IV, 3.11 - El teatro cómico breve de Calderón como teatro político

 

Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices





El teatro cómico breve de Calderón como teatro político


Referencia IV, 3.11


Crítica de la razón literaria, Jesús G. Maestro

Convencionalmente, la crítica calderoniana ha abordado el estudio de la obra cómica de Calderón, sobre todo en su teatro breve, desde criterios casi exclusivamente retóricos, destinados a la descripción de recursos y procedimientos formales cuyo manejo discursivo y espectacular puede provocar mayor o menor gracia, sonrisa o carcajada. Junto a la descripción retórica de estos recursos, a los que se atribuye, o en los que se identifica, una intención cómica, se mencionan conceptos como burla, ridículo, grotesco, sátira, carnaval, parodia, chiste, caricatura..., y otros varios, con frecuencia para concluir —sin apenas sistematizar ninguna de estas categorías— en que Calderón hace un uso «genial» de todas ellas, y demostrar de este modo las excelencias de un dramaturgo risueño, feliz y de gran sentido del humor[1]. Sin embargo, este tipo de crítica es deliberadamente cínica e irresponsable, porque trata de evitar algo en realidad esencial y comprometedor: la subordinación convicta, pero inconfesa, del teatro cómico breve de Calderón a los mismos imperativos políticos, programáticos e imperativos que rigen sus comedias mayores.

La poética del entremés ha sido sin duda muy dignificada académicamente por el ejercicio de la crítica literaria. El entremés nace para entretener a la gente que asiste a los corrales durante los entreactos de las comedias. Ésta fue su función genética. Mantener y asegurar la diversión durante las pausas de la comedia[2]. Con el paso del tiempo esta función se hace autónoma, y se impone por sí misma frente a las obras de teatro mayor, sintetizando en el formato del entremés una serie de cualidades específicas de la experiencia cómica, que pueden identificarse desde una triple dimensión 1) sintáctica o formal —brevedad y rapidez, intensidad y concentración de elementos—, 2) semántica o conceptual —determinada por lo grotesco (la representación de una experiencia cómica dentro de la cual se integra material o sensorialmente un elemento incompatible con la risa, pero indisociable de ella) y la parodia (imitación burlesca de un referente serio)—, y 3) pragmática o funcional —la finalidad del entremés es entretener y divertir a la mayoría de la gente, es decir, de la sociedad, mediante la experiencia orgánica de la risa—.

Consideramos que la parodia y lo grotesco son, con más frecuencia que otros, los objetivos fundamentales de la poética de lo cómico en la poética del entremés. La parodia, entendida como la imitación o reproducción burlesca de un referente serio —perteneciente con frecuencia a un estatuto jerárquicamente superior del que corresponde al sujeto que ejecuta la parodia—, es fuerza motriz en la fábula del entremés, así como en los atributos que definen a sus personajes, y en los objetivos y consecuencias esenciales a los que responde la teleología de este teatro cómico breve.

Los personajes de entremés no actúan sobre el tablado para representar de forma sistemática la parodia de una forma de vida estamentalmente superior, sino la parodia de determinadas formas de conducta propias de gente socialmente baja, físicamente torpe o discapacitada, e intelectualmente subdesarrollada. Los personajes entremesiles no se burlan de la vida que llevan sus amos, que en realidad desearían para sí, como Sancho ansía el gobierno de la ínsula —pretensión de por sí grotesca—; sino que somos nosotros, el público lector o espectador, como el vulgo del siglo XVII, quienes, en complicidad con el autor o dramaturgo, nos reímos de ellos, al contrastar sus deseos con sus posibilidades, es decir, más crudamente, sus necesidades con su educación. Los personajes de entremés no ejecutan actos paródicos contra los ideales auriseculares, sino contra determinados arquetipos humanos que resultan caracterizados precisamente por su impotencia y sus limitaciones ante la exigencia de cumplir de forma correcta con esos ideales auriseculares. Son bobos o simples que no actúan con intención de imitar consciente y burlescamente a prototipos sociales superiores. Hacen justo lo contrario: imitan seriamente a personajes honorables, decorosos, ennoblecidos, con intención manifiesta de parecerse a ellos, de igualarse con ellos en valores como el honor, la cortesía o la riqueza. Naturalmente, no lo consiguen. Lo que hacen los personajes de entremés no es imitar burlescamente algo serio, de forma consciente y con sentido crítico o humorístico, sino imitar seriamente algo, o a alguien, que, superior a ellos, les resulta formalmente inalcanzable. Esta distancia, visible en la insuficiencia formal, en la impotencia material y corporal, en la experiencia cómica que retrata a estos personajes en el desarrollo y las pretensiones de su conducta, es una de las características esenciales del entremés, y en ella se basa toda una poética de la parodia y toda una estética de lo grotesco.

Cuatro son los elementos fundamentales que determinan la naturaleza de la parodia: 1) el artífice o autor de la parodia, 3) el sujeto o personaje que ejecuta la parodia, 3) el objeto o referente burlescamente imitado, y 4) el código de la parodia, que sirve de marco de referencia contextual a su interpretación, es decir, el sistema de referencias que hace posible y visible la degradación del objeto parodiado. 

Así, por ejemplo, en El desafío de Juan Rana, el artífice de la parodia no es otro que Calderón, su autor; el sujeto que la ejecuta es el protagonista que da título al entremés, Juan Rana; el objeto o referente de la burla es el prototipo humano del bobo o simple, caricaturizado y ridiculizado en la figura del protagonista; y el código en virtud del cual interpretamos esta parodia es el código del honor aurisecular. Este esquema, con variantes exclusivamente accidentales, se reproduce de forma regular en casi todos los entremeses de Calderón. 

Sucede que la crítica calderoniana, al ocuparse de su obra cómica breve, se ha limitado con frecuencia a exaltar de forma más entusiasta que rigurosa lo paródico en el teatro de Calderón, así como a describir retóricamente algunos de los infinitos recursos formales usados por el dramaturgo para expresar comicidad. Resultado de esta tendencia ha sido confundir de forma reiterada el código de la parodia con el objeto de la imitación burlesca, es decir, el código del honor con el prototipo del bobo o simple, dicho con otras palabras, lo burlescamente imitado en el entremés con aquello que hace posible su degradación. 

En verdad se trata de dos realidades lógicas materialmente diferentes, que de forma obligatoria han de estar discriminadas para comprender la verdadera naturaleza paródica de estos entremeses. A partir de esta confusión de conceptos —del objeto de la parodia con el código—, la crítica ha dictaminado que Calderón parodia en sus entremeses la idea del honor, cuando lo que real y materialmente parodia es la estulticia y la torpeza de aquellos individuos incapaces de salvaguardar, poseer y hacer valer, la idea del honor que la sociedad española aurisecular exige a sus miembros. Lejos de discutir el dogma, Calderón lo confirma también en su obra cómica. Nada escapa en Calderón a los imperativos y exigencias de una literatura programática o imperativa.

Por estas razones, la esencia del entremés, desde el punto de vista de la poética de lo cómico, está determinada por la expresión de la parodia y de lo grotesco, de tal modo que 1) la parodia debe interpretarse como la imitación burlesca de un referente serio, que no son los ideales auriseculares, sino los prototipos humanos y sociales incapaces de hacer valer correctamente tales ideales, y 2) lo grotesco ha de entenderse como la yuxtaposición o integración irresoluble entre una experiencia risible y un elemento incompatible con la risa, el cual es, sin embargo, parte esencial en la materialización y percepción sensorial de esa experiencia cómica.

La risa es el efecto orgánico del placer cómico. Es, ante todo, una experiencia orgánica, corporal, más o menos instantánea y con frecuencia muy poco duradera. Desde un punto de vista actancial o pragmático, no hay nada más inocente o inofensivo, pues no construye ni destruye materialmente nada, y apenas se prolonga momentáneamente durante unos instantes. Materialmente hablando, no hay nada más inofensivo que la experiencia cómica. Dígase lo que se quiera, la risa sólo afecta a los estados de ánimo, y muy momentáneamente: no cambia nada, los hechos, sociales y naturales, son por completo insensibles a la carcajada, y los seres humanos que se sienten suficientemente protegidos por determinados poderes o derechos son igualmente indolentes a la risa de los demás. La capacidad que tiene la tragedia para conmover y para discutir legitimidades no la tiene la experiencia cómica. Si el discurso crítico se tolera más a través de las burlas que a través de las veras es precisamente porque sus consecuencias cómicas son mucho más insignificantes que cualquiera de sus expresiones trágicas. 

Cuando la comedia es posible, la realidad es inevitable. Sólo tolera la risa quien está muy por encima de sus consecuencias. Quien, sin embargo, se siente herido por el humor, es decir, quien se toma en serio el juego, es porque tiene razones para sentirse vulnerable. Su debilidad le hace confundir la realidad con la ficción. No puede soportar una relación tan estrecha, tan próxima, entre su persona y la imagen que de su persona le ofrecen los burladores. La comedia es una imagen duplicada de la realidad, que insiste precisamente en la objetivación de determinados aspectos, hasta convertirlos en algo en sí mismo desproporcionado, pero siempre característico de un prototipo totalmente despersonalizado y aún así perfectamente identificable. Esta despersonalización, este anonimato, de la persona en el arquetipo, hace socialmente tolerable la legalidad de la experiencia cómica, del mismo modo que la verosimilitud la hace estéticamente posible en la literatura, el teatro o la pintura.

En alguno de los sentidos que apunto, podría decirse incluso que la risa es una declaración o manifestación de impotencia: cuando no es posible cambiar materialmente lo que nos disgusta, nos burlamos idealmente de ello. Es una forma de hacer posible la convivencia frente aquello con lo que disentimos, y con lo que no estamos dispuestos a identificarnos. Cuando no es posible modificar, suprimir, desterrar lo que nos incomoda, prescindir de aquello con lo que no nos identificamos; cuando no es posible anular lo que nos resta posibilidades de ser nosotros mismos, entonces, lo contrarrestamos, y lo contrarrestamos mediante la burla, la parodia o la risa. 

La ironía adquiere un sentido trascendente cuando sus referentes son reales. Y fácilmente se convierte en ironía trágica, perdiendo todo posible sentido cómico, si sus referentes son físicamente destructores del ser humano. La ironía, como la risa misma, prefiere siempre hechos reales, y a ser posible definitivamente consumados. Reírse de ficciones, ironizar sobre lo imaginario, es, por un lado, una de las cualidades de la inocencia. Por otro lado, es también una forma ideal y alienante de evitar un encuentro con la realidad, es decir, de cumplir con las exigencias de un determinado código moral, que un Estado, una corporación, una Iglesia, un gremio académico incluso, pueden asumir como propios para monopolizar y organizar desde él su propio sentido de lo cómico, sin penetrar para nada en los problemas reales de una sociedad —que abatirían sus fundamentos como tal gremio—, sin abandonar nunca un moralismo acrítico con sus propias contradicciones, un moralismo feliz, estoico, fabuloso. 

La risa puede penetrar en la realidad o evadirse de ella, puede criticar lo que se constata a nuestro alrededor, discutiendo sus fundamentos materiales, o puede burlarse de ficciones y prototipos intrascendentes, es decir, puede parodiar el concepto del honor y sus fundamentos sociales, denunciando un prejuicio que excluye del grupo al que es distinto (El retablo de las maravillas de Cervantes), o puede simplemente burlarse de un tonto vulgar y simpático que no es capaz de comportarse en público con el sentido del honor que la sociedad exige de él (El desafío de Juan Rana de Calderón). En el primer caso, se parodia el honor aurisecular; en el segundo, el tonto que no lo sabe hacer valer. Lo hemos dicho: no conviene confundir el objeto de la parodia —el honor en el caso de Cervantes; Juan Rana, como bobo o simple, en el entremés de Calderón—, con el sujeto de la parodia —los personajes del entremés, tanto en la pieza de Cervantes como en la de Calderón—. En el calderoniano Desafío de Juan Rana, el concepto de honor aurisecular es imprescindible para que la burla y la parodia del personaje surtan efecto cómico; en el cervantino Retablo de las maravillas el mismo concepto del honor es indispensable para que lo cómico se transforme en humor amargo, y para que la parodia se convierta en crítica social. 

La risa puede ser crítica si atenta contra la realidad material, fundamental para el desarrollo o la pervivencia de determinadas instituciones o formas de conducta, o meramente inocente si busca recrearse en la ficción o el imaginario intrascendentes. La risa de los entremeses calderonianos —a diferencia de la comicidad cervantina— discurre con gran fluidez por el último de estos caminos. La mejor forma de controlar un impulso moralmente tan inquietante como la risa no es suprimirlo, sino organizarlo desde lo imaginario intrascendente, desde una ficción socialmente acrítica, desde una fábula sin consecuencias, desde unos entremeses que hablan a la experiencia ya codificada de lo risible, sin abrir ni sugerir grietas nuevas o posibles en el edificio moral del Estado (entonces casado con la Iglesia, hoy disuelto en una democracia indefinida en términos de globalización), a cambio eso sí de abrirlas, en todas sus posibilidades, en el anchuroso mundo de la retórica de la literatura y del espectáculo, algo en lo que Calderón, sin duda, fue uno de los mejores maestros, sino el primero, de su tiempo. 

Calderón sabe que el chiste y la risa no solucionan ningún problema concreto, pero sí está seguro de que contribuyen a formar una conciencia de lo inconveniente, de lo censurable, de lo proscrito, es decir, una conciencia del mal, y de todo cuanto resulte negativo para la confirmación de los ideales sociales de un Estado. Podemos reírnos de todo, excepto de lo políticamente correcto en cada tiempo y lugar. Calderón se burla en sus entremeses de las gentes singulares que, con frecuencia por su torpeza o impotencia, no se ajustan a las normas. Cervantes, por su parte, se burla de las normas. Es la diferencia entre la astucia y la inteligencia. Más precisamente, entre el respeto a lo políticamente correcto y la lucha por la libertad. Dicho de otro modo, la dialéctica entre la obsecuencia y la valentía.

La idea fundamental que aquí se sostiene es que, en su teatro cómico breve, Calderón utiliza la poética de lo cómico, basada sobre todo en la parodia, lo grotesco y la risa, con el fin de consolidar la ideología social y moral —es decir, la política— propia del Estado español del siglo XVII[3]. Verifiquemos esta idea en la interpretación de algunos de sus entremeses. 

La mayor parte de sus piezas cómicas se construyen sobre la parodia de determinados prototipos, principalmente el bobo o simple, y con frecuencia otros arquetipos singulares, como el «lindo», el hipocondríaco, la «pidona», el avaro, el sacristán, el soldado fanfarrón, el cornudo, el cristiano nuevo, la viuda inconsolable, el rufián, la prostituta, el estudiante capigorrón, el vejete, etc. Así, por ejemplo, en La casa de los linajes, entremés de desfile de figuras, como Las jácaras y Las carnestolendas, un personaje utiliza palabras con supuestos fines mágicos, a los que se atribuye la sucesiva aparición de criaturas arquetípicas procedentes de lo más bajo de la sociedad barroca. Surge lo grotesco cuando todos ellos alardean del linaje y la nobleza de sangre. El rústico desafío amoroso por celos entre dos personajillos, don Tristán y don Gil, es causa o pretexto para un desfile de figuras que pretenden hacer ostentación de una honra y una alcurnia de las que carecen manifiestamente. 

El despliegue de figuras marginales recorre el entremés: sastre, zurdo, negro, corcovado, moro, barbero, mondonguera, trapera, dueña..., todos actúan como si poseyeran el honor supremo de la sociedad barroca. Muestran exageradas ínfulas de grandeza social, y pretenden ostentar un honor y una dignidad que realmente resulta por completo inasequible para ellos. El entremés no parodia en realidad el concepto de linaje o de honor, sino el comportamiento ridículo de estas gentes que, rufianescas, marginales o serviles, se atribuyen valores que no les pertenecen en absoluto. Y con los que no pueden identificarse, sin hacer el ridículo e incurrir en lo grotesco, porque simplemente no pueden ni sostener tales valores y defenderlos de ningún modo. Son valores que el sistema social y político en el que viven les niega oficialmente. Incluso también biológica y genealógicamente, no sólo de forma social, estamental o política. El honor resultaría parodiado o desmitificado, si el entremés desacreditara a quienes en verdad pueden poseerlo, personajes nobles y aristocráticos, por ejemplo, para los cuales el honor —teóricamente al menos— se sustantiva en el linaje y en la sangre. La casa de los linajes parodia la pretensión social de los marginados, sus ínfulas inanes de honra y de prestigio, pero no la honra en sí, ni la nobleza hereditaria en sí —que no hacen acto de aparición en ninguna parte del entremés—, sino a los personajes serviles que pretenden ridículamente la posesión de tales valores.

Está claro que ningún espectador querría verse identificado en la sociedad barroca de la que formaba parte con uno de estos prototipos parodiados en el teatro breve calderoniano. Desde este punto de vista, Pérez de León ha expresado, con un realismo crítico muy coherente, el valor funcional de la risa y lo cómico en los entremeses de Calderón:


El humor del teatro breve barroco —especialmente a partir de la segunda década del siglo XVII— apenas cuestiona la realidad y contribuye, complementando a las comedias, a alienar a la gente de otros pensamientos que no sean la evasión y el divertimiento de la risa fácil. Si la comedia calderoniana provocaba admiración ante la ostentación de recursos, medios, vestuarios y actuación de los autores, el entremés barroco sirve para evadir y provocar la burla de lo aparentemente ajeno, con una risa integradora que une en lo negativo promoviendo un miedo a ser asociado con el personaje objeto de las bromas (Pérez de León, 2002: 1093).


Las consecuencias de la risa pueden ser inofensivas, tal vez... Pero nunca jamás son inocentes. Inocencia, o cinismo, es lo que tienen algunos lectores y críticos de Calderón.


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NOTAS

[1] En esta línea se mueven incluso los mejores trabajos de Luis Iglesias, quien se propone demostrar que «Calderón poseía un agudo y muy despierto sentido del humor», que «puede dar amplio campo a la risa más franca y a veces chocarrera» (Iglesias, 2002: 16-17). También Chiquito de la Calzada disponía de un muy agudo y despierto sentido del humor, pero tal cosa no significa en sí misma nada en particular. Y precisando sus objetivos, advierte que «Calderón, en efecto, da muestras muy abundantes, no sólo de dominar el mundo de la comicidad y de la risa, sino específicamente el del humor, planta rara al parecer entre españoles» (18). El humor no es una experiencia extraña entre españoles, en absoluto, sino más bien entre filósofos, hombres de Iglesia y profesores universitarios, siempre en líneas generales y según casos y circunstancias tópicas. Iglesias cifra lo más inteligente del humor calderoniano en su «distanciada y algo burlona conciencia de la propia actividad como escritor, que revela uno de los ingredientes fundamentales de la presencia del humor, cual es la capacidad de ironizar y reírse de sí mismo o de lo que uno hace» (Iglesias, 2002: 18). Sin embargo, el aspecto que más llama la atención de la argumentación de Iglesias es que resulta ejemplificada con citas de textos que se limitan exclusivamente a una expresión metateatral de ciertas comedias de Calderón, dimensión metateatral, por otra parte, muy frágil, si la comparamos con lo que, sin salir del mismo autor, es El gran teatro del mundo. Este repertorio de ejemplos del humor calderoniano se reduce en suma a una enumeración de algo más de media docena de recursos, presentes, francamente, en la historia del teatro europeo desde Menandro y Aristófanes en la Grecia antigua y, sobre todo, desde la comedia de Plauto, en la Roma del siglo III a.n.E. (vid., a este respecto, los siguientes trabajos, donde los mismos rasgos metateatrales que Iglesias señala como representativos del humor en Calderón los encontramos en los textos plautinos: González Vázquez, 2001; Slater, 1985). Autonominación, alusiones escénicas a técnicas teatrales propias, autorreferencias a otras obras calderonianas, ironías de personajes sobre las convenciones de la comedia nueva, expresiones metateatrales sobre las condiciones escenográficas para la puesta en escena, apelaciones al público..., son los recursos aquí aducidos como «refinado ejercicio de metateatro», o como «concepción teatral que se sabe sabia y quiere dejar constancia de su carácter de lúcido juego para espectadores inteligentes, que pueden entender el guiño de humor del escritor y saben apreciarlo» (Iglesias, 2002: 20). Seamos sinceros: algo así puede decirse prácticamente de cualquier dramaturgo. Y acaso también de cualquier persona, anuncio publicitario o conversación de sobremesa. Iglesias nos ofrece una muestra de expresiones cómicas calderonianas que verdaderamente no van —en este caso—más allá de la expresión metateatral, comúnmente utilizada a lo largo de la Historia por dramaturgos muy diversos. En los ejemplos aducidos por Iglesias, Calderón se limitaría a ofrecernos una parodia de aquellos rasgos en los que se pone de manifiesto, bien entrado el siglo XVII, la fosilización de la comedia nueva lopesca. Es un humor que señala los límites de un callejón sin salida, «die ausweglose Komödie», en términos del hispanista alemán Matzat (1986). Algo resulta cómico cuando comienza a ser imitable. Es lo que sucede con los recursos de la comedia nueva de camino al segundo tercio del Seiscientos. Calderón aprovecha algunos recursos cómicos, francamente tenues y momentáneos, que le brinda la parodia de ciertas formas anquilosadas y architipificadas de la comedia nueva. No creo que el humor calderoniano pueda reducirse a un formulismo de este tipo. Sería el suyo entonces un humor metateatral, metadiscursivo, intrascendente fuera del mundo de la ficción escénica, por completo acrítico con circunstancias y hechos pertenecientes a la realidad de la vida histórica, social o política. Y no es así.

[2] La crítica académica interpreta la realidad desde la realidad académica, y así idealiza inevitablemente, y siempre de forma muy ordenada, por supuesto, los hechos que somete a su interpretación. De este modo, Aubrun (1982) habla del entremés como de una «ruptura de la ficción», cuando realmente nada hay más ficticio que la acción de un entremés, destinada precisamente a continuar la ficción cómica (y evitar así su ruptura) que cesa durante los entreactos de la representación de la comedia.

[3] Pérez de León ha desarrollado también algunas ideas afines en este terreno, con las que coincido plenamente: «Si profundizamos un poco en argumentos, temas, personajes y el tipo de humor que lo acompañan, descubriremos que el teatro breve [de Calderón] esconde cargas ideológicas que, muchas veces, no sólo no invierten ni contrastan con lo defendido en las comedias, sino más bien contribuyen a perpetuar los valores promovidos por estas» (Pérez de León, 2002: 1090; 2005).






Información complementaria


⸙ Referencia bibliográfica de esta entrada

  • MAESTRO, Jesús G. (2017-2022), «El teatro cómico breve de Calderón como teatro político», Crítica de la razón literaria: una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica. Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades del conocimiento racionalista de la literatura, Editorial Academia del Hispanismo (IV, 3.11), edición digital en <https://bit.ly/3BTO4GW> (01.12.2022).


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