Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica
del conocimiento racionalista de la literatura
Creacionismo y Vanguardias: Vicente Huidobro
El creacionismo no es una escuela que yo haya querido imponer a alguien.
Vicente Huidobro, «El creacionismo», 1945[1].
El creacionismo de Vicente Huidobro, como se tratará de demostrar,
es una literatura programática o imperativa que se basa, como ocurrió con el
resto de las Vanguardias históricas del siglo XX (cubismo, dadaísmo, ultraísmo,
surrealismo, futurismo…), en una idea completamente sofisticada o
reconstructivista del arte en general y de la literatura en particular. Aunque
su fundador no haya querido identificarse nunca como un preceptista destinado a
disponer imperativamente la ordenación de un arte nuevo para la poesía, es
indudable que sus escritos y manifiestos (1914-1925) poseían esa naturaleza y
destilaban un contenido programático con meridiana claridad. Su célebre «Arte
poética» no deja lugar a dudas.
Que el verso sea como una llaveQue abra mil puertas.
Una hoja cae; algo pasa volando;Cuanto miren los ojos creado sea,Y el alma del oyente quede temblando.Inventa mundos nuevos y cuida tu palabra;El adjetivo, cuando no da vida, mata.Estamos en el ciclo de los nervios.El músculo cuelga,Como recuerdo, en los museos;Mas no por eso tenemos menos fuerza:El vigor verdaderoReside en la cabeza.Por qué cantáis la rosa, ¡oh Poetas!Hacedla florecer en el poema;Sólo para nosotrosViven todas las cosas bajo el Sol.
El poeta es un pequeño Dios[2].
El intelectualismo y conceptualismo de la poesía creacionista —«El vigor verdadero / Reside en la cabeza», así como la absoluta autonomía de la obra de arte —«El poeta es un pequeño Dios»— eran entonces hechos y condiciones indiscutibles de la nueva literatura, sobre las que conviene detenerse muy críticamente.
En primer lugar, no ha de sorprender que el creacionismo, en su concepción de la literatura, declare una explícita relación de alianza con el racionalismo, a fin de concebir la poesía como una forma distintiva de arte literario racional e intelectual.
En este sentido, Huidobro desarrolló una importante labor crítica contra el surrealismo y el irracionalismo en el arte, de cuyos zarpazos tampoco quedó exento el futurismo[3]. Lejos de considerar que la poesía es un arte irracional, el poeta chileno afirma precisamente todo lo contrario, y estima que la labor poética es siempre un resultado racionalista y voluntario de lo más selecto de la inteligencia humana. He aquí sus propias palabras contra el surrealismo, que constituyen seguramente las mejores páginas acerca de una conceptualización dialéctica del creacionismo en el arte:
¿Creéis que el control de la razón no se lleva a cabo? Lo que sostengo es que no podéis aislar una de las facultades del pensar, que no podéis apartar la razón de las demás facultades del intelecto, salvo en el caso de una lesión orgánica […]. Sois víctimas de una apariencia de espontaneidad […]. Considero inferior vuestra poesía, tanto por su origen como por sus medios. Hacéis que la poesía descienda hasta convertirse en un banal truco de espiritismo. La poesía ha de ser creada por el poeta, con toda la fuerza de sus sentidos más despiertos que nunca. El poeta tiene un papel activo y no pasivo en la composición y el engranaje del poema […]. La poesía es algo mucho más serio, mucho más formidable, y surge de nuestra superconciencia […]. No hay nada más falso que aquel refrán que dice: «De poeta y loco todos tenemos un poco» […]. La razón le sigue. La razón le ayuda a organizarse en la creación de ese hecho nuevo que él está produciendo […]. Esta razón controla, esta razón aparta los elementos impuros que querrían mezclarse a los demás para estar en buena compañía. Ella es el tamiz y la organizadora del delirio, y sin ella vuestro poema sería una obra impura, híbrida (Huidobro, 1914-1925/2009: 45-51).
Resulta, pues, evidente, que para Huidobro el creacionismo es una expresión suprema del racionalismo humano, una suerte de «hiperconciencia» o «superlogística» capaz de concebir y ejecutar obras de arte verdaderamente geniales, originales y valiosas, por su forma poética y por su materia referencial, absolutamente creativa. Para Huidobro, la imaginación no puede operar ni actuar al margen de la razón, porque el arte es sobre todo «una razón elevada hasta la misma altura, puesta en el mismo plano de la imaginación» (50). El poeta creacionista chileno supera así, y quebranta también, la nociva disociación que desde los precursores del Romanticismo —desde Vico (1725) y Herder (1784-1791) sobre todo— existía entre imaginación y razón, entre fantasía y logos. Porque la imaginación y la fantasía son obra de la razón, son resultado de un racionalismo humano profundamente sofisticado. No cabe disociar el mito del logos, porque en la concepción misma del mito hay un racionalismo dado a escala de la sociedad humana que genera esa mitología, bien como sociedad bárbara o preestatal, bien como sociedad política intervenida por el racionalismo acrítico de las ideologías o por el razonar crítico de la ciencia y la filosofía. Sea como fuere, imaginación y fantasía no avanzan contra la razón, sino desde ella y sobre ella, en clara alianza con un pensamiento que es crítico —y poético— precisamente porque es racional —y tropológico, en su racionalismo—.
Frente al imperativo surrealista y mitológico de la inconsciencia, el arte no es una anulación de la voluntad, sino uno de sus mayores y más potentes estímulos[4]. Uno de los factores más determinantes y precisos de la calidad de una obra de arte es su potencial operatorio, es decir, sus competencias operativas en la psicología personal y, sobre todo, en la inteligencia humana. Una obra de arte que no desafíe la inteligencia o la razón, es decir, que no exija una atención diferente a la convencional y conocida, en primer lugar, no es una obra de arte original, sino reproductiva, imitativa o mecanicista (Kitsch), y, en segundo lugar, resultará por completo insensible o improductiva desde el punto de vista intelectual, desde el momento en que renuncie a uno de los postulados fundamentales de toda obra de arte, esto es, a la ampliación de las posibilidades efectivas de la inteligencia humana.
El creacionismo de Huidobro es un racionalismo de diseño, y postula una idea y concepto de arte en los que imaginación y fantasía son siempre obra y consecuencia de la razón humana. Nada más consciente e inteligible que la labor artística. La poética no se diseña ni se construye de espaldas a la razón. A la razón sólo se contrapone la fe, y la fantasía y la imaginación nada tienen que ver con el fideísmo. La razón es siempre una relación operatoria y práctica entre términos reales o materiales. Es, además, una facultad compartida, porque sólo socialmente la razón es operatoria y eficaz. La razón no sirve al egoísmo. Un yo aislado es un yo que no razona, del mismo modo que una secta es el sucedáneo de una sociedad dentro de la cual los sectarios no son capaces de vivir racionalmente, lo que les obliga a recluirse, disociarse o segregarse, a veces de forma más tribal que sofisticada. El racionalismo exige un consenso normativo, que siempre supera los personalismos del individuo (autologismo) y los egoísmos colectivos de gremios y minorías (dialogismo), que en la posmodernidad buscan su propio éxito presentándose —intimidatoriamente—como victimarios[5].
Otro de los aciertos de Huidobro en este punto consiste en haber puesto punto y final al mito romántico —de ascendencia erasmista (1509)— de la locura como una forma superior de racionalismo. En «La poesía de los locos» (1925) desacredita por completo esta creencia, tan poéticamente arraigada en la literatura romántica —y también en los escritos erasmistas del Renacimiento e incluso Barroco—:
La imaginación de los locos es una imaginación absolutamente restringida; su poesía es pobre y realmente, si no es por diletantismo, no comprendo por qué ha llegado a sobrevalorársela como algunos lo han hecho actualmente […]. La imaginación de los locos es una imaginación decadente, y cuando no es de una vulgaridad increíble es de una incoherencia banal. Un médico me afirmaba un día que si la poesía era fruto del inconsciente, cualquiera puede ser poeta […]. Siempre se quiere ver en la espontaneidad y en la fiebre de la inspiración una prueba contra la razón (Huidobro, 1914-1925/2009: 86 y 90).
Pero como el propio Huidobro reconoce, la razón y la imaginación nadan juntas (90), lo cual equivale, de acuerdo con los postulados de la Crítica de la razón literaria, a afirmar que razón e imaginación son, como aquí se ha sostenido, conceptos conjugados y solidarios[6]. Como se ha explicado con anterioridad, Platón, así como buena parte de autores grecolatinos y clásicos, junto con sus intérpretes de todas las épocas, han sido los principales responsables de asociar a la poesía un fundamento irracional del que la propia poesía carece por completo. Declaraciones como las de Cicerón o Goethe, que cita Huidobro, según las cuales «hay que estar poseído de locura para componer versos hermosos» (90) o «ninguna obra genial procede de la razón; pero el genio se sirve de la razón para remontarse poco a poco hasta el punto de reproducir obras perfectas» (91), se inscriben en una tradición que es culpable de alimentar un falso y nocivo mito, el del irracionalismo de la creación literaria. De él se sustrae Huidobro y su creacionismo poético, al afirmar que «la imaginación es un delirio que expulsa locuras» (92). Su idea de literatura —sofisticada y reconstructivista— se basa en una explícita y declarada alianza entre imaginación y racionalismo, entre literatura y Logos:
Para un poeta que conoce y entiende la actual poesía, esta afirmación [—«la imaginación es la facultad dominante de las sociedades primitivas, y a medida que la razón se perfecciona ella se debilita y descolora»—][7] es completamente gratuita, pues para él la imaginación se perfecciona tanto como la razón. La imaginación se torna también más compleja, se amplía más, logra conquistar zonas insospe-chadas, vastos territorios, que permanecen cerrados por mucho tiempo para los contemporáneos del poeta, quienes, al no comprenderlo, lo acusarán de moderno y de ininteligible, sin ver que estas obras no son más que el resultado de una imaginación perfeccionada (Huidobro, 1914-1925/2009: 94-95).
En segundo lugar, Huidobro identifica en el creacionismo el principio generador de la obra de arte autónoma, cuyo prototipo por excelencia es el poema lírico. En «El arte del sugerimiento», uno de los primeros escritos de Huidobro sobre poética literaria, impreso en 1914 en Pasando y pasando, el autor chileno insiste en que la poesía se dirige «al intelecto del lector», al que sitúa incluso por encima de toda sensibilidad poética (Huidobro, 1914-1925/2009: 15). De acuerdo con la Crítica de la razón literaria, diríamos —con Huidobro—, que la meta de la poesía no es la psicología individual, sino la interpretación conceptual. Nos aproximamos de este modo a una idea o concepto de poesía completamente purificado, es decir, reducido a los más originales formalismos conceptuales y a las más agudas tropologías poéticas. La poesía, en particular la creacionista, trata de este modo de emanciparse formalmente de la realidad, y de constituirse —lo cierto es que de manera por completo ideal, imaginaria y gratuita— en una «realidad» supuestamente alterativa, paralela o diferente.
Esta emancipación de lo real se basa ciertamente en un postulado por completo imaginario y psicologista, que remite a la idea decimonónica e ilustrada —kantiana— de la autonomía del arte y la literatura. Lo cierto es que nada puede separarse o desprenderse de la realidad para constituirse en una «nueva realidad», por muy artística que ésta sea. Porque todo cuanto existe forma parte de la misma realidad, inconmensurable (su conocimiento no se agota), irreductible (no es monista, no se puede reducir ni reproducir en su totalidad según un único elemento, circunstancia o accidente) y dialéctica (en ella confluyen términos y referentes que se oponen y compiten entre sí).
En suma, el postulado creacionista de Huidobro, según el cual la poesía construye con palabras una realidad alternativa a la de la naturaleza, es de un ilusionismo absoluto[8].
En primer lugar, porque aceptar aristotélicamente que el arte es una imitación de la naturaleza —«un plagio de Dios», en palabras del propio Huidobro (1924)[9]— supone reducir la totalidad de la creación artística al eje radial o de la naturaleza dado en el espacio antropológico, lo cual es un disparate, ya que implica la supresión de la operatoriedad o intervención del ser humano (eje circular o político), sin el cual no habría de hecho obra de arte factible, así como la derogación de lo numinoso, mitológico o teológico (eje angular o religioso), como referente posible de toda obra estética.
En segundo lugar, porque semejante premisa incurre en una nueva reducción, tan inconsecuente como la anterior, que consiste ahora en recaer en un formalismo terciogenérico (M3), es decir, en reducir todo material estético a lo que he denominado —a propósito de Juan Ramón Jiménez, en el contexto de una literatura sofisticada o reconstructivista—, una poética de conceptos autológicos[10], donde todo el contenido de la poesía queda convertido en una forma conceptualizada según los criterios más sensoriales y superferolíticos del yo lírico. Esta doble reducción —cuya premisa se sitúa en el eje radial o de la naturaleza del espacio antropológico, y cuya consecuencia desemboca en el tercer género de materialidad, conceptual o lógica (M3)— hace posible que Juan Ramón Jiménez pueda escribir que «Dios está azul» y que Vicente Huidobro pueda afirmar que «El pájaro anida en el arcoíris». Algo así sólo tiene lugar en las palabras y en la conciencia del poeta, es decir, en el lenguaje de la poesía y en la experiencia subjetiva de la imaginación personal. El racionalismo humano que hace posibles tales imágenes, cuyos artífices son Juan Ramón y Huidobro, dispone igualmente su comprensión a los ojos de sus lectores e intérpretes, en tanto que términos creados verbal y conceptualmente en un idealismo absoluto, ya que no hay dioses azules en ninguna parte, ni tampoco arcoíris en el que ningún pájaro tenga la más pequeña posibilidad de anidar.
Hablamos, pues, de literatura sofisticada o reconstructivista, es decir, de una literatura que toma como premisa o punto de partida términos ideales, irreales u operatoriamente nulos. Porque un Dios azul o un pájaro que anida en un arcoíris sólo existen estructuralmente en las formas del lenguaje de la poesía y del arte. Se trata de realidades no operatorias —un dios azul no actúa fuera del poema, el arcoíris donde anida un ave no trasciende los límites del verso—, aunque materializadas en las formas de un arte que da la espalda a la realidad para emboscarla inmediatamente después: no es cierto que el arte de las Vanguardias ignore la realidad o evite encontrarse con ella, en absoluto. La poesía vanguardista, como el resto de las formas estéticas de ese momento histórico, propugna un arte que se asocia con la realidad sólo a través de formas conceptuales y lógicas muy racionalmente diseñadas.
¿Cómo si no es posible concebir imágenes en las que «el rayo es un metro de carpintero y los árboles infolies del invierno escobas para barrer el cielo»? «El arma lírica —prosigue Ortega en La deshumanización del arte (1925/1983: 38)— se revuelve contra las cosas naturales y las vulnera o asesina»[11]. Sí, contra ellas, pero sólo después de haberlas tomado muy en serio como premisa y como punto de partida. El juego es siempre una experiencia muy seria, incluso en el arte[12]. Y la naturaleza sigue siendo el modelo, porque lo único que ha cambiado es el principio generador del arte: antes era la mímesis o imitación (Aristóteles y la poética clasicista), después fue la subjetivación de sus efectos sensibles (Kant y la estética romántica), y con las Vanguardias, finalmente, se pretendió —y sobrevino— la objetivación de sus premisas conceptuales (cubismo, ultraísmo, futurismo, surrealismo, creacionismo…): sólo así puede aceptarse que alguien escriba que «los tornillos son los gusanos de hierro» (77), que «las únicas hojas que no mueren en los árboles de invierno son los pájaros» (97) o que «la O es el bostezo del alfabeto» (202)[13]. He aquí tres metáforas que inciden sucesivamente en las dimensiones físicas (M1), psicológicas (M2) y conceptuales (M3) de tres realidades completamente referenciales, dos de ellas —el gusano y los pájaros— procedentes del eje radial o de la naturaleza del espacio antropológico, donde, sin duda, anida siempre el espacio poético o estético.
¿Qué habría sido de las vanguardias sin una realidad y una naturaleza a las que fiscalizar con atención, distorsionar de forma tan lúdica y audaz, desnaturalizar sofisticadamente o desvirtuar desde el más agudo racionalismo crítico? El arte es indisociable de la realidad, auténtico espacio ontológico que dispone y hace posible su espacio estético, y por lo tanto también de la naturaleza, en tanto que eje radial que, junto con los ejes circular o humano y angular o religioso, da sentido a sus múltiples, dialécticos e inconmensurables contenidos. Lo que no es legible en el arte no es posible en la realidad. Y viceversa. Arte y realidad son conceptos conjugados, solidarios, entrelazados, pero en absoluto separables (falacia descriptivista), impermeables entre sí (falacia teoreticista) o mutuamente insularizados (falacia adecuacionista)[14]. Los poetas y preceptistas de las Vanguardias históricas, muy en particular en sus diferentes manifiestos, incurrieron de forma generalizada en la última de estas falacias, al postular frecuentemente una adecuación, yuxtaposición o correspondencia entre la nueva forma de su arte y la materia de una realidad que sólo desde la estética cubista, surrealista, creacionista, ultraísta, dadaísta, futurista, etc., resultaría legible en la plenitud de su esencia, autenticidad o rigor.
A Huidobro le obsesiona la idea de emanciparse por completo de la naturaleza, a través de un creacionismo libertador y absoluto[15]. Pero lo absoluto aquí no es el creacionismo del poema —que no deja de ser una tropología del concepto lírico o literario—, sino el idealismo del poeta. Huidobro lleva al terreno del arte el ideal romántico y posromántico de la «declaración de independencia frente a la Naturaleza» (25). Lo cierto es, sin embargo, que esta disociación entre arte y naturaleza es por completo idealista.
De acuerdo con el poeta chileno, el arte anterior a las Vanguardias no ha sido un arte ni creativo ni original, sino imitativo y reproductivo. Huidobro habla como si el Romanticismo hubiera comenzado con el creacionismo de su «Arte poética» (1916). Llega a considerar los contenidos basales o esenciales del arte y la literatura como espurios: «Yo tendré mis árboles que no serán como los tuyos, tendré mis montañas, tendré mis ríos y mis mares, tendré mi cielo y mis estrellas. Y ya no podrás decirme: «Este árbol está mal, no me gusta ese cielo…, los míos son mejores». Yo te responderé que mis cielos y mis árboles son los míos y no los tuyos y que no tienen por qué parecerse» (26). Pero lo cierto es que, se parezcan o no, los términos del arte son inconcebibles al margen de los términos de la realidad, sea esta natural (radial), artificial (circular) o numinosa (angular). Huidobro parece ser inconsciente de que las Vanguardias formalizan una serie de premisas poéticas y estéticas ya conquistadas por el Romanticismo.
En su escrito «La poesía» (1921), el autor chileno insiste de nuevo en la misma idea de emancipación del arte frente al mundo: «el poeta crea fuera del mundo que existe el que debiera existir» (27). Pero lo cierto es que no es posible salir del mundo real y efectivamente existente, y que el arte, en el mejor de los casos, sólo puede llegar a ser una prótesis más de la ontología especial del Mundo interpretado (Mi). Conviene no confundir el deseo con el Derecho. En su afán por imponer una dicotomía entre arte y realidad, entre lenguaje poético y naturaleza efectiva, Huidobro quiere dotar a la poesía de un estatuto ontológico diferente del que posee el mundo hasta ahora conocido. De este modo propone una suerte de hipóstasis del arte, desprendido de todo lo existente, y emancipado de toda realidad previamente dada: «El valor del lenguaje de la poesía está en razón directa de su alejamiento del lenguaje que se habla […]. La poesía es el lenguaje de la Creación» (28). Y no sin cierto paroxismo, llega a afirmar, en su «Manifiesto de manifiestos» (1925), que «la verdad artística empieza allí donde termina la verdad de la vida» (44). Asumir algo así equivale a ubicar la génesis del arte en un mundo muerto, irreal o imposible, en el que sólo reina una biología ficticia.
En 1945, superadas ya las Vanguardias históricas, Huidobro publica su escrito «El creacionismo», donde se confirman, acaso desde nuevas formas, ideas ya conocidas, y a las que el poeta sigue siendo completamente fiel[16]. Huidobro sintetiza de nuevo la esencia del pensamiento poético creacionista.
Os diré qué entiendo por poema creado. Es un poema en el que cada parte constitutiva, y todo el conjunto, muestra un hecho nuevo, independiente del mundo externo, desligado de cualquier otra realidad que no sea la propia, pues toma su puesto en el mundo como un fenómeno singular, aparte y distinto de los demás fenómenos.
Dicho poema es algo que no puede existir sino en la cabeza del poeta. Y no es hermoso porque recuerde algo, no es hermoso porque nos recuerde cosas vistas, a su vez hermosas, ni porque describa hermosas cosas que podamos llegar a ver. Es hermoso en sí y no admite términos de comparación. Y tampoco puede concebírselo fuera del libro.
Nada se le parece en el mundo externo; hace real lo que no existe, es decir, se hace realidad a sí mismo. Crea lo maravilloso y le da vida propia. Crea situaciones extraordinarias que jamás podrán existir en el mundo objetivo, por lo que habrán de existir en el poema para que existan en alguna parte […]. Un poeta debe decir aquellas cosas que jamás se dirían sin él (Huidobro, 1914-1925/2009: 65).
Huidobro maneja aquí múltiples conceptos e ideas, y por desgracia muy confusamente. Sigue refiriéndose a la poesía como algo separable del cosmos del que brota, e incluso, como se ha visto, de la razón que lo hace posible. El arte como una entidad disociada nos remite a una ontología atomista, donde los términos y referentes del mundo no están relacionados entre sí, donde no habría influencias entre unas y otras obras de arte, donde la tradición no existiría, donde la realidad no resultaría legible como fuente de referencia y conocimiento —porque «el poeta no imitará más a la naturaleza, pues no se da el derecho de plagiar a Dios» (Huidobro, 1914-1925/2009: 104)[17]—, y donde, en suma, la vida humana misma sería imposible, porque sin relación alguna efectiva no hay nada factible que comunicar ni intercambiar. La premisa de la que quiere partir Huidobro nos sitúa en un mundo absolutamente idealista, utópico y ucrónico.
Además de todo ello, el creacionismo acaba por disolverse en un reduccionismo formalista y psicologista de primera categoría, es decir, en un idealismo de nuevo absoluto: porque «el poema es algo que no puede existir sino en la cabeza del poeta». Algo así equivale a pulverizar la razón y la creatividad poéticas en una experiencia completamente personal, subjetiva y, en suma, autológica. Se niega, al cabo, no sólo un mundo compartido, sino la existencia efectiva de lo poético como tal, al exigir la creación de «situaciones extraordinarias que jamás podrán existir en el mundo objetivo». Lo cierto es que el poder del creacionismo anhelado y postulado por Huidobro es sumamente limitado. Sus creaciones son relaciones ideales construidas a partir de términos reales, todo lo cual da lugar a términos nuevos, sí, pero irreales, cuya materialidad es absolutamente idealista, como el pájaro que anida en el arcoíris o el Dios azul de Juan Ramón Jiménez. Se trata, en suma, de una literatura programática o imperativa que, partiendo de realidades camina hacia un mundo ideal e imposible, hacia la utopía de un arte conceptual propia de un mundo irreal. Es, además, una literatura que se ve enriquecida, en sus propósitos programáticos, por procedimientos propios de una literatura sofisticada o reconstructivista, que está en la base de todas las manifestaciones del arte de Vanguardias. En este contexto, el creacionismo, de forma particular y muy intensa, da lugar a una poesía eminentemente conceptual, su núcleo es siempre —como la greguería— un concepto metafórico, metonímico o autonómico dado entre dos términos reales y una relación ideal y tropológica que los implica, basada en una analogía, en una afinidad o en una dialéctica.
Por todas estas razones, el divorcio que tan reiteradamente impone Huidobro entre arte y naturaleza es inconsecuente incluso con su propia obra literaria y crítica. Las Vanguardias históricas confirmaron meritoriamente la exigencia que el Romanticismo había requerido frente al arte antiguo, es decir, superaron la reducción radial que la poética mimética o aristotélica había impuesto históricamente al arte como imitación de la realidad. Pero incurrieron, desde las tres críticas kantianas, en una reducción aún más onerosa, si cabe, de los materiales poéticos y estéticos, que resultaron encerrados en el formalismo subjetivo (M2) del eje circular o humano —«la cabeza del poeta»—, precintando el arte en un autologismo, pretendidamente autónomo, a veces también intrascendente, y al cabo incluso inerte e ininteligible. No por casualidad, y sin cierta ironía, Ortega escribe en La deshumanización del arte (1925/1983: 53) que «se dirá que el arte nuevo no ha producido hasta ahora nada que merezca la pena, y yo ando muy cerca de pensar lo mismo […]. La empresa que acomete es fabulosa —quiere crear de la nada. Yo espero que más adelante se contente con menos y acierte más».
Una vez más, hay que salir de la literatura para interpretar la realidad.
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NOTAS
[1] Recogido en Antología (1945), y reeditado en Manifiestos de Huidobro (1914-1925/2009: 63).
[2] Vicente Huidobro (1989: 3), «Arte poética», El espejo de agua (1916).
[3] Vid. especialmente «El futurismo» (Pasando y pasando, 1914) y «Futurismo y maquinismo» (Manifestes, Paris, Éditions de la Revue Mondiale, 1925), ambos reproducidos en Huidobro (1914-1925/2009: 19-24 y 82-85). En adelante, cito por esta última edición, indicando la página entre paréntesis.
[4] En su escrito «Yo encuentro» (1925), Huidobro es tajante en este punto: «Personalmente, yo no admito el surrealismo, pues encuentro que rebaja la poesía al querer ponerla al alcance de todo el mundo, como un simple pasatiempo familiar para después de la comida […]. Proclamáis lo arbitrario, pero lo arbitrario no existe» (Huidobro, 1914-1925/2009: 77). Incluso más adelante llega a resolver su interpretación al respecto con una suerte de greguería: «El surrealismo actual no es sino el violoncelo del psicoanálisis» (79). Con el paso del tiempo, Huidobro no estará sólo en su crítica al surrealismo. Leopoldo de Luis escribe, desde la perspectiva de la denominada poesía social, las siguientes palabras al respecto: «El superrealismo, que siente un desesperado deseo de realidad y se escapa, por los canales del sueño, al idealismo; que nace como oposición al Simbolismo y acaba por hacer del símbolo su fabulosa locura; que quiere dar a la poesía el vuelo de un destino, pero lleva en el ala el plomo de la ininteligibilidad, convirtiéndose en un juego para iniciados. Que quiso —en resumen— expresar al hombre, pero le volvió la espalda» (Leopoldo de Luis, 1965/2010: 193).
[5] Es curioso que muchos colegas —mujeres y hombres— digan con frecuencia, y nunca en público, sino en privado, en relación con el contenido de sus trabajos de investigación frases de este tenor: «Tengo que incluir a María de Zayas o a alguna mujer, porque, si no lo hago, ¡las feministas me van a matar!». Cuando menos, declaraciones de este tipo son muy reveladoras. ¿Qué sentido tiene que «las feministas» protagonicen conversaciones y anécdotas de este tipo? Hoy se asume con «naturalidad» indiferente y automatismo irreflexivo el carácter intimidatorio de las denominadas «minorías», es decir, de grupos de poder e ideología a los que sólo se toma en serio por su eventual capacidad para hacer daño.
[6] Sobre la idea de conceptos conjugados, vid. Bueno (1978a).
[7] Huidobro pone esta declaración, inspirada en la Ciencia nueva (1725) de Vico, en boca de los psiquiatras Antheaume y Dromard, tal como se reproduce en el libro Psychologie de l’invention, de Frédéric Paulhan, publicado en Paris en 1901.
[8] Nótese la reiteración de la misma idea, casi literalmente, en La deshumanización del arte de Ortega (1925/1983: 35) «La misión de aquel [el poeta] es inventar lo que no existe».
[9] Apud «Manifiesto tal vez», publicado en Création, Paris, febrero de 1924. La cita puede verse en Huidobro (1914-1925/2009: 100).
[10] Esta poética de conceptos autológicos define la etapa lírica que se abre en la vida de Juan Ramón con la publicación de Diario de un poeta recién casado, escrito a lo largo de 1916 y publicado al año siguiente. Esta obra pone fin, tras Sonetos espirituales (1914-1915) y Estío (1916), a su etapa inicial, más próxima al Modernismo, si bien con muchos matices.
[11] La deshumanización del arte (1925) de Ortega es un muy breve ensayo que, en su esencia, ofrece una reinterpretación provanguardista de la estética kantiana. En realidad, este opúsculo podría leerse como un manual de literatura sofistificada o reconstructivista. Ortega ofrece aquí una teoría sociológica y clasista del arte. Es bien cierto que las vanguardias históricas no habrían existido sin una sociedad clasista que las hiciera posibles. La deshumanización del arte es también una suerte de manifiesto con el que Ortega, muy oportunamente, trata de ponerse a la cabeza de unas Vanguardias ya muy consumadas, como si aún pudiera convertirse en portavoz o guía espiritual de ellas. Pero la teoría del arte de Ortega es psicologista, sociologista y clasista, como se ha indicado, basada en una argumentación de notable simplicidad. Quien no se siente atraído por el nuevo arte, y no es capaz de apreciarlo, es porque es un ignorante, incapaz de pensamiento y sensibilidad suficientemente solventes. Es el hombre-masa, que reacciona con irritación o indignación ante un arte superior a sus competencias intelectivas. Ortega se sitúa en una concepción dialógica del arte, limitado éste a una minoría selecta. Las normas del arte las impone, de este modo, un reducido número de personas, a quienes compete la gestión de la construcción e interpretación de los materiales estéticos. Para Ortega, como bien sabemos, el arte es una cuestión gremial y elitista. Dicho de otro modo: de un gremio clasista. Aún faltan cinco años para que publique La rebelión de las masas, pero ya en 1925 escribe palabras que sorprenderían a cualquier socialdemócrata posterior o posmoderno contemporáneo: «El arte nuevo […] no es para todo el mundo, como el romántico, sino que va desde luego dirigido a una minoría especialmente dotada. Cuando a uno no le gusta una obra de arte, pero la ha comprendido, se siente superior a ella y no ha lugar a la irritación. Mas cuando el disgusto que la obra causa nace de que no se la ha entendido, queda el hombre como humillado, con una oscura conciencia de su inferioridad que necesita compensar mediante la indignada afirmación de sí mismo frente a la obra […]. Durante siglo y medio el «pueblo», la masa, ha pretendido ser toda la sociedad. La música de Strawinsky o el drama de Pirandello tienen la eficacia sociológica de obligarle a reconocerse como lo que es, como «sólo pueblo», mero ingrediente, entre otros, de la estructura social, inerte materia del proceso histórico, factor secundario del cosmos espiritual. Por otra parte, el arte joven contribuye también a que los «mejores» se conozcan y reconozcan entre el gris de la muchedumbre y aprendan su misión, que consiste en ser pocos y tener que combatir contra muchos. Se acerca el tiempo en que la sociedad, desde la política al arte, volverá a organizarse, según es debido, en dos órdenes o rangos: el de los hombres egregios y el de los hombres vulgares. Todo el malestar de Europa vendrá a desembocar y curarse en esta nueva y salvadora escisión. La unidad indiferenciada, caótica, informe, sin arquitectura anatómica, sin disciplina regente en que se ha vivido por espacio de ciento cincuenta años no puede continuar. Bajo toda la vida contemporánea late una injustificada profunda e irritante: el falso supuesto de la igualdad real entre los hombres» (Ortega, 1927/1983: 14-15). Desde hace décadas nadie con sensatez puede suscribir la sociología que subyace en estas palabras, de un idealismo discriminatorio y —no se niegue— de una no menos inquietante ascendencia afín al idealismo luterano alemán. Estábamos entonces en 1925. Mientras los poetas decoraban con versos de poesía pura sus torres de marfil, Alemania se acercaba a los seis millones de desempleados, y la revolución Nazi estaba a punto de estallar. Ortega fue ese gran maestro en el erial (Morán, 1998), cuyos discípulos, siguiendo lecciones sobre invertebración y fragmentación de España, diseñaron años después una Transición política (1975-1982) a la medida de sus más gremiales y elitistas intereses personales de generación. Es posible que Ortega fuera incapaz de ver los recursos artísticos del arte romántico —según él, el arte del hombre-masa—, del mismo modo que fue incapaz de ver el contenido humano del arte nuevo, que interpretó como completamente deshumanizado. Pero ésta es ya una polémica intempestiva y anacrónica. A Ortega casi siempre le han interpretado, glosado y recitado, sus propios amigos, discípulos y simpatizantes.
[12] La dimensión lúdica del arte forma parte de la esencia de todas y cada una de las vanguardias históricas. Con una excepción acaso única, el Guernica (1937) de Picasso. En palabras de Ortega (1925/1983: 48), «el arte mismo se hace broma. Buscar […] la ficción como tal ficción es propósito que no puede tenerse sino en un estado de alma jovial. Se va al arte precisamente porque se le reconoce como farsa […]. El artista de ahora nos invita a que contemplemos un arte que es una broma, que es, esencialmente, la burla de sí mismo. Porque en esto radica la comicidad de esta inspiración. En vez de reírse de alguien o algo determinado —sin víctima no hay comedia—, el arte nuevo ridiculiza el arte».
[13] Como el lector habrá constatado, se trata de tres célebres greguerías de Ramón Gómez de la Serna (1911-1963). Se señala entre paréntesis la página correspondiente de la edición citada en la bibliografía final.
[14] Sobre estas tres falacias, vid. Bueno (1992) y Maestro (2007b). La falacia descriptivista consiste en una hipóstasis de la materia, de tal modo que la forma sería un añadido que iría describiendo una materia ajena, preexistente y apriorística (Aristóteles); la falacia teoreticista se basa en una hipóstasis, aislamiento o supremacía de la forma, de manera que si algo falla, quien se equivoca es la realidad (Popper, 1964); la falacia adecuacionista sobreviene al hipostasiar por separado forma y materia, con el fin de yuxtaponerlas o coordinarlas posteriormente como si la una y la otra no hubieran tenido nada que ver (Kant, 1781, 1790). El único procedimiento de evitar tales falacias gnoseológicas es el circularista (Bueno, 1992), que dispone que forma y materia son conceptos conjugados o solidarios, mutuamente entrelazados, de modo que la una es inconcebible e imposible sin la otra. No hay monedas de una sola cara.
[15] Ortega parafrasea esta misma idea en La deshumanización del arte, para reproducirla sin la menor crítica ni objeción: «El objeto artístico sólo es artístico en la medida en que no es real» (Ortega, 1925/1983: 18).
[16] Reproducido en Huidobro (1914-1925/2009: 63-76).
[17] Huidobro escribió estas palabras en su «Manifiesto tal vez», publicado en Création, París, febrero de 1924.
- MAESTRO, Jesús G. (2017-2022), «Creacionismo y Vanguardias: Vicente Huidobro», Crítica de la razón literaria: una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica. Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades del conocimiento racionalista de la literatura, Editorial Academia del Hispanismo (IV, 3.27), edición digital en <https://bit.ly/3BTO4GW> (01.12.2022).
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