III, 5.7 - Crítica a las ordalías del psicologismo: la ciencia nunca puede ser signo de algo irreal

 

Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices





Crítica a las ordalías del psicologismo:

la ciencia nunca puede ser signo de algo irreal



Referencia 
III, 5.7


Pero siendo mi intento escribir cosas útiles a quien las entendiere, me ha parecido más conveniente buscar la efectiva verdad de las cosas que no la imaginación de ellas. Muchos han imaginado principados o repúblicas que no se han visto jamás, ni se ha conocido ser verdaderos, porque hay tanta distancia de cómo se vive a cómo se debiera vivir, que aquel que deja lo que se hace por lo que se debiera hacer, antes se procura su ruina que su conservación.

Nicolás Maquiavelo, El Príncipe, XV (1513/1976: 119-120).


 

No muestres que tienes poca
ciencia en creer desconciertos...

Miguel de Cervantes, Numancia (II, 1102-3).


 

La psicología (término introducido por el escolástico protestante Rudolf Göckel hacia 1590) ha resultado el mayor y más eficaz instrumento de control social de los individuos en el capitalismo occidental. Su radio de acción, como hemos dicho, se encuentra por doquier, desde la publicidad hasta los recientemente descubiertos métodos de voluntarismo motivacional que los entrenadores de la liga española de fútbol utilizan con sus pupilos para ganar partidos. Bajo estas prerrogativas se encuentra la base de todas las teorías psico-pedagógicas del «enriquecimiento personal», el «descubrimiento de sí», pero también de la agonía de un yo insaciable de voluntad que desea descubrirse introspectivamente —sola fides—, sin caer en la hipocresía e instrumentalización doctrinaria y dogmática de las obras exteriores, ni tampoco en la firmeza —base de la virtud intelectualista de Spinoza— forjada en la acción responsable.

José Antonio Santiago Sánchez (2010: 17).



 

Foucault

No, la ciencia no puede ser ni la materia, ni la forma, de una irrealidad. La ciencia no puede ser el signo de algo que sólo habita en la conciencia de un presunto científico.

Si reparamos en el primero de los exergos antemencionados en el capítulo anterior, se observa que la obra de Maquiavelo nunca formará parte del intertexto utópico de piezas como la República de Platón ―quien no concibió su obra en particular como una utopía irrealizable: su modelo real era Esparta― o, más precisamente, la Utopía (1516) de Tomás Moro, impresa tres años después de El Príncipe. El racionalismo político de Maquiavelo se opone a cualesquiera ordalías del psicologismo.

Toda utopía, y así lo confirma la literatura programática o imperativa, exige e impone siempre una relación ideal entre términos reales, de tal modo que los seres humanos ―términos reales― han de comportarse o relacionarse entre sí, como sociedad política o natural, según un modelo de relaciones completamente ideales. Así actúa el marxismo, el socialismo utópico o la agustiniana ciudad de Dios. Maquiavelo, en este punto, adopta sin embargo una actitud propia de la literatura crítica o indicativa, consistente en identificar, por supuesto críticamente, una relación real entre términos también reales, es decir, entre los seres humanos efectivamente existentes, por un lado, y la eutaxia del Estado, por otro. Maquiavelo no es un sofista ni un farsante. No hay nada más antipático que la verdad.

La obra de este diplomático florentino del Renacimiento es una admirable y siempre actual demostración de lo vulnerable que es el vulgo, la masa, la gente, diríamos —el ser humano, en tanto que adopta acríticamente comportamientos colectivos—, incapaz de comprender la vida de los poderosos y la ilegalidad de la realidad política a la que vive sometido. El Príncipe es una obra que jamás debería leer el vulgo ―así pensaba Maquiavelo―, pues podría acceder a un conocimiento sólo reservado al Jefe del Estado. Sin embargo, la chusma es —en todos los tiempos— tan errática en sus torpezas y miserias que teniendo ante así, con pelos y señales, codificada la ilegitimidad de la política que limita la totalidad de sus formas de vida, la acepta sin que su crítica tenga consecuencias mayores, más allá de lo espectacular y callejero. Y —hoy también— informático e internáutico. Las comúnmente denominadas redes sociales son un auténtico estercolero de manifestaciones humanas. Y de consignas de autoayuda. El vulgo habla mucho, piensa con ignorada torpeza y actúa siempre y previsiblemente del mismo modo. Su mecanicismo es más irrisorio que el de las bestias. El vulgo es el combustible preferido de la prensa y de la sociedad de la opinión, que no de la información[1]. Las colectividades humanas siguen siempre, irreflexivamente, los imperativos del psicologismo y del sociologismo, con toda la fuerza de sus ordalías.

El pueblo quiere opio. No quiere intérpretes. Prefiere el espejismo al oasis, prefiere la alucinación lisérgica a la experiencia crítica y científica, prefiere el sueño freudiano a la vigilia racionalista. Y donde digo «pueblo» digo, sobre todo y particularmente, mundo académico contemporáneo. En las instituciones educativas y científicas de nuestro tiempo, por lo que a las Letras se refiere, pues no sucede lo mismo —por el momento— en el ámbito de las tecnologías, ingenierías, medicina, matemáticas, física, biogenética, etc., la razón es cosa de minorías. Y no de orteguianas minorías selectas —que la realidad de la Europa actual ha puesto de manifiesto en su más absoluta y progresiva corrupción y degradación—, ni tampoco de las tan cacareadas —y omnipotentes— minorías pseudoétnicas, sexistas, o nacionalistas, sino de grupos humanos que, por racionalistas, son minoritarios frente a la mayoría de gremios de etnarquías, fratrías y demás lobbies que deconstruyen la vida social, la política de Estados democráticos y las instituciones educativas en todos sus órdenes y estamentos.

Hablar de minorías en tales términos equivale a hablar de la privatización de las masas en gremios o lobbies, y a legitimarlos como tales en el ejercicio de la insolidaridad social y la depredación económica. Se trata, en suma, de imponer la negación de un mundo en común. Y el mundo, o es común, o no es. Los grupos feministas, raciales y nacionalistas son los tres principales movimientos contemporáneos que siguen promoviendo y exigiendo hoy en día formas de discriminación sexual, etnocrática y psicológica, y curiosamente, paradójicamente, o cínicamente (como se prefiera), en nombre de la solidaridad, la igualdad y la justicia. Semejante discriminación posmoderna —de genealogía genuinamente estadounidense, que gusta de clasificar a quien entra en su país según denominaciones pseudorraciales (caucásico, hispano, africano, etc.)— propicia una escisión entre los seres humanos que desemboca en una suerte de gremialización de las masas.

¿Por qué la posmodernidad rechaza la razón, pero no frontalmente, no con argumentos? Porque la razón es su principal enemiga: la razón exige justificar lo que se dice y lo que se hace, de modo que liberarse de la razón equivale a hacer y decir lo que a cada uno le dé la pura gana, sin dar cuenta de ello a nada ni a nadie. Por eso la razón es represora (Nietzsche, Freud, Lacan, Derrida, Foucault...), porque entre todas las cosas reprime y proscribe la mentira, el error, el disparate, la estulticia, la falacia y, sobre todo, la nesciencia, al amparo de la cual discurre la labor retórica y sofística de la posmodernidad. La supresión de la razón sólo confiere libertad a los seres irracionales, es decir, a los que piensan desde la insipiencia, pero con astucia. Porque el sofista no es un tonto, sino un farsante. Un impostor profesional.

En un contexto de esta naturaleza, a una imaginación excesivamente hormonada no le resultará difícil incurrir, más temprano que tarde, en un uso patológico de la razón.

Rousseau, sabedor y manipulador del poder de la psicología social, escribía en su Lettre à Monsieur d’Alembert (1758/1960: 137) lo siguiente, en relación con la función del teatro en la organización de una sociedad política: «L’effet général du spectacle est de renforcer le caractère national, d’augmenter les inclinations naturelles, et de donner un nouvelle énergie à toutes les passions».

Por desgracia, los propios artífices de la literatura —los poetas, dirá Platón (República, X)— han sido, con excesiva frecuencia, en diferentes épocas de la historia, y siempre en busca de popularidad o singularidad ante un público de escasas ambiciones críticas, quienes han puesto la literatura a los pies de los caballos del psicologismo y sus más irracionales ordalías. Y lo han hecho siempre con el fin de ampararse en el fuero de la conciencia, y preservarse así de toda crítica objetiva sobre sí mismos y sobre su propia obra. Es una forma sofisticada, y también cínica y engreída, de superponerse a toda norma ajena a la propia egolatría. «Yo y mi obra estamos por encima de las normas» es el lema que identifica a este tipo de «genios», intelectuales y «poetas». El artista —como el fanático en las religiones— se refugia en el fuero de la conciencia, desde donde exige respeto, incluso veneración, y por supuesto admiración y culto: que sus obras se lean, que los medios de masas las promuevan y que los Estados las subvencionen y canonicen. Los intelectuales son, en este sentido, sacerdotes de religiones secularizadas. Sin embargo, la literatura dista mucho de ser una realidad de contenidos religiosos —Dante y Calderón conocieron tiempos mejores para estos ideales—, aunque la posmodernidad haga de ella un uso por completo secular de procedimientos tradicionalmente religiosos.

Los ejemplos de poetas y escritores que han puesto la creación literaria a los pies de los caballos de las ordalías del psicologismo son innumerables. Con todo, uno de los ejemplos más poderosos y recientes de este luterano propósito ha sido la celebérrima declaración de Paul Valéry al afirmar que «mis versos tienen el sentido que se les dé»[2].

El psicologismo ha encontrado, desde siempre, en la vida social su principal aliado. No en vano Spinoza advierte, en su Tratado político (1675-1677/1986: VI, § 1, 131), que «puesto que los hombres, como dijimos, se guían más por los afectos que por la razón, se desprende que la multitud se pone de acuerdo y se conduce como una sola alma, no en virtud del impulso de la razón, sino espontáneamente en virtud de algún afecto común, a saber, una común esperanza, o miedo, o deseo de vengar un daño común».

La principal de las obras de Boecio, Consolación de la filosofía (524), pivota sobre la lucha constante del racionalismo humano contra el poder devastador de una psique que se sabe condenada a una espantosa ejecución. Al parecer, Boecio fue apaleado hasta la muerte y finalmente decapitado.


¿Quién —dijo [la filosofía]— ha permitido que estas rameras histéricas lleguen hasta la cama de este enfermo? ¿Traen acaso remedios para calmar sus dolores y no más bien dulces venenos para fomentarlos? Son las mismas mujeres que matan la rica y fructífera cosecha de la razón; las que habitúan a los hombres a sus enfermedades mentales, pero no los liberan. Las que adormecen la inteligencia, pero no la despiertan. Podría pensar que sería menos grave si vuestras caricias arrastraran a un hombre cualquiera, porque mi trabajo no se vería entonces frustrado. Pero este hombre se ha alimentado con la filosofía eleática y académica. Alejaos, pues, sirenas, con vuestros hechizos de muerte. Apartaos, y dejad que mis musas lo cuiden y lo curen (Boecio, 524/2010: 35-36).


La psicología es una de las pocas experiencias que no perdura en sí misma, sino en sus consecuencias. Sobrevive a través de todo tipo de acontecimientos, preservándose en ellos, por ajenos y disolventes que puedan parecer.

La literatura no debe ser el parapeto ni el búnker de psicologistas e irracionalistas. La literatura no les pertenece, no es obra suya, y no debe ser su santuario protector ni su placenta. No es su terreno ni debe ser su geografía institucional ni política. Tampoco debe ser su geografía académica. La literatura es una construcción racional humana, brota del racionalismo del ser humano, y no puede ni debe convertirse en el refugio de sofistas, sacerdotes secularizados, intelectuales acríticos —valga la redundancia— o escritores de mercados editoriales[3]. Política y cultura no deberían ser palabras sinónimas.

El psicologismo es la hipóstasis del fenómeno. Es la idealización de lo que se percibe, el sesgo acrítico de una interpretación sin fundamento en la realidad. Es el aislamiento o insularidad de una apariencia respecto al hecho del que forma parte esencial. Es el espejismo frente al oasis. Un espejismo particularmente nocivo y aberrante cuando a él se reduce la interpretación de la literatura y de los materiales literarios. La apariencia, la creencia, la ideología…, no pueden ser la placenta que alimenta y limita el desarrollo de la Teoría de la Literatura. No son ésas las matrices ni los obradores de la investigación científica de los materiales literarios. Y sin embargo las últimas décadas han anclado el estudio de la literatura en este tipo de cercos y cepos. Cercos sociales, gremiales, partidistas… Cepos psicológicos, ideológicos, políticos…

Joseph Addison, en su obra Los placeres de la imaginación (1742), es uno de los primeros autores en incorporar a la estética las categorías de lo sublime, lo extraño, lo desproporcionado. Ésta fue una de las grandes puertas de acceso, construidas en la Edad Contemporánea, para que la literatura se convirtiera en mansión de gentes paranormales. El arte se impone como refugio y palacio de atractivos irracionalismos. La tradición luterana había otorgado a la conciencia libertades absolutas por lo que se refiere a la interpretación. Y a la imaginación de irrealidades irracionales, también. No se olvide que Lutero identificaba a la razón con la ramera mayor del género humano[4].

«No creo en los fantasmas, pero me dan miedo»: estas palabras de Madame du Deffand, que subraya David Roas (2011: 17) en sus estudios sobre la literatura fantástica, explican cómo, pese a la derogación de lo sobrenatural tras el triunfo del racionalismo ilustrado, lo fantástico sobrevive vinculado a la experiencia humana del miedo, de modo que «la emoción de lo sobrenatural, expulsada de la vida, encontró refugio en la literatura» (2011: 17). Por este camino, y de la mano del más incipiente Romanticismo, el horror adquiere un lugar de privilegio en las nuevas concepciones estéticas de finales del siglo XVIII. El terror puede inspirar placer, si el observador está seguro de sentirse a salvo. Dicho de otro modo, el miedo se disfruta, si se sabe que no tiene consecuencias operatorias, es decir, si se trata de una ficción. Es curioso cómo el arte, y en particular la literatura, asume, desde el Romanticismo y el liberalismo, ese miedo, ese temor, ese terror que hasta entonces era el instrumento psicológico por excelencia de las religiones que la Ilustración se encarga de secularizar, preservando muchos de sus contenidos, formalismos y procedimientos. La Ilustración europea, un movimiento de manufactura sofisticadamente protestante, preserva y seculariza para la Edad Contemporánea dimensiones esenciales de la religión cristiana. El miedo deja de ser un instrumento escatológico efectivo para ser un juego estético. La vida sigue siendo un sueño, que, lejos de asustar o intimidar a sacerdotes y creyentes, enamora y seduce a artistas y lectores. La vida como sueño, que en el Barroco hispano era una experiencia de desengaño crítico, será ahora, en manos del Romanticismo anglosajón, un autoengaño de diseño colectivo y crónico. El miedo se ha secularizado. El psicologismo se ha preservado. Solamente ha habido un cambio de dueño. Resulta innegable que la psicología es una invención de la Anglosfera. Una más de sus penetrantes añagazas.

Pero el racionalismo tampoco renuncia definitivamente a sus exigencias más evidentes. Desde los presupuestos de la Crítica de la razón literaria, en el mundo material, es decir, en el terrenal mundo del ser humano, hay una verdad objetiva, demostrable con hechos, y a la que es posible interpretar racionalmente. Esta verdad objetiva es sólo accesible y verificable mediante el conocimiento de los saberes críticos —ciencia, filosofía y filología—, y nunca mediante la práctica de saberes acríticos —ideologías, religiones y pseudociencias—. Estos últimos saberes son constitutivos de creencias sociales, con frecuencia resultantes de deformaciones aberrantes del conocimiento científico, filosófico y filológico. Se basan en el dogmatismo y conducen al idealismo. Contienen, en suma, todos los referentes y extremos en que se desarrolla el conocimiento irracional. Para el racionalismo materialista, la realidad está hecha de formas inteligibles y corpóreas. Y no sólo de palabras. Porque las formas de la realidad no son sólo inteligibles —como sabemos desde Platón—, sino también corpóreas. Y porque son corpóreas son operatorias, es decir, pueden intervenirse gnoseológicamente.

Toda ideología es un mito racionalizado acríticamente. Un mito explicado de forma racional, pero acrítica. Mitología e ideología son dos formas, antiguas y modernas, de racionalismo acrítico. La razón crítica no puede aceptarlas, porque el conocimiento crítico, sobre la base de saberes y construcciones científicas, destruye de forma sistemática los fundamentos dogmáticos de todo tipo de ideologías y mitologías.

En el contexto de la «teoría» y la «crítica literaria» posmodernas, ha de advertirse que la teoría ha sustituido a la literatura y el crítico al autor. De hecho, la literatura se desvanece a medida que la «teoría literaria» posmoderna se desarrolla, del mismo modo que el autor desaparece, eclipsado o intervenido por el crítico posmoderno, conforme este último lo interpreta, reemplaza y deconstruye retóricamente. El crítico posmoderno ha ejecutado de este modo una auténtica expropiación del autor. Con todo, el eclipse del autor ha sido sólo retórico, porque desde un punto de vista biográfico, histórico y, por supuesto, legal, el autor sigue siendo una realidad inderogable. Las leyes de copyright son la demostración más ostentosa de ello. El signo © es insoluble en la tropología foucaultiana. Ahora bien, este desvanecimiento de la literatura, provocado por la «teoría» posmoderna, trae consigo, inexorablemente, el hundimiento de la teoría —y particularmente el hundimiento de la Teoría de la Literatura—, es decir, el desfallecimiento, o incluso necrosis, de esa supuesta teoría tras la cual sólo se oculta una vanagloriada tropología de recursos psicológicos y de efectos ideológicos múltiples. El resultado es que no se habla ya de literatura, que ha dejado de ser objeto de estudio y de interpretación científicos en las instituciones académicas, ni de los autores literarios, desde el momento en que el crítico ha ocupado, con su lenguaje moral e ideológico, la presencia que tradicionalmente correspondía en el canon al autor de las obras literarias.

Esta interpretación literaria depende ahora más de las ideologías que de las ciencias. Tal situación se radicaliza día a día en las Universidades, que han renunciado completamente, en materia de Letras y Humanidades, al ejercicio de sus funciones críticas y científicas. En la difusión actual de los conocimientos literarios influye más la moral que la filología. La moral del yo y del nosotros, la psicología del individuo y del gremio, sus imperativos y exigencias ideológicas, son normas que se imponen de hecho —y también de derecho— por encima de los criterios científicos. Y por encima incluso de las libertades académicas.

La frivolidad del posmodernismo se manifiesta de múltiples formas, pero quizá la más relevante es el divertimiento con el que expresa, asume y comunica la inaprehensión del sentido. La desconstrucción hace una fiesta de la negación del significado. No hay para la posmodernidad experiencia más intensamente lúdica que la de negar en sus interpretaciones toda posibilidad de interpretación. El objetivo es invalidar la ciencia, relativizándola o simplemente negándola. Nihilismo, relativismo, escepticismo… Toda tropología en torno a estas configuraciones es altamente apreciada y validada. Lo que para nuestros modernos era una angustia, una tragedia incluso, la pérdida de un logos, de un fundamento, la imposibilidad de una construcción racional, la carencia de explicaciones, etc., para los posmodernos es una verbena. Las teorías científicas sólo sirven en la medida en que son explicaciones o exigencias ideológicas, y el discurso del crítico es relevante si resulta ideológicamente rentable, es decir, políticamente correcto. Tal es el rigor de su doctrina y la importancia que otorga a sus temas. ¿Cómo tomarse en serio este retablo de las maravillas académicas? Sólo desde el complejo, la ignorancia, la sofística, el interés ideológico o la demanda comercial, se puede dar crédito a esta farsa académica y pseudocientífica, donde la actividad crítica es un espectáculo bien amortizado y el lenguaje un exhibicionismo estulto. Negar la interpretación, burlarse de toda tentativa de adquirirla, es la muestra más rotunda y sofisticada de irracionalismo académico contemporáneo. Retórica de contenidos estériles, la mayor parte de cuanto se escribe bajo el signo de la posmodernidad sirve con extraordinaria utilidad a los intereses comerciales de la industria académica y editorial norteamericana —si bien el invento fue genuinamente italiano y francés—, de la que se surte buena parte del mercado académico de Hispanoamérica, tan influido desde hace décadas por Estados Unidos (progresivamente reemplazado por China), mucho más que desde Europa, por más que el viejo continente siga creyéndose —ya sin ninguna razón— el ombliguillo del mundo. La vieja Europa debería cuidarse de su engreimiento con más frecuencia que de su senilidad.

No es casualidad que los Estados Unidos hayan propulsado la retórica y la tropología posmodernas de forma tan global, y las haya impuesto en Europa según la manufactura académica norteamericana y anglosajona. A nadie se le oculta que en Estados Unidos nunca ha habido por la literatura ni la pasión ni el interés que ha habido en Europa, sobre todo en la Europa meridional, es decir, en la tradición literaria hispanogrecolatina. No lo ha habido ni siquiera en sus universidades, donde la literatura ha sido gradualmente apartada de la enseñanza, o referida como un cómic o tebeo de aventuras. Lo mismo acontece hoy en Europa, no en vano a imitación norteamericana. Estados Unidos nunca ha comprendido muy bien la idea y concepto de ficción literaria. La ficción de la literatura ha resultado allí muy indigesta y difícil de entender. La sociedad estadounidense tiene un concepto demasiado legal de la realidad como para interpretar lo que ocurre en la ficción literaria al margen de la legalidad. La ficción de la literatura los «descoloca» como receptores de hechos literarios. La literatura es insoluble en un mundo acrítico. Sólo el cine les proporciona un concepto de ficción que pueden degustar y manipular conforme a su propia idea de sociedad política. La ficción literaria subvierte sus posibilidades interpretativas. El cine, sin embargo, les ha permitido restaurar lo que literariamente les resulta inasumible. La literatura, como realidad interpretativa, les incomoda. No es extraño que, precisamente por ello, hayan optado por potenciar otro tipo de accesos —menos literarios— a la realidad: el cine, la psicología, la publicidad, la propaganda, la prensa, las redes sociales, la informática, el ocio, el consumo, la guerra, el dinero o la fe. Accesos que Europa parece asumir hoy como si nunca los hubiera visto o tratado con anterioridad en primera persona. Como si fueran experiencias inéditas.

La posmodernidad se basa en planteamientos ciegos, o meramente psicológicos, expresivos de la ideología de gremios e individuos entregados a una intelectualidad intrascendente, insulsa y sin efecto, más allá de su particular festividad editorial y académica.

Los productos del psicologismo pueden ser devastadores, incluso cuando se enfrentan al pensamiento más racionalista. Se surten de el, sobre todo de forma parasitaria y sofista. Ya hemos dicho que la razón humana siempre ha sido algo políticamente muy débil. No siempre contrarresta con eficacia las consecuencias del psicologismo. La masa no atiende a razones, se dice coloquialmente. Piénsese en el caso de Lutero, alguien que no duda en afirmar —como se ha dicho [véase nota 4] que «la razón es la mayor de las putas que tiene el diablo», identificando sin duda en la figura del diablo al pontífice vaticano, como representante del racionalismo teológico al que se enfrenta el protestantismo. La fuerza con la que psicologismo y subjetivismo se han impuesto en la construcción de todo lo relacionado con Alemania es algo que aún hoy en día no se ha examinado con la debida importancia. La libertad de conciencia protestante, que reduce la libertad humana a una experiencia psicológica, en virtud de la cual «el trabajo libera al ser humano», porque para ser libre basta imaginarse que uno es libre, aunque viva en una mazmorra, en un convento o en un campo de concentración y exterminio, supone la reducción de lo más preciado en la vida —la libertad— a una ilusión o espejismo —un hecho de conciencia—. Desde Lutero a Jauss, desde el fundador del protestantismo reformador hasta el artífice de la estética de la recepción (Rezeptionsästhetik), ambos unidos por la idea obsesionante y acrítica de que el lector individual es el núcleo de la interpretación del texto escrito y de la literatura, Alemania está atravesada por el idealismo imperialista del yo: Lutero, Lessing, Kant, Fichte, Herder, Hegel, Wagner, Bismarck, Nietzsche, Hitler, Heidegger, Gadamer, Jauss, Iser… No por casualidad Gustavo Bueno ha afirmado en repetidas ocasiones que el luteranismo conduce a Auschwitz[5].

Desde los presupuestos metodológicos de la Crítica de la razón literaria, la Rezeptionsästhetik o estética de la recepción que concibe Iser constituye una auténtica ordalía del psicologismo. Propiciadora del destructivismo derridiano, disuelve físicamente dos materiales literarios fundamentales: el texto y el lector.


La convergencia de texto y lector dota a la obra literaria de existencia, y esta convergencia nunca puede ser localizada con precisión, sino que debe permanecer virtual, ya que no ha de identificarse ni con la realidad del texto ni con la disposición individual del lector (Iser, 1972/1987: 216).


¿Quiere decir Iser que, antes de que el lector manipule, mediante su recepción e interpretación, el texto literario, la obra literaria no existe? ¿Quiere decir también que semejante convergencia o interpretación se sitúa en una suerte de limbo hermenéutico ilocalizable? Pero, ¿qué lección de metafísica es ésta? Todo en Iser parece ser virtual, ideal e implícito. Desde el lector hasta la literatura misma, cuyos límites interpretativos sitúa entre dos parámetros absolutamente psicologistas: «el aburrimiento y el agotamiento», ambos «forman los límites más allá de los cuales el lector abandonará el terreno de juego» (Iser, 1972/1987: 216-217).

Otro de los gravísimos errores que eclipsa todo racionalismo posible en la idea de ficción —y de literatura— que sostiene Iser es el relativo a la ruptura entre literatura y realidad: «Esto reviste una especial importancia en los textos literarios a la vista del hecho de que estos no corresponden a ninguna realidad objetiva exterior a ellos mismos» (Iser, 1972/1987: 218). Entonces, ¿cuáles son los contenidos de la literatura? ¿De qué habla la literatura? Si la literatura no hace referencia a realidades objetivas exteriores, ¿a qué hace referencia? ¿A lo que está más allá del Universo conocido? La ruptura de esta symploké, es decir, de esta relación racional, crítica y lógica, entre el Mundo interpretado operatoriamente (realidad) y la literatura (ficción), equivale, en primer lugar, a plantear entre uno y otra una relación de exclusión, de autonomía y de insolidaridad que, de hecho, son imposibles, y, en segundo lugar, exige negar una evidencia incontestable: que realidad y ficción son conceptos conjugados, desde el momento en que la ficción nunca expone ni desarrolla nada que no esté de un modo u otro implicado en la realidad. Los términos o materiales de la ficción son los términos y materiales de la realidad. En la realidad, estos términos obedecen a relaciones supuestamente causales, consecuentes y lógicas (relaciones reales entre términos reales), mientras que en la ficción tales relaciones responden a licencias poéticas (relaciones ideales o no operatorias entre términos reales o ideales). Dicho de otro modo: la ficción está hecha de realidades —de realidades literarias—, si bien organizadas —esto es, relacionadas y operadas— de forma diferente a las realidades no literarias, pero en ningún caso ajenas a las realidades del Mundo interpretado (Mi), realidades que jamás podrán plantearse como segregadas de él.

Adviértase el absolutismo psicológico que Iser impone en su teoría fenomenológica de la recepción literaria:


Todo lo que leemos se sumerge en nuestra memoria y adquiere perspectiva[6]. Luego puede evocarse de nuevo y situarse frente a un trasfondo distinto con el resultado de que el lector se encuentra capacitado para establecer conexiones imprevisibles hasta entonces. La memoria evocada, sin embargo, nunca puede recuperar su forma original, pues esto equivaldría a decir que memoria y percepción son idénticas, lo cual es manifiestamente inexacto. El nuevo trasfondo saca a la luz nuevos aspectos de lo que habíamos confiado a la memoria; a la inversa, estos, a su vez, proyectan su luz sobre el nuevo trasfondo suscitando así anticipaciones más complejas. De este modo, el lector, al establecer estas interrelaciones entre pasado, presente y futuro, en realidad hace que el texto revele su multiplicidad potencial de conexiones. Estas conexiones son el producto de la mente del lector[7] que trabaja sobre la materia prima del texto, si bien no son el texto en sí, pues este sólo se compone de oraciones, afirmaciones, información[8]…» (Iser , 1972/1987: 220-221).


Iser destruye la realidad de la literatura para quedarse con el espejismo que contempla un lector irreal. De este modo, Iser puso a disposición de todos los posestructuralismos posmodernos la idea de un lector sin ciencia, sin razón y sin criterios (M3), movido únicamente por su sensorialidad, su fenomenología, su ilusionismo, es decir, su vacío y vacuidad. Creó, de este modo, un lector vacante, sin ocupación ni ejercicio, sin criterios, sobre todo, y cuya mente, sumida en un abismo sin ideas, resultaba excelente para llenarla de prejuicios. El lector de Iser es un trampantojo perfecto.


El impacto que esta realidad produzca en él [el lector] dependerá en gran parte de la medida en que él mismo proporcione activamente la parte no escrita del texto, y con todo, al suplir todos los eslabones ausentes, deberá pensar en función de experiencias diferentes a la suya propia; en efecto, sólo dejando atrás el mundo conocido de su propia experiencia es como el lector puede participar verdaderamente en la aventura que el texto literario le ofrece (Iser, 1972/1987: 225).


Ante todo, ha de advertirse que el texto literario no ofrece aventuras, sino sistemas de ideas. Educarse críticamente, filológicamente, estéticamente, etc., en las posibilidades y modos de conocimiento de esas ideas y sus sistemas de conocimiento es el objetivo fundamental de las ciencias literarias en general y de la Teoría de la Literatura en particular. Lo que Iser propone es el triunfo del psicologismo al servicio de los derechos personales de la interpretación literaria. De nuevo asoma la larga sombra de Lutero. En este punto, Iser supone un profundo retroceso respecto a Jauss. No sólo renuncia a las normas, sino también al dialogismo, incurriendo en un radical autologismo, a los que nos hemos referido en relación con el espacio gnoseológico. El yo, en Iser, lo es todo. Se conforma con la visión del espejismo en el desierto, sin querer saber lo que le dice la lógica de las leyes de la óptica. Iser renuncia a la razón y se confina en los límites de una conciencia idealista y autosuficiente. Iser es a Jauss lo que Fichte fue a Kant: la radicalización del subjetivismo (del yo) desde el idealismo trascendental (del nosotros).

Asimismo, cuando Iser afirma que, «de la misma manera, dos personas que contemplen el cielo nocturno pueden estar mirando el mismo grupo de estrellas, pero una verá la imagen de un arado, y la otra pensará en un carro» (Iser, 1972/1987: 226), reduce la interpretación de la realidad a una interpretación de fenómenos, porque ambos receptores verán «arados» y «carros» allí donde no existen, es decir, verán espejismos, apariencias e ilusiones, en lugar de ver realidades. Así proceden la fenomenología y el método iserianos de interpretación literaria: sustituyen la realidad de los materiales literarios (autor, obra, lector e intérprete o transductor) por apariencias («texto virtual», «repertorio», «ilusión», «blancos», «punto de vista errante», «lector implícito», etc.). Iser subroga así las figuras gnoseológicas por figuras tropológicas y metafóricas. Dicho de otro modo, sustituye conocimiento por ilusión. No será necesario saber geometría para distinguir un redondel de una circunferencia, porque se podrá vivir ignorando lo que es este último concepto geométrico. A Iser le interesa el fenómeno (el redondel), no el concepto (la circunferencia). ¿Cómo enfrentarse, entonces, a la interpretación de los materiales literarios desde la ignorancia conceptual de la literatura? Sólo desde la psicología personal.

No por casualidad el problema del psicologismo ha sido determinante en la hermenéutica de todos los tiempos. De hecho, en muchísimos casos, la mayor parte de las hermenéuticas —teológica, jurídica, histórica, lingüística, literaria, filosófica, filológica…— ha sido un despliegue de alegoría, tropología y psicologismo. Desde nuestra perspectiva radicalmente crítica contra la hermenéutica así concebida, la obra de Freud se convierte en la supremacía, en muchos casos abiertamente disparatada, de un alegorismo interpretativo que de ninguna manera puede considerarse explicativo de nada. En muchos casos el discurso hermenéutico no ha sido otra cosa que una interpretación psicológica, recreativamente libérrima y abiertamente tropológica, de un texto de referencia, tomado como pretexto o hipotexto. Con frecuencia, el contenido de la hermenéutica ha sido un psicologismo moral, alegórico o religioso, o ha estado eclipsado por alguna de estas orientaciones u otras afines. Nada más lejos de los objetivos de una interpretación gnoseológica exigida desde la Crítica de la razón literaria.

La hermenéutica literaria puede plantearse como una disciplina que, con pretensiones presuntamente científicas, tiene como objeto de estudio el conocimiento de las diferentes posibilidades de comprensión e interpretación del sentido del texto en las obras de arte de la literatura escrita. Así planteada, la hermenéutica literaria no sería otra cosa que una Teoría de la Literatura, más concretamente, una teoría del sentido de los textos literarios, lo cual impone de por sí una serie impresionante de limitaciones, desde la reducción materialista (ontológica) de los cuatro materiales literarios esenciales a uno sólo de ellos —el texto—, como si el autor no existiera, confundiendo de este modo anonimia con irrealidad, y como si el intérprete, el lector y el transductor fueran la misma entidad, hasta la reducción formalista (gnoseológica) de las ideas objetivadas formalmente en los materiales literarios al sentido de tales materiales, como si se tratara de entes cuyo Ser-y-Tiempo —con permiso de Heidegger— estuviera determinado por un «sentido» existencial o esencial que hubiera que desentrañar de las mismas palabras o figuras verbales que lo componen, de su «profundidad» histórica o de su abracadabrante inefabilidad. En tales casos, el ejercicio hermenéutico se convierte en un puro autologismo, desde el cual el intérprete de turno abduce el texto de marras, apoderándose de unos supuestos contenidos sólo visibles o legibles a través del sentido, sin duda autológico, del propio intérprete. Desde tales perspectivas, todo planteamiento hermenéutico de la literatura concluye en la exigencia —ciertamente aberrante— de explicar los materiales literarios en términos psicológicos. La hermenéutica ha sido en este sentido una de las mayores ordalías del psicologismo que ha tenido que soportar la interpretación de la literatura.

Ocurre además que el «arte de la exégesis», la hermenéutica, se transformó con el paso del tiempo en la descripción o teorización de sus propias reglas. El conocimiento científico de la literatura se articula contemporáneamente en un momento histórico en el que también tiene lugar un cambio muy importante en la evolución de la hermenéutica: el paso de la «exégesis» a la «descripción de las reglas de esa exégesis»[9]. Paralelamente, «la hermenéutica literaria no puede extraer sus reglas de una vuelta al pasado, al tiempo de la hermenéutica prefilosófica» (Szondi, 1975/1997: 63). Estos hechos han determinado «la ausencia en este momento de una hermenéutica literaria en el sentido de una enseñanza material (es decir, dedicada a la práctica) de la exégesis de textos literarios […]. No puede ser que el lugar dejado por la falta de una hermenéutica literaria actual sea ocupado, sin ningún criterio crítico, por la hermenéutica filológica que nos fue transmitida por la tradición» (Szondi, 1975/1997: 73). Es innegable que la hermenéutica moderna ha establecido sus «reglas» para la interpretación textual con anterioridad al nacimiento de la ciencia literaria, y como consecuencia de ello, la hermenéutica de la Edad Contemporánea, atenta a la interpretación —alegórica o filológica— de textos filosóficos, teológicos y jurídicos, se ha configurado sin tener en cuenta las exigencias derivadas posteriormente de la interpretación de los materiales literarios. Todos estos hechos hacen de la hermenéutica un procedimiento innecesario en el contexto actual de la Teoría de la Literatura, y la convierten en una suerte de retórica de la interpretación —algo así como una teoría literaria para niños—, cuyos componentes psicologistas la desautorizan de forma absoluta ante las exigencias metodológicas de la Crítica de la razón literaria. Desde este punto de vista, la hermenéutica constituye un capítulo arqueológico, sin duda ilustrativo, y bastante intermitente, en la Historia de la Teoría de la Literatura.

Pero la crítica a la hermenéutica no puede concluir solamente con esta reprobación a las causas y consecuencias de sus fundamentos psicologistas. La hermenéutica, además, de la mano de Schleiermacher sobre todo, representó a finales del siglo XVIII la culminación de un proyecto esencialmente humanista y filológico, y por supuesto muy idealista, en el curso de una muy dilatada tradición histórica precedente. Uno de los aspectos canónicos de la teoría de la interpretación de Schleiermacher se basa en la afirmación siguiente, subrayada hace apenas dos décadas por Hirsch (1972/1997: 140), según la cual, «todos los elementos de un texto dado que requieran una interpretación más detallada deben ser explicados y definidos exclusivamente a partir del dominio lingüístico común al autor y al público original». Desde este principio se rechaza todo valor científico en la interpretación alegórica de los textos, tan frecuente hasta la Ilustración europea en la exégesis cristiana, y queda justificado epistemológicamente —nunca gnoseológicamente— el camino hacia una hermenéutica basada en el siempre supuesto análisis objetivo del documento histórico y filológico. 

A lo largo del siglo XIX, la hermenéutica romántica tratará de prolongar, de forma más ideal que efectiva, la tradición humanista, vinculando la presencia del autor a las posibilidades de comprensión de la escritura, bajo la afirmación de que el sentido original —autorial— de un texto constituye siempre la base interpretativa más segura. Entre los objetivos de la hermenéutica romántica encontramos una pretensión que hoy nos resulta irónica, incluso freudiana, cual es la de llegar a entender a un autor mejor de lo que él mismo pudiera haber llegado a entender su propia obra. Asistimos de este modo a una rehabilitación permanente de los componentes psicológicos, inherentes a todo proyecto hermenéutico. 

Con la llegada del siglo XX, el pensamiento de Heidegger (1927, 1957) vuelve a describir las limitaciones del conocimiento humano para reconstruir con la exactitud deseada cualquier circunstancia histórica distante de nuestro tiempo o existencia presente. Se incurre de nuevo en la falacia descriptivista. Todas las interpretaciones humanas se imponen como históricamente variables, lo que equivale a afirmar de nuevo un relativismo epistemológico muy estimulante, en el que la existencia temporal del ser humano —el ser en el tiempo— impide cualquier forma de conocimiento estable y seguro sobre cualquier tipo de hechos históricos. La reconstrucción exacta del pasado se considera imposible, y el debate entre historicistas y presentistas alcanzará una nueva formulación. Ideas de esta naturaleza gozarán de gran repercusión y pletórico desarrollo en el pensamiento hermenéutico de Gadamer (1960), que servirá de pasto a incontables lectores de teoría y crítica literaria, entusiasmados por las galimatías de un lenguaje autónomo, dotado de vida propia, y rebelde ante autores y lectores, un lenguaje que se dice a sí mismo a costa de decir al autor que lo dice y al lector que lo redice, etc., etc., etc., y desembocarán, de la mano de la lingüística, con la llegada de los formalismos y estructuralismos de la segunda mitad del siglo XX, en infinidad de figuras retóricas, entre ellas la neonietzscheana «muerte del autor» (Barthes, 1968), en tanto que nueva «muerte de dios», en la literatura.

No puede olvidarse, además, que la hermenéutica literaria ha procedido siempre, sin excepción, mediante la falacia de la confirmación sistemática o afirmación del consecuente. La confirmación sistemática es el equivalente lógico de asumir como verdad necesaria que lo contrario de lo que se afirma y confirma también es verdadero. De este modo, y siempre con un altísimo porcentaje de error, se concluye que el segundo término de una premisa consecuente establece también la verdad de su antecesora. Si se demuestra que A, entonces B (si estoy durmiendo, no oigo el teléfono), resulta —erróneamente— que se puede deducir que si B, entonces A (si no oigo el teléfono es porque estoy dormido), llevándonos a este esquema falaz, que —como ha demostrado Bueno— se apoya en la oblicuidad de una aparente simetría.

Así es como la falacia de la afirmación del consecuente se convierte en el procedimiento fundamental de la hermenéutica literaria, de modo que las ideas de un texto literario —sustancializado y segregado del resto de los materiales literarios (autor, lector y transductor, pues los dos últimos quedan convertidos sincrética y acríticamente en «hermeneutas»)— parecen estar articuladas y apoyadas internamente en la teoría literaria que se utiliza, cuando en realidad no es así, porque las ideas que se aducen son ya de naturaleza metafísica, teológica o tropológica, de manera que las tales ideas postulan, a título de consecuentes, hechos literarios completamente falaces. Han de ser los hechos o materiales literarios los que dispongan y autoricen la construcción lógica y formal de las ideas, y no exclusivamente a la inversa —sin circularismo alguno—, como sucede con frecuencia desde una hermenéutica literaria así concebida.

A través de procedimientos de este tipo, la hermenéutica literaria ha planteado interpretaciones completamente psicológicas de la literatura, cuando no de naturaleza teológica, alegórica o metafísica. No en vano hermenéutica y alegoría son formas de interpretación relativamente próximas y asequibles. La interpretación hermenéutica surge cuando hay que sustraerse a determinadas normas, y no por capricho, sino porque hay que evitarlas, con frecuencia por muy serias razones morales, ideológicas, religiosas, legales y hasta políticas. Cuando el texto que hay que interpretar se convierte en un lugar peligroso, la hermenéutica ofrecerá soluciones auxiliares, prioritariamente psicológicas, alegóricas y tropológicas. La hermenéutica ha sido con excesiva frecuencia una retórica al socorro de la interpretación. O si se prefiere, una preceptiva destinada a la explicación de escrituras problemáticas o «delicadas», no tanto por la dificultad de su comprensión, sino por el riesgo que implicaba —e implica— su interpretación pública y oficial. Mucho más que una crítica de la comprensión de textos escritos, la hermenéutica ha sido una tropología socorrista de la preservación, comunicación e interpretación de tales textos. El hermeneuta habrá tenido que ajustar muchas veces la lectura de la escritura a una cambiante realidad religiosa y política, muy diferente a la originaria. Semejante ubicación de la interpretación textual en un contexto no sólo diferente históricamente, sino sobre todo muy conflictivo desde las más preocupantes condiciones políticas y religiosas, hubieron de hacer de la hermenéutica una actividad deliberadamente oscura y artificialmente compleja. Hermenéutica y censura tienen mucho que ver. Y de hecho, la ausencia de censura torna innecesaria y artificiosa la hermenéutica. Allí donde hay libertad, la hermenéutica no es tan necesaria como en donde no la hay. La libertad de interpretación nos exime del auxilio y la presencia de hermeneutas, auténticos socorristas del dogma, en unos casos, para hacer de este dogma algo compatible con los avances científicos, o de la heterodoxia, en otros casos, allí donde los imperativos de la religión, la política o la moral imponen sus interdicciones.

Con toda franqueza confieso que me sorprende la ingenua seriedad de Szondi al considerar —y justificar— que las únicas o principales razones de la más temprana hermenéutica vertida sobre la obra de Homero eran lingüísticas y filológicas, y no políticas y religiosas.


La determinación del sentido de las palabras es una tarea que se planteó ya muy tempranamente para los griegos en la lectura de Homero. La lengua de Homero[10] ya no era inmediatamente comprensible para los atenienses de la época clásica y los alejandrinos. Friedrich Blass[11] compara la distancia que separaba aquellos de Homero con la que se extiende entre nosotros y los Nibelungos. En el origen mismo de la búsqueda del sensus litteralis se encuentra, pues, el fenómeno del cambio lingüístico, el envejecimiento de enunciados lingüísticamente fijados. El sensus litteralis corresponde al sensus grammaticus. El hermeneuta es un intérprete, un intermediario[12], quien está capacitado, gracias a sus conocimientos lingüísticos, para hacer comprensible lo no comprendido, lo ya no comprensible. Lo consigue por el reemplazo de la palabra que ya no se comprende por otra que concuerda con el nivel lingüístico de sus lectores. En este sentido, la práctica hermenéutica consistía en la superación de la distancia histórica[13] en la que se encontraba la obra de Homero. La especificidad histórica de su obra y lengua no eran el objeto de esta práctica, ni la reflexión sobre el cambio en sí, sobre la propia distancia, que, incluso, se escamotea con el reemplazo de arcaísmos incomprensibles por palabras corrientes. En la determinación del sensus litteralis como sensus grammaticus se pretende no sólo hacer comprensible lo incomprensible, sino, sobre todo, conseguir acercar el texto canónico que era Homero, para los atenienses de la época clásica y los alejandrinos, al presente, arrancándolo de su apartamiento histórico, esto es, hacer el texto no sólo comprensible, sino a la vez presente, mostrando su validez no mermada y su valor canónico (Szondi, 1975/1997: 64-65)[14].


Szondi, muy pedagógico en su explicación, no hace ninguna referencia a un hecho capital en la historia de la hermenéutica: la salvaguardia del dogma. La hermenéutica sirve siempre a la preservación de una serie de ideas o principios sobre los que se mantienen activos y operatorios diferentes sistemas religiosos, políticos o ideológicos. De hecho, la hermenéutica ha preservado la supervivencia de muchos textos escritos, cuya interpretación o sentido literales podrían haber sido censurados o purgados, con la consiguiente destrucción física de sus soportes literarios (tablillas de cera o arcilla, papiros, pergaminos, etc.). Los hermeneutas no serían tanto los intérpretes de significados extraordinarios o genuinos, sino más bien los preservadores de textos que, en determinados momentos históricos y geográficos, resultaban sospechosos, irreverentes, conflictivos, problemáticos, críticos, heterodoxos o simplemente intolerables. La hermenéutica otorgó a muchos de estos textos un salvoconducto a través de la Historia. También a través del idealismo filológico y, sobre todo, filosófico. 

Cuando el sentido original y genuino de un texto no resultaba soluble en lo políticamente correcto de cada época, el hermeneuta de turno se veía obligado a transducirlo para preservarlo. El texto torna diferente la interpretación de su esencia para conservar su existencia. Filología, Historia, filosofía, teología, etc., fueron antes instrumentos de disimulación y preservación que de clarificación y explicación. 

No nos engañemos, es el tema nuclear de un relato artificioso, lúdico y burlesco, como «Pierre Menard, autor del Quijote» (Borges, Ficciones, 1944). Con el paso del tiempo, el curso de los acontecimientos neutraliza, en muchos casos por sí sólo, las posibles consecuencias adversas del sentido genuino de esos textos «problemáticos», «conflictivos» «sospechosos», que pudieron adentrarse y leerse en nuevos «horizontes de expectativas» sin despertar antiguas suspicacias o provocar nuevas amenazas. Que en las últimas décadas del siglo XX la hermenéutica haya visto mermada su presencia en las instituciones sociales y académicas es signo inequívoco de la tolerancia y libertad de que goza la mayor parte de los textos literarios, políticos y religiosos de casi todas las épocas —me refiero al mundo comúnmente llamado «Occidental», que es el que dispone actualmente de mayores cotas de permisión y franquicia—. 

Sin embargo, desde comienzos del siglo XXI esta situación ha cambiado de forma cada vez más visible e inquietante. En el terreno académico, muchas de las antiguas libertades se han silenciado silenciosamente. Pero en lugar de acudir a la hermenéutica, el sistema ha optado por una solución más eficaz: desintegrar al intérprete heterodoxo. ¿Cómo? Mediante la imposición académica y universitaria de lo políticamente correcto, con todo su aparataje legal de imperativos neolingüísticos e ideológicos. 

Hoy vivimos en una democracia, la occidental y posmoderna, de hechura esencialmente anglosajona y globalizante, en la que, por Ley, escribir y pensar de forma diferente a la oficialmente establecida como correcta está prohibido en todos los foros académicos y políticos. Es muy posible que la hermenéutica vuelva a ser necesaria en algún otro momento futuro, a fin de asegurar no sabemos si la libertad, pero sí al menos la existencia de obras que, ante el triunfo o imposición visible de determinados dogmas, resultarán de nuevo intolerables y condenadas. Pensábamos que tras la superación de los absolutismos religiosos y políticos del Antiguo Régimen nos habíamos librado para siempre de la censura y la represión del pensamiento, y resulta que, con perplejidad que no todos comparten, comprobamos que el siglo XX nos dio la democracia para que el siglo XXI nos quitara la libertad. Ya nadie habla de «Libertad de Cátedra», una expresión que en los oídos de los más jóvenes carece de significado y de referentes académicos. Y que los más viejos evitan nombrar. ¿Cómo explicar hoy, en una universidad estadounidense, por ejemplo, el texto de Quevedo titulado Execración contra los judíos? ¿Cómo poner en escena, en la España alienada por la Ley Orgánica 1/2004, de 28 de diciembre, de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género, el asesinato de Casandra de El castigo sin venganza de Lope de Vega, o el uxoricidio en comedias calderonianas como El médico de su honra? ¿Cómo hablar de literatura en un contexto académico intervenido por las leyes tácitas, feministas, nacionalistas, etnocráticas, indigenistas, culturalistas, o de cualquier otro tipo, generadas por lo políticamente correcto en cada momento y lugar? ¿En qué se ha convertido la democracia?

Por otro lado, la hermenéutica no sólo ha sido una práctica que, con el pretexto más o menos explícito o reconocido de recuperar el supuesto sentido genealógico u originario de un texto, haya preservado de la quema obras decisivas: la hermenéutica ha sido también una forma muy sofisticada de salvaguardar el dogma religioso, jurídico y moral, implicado en determinados textos, credos o documentos escritos, a fin de permitir su supervivencia histórica, frente a la adversidad de determinados descubrimientos científicos —el mito creacionista cristiano frente a la teoría evolucionista de Darwin—, avances políticos —la consolidación de la monarquía por encima de la democracia como forma de gobierno parlamentario— o interpretaciones racionales diversas —la idea de una razón impotente (pensiero debole) contra la proliferación de mitos posmodernos, desde la raza aria diseñada por el Nazismo hasta las nuevas formas mitológicas de nacionalismo, feminismo, indigenismo, integrismos, etc.—. Dogmas y fundamentalismos encuentran siempre sofisticadas formas de razonar, particularmente a través de un racionalismo idealista y acrítico, para preservarse ideológicamente en el tiempo y en el espacio, es decir, en la geografía y en la Historia. Y la hermenéutica ha servido y sirve en numerosas ocasiones a la custodia y protección del «sentido original» y «profundo» de estos ideales, revestidos de mitificada antigüedad y maquillados de una sabiduría no menos supuesta y venerable. Toda hermenéutica, por el hecho de serlo, es siempre sospechosa. Sin la ordalía del psicologismo, la hermenéutica carece de recursos objetivos fundamentales.

Ha de advertirse además que la hermenéutica ha disfrutado de un pasado legendariamente exultante y glorioso: de ascendencia mitológica incluso, como un don otorgado por divinidades olímpicas —Hermes, mensajero de Zeus, cual hermeneuta ante los hombres, revelaba las palabras y pensamientos ocultos de los dioses—, se desenvuelve con gracejo entre los cínicos griegos, se ejercita y perfecciona en la lengua de los sofistas, crece entre los cristianos medievales a través de cuidadosas pruebas y demostraciones, se adentra con avidez en la Reforma luterana a fin de legitimar la interpretación de las Escrituras ante la libre interpretación fideísta de los nuevos libertos de Roma. Reorganizada en el contexto de un neohumanismo ilustrado para la Edad Contemporánea de la mano de Schleiermacher, la hermenéutica se convierte a fines del XVIII en una suerte de teoría general de la interpretación textual, con pretensiones incluso de devorar y monopolizar la comprensión de antiguas y modernas obras literarias. A lo largo del siglo XIX la hermenéutica se nutre sobre todo del idealismo alemán y sus influyentes consecuencias en la Historia, la filosofía, el Derecho y la filología. Con el siglo XX irrumpen alternativas que la desplazan de forma intermitente e irregular. De un modo y otro, son numerosos los autores que acuden a ella a fin de ennoblecerse académicamente al amparo de una tradición —la hermenéutica— avalada por el saber del Humanismo, la filosofía, la Historia, la lingüística, las filologías grecolatinas, etc., y hacerse de este modo un hueco «original» en el conjunto de las corrientes metodológicas de su época. En este contexto, nada menos que Lacan se nos presenta como un hermeneuta de la psique humana, interpretada a la luz de una jerga autológica sólo superable por el célebre artículo de Sokal «Transgressing the Boundaries» (1996), una joya de la literatura burlesca pseudocientífica que habría hecho las delicias de Borges. No faltará a la hermenéutica, en la apoteosis del neoformalismo francés, la retórica sutilísima de un protoestructuralismo de talla, como el de Paul Ricoeur, cuyas consecuencias actuales parecen haberse olvidado incomprensiblemente. Incluso en España, es digna de mención la labor hermenéutica de Emilio Lledó, que en su interpretación de la realidad llegó a ser presidente de un comité de sabios sobre la televisión, hecho éste que le obligó a comprar una —un aparato de televisión, quiero decir—, para conocimiento y uso de lo que la televisión era, y que he de entender desconocía, dado que antes de presidir esa «comisión de expertos» ni tenía ni veía televisión. Todo un veterano, pues, para presidir una comisión de sabios respecto a un aparato que, al parecer, nunca antes había visto... Se mire como se mire este hecho —no la televisión—, es extraordinariamente revelador y, con toda franqueza, también ridículo. Como radio infinito de una circunferencia por completo desvanecida, la hermenéutica alcanza en la posmodernidad su expresión máxima, gracias a figuras europarlamentarias como Gianni Vattimo, quien en la plenitud de la fortaleza del pensamiento religioso contemporáneo, y sus diferentes fundamentalismos, nos habla de un seductor y acomodado pensiero debole.

Por último, ha de insistirse de forma definitiva en que es inaceptable hablar de hermenéutica como «teoría de la interpretación» sin más, término en sí mismo tan ambiguo y carente de sentido como el de «teoría del conocimiento», desde el momento en que este tipo de sintagmas exige siempre un genitivo[15]. No hay una «teoría del conocimiento» en general o en abstracto, como tampoco hay una «teoría de la interpretación» a secas, sino que todo conocimiento, como toda interpretación, exige serlo específicamente de algo. En primer lugar, porque toda teoría remite a conceptos claros y distintos, es decir, a un sistema de teoremas y de axiomas donde no pueden darse nociones ambiguas, oscuras o confusas, algo que no ocurre en absoluto con las teorías hermenéuticas. Y en segundo lugar, porque hablar de conocimiento en general tampoco es posible: no cabe hablar de conocimiento en circunstancias completamente indefinidas, dado que no hay ninguna categoría en la que sea posible «encerrar» o «enclasar» la totalidad de los conocimientos posibles o existentes. Comúnmente, cuando se habla de conocimiento, como ocurre desde la popular obra de Hessen —Teoría del conocimiento (1926)— la cuestión se plantea siempre en términos epistemológicos, es decir, tomando como referencia la oposición idealista entre objeto y sujeto, lo que nos conduce una y otra vez a desembocar en alguna de las falacias habituales (descriptivismo, teoreticismo o adecuacionismo), impugnadas en capítulos anteriores. 

La hermenéutica, como teoría de la interpretación, no es propiamente una teoría —ni tampoco una interpretación—, como sí lo es de hecho la teoría de la evolución (Darwin), la teoría de la relatividad (Einstein) o la teoría de los planetesimales (Morbidelli). No resultará sorprendente, ni exagerado, afirmar que, en muchos aspectos, la hermenéutica se ha convertido en la versión filológica del psicoanálisis. Una ficción explicativa que, frente al leguaje de los textos —reducidos a tropos que el hermeneuta interpreta como un chamán—, el filólogo puede manejar ante la comunidad académica de modo comparable al uso que el psicoterapeuta hace, merced a los encantos lenguaje, de los presuntos complejos psíquicos de sus inocentes y crédulos pacientes. En este sentido, la hermenéutica es un intento idealista por convertir a la literatura en una sustancia metafísicamente radioactiva.

Como ha escrito Jaime Siles sobre la hermenéutica, con unas consecuencias que la identifican o incluso degradan a una retórica pseudointerpretativa, en su poema «De vita philologica» (Himnos tardíos, 1999, en Siles, 2011: 315),


La hermenéutica es una ciencia pía: una
experiencia casi religiosa,
cuya praxis consiste en alterar el orden
de la sintaxis órfica
y convertir el sentido del mundo
en un catálogo de frases de liturgia
y en el ficticio orden de un ritual.


Pero la hermenéutica no está sola, ni mucho menos, en su defensa de las ordalías del psicologismo por lo que respecta a la interpretación de los materiales literarios. En su obra La literatura en peligro, Todorov critica —en términos que dejan sorprendido a cualquier lector formado en los presupuestos de la Crítica de la razón literaria— el uso que actualmente se hace de lo que, en otro tiempo, cabría calificar de «Teoría de la Literatura», y que, hoy, este otrora estructuralista solamente concibe como «métodos de análisis» que tratan de usurpar el protagonismo de la obra literaria, cuando no reemplazarla por completo[16].

Este libro de Todorov invita a un retroceso en los procedimientos de interpretación literaria, al reducir lo inteligible de las ideas objetivadas en la literatura a lo sensible de la emoción que subjetivamente emana de su lectura. Todorov demuestra en esta obra que su teoría de la literatura ya no es una teoría literaria contemporánea, y que, en el momento de escribir ese libro, no dispone de una teoría capaz de enfrentarse a los actuales movimientos teórico-literarios, y aún menos de explicarlos.

De hecho, la única respuesta que parece ofrecer Todorov es la de una mística de la interpretación literaria, es decir, la de una retórica de las emociones de la lectura. Desde Platón, y también desde Aristóteles, sabemos que la literatura es particularmente sensible a las emociones humanas. Uno y otro filósofo exigieron a la literatura, entonces llamada poética, como arte que imitaba la realidad mediante el lenguaje, que fuera una construcción inteligible, y no meramente sensible. Platón renuncia pronto a ello, proponiendo el destierro de los poetas. Aristóteles, sin embargo, es —por lo que sabemos— el primero en explicar conceptualmente, esto es, científicamente, lo que son los materiales literarios, tomando como modelo de ellos la tragedia griega. El resultado fue el nacimiento de la Teoría de la Literatura como ciencia.

Todorov, por su parte, al mostrar su distancia y recelo frente a las «teorías literarias» posmodernas (Maestro y Enkvist, 2010), adopta una posición que, lejos de ser crítica y explicativa, resulta mística y emotiva. Y por lo tanto regresiva, cuando no retrógrada y extemporánea.


No tengo la menor duda de que volver a centrar la enseñanza de las letras en los textos se ajustaría al deseo secreto de la mayoría de los profesores, que eligieron su oficio porque aman la literatura, porque el sentido y la belleza de las obras les conmueven, y no hay razón para que repriman esta pulsión. Los responsables de que se hable de la literatura de esta manera ascética no son los profesores (Todorov, 2007/2009: 26-27).


En primer lugar, centrar la enseñanza de la literatura en el texto es incurrir en la reducción característica de los formalismos, e ignorar los otros tres materiales literarios fundamentales: autor, lector e intérprete o transductor (Maestro, 2007b). Sería lo mismo que ejercer una medicina centrada exclusivamente en el corazón, o el pulmón, o el páncreas, ignorando el hígado, la glándula tiroides o el bazo, por ejemplo. O una química que se ocupara solamente del sodio o el bario. Es, también, incurrir en la falacia teoreticista, en virtud de la cual la forma (de la interpretación) resulta hipostasiada frente a la materia (de la literatura), de modo que el método es inerrante, y si algo falla, la culpa la tiene la realidad, porque la teoría nunca se equivoca (Popper, 1972).

Y en segundo lugar, la que apunta Todorov no es una manera ascética de interpretar la literatura, sino una modalidad completamente mística: la exultación emotiva del sujeto, la sacralización de las emociones del yo en contacto con la «magia» de la literatura. Es decir, aquello que Platón condenaba por enajenamiento de las capacidades racionales del poeta y sus oyentes: la primacía de lo sensible frente a la exigencia de lo inteligible. Cada cual se queda con su propia «emoción» de lo literario y deja de prestar atención a las ideas objetivadas formalmente en los materiales literarios (autor, obra, lector e intérprete o transductor).

Todorov llega incluso a negar como fin en sí el conocimiento de la literatura, es decir, a desautorizar la posibilidad de una ciencia específica, categorial, propia, de los hechos y materiales literarios. La literatura no sería, pues, objeto de conocimiento, sino de mística. No será objeto de razón, sino de emoción. Sin más. ¿Leemos al mismo autor de Théorie de la littérature. Textes des formalistes russes (1965), Littérature et signification (1966), «La grammaire du récit» (1968), Poétique de la prose (1971), Théories du symbole (1977), entre otras muchas obras históricamente decisivas?


El conocimiento de la literatura no es un fin en sí, sino una de las grandes vías que llevan a la realización personal. El camino por el que en la actualidad se ha adentrado la enseñanza de la literatura, que da la espalda a este horizonte («esta semana hemos estudiado la metonimia, y la semana que viene pasaremos a la personificación»), corre el riesgo de conducirnos a un callejón sin salida, por no decir que difícilmente podrá desembocar en el amor a la literatura (Todorov, 2007/2009: 28).


Todorov propone aquí ideas de dudosísimo rigor: la literatura como forma de terapia individual o gremial, como libro de autoayuda («la realización personal»); la retórica como «callejón sin salida» (estudio de la metáfora, de la metonimia…) (¿qué dirían Wheelwright, Ricoeur, Le Guern, Frey, Dámaso Alonso…?); y la mística como forma de «conocimiento» o «saber» literario («el amor a la literatura»). Como si amar la literatura fuera saber de literatura. ¿Se imaginan que cada médico tuviera que enamorarse del paciente de turno para curarlo?

El libro de Todorov concluye, a mi juicio muy desafortunadamente, con una suerte de ataque o arrebato de mística literaria, o cosa parecida. Semejante experiencia arranca de una cita de la Autobiografía de John Stuart Mill, en la que se declara lo siguiente:


Me parecieron [los poemas de Wordsworth] como una fuente de la que extraía la alegría interior, los placeres de la simpatía y de la imaginación, que todos los seres humanos podían compartir […]. Necesitaba que me hicieran sentir que en la contemplación tranquila de las bellezas de la naturaleza hay una felicidad verdadera y permanente. Wordsworth me lo enseñó no sólo para apartarme de la consideración de los sentimientos corrientes y del destino común de la humanidad, sino redoblando el interés que sentía por ellos (Mill, 1873/1969: 81 y 89).


Parece que estamos leyendo a George Steiner, Harold Bloom o Emilio Lledó... Son las ocurrencias del gurú. ¿O del abuelo cebolleta? Desde la página 82 hasta el final de su obra las palabras de Todorov resultan crecientemente decepcionantes, porque la idea de literatura que transmite el que fuera introductor en la Europa llamada democrática de las teorías literarias de los formalistas rusos es propia de un libro de autoayuda. La literatura se convierte en un laxante, en un fármaco de propiedades ansiolíticas o miorrelajantes, etc.


La literatura puede hacer mucho. Puede tendernos la mano cuando estamos profundamente deprimidos, conducirnos hacia los seres humanos que nos rodean, hacernos entender mejor el mundo y ayudarnos a vivir. No es que sea ante todo una técnica de curación del alma, pero en cualquier caso, como revelación del mundo, puede también de paso transformarnos a todos nosotros desde dentro (Todorov, 2007/2009: 84).


Sólo le falta decir que la literatura puede hacer... magia. En este sentido, la obra de Todorov, La literatura en peligro, concluye en el extravío psicologista más rotundo de todo racionalismo literario.

Al Romanticismo europeo y particularmente al idealismo alemán competen la iniciativa de introducir en la interpretación de los hechos literarios una exigencia demoledora: la supremacía de los juicios de valor estético construidos no sobre conceptos científicos, sino sobre experiencias subjetivas. Dicho en términos que asume la Crítica de la razón literaria: la valoración de la obra de arte se hace según impulsos emocionales y psicológicos (M2), en lugar de hacerlo según criterios lógicos y conceptuales (M3) (Bueno, 1972; Maestro, 2006, 2007b). De este modo, el conocimiento subjetivo de la obra de arte se considerará más valioso y de mejor calidad que su conocimiento objetivo, el cual, a su vez, resultará progresivamente muy desacreditado. Con la irrupción y el éxito de la obra freudiana, la idea de subjetividad buscará cobijo en las formas de expresión del llamado inconsciente, una magnífica invención destinada a refugiar en sus laberintos tropológicos todo aquello que quiere evitar el juicio, la norma o el examen de la razón. El inconsciente será desde su invención el búnker del libre arbitrio contemporáneo. Artificio ultraluterano, en el inconsciente cabe todo y de todo. El inconsciente freudiano y lacaniano será de este modo el arsenal en el que se hacen fuertes la metafísica y la retórica posmodernas. He aquí la legalización del irracionalismo, que desde el Romanticismo a las Vanguardias encontrará en el arte su expositor más confortable.

La realidad efectivamente existente no sólo se presentará como falsa y engañosa, sino sobre todo como represora y malvada. El bien residirá en el inconsciente, dañado empero por el impacto de la perversa razón humana, y el mal se afincará en el mundo consciente, civilizador y destructor de la inocencia de todos y cada uno de nosotros. La razón, el lenguaje, las normas…, son desde ahora aliados del mundo consciente y pervertidos atributos suyos. El artista, si quiere ser buena persona, tendrá que romper todo lazo de unión con el nuevo demonio: el logos. A la sazón, occidental[17]. El irracionalismo es ahora la forma suprema de conocimiento. Los locos saben del mundo más y mejores cosas que los cuerdos. El triunfo de la metáfora está servido, y puede aplicarse a todo tipo de binomios: el bien / el mal (moral), la mujer / el hombre (feminismo), la ignorancia / la razón (gnoseología), la barbarie / la civilización (antropología), la minoría / la mayoría (sociología), la «raza negra» / la «raza blanca» (etnia), etc.

No por casualidad el idealismo alemán es el Arca de Noé desde la que se trató de preservar para la Edad Contemporánea el ilusionismo metafísico y religioso del mundo antiguo. Destruida en el siglo XVIII por la física newtoniana la idea tradicional de religión, los ilusionistas, que se dignifican a sí mismos llamándose idealistas, se convierten en unos tránsfugas, que pasan de explotar las creencias religiosas a explotar las creencias culturales. Dejan de hablar en nombre de Dios para hacerlo en nombre de la cultura: la lengua, la nación, la raza, el pueblo, el partido, la identidad, la mujer, etc. No en vano José Sánchez Tortosa (2010) ha explicado muy claramente cómo hoy en día la idea de lengua ha reemplazado a la idea de raza en la discriminación posmoderna entre geografías humanas y territorios políticos, o incluso a la idea de Dios, propia de un mundo medieval o arcaico. Los nacionalismos posmodernos, a diferencia de los posrománticos, no se basan en las diferencias raciales, sino en las diferencias lingüísticas. La ficción y el artificio, es decir, el mito y la invención, se han desplazado de la etnia al lenguaje. Perdona a tus enemigos, pero no perdones a los enemigos de tu dios, es decir, a los enemigos de tu lengua... de tu tierra... de tu sexo... de tu raza... de tu clase social... de tu secta... Los atributos y fundamentalismos de las antiguas religiones no han desaparecido: se han secularizado, es decir, se han hecho más fuertes y solventes a través de nuevas y muy sofisticadas formas de preservación. Todo sigue igual. Pero no se nota... Son los nuevos fundamentalismos, imperceptibles a los radares de la democracia, y de los cuales, paradójicamente, ella misma se alimenta hasta su extinción y anemia políticas.

Las obsesiones culturales de la Edad Contemporánea han sustituido a las patologías y creencias religiosas de las edades Antigua, Media y Moderna. Averroes sostenía, con acierto, que la religión es una doctrina destinada al gobierno de las masas incapaces de darse una ley a sí mismas por medio de la razón. Aunque el nacimiento de la literatura supuso la más temprana derogación de lo sagrado, las religiones jamás se han dado por vencidas. La literatura progresa genealógica e históricamente en alianza con la razón. Pero la religión, sin embargo, mira a la razón con muchos inconvenientes, como enemiga y adversaria, porque la razón socava y critica los dogmas religiosos, dogmas a los que los fundamentalismos de todos los órdenes no pueden renunciar. La literatura y la religión se divorcian muy tempranamente. Y se divorcian por culpa de la razón. Si la razón no hubiera irrumpido en el orden operatorio de los seres humanos, literatura y religión no se habrían divorciado nunca. Relación muy diferente es la que se establece entre literatura y razón: como el amor y el dinero, la literatura y la razón siempre viajan juntas tras un primer encuentro. Se seducen mutuamente. Jamás ha habido un divorcio entre poesía y filosofía. Jamás. No hay que confundir los deseos imperativos de Platón con la realidad de los materiales literarios y su alianza con el racionalismo humano.

Jesús G. Maestro, Crítica de la razón literaria

El triunfo de la literatura es el triunfo de la razón antropológica sobre la razón teológica. Con todo, ha de advertirse que sin el catolicismo —esencia filosófica de un cristianismo reconstruido conforme a Platón y a Aristóteles—, Europa habría perdido la razón con las invasiones bárbaras, esto es, con los recursos humanos del futuro luteranismo. La Escolástica no fue simplemente una filosofía medieval, no, la Escolástica fue una filosofía construida contra la barbarie. Una filosofía que preservó el racionalismo europeo hasta mucho más allá del Renacimiento y el Barroco. Y que, en cierto modo, todavía sigue preservándolo.

Y no olvidemos que la literatura, a diferencia de la religión, ha estado siempre en la vanguardia de todas las revoluciones racionales: Homero implica un Platón, los trágicos griegos postulan un Aristóteles; Cervantes preludia a Spinoza; Shakespeare, a Berkeley; en Molière está la esencia de Voltaire; en la poesía de Vicente Aleixandre y en la narrativa de Camilo José Cela están implicadas muchas concepciones propias del materialismo filosófico de Gustavo Bueno.


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NOTAS

[1] En relación con este tema, vid. Bueno (2002b) y Revel (1988), y más recientemente Rodríguez Genovés (2013), cuyo escrito «Una sociedad de opinantes» es en este punto de toda pertinencia.

[2] «Mes vers ont le sens qu’on leur prête» (Valéry, 1960: I, 1509).

[3] Indispensable es citar aquí sendos títulos, sumamente relevantes, sobre dos intelectuales o escritores contemporáneos, declaradamente entregados al mercado editorial: Muñoz Molina y Javier Cercas. Los ejemplos pueden multiplicarse, desde Saramago a Cela, desde Vargas Llosa a Paul Auster, etc. Me refiero a las obras del hispanista alemán Gero Arnscheidt y del crítico español Ramón Rubinat, tituladas, respectivamente, Schreiben für den Markt. Der Erfolgsautor Antonio Muñoz Molina im spanischen Kulturbetrieb [Escribir para el mercado. Antonio Muñoz Molina como autor de éxito en el mercado español] (2005) y Crítica de la obra literaria de Javier Cercas. Una execración razonada de la figura del intelectual (2014). Sobre la figura del intelectual en el mundo contemporáneo, vid. Benda (1927), Bueno (2012) y Maestro (2013a).

[4] «Die Vernunft ist die höchste Hure, die der Teufel hat» (Martin Luther, Werk-Ausgabe, Bd. 51, s. 126).

[5] «La Iglesia católica es filosofía griega y derecho romano. En el catolicismo hay mucho más racionalismo que en el luteranismo, que es nulo, y que en el islamismo. El luteranismo conduce a los campos de concentración porque es el imperativo categórico. Hitler tenía su imperativo categórico, sus valores éticos, como cualquier otra persona. El ataque a los judíos viene de Lutero, que empezó en serio ese proceso. Lutero es el mal dentro de la cristiandad. Considera que el hombre es un individuo que está sólo con Dios. Una idea de tipo neoplatónico. Sólo con el Sólo, que decía Plotino. Lutero, que tenía accesos de terror, de histerismo, en sus éxtasis místicos compara a Dios con un dragón. El luteranismo no tiene sacerdotes, no hay domingos, todos los días son domingo. Marx dice que esa frase de Lutero sonaba muy bien a los capitalistas, que la interpretaban como que todos los días eran laborables. Es el subjetivismo completo, es la conciencia. Creo que el luteranismo ha empezado a triunfar después de Hitler. Esas campañas contra la pena de muerte responden al terror de los alemanes por lo que hicieron. Pero es un puro formalismo» (entrevista a Gustavo Bueno, Magazine, 9 enero 2000, pp. 20-24). El contexto de la entrevista es el libro de Bueno España frente a Europa (1999). Sobre el régimen nazi y el germanismo protestante, vid. el artículo homónimo del González Hevia (2004). Asimismo, sobre el fundamento luterano de la obediencia y el cine alemán actual, vid. Santiago Sánchez (2010). Sobre el luteranismo interpretativo de la estética de la recepción de Jauss, vid. Maestro (2010).

[6] Leamos la misma frase sustituyendo memoria por inteligencia, y comprobemos de este modo cómo Iser sustituye la lógica por la psicología: «Todo lo que leemos se sumerge en nuestra inteligencia y adquiere perspectiva». Iser suprime M3 en favor de M2, esto es, reemplaza el conocimiento científico por la impresión psicológica.

[7] He aquí la máxima ordalía del psicologismo, determinante en la teoría de Iser. Si todo es resultado de la mente, ¿dónde está la realidad?

[8] Cursiva mía. Entonces, ¿cabe diferenciar el texto en sí de la materia prima del texto, y afirmar, con Iser, que el texto en sí es sólo «oraciones, afirmaciones, información…», como si tales oraciones y afirmaciones no fueran realidades ontológicas y contenidos gnoseológicos?

[9] Entre otras razones, debido a la obra de Schleiermacher. Incluso una vez producido este cambio histórico, a fines del siglo XVIII, la teoría literaria ha podido prescindir de la hermenéutica durante decenios, casi hasta bien entrado el siglo XX: «Hay que añadir —señala a este respecto Szondi (1975/1997: 62)—, que la ciencia de la literatura de los últimos cien años, a pesar de las tendencias contradictorias que la dominaban, no experimentó la necesidad de una hermenéutica material a causa de sus premisas: para el positivismo los hechos relacionados con la vida y la obra de los poetas eran datos cuya comprensibilidad no se cuestionaba».

[10] La Ilíada es un poema compuesto en el siglo VIII a.n.E. que narra una historia, supuestamente acaecida en el siglo XIII, sobre la guerra entre una posible confederación de estados griegos contra la ciudad de Troya, situada geográficamente en las costas meridionales de la actual Turquía. La lengua en que está escrita la Ilíada ha sido calificada por algunos estudiosos de «lengua artificial» (Hoz, 1996: 13), pues se trata de una lengua que no se corresponde con ninguna de las habladas en la Grecia antigua. Dada su variedad y diversidad de registros y rasgos alternativos, y hasta contradictorios, todo hace pensar en un conjunto de estilos y fórmulas propias de una tradición oral. Existían en la Antigüedad cuatro grupos de dialectos griegos: a) jonio; b) arcado-chipriota, continuador, junto con el jonio, de los dialectos hablados en los territorios micénicos del segundo milenio anterior a la Era Cristiana; c) eolio, de difícil clasificación; y d) griego clásico, hablado por los dorios de Esparta y otros estados septentrionales. Con anterioridad a Homero existía una larga tradición de poetas orales. La oralidad, como la improvisación, presenta diferentes grados de intensidad, y puede incidir en el acto de creación del poema, de escritura o de transmisión; estas influencias de la oralidad pueden darse juntas o separadamente.

[11] Alude aquí Szondi a la obra del hermeneuta Friedrich Blass, concretamente a su artículo «Hermeneutik und Kritik», editado en München en 1892, en el tomo I de la Handbuch der klassischen Altertums-Wissenschaft in systematischer Darstellung.

[12] Obsérvese una vez más la estrecha relación habida, en las concepciones de estos autores, entre hermenéutica, como teoría de la interpretación, y transducción, como proceso de transmisión y transformación del sentido de interpretaciones preexistentes al sujeto receptor. Inevitablemente, todo intérprete o lector es un intermediario que determina, ante nuevos lectores posibles, el sentido de los textos que interpreta, edita, prologa, reseña, escenifica o recita, etc., o simplemente comenta o menciona.

[13] La «distancia histórica» remite al concepto acuñado por Gadamer en Wahrheit und Methode (1960), con objeto de designar la diferencia que, merced a la evolución temporal e histórica, existe entre la temporalidad presente en la que se sitúa el hermeneuta y el período histórico en el que ha tenido lugar la creación o elaboración del texto sometido a exégesis, es decir, con otras palabras, entre el intérprete y su objeto de conocimiento. La falacia adecuacionista de tal proceder, mediante la yuxtaposición objeto / sujeto, queda al descubierto. El concepto —y con él la falacia— será asumido ampliamente por Jauss (1967) en sus estudios sobre la estética de la recepción, al considerar al lector como la referencia interpretativa más segura del hecho literario. La «distancia histórica» se interpreta como aquella «distancia estética» que media entre dos «horizontes de expectativas», o sistemas de normas objetivados que disponen las condiciones para la recepción estética de una obra de arte. Es la culminación del adecuacionismo en la teoría literaria del siglo XX.

[14] Este debate tiene como telón de fondo el problema de la exactitud de la investigación histórica, concebida por algunos epistemólogos (Fokkema, 1989) como un despliegue gradual de aproximaciones —e incertidumbres— al objeto de conocimiento, epistemólogos que operan conforme al modelo teoreticista propio de los estructuralismos del siglo XX. En consecuencia, se pone en entredicho, una vez más, la posibilidad de llegar a conocer realmente cómo fue el pasado.

[15] La expresión «teoría del conocimiento», sobre todo en su uso actual, se debe a Karl Leonhard Reinhold, quien lo pone en circulación en obras como Versuch einer neuen Theorie des menschlichen Vorstellungsvermögens [Ensayo de una nueva teoría de la facultad de representación humana] (1789). Sobre la vacuidad de la expresión «teoría del conocimiento», vid. Bueno (2012a).

[16] Así, considera que «en la escuela no se aprende de qué hablan las obras, sino de qué hablan los críticos» (22). La frase es brillante, pero sofista. Porque, ¿cómo se puede saber de qué habla una obra literaria, si no se dispone de criterios para saber «leerla»? Dicho de otro modo, ¿cómo se puede ejercer la crítica sin criterios? ¿Cómo razonar sin instrumentos? ¿O es que la literatura ha de juzgarse simplemente por el amor, el entusiasmo o la emotividad que nos inspira, y no por el grado de racionalismo e inteligencia que nos exige como obra de arte humana y normativa? La literatura es objeto de interpretación inteligible, y no sólo de interpretación sensible. Las ideas literarias rebasan la emotividad humana individual y exigen una interpretación conceptual que pueda objetivarse en razones que van más allá del mero entusiasmo, estado de ánimo o reino de la subjetividad más personal y autológica.

[17] Vid. a este respecto la obra de Bruckner La tiranía de la penitencia (2006). Bruckner critica insistentemente lo que califica la «contrición inextinguible» (2006/2008: 33) de Europa, la rentabilidad de la autodenuncia, y el «orgullo singular de ser los peores» (37), a la vez que se silencia el hecho innegable de que si el viejo continente «cometió las peores atrocidades», también «habilitó los medios para erradicarlas» (33), a diferencia de lo que ha sucedido y sigue sucediendo en otros lugares. Europa, a diferencia de otros territorios, es consciente de su Leyenda Negra. Sin embargo, esta épica negrolegendaria proporciona posmodernamente un placer vanidoso, un narcisismo masoquista, que se objetiva en la supremacía de la expresión del odio hacia uno mismo, aparentando de este modo una apariencia de virtud. Y lo cierto es que tras este simulacro virtuoso se esconde el monopolio de la propia barbarie: Europa «sólo admite su propia barbarie, esa es su arrogancia, pero se la niega a los demás, encuentra para ellos circunstancias atenuantes (lo cual sólo es una manera de negarles toda responsabilidad)» (38). Y protagonismo en el crimen: «¡Arrepentíos!”. Éste es el mensaje que, detrás del proclamado hedonismo, nos repite machaconamente la filosofía occidental desde hace medio siglo, la cual desea ser a la vez un discurso emancipador y la mala conciencia de su tiempo. Lo que nos inocula, respecto al ateísmo, no es más que la vieja noción del pecado original, el antiguo veneno de la condenación. En tierras judeocristianas no hay un combustible tan potente como el sentimiento de culpa, y cuanto más agnósticos, ateos y librepensadores se declaran nuestros filósofos y sociólogos, tanto más amplían las creencias que rechazan […]. Son demasiados los países de África, de Oriente Próximo y de América Latina en los que se confunde la autocrítica con la búsqueda de un chivo expiatorio cómodo que explique sus desgracias. Nunca es culpa suya, siempre se atribuye a un tercero importante (Occidente, la globalización, el capitalismo) […]. Al negar a los pueblos de los trópicos o de ultramar toda responsabilidad en su situación, se los priva en consecuencia de toda libertad, se los devuelve a la situación de infantilismo que inspiró toda la colonización» (Bruckner, 2006/2008: 9-10 y 43). Sobre el mismo asunto, vid. González Cortés (2010, 2012).






Información complementaria


⸙ Referencia bibliográfica de esta entrada

  • MAESTRO, Jesús G. (2017-2022), «Crítica a las ordalías del psicologismo: la ciencia nunca puede ser signo de algo irreal», Crítica de la razón literaria: una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica. Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades del conocimiento racionalista de la literatura, Editorial Academia del Hispanismo (III, 5.7), edición digital en <https://bit.ly/3BTO4GW> (01.12.2022).


⸙ Bibliografía completa de la Crítica de la razón literaria



⸙ Glosario 



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⸙ Enlaces recomendados: conceptos fundamentales de Teoría de la Literatura. 



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