Baco, y la zarabanda mezcló lo sagrado de Baco a lo profano de Venus» (Pinciano, 1596/1998: 423-424).

Con todo, Pinciano vuelve sobre estos aspectos, señalando los temas recurrentes de la lírica, así como algunas de sus formas características, frente a la dithirámbica y la zarabanda, para proponer finalmente la sustitución del ditirambo o zarabanda por otro tipo de poesía, que sea poesía narrativa de naturaleza descriptiva. Así, en primer lugar, advierte que la lírica «trata de alabanzas de personas […], las cuales son su materia (ansí como amores, rencillas, convites, contiendas, votos, exhortaciones, alabanzas de la templanza, negocios y cosas desta manera)»; y en segundo lugar, subraya ahora ciertas especificidades de forma: «y esto con menos ruido de vocablos compuestos y más sentencias que la dithirámbica, la cual requiere un lenguaje lleno de vocablos compuestos, hinchado y inconstante» (Pinciano, 1596/1998: 424). Finalmente Pinciano propondrá la asimilación o, incluso mejor, la subrogación, de ditirambo y zarabanda a favor de la lírica: «Pues la lírica comprende a tantas cosas y la dithirámbica a una sola, […] incluyamos a esta debajo de aquella y […] puestas en olvido la dithirambica y zarabanda, cuando se ofreciere hablar de nuestro poema presente, le demos nombre lírica» (Pinciano, 1596/1998: 424). Aunque inicialmente Hugo se opone a tal asimilación, en nombre de la mímesis o imitación, que niega en principio a la lírica —«la dithirámbica es imitante necessariamente y en la lira se hallan muchas que no tienen imitación» (Pinciano, 1596/1998: 424)—, la propuesta de Pinciano dominará el desarrollo sucesivo del diálogo, al resolver el problema planteado por Hugo de forma tal que la mímesis, como principio generador de todo arte, queda salvaguardado una vez más: «Digo que la lira imitante será poema perfecto y la que careciere de imitación, será imperfecto» (Pinciano, 1596/1998: 425). Esta es cuestión capital, pues nos revela que el arte no se concibe al margen de una poética basada en el principio de mímesis o imitación de la realidad, ni más allá de las posibilidades de una epistemología de signo objetivista o realista —dogmática la llamarían los idealistas alemanes—, desde la que no sólo se considera que la experiencia sensorial constituye una interpretación fiable y segura, sino que además hay algo en lo que decimos, es decir, que las palabras designan objetos reales.

Tras haber zanjado estos inconvenientes, Pinciano inicia el fragmento tercero de la epístola décima con la concepción de que la lírica es «imitación […] hecha para ser cantada» (Pinciano, 1596/1998: 425). Esta definición resultará progresivamente pulida y detallada, en relación con los elementos del canto y de la danza. Pinciano considera la música accesoria a la poesía lírica. En este punto, muestra objeciones al interpretar la relación que la cultura griega establece entre poesía, canto y música. Plantón demuestra en sus escritos que la música estaba estrechamente unida a la poesía. Aristóteles considera que la música es un arte imitativo, que reproduce movimientos y pulsaciones del alma. Le atribuye además una función terapéutica en el tratamiento de enfermedades. Las ideas de Pinciano sobre la música en su relación con la poesía son las tópicas del pensamiento renacentista (Brandolini, 1513): «Es de advertir que la poesía mezcló la arte música a la suya por dos causas: la una para el deleitar, y la otra para enseñar; que, si bien nos acordamos, estos fueron, son y deben ser los fines de la poética» (Pinciano, 1596/1998: 425). En lo que se refiere a la danza, Pinciano la interpreta una vez más desde el principio de la mímesis, como «un movimiento del cuerpo, numeroso y compuesto, con que alguna persona imita a otra» (Pinciano, 1596/1998: 431). Tal es el concepto que profesa de la danza como baile o tripudio.

Entre los géneros poéticos menores se identifican en la Philosohía la sátira, la mímica, la égloga, la elegía, el epigrama y el apólogo. Se considera que todos ellos son menos exigentes que las formas mayores de expresión literaria. Los géneros menores responden para el Pinciano a la exigencia horaciana de lo útil y lo placentero. La sátira moderna no debe hacer referencia a personas específicas, como sí sucedía en la sátira antigua. Debe recurrir al circunloquio en sus alusiones, pero sin caer nunca en un lenguaje oscuro. El mimo es una representación cómica que imita a las gentes más bajas de la sociedad. La égloga resulta despreciada, al considerar que se trata de un poema de estilo humilde y lenguaje simple. Se identifica con este género toda la poesía pastoril. En su interpretación simbólica del apólogo se introducen comentarios sobre la alegoría. Fábula y alegoría se presentan como sinónimos, y se les reconoce su presencia en todos los géneros literarios. La finalidad del apólogo o alegoría es totalmente didáctica. Además, la alegoría posee una dignidad específica, procedente de su utilización en los escritos sagrados[29].

Finalmente, Pinciano clarifica los diferentes tipos de lírica desde el punto de vista de su contenido referencial, es decir, de su referente u objeto de imitación. Según estas diferencias «en el argumento», Pinciano distingue la alabanza, la narración, el consejo, las quejas y negocios, el himno, el ditirambo, el peán y el escolio. Propone a Petrarca como ejemplo principal de poeta lírico, y cita como muestra de himno la composición titulada Vergine bella che di sol vestita, que se ofrece traducida al completo. Hugo, por su parte, a propósito del peán, presenta su propia traducción de un poema atribuido a Aristóteles, que es un elogio a Hermia, la ateniense, y añade que «es el mejor que en mi vida leí». Sin embargo, Pinciano no analiza estos poemas como expresión de la naturaleza esencial de la poesía lírica como género literario. Pinciano sólo cita a Aristóteles, a Juan de Mena y a Petrarca. Ni una palabra sobre Garcilaso, Teresa de Jesús o Luis de León. Con todo, en sus conclusiones, parece proponer que la lírica «se reciba por especia de poema principal» (Pinciano, 1596/1998: 445), en un sentido poético y moral, desde el que se desestima abiertamente la zarabanda, y se asimila la gravedad y la retórica de la ditirámbica.

Cascales, por su parte, sólo dedica a la poesía lírica la «tabla quinta», uno de los capítulos acaso más breves de su tratado de poética. Comienza por introducirnos en el sentido etimológico del término, llamado lírico «porque en este género de poesía se cantavan a la lyra las alabanças de los dioses y de los héroes (V, 230). Coincide con Pinciano al advertir que la materia de la lírica «no tiene término prescrito», por lo que sus contenidos semánticos y referenciales resultarán completamente abiertos. En suma, Cascales entiende por lírica toda


Imitación de qualquier cosa que se proponga, pero principalmente de alabanças de Dios y de los santos, y de banquetes y plazeres, reduzidas a un concepto lýrico florido (V, 231).


Su examen de las relaciones entre la lírica y los demás géneros, entre ellos lo épico y lo trágico, se basa en la elaboración del concepto o referente temático. Cascales entiende por concepto «las imágenes de las cosas que se forman en nuestra alma diversamente, según es diversa la imaginación de los hombres». De este modo, prosigue Cascales, «el concepto del épico es grave y magnífico; el concepto de lýrico es florido y ameno, y esta amenidad próximamente nace del concepto, y remotamente de la elocución» (V, 235). Una vez más, el estilo queda subordinado a la calidad moral del tema, que a su vez dotará al verso de una expresión grave, humilde o templada.

Sin duda las más expresivas y originales palabras de Cascales acerca de la idea de la lírica de su tiempo se hallan en el fragmento dedicado al soneto. En él no sólo concibe el soneto como un auténtico género literario, sino que lo convierte en prototipo esencial de la poesía lírica.


El soneto es una composición grave y gallarda de un sólo concepto, tratada con cierto y determinado número de versos. Todos sabemos que la poesía está dividida en tres especies: heroica, scénica y lýrica. Pues por la diferencia que entre ellas ay, consecuencia es llana que el soneto pertenece a la lýrica, y por esso dezimos agora en su diffinición que es una composición grave y gallarda, requisito prorpio de la poesía lýrica, alabando a Dios, a los santos, a los príncipes. Será gallarda, ya por el modo con que escribe el concepto, ya por el lenguaje florido y hermoso, dulce y suave con que está obligado a hablar. Bien es verdad que el estilo de la poesía lýrica no a de igualar en grandeza al de la heroyca, porque la gravedad es cosa principal en el poeta heroyco, y la gallardía, accessoria; como al contrario, la gallardía es cosa principal en el lýrico, y la gravedad, accesoria. Y aunque quiera el poeta lýrico ser igual al heroyco, no puede, fuera de otras causas, por estas: porque el lýrico pinta la cosa muy por menudo, y es lei propria suya hazerlo assí, sopena de ser mal poeta. Ya sabéis, por ejemplo, la diferencia del concepto épico y lýrico (Cascales, Tablas poéticas, V, 251).


Como ha señalado García Berrio (1988: 408) en sus comentarios a las Tablas de Cascales, la gran aportación de este preceptista de comienzos del XVII reside especialmente en su precoz conciencia de interpretar la poesía lírica en su relación dialéctica con las formas épicas y con el discurso teatral. Esta visión genuina de la tríada poética, unida al teoría del concepto como referente primordial del poema lírico, constituye sin duda una de las aportaciones fundamentales de las Tablas poéticas, en una de las últimas sistematizaciones de la idea de la lírica en el Renacimiento español.


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NOTAS

[1] F. Rico recuerda oportunamente que «en la Europa de Erasmo, Ficino, Petrarca, una dedicación absorbente no ya a los temas, sino incluso a las formas del mundo pagano, no podía darse sin una sincera justificación —tanto íntima como pública— desde el punto de vista religioso: no eran tiempos que transigieran con errores en asuntos de fe so capa de literatura. Que en los clásicos se hallaba por todas partes materia inaceptable para un cristiano, «superstitiones et nepharia sacra», «atti disonesti... e carnali scritture», era palmario. Sin embargo, si había que seguir estudiándolos, se imponía contrarrestar de algún modo tal evidencia. Un remedio harto socorrido consistió en descifrarlos según las pautas de la alegoría, para atribuirles el sentido que mejor conviniera al exegeta […]. Los humanistas nunca llegaron a resolver por completo la tensión entre autoridades y experiencias, entre fidelidad al pasado e implicación en el presente. Con el oportunismo de lo aptum, con los cambiantes rostros del retórico, Erasmo, como Petrarca, como tantos otros, sacrificó demasiadas veces el rigor a la concordia, plegando la interpretación de los textos clásicos a la conveniencia de defenderlos como ética y aun teología» (Rico, 1993: 142 y 152).

[2] La misión que Isidoro de Sevilla atribuye a la poesía limita la literatura a la interpretación alegórica: «Officium autem poetae in eo est ut ea, quae vere gesta sunt, in alias species obliquis figurationibus cum decore aliquo conversa transducant» (Isidoro de Sevilla, Etimologías, 1982, I, VIII). Hoy sabemos, entre otras cosas, que los secretos morales son la razón de ser de la alegoría. Veremos que Pinciano concede una enorme importancia a la alegoría en lo referente a la poesía épica, aunque apenas dé una explicación detenida del porqué de esta importancia. En principio, atribuye a la alegoría una función meramente didáctica. Confirma, pues, que los poemas de Homero y Virgilio permiten una interpretación alegórica. Alegoría y hermenéutica han tenido con frecuencia estrechas relaciones históricas. La alegoría, como se sabe, nace en Grecia precisamente cuando se combaten los textos homéricos y se censuran como libros de estudio. Es decir, la alegoría es el arma que se utiliza cuando el texto «levanta sospechas». Entonces, si se quería seguir hablando de Homero en las escuelas, había que interpretarlo de otra manera, porque de lo contrario su uso sería sospechoso y, por supuesto, atentaría contra muchas cuestiones legalmente intocables. La forma más asentada de alegoría fue el alegorismo realista, que buscaba una explicación materialista de los símbolos considerados alegóricos, del tipo un centauro es «un joven a caballo», por ejemplo.

[3] Los escritos morales contra la poesía y el teatro comienzan con Platón, quien en varios fragmentos de su República (377 c ss, 597 e ss) proscribe radicalmente las formas de la poética y del drama, basándose en dos argumentos: en primer lugar, por su expresión mimética, que aleja doblemente al ser humano de su acercamiento a la verdad; en segundo lugar, porque presentan modelos moralmente débiles, al tratarse de una forma de discurso o de un espectáculo que ante todo pretende intensificar las pasiones, en lugar de atemperarlas. Sólo en las Leyes (800 d) Platón parece suavizar levemente esta actitud. En apariencia.

[4] «De los poetas decía San Isidoro de Sevilla: Al cristiano le está prohibido leer sus mentiras» (apud Shepard, 1962: 11). Lo cierto es que si en el pasado la mayor parte de los moralismos basaban su triunfo en una condena o rechazo de la ficción literaria, hoy día parecen haber evolucionado hacia una asimilación de la literatura, en la medida en que son capaces de interpretar —y de imponer una interpretación de— los textos poéticos como confirmación de sus propias exigencias y posiciones ideológicas, desde un punto de vista religioso o secular. La intimidatoria posmodernidad contemporánea ha dado más que sobradas muestras de dejar bien claro qué puede acontecer con la poética y la literatura después del advenimiento y desarrollo de este prodigioso movimiento, tan políticamente correcto: nada.

[5] «La mayoría de los textos renacentistas de Poética, como los de Badio Ascensio, Segni, Trissino o Robortello, que se ocupan de los conocidos modos de imitación, no expresan una concepción unitaria sobre los textos líricos» (García Berrio y Hernández Fernández, 1988: 124). Indiscutible obviedad.

[6] Miturno cita como ejemplos el Ameto de Boccaccio y la Arcadia de Sannazaro.

[7] Con anterioridad me he referido a la desconsideración de la lírica del corpus aristotélico-horaciano, y a las consecuencias que semejante marginación origina en la elaboración y desarrollo de la teoría de los géneros. Con todo, este problema mereció incluso algún tratamiento monográfico como el de Pomponio Torelli en su Trattato delle poesia lirica (1594).

[8] Las Tablas poéticas (1617) de Cascales representan, por vez primera en la teoría literaria española (Sánchez Escribano y Porqueras Mayo, 1972), la adopción del «moderno esquema de los géneros Épico, Dramático y Lírico constituidos como entidades dialécticas perfectas, es decir, absolutamente homogéneas en cuanto a su génesis dialéctica y su constitución estructural» (García Berrio, 1975: 83).

[9] Como buen observador de las manifestaciones literarias de su tiempo, López Pinciano introduce en sus estudios de poética diferentes formas de la literatura contemporánea, algunas de ellas de muy reciente creación, como el mimo, el apólogo, el epigrama, el epinicio, el emblema, la empresa o el jeroglífico.

[10] Wellek y Warren (1949) han insistido en que la jerarquía que la estética —como autores formados en la Anglosfera, hablan de estética en lugar de poética— del clasicismo francés establece entre los distintos géneros literarios responde a motivos predominantemente hedonistas. Aguiar e Silva (1967/1984: 164) ha discutido esta hipótesis, y ha señalado que la disposición clásica de los géneros «no se basa en el mayor o menor placer provocado en el lector. Esta jerarquía de los géneros está más bien en correlación con la jerarquía de los varios movimientos y estados del espíritu humano».

[11] Autores como Aguiar e Silva identifican en estos acontecimientos un antecedente inmediato de la polémica entre clásicos y modernos, que comienza a desarrollarse en Francia desde el último tercio del siglo XVII, para extenderse algo más tarde por toda Europa a través de las ideas románticas e ilustradas de hechura anglogermánica. «Este importantísimo debate —escribe Aguiar (1967/1984: 165)— venía preparándose desde hacía mucho tiempo, particularmente en la cultura italiana del siglo XVI [...]. Iniciábase así la tempestuosa pugna entre antiguos y modernos: los antiguos consideran las obras literarias greco-latinas como modelos ideales e inmutables, y niegan la posibilidad de crear nuevos géneros literarios o de establecer nuevas reglas para los géneros tradicionales; los modernos, reconociendo la existencia de una evolución en las costumbres, en las creencias religiosas, en la organización social, etc., defienden la legitimidad de nuevas formas literarias diferentes de las de los griegos y latinos, admiten que los géneros tradicionales, como el poema épico, puedan revestir modalidades nuevas, y llegan a afirmar la superioridad de las literaturas modernas frente a las letras grecolatinas».

[12] Con frecuencia, y siempre en nombre de la Leyenda Negra y su historiografía, se ha insistido en que ni la Antigüedad, ni la Edad Media, ni el Renacimiento y ni el Humanismo, ni nada de nada, ha introducido auténticas segmentaciones o etapas en la tradición literaria general de España. Se ha discutido abiertamente la existencia de un Renacimiento español, y se ha hablado en su lugar de la influencia de las formas italianizantes en la literatura y el arte españoles. Y por negar, no deja de ser curioso que se hable de España durante la Edad Media y se niegue la existencia de España desde la Edad Moderna hasta hoy. España existe como nación terrible cuando hay que hablar de exterminio en América, Inquisición y Leyenda Negra, pero no existe de ninguna manera cuando hay que hablar de calendario gregoriano, Lepanto o invención del liberalismo político, por citar tres simples y elementales ejemplos, entre miles posibles. Como diría Cervantes por boca de canónigo, «hanse de casar las fábulas mentirosas con el entendimiento de los que las leyeren» (Quijote, I, 48). Vid. al respecto, para una perspectiva filosófica y panorámica, el monográfico España frente a Europa, de Gustavo Bueno (1999). Léase además la obra de Roca Barea, tanto Imperiofobia y leyenda negra (2016) como Fracasología. España y sus élites: de los afrancesados a nuestros días (2019), además de su obra literaria 6 relatos ejemplares 6 (2018). Y libros como Sobre la Leyenda Negra (2014) y El mito de Cortés. De héroe universal a icono de la leyenda negra (2016), ambos de Iván Vélez, En defensa de España: desmontando mitos y leyendas negras (2017) de Estanislao Jorge Payne, 1492. España contra sus fantasmas (2018) de Pedro Insua, El terror bolivariano. Guerra y genocidio contra España en las independencias de Colombia y Venezuela en el siglo XIX (2019) de Pablo Victoria, Malditos libertadores. Historia del subdesarrollo latinoamericano (2020) de Augusto Zamora, Madre patria. Desmontando la leyenda negra desde Bartolomé de las Casas hasta el separatismo catalán (2021) de Marcelo Gullo Amoedo, Eso no estaba en mi libro de Historia del Imperio español (2021) de Pedro F. Barbadillo, Historia de la Masonería en Estados Unidos (2021) de Mario Escobar, Hollywood contra España: Cien años perpetuando la Leyenda Negra (2022), y un largo etcétera.

[13] En este sentido, para Curtius (1948/1989: 373) «la literatura italiana no posee un sistema ‘clásico’ uniforme; Dante, Petrarca, Boccaccio, Ariosto, Tasso son grandes autores para los cuales no existe un denominador común; cada uno de ellos tiene, además, una actitud especial ante la Antigüedad. Sólo Francia contó con un sistema clásico literario, en el sentido más estricto de la palabra».

[14] Alfonso X el Sabio, en su Setenario, concibe de la retórica como la ciencia «que enseña á fablar fermoso et apuesto, et esto en siete razones: color, fermosura, conveniente, amorosa, en buen son, en buen continente». Arcipreste de Hita, en el comienzo de su Libro de Buen Amor, se siente obligado a justificar explícitamente el fin moral de su obra. La literatura no disponía de legitimidad fuera del ámbito de la teología y sus condiciones morales. En la Carta Prohemio (1446/1449) del Marqués de Santillana al condestable de Portugal, el autor considera la literatura medieval como un pasado gótico y bárbaro. Se refiere a las que estima las principales obras escritas en literaturas románicas. Hace una defensa de la poesía frente a los prejuicios medievales contra la literatura, y al fin y al cabo considera la interpretación alegórica como el modo más adecuado de disociar la literatura secular de cualquier atribución de inmoralidad. Considera la poesía como una forma de conocimiento (sciencia), más elevada que la prosa, si bien todas sus reflexiones no permiten establecer diferencias precisas entre la cultura medieval y el advenimiento de la cultura renacentista. Por su parte, en el Arte de poesía castellana (1496), Juan del Encina ofrece interesantes consideraciones sobre métrica y poética, en las que se advierte una concepción de la poesía como arte, antes que como ciencia. La buena poesía ha de regirse por un criterio: la imitación de los modelos clásicos. La exigencia medieval según la cual la poesía ha de evitar lo ficticio queda reemplazada ahora por un criterio de verosimilitud.

[15] Citadísimos y celebérrimos, he aquí los principales versos de Horacio, en los que se amalgamaron, para siempre, en el arte poética, utilidad y deleite: «Aut prodesse uolunt, aut delectare poetae, / aut simul et iucunda et idonea dicere uitae».

[16] Sirven de modelo a Pinciano los diálogos platónicos. La forma dialógica le permite desarrollar sus ideas más como una exposición contrastada que como una afirmación dogmática. Se ha señalado que la labor de Pinciano es más organizadora que creativa. Pinciano se ocupa de un conjunto de conocimientos y conceptos anteriores a su tratado, la teoría de Aristóteles acerca de la poética, y quizás su gran aportación en 1596 haya sido la de situar el pensamiento aristotélico, elaborado para la percepción y reconocimiento del mundo antiguo, en el marco de la cultura española que resultaba del Renacimiento hispanogrecolatino. Con todo, como se ha señalado con frecuencia, las referencias de Pinciano tienen como objeto obras de la cultura grecolatina. No se mencionan como modelos escritores contemporáneos del autor. El tema de su tratado es la poética antigua, desarrollado a lo largo de un conocimiento que resulta ser exhaustivo en cuanto a los principios generales del clasicismo como prototipo de la literatura.

[17] Shepard (1962: 29 ss) ha establecido algunas relaciones de interés entre la doctrina de Pinciano y las teorías científicas contenidas en el Examen de ingenios (1575) de Huarte de San Juan. Huarte encuentra causas naturales para la explicación y reconocimiento de todos los hechos y fenómenos terrenales. Como en Lucrecio, las interpretaciones metafísicas están desterradas de las modalidades del conocimiento humano en lo referente a los hechos naturales. «Pinciano —escribe Shepard (1962: 35-36)—, como Huarte, cree que la Biblia no está por encima de la interpretación científica. Los milagros se pueden explicar por las leyes del mundo terrenal […]. En buena lógica, hay solamente un paso del punto de vista naturalista de la limitación del conocimiento en las facultades mentales humanas a las posibilidades de la percepción sensible. Las ideas de Pinciano anuncian las de Locke, a quien precedió en más de cien años […]. Pinciano sugiere claramente que las ideas se derivan del mundo físico y que la mente depende de la experiencia y de la sensación para su conocimiento».

[18] «La yuxtaposición de la ciencia y la literatura fue, tal vez, lo que hizo posible el enfoque estético de la crítica literaria. Para juzgar la literatura por sus propios méritos y valores era menester primero que el crítico creyera en la capacidad de comprensión de su mente y raciocinio. Los críticos literarios del Renacimiento sostuvieron firmemente la subordinación de todas las cosas a la razón» (Shepard, 1962: 38).

[19] Durante más de dos mil años las relaciones entre el arte poética y la realidad, entre la literatura y el mundo, se han definido por la teoría de la mímesis, procedente de uno de los conceptos más recurrentes y de los que más ha abusado la poética clasicista. En su origen acaso significó el acto de imitar personas o animales mediante la danza o la música, y en relación con los cultos rituales (Koller, 1954; Else, 1958; Sörbom, 1966: 11-77; Tatarkiewicz, 1970/1987: 266; Spariosu, 1984: i-iv). En la tradición socrática el término mímesis —como recuerda Jenofonte— se aplica a la escultura y a la pintura, y parece designar la capacidad que poseen los artistas para producir representaciones —no sólo escénicas— análogas a objetos materiales o estados mentales existentes en la realidad. En la filosofía de Platón el concepto de mímesis deriva —como todo en este filósofo idealista— de la metafísica. Las obras miméticas tienen el estatuto de copias pasivas, de fenómenos doblemente alejados de la realidad esencial (ideas). La teoría mimética de Platón está expresada en el Libro X de la República. Aristóteles libera el concepto de mímesis de las implicaciones metafísicas en que lo había formulado Platón. La noción de mímesis tal como la enuncia Aristóteles en su Poética resulta indefinida e indeterminada semánticamente, pero sí cabe decir que la mímesis es una función de la productividad artística, una operación de poiesis.

[20] Diversos comentaristas señalan que Pinciano es aquí deudor de Piccolomini (1575); vid. especialmente Cerreta (1957).

[21] Pinciano aconseja al conde Johanes Kevenhiler de Aichelberg no se detenga en la lectura de la epístola sobre la comedia, dado que este es un género propio de gentes de baja condición social. Se advierte así cómo el humanismo renacentista consideraba la literatura y el saber como un atributo de la vida aristocrática y ennoblecida. Los principios del decoro trataban de salvaguardar a toda costa esta observación, que en última instancia situaba el conocimiento y la calidad del saber como un privilegio de determinadas clases socialmente poderosas. En efecto, la vida política y religiosa en el Renacimiento permanecía cuidadosamente regulada en casi todas sus facetas. No sólo en la actividad literaria, y en la expresión de sus acciones y personajes, sino también en casi todas las formas de conducta implicadas en la vida real: amor, guerra, diálogo, convenciones sociales, etc. Todo estaba definido según un código que discriminaba firmemente los modos de conducta y el estamento social. Dado que la literatura debía proponer modelos idealizados de comportamiento y lenguaje, una alteración de los principios del decoro poético resultaba completamente intolerable. El código poético del decoro se desarrolló durante los siglos XVI y XVII como una confirmación moral de determinados derechos y privilegios de clase social. Era un concepto que, procedente de la cultura grecolatina, se instrumentalizó, so capa de literatura, con fines políticos y morales.

[22] Lástima que el culteranismo, la nueva poesía que a comienzos del siglo XVII estaba a punto de extenderse por buena parte de la lírica española, no es objeto de un estudio específico por parte de Pinciano. Quizás pueda identificarse «la tercera causa de la oscuridad poética» de la que habla Pinciano con los abusos de este movimiento, pero no hay pruebas definitivas sobre los términos de esta posible identificación. De todos modos, este movimiento no tardó en tener un teórico, en Luis Carrillo de Sotomayor, y un maestro, en Luis de Góngora (Ruiz Pérez, 2007).

[23] En 1592, cuatro años antes de la publicación de la Philosophía Antigua Poética, Agostino Michele se mostraba partidario de que tanto las comedias como las tragedias se escribieran en prosa, en su Discorso in cui si dimostra come si possono scrivere le Commedie e le Tragedie in Prosa, texto que, en opinión de Spingarn (1899), resolvió la cuestión de la controversia entre verso y prosa. En 1600, Paolo Beni publica la Disputatio in qua ostenditur proestare Comoediam atque Tragoediam metrorum vinculis solvere, en el que desestima al verso como un impedimento en la creación literaria. Pinciano no llega en absoluto a tales extremos. Simplemente deja al poeta la libertad de elección.

[24] Shepard comenta a este respecto: «Pinciano no hace uso de la oportunidad que le ofrece este capítulo de discutir las letras contemporáneas, o incluso ofrecer algunos ejemplos de poesía castellana. Evidentemente, su atención está fija en otra cuestión. Su tema es la poesía antigua» (Shepard, 1962: 86). Ciertamente Pinciano tenía un interesante corpus literario como referencia. El Marqués de Santillana fue uno de los primeros escritores castellanos en referirse a la estrofa italianizante de tercetos endecasílabos. No obstante, Juan del Encina, en el Arte de poesía castellana, de 1496, ya se refiere a determinadas combinaciones estróficas de tres versos en la poesía castellana. No se tiene noticia de que el Marqués de Santillana haya utilizado tercetos encadenados en ninguna de sus composiciones líricas, aunque sí acude a los modelos endecasílabos en sus Sonetos fechos al itálico modo, siendo consciente de las diferencias y posibilidades de la métrica española e italiana. El poeta Hunch Bernat de Rocabertíos se sirve de tercetos endecasílabos durante el siglo XV en La comèdie de la glòria d’Amor. Pese a la influencia francesa que revela el título, el modelo de terceto que utiliza no es encadenado, pues deja el segundo verso libre. El esquema del terceto dantesco se sigue con absoluta fidelidad en algunos poemas alegóricos y didácticos de la segunda mitad del siglo XIV en Italia, tales como Dittamondo, de Fazio degli Uberti, los Trionfi de Petrarca, la Amorosa Visione de Boccaccio, o el vasto poema dantesco-petrarquesco de Federico Frezzi, titulado Quadriregio. Los Trionfi de Petrarca constituyen una obra esencial en la difusión y configuración del terceto endecasílabo, al adquirir nuevas modalidades rítmicas y diversas resonancias. En 1543 aparecen las Obras de Boscán y algunas de Garcilaso de la Vega, que presentan tercetos encadenados en varias composiciones: dos Capítulos de Boscán; la Epístola de Don Diego de Mendoza a Boscán y la Respuesta de Boscán a don Diego de Mendoza; y de Garcilaso las dos Elegías y parte de la Égloga II (Lapesa, 1985; Rivers, 1954, 1972). A fines del siglo XV Lorenzo el Magnífico utilizará el tercero endecasílabo con intenciones paródicas en I Beoni, así como también lo aplicará a la composición de varias églogas, al igual que hará con éxito notable el poeta Jacobo Sannazaro, en su Arcadia, de doce églogas, ocho de las cuales se componen en tercetos encadenados. Durante el siglo XVI, en pleno Renacimiento, el terceto habrá de ir adaptándose a las competencias y preferencias métricas de diferentes autores, así como a las flexibilidades formales de determinados géneros y modelos estilísticos. En este sentido, Ariosto utiliza, en la composición del Orlando furioso, en el que se combinan metros épicos y heroicos, la octava real, con los ritmos preferidos durante el primer tercio del Cinquecento (Blecua, 1970; Hutton, 1980; Mirollo, 1984; Navarrete, 1994; Pater, 1922, Prieto, 1984 y sobre todo Weinberg, 1970-1973).

[25] La naturaleza del poema épico se estudia en relación con la tragedia. Pinciano considera que la poesía épica responde al tipo de acción trágica que se identifica en la «tragedia morata», análoga en calidad al poema épico. La perfección de un poema de este tipo requiere un final feliz: el héroe épico sería aquí un dechado de virtud, de prudencia y de conducta modélica. Hay un propósito moral en la trama de la «tragedia morata» y del poema épico. Para Pinciano la trama moral tiene «más utilidad» que la trama de la «tragedia patética», que sería la forma perfecta de acción trágica. No hay que olvidar, por otra parte, que el momento histórico desde el que escribe Pinciano ignora el término «novela» en su sentido moderno. En consecuencia, toda narración larga, ficticia y en prosa pertenece a la épica, y son interpretados dentro de esta categoría (Shepard, 1964).

[26] Adviértase de paso que, en su tiempo —y prácticamente hasta finales del siglo XX tampoco—, Cervantes no fue considerado por los preceptistas desde el punto de vista de su obra lírica: «Podría decirse que Cervantes no tuvo repercusión alguna dentro delas poéticas. Quienes permanecieron atentos a los hechos literarios de su época (casos de Sánchez de Lima y Herrera) no pudieron conocer la obra de Cervantes por evidentes razones cronológicas. Mas tarde, el resto de preceptistas, caso del Pinciano y Cascales sobre todo, ignoró el hecho literario para dedicarse a repetir, con más o menos matices, lo que antes se había dicho en Italia» (Trabado, 2000: 47). Respecto a las relaciones entre Cervantes y Pinciano, vid. especialmente Atkinson (1948), Canavaggio (1958), Clements (1955), Maestro (1999, 2004) y Ruiz Pérez (1997).

[27] Vid. al respecto el volumen coordinado por María José Vega Ramos en 2004, consagrado a la Idea de la lírica en el Renacimiento (Entre Italia y España).

[28] El término «zarabanda» designa en la España de los Siglos de Oro una danza o baile que, relacionados con frecuencia con las clases más populares e incluso marginales, adquiere cierta expresión estética al formar parte de algunos bailes, jácaras o entremeses representativos de la literatura y el espectáculo de la época. La relación de la zarabanda con el baile de la chacona es especialmente estrecha, y así lo refleja Sebastián de Covarrubias en su Tesoro de la lengua castellana o española (1611), al advertir que la zarabanda es «baile bien conocido en estos tiempos, si no le hubiera desprivado su prima la chacona. Es alegre y lascivo porque se hace con meneos del cuerpo descompuestos […]. Aunque se mueven con todas las partes del cuerpo, los brazos hacen los más ademanes, sonando las castañetas; la que baila la zarabanda, que cierne con el cuerpo a una parte y a otra y va rodeando el teatro, o lugar donde baila, poniendo casi en condición a los que la miran de imitar sus movimientos». Genuinamente la chacona es una danza de origen hispanoamericano, de fuerte connotación étnica y erótica, en cierto modo semejante a la zarabanda, con la que aparece frecuentemente relacionada en las formas literarias, musicales y espectaculares de los Siglos de Oro. Según el musicólogo Lorenzo Bianconi (1982: 95), uno de los primeros testimonios literarios en los que se manifiesta la chacona es una letrilla satírica, de carácter social, fechada en Perú en 1598. De un año después data un intermedio burlesco, escrito al parecer para las bodas de Felipe III, en el que se describe cómo una banda de rufianes baila una chacona, entonces danza novísima y desenfrenada, mientras algunos de sus compañeros roban a hurtadillas la platería de un indio ingenuo. Por su parte, el Diccionario de Autoridades (RAE, Madrid, 1726-1739) define la chacona como aquel «son o tañido que se toca en varios instrumentos, al cual se baila una danza de cuenta con las castañetas, muy airosa y vistosa». En diferentes piezas dramáticas y musicales del siglo XVII aparecen cantos y danzas de chacona; sus ritmos suelen ser desenfrenados, y su recitado está puesto en boca de personajes rufianescos, próximos al mundo del hampa y la marginalidad social, que sitúan la letra y el espíritu de la chacona en un escenario de resonancias pintorescas y costumbristas. Lope de Vega alude a «los movimientos lascivos de las chaconas» en La Dorotea (1632/1980: 112). No es de extrañar, pues, que el moralismo de la época considerara a la chacona, al igual que a la zarabanda, como una de las danzas más inmorales del momento; pero lo cierto es que este baile, de orígenes oscuramente transoceánicos, gozó de una extraordinaria aceptación social, sobre todo entre las clases más populares. Con todo, la chacona, a lo ojos de la Iglesia, se convierte en un baile sacrílego, censurable no sólo por su letra, sino sobre todo por su danza y movimiento. En 1599, el fraile Juan de la Cerda (Vida política de todos los estados de mujeres, Alcalá de Henares) previene a las mujeres de la obscenidad que hay en los movimientos corporales de danzas como la chacona y la zarabanda. La fuerza de la censura crecerá progresivamente frente a estos bailes, y en 1615 la chacona se suprime en las representaciones teatrales debido a su irremediable y manifiesta sensualidad. De su impronta nos ha quedado, no obstante, registro y constancia en los tratados de bailes del siglo XVII.

[29] Comenta Shepard este respecto: «La forma en que Pinciano trata los géneros menores contribuye muy poco a su teoría y menos aún a la ilustración del lector. La inclusión de un diálogo, la más corta de las trece epístolas, sobre los seis tipos menores de producción literaria tiene todas las trazas de deberse al afán de Pinciano por abarcarlo todo. El rápido estudio concedido a cada uno de estos seis tipos es inevitable en el contenido de su teoría de que la literatura debe crear un nuevo cosmos de relación entre causa y efecto inteligible y detallado. La brevedad de los géneros menores excluye semejante posibilidad. Están, por lo tanto, privados de toda interpretación seria y sólo sirven de lectura ligera para el profundo erudito» (Shepard, 1962: 155).






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Jesús G. Maestro, Crítica de la razón literaria