III, 5.4.1.3 - Adecuacionismo y Teoría de la Literatura

 

Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices





Adecuacionismo y Teoría de la Literatura


Referencia III, 5.4.1.3


Jesús G. Maestro, Crítica de la razón literaria

El adecuacionismo es, junto con el descriptivismo, el teoreticismo y el circularismo, un modo trascendente de conocimiento científico, que se caracteriza, desde el punto de vista de la gnoseología, en primer lugar, por interpretar simultánea y separadamente la forma y la materia, para, en segundo lugar, establecer entre ambas una yuxtaposición, coordinación o adecuación completamente ideal, lo cual provoca, según la teoría de la ciencia de Gustavo Bueno (1992), que la Crítica de la razón literaria reinterpreta desde las exigencias de la ontología literaria, la falacia adecuacionista, de modo que, en una realidad o campo categorial de referencia, forma y materia se conciben primero por separado para, finalmente, unirse o federarse en un todo irrealmente coherente. El adecuacionismo es una suerte de copulación insoluble, idealista y artificiosa, de la que no brota ningún resultado operatoriamente viable.

En el caso de la interpretación de los materiales literarios, son adecuacionistas todas las teorías literarias que históricamente han considerado al lector o receptor como término fundamental o dominante, a veces incluso único, de la investigación literaria. Es el caso de la estética de la recepción alemana (Jauss, 1967) y de la totalidad de las denominadas poéticas de la recepción ―y sus derivados, como la teoría de los polisistemas (Even-Zohar, 1990)―, las cuales se centraron en la fenomenología de la interpretación (Husserl, 1907, 1929; Ingarden, 1931), en la hermenéutica idealista (Gadamer, 1960) y metafísica (Heidegger, 1927), o abiertamente en la invención de figuras irreales y fantasmagóricas de lector, de las cuales la más superlativa es la del «lector implícito» (Iser, 1972)[1].

Adecuacionismo es el término que utiliza Bueno (1992) para identificar a todas aquellas teorías de la ciencia que consideran que la verdad científica está en la conexión objetiva que se pretende postular entre los componentes materiales y los componentes formales de las ciencias. Se considera que no es posible establecer tal conexión entre la materia y la forma porque ambos conceptos vienen ya dados de modo conjugado, es decir, son términos inseparables y solidarios: no hay materia sin forma ni hay forma sin materia. Se trata de términos que no se pueden aislar o independizar, esto es, hipostasiar, el uno del otro. El adecuacionismo no percibe esta imposibilidad de disociación entre materia y forma, y postula erróneamente la separación objetiva, o sea, ontológica, entre los elementos materiales y formales de una ciencia. Según la Crítica de la razón literaria, las teorías de la recepción son adecuacionistas desde el momento en que conciben al lector como una forma hipostática cuya materia es el texto literario. De este modo, sustraen materialmente al lector su propia realidad ontológica, a la vez que derogan en el texto su específica constitución formal.

Las primeras configuraciones de una teoría de la ciencia de naturaleza adecuacionista tienen lugar, como ha señalado Bueno (1992), en la época de Platón y Aristóteles, y toman como referencia la aritmética y la geometría como ciencias efectivas. En sus escritos sobre los primeros y segundos analíticos, Aristóteles se enfrentó con el problema de la demarcación de las ciencias, lo que le llevó a establecer una discriminación práctica entre los silogismos científicos (geometría, aritmética...) y los silogismos sofísticos (retórica...). De este modo, indudablemente deductivo, trata Aristóteles de segregar los componentes formales de las ciencias (silogismos científicos) de sus componentes materiales (silogismoi epistemonikoi). Porque los componentes materiales habrán de ser distintos de las formas silogísticas, ya que están dados fuera de ellas. De este modo, como explica Bueno, cuyas ideas expongo aquí, Aristóteles evita tanto el regressus ad infinitum como el circularismo, por el que se decanta la teoría del cierre categorial como teoría gnoseológica y la Crítica de la razón literaria como Teoría de la Literatura. 

Para Aristóteles, los principios de las ciencias se objetivan en fuentes materiales, mientras que sus conclusiones se objetivan en formas silogísticas. Así evita el circularismo (las conclusiones silogísticas se demuestran por sus principios silogísticos) y el regressus ad infinitum (si los principios del silogismo tienen que demostrarse por otros principios, nada podría demostrarse). Aristóteles no está aquí lejos del principio platónico de la symploké, enunciado en el Sofista (251e, 255a, 259c-e, 260b), y según el cual si todo se puede demostrar, o si nada se puede demostrar, el conocimiento científico sería imposible, porque la demostración científica, es decir, la verdad científica, es posible en unos ámbitos o categorías (geometría, Historia, física, lenguaje...), pero no en todos (las verdades de la geometría no son las verdades de la Historia, etc.). En consecuencia, sólo es demostrable aquello que está vinculado a ciertos sistemas de axiomas, es decir, a ciertos ámbitos categoriales o científicos (los de la geometría, la aritmética, la retórica, la poética, la música...). El lugar de la verdad científica para Aristóteles será aquel espacio en el que se objetiva la cópula, participación o adecuación (homoiosis) entre la materia axiomática y la forma conclusiva, esto es, entre las fuentes materiales primarias y los silogismos formales derivados proposicionalmente de los principios materiales. El concepto aristotélico de homoiosis o adecuación no se concibe al margen de otro concepto, no menos decisivo y ciertamente confuso, como es el de mímesis o analogía. Ambos principios remiten a las relaciones de semejanza dadas tanto por consustancialidad de materia (sinalógicas), entre conclusiones y premisas, como por identidad de componentes esenciales (isológicas), entre silogismos formales y hechos materiales. No en vano Aristóteles, en la Poética, identifica en la mímesis el principio generador del arte, como una imitación o reproducción formal de la naturaleza como realidad material, apriorística, acrítica e inmutable.

El adecuacionismo es heredero de las formulaciones originales de Aristóteles. Esta tendencia gnoseológica supone que el conocimiento científico descansa de idéntico modo y en igualdad de condiciones sobre los dos fundamentos de toda ciencia: los componentes formales (teoría) y los componentes materiales (empiria). La estética de la recepción ha polarizado respectivamente estos componentes en la figura metafísica de un lector ideal y en el concepto psicologista de un texto fenomenológico, cuya materialidad queda reducida a una ilusión trascendental fraguada en la mente de un lector modélico (Eco, 1979). La verdad —supuestamente científica, pero en realidad puramente fenomenológica— se define así por la relación de adecuación o correspondencia (isomorfismo) entre la forma proposicional desplegada por la psicología del lector y la materia inerte a la que aquella forma va referida y referenciada. En términos lógicos, sería el caso de la conocida «teoría semántica de la verdad» que formula Alfred Tarski (1936); en términos psicológicos, es el caso de la teoría de la recepción de Wolfgang Iser (1976).

El adecuacionismo, con su postulado de exacta correspondencia entre el lector como forma y el texto como materia, se presenta como una conjunción de la hipóstasis (sustantivación metafísica) de la materia practicada por el descriptivismo (que en este caso toma como referencia al texto, en lugar del autor) y de la hipóstasis de la forma proyectada por el teoreticismo (que ahora centra su atención en el lector, en lugar del texto). En el descriptivismo la verdad científica no debe nada a nuestra forma de acceder a ella. Nuestras capacidades serían sólo una herramienta más. En el adecuacionismo en cambio sí se cree que nuestra forma de acceder a la materia es un constitutivo esencial de la verdad científica. De ahí la sostenida preponderancia atribuida al lector durante todo el proceso de recepción e interpretación literaria. Digamos que en el adecuacionismo los elementos formales —la psicología del lector— se ajustan a los materiales —la ontología del texto literario— para conformar la verdad, aunque en realidad se trate de una especie de yuxtaposición o falsa correspondencia en la que forma y materia van por separado y son aislables una de otra, pues de hecho el lector, siempre ideal, nunca accede a las ideas del texto literario (M3), superiores, irreductibles e intraducibles a la ilusión fenomenológica (M2) operada por la psicología del propio lector. En la verdad científica, como contexto gnoseológico de la adecuación, podríamos decir que la realidad pone la materia (el texto) y el ser humano pone la forma (el lector): sin lo uno y sin lo otro, no hay verdad (en el descriptivismo en cambio la verdad sólo está en la materia), y ésta es la diferencia frente al adecuacionismo (donde no hay gnoseológicamente implicación mutua entre materia y forma, como sí sucede en el circularismo, sino sólo yuxtaposición o falsa correspondencia).

Como resulta fácilmente observable, las teorías de la recepción literaria son presa fácil del psicologismo adecuacionista. Abundantes son los elementos y categorías psicologistas que están presentes en muchas teorías de la ciencia[2].

Así sucede, por ejemplo, como señala Bueno (1992), en la tradición aristotélica, al definir la ciencia como habitus conclusionis. Tanto el hábito como la conclusión, como momentos en que culmina un razonamiento, entendido como «tercer acto de la mente», son términos utilizados con valor psicológico. Psicológico es el concepto platónico de anamnesis. El Novum Organum de Bacon está impregnado de expresiones psicológicas, así como su célebre clasificación de las ciencias (fundada en tres supuestas facultades psíquicas: memoria, imaginación y razón), que Diderot incorporó a la Enciclopedia. La presencia de la perspectiva psicológica en la sistemática de las tres críticas kantianas, especialmente en la segunda edición de la Crítica de la razón pura (que contiene la «teoría kantiana de la ciencia»), es una cuestión inesquivable en la Historia de la filosofía (Bueno, 1992).

Del mismo modo, el tratamiento de las cuestiones gnoseológicas en la mayor parte de los escritores de principios de siglo XX está impregnado de categorías psicológicas, visible desde títulos como los de Wallas, El arte del pensamiento (1926), o Jacques Hadamard, Psicología de la invención en el campo matemático (1945). El propio Thomas S. Kuhn (1962) no deja de apelar en su teoría de la ciencia a numerosas categorías psicológicas, tan centrales como las de «aprendizaje de la relación de semejanza» o de «resolución de problemas». La presencia de categorías psicológicas en los tratados de teoría de la ciencia es un hecho manifiesto. Sin embargo, lo que interesa plantear aquí es una cuestión de razón, desde el momento en que la gnoseología materialista considera que tal presencia de lo psicológico en la interpretación científica de la literatura no está justificada en absoluto.

Ninguna idea acerca de ciencia, ni acerca de cualquier otra cosa, puede asumirse desde el vacío, es decir, desde un conjunto nulo de premisas, como de forma insistente señala Bueno (1992). No es aceptable la reabsorción o la interpretación total de la teoría de la ciencia desde un enfoque psicológico. Las teorías psicológicas de la ciencia no alcanzan el núcleo gnoseológico de las ciencias. El enfoque psicológico del análisis de las ciencias provoca siempre un eclipse gnoseológico, tal como aconteció en las poéticas de la recepción literaria.

A las teorías literarias de la recepción, y de forma muy concreta a Hans Robert Jauss (1967), se atribuye el hecho de sistematizar un concepto de interpretación literaria basado en una determinada idea de lector. Sin embargo, hay muchas preguntas que las poéticas de la recepción han dejado no sólo sin respuesta, sino incluso sin formulación ni planteamiento (Maestro, 2010). Durante las últimas décadas, la mayor parte de los exégetas y profesores de teoría literaria, autores de abundantes manuales y artículos al respecto, se ha limitado a reiterar los mismos conceptos, las mismas ideas, los mismos nombres, muy acríticamente.

Esta actitud acrítica ha permitido preservar, intacta durante décadas, la falacia adecuacionista, en la que han incurrido sin excepción todas las teorías literarias que se han ocupado hasta el momento de la idea y concepto de lector en la interpretación de la literatura. Como se ha visto, la falacia adecuacionista, resultado de un psicologismo que las poéticas de la recepción no han sabido evitar ni superar, consiste esencialmente en establecer una relación de adecuación o correspondencia entre un material literario, con frecuencia el texto de una obra literaria, y las formas metodológicas que hacen posible su interpretación en la mente de un lector o receptor, cuando en realidad tal adecuación es inexistente y falaz, desde el momento en que resulta de la invención de la psicología de un lector, el cual manipula el texto no como esencia, sino como fenómeno, es decir, no como concepto, sino como un «hecho psicológico» de su propia conciencia. Del mismo modo, las supuestas formas metodológicas de interpretación se reducen a estructuras formales que carecen de contenido ontológico, y cuya existencia obedece exclusivamente a la mente y la psicología de un intérprete que tiende a sustituir, cada vez con mayor frecuencia, la ciencia por la ideología. La falacia adecuacionista demuestra que la idea de lector elaborada por la mayor parte de las teorías de la recepción es pura ilusión fenomenológica, al carecer, fuera de la mente del intérprete, de realidad ontológica definida y efectivamente existente.

Diremos, en síntesis, que el adecuacionismo establece una relación de isomorfismo y coordinación entre materia y forma de las ciencias. Como es bien sabido, el modelo del adecuacionismo se objetiva en los Segundos analíticos de Aristóteles, quien establece la idea de verdad como adecuación entre la materia de la realidad y la forma de su teorización. La teoría hilemórfica aristotélica está en la base del adecuacionismo como teoría de la ciencia. La física de Newton también responde al modelo adecuacionista. Actualmente, la figura más representativa del adecuacionismo en teoría de la ciencia es Mario Bunge.

En el ámbito de la Teoría de la Literatura, el más importante de los adecuacionistas fue Hans-Robert Jauss, cuya Rezeptionsästhetik es pura coordinación o isomorfismo entre la materia literaria, objetivada en la obra o texto, y la forma receptora, estructurada esta última en la figura irreal de un lector incorpóreo e imaginario, y aun así modélico. El lector de Jauss, y más aún el modelo de lector ideado por Iser, es un lector de obras literarias que, sin haber aprendido nunca a leer, ni a escribir, sin conocer ningún idioma ni saber de ninguna literatura, y sin haber leído jamás ni una sola palabra, se presenta a los estudiosos de la teoría literaria como un lector modelo de obras literarias. ¿Tomadura de pelo o adecuacionismo galopante? ¿A alguien le sorprende que estos caminos hayan conducido al hundimiento de la teoría de la literatura?

De cualquier modo, el adecuacionismo ha de verse como un modo idealista, indudablemente neokantiano, de recuperar la reconciliación entre racionalismo y empirismo, en un momento en el que uno y otro, al menos por lo que a la Teoría de la Literatura de la refiere, se encontraban ya en avanzado estado de divorcio y descomposición.

Con todo, el adecuacionismo contemporáneo, que conduce a la posmodernidad en que nos encontramos, cuenta con antecedentes muy ilustres. Concebir la verdad como resultado de una adecuación o correspondencia entre sujeto y objeto, entre pensamiento y realidad, entre pensar y ser, entre el yo y la cosa, es antiquísimo. Si su sistematización filosófica se plantea ya en los Segundos analíticos de Aristóteles, la Escolástica la ha preservado durante toda la Edad Media y buena parte de la Edad Moderna, de modo que el binarismo entre materia y forma de las ciencias nos ha acompañado durante siglos (veritas est adaequatio rei et intellectus). Que el adecuacionismo se haya recuperado en el siglo XX para la teoría literaria, desde los presupuestos de la estética de la recepción de Jauss (1967), no constituye en absoluto un hecho sorprendente, sino perfectamente comprensible desde el punto de vista de la importancia que la hermenéutica de hechura alemana —desde el agustinismo luterano del siglo XIV— ha otorgado al libertinaje de la conciencia «oprimida» por la realidad, es decir, al psicologismo y al sociologismo. Desde Lutero a Jauss, pasando por la Reforma religiosa y la construcción de Auschwitz, el trabajo —fuente del capitalismo— ha contribuido de forma decisiva a hacernos ilusoriamente libres. Y realmente esclavos. Ésa es la libertad de conciencia: el autoengaño del psicologismo. La libertad no es un hecho de conciencia. La libertad no es el resultado de nuestra imaginación. Ésa es la libertad protestante. La libertad política no puede ser nunca una ilusión cerebral. Ha de estar objetivada en las leyes y en los hechos, no en los oasis de la fantasía individual o colectiva[3]. El adecuacionismo es siempre fruto de una ilusión, no sólo porque implica aceptar que se puede conocer la estructura de una realidad de espaldas a su formalización —lo cual ya constituye un auténtico disparate gnoseológico (habría que disponer de un médium, y creer en él, para experimentar algo así)—, sino porque presupone de igual modo que se puede analizar formalmente una realidad incorpórea —el ejemplo más sobresaliente de este supuesto es la idea misma de lector implícito (Iser, 1972)—. El adecuacionismo se relaciona —imaginariamente, por supuesto— con la materia y con la forma, como si la una y la otra fueran entidades autónomas, independientes e inteligibles por sí solas. Rompe por completo la conjugación entre ellas.

La verdad como correspondencia o adecuación es un concepto puramente psicológico o sociológico, determinado por la fuerza de la mayoría (imperativo categórico kantiano) o por la fuerza de los impulsos emocionales de la conciencia (una divinidad revelada, el Superhombre, el Dasein, el Inconsciente…). Las ficciones filosóficas o teológicas resultan con frecuencia mucho más inquietantes que cualesquiera otras ficciones literarias. Téngase en cuenta que la filosofía ha sembrado la Historia del pensamiento humano —de Oriente a Occidente de ficciones estériles, con frecuencia también amenazantes y totalitarias, casi siempre deprimentes e incluso hasta patibularias. Si leyéramos las obras filosóficas como si fueran novelas o creaciones literarias, cuyos protagonistas y deuteragonistas sólo pueden ser el ápeiron, el demiurgo, el motor perpetuo, la causa primera, la sustancia pura, el cogito, las mónadas, el espíritu absoluto, el noúmeno, el superhombre, la nada, el inconsciente, el Dasein, el ego trascendental, etc., y otros personajes ficticios por el estilo, el resultado sería un interminable cuento de terror. La historia de Occidente está llena —sugestivamente llena— de fantasmas y mitologías homicidas. Sólo la literatura las percibe explícitamente como lo que son: ficciones. La filosofía, incluso confesional y teológicamente armada en muchos momentos de la Historia incómoda, como la religión, con la ficción les rinde un extraño culto, imperativo y programático.

El adecuacionismo concede una enorme libertad a la imaginación individual para deformar, transformar y adaptar —esto es, para transducir a su capricho— la realidad originariamente percibida. La norma interpretativa es la conciencia del yo. La imaginación más potente dicta la norma más amplia. La Utopía es la Teoría del Estado.

Al margen de los contextos de descubrimiento, y de sus consecuencias ajenas a la justificación de los hallazgos científicos, la teoría de la ciencia del siglo XX adecuacionista por excelencia es la que ofrece Alfred Tarski (1936), al proponer una relación de adecuación o correspondencia entre el signo y su referente —entre la forma (M3) y la materia (M1), en términos de ontología y gnoseología materialistas—, entre el lenguaje y la realidad extrasígnica denotada por el signo lingüístico. A partir de la obra de Tarski, la influencia del adecuacionismo en la semántica moderna ha sido impetuosa. En España, la teoría literaria de García Berrio debe mucho a estas premisas, las cuales, lejos de proporcionarle libertad y desarrollo, la han lastrado poderosamente, pues a partir de un adecuacionismo metodológico han desembocado en un teoreticismo que, en muchísimos casos, la han convertido en una teoría literaria inoperante por inaplicable a los materiales literarios. En palabras de Bueno, diríamos que


En realidad, esta versión de la teoría de la correspondencia goza de más celebridad que de méritos. Se puede decir que aproxima la teoría del reflejo tradicional a una especie de trivialidad inmensa y no resuelve los problemas clásicos. De hecho, no toma conciencia ni de los propios supuestos sobre los que se construye. Max Black ha objetado que la construcción de Tarski puede ser útil para los lenguajes artificiales, pero es completamente inoperante en los lenguajes naturales; incluso crea situaciones paradójicas, porque no permite introducir nuevos nombres en el lenguaje (Bueno, 1987: 310).


El conocimiento científico en general, y en particular el conocimiento de la literatura, es algo mucho más complejo —y mucho menos irreal— que el reflejo subjetivo de una supuesta realidad exterior inmutable y eterna. Lo hemos dicho con anterioridad: la ciencia no puede ser signo de algo irreal. Si el teoreticismo desemboca en un conjunto de conclusiones en busca de premisa, el adecuacionismo se agota en la epifanía de una irrealidad que resulta irreconocible incluso para el propio mundo del que ha brotado: la imagen de un lector modélico o ideal que —por incorpóreo e irreal— no sabe leer ni escribir, dado que carece de toda existencia operatoria, es una ficción pura. Es algo que, por sí sólo, desacredita —y ridiculiza— para siempre cualquier argumentación pretendidamente científica. Todos los intentos que las teorías literarias del siglo XX han llevado a cabo para superar el teoreticismo han naufragado en discursos adecuacionistas, en la mayor parte de los cuales se han disuelto o hundido casi todas estas teorías. No por casualidad los pecios más copiosos de la teoría literaria contemporánea llevan el sello del teoreticismo.


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NOTAS

[1] Vid. al respecto la crítica de la teoría estética de Jauss desde los presupuestos de la Crítica de la razón literaria como Teoría de la Literatura (Maestro, 2010), así como la demolición de las configuraciones ideales de los diferentes tipos de lectores propuestos por Fish (1970), Riffaterre (1971), Wolff (1971), Iser (1976), Eco (1979) y otros (Maestro, 2007b: 136 ss).

[2] La gnoseología materialista identifica componentes psicológicos en los siguientes sectores de los ejes del espacio gnoseológico: a) en el eje sintáctico, las operaciones; 2) en el eje semántico, los fenómenos; y 3) en el eje pragmático, los autologismos, los dialogismos y, con frecuencia, también las normas.

[3] Ha de advertirse, en este sentido, que las filosofías vitalistas están muy próximas a los planteamientos contemporáneos del protestantismo, debidos sobre todo a la secularización de los ideales luteranos y calvinistas de la Reforma. Para el protestantismo, la teoría de la verdad no se plantea en absoluto en términos gnoseológicos (materia / forma), y a veces ni siquiera epistemológicos (objeto / sujeto), sino pragmáticos: la verdad es lo útil, de modo que el éxito financiero es una prueba mundana de la salvación ultraterrena. El protestantismo no concibe el conocimiento científico como una búsqueda gratuita de la verdad, sino más bien como una construcción de medios destinados a hacer la vida humana más eficaz y económicamente rentable, de modo que la religión sería el repositorio desde el que se justifica lo útil como lo éticamente bueno para una sociedad humana organizada políticamente. La verdad —ya secularizada— no se identificaría con la religión, pero tampoco con la ciencia, sino con la tecnología industrial, más precisamente, con la tecnocracia. Este tipo de concepciones científicas, religiosas y políticas son visiblemente unidimensionales —si se nos permite parafrasear el célebre título de Marcuse (1954)—, al retrotraer y concentrar la capacidad constructiva de las ciencias —y de las verdades científicas— a ámbitos morales, éticos o programáticos muy determinados y específicos. El propio Ortega, siempre seductor y seducido (un auténtico Vervuert) en nombre del idealismo alemán, no era sino un adecuacionista sui generis, al afirmar pomposamente que «yo soy yo y mi circunstancia», es decir, soy el resultado de una adecuación de mi propio yo consigo mismo. Toda filosofía vitalista se desplaza sobre un fondo en el que la supuesta verdad, para subsistir, ha de diseñarse a imagen y semejanza —en plena relación de adecuación o coordinación— del sujeto que la genera.






Información complementaria


⸙ Referencia bibliográfica de esta entrada

  • MAESTRO, Jesús G. (2017-2022), «Adecuacionismo y Teoría de la Literatura», Crítica de la razón literaria: una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica. Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades del conocimiento racionalista de la literatura, Editorial Academia del Hispanismo (III, 5.4.1.3), edición digital en <https://bit.ly/3BTO4GW> (01.12.2022).


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