IV, 2.20 - Una glosa sobre risa y teatro en la Edad Moderna

 

Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices





Una glosa sobre risa y teatro en la Edad Moderna


Referencia IV, 2.20


Crítica de la razón literaria, Jesús G. Maestro

No hay nada más inofensivo que la experiencia cómica. Dígase lo que se quiera, la risa sólo afecta a los estados de ánimo, y muy momentáneamente: no cambia nada, los hechos, sociales y naturales, son por completo insensibles a la carcajada, y los seres humanos que se sienten suficientemente protegidos por determinados poderes o derechos son igualmente indolentes a la risa de los demás. La capacidad que tiene la tragedia para conmover y para discutir legitimidades no la tiene la experiencia cómica. Si el discurso crítico se tolera más a través de las burlas que a través de las veras es precisamente porque sus consecuencias cómicas son mucho más insignificantes que cualquiera de sus expresiones trágicas. Cuando la comedia es posible, la realidad es inevitable. Sólo tolera la risa quien está muy por encima de sus consecuencias. Quien, sin embargo, se siente herido por el humor, es decir, quien se toma en serio el juego, es porque tiene razones para sentirse vulnerable. Su debilidad le hace confundir la realidad con la ficción. No puede soportar una relación tan estrecha, tan próxima, entre su persona y la imagen que de su persona le ofrecen los burladores. La comedia es una imagen duplicada de la realidad, que insiste precisamente en la objetivación de determinados aspectos, hasta convertirlos en algo en sí mismo desproporcionado, pero siempre característico de un prototipo totalmente despersonalizado y aun así perfectamente identificable. Esta despersonalización, este anonimato, de la persona en el arquetipo, hace socialmente tolerable la legalidad de la experiencia cómica, del mismo modo que la verosimilitud la hace estéticamente posible en la literatura, el teatro o la pintura.

La risa es el efecto orgánico del placer cómico. Son varias las formas de la materia cómica (el carnaval, la caricatura, el chiste, la parodia, lo grotesco, el humor, lo ridículo, la ironía, el escarnio, el sarcasmo y la sátira). La risa, además, está destinada a iluminar un mundo en absoluto inocente. Donde hay risa hay inteligencia y libertad. Y donde habitan la inteligencia y la libertad, la inocencia no es posible.

Hay inteligencia en la risa porque verdaderamente nadie se ríe de lo que desconoce, ignora o no alcanza a entender. Nos reímos de lo que comprendemos y hasta donde somos capaces de comprenderlo. Los límites de la risa son los límites de nuestro conocimiento y de nuestra capacidad crítica. La risa revela la frontera de una facultad crítica y cognoscitiva, así como advierte de la audacia de nuestro atrevimiento. Por discutible que parezca, los tontos no se ríen: son objeto de risa. Por otra parte, un tonto puede dejar de serlo en cualquier momento, algo que los «listos» olvidan con demasiada frecuencia. Paralelamente, donde hay risa hay también libertad. La risa es uno de los impulsos y expresiones más espontáneos del ser humano. Su desarrollo y manifestación revela una libertad que las diferentes formas de humor e ironía permiten definir y comprender según épocas, sociedades y culturas.

De todos modos, como decíamos hace un momento, la risa está destinada a poblar e iluminar un mundo en absoluto inocente. El humor y la experiencia cómica revelan una realidad imperfecta, una sociedad con desajustes, un gesto del individuo respecto al cual el grupo disiente. Las sociedades que políticamente se precian de su perfección, que aspiran a ella, o que simplemente se consideran excelentes, excluyen por completo la experiencia de la risa, es decir, la experiencia de lo cómico. En una sociedad marxista, una sociedad sin duda perfecta para sus promotores, la risa carece de sentido. No hay nada de qué reírse. Lo mismo podemos decir de una sociedad fascista, o de cualquier otra forma de «sociedad cerrada», desde la república de Platón hasta la agustiniana ciudad de Dios. En el Paraíso, como en el Infierno, no hay motivos de experiencia cómica.

Como la tragedia, la risa y la comedia son experiencias vinculadas con el teatro. Los griegos de la Antigüedad supieron comprenderlas muy bien, hasta el punto de que nos han codificado una poética de la comedia y una poética de la tragedia absolutamente insustituibles. Otras culturas, sin embargo, como la judía y la musulmana, han mantenido siempre fuertes distancias frente la risa y lo cómico. También respecto a lo trágico y lo luctuoso. El Corán prohíbe explícitamente la reproducción o representación de cuanto vive o existe. En culturas de este tipo, el teatro está herido de muerte. Por su parte, el mundo hebreo recela igualmente de las libertades que introduce la risa en la experiencia humana. Tampoco el judaísmo ha gustado de familiarizarse con el teatro. El cristianismo hereda con firmeza muchas de estas exigencias. Hasta cierto punto, hablar de teatro cristiano es, francamente, hablar de una paradoja. No nos consta, según los Evangelios institucionalizados por la Iglesia católica, que Cristo se haya reído alguna vez. En efecto, se trata de algo inverosímil. Es imposible vivir sin reírse. Incluso para un dios algo así sería todo un reto. Es, incluso, mucho más difícil evitar la risa que conservar la virginidad, valor este último tan codiciado por los moralistas religiosos del más diverso signo.

Lo cierto es que con la llegada de los moralistas llegaron también los problemas. El teatro es el principal enemigo de los moralistas. Sócrates, Platón, los sofistas..., no tardaron en ver en el teatro una fuente de excesos, de exaltación de pasiones, de alteración de ánimos, que convenía reprobar y censurar. Religiones y filosofías pretenden un mundo estable, ordenado, lógico, sumiso: un mundo de soluciones, carente de problemas. El teatro, la literatura, la poética, la ficción..., son todo problemas, inquietudes, situaciones imaginariamente muy comprometidas, y de una implicación en el mundo real demasiado efectiva como para considerarla intrascendente.

Durante la Edad Media se recuerdan de forma inquietante algunas ideas aristotélicas. Homo animal risibile será tópico repetido por los escolares medievales. Sólo los seres humanos ríen, a diferencia de otras criaturas. Sin embargo, como ha sucedido siempre en casi todas las facetas, la posición de la Iglesia cristiana ante la risa fue ambivalente. La risa, aunque en sí misma no constituyera un pecado, podía fácilmente ser causa o semilla de pecado. Los movimientos espirituales del siglo XII traen consigo una nueva discusión sobre la licitud de la risa. Tomando como referencia un versículo del Eclesiastés (III, 4), se acepta en determinadas condiciones: «Hay un tiempo para reír y un tiempo para llorar» . La carcajada, no obstante, se presenta como algo propio del diablo, reflejo del triunfo del mal. En la Regla de San Benito, leemos: «No decir palabras […] que muevan a risa» (Libro IV, apartado 54). La condena de la risa está directamente vinculada con la condena de la causa que la origina. La dignidad del santo se contrapone a la vulgaridad de la risa diabólica. El diablo se presenta como vencedor y como vencido. Como vencedor provoca terror y miedo; como vencido, resulta vituperable, despreciado, cómico.

La seducción que el teatro y la literatura tienen sobre el ser humano es algo que los moralistas nunca han podido proscribir de facto: ni desde la religión, en nombre de la creencia más variopinta; ni desde la filosofía, en favor de una sociedad más igualitaria y uniforme, o estamental y desigual, según opciones... (Sócrates, Platón, Maquiavelo, Moore, Hobbes, Marx, Popper...); y lo que es más vergonzoso, ni tan siquiera desde la propia poética de la literatura, por otro nombre llamada preceptiva, es decir, conjunto de leyes destinadas a decir cómo debe «escribirse» la literatura (Castelvetro, Escalígero, Pinciano, Boileau...), o cómo debe «interpretarse» la misma literatura (feminismos, nuevos historicismos, neolenguas políticamente correctas, etc.).

La risa, como la literatura, como el teatro, sobrevive a todos los moralismos. De hecho, sólo desde la ironía se puede soportar semejante batallón de teorías sobre la literatura... Baste la lectura del Quijote para dar cuenta de esta distancia irónica entre literatura y crítica de la literatura. La risa es una de las mejores experiencias en cuanto a la conservación del sentimiento y la vitalidad humanos. Es la mejor estrategia para mantener viva la voluntad de vivir. Y quiero formular desde este contexto una pregunta abiertamente provocativa: ¿cómo es posible, y con qué fortuna, combinar moralismo y comedia, religión y teatro, dogma y carcajada? El teatro español del Siglo de Oro puede esgrimirse como explicación.

Conviene advertir que el exaltado, por eruditos de todos los tiempos, teatro español aurisecular, no puede percibirse como un teatro homogéneo a menos que excluyamos la obra de autores como Cervantes, cuya tragedia La Numancia, y cuyas comedias y entremeses, desarrollados en el seno del Siglo de Oro, poco o nada tienen que ver con el teatro de Calderón y el de Lope, por ejemplo. El humor cervantino no es el humor de estos dos.

Una hermosa falacia ha pervivido durante siglos: el apoyo de la Iglesia al teatro. Ningún credo apoya nada, si no es por interés. La Iglesia no apoyó el teatro: lo utilizó como instrumento de educación y propaganda. Y cuando este control del teatro escapaba a sus posibilidades e intereses, simplemente prohibía las representaciones. El teatro que apoyó la Iglesia fue el teatro religioso, es decir, el teatro con etiquetas. Se dirá, con razón, que el teatro nació en Grecia de la religión y el mito. Sí. Pero para los griegos la religión era un conjunto de sueños, como diría Borges, es decir, una mitología y una poética. No era, como para los judíos, primero, y los cristianos, después, una disciplina, es decir, una teología y una preceptiva.

La religión católica ha tenido dos poetas excepcionales, Dante y Calderón, cuyo sentido del humor es, sin duda, muy discutible. Dante expresó la teología de su tiempo en una poética literaria; Calderón hizo del teatro un repertorio teológico. El sentido del humor de Dante no se refleja ni en las iconografías que nos ha dejado la posteridad... En cuanto al sentido del humor calderoniano, antes que una expresión natural de realidades y consecuencias humanas, se nos transmite como una experiencia de ansiedad. Hay en la figura del gracioso mucha de esta ansiedad, un personaje de artificio en el que se subliman las impotencias más variadas que objetiva la parodia en el Siglo de Oro español: estamento, decoro (esto es, limitación en el hablar y en el actuar), sumisión, cobardía, irrelevancia, indigencia, fanfarronería, esterilidad incluso.

Falstaff es uno de los personajes literarios más populares en relación con lo cómico, pero no necesariamente con la risa. Falstaff es la vulgaridad humana dignificada «graciosamente». Sólo el supuesto humor que puede atribuirle el espectador dignifica a un figurón de esa naturaleza. El Sancho gobernador de Barataria le supera en todos los órdenes y experiencias: comedia y farsa, dignidad y personalidad, inteligencia y facultades, discurso y acción, lexis y fábula. Y le supera, sobre todo, en inteligencia. Salvo mitos puntuales (Numancia, don Juan, Segismundo, Celestinas varias que tratan de emular a la de Rojas...), el teatro español ha dado personajes muy bien educados, incluido el homicida y justiciero Pedro Crespo. Y prototipos estamentales muy suyos (galanes y villanos, gobernadores y reyes, mozas virtuosas y del partido, soldados y alcaldes más o menos lúcidos o tenebrosos, etc.) Sancho en Barataria, el mundo genuino de la primera Celestina..., son otra cosa. Algo así como la risa sin la custodia de la religión. Un mundo donde la inteligencia, la libertad y el exceso hablan sin ángeles de la guarda. Falstaff es más bien un gracioso aborrecible. Y como tal lo traba finalmente el nuevo rey de Inglaterra, Enrique V, su antiguo compañero de farra. 

En Falstaff, en ese false staff, es decir, «falso bastón» , «falso apoyo» , algunos críticos han visto un descendiente de ciertos personajes alegóricos del teatro medieval (Vicio, Iniquidad, Guerra, Lujuria, Corrupción...). Su capacidad de corrupción y subversión están fuera de toda duda. Otros autores, sin embargo, han asociado su nombre a la tradición carnavalesca, especialmente a la figura del Lord of Misrule, es decir, el rey del caos, del desorden, propio de las fiestas medievales afines al carnaval. Figuras como la del pícaro o el soldado fanfarrón encuentran sin duda en Falstaff una realización literaria y teatral de primer orden. Falstaff representa la idealización cómica de la libertad, y en cierto modo su destino más amargo. Hal, hijo de Enrique IV y futuro Enrique V, contribuye en cierto modo a una interpretación lastimosa, acaso de farsa trágica, de Falstaff, cuando dice de él: «Si no fuese que da risa, me daría lástima» (Enrique IV [1598], primera parte, acto II, escena 2). Inicialmente, Falstaff se nos presenta como ladrón, que incita a la complicidad del heredero del trono de Inglaterra. La literatura declara secretos a voces.

Progresivamente Falstaff nos da muestra de su desvergüenza, cinismo y egolatría, todo ello en un ambiente de farsa y autosatisfacción. Pero Falstaff miente sin engañar. Representa la verdad de la farsa que desmitifica la guerra y la política. Antiheroico, muestra mejor que nadie el lado más sórdido y cobarde de la guerra. He aquí cómo se enriquece corruptamente con la leva, reclutando sólo a indigentes que no pueden pagarle lo suficiente para que les libre de ir a morir al campo de batalla:

 

Si no me dan vergüenza mis soldados, soy salmonete en vinagre. He abusado vilmente del reclutamiento. Por ciento cincuenta soldados me he llevado trescientas y pico libras. […] Toda mi tropa se compone de abanderados, cabos, tenientes suboficiales: unos míseros más harapientos que Lázaro en pintura, al que los perros del glotón le lamían las llagas; y de otros que jamás fueron soldados, sino sirvientes despedidos por pillería, hijos menores de segundones, mozos de taberna huidos y mozos de cuadra sin trabajo, parásitos de la paz y de la calma, diez veces más indecentes que una vieja bandera desgarrada. Éstos que tengo para llenar los huecos de los que se libraron parecen ciento cincuenta hijos pródigos desastrados, recién salidos de una pocilga, de comer desperdicios. Por el camino me paró un loco y me dijo que yo había limpiado todos los patíbulos y reclutado a los cadáveres. Nadie vio jamás tales espantajos […]. ¡Bah, bah! Son buenos para ensartarlos. ¡Carne de cañón, carne de cañón! Llenarán la fosa igual que otros mejores (Enrique IV, primera parte, acto IV, escena 2).

 

Además, Falstaff desmitifica enteramente el concepto del honor. Es solamente un «blasón funerario». Parece que Shakespeare, al igual que Teresa de Ávila o Samuel Johnson, considera que el honor es el último refugio del truhan.

 

El honor, ¿puede unir una pierna? No. ¿O un brazo? No. ¿O quitar el dolor de una herida? No. Entonces el honor, ¿no sabe de cirugía? No. ¿Qué es el honor? Una palabra. ¿Qué hay en la palabra honor? ¿Qué es ese honor? Aire. ¡Bonita cuenta! ¿Quién lo tiene? El que murió el otro día. ¿Lo siente? No. ¿Lo oye? No. ¿Es que es imperceptible? Para los muertos, sí. Pero, ¿no vive con los vivos? No. ¿Por qué? Porque no lo permite la calumnia. Entonces, yo con él no quiero nada. El honor es un blasón funerario, y aquí se acabó mi catecismo […]. Morir es ser actor, porque un hombre sin vida es la ficción de un hombre vivo. Pero fingir la muerte para seguir vivo no es fingir: es dar la verdadera imagen de la vida (Enrique IV, primera parte, acto V, escena 1).

 

El mismo tono de burla y desmitificación del honor lo encontramos en Sganarelle ou le cocu imaginrie (1660), de Molière. Por los mismos tiempos en que Calderón consagraba sus mejores obras al concepto de la honra, Shakespeare y Molière andaban en burlas con el honor.

Una de las situaciones acaso más cómicas del teatro molieresco puede verse en la representación de la escena XVII de Sganarelle ou le cocu imaginaire, en la que el celoso protagonista, creyéndose engañado por su mujer, se debate nerviosamente entre retar en duelo de honor al supuesto amante de su esposa, o asumir sin más el papel de cornudo, como si tal cosa, para evitar de este modo un enfrentamiento del que podría salir malparado. Molière no se burla aquí del honor, sino de aquellos tipos humanos que sólo conciben soluciones violentas a problemas de esta naturaleza, hasta el punto de enajenarse de forma tan neurótica como inútil. La victoria por la fuerza —principio esencial en las comedias españolas del siglo XVII— es algo que un cobarde no puede permitirse; a veces, incluso, se convierte en una pretensión ridícula (sobre todo en una sociedad que, como la francesa, evolucionaba decididamente hacia la Ilustración europeísta, es decir, hacia el cinismo de la modernidad). En la obra de Molière, tal situación resulta de una comicidad extraordinaria.

 

No deben sufrirse nunca, sin decir, palabra, tales afrentas, a menos de ser un verdadero necio. Corramos, pues, a buscar a ese bigardo que me hace frente. Probemos nuestro valor al vengar nuestra afrenta. Ya aprenderéis, bergante, a reír a mi costa y, sin ningún respeto, a hacer cornudo a un hombre. (Vuelve después de haber dado unos pasos.) Poco a poco, si os place; este hombre tiene cara de poseer una sangre ardiente y el alma algo levantisca, y podría, añadiendo afrenta tras afrenta, cargar de leña mi espalda como ha hecho con mi frente. Odio de todo corazón los espíritus coléricos y siento un gran cariño por los hombres pacíficos; no soy pegón por miedo a ser pegado, y el genio manso es mi gran virtud. Mas mi honor me dice que es preciso, sin remisión, tomar venganza de tal afrenta. ¡Pardiez! Dejémosle decir cuanto le plazca, ¡y al diantre el tal honor, que, sin embargo, no hará nada en este caso! Una vez que me haga el valiente y que un acero, por mi inquietud, me haya atravesado de una mala estocada la pelleja, decidme, honor mío: ¿os hará eso engordar? La tumba es un lugar harto melancólico y demasiado malsano para los que temen al miedo. Y, por mi parte, creo, después de bien pensado todo, que más vale ser cornudo que difunto».

 

Pocas veces la comedia ha estado tan cerca de apurar un desenlace trágico. Otro de esos momentos de alianza entre comedia y tragedia lo constituye la representación metateatral que tiene lugar en Hamlet, a instancias del propio príncipe, ante su madre Gertrudis y su tío Claudio: los cómicos representan la pantomima de una tragedia que sólo los autores del crimen verdadero interpretan como tal. Todas las interpretaciones de lo trágico son insuficientes, sin duda, del mismo modo que todas las explicaciones de lo cómico nos resultan incompletas. En la vida real, la comedia absoluta es efectivamente imposible; la tragedia, sin embargo, es, en todas sus formas, por entero factible. La tragedia, incluso, es más hacedera cuanto más radicalmente se muestra y desarrolla.

El diálogo de la tragedia griega era básicamente un ejercicio dialéctico, en el que las partes en lucha disputaban sus razones frente a los imperativos y exigencias del destino, que se sobreponía inevitablemente a la voluntad del hombre, llevándolo a su destrucción. El mundo medieval sobre todo, y en cierto modo también el Renacimiento europeo, representa uno de los momentos más sobresalientes en la relación de la dialógica y la dialéctica, establemente ajustadas en la expresión hilarante y la interpretación irónica de las acciones y relaciones intrapersonales, que el teatro ha de asumir como referentes inmediatos en la construcción de la fábula. Así, por ejemplo, uno de los diálogos más peculiares que adquiere el formato del interrogatorio en el entremés cervantino es el que mantienen en El viejo celoso Cristina y doña Lorenza. Tía y sobrina acaban de quedarse solas. En ausencia del viejo, apetecen compartir una compañía masculina. Surgen ciertas dudas..., entre el placer y el honor, que se saldan con la destreza, la discreción, la habilidad.


Lorenza: ¿Y la honra, sobrina?
Cristina: ¿Y el holgarnos, tía?
Lorenza: ¿Y si se sabe?
Cristina: ¿Y si no se sabe?
Lorenza: ¿Y quién me asegura a mí que no se sepa?
Hortigosa: ¿Quién? La buena diligencia, la sagacidad, la industria; y, sobre todo, el buen ánimo y mis trazas (Cervantes, El viejo celoso, 1615).


Sólo la inteligencia, la astucia, hace posible cierta libertad en una sociedad cerrada. Las mozas sopesan, y se interrogan mutuamente al respecto, la posibilidad de incurrir en adulterio, con la consiguiente burla frente al vejete Cañizares, y la intervención final de Hortigosa, una suerte de celestina que asegura el éxito de la aventura, basándose en su propia astucia. Con los alicientes de la burla y ansiedad la «holgura» sexual, la sobrina trata de contrarrestar las dudas e inquietudes de su tía doña Lorenza. La astucia se configura como la única forma de superar las limitaciones de la libertad. Sin embargo, a medida que avanza la Edad Moderna se desarrollan en la concepción poética de la fábula determinados desajustes, cada vez más crecientes, que afectan directamente a las relaciones que en el discurso literario mantienen la dialógica y la dialéctica. 

El teatro acusa intensamente estas transformaciones, y registra una discriminación cada vez más notoria entre la lógica de una argumentación destinada a justificar principios tradicionales, morales, metafísicos, etc. (dialéctica), y la relación interactiva entre sujetos que tratan de expresar formas de conducta cada vez más particulares e idiosincrásicas (diálogo). Se configura de este modo un teatro que conduce hacia la crisis del diálogo en el drama moderno. 

En primer lugar, el diálogo se sustrae a la dialéctica, es decir, a la salvaguardia de los principios lógicos que fundamentan (en algunos casos se suponía que metafísicamente) los valores e ideales de una civilización (novela y teatro cervantinos); en segundo lugar, el diálogo se sustrae a la interacción, denunciando la soledad e incomunicación del personaje moderno (tragedia shakesperiana), y convierte el discurso del sujeto teatral en un autodiálogo que avanza mediante el recurso de pregunta y autorrespuesta, para aproximarse cada vez más en su desarrollo a un teatro que alcanza los límites del lirismo y el onirismo (Strindberg), al generar un soliloquio que en algunos casos se diluye en una larga acotación, confundiendo el discurso del personaje con la palabra del dramaturgo (Beckett). 

El diálogo que mantienen los personajes dramáticos de la Edad Moderna sirve fundamentalmente, y así se manifiesta en los entremeses cervantinos, a la coordinación de la fábula —en un desarrollo de episodios esencialmente interpersonales—, y a la construcción del sujeto, desde una concepción abiertamente experimental, tanto de arquetipos humanos como de formas de conducta renovadoras del personaje teatral. Con el paso del tiempo, la risa en el teatro moderno abandona el lenguaje para abstraerse en la construcción de personajes y tipos. En nuestro tiempo, hasta el teatro pierde a veces el sentido del humor y sus posibilidades de interpretación. En la posmodernidad, el arte, la literatura y el teatro se parecen cada día más a un catecismo secular, en el que lo políticamente correcto se desarrolla, puritanamente, en la medida en que la libertad y la inteligencia desaparecen.






Información complementaria


⸙ Referencia bibliográfica de esta entrada

  • MAESTRO, Jesús G. (2017-2022), «Una glosa sobre risa y teatro en la Edad Moderna», Crítica de la razón literaria: una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica. Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades del conocimiento racionalista de la literatura, Editorial Academia del Hispanismo (IV, 2.20), edición digital en <https://bit.ly/3BTO4GW> (01.12.2022).


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