IV, 3.24 - Poética y preceptiva ante el teatro breve entremesil en el Siglo de Oro

 

Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices





Poética y preceptiva ante el teatro breve entremesil en el Siglo de Oro


Referencia IV, 3.24


Poética y preceptiva ante el teatro breve entremesil en el Siglo de Oro

La poética del entremés ha sido sin duda muy dignificada académicamente por el ejercicio de la crítica literaria. Al fin y al cabo, la Universidad acaba dignificando todo aquello que convierte en objeto de estudio. Digo esto por lo siguiente. El entremés nace para entretener a la gente que asiste a los corrales durante los entreactos de las comedias. Ésta fue su función genética. Mantener y asegurar la diversión durante las pausas de la comedia[1]. Con el paso del tiempo esta función se hace autónoma, y se impone por sí misma frente a las obras de teatro mayor, sintetizando en el formato del entremés una serie de cualidades específicas de la experiencia cómica, que pueden identificarse desde una triple dimensión 1) sintáctica o formal —brevedad y rapidez, intensidad y concentración de elementos—, 2) semántica o conceptual —determinada por lo grotesco (la representación de una experiencia cómica dentro de la cual se integra material o sensorialmente un elemento incompatible con la risa, pero indisociable de ella) y la parodia (imitación burlesca de un referente serio)—, y 3) pragmática o funcional —la finalidad del entremés es entretener y divertir a la mayoría de la gente, es decir, de la sociedad, mediante la experiencia orgánica de la risa—.

Consideramos que la parodia y lo grotesco son, con la mayor frecuencia, los objetivos fundamentales de la poética de lo cómico en el entremés. La parodia, entendida como la imitación o reproducción burlesca de un referente serio —perteneciente con frecuencia a un estatuto jerárquicamente superior del que corresponde al sujeto que ejecuta la parodia—, es fuerza motriz en la fábula del entremés, así como en los atributos que definen a sus personajes, y en los objetivos y consecuencias esenciales a los que responde la teleología de este teatro cómico breve.

Los personajes de entremés no actúan sobre el tablado para representar de forma sistemática la parodia de una forma de vida estamentalmente superior, sino la parodia de determinadas formas de conducta propias de gente socialmente baja, físicamente torpe o discapacitada, e intelectualmente subdesarrollada. Los personajes entremesiles no se burlan de la vida que llevan sus amos, que en realidad desearían para sí, como Sancho ansía el gobierno de la ínsula —pretensión de por sí grotesca—; sino que somos nosotros, el público lector o espectador, como el vulgo del siglo XVII, quienes, en complicidad con el autor o dramaturgo, nos reímos de ellos, al contrastar sus deseos con sus posibilidades, es decir, más crudamente, sus necesidades con su educación. 

Los personajes de entremés no ejecutan actos paródicos contra los ideales auriseculares, sino contra determinados arquetipos humanos que resultan caracterizados precisamente por su impotencia y sus limitaciones ante la exigencia de cumplir de forma correcta con esos ideales auriseculares. Son bobos o simples que no actúan con intención de imitar consciente y burlescamente a prototipos sociales superiores. Hacen justo lo contrario: imitan seriamente a personajes honorables, decorosos, ennoblecidos, con intención manifiesta de parecerse a ellos, de igualarse con ellos en valores como el honor, la cortesía o la riqueza. Naturalmente, no lo consiguen. Lo que hacen los personajes de entremés no es imitar burlescamente algo serio, de forma consciente y con sentido crítico o humorístico, sino imitar seriamente algo, o a alguien, que, superior a ellos, les resulta formalmente inalcanzable. Esta distancia, visible en la insuficiencia formal, en la impotencia material y corporal, en la experiencia cómica que retrata a estos personajes en el desarrollo y las pretensiones de su conducta, es una de las características esenciales del entremés, y en ella se basa toda una poética de la parodia y toda una estética de lo grotesco.

Cuatro son los elementos fundamentales que determinan la naturaleza de la parodia: 1) el artífice o autor de la parodia, 3) el sujeto o personaje que ejecuta la parodia, 3) el objeto o referente burlescamente imitado, y 4) el código de la parodia, que sirve de marco de referencia contextual a su interpretación, es decir, el sistema de referencias que hace posible y visible la degradación del objeto parodiado. 

Así, por ejemplo, en El desafío de Juan Rana, el artífice de la parodia no es otro que Calderón, su autor; el sujeto que la ejecuta es el protagonista que da título al entremés, Juan Rana; el objeto o referente de la burla es el prototipo humano del bobo o simple, caricaturizado y ridiculizado en la figura del protagonista; y el código en virtud del cual interpretamos esta parodia es el código del honor aurisecular. Este esquema, con variantes exclusivamente accidentales, se reproduce de forma regular en casi todos los entremeses de Calderón. 

Sucede que la crítica calderoniana, al ocuparse de su obra cómica breve, se ha limitado con frecuencia a exaltar de forma más entusiasta que rigurosa lo paródico en el teatro de Calderón, así como a describir retóricamente algunos de los infinitos recursos formales usados por el dramaturgo para expresar comicidad. Resultado de esta tendencia ha sido confundir de forma reiterada el código de la parodia con el objeto de la imitación burlesca, es decir, el código del honor con el prototipo del bobo o simple, dicho con otras palabras, lo burlescamente imitado en el entremés con aquello que hace posible su degradación. En verdad se trata de dos realidades lógicas materialmente diferentes, que de forma obligatoria han de ser discriminadas para comprender la verdadera naturaleza paródica de estos entremeses. A partir de esta confusión de conceptos —del objeto de la parodia con el código—, la crítica ha dictaminado que Calderón parodia en sus entremeses la idea del honor, cuando lo que real y materialmente parodia es la estulticia y la torpeza de aquellos individuos incapaces de salvaguardar, poseer y hacer valer, la idea del honor que la sociedad española aurisecular exige a sus miembros. Lejos de discutir el dogma, Calderón lo confirma también en su obra cómica.

La parodia exige al artífice que la diseña o engendra —el dramaturgo en el teatro cómico— una conciencia objetiva de la imitación burlesca que lleva a cabo. La parodia es, pues, una experiencia intencional y consciente por parte de su artífice. Voluntaria en todo caso. Sin embargo, de esta consciencia paródica puede quedar exento el sujeto que la interpreta o ejecuta espectacularmente sobre un escenario. El personaje cómico del entremés no es consciente en principio de la parodia que ejecuta, como marioneta o títere, ni de la risa que ante el público espectador provocan sus actos. Su propia estulticia, por una parte, y la naturaleza espectacular de la representación teatral, por otra, le exigen esta inconsciencia. 

Con frecuencia observamos que los villanos de los entremeses no se ríen. No se ríen ni cuando son objeto de burla, porque a menudo lo ignoran; ni cuando son testigos de ella, con frecuencia para no delatarse como burladores. Dentro del entremés no hay la misma conciencia de comicidad que se impone fuera de él. Los personajes entremesiles no tienen conciencia de ser objetos (a veces ni tan siquiera sujetos) de experiencias cómicas. La conciencia cómica del entremés está destinada al espectador, es trascendente a la obra misma, y no autoriza a los personajes a ser conscientes de ella. No hay, pues, en la acción de los personajes entremesiles calderonianos parodia de altos ideales políticos, religiosos o morales, sino parodia de determinados tipos humanos que no son capaces de alcanzar y salvaguardar esos valores socialmente exigidos. 

De esta frustrante pretensión por conseguir lo que uno no puede conseguir, de esta disidencia recurrente entre aparentar la virtud y vivir en el vicio, entre la necesidad de satisfacer el honor y la impotencia para evitar el adulterio y la cornamenta pública, entre la valentía exigida socialmente y la cobardía innata del individuo, de este violento contraste dialéctico emana, por un lado, la parodia de los seres socialmente incapacitados para hacer valer los ideales hispánicos del Siglo de Oro, y por otro lado, la expresión y la experiencia grotescas que se esgrimen públicamente para risa y escarnio de aquellos que, por no saber salvaguardar o no poder ostentar los ideales del sistema moral dominante, deben ser excluidos de él. Lo grotesco surge cuando la impotencia de estos bobos o simples manifiesta, por un lado, su deseo de superioridad —social, decorosa, lingüística, cultural...—, y por otro, su público fracaso ante la sociedad que les rodea, y frente a la cual necesitan medirse, haciendo uso de medios y recursos tan ridículos y tan deficientes como su propia persona.

Consideramos, por estas razones, que la esencia del entremés, desde el punto de vista de la poética de lo cómico, está determinado por la expresión de la parodia y de lo grotesco, de tal modo que 1) la parodia debe interpretarse como la imitación burlesca de un referente serio, que no son los ideales auriseculares, sino los prototipos humanos y sociales incapaces de hacer valer correctamente tales ideales, y 2) lo grotesco ha de entenderse como la yuxtaposición o integración irresoluble entre una experiencia risible y un elemento incompatible con la risa, el cual es, sin embargo, parte esencial en la materialización y percepción sensorial de esa experiencia cómica.

Lo grotesco sería, pues, junto con la parodia, uno de los objetivos primordiales de la poética del entremés, y a su logro y consecución están subordinados buena parte de los elementos estructurales (formales) y teleológicos (funcionales) del teatro entremesil. Lo satírico, lo caricaturesco, lo chistoso, lo carnavalesco, etc., no serán sino efectos de los distintos grados y matices que la poética de la parodia y lo grotesco puede provocar en el público receptor, desde el punto de vista de las condiciones pragmáticas y sociales que definen a las personas que actúan como espectadores en un momento dado de la historia, socialmente tan variable. Está claro que hoy no tenemos en España el mismo concepto de honor que en 1643 o 1663, por ejemplo, y sin embargo entremeses de Calderón como Guardadme las espaldas continúan provocando risa en el espectador, lo que quiere decir que en ellos el público que se ríe no percibe una parodia del honor aurisecular, sino una visión grotesca del tonto que ni sabe ni puede vivir con el honor que su época y su sociedad le exigen ostentar.

Cabe ahora determinar dos cuestiones fundamentales, que obligan a explicar, en primer lugar, qué es la risa, y qué papel desempeña funcionalmente en los entremeses calderonianos, y, en segundo lugar, qué tipo de relación mantiene la experiencia de la risa en el teatro breve de Calderón con la moral exigida por el Estado y la Iglesia de su tiempo, instituciones entonces profundamente identificadas.

Comencemos por delimitar el concepto de «risa» en que basamos nuestras interpretaciones. La risa es el efecto orgánico del placer cómico. Es, ante todo, una experiencia orgánica, corporal, más o menos instantánea y con frecuencia muy poco duradera. Desde un punto de vista actancial o pragmático no hay nada más inocente o inofensivo, pues no construye ni destruye materialmente nada, y apenas se prolonga momentáneamente durante unos instantes. 

Materialmente hablando, no hay nada más inofensivo que la experiencia cómica. Dígase lo que se quiera, la risa sólo afecta a los estados de ánimo, y muy momentáneamente: no cambia nada, los hechos, sociales y naturales, son por completo insensibles a la carcajada, y los seres humanos que se sienten suficientemente protegidos por determinados poderes o derechos son igualmente indolentes a la risa de los demás. La capacidad que tiene la tragedia para conmover y para discutir legitimidades no la tiene la experiencia cómica. Si el discurso crítico se tolera más a través de las burlas que a través de las veras es precisamente porque sus consecuencias cómicas son mucho más insignificantes que cualquiera de sus expresiones trágicas. Cuando la comedia es posible, la realidad es inevitable. 

Sólo tolera la risa quien está muy por encima de sus consecuencias. Quien, sin embargo, se siente herido por el humor, es decir, quien se toma en serio el juego, es porque tiene razones para sentirse vulnerable. Su debilidad le hace confundir la realidad con la ficción. No puede soportar una relación tan estrecha, tan próxima, entre su persona y la imagen que de su persona le ofrecen los burladores. La comedia es una imagen duplicada de la realidad, que insiste precisamente en la objetivación de determinados aspectos, hasta convertirlos en algo en sí mismo desproporcionado, pero siempre característico de un prototipo totalmente despersonalizado y aún así perfectamente identificable. Esta despersonalización, este anonimato, de la persona en el arquetipo, hace socialmente tolerable la legalidad de la experiencia cómica, del mismo modo que la verosimilitud la hace estéticamente posible en la literatura, el teatro o la pintura.

En alguno de los sentidos que apuntamos, podríamos decir incluso que la risa es una declaración o manifestación de impotencia: cuando no es posible cambiar materialmente lo que nos disgusta, nos burlamos idealmente de ello. Es una forma de hacer posible la convivencia frente aquello con lo que disentimos, y con lo que no estamos dispuestos a identificarnos. Cuando no es posible modificar, suprimir, desterrar lo que nos incomoda, prescindir de aquello con lo que no nos identificamos; cuando no es posible anular lo que nos resta posibilidades de ser nosotros mismos, entonces, lo contrarrestamos, y lo contrarrestamos mediante la burla, la parodia o la risa. 

La ironía adquiere un sentido trascendente cuando sus referentes son reales. Y fácilmente se convierte en ironía trágica, perdiendo todo posible sentido cómico, si sus referentes son físicamente destructores del ser humano. La ironía, como la risa misma, prefiere siempre hechos reales, y a ser posible definitivamente consumados. Reírse de ficciones, ironizar sobre lo imaginario, es, por un lado, una de las cualidades de la inocencia. Por otro lado, es también una forma ideal y alienante de evitar un encuentro con la realidad, es decir, de cumplir con las exigencias de un determinado código moral, que un estado, una corporación, una iglesia, un gremio académico incluso, pueden asumir como propios para monopolizar y organizar desde él su propio sentido de lo cómico, sin penetrar para nada en los problemas reales de una sociedad —que abatirían sus fundamentos como tal gremio—, sin abandonar nunca un moralismo acrítico con sus propias contradicciones, un moralismo feliz, estoico, fabuloso. 

La risa puede penetrar en la realidad o evadirse de ella, puede criticar lo que se constata a nuestro alrededor, discutiendo sus fundamentos materiales, o puede burlarse de ficciones y prototipos intrascendentes, es decir, puede parodiar el concepto del honor y sus fundamentos sociales, denunciando un prejuicio que excluye del grupo al que es distinto (El retablo de las maravillas de Cervantes), o puede simplemente burlarse de un tonto vulgar y simpático que no es capaz de comportarse en público con el sentido del honor que la sociedad exige de él (El desafío de Juan Rana de Calderón). En el primer caso, se parodia el honor aurisecular; en el segundo, el tonto que no lo sabe hacer valer. 

Lo hemos dicho: no conviene confundir el objeto de la parodia —el honor en el caso de Cervantes; Juan Rana, como bobo o simple, en el entremés de Calderón—, con el sujeto de la parodia —los personajes del entremés, tanto en la pieza de Cervantes como en la de Calderón—. En el calderoniano Desafío de Juan Rana el concepto de honor aurisecular es imprescindible para que la burla y la parodia del personaje surtan efecto cómico; en el cervantino Retablo de las maravillas el mismo concepto del honor es indispensable para que lo cómico se transforme en humor amargo, y para que la parodia se convierta en crítica social. La risa puede ser crítica si atenta contra la realidad material, fundamental para el desarrollo o la pervivencia de determinadas instituciones o formas de conducta, o meramente inocente si busca recrearse en la ficción o el imaginario intrascendentes. 

La risa de los entremeses calderonianos —a diferencia de la comicidad cervantina— discurre con gran fluidez por el último de estos caminos. La mejor forma de controlar un impulso moralmente tan inquietante como la risa no es suprimirlo, sino organizarlo desde lo imaginario intrascendente, desde una ficción socialmente acrítica, desde una fábula sin consecuencias, desde unos entremeses que hablan a la experiencia ya codificada de lo risible, sin abrir ni sugerir grietas nuevas o posibles en el edificio moral del Estado (entonces casado con la Iglesia), a cambio eso sí de abrirlas, en todas sus posibilidades, en el anchuroso mundo de la retórica de la literatura y del espectáculo, algo en lo que Calderón, sin duda, fue uno de los mejores maestros, sino el primero, de su tiempo. Calderón sabe que el chiste y la risa no solucionan ningún problema concreto, pero sí está seguro de que contribuyen a formar una conciencia de lo inconveniente, de lo censurable, de lo proscrito, es decir, una conciencia del mal, y de todo cuanto resulte negativo para la confirmación de los ideales sociales de un estado. Podemos reírnos de todo, excepto de lo políticamente correcto. Calderón se burla en sus entremeses de las gentes singulares que, con frecuencia por su torpeza o impotencia, no se ajustan a las normas. Cervantes, por su parte, se burla de las normas.


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NOTAS

[1] La crítica académica interpreta la realidad desde la realidad académica, y así idealiza inevitablemente, y siempre de forma muy ordenada, por supuesto, los hechos que somete a su interpretación. De este modo, Aubrun (1982) habla del entremés como de una «ruptura de la ficción», cuando realmente nada hay más ficticio que la acción de un entremés, destinada precisamente a continuar la ficción cómica (y evitar así su ruptura) que cesa durante los entreactos de la representación de la comedia.






Información complementaria


⸙ Referencia bibliográfica de esta entrada

  • MAESTRO, Jesús G. (2017-2022), «Poética y preceptiva ante el teatro breve entremesil en el Siglo de Oro», Crítica de la razón literaria: una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica. Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades del conocimiento racionalista de la literatura, Editorial Academia del Hispanismo (IV, 3.24), edición digital en <https://bit.ly/3BTO4GW> (01.12.2022).


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Crítica de la razón literaria, Jesús G. Maestro