IV, 3.5 - Calderón, el teatro trágico y la impotencia de la teoría literaria

 

Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices





Calderón, el teatro trágico y la impotencia de la teoría literaria


Referencia IV, 3.5


Crítica de la razón literaria, Jesús G. Maestro

Las teorías científicas son con frecuencia más sofisticadas y perfectas que la realidad empírica a la que se refieren. Sin embargo, un buen diseño no asegura un buen funcionamiento. Con todo, cualquier teoría acabará por resultar obsoleta más tarde o más temprano, frente a la inmutabilidad del fenómeno estudiado, natural o cultural, que persistirá como indolente objeto de conocimiento ante sucesivas generaciones de investigadores.

El concepto de «comedia» se convierte en los Siglos de Oro en un vocablo convencional, sinónimo con frecuencia de obra teatral de cierta extensión, frente formas espectaculares menores, como el entremés, la jácara o el baile. El término «comedia» se sustrae a las propiedades doctrinales de la poética clásica, quizá por un uso social dominado por la intervención de los autores y dramaturgos más que por los teóricos y preceptistas. Es posible que los creadores de obras teatrales se sirvieran a lo largo del siglo XVI de un término existente, el de «comedia», sin duda heredado del teatro griego, y cuidadosamente elaborado en la tradición de la poética clásica, para designar el resultado de su actividad dramática, es decir, la composición de obras teatrales mayores. 

En este uso del vocablo «comedia», los dramaturgos, ajenos a la lógica de la preceptiva, quizá se sirven de un concepto teórico, que posee un determinado sentido (la experiencia cómica), para darle en la práctica de su creación dramática un valor funcionalmente diferente (la experiencia lúdica). Los dramaturgos usan el lenguaje de los preceptistas, pero con un sentido propio: tan propio como diferente. Se sirven formalmente de los conceptos de la preceptiva clásica, pero dotándolos semánticamente de un significado que pertenece a la estética del espectáculo, no a la poética de la literatura. El uso del término «comedia» se generaliza con un significado que será propio de una práctica teatral nueva y distinta. Sólo por parte de los dramaturgos, es decir, sólo por parte de quienes crearon la comedia nueva, estamos ante una interpretación diríamos inédita de lo que ha de ser en adelante la experiencia teatral: una experiencia espectacular esencialmente lúdica, que requiere el desarrollo de una nueva estética —la preexistente es ineficaz para estimular el entusiasmo de un público civil y urbano—, estética que sólo es posible comprender desde el punto de vista de la interpretación funcional que exige la comedia nueva, tal como Lope de Vega la describe en 1609, en su Arte nuevo. En la dimensión espectacular y lúdica de esta nueva percepción del concepto de comedia cabían usos audaces y originales, que sin duda resultaban inéditos en el contexto de un espectáculo supuestamente cómico; pero también cabían hechos luctuosos y terribles, episodios atroces que, con todo, difícilmente hacen posible o perceptible en el formato de la comedia nueva la expresión de una conciencia trágica.

De un modo u otro, la confusión que durante los Siglos de Oro mostraban los preceptistas sobre los géneros y las formas literarias era extraordinaria[1]. Los dramaturgos, como los novelistas, seguían sus propias normas, ajenos en la práctica de la creación literaria a los dictámenes y reglamentos de los teóricos de la literatura. El divorcio entre creación literaria y teoría poética era mucho más sobresaliente de lo que habitualmente parece advertirse. La preceptiva literaria iba por un camino que los creadores de obras de arte no seguían casi nunca. Juzgar la creación literaria de la España de los Siglos de Oro desde el punto de vista de su adecuación o inadecuación a los cánones o preceptos entonces al uso es plantear de antemano una interpretación insuficiente y errada de los textos literarios. La literatura es un fin en sí mismo, no un medio en el que verificar la legalidad de una preceptiva literaria, de una poética de lo cómico o de una teoría de la tragedia.

Si prestamos atención a lo que han escrito los críticos sobre los géneros teatrales de la España aurisecular, observamos que se trata de uno de los capítulos más pintorescos de la investigación teórica sobre la literatura. Ordenar genológicamente tal heterogeneidad creativa es una quimera que hace naufragar una y otra vez a numerosos investigadores. Estamos ante una fuerza artística que demuestra invariablemente la insolvencia de toda teoría y, a la par, la obstinación —o ingenuidad— de muchos críticos. Unos tratan de definir los géneros siguiendo la opinión del público teatral, como si fuera posible una reconstrucción hermenéutica precisa de tal horizonte de expectativas; otros, más positivistas, acuden con ansia a las citas de los sañudos preceptistas neoaristotélicos, como si aquellos infelices teóricos hubieran dispuesto, o incluso comprendido, en algún momento la solución definitiva de los problemas eternos de la creación literaria, y con frecuencia se abstienen de reconocer que la labor de tales preceptistas no era otra que la constitución de un canon de creación literaria, muy ajeno a la realidad de su tiempo, por cierto, e ignorado casi unánimemente por los más célebres autores de obras literarias; en otros casos, la explicación se basa en las intuiciones del crítico de turno (si bien suelen ser a veces las más acertadas, cuando no las más peregrinas...); finalmente, algunos argumentos proceden de los juicios presuntos de los propios autores o poetas, o a ellos atribuidos, olvidando los críticos que los tales literatos ironizan más incluso de lo que escriben, o que muchas de sus ideas están puestas en boca de personajes aún menos fiables que sus propios creadores, etc. Todo esto convierte a la interpretación literaria en una cuestión de opiniones, o incluso en algo más sofisticadamente inútil: en un discurso especulativo, en un teorema muy ajeno a la experiencia creativa. No se olvide, además, que las opiniones sólo de discuten con opiniones, y las teorías con teorías. Y ésta es una obra de Teoría de la Literatura, no de opiniones sobre la literatura. La preceptiva literaria aurisecular nos ayudará a comprender un capítulo importante de la historia de la teoría literaria, pero no nos explicará satisfactoriamente la compleja realidad y heterogeneidad de los géneros literarios y formas dramáticas de los Siglos de Oro.

En el drama de Calderón titulado El príncipe constante, la palabra «tragedia» adquiere el sentido de hecho luctuoso, infausto, desafortunado[2]. Así sucede cuando se refiere la muerte del rey Duarte de Portugal, al conocer la noticia del cautiverio de Fernando: «Desde el punto que Duarte / oyó tan trágicas nuevas, / ... / desmintió muriendo a cuantos / dicen que no matan penas» (II, 1245-1252). Sin embargo, la tragedia es algo más que un hecho luctuoso, infausto o desafortunado. Una tragedia es una catástrofe de antecedentes imprevisibles y de consecuencias irreversibles

Ir más allá de estas acepciones para justificar en la obra calderoniana determinados sentidos trascendentes, específicos de la experiencia trágica, implica adentrarse en una especulación con frecuencia muy difícil de verificar en la realidad de los textos y de la historia literaria[3]. Froldi (1989) advierte con razón que en España no llega a producirse una auténtica reflexión sobre la tragedia, y sólo muy tardíamente se hacen públicas algunas consideraciones relativas a la poética de lo trágico, precisamente cuando las intenciones de llevar a la escena piezas trágicas tienden a desaparecer, o ya han desaparecido por completo: «Mi sembra que gli studiosi che volessero approfondire il problema del genere tragico nella Spagna del Cinquecento dovrebbero innanzitutto prestare attenzione al significato che si dà nell’epoca al termine ‘tragedia’ che, a parer mio, sólo assai tardi assume un valore specificamente teatrale, anche perchè in Spagna mancò un dibattito teorico intorno alla Poetica aristotelica. L’opera del Pinciano si pubblicò negli ultimi anni del secolo quando la stagione dei tentativi di portare sulla scena spagnola la tragedia s’era già conclusa» (Froldi, 1989: 216)[4]

En efecto, tras la publicación en 1596 de la Philosophía antigua poética de López Pinciano, salen a la luz las Tablas poéticas (1617) de Cascales, y la Nueva idea de la tragedia antigua (1633) de González de Salas. En la obra de estos preceptistas, la poética de la tragedia se considera más desde el punto de vista de la especulación filológica y poética que desde la realidad literaria o la creación teatral. No hay un debate profundo, iluminado por su relación directa con la creación literaria, entre literatura y poética. La preceptiva del Renacimiento era la poética literaria de la Antigüedad, revestida de estatutos legales, y esgrimida ante una dramaturgia entonces contemporánea que postulaba una nueva poética, no prevista enteramente en el formato de la poética clásica. Hay una separación visible, cuando no un divorcio manifiesto, entre la teoría literaria clasicista y lo más valioso de la creación literaria española de los Siglos de Oro. Los preceptistas hablan un lenguaje que los literatos, en el momento de escribir sus obras de creación, no tienen en cuenta. Además, los preceptistas hablan como lo que son, preceptistas, teóricos de la literatura que especulan sobre lo que la literatura ha de ser, o debe ser imperativa o programáticamente, ignorando con demasiada frecuencia lo que la literatura es.

Por otra parte, la tragedia que sigue las formas normativas de la poética clásica decae a lo largo del siglo XVIII, y desemboca a lo largo de la Edad Contemporánea en el formato del melodrama. Sin embargo, con posterioridad a la Ilustración y el Romanticismo europeístas y anglosajones, determinadas expresiones de la experiencia trágica persisten, e incluso se intensifican, en el discurso literario y teatral, si bien bajo formas completamente diferentes de las propugnadas por el clasicismo antiguo o el humanismo moderno. Sus formas y referentes nada tienen que ver con el mundo aristotélico y el de sus exégetas. El primero de estos trágicos de la Edad Contemporánea es Georg Büchner, con su obra Woyzeck (1837). Es posible distinguir, a partir del siglo XVIII, es decir, a partir del último neoclasicismo europeo, dos caminos diferentes en la evolución de las formas trágicas del arte literario y teatral.

Uno de estos caminos conduce de la tragedia clásica al melodrama contemporáneo, y Alfieri ocupa aquí un punto de inflexión decisivo. Los primeros eslabones de esta cadena surgen genuinamente en el teatro de la Grecia clásica (Esquilo, Sófocles y Eurípides), y más tarde se recrean en el mundo romano (Séneca); el Renacimiento europeo pretende sistematizarlos en los modelos de la tragedia humanista, que en España adquiere una discreta expresión en la generación de tragediógrafos de 1580 (Artieda, Virués, Argensola, López de Castro, Lasso de la Vega, Juan de la Cueva, etc.), pese al rotundo fracaso que este teatro supuso desde el punto de vista espectacular para el público de entonces. En esta década de 1580 parece situarse la composición de La Numancia cervantina, que en realidad es una obra superior e irreductible a los simples modelos formales y funcionales del clasicismo renacentista, pues contiene germinalmente los elementos fundadores de la tragedia contemporánea: negación de toda inferencia metafísica o realidad trascendente, protagonismo de personajes humildes en quienes se reconoce la dignidad del dolor y el sufrimiento, ausencia de estructuras nobiliarias o aristocráticas, disolución del decoro como forma lingüística en favor de un discurso polifónico, etc. (Maestro, 2000, 2004, 2013). 

Las formas del clasicismo trágico persisten, no obstante, a lo largo del siglo XVII europeo en el teatro francés, a través de la pulquérrima obra de Jean Racine y Pierre Corneille, donde se concentra intensamente todo el mundo antiguo que es posible recrear en el seno de una sociedad dispuesta a promover la Ilustración continental europeísta[5]. Con todo, los dramas trágicos de Racine, Corneille, Goethe y Schiller son una forma de teatro antropocéntrico, cuyos personajes trágicos disputan sólo por alternativas de índole moral. Es un teatro en este sentido fuertemente psicológico, en el que la experiencia trágica se desarrolla artificialmente, sobre el terreno de la tradición humanística europea. El Humanismo trató de hacer compatible la religión cristiana y la recuperación renacentista de la cultura pagana (Rico, 1993). Hay un siniestro pacto entre la cruz y la pluma. Calderón es uno de los más tardíos eslabones de este proyecto cristiano y humanista. 


Mientras los héroes de la escena francesa se enzarzan y luchan en conflictos psicológicos, las piezas religiosas de Calderón giran en torno al misterio del Sacramento del altar. El clasicismo europeo se asienta sobre el estoicismo romano y construye una imagen de la Antigüedad que se sitúa al lado de la religión cristiana oficial sin enlazar ni reconciliarse con ella. En cambio, en el mundo de Calderón, Roma y Grecia nunca aparecen como modelos del pensar y del obrar humanos: no son sino decorados accesorios, en el mismo sentido que la Babilonia de Semíramis, la Bizancio de Focas o la Polonia de Segismundo […]. El teatro metafísico de Calderón […] está tan alejado del de Shakespeare como del clasicismo francés y alemán. No es mensurable con ninguno de estos patrones. Con todas sus profundas diferencias de estructura, los teatros inglés, francés y alemán están unidos por una común concepción del hombre […]. También Calderón conoce los conflictos psicológicos, naturalmente: pero nunca forman en él el quicio del drama, pues su drama no está centrado en el hombre, sino que el hombre obra siempre según vínculos cósmicos y religiosos […]. El teatro de Calderón, por lo menos en sus autos sacramentales, es teocéntrico (Curtius, 1950/1972: 177-179).


El otro de los caminos que sigue la tragedia clásica, desde sus orígenes hasta nuestros días, experimenta un punto de inflexión decisivo con La Numancia de CervantesLa obra trágica de Shakespeare, escasa en realidad, no aporta nada a la literatura moderna, pese a la mitificación que de toda ella ha hecho propagandísticamente el imperialismo anglosajón. Y no hay que olvidar que la contribución de La Celestina (1499) adquiere, en la historia de las formas trágicas de Occidente, un papel de relevancia insólita. Fernando de Rojas y Miguel de Cervantes son los primeros autores de obras trágicas que ni confirman ni siguen en su literatura los postulados normativos de la tragedia clásica, humanista, aristotélica. Tras ellos vendrán otros autores, igualmente heterodoxos en el arte trágico, pero históricamente posteriores. Entre ellos está John Milton, con su Samson Agonistes (1671), en una Inglaterra que empieza a leer el Leviathan de Thomas Hobbes, tras haber superado el protectorado de Cromwell, y el intempestivo cierre de los teatros promulgado por los puritanos; Heinrich von Kleist, en Alemania, con Die Familie Schroffenstein (1802), Das Käthchen von Heilbronn (1808) o Prinz Friedrich von Homburg (1810), y sobre todo Georg Büchner, con su vanguardista Woyzeck (1837), también en la represora Alemania posromántica y posnapoleónica, de alianzas absolutistas y contrarrevolucionarias. Todos estos dramaturgos han sido abiertamente unos heterodoxos en el arte de la tragedia. Con la llegada del siglo XX surgen nuevos nombres. Entre de ellos figuran sobre todo Federico García Lorca con títulos como Bodas de sangre (1933), Yerma (1934) y La casa de Bernarda Alba (1936), y Samuel Beckett con obras como En attendant Godot (1952), Actes sans paroles I et II (1956, 1959) y Breath (1968). En autores como este último las formas de la tragedia se convierten en desoladores referentes de un mundo nihilista.

 

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NOTAS

[1] «Comedia tiene un significado más amplio que tragedia, pues toda tragedia es comedia, pero no al contrario. La comedia es la representación de alguna historia o fábula y tiene final alegre o triste. En el primer caso retiene el nombre de comedia; en el segundo es llamado comedia trágica, tragicomedia o tragedia. Esta es la verdadera distinción de las palabras, no obstando el que otros arguyan lo contrario» (Juan Caramuel de Lobcowitz, «Epístola XXI» [1668], Ioannis Caramvelis Primvs Calamvs. Tomvs II. Ob ocvlos exhibens..., Ex Officina Episcopali (págs. 690-718). [El texto latino puede verse en la Preceptiva dramática española del Renacimiento y Barroco [1965] (Madrid, Gredos, 1972, págs. 289-318) de F. Sánchez Escribano y Alberto Porqueras Mayo, y la trad. esp. en Hernández Nieto, «La Epístola XXI de Juan Caramuel sobre el Arte nuevo de hacer comedias de Lope de Vega» (Segismundo, 23-24, 1976, págs. 203-288).

[2] Es, naturalmente, lejos de las controversias especulativas de los preceptistas, el sentido que recoge el Diccionario de Autoridades (1726) en su segunda y tercera acepciones de la voz tragedia: «Antiguamente entre los Gentiles era la canción de varios hymnos en loor de Baco, fabulosa Deidad, en memoria de la muerte de un cabrón, que hacía gran daño en las viñas, el cual sacrificaron ante este Dios. Después fue la tragedia representación seria de las acciones ilustres de los Príncipes, y Héroes. Hoy comúnmente se entiende por la obra Poética, en que se representa algún suceso, que tuvo fin infeliz, y funesto».

[3] Es opinión compartida por buena parte de la crítica: «En la obra de Calderón la palabra ‘tragedia’ significa suceso triste al margen de la condición del protagonista» (Morón Arroyo, 1982: 52), y yo añadiría que a veces también al margen de sus consecuencias.

[4] Sin duda estas palabras de Froldi contrastan claramente con una observación de Marc Vitse escrita cinco años antes: «A la hora de decidir si una obra pertenece o no a la esfera de la tragedia, es preciso salir del impresionismo de las aproximaciones empíricas […] e intentar vivificar, sistematizándolas, las intuiciones certeras, aunque incompletas, de los teóricos del Siglo de Oro» (Vitse, 1983: 16). Y yo añado, explícitamente, que también las del propio Marc Vitse. Confiar a los preceptistas de los siglos XVI y XVII la interpretación de la literatura española de los Siglos de Oro es navegar en un mar de confusas y contradictorias especulaciones. Las preceptivas (de cualquier época) nos informan sobre el saber (o la ignorancia) de los preceptistas; las obras literarias, por su parte, nos muestran simplemente la realidad de la literatura que podemos conocer. Además, como sugiere Froldi, la reflexiones sobre poética literaria en la España aurisecular son demasiado tardías, con frecuencia insuficientes, y en su formulación se encuentran casi siempre muy alejadas de la auténtica realidad de la creación literaria.

[5] Alfieri asumirá en la literatura italiana el último testigo de esta evolución de las formas trágicas del drama, agotando los eslabones finales de esta trayectoria, antes de que la fábula de la tragedia clásica se disuelva definitivamente, en la Edad Contemporánea, en el formato del melodrama. Vid. al respecto Maestro (2001a, 2013).






Información complementaria


⸙ Referencia bibliográfica de esta entrada

  • MAESTRO, Jesús G. (2017-2022), «Calderón, el teatro trágico y la impotencia de la teoría literaria», Crítica de la razón literaria: una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica. Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades del conocimiento racionalista de la literatura, Editorial Academia del Hispanismo (IV, 3.5), edición digital en <https://bit.ly/3BTO4GW> (01.12.2022).


⸙ Bibliografía completa de la Crítica de la razón literaria



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