IV, 3.10 - El teatro del Siglo de Oro ante el poder político


Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices





El teatro del Siglo de Oro ante el poder político


Referencia IV, 3.10


Es malo lo que introduce la discordia en el Estado.

Baruch Spinoza (Ética, 4, XI).

 


Crítica de la razón literaria, Jesús G. Maestro

Al poder sólo se le puede seducir, vencer o burlar. Cada una de estas formas de conducta ha dado lugar en la literatura a géneros literarios sumamente fecundos, que van desde la más temprana lírica amorosa europea hasta la épica más antigua y reciente, pasando por todas las formas de géneros teatrales cómicos. No en vano el teatro puede considerarse como uno de los géneros literarios y espectaculares cuyas relaciones con el poder, en todas sus diversas variantes y fórmulas, han sido siempre de analogía, paralelismo o dialéctica, según pretendiera identificarse con él, discurrir acríticamente sin interferirlo, o enfrentarse de forma sistemática a sus fundamentos esenciales.

En este capítulo se ofrecerá una reflexión a propósito del teatro español del Siglo de Oro desde el punto de vista de la idea y concepto de poder, tomando como contexto determinante o de referencia la sociedad política o Estado. Para ello me serviré de los presupuestos metodológicos de la Crítica de la razón literaria, como sistema de pensamiento y como Teoría de la Literatura[1]. En primer lugar, expondré la idea y concepto de poder, para articular, en segundo lugar, esta idea en los espacios ontológico, antropológico y poético o estético; y finalmente, en tercer lugar, pondré en relación las interpretaciones resultantes con los conceptos de teatro y libertad presentes en la sociedad política aurisecular.

La idea de poder se examinará aquí como idea filosófica, de naturaleza crítica y dialéctica, y no como concepto científico, es decir, se considerará como una idea que trasciende, que rebasa, campos categoriales concretos y específicos (sociología, Derecho, antropología, física, política, Historia…), y que requiere, para su interpretación, la síntesis —crítica y dialéctica— de sistemas y combinaciones de ideas diversas pertenecientes a distintos ámbitos y dominios. Se parte de una idea de poder definido como la capacidad —facultad o potencia— de vencer obstáculos para ejercer la libertad propia, así como también de crearlos para limitar o destruir la libertad ajena. El poder es un hecho indisociable de muchos otros hechos e ideas, como la libertad —personal, gremial o estatal—, el Estado o el individuo. El poder nunca es impersonal. Y con frecuencia casi nunca se ejerce al margen del individuo, el gremio (lobby) o el Estado, principales aglutinantes de sus diferentes formas de representar materialmente la sintaxis, semántica y pragmática del poder, es decir, sus formas efectivas de constitución, interpretación y ejecución o representación.



La idea de poder en el espacio ontológico: el ejercicio de la crítica en la sociedad política

Si se toma como referencia el espacio ontológico, la idea de poder exige analizarse desde los tres géneros de materialidad que constituyen el espacio del ser, es decir, el espacio de cuanto es y está materialmente (ónticamente) presente en el mundo interpretado (Mi). Porque el ser, o es material, o no es. El espacio ontológico del mundo interpretado, también llamado ontología especial (Mi), por relación conjugada con la ontología general[2], o mundo no interpretado (M), está constituido por tres géneros de materialidad, irreductibles entre sí, inconmensurables, plurales y dialécticos (Bueno, 1972)[3]:


1) El primer género de materialidad (M1) está constituido por los objetos del mundo físico (virus, organismos, satélites, casas, mesas, sillas…); comprende materialidades físicas, de orden objetivo.

2) El segundo género de materialidad (M2) está constituido por todos los fenómenos de la vida interior (etológica, psicológica, subjetiva…), pero explicados materialmente (celos, miedo, orgullo, fe, amor, solidaridad, paz…), es decir, atendiendo a sus causas y consecuencias materiales; comprende materialidades de orden subjetivo (pero explicables objetivamente), cuya relevancia reside ante todo en los hechos que los provocan y generan, y en los hechos a que dan lugar, como contenidos psicológicos y fenomenológicos que impulsan las formas de la conducta humana (agresividad, ambición, impotencia, depredación, etc.).

3) El tercer género de materialidad (M3) está constituido por los objetos lógicos, abstractos, teóricos (los números primos, el cronotopo de Bajtín, el imperativo categórico de Kant, los referentes jurídicos, el do sostenido menor...); comprende materialidades de orden lógico.


Si procedemos a la interpretación de la idea de poder en cada uno de estos géneros de materialidad, que —ha de insistirse en ello— nunca se dan aisladamente ni reducidos unos a otros, se constatará lo siguiente.

Como materia primogenérica (M1), el poder ha de contar con una fuerza física que lo ejerza. Aquí podrá hablarse del poder destructivo de la naturaleza, por ejemplo, en una catástrofe meteorológica; y también del poder efectivo —constructivo o destructivo— de un individuo (un asesino, un mecenas, un benefactor…), un gremio (un grupo terrorista, una ONG, una multinacional, una secta, etc.), o un Estado (con su policía, su ejército, sus fuerzas institucionales…). El poder ha de tener siempre causas y consecuencias físicas. Es decir, ha de explicitarse en un agente o sujeto operatorio que lo ejerce de forma física y efectiva.

Como materia segundogenérica (M2), el poder ha de manifestarse y objetivarse psicológicamente, es decir, de forma subjetiva, fenoménica, psíquica, mediante el impacto de mitologías, creencias, ideologías, credos, espectáculos, rituales, ceremonias de todo tipo, que funcionarán como formas destinadas a materializar un mundo socialmente efectivo, cuyos fundamentos pueden ser reales o imaginarios, efectivamente existentes o meramente ilusorios. El poder necesita siempre representar sus contenidos psicológicamente en la mente o conciencia de aquellos seres humanos sobre los que pretende imponerse y ejercerse, bien como forma disuasoria o terapéutica, bien como forma educativa o estructurante. Las célebres tesis sociológicas de Maravall (1972, 1975) sobre el teatro áureo incurren precisamente en este psicologismo reductor, que trata de explicar la literatura y el espectáculo de los géneros dramáticos y espectaculares del siglo XVII limitando su esencia tanto al psicologismo social de las masas de espectadores como al de los dramaturgos (autores) y al de los «autores de comedias» o directores de compañías teatrales (transductores)[4]. En el mismo reducto psicológico y sociológico, y aún con mayores deficiencias formalistas y tropológicas, incurren las tesis de Foucault (1972) sobre la idea posmoderna de poder.

Como materia terciogenérica (M3), el poder exige organizarse de forma racional, conceptual y lógica, es decir, de forma sistemática. Ha de contar con una estructura capaz de hacerlo racionalmente efectivo, orientado hacia una eutaxia, u orden político correcto y duradero, en el caso de un Estado bien organizado; fundamentado en un código moral más o menos férreo, capaz de mantener la cohesión del grupo o gremio, y preservar así la vida gregaria del lobby frente a otros lobbies o grupos de poder financiero, ideológico o religioso, por ejemplo. El poder no puede ejercerse de espaldas a la razón, porque inmediatamente ese poder irracional sucumbiría ante el racionalismo de un poder más efectivo por mejor organizado, es decir, por disponer de un logos de mejor calidad. El poder es más duradero y eficaz cuanto mayor sea su grado de racionalismo, un racionalismo que habrá de explicitarse de forma crítica, filosófica, científica, dialéctica, tecnológica y, por supuesto, operatoria.

Desde el punto de vista ontológico, el poder no puede ejercerse al margen de alguno de los tres géneros de materialidad que se acaban de explicitar. Sin fuerza física no hay poder efectivo. No basta tener razón: hay que disponer de los medios operatorios para imponer la razón que se dice tener. Porque la razón, como el poder, no está hecha solamente de palabras. El racionalismo, como el poder, no es una tropología. Del mismo modo, el poder requiere una psicología y una sociología. Como se ha indicado, el teatro, en este punto, ha servido a todo tipo de regímenes políticos, siempre y cuando se encontraran dotados de un racionalismo suficientemente desarrollado como para controlar el racionalismo del espectáculo teatral y de su impacto social. Y cuando así no fuera, la alternativa era ya no su difusión, sino su censura. El racionalismo que el poder no puede controlar o dominar sólo puede ser censurado. Por eso la libertad del teatro sólo se puede desarrollar allí donde la libertad del Estado la puede envolver, precisamente porque la libertad del Estado rebasa la libertad del teatro. Ningún teatro podrá ejercer, como ningún individuo o gremio tampoco podrá hacerlo, una libertad que rebase las libertades estipuladas por una sociedad política que lo hace posible y factible.

Conviene, en este punto, señalar las cuatro formas de ejercicio de la crítica en las sociedades civilizadas o políticamente articuladas, en las que el teatro ha servido de instrumento ontológico de múltiples causas y consecuencias. El producto entre la distinción de materiales e instrumentos de la crítica —y el teatro es en el Siglo de Oro un instrumento social decisivo— da lugar a cuatro situaciones o modulaciones de crítica: a) crítica dialógica, o crítica que desde unas opiniones o teorías se realiza sobre otras opiniones o teorías; b) crítica logoterápica, en la que el instrumento de la crítica es una amonestación verbal que pretende disuadir de una conducta o de una acción determinadas; c) crítica translógica, consistente en la invectiva ejercida mediante instrumentos reales dirigidos a opiniones, doctrinas o teorías; y d) crítica ontológica, que usa, como instrumento para ejercer la crítica, objetos, acciones o realidades, y, como objeto de la crítica, también objetos, acciones o realidades.

La construcción de un sistema de poder moviliza los cuatro tipos de crítica a que me acabo de referir, de modo que la primera y la cuarta son esencialmente metodológicas, mientras que la segunda y la tercera resultan sobre todo pedagógicas: 1) la crítica dialógica se dirige académica e institucionalmente contra gremios y comunidades endogámicas (dialogismos), con el fin de desacreditarlos desde principios normativos y científicos (el Congreso científico es la modalidad más expresiva en la que tiene lugar el ejercicio de este tipo de crítica); 2) la crítica logoterápica se ejerce desde las instituciones educativas más elementales, con intención pedagógica y correctiva (la Escuela es la institución más representativa del desarrollo de esta modalidad crítica); 3) la crítica translógica va más allá de la mera educación escolar y social para imponerse desde las formas de una educación política y estatal, mediante el uso de todo tipo de instrumentos dirigidos a reprimir, suprimir o transformar las ideas no autorizadas (la Censura es, en este sentido, la figura más representativa de esta modalidad crítica); y 4) la crítica ontológica remite a la destrucción física de toda fuente o entidad generadora de ideas adversas (la guerra es la acción más extrema exigida en última instancia por la implantación y desarrollo de este tipo de crítica).



La idea de poder en el espacio antropológico: teatro y sociedad política

Espacio antropológico es el lugar, el territorio, el espacio físico, en absoluto metafórico ni metafísico, en el que está implantado y en el que es operativo el material antropológico, es decir, el ámbito o dominio en el que actúan, movidos por el ser humano, los materiales antropológicos (Bueno, 1978). La literatura, el teatro y el espectáculo, son partes esenciales de ese material antropológico. El espacio antropológico alcanza su plena expresión en la sociedad política o Estado, frente a las sociedades preestatales o filarquías (sociedades naturales o bárbaras, que carecen de espectáculos institucionalizados: los rituales no lo son) y frente a las sociedades posestatales o gentilicias (sociedades hiperartificiales o protosofisticadas, donde las representaciones carecen de sentido salvo como rituales o ceremoniales endogámicos, cultos iniciáticos, etc.). Bueno distingue tres ejes en el espacio antropológico:


1) El eje circular o de los seres humanos.

2) El eje radial o de la naturaleza (lo inanimado e inhumano).

3) El eje angular o de la religión (lo animado e inhumano, esto es, los animales, como núcleo de la experiencia religiosa, que evolucionará según la numinosidad, la mitología y la teología)[5].


Siempre habrá que determinar qué parte del material antropológico pertenece a cada eje. En el espacio antropológico todas las entidades son corpóreas, materiales, físicas. No hay idealismo, no hay metafísica, no hay creacionismo. El ser humano es una criatura que brota de la evolución animal y se convierte mediante el uso de la razón en un sujeto operatorio de materiales antropológicos.

La sociedad política es un ejemplo sobresaliente del espacio antropológico: los tres ejes se manifiestan visiblemente en ella, es decir, en la estructura de un Estado[6]. El eje circular (los tres poderes: ejecutivo, legislativo y judicial) constituye la capa conjuntiva de la sociedad política. El eje radial supone el aprovechamiento de la naturaleza, el trabajo, la producción, la industria..., y constituye la capa basal. El eje angular remite a los símbolos de animales que nutren banderas (leones, águilas, serpientes...), lemas, blasones, escudos, proyectando su fuerza numinosa (vis numinis) sobre la colectividad que los ostenta... Los iconos de animales se manipulan así como si sus referentes fueran diosecillos o númenes, cuales seres dotados de poderes superiores a los meramente humanos. El eje radial constituye la capa cortical que determina la separación de un Estado frente a otro, cuyos miembros se considerarán bárbaros o extranjeros, y podrán dar lugar a relaciones de alianza o animadversión.

Si se procede a interpretar la idea de poder por relación a los tres ejes del espacio antropológico, se obtiene una circunscripción mayor dentro de la ontología especial del Mundo interpretado (Mi). El poder ahora ejercido se centrará en la figura del ser humano, como sujeto operatorio capaz de ejercer ese poder sobre otros seres humanos (eje circular) —en una sociedad natural o bárbara, civilizada o estatal, o gentilicia o posestatal—, sobre la naturaleza (eje radial) —bien para explotar sus recursos energéticos, bien para destruirla o esquilmarla—, o sobre la experiencia religiosa de otros seres humanos (eje angular) —mediante lo numinoso, lo mitológico o lo teológico, según el grado de racionalismo de la sociedad humana sujeta a esa actividad religiosa—.

¿Qué papel desempeña el teatro en cada uno de estos ejes y capas? Indudablemente está presente en los tres, desde el momento en que el teatro es una actividad propia —y casi diríamos exclusiva— de las sociedades civilizadas o estatales, y puede imponerse o suprimirse como forma de representación, comunicación o interpretación de valores, ideas, normas, credos, etc. (eje circular). Asimismo, el teatro requiere la construcción de un edificio o espacio teatral, arquitectura que ha ido cambiando y evolucionando desde sus orígenes griegos en el siglo V a.n.E., en la que la cavea se adaptaba a la ladera de una colina situada de espaldas a la polis, hasta las más modernas construcciones contemporáneas (Rubiera, 2005, 2009; Mazzucato, 2010) (eje radial), herederas con frecuencia del teatro a la italiana, por más que puedan reproducir todo tipo de ámbitos y espacios teatrales (en O, en X, en T, en U, etc.). Por último, resulta imposible negar la importancia que desde sus orígenes hasta hoy el teatro ha adquirido y exigido en relación con la experiencia religiosa, numinosa, mítica, e incluso teológica —cuyo punto álgido se alcanza precisamente en el Siglo de Oro con el auto sacramental—. El teatro guarda siempre una estrechísima relación con todo material antropológico relacionado con el eje angular. Las relaciones entre teatro y religión son abrumadoras, no sólo por sus paralelismos históricos o sus analogías ideológicas o fideístas, sino también, y sobre todo, por sus dialécticas críticas.


 

La idea de poder en el espacio poético o estético: usura y censura del teatro

El espacio poético o estético es aquel dentro del cual el ser humano, como sujeto operatorio, lleva a cabo la autoría, manipulación y recepción de un material poético o estético, es decir, el espacio en el que el ser humano ejecuta materialmente la construcción, codificación e interpretación de una obra de arte. Se trata, pues, de un lugar ontológico constituido por materiales artísticos, dentro de los cuales los materiales literarios constituyen un género específico. En el caso de la literatura, el espacio poético es el espacio en el que se sitúan 1) el autor —o artífice de las ideas objetivadas formalmente en un texto—; 2) el lector —el ser humano real, no implícito ni ideal, que lee e interpreta para sí tales ideas— con el fin de examinar gnoseológicamente, es decir, desde criterios lógico-materiales, un conjunto de materiales literarios que toman como contexto determinante una o varias obras literarias concretas; y 3) el intérprete o transductor —que es el ser humano que lee una obra literaria y la interpreta para los demás, es decir, que, a diferencia del lector, que lee e interpreta para sí, el transductor leer e interpreta para imponer a los demás una interpretación determinada—. El transductor es siempre un intérprete o mediador de los materiales literarios con facultades y potestades suficientemente desarrolladas como para hacer efectiva y operatoria la imposición de una interpretación que no será personal o individual (prototipo), sino bien gremial o gregaria (paradigma), bien estatal o normativa (canon). El transductor es, en suma, un lector dotado de poderes gremiales o estatales (profesores, periodistas, editores, directores de compañías teatrales, políticos, grupos financieros, iglesias y organismos religiosos, etc.).

El espacio poético o estético organiza e interpreta los materiales artísticos en tres ejes (sintáctico, semántico y pragmático): 1) sintácticamente, hace referencia a los modos, medios y objetos o fines de formalización, elaboración o construcción de los materiales estéticos; 2) semánticamente, explicita los significados y prolepsis de la producción artística, de acuerdo con los tres géneros de materialidad propios de la ontología especial (mecanicismo, M1; sensibilidad, M2; y genialidad, M3); y 3) pragmáticamente, se refiere a la introducción y desarrollos de la obra de arte en contextos pragmáticos más amplios, como la praxis económica, social, comercial, institucional, política..., los cuales pueden determinarse de acuerdo con autologismos, dialogismos y normas.

Si se examina la idea de poder en cada uno de estos ejes, desde el punto de vista del teatro español del Siglo de Oro como referencia o contexto determinante, puede procederse del siguiente modo.



1. ¿Cómo se formaliza la idea de poder en los materiales teatrales auriseculares organizados según el eje sintáctico del espacio poético o estético? 

Estos materiales han de considerarse teniendo en cuenta los medios, modos y objetos o fines de su formalización, elaboración o construcción literaria y teatral. 

Por el medio de construcción, los materiales estéticos se dividen en géneros artísticos (literatura, cine, teatro, música, arquitectura, pintura...), según se sirvan de las palabras, el registro de imágenes en movimiento, la semiología del cuerpo, la combinación estética de sonidos, la proyección y construcción de edificios, los colores y las formas materializados en un lienzo... Los medios de construcción remiten en este caso al teatro como literatura y como espectáculo. 

Por el modo de construcción, los géneros —en este contexto el teatro como género literario y espectacular—, a su vez, se subdividirán en especies (así, se hablará, en general de novela de aventuras o bizantina, poema épico, soneto, comedia lacrimosa, teatro del absurdo, cine negro, pintura flamenca, etc.). El teatro español aurisecular formaliza sus materiales a lo largo y ancho de una multiplicidad amplísima de géneros «mayores» (tragedia, comedia nueva, comedia de capa y espada, hagiográfica, burlesca, turquesca, histórica, etc.) y «menores» (loa, entremés, jácara, mojiganga, baile…). 

En suma, toda esta pluralidad de especies genéricas podría reducirse a dos fundamentales —lo trágico y lo cómico—, en las cuales la idea de poder se materializa formalmente de forma muy clara. 

El teatro cómico aurisecular formaliza la idea de poder materializándola en personajes y acciones que contravienen las normas de una sociedad política, y que las contravienen de forma ridícula, grotesca, patológica, estulta, satírica, chistosa, caricaturesca, irónica, paródica, carnavalesca o simplemente risible. Es el caso de maridos cornudos que no pueden imponer el código de honor exigido por la sociedad en que viven a un prototipo de mujer que sí puede procurarse placeres de los que su marido está, por las razones o deficiencias que sea, excluido. En las formas cómicas del teatro aurisecular, el poder está ejercido y materializado por personajes heterodoxos, disidentes o proscritos, precisamente por las formas de conducta de que se sirven para ejercer el poder del que disponen. 

Por el contrario, en las formas teatrales que responden al género trágico, o con implicaciones en la poética de la tragedia, el poder se ejerce y se materializa en la acción de personajes que representan el orden, las normas y la estructura de la sociedad estatal o política, frente al poder de aquellos que tratan de subvertir el sistema normativo de convivencia social y sus posibilidades de preservarlo. Dicho de otro modo: en las formas trágicas, el poder se materializa en quienes preservan la eutaxia de la sociedad política, mientras que en las formas cómicas, la idea de poder se explicita material y operatoriamente en quienes buscan la distaxia del Estado. Pedro Crespo o Segismundo, así como los honrosísimos villanos lopescos, restablecen y preservan el orden eutáxico que otros personajes, en el ejercicio de un poder nocivo, patológico y distáxico, tratan previamente de abolir o destruir en beneficio propio. Y cuando no es el ser humano el que puede restablecer la eutaxia, lo será un ser numinoso o teológico, como sucede frente al poder, casi diabólico, de un don Juan, al que sólo una fuerza procedente del «más allá», materializada en la figura de un comendador asesinado, puede poner en su sitio, es decir, en el Infierno. 

En la materia cómica, la idea de poder se formaliza en una distaxia —como voluntad de desorden frente a las normas de la sociedad política— que es objeto de risa, burlas, sátira, escarnio, caricatura, ironía, parodia… En la materia trágica, la idea de poder se formaliza en una eutaxia, como forma de imposición y preservación de un orden social que determinados individuos tratan de subvertir o destruir en el seno de la sociedad política dentro de la que actúan.

Una vez afirmada la innegable materialidad de los objetos artísticos, cabría distinguir en ellos distintas finalidades, entre ellas no sólo la intención de su artífice (finis operantis), sino también las consecuencias por las que discurre la obra una vez que sale de manos de su autor (finis operis). El arte es una actividad humana y como tal es impensable que no se den en ella significaciones e intencionalidades prolépticas. La obra de arte obedece a una poiesis, y como toda actividad humana posee un télos. Hay diferentes teorías del arte que en una u otra época han propugnado criterios muy restrictivos en cuanto al eje sintáctico. Así, por ejemplo, en Grecia, se identificaba como literatura lo escrito o recitado en verso, hecho estético que remite al eje sintáctico, concretamente a las relaciones entre las palabras con el fin de obtener un determinado ritmo poético (de ahí que pueda hablarse de los distintos tipos de métrica como relatores y operadores). La significación de la obra de arte será, además, objeto de una incorporación a la praxis de quienes la comercializan, explotan, adquieren o admiran. Quiere decirse, en consecuencia, que los materiales manipulados para la obtención de una obra artística no pueden limitarse únicamente a su dimensión física (M1), sino que, como en el caso de la literatura o el cine, penetran en la configuración del objeto artístico referentes psicológicos de naturaleza ficticia y fenomenológica (M2), y referentes ideales de tipo conceptual y lógico (M3). Precisamente en la sintaxis poética ha de buscarse la diferencia de unas artes respecto a otras. A este punto han de adscribirse las tesis de José Antonio Maravall (1972), cuya interpretación reducía el teatro español aurisecular a un finis operantis determinado por la eutaxia del Estado, algo que, en un modo muy superior al hasta ahora reconocido, equivale a negar o eclipsar las dialécticas sociales, religiosas y políticas subyacentes en una parte muy considerable de las obras y géneros teatrales de los dos Siglos de Oro.



2. ¿Cómo se formaliza la idea de poder en los materiales teatrales auriseculares organizados según el eje semántico del espacio estético? 

Desde el punto de vista del eje semántico del espacio poético o estético, y dentro de la significación ontológica de las distintas realizaciones artísticas, la Crítica de la razón literaria desestima por inoperantes las nociones de arte adjetivo y arte sustantivo que plantea el materialismo filosófico. El arte adjetivo haría referencia a aquellos fenómenos estéticos en los que el arte aparece unido o subordinado a otras manifestaciones de tipo cultural, ideológico o gremial, como la religión, el comercio, la milicia, la política partidista (pintura religiosa, Kitsch, música militar...). El arte sustantivo, por su parte, sería aquel que ya no pretende definirse ni por su función ni por su asociación con otras manifestaciones culturales. Esta discriminación puede tener su valor filosófico, pero en el terreno de la Teoría de la Literatura resulta totalmente inoperante, pues remite en suma a la diferencia entre arte o literatura comprometidos (engagée) o no comprometidos. El arte sustantivo se negaría, pues, a servir de soporte a referentes morales, ideológicos, políticos, etc.[7] No deja de ser una nomenclatura más, sin consecuencias. Desde el punto de vista de la idea de poder, y de sus formalizaciones en la materia teatral aurisecular, es evidente que una concepción «adjetiva» del arte interpretará la comedia nueva, por ejemplo, como un instrumento de imposición del poder político y estatal sobre la totalidad de los miembros de la sociedad que forma parte de tales espectáculos (Maravall, 1972), mientras que una concepción «sustantiva» del mismo arte teatral interpretará el conjunto de obras dramáticas como un sistema objetivo de normas poéticas, en la línea postulada por Lope de Vega en su Arte nuevo de hacer comedias (1609).

La usura se entenderá aquí como un uso patológico del teatro, acogiéndonos a la cuarta acepción que señala el DRAE: un uso excesivo, que aquí se calificará de patológico, puesto al servicio de una institución, con frecuencia política, que se servirá del teatro con fines opiáceos o terapéuticos, morales o ideológicos, es decir, con pretensiones psicológicas o sociológicas, pero no esencialmente poéticas. Tal es el uso —mal uso, deturpación o usura— del arte en función comprometida, subordinada («adjetiva», en términos de Bueno), lo que en última instancia impone la negación, o subrogación nihilista, de sus valores genuinos o propiamente literarios. El fin del arte es la interpretación humana y normativa, no el consumo acrítico o adjetivo, sea psicológico, sociológico o financiero. No cabe hablar en absoluto de que el arte haya sido alguna vez un producto completamente desinteresado. Las tesis kantianas al respecto (ars gratia artis) son de un idealismo absolutista[8].

En virtud de tales criterios, como Teoría de la Literatura, la Crítica de la razón literaria puede distinguir, en primer lugar, objetos artísticos cuya semántica se explicita en términos estrictamente físicos u objetuales (M1), esto es, como manifestaciones poéticas consideradas en su dimensión artesanal, constructivista o mecanicista. En segundo lugar, pueden distinguirse los objetos artísticos cuya semántica se explicita en términos subjetivos o psicológicos (M2): aquí se situarían sin lugar a dudas todas las producciones artísticas que apelan a códigos subjetivos e intransferibles, asociadas a teorías del arte que con frecuencia pretenden descartar por completo el uso o la utilidad de los objetos artísticos. Es la idea de arte sustantivo llevada psicológicamente al extremo, desde la cual se propugna la idea de supremacía, atribuida ideal o subjetivamente a tal o cual autor u obra. En tercer lugar, cabe distinguir los objetos artísticos cuya semántica se explicita en términos conceptuales y lógicos (M3). Aquí situaríamos, por ejemplo, determinadas corrientes de vanguardia estética, como el surrealismo o el cubismo, por ejemplo. Se trata de corrientes artísticas que pretenden ofrecernos una idea del arte como eje articulador de toda una serie de criterios llamados a modificar nuestra percepción crítica de la realidad. No por casualidad las corrientes artísticas que parten de M3, con frecuencia a través de manifiestos conceptuales y lógicos, como los de Breton (1924), comienzan con declaraciones teóricas, imperativas y programáticas, y sólo a partir de ellas dan cuenta de una producción artística ajustada a tales exigencias. Mecanicismo (M1), sensibilidad (M2) y genialidad (M3) son las dimensiones a las que apelan los materiales estéticos y literarios desde el punto de vista del eje semántico del espacio poético.

Ahora bien, ¿cómo es posible ejercer de forma efectiva y operatoria el poder poético, el poder de los materiales estéticos —autor, obra de arte, receptor e intérprete o preceptista—, desde las posibilidades del eje semántico? Piénsese en el caso del Fénix de los ingenios, Lope de Vega, en su relación dialéctica con Cervantes, dada esta dialéctica en términos poéticos. 

En primer lugar, será necesario el dominio de una téchnee, de un arte relativo al saber hacer una comedia nueva. Se trata de la capacidad, disposición o industria para construir físicamente una obra de arte dramática. Felipe Pedraza (2007) ha hablado a este respecto de la «carpintería de la obra teatral», una carpintería que Lope domina, sin duda, frente a Cervantes, por ejemplo. Se trata, en suma, del saber hacer, físicamente (M1), una obra de arte (composición de la fábula, arte de la métrica, dominio de la temática, conocimiento de la demanda del espectador…). 

En segundo lugar, será necesario conquistar, desde posiciones psicológicas y sociológicas, el reconocimiento del público, la fama o popularidad, mediante la convicción emocional, tal como el propio Lope lo adquiere en el Siglo de Oro. El poder poético se manifiesta aquí en su forma más fuertemente psicológica y sociológica, casi como un fetiche que lleva u ostenta la estampa de un autor de reconocido prestigio y fama. Es el caso del arte interpretado como expresión psicológica del poder (M2). 

En tercer lugar, el poder poético o estético puede ser objeto —y de hecho lo es siempre— de racionalización, no sólo desde el punto de vista del autor o artífice, como compositor de una obra de arte que responde a una lógica determinada, sino desde la perspectiva del receptor, lector o espectador, como intérprete y transductor de esa misma obra de arte, representada o reproducida desde los códigos de unos destinatarios capaces de hacerla legible en los términos de una lógica compartida y objetivamente reconocible (M3). Podría decirse, en este sentido, que el poder del arte es el poder de la razón, que habrá que justificar en términos de genialidad artística, porque un arte irracional, es decir, un arte incomprensible, no podrá defenderse por sí mismo, ya que resultará ilegible o ininterpretable, a menos que se subordine a un referente o compromiso ajeno al arte mismo (que declara o autodeclara ser), es decir, a menos que se convierta en un arte absolutamente adjetivo (lo que equivale a afirmar que se trata de un arte sustantivamente nulo). La genialidad que no se justifica normativamente, es decir, racionalmente, es un fraude.



3. ¿Cómo se formaliza la idea de poder en los materiales teatrales auriseculares organizados según el eje pragmático del espacio estético? 

Desde el punto de vista del eje pragmático, la crítica de los materiales estéticos ha de enfrentarse a todos los fenómenos de expansión social, difusión y recepción del objeto artístico. Se trata de los efectos y consecuencias producidos por el arte, efectos que tendrán una dimensión no sólo psicológica y social, sino ante todo económica, política e histórica. En el eje pragmático del espacio estético será conveniente distinguir tres sectores: autologismos, dialogismos y normas. El poder estará determinado aquí, respectivamente, por la fuerza del individuo (yo), del grupo o lobby (nosotros) y del Estado (Derecho o ilegalidad), o de la correspondiente institución estatal delegada (Universidad, Academia, Preceptiva, leyes y sistemas de normas, estatutos, etc.).

En primer lugar, hay que hacer referencia a las operaciones artísticas que se ejecutan en el dominio de los autologismos, y cuya actividad se desarrolla a partir de la psicología personal y de la lógica constructiva del autor o artífice de la obra de arte. Autologismo es en el espacio poético la figura gnoseológica en que se objetiva la relación del artista consigo mismo, en tanto que sujeto lógico, psicológico y corpóreo que ejecuta un proceso de construcción estética, es decir, un proceso de formalización de materiales artísticos. Los autologismos han de interpretarse en el espacio estético desde el punto de vista de una dimensión lógica (M3), y no sólo psicológica (M2), pues se trata de una figura gnoseológica que determina el uso que de los conceptos y las ideas hace el sujeto operatorio, en tanto que constructor de obras de arte, en los límites de sus capacidades lógicas individuales. En el caso del teatro aurisecular, la figura del autologismo se corresponde con la del dramaturgo.

En segundo lugar se encuentran los dialogismos, es decir, la acción de los agentes o ejecutores de la transmisión y transformación de los objetos artísticos, es decir, de las operaciones de los transductores, críticos e intérpretes de las formas en que se conceptualizan los materiales estéticos o literarios. Dialogismos son las relaciones que mantienen entre sí los sujetos operatorios, en tanto que, como sujetos que intervienen en los procesos de construcción e interpretación artística, se relacionan entre sí a través de la conceptualización de los objetos que manipulan. Los dialogismos son las figuras gnoseológicas en las que se objetivan las explicaciones, debates, comunicaciones o incomunicaciones de los diferentes grupos de una comunidad de artistas y de intérpretes del arte. La interpretación de las artes, así como la enseñanza de tal interpretación, se incluye dentro de la figura gnoseológica del dialogismo. En el caso del teatro aurisecular, la figura del dialogismo se corresponde especialmente con la del «autor de comedias» o director de la compañía teatral, es decir, con quien hará posible, mediante un contrato de compraventa, representación de las comedias y entremeses.

En tercer lugar se sitúa el dominio constituido por las normas, es decir, el conjunto de teorías, sistemas o categorías, que permiten construir, juzgar, interpretar, difundir y valorar las obras de arte. La construcción y la interpretación estéticas no pueden desarrollarse, ni son concebibles, sin la intervención de sujetos humanos, esto es, de sujetos operatorios, los críticos, transductores, científicos, intérpretes, en suma, de los materiales estéticos, en una actividad que ha de suponerse necesariamente ordenada a la construcción e interpretación de objetos estéticos definidos. Por ello es imprescindible en la construcción e interpretación artísticas reconocer la objetividad de una serie de normas, o pautas de comportamiento gnoseológico, que la conceptualización de los objetos estéticos exige a los sujetos operatorios, del mismo modo que estos sujetos imponen a los objetos unos criterios de definición y formalización. Al margen de las normas de construcción e interpretación estéticas, el arte sólo es concebible como psicologismo, es decir, como invención autológica de un individuo, o como artefacto dialógico con el que se identifica un gremio o grupo de individuos, naturalmente autistas, dada su desconexión con un sistema de normas objetivadas y compartidas críticamente por una sociedad abierta. En el caso del teatro aurisecular, la figura gnoseológica y poética de las normas se corresponde con la de un arte poética o preceptiva, tal como la formula Lope de Vega en su Arte nuevo (1609).

En consecuencia, el eje pragmático ha de dar cuenta de la cuestión del valor de las obras de arte, indisociable tanto del criterio ontológico expuesto en el eje semántico del espacio estético (mecanicismo, sensibilidad y genialidad) como del eje pragmático en el que se organiza el espacio gnoseológico (autologismos, dialogismos y normas). Desde un punto de vista valorativo, habrá que analizar la sintaxis de una determinada obra —su construcción, atendiendo a sus medios, modos y fines— y las significaciones de que resulta dotada ontológicamente —mecanicismo, sensibilidad y genialidad—, así como su acogida por parte del público y del mercado artístico —a través de autologismos, dialogismos y normas—.

Los tres sectores del eje pragmático del espacio poético (autologismos, dialogismos y normas) se dan en symploké, es decir, mantienen entre sí una relación irreducible, de modo que están interconectados, y ninguno de ellos puede suprimirse sin adulterar o idealizar la construcción o interpretación de los materiales artísticos. Cuando la experiencia autodialógica del autor de una obra de arte se sustrae a su relación dialéctica o sintética con un sistema de normas, o con la comunidad de lectores, receptores o críticos, no cabe hablar de obra de arte, desde el momento en que se incurre en la reducción del arte a un puro psicologismo, según el cual «es una obra de arte lo que yo, su autor, considero que es una obra de arte», aunque se trate de una construcción físicamente amorfa y semánticamente incomprensible. 

Con incesante frecuencia, sobre todo en el arte contemporáneo, y posmoderno, sucede que el valor estético de una «obra de arte» se da exclusivamente en el nivel autológico del eje pragmático, es decir, el valor artístico de una obra depende exclusivamente de la autoría de un individuo que se considera a sí mismo «artista», o que, en todo caso, es considerado como «artista» por un gremio o colectivo gregario capaz de rentabilizar económicamente —o emotivamente— sus productos como «productos artísticos». En este último supuesto puede advertirse cómo el «arte» queda reducido simplemente una experiencia autodialógica o, en todo caso, una experiencia dialógica limitada a un gremio autista. En semejantes casos, se incurre en un reduccionismo idealista del arte, en general, al arte de un individuo, o de un gremio, en particular, que se presentan o se imponen, mercantil o económicamente, como autosuficientes (con frecuencia merced a subvenciones del Estado, pues por su propio «valor» nadie les prestaría atención). 

Se trata con frecuencia de obras de arte construidas al margen de normas, obras de arte que pretenden por sí mismas ser la norma, situarse por encima de ellas, o presentarse como alternativa, habitualmente desde una ideología en boga, a normas supuestamente impuestas por un poder estatal, político, burgués, etc., mediante «formas de arte comprometido», «solidario», «independiente», cuando en realidad sólo son las formas vacías del idiolecto de la psicología de un individuo, su autor, o del sociolecto no menos inocuo de la ideología de un gremio tan autista como gregario. Se trata de un «arte» inconexo con la realidad de la que forma parte, un arte reducido a la psicología de un individuo o de un gremio, y desde el cual se postula incluso la ignorancia de quienes, por no pertenecer al gremio, o por no identificarse psicológicamente con la ideología del individuo, a la sazón «artista» y «genio», no «entienden» ese arte, en sí mismo irracional y por sí mismo incomprensible. 

Tal es lo que sucedió en su tiempo, en el Siglo de Oro, con el teatro de Cervantes (autologismo), y también con las obras de los tragediógrafos de la generación de 1580 (dialogismo). Fue un teatro que se detuvo in medias res, y que no prosperó más allá de sus autores y simpatizantes inmediatos, porque no alcanzó una conexión explícita y probada con el público, como sí la logró, incluso normativamente, Lope de Vega. El teatro de Cervantes necesitó casi cuatro siglos para incorporarse al canon literario, pero no gracias al público (no se olvide que la mayor parte de su teatro sigue sin haber sido nunca representado), sino al gremio académico y universitario. El teatro de Cervantes sigue siendo un teatro para intérpretes más que para espectadores o lectores. Su poder no alcanzó a las masas. Y sigue sin hacerlo.


Coda lopesca

La situación gnoseológica es muy diferente si nos situamos, en la perspectiva del Siglo de Oro español, ante la obra de Lope de Vega y, concretamente, en las exigencias de la preceptiva teatral aurisecular. El arte Barroco sigue siendo, al igual que lo era el Clasicismo, un arte profundamente normativo. No se podía entonces construir una obra de arte al margen de las normas. Sí contra ellas, pero no al margen de ellas. Ésa es la razón por la que Lope de Vega no sólo escribió innumerables comedias, sino que también se vio obligado a justificar normativamente la composición de esas comedias. 

En el Siglo de Oro no era posible fundamentar el arte, como sucede en la posmodernidad, en un «contexto de descubrimiento», limitado este contexto a la mente o la psicología del autor individual, o a la ideología del gremio autista y dominante. No. Entonces el arte había de fundamentarse en un «contexto de justificación», el cual venía dado ontológicamente por la existencia efectiva, no retórica, de unas normas, de un sistema normativo, de una preceptiva[9]. Y semejante preceptiva debía estar a su vez fundamentada pragmáticamente en un público capaz de hacerla valer. Lope de Vega «crea» una nueva forma de hacer teatro, la comedia nueva, carente entonces de preceptiva y en relación aparentemente dialéctica frente a la única preceptiva existente, de naturaleza clasicista o aristotélica. 

A partir de este «contexto de descubrimiento», la invención de la comedia nueva, Lope ha de fundamentar su hallazgo en un «contexto de justificación», es decir, en la justificación de un nuevo sistema de normas objetivadas en la que su nueva concepción de la comedia tenga su razón de ser, encuentre la lógica de su arte, y justifique coherentemente sus fundamentos. A este propósito responde, sin duda, su Arte nuevo de hacer comedias (1609). Frente a él, el teatro de Cervantes, por ejemplo, no desembocó en el descubrimiento de contextos que encontraran, entre sus contemporáneos, ninguna justificación. El único contexto de justificación que encontró Cervantes, como dramaturgo, fue el que le otorgó la crítica literaria académica desde el último tercio del siglo XX (Maestro, 2000, 2004, 2013).

El éxito de Lope de Vega como dramaturgo se explica, según la Crítica de la razón literaria, desde el momento en que su genialidad, es decir, el autologismo de su arte, rebasa toda dimensión psicológica y social, es decir, rebasa su contexto de descubrimiento, para desarrollarse y articularse en un contexto de justificación, de tal modo que su nuevo arte de hacer comedias es una construcción legible y valorable no sólo personal o socialmente, esto es, individual (autologismo) o gremialmente (dialogismo), sino sobre todo legible y valorable normativamente, canónicamente, sistemáticamente. Cuando la genialidad se limita a un ámbito psicológico y social estamos ante mera retórica. Lo «genial» no es lo que la gente dice que es genial, sino lo que se articula normativamente, esto es, sistemáticamente, y da lugar a consecuencias legibles en un contexto de justificación. El «genio» no es una cuestión psicológica, subjetiva, gremial o autista (M2), sino lógica, objetiva y crítica (M3). La genialidad que no se puede explicar desde una gnoseología, desde una perspectiva lógico-material conceptualmente articulada, es mera retórica publicista, resonancia de una psicología social propia de masas subordinadas y otros agentes populistas. Insisto en que la «genialidad» que no se justifica normativamente es un fraude. El descubrimiento que no se justifica de acuerdo con normas lógicas es un trampantojo psicológico. Una tomadura de pelo. La genialidad, cuando lo es de veras, no se da como un mero autologismo, sino también como un dialogismo (extragremial) y como un sistema de normas (canónico), y en relación indisociable con los ejes sintáctico y semántico del espacio estético, como lo fue, y como se desarrolló, por ejemplo, en su tiempo, la genialidad de un Lope de Vega.

No es posible concluir este apartado, relativo al poder y a la poética, sin referirse a la censura, una actividad esencial en el eje pragmático del espacio estético y capital en la historia del teatro español aurisecular. La censura es una práctica que puede funcionar como un atributo del lector —quien interpreta para sí—, o como un «derecho» del intérprete o una «exigencia» del transductor —quien interpreta para los demás—, esto es, de un censor dotado de competencias propias y específicas por una sociedad política estatalmente articulada e ideológicamente definida. No hay censura sin poder efectivo y operativo. ¿Qué es, en efecto, la censura? La censura es la supresión objetiva de ideas y conceptos que los seres humanos se imponen entre sí, según el grado de poder (política) y de saber (sofística) que detenten en sus relaciones sociales e históricas, y de acuerdo con un sistema normativo ideológica y políticamente codificado.

La práctica de la censura institucional se sitúa en el sector normativo del eje pragmático del espacio poético o estético. Pero además de la censura normativa o institucional, esto es, la ejercida por entidades políticas, estatales, o institucionales, del tipo que sea, cabe hablar de una censura autológica, que es la que el ser humano se impone a sí mismo —comúnmente llamada autocensura—, y de una censura dialógica, que es la que el grupo, el gremio, o cualquier sociedad gentilicia, impone moralmente al individuo en ella integrado. En consecuencia, cabe hablar de tres tipos de censura, según la ejerza el individuo sobre sí mismo (censura autológica o autocensura), el grupo sobre el individuo (censura dialógica), y una institución política (o académica), cuya máxima expresión es el Estado, en las sociedades políticas —o la Universidad, en las sociedades académicas—, sobre el individuo (censura normativa o canónica). La primera es una censura psicológica, la segunda es una censura gregaria, y la tercera es una censura política. Ningún ser humano puede vivir al margen de estas formas de censura[10].

 Con todo, hay que advertir que el mundo actual ha experimentado un cambio radical respecto a la idea de libertad. Hasta tal punto que las personas nacidas en el siglo XX disponen de una idea de libertad muy diferente de la que tienen las personas nacidas en el siglo XXI. Entre otras cosas, esto se debe a que la educación que unos y otros han recibido tiene objetivos ―e intenciones― muy diferentes. En líneas muy generales podemos decir que la educación científica y universitaria de la segunda mitad del siglo XX tenía como objetivo educar al ser humano para la libertad. Para vivir en libertad, para saber exigirla y para poder hacerla valer. Hoy, sin embargo, el objetivo ha cambiado. Y ha cambiado de forma muy inquietante. Ya no es la libertad, sino la felicidad, el objetivo de nuestro tiempo. Y no sólo en educación, sino en todo lo relativo a sociedad, trabajo, economía, comercio y política. La felicidad está por encima de la libertad. Está, de hecho, por encima de todo. Y hasta tal punto lo está que ese patológico deseo de felicidad exige vivir ignorando la libertad como objetivo humano fundamental. La gente quiere ser feliz, pero no libre. En un contexto de esta naturaleza resulta difícil ser original, pero más difícil aún resulta ser inteligente.

 La felicidad es un extraño e indefinido sentimiento, variable y relativo, del que no se puede hablar en términos generales, y menos aún imponer colectivamente. Para unas personas la felicidad consiste en vivir en un convento de clausura y para otras en consumir estupefacientes, perder el tiempo o el juicio en las redes sociales o ponerse una grapa en los genitales. Una sociedad alienada por la felicidad es esencialmente una sociedad muy infeliz. Se mueve ―tantálicamente― por lo que no tiene. A veces, también patológicamente.

Por último, en un contexto de esta naturaleza, en el que se habla de filosofía y literatura, censura y libertad, la filosofía inspira mucha desconfianza. Los filósofos nos hacen desconfiar cada día más de la filosofía. Entre otras cosas, porque la Historia de la filosofía es la historia de la búsqueda obstinada de un «Gran Hermano» orwelliano. Y en este punto, filosofía, religión y fanatismos varios se hermanan patológicamente. Todo filosofar conduce a esa búsqueda obsesiva de un amo, de un líder o jefe supremo, de un Führer o caudillo, sin el cual no se pueda vivir, ni se deje tampoco vivir a los demás: el ápeiron de Anaximandro, el nous de Anaxágoras, el Demiurgo de Platón, el motor perpetuo de Aristóteles, el Dios de Tomás de Aquino, la sustancia pura de Spinoza, la mónada de Leibniz, el Leviatán de Hobbes, el noúmeno de Kant, el Espíritu absoluto de Hegel, la idea de voluntad de Schopenhauer, la idea de materia en Marx, el Superhombre de Nietzsche, el inconsciente de Freud, el Dasein de Heidegger, el Ego trascendental de Gustavo Bueno... Los filósofos se pasan la vida buscándonos amos. Toda filosofía es una novela mal escrita. Es la biografía frustrada de un totalitarista en busca de fieles para recuperar y legitimar un trono presunto y prometido.


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NOTAS

[1] Vid. a este respecto el capítulo III, 2 de esta misma obra, referido a la cuestión «¿Qué es la literatura?».

[2] De este modo, en primer lugar, la ontología general (M), como sustancia constitutiva del Mundo (M), corresponde a la idea de materia ontológico general, definida como pluralidad, exterioridad e indeterminación. La ontología general (M) es una pluralidad infinita, y desde ella el materialismo filosófico niega tanto el monismo metafísico (inherente al cristianismo y al marxismo) como el holismo armonista (propio de las ideologías panfilistas, entregadas al diálogo, el entendimiento y entretenimiento universales, la paz perpetua o la alianza de las civilizaciones). En segundo lugar, la ontología especial (Mi), como Mundo interpretado (Mi), es una realidad positiva constituida por tres géneros de materialidad, en que se organiza, según Bueno (1972) el Campo de Variabilidad Empírico Trascendental del Mundo conocido (Mi). La fórmula del espacio ontológico sería la siguiente: M / Mi = M1, M2, M3.

[3] Estos tres géneros de materialidad son heterogéneos e inconmensurables entre sí (Bueno, 1990). Son también coexistentes, ninguno va antes que otro y ninguno se da sin el otro: se codeterminan de forma mutua y constante, y ninguno de ellos es reducible a los otros. Quiere esto decir que estos tres géneros de materialidad están dados y organizados en symploké.

[4] A la cuestión de la transducción literaria me he referido de forma específica en varias publicaciones (Maestro, 1994, 1994a, 1996, 1997, 2000, 2007, 2017).

[5] Se trata aquí de los animales en tanto que criaturas numinosas, es decir, de los animales que han mantenido con los seres humanos relaciones que no han sido ni circulares ni radiales, sino angulares. Este es el origen de la religión (Bueno, 1985). Los animales percibidos como númenes. No son humanos, pero forman parte anímica de la naturaleza y de la sociedad.

[6] El espacio antropológico es, pues, un instrumento teórico de análisis del material antropológico, donde la constitución y organización de cada material en cada eje abre múltiples combinaciones posibles de interpretación. Cito a Bueno: «Las líneas más importantes del materialismo filosófico, determinadas en función del espacio antropológico (en tanto este espacio abarca al «mundo íntegramente conceptualizado» de nuestro presente, al que nos venimos refiriendo) pueden trazarse siguiendo los tres ejes que organizan ese espacio, a saber, el eje radial (en torno al cual inscribimos todo tipo de entidades impersonales debidamente conceptualizadas), el eje circular (en el que disponemos principalmente a los sujetos humanos y a los instrumentos mediante los cuales estos sujetos se relacionan) y el eje angular (en el que figurarán los sujetos dotados de apetición y de conocimiento, pero que sin embargo no son humanos, aunque forman parte real del mundo del presente)» (Bueno, 1995: 83).

[7] En la esfera del llamado arte sustantivo comenzarán a desarrollarse paradigmas filosóficos que pretenden dar cuenta de la ontología, e incluso de la gnoseología, de los distintos movimientos artísticos. Uno de los problemas a los que se enfrenta la teoría estética, especialmente en la actualidad, es la cuestión de la valoración o del criterio. Así, por ejemplo, el criterio que aquí adoptaré para juzgar la semántica de una obra de arte será el ontológico, ya que sólo así es posible considerar críticamente el significado de la obra de arte en su symploké con el resto de las realidades culturales o sociopolíticas. La diferencia entre arte sustantivo y arte adjetivo es más útil a la filosofía que al arte.

[8] Para una crítica detalla al concepto de ars gratia artis, vid. el capítulo III, 4.6.2 de esta obra, donde se expone una crítica a la idea del «arte por el arte» (ars gratia artis) o idea del arte como «finalidad sin fin».

[9] Sobre contextos de descubrimiento y contextos de justificación, vid. Reichenbach (1938) y Bueno (1989).

[10] Con todo, a menos que vaya acompañada de una destrucción ontológica, es decir, de la supresión física del autor y toda su obra, la censura no conduce a nada, salvo a degradar a quien la ejecuta y a agudizar el ingenio de quien trata de sortearla. Nada estimula con más fuerza el desarrollo de las ideas que cualquier intento ajeno por exterminarlas. Es completamente infantil suponer que porque un escrito, un artículo, un libro, no se publica en un determinado lugar, revista o editorial, las ideas que lo motivaron dejan de existir o de buscar por otros medios alternativos una articulación más desarrollada. En nuestro tiempo, sin embargo, la censura ya no la ejerce la Inquisición, y acaso tampoco la Congregación para la Doctrina de la Fe, al menos más allá del gremio de sus fieles, sino los ideales imperativos de una posmodernidad políticamente correcta, que excluye de los cauces y medios de publicación todo aquello que no resulte compatible con sus ideologías gremiales y psicologismos personalistas.






Información complementaria


⸙ Referencia bibliográfica de esta entrada

  • MAESTRO, Jesús G. (2017-2022), «El teatro del Siglo de Oro ante el poder político», Crítica de la razón literaria: una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica. Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades del conocimiento racionalista de la literatura, Editorial Academia del Hispanismo (IV, 3.10), edición digital en <https://bit.ly/3BTO4GW> (01.12.2022).


⸙ Bibliografía completa de la Crítica de la razón literaria



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Crítica de la razón literaria, Jesús G. Maestro