III, 3.2.2 - Desarrollo: la Edad de la Literatura

 

Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices





Desarrollo: la Edad de la literatura. 


El eje radial o la expansión tecnológica de la literatura
a través de las sociedades políticas



Referencia 
III, 3.2.2

 

Ich bin daher immer beschämt oder verdrüβlich geworden, wenn ich zum Nachteil der Kritik etwas las oder hörte.

Gotthold Ephraim Lessing (1767-1769/1995: 506)[1].

 

No amount of theory, not even good theory, can rescue bad criticism.

James L. Calderwood (1971: 3).

 

 

Crítica de la razón literaria, Jesús G. Maestro

La relación entre razón y literatura constituye genealógica e históricamente un matrimonio de amor y de interés en el que ninguna forma de adulterio logra prosperar, si bien no han faltado tentativas, sobre todo en el ámbito acrítico de la literatura programática o imperativa.

Sin embargo, desde su alianza primigenia, razón y literatura no se han divorciado nunca, aunque circunstancialmente tanto la razón como la literatura han mostrado su capacidad para disociarse de la crítica, y dar lugar a un género de conocimiento literario de orden acrítico y racionalista, que se objetiva en la literatura programática o imperativa, a la que compromete con una determinada ideología gremial o credo fideísta. Con la excepción de la literatura dogmática o primitiva, de naturaleza irracional y acrítica, toda forma literaria genealógicamente posterior ha sido siempre racionalista o pseudoirracionalista. ¿Cómo interpretar, pues, esta transformación y evolución genealógica de la literatura desde el punto de vista de las figuras o ejes del espacio antropológico?

El resultado de esta sustancial alteración inicial y posterior preservación racionalista de los materiales literarios revela que, a partir de su génesis o nacimiento en el eje angular o religioso del espacio antropológico, en concreto dentro del ámbito de lo numinoso —pues la mitología y la teología serán experiencias muy posteriores al nacimiento de lo genuinamente literario—, la literatura experimenta un extraordinario desarrollo a través del eje radial o de la naturaleza, mediante el aprovechamiento tecnológico, primero, y científico, después, de todo tipo de descubrimientos y materiales que incorpora, como soportes y estructuras, a su propia difusión, desenvolvimiento e implantación en el eje circular o humano del espacio antropológico. La expansión radial de la literatura resulta desmesurada e irrefrenable, en particular desde el descubrimiento, difusión y sofisticación de la escritura, hallazgo que permite superar los límites de la oralidad, y servirse de soportes cada vez más eficaces en los procesos de transmisión y transformación —es decir, de transducción— de los materiales literarios: litografía, papiro, códice, pergamino, papel, imprenta, libro, soporte digital… Muchos de estos elementos, materiales y registros no siempre sobrevivirán a las culturas que genealógicamente los originaron, como litografías, tablillas de cera o plomo, rollos de papiro, códices de las más tempranas encuadernaciones, o incluso los más tardíos pergaminos, pues pertenecen a épocas pretéritas, y hoy en día sólo se manipulan como componentes arcaicos, propios de sus períodos históricos originarios. Otros de estos elementos son simplemente antiguos, como ocurre con los libros elaborados con posterioridad a 1440, tras los incunables, y los impresos en los siglos XVI, XVII y XVIII, principalmente. No obstante, del libro puede hablarse en realidad como de un concepto basal —o crónico—, pues la idea de una escritura formalmente objetivada sobre un material que la hace legible, a través de líneas, páginas, secuencias o pantallas sucesivas, está presente, de modo más o menos explícito, desde las tablillas de cera hasta las tabletas informáticas. En términos basales, estamos hablando del mismo procedimiento: una tablilla o tableta que permite escribir, comunicar e interpretar de forma recurrente materiales gráficos y literarios, organizados, encuadernados, empastados o entablillados en conjuntos unitarios.

Pero hay algo más, y muy importante: el desarrollo radial de la literatura desemboca en su cierre circular, es decir, en la institucionalización de la literatura, en su implantación oficial y tecnológica, y por supuesto también política e industrial, dada en nuestras sociedades contemporáneas.

La literatura, en su desarrollo genealógico y en su desenvolvimiento histórico, abandona el eje angular o religioso —muy espiritualista— del que brota originariamente, para sistematizarse, desde criterios y articulaciones muy racionales y sofisticados, a través de tecnologías y configuraciones políticas que se constituyen en partes esenciales de los Estados modernos y contemporáneos. La literatura abandona su génesis angular (religiosa) para desarrollarse radialmente (a través de la ciencia y la tecnología) y circularmente (a través de sociedades políticas) conforme a un racionalismo cada vez más sofisticado.

En su implantación progresiva en los Estados o sociedades políticas contemporáneas, la literatura manifiesta múltiples usos, de orden humanista («literatura del Renacimiento», del «Barroco»…), académico (interpretaciones epistemológicas / gnoseológicas de los hechos literarios), sexual («literatura feminista»), etnocrático («literatura indigenista»), nacionalista (literatura española, francesa, vasca, andaluza, argentina, congoleña, nacionalsocialista alemana [Nadler, 1938-1941]…), mercantil («literatura infantil», destinada al consumo de padres, educadores o pedagogos…), clasista (literatura para aristócratas, para «minorías selectas» [Ortega, 1925], «para señoritas», para obreros…), ideológico («literatura comprometida» o engagée), confesional o fideísta («literatura religiosa»), destructiva o deconstructiva (la literatura no existe, porque —según la sofística de Derrida— «todo es texto», y tanto vale comentar en un aula el Quijote como un código de barras), etc. Todas estas denominaciones y atribuciones, usos adjetivos, en suma, que se aplican a la literatura, tienen como objetivo instrumentalizarla al servicio de las ideologías o ámbitos de poder que se desenvuelven, histórica y geográficamente, en el seno de las sociedades políticas, dentro de las cuales la literatura adquiere relevancia institucional, mercantil o gregaria. En este contexto, la literatura vive en una especie de biocenosis, en cuyo seno disputan de forma dialéctica y conflictiva diferentes y antagónicos usos, conceptos e ideas de lo que la literatura es, de forma que, en este conflicto de fuerzas, unas y otras tendencias tratan de imponerse o devorarse entre sí, en virtud del poder de los diferentes grupos humanos que luchan por imponer, cada uno a su manera, su propia instrumentalización de la literatura. Sin embargo, los materiales literarios son superiores e irreductibles a cada uno de estos lobbies o parcelas que tratan de potenciarse y dignificarse a costa del arte verbal, manipulando la figura de autores, obras, lectores o intérpretes y transductores.

Sea como fuere, lo cierto es que la expansión radial o tecnológica de la literatura se vierte e impone de forma plenaria a lo largo del eje circular o humano de las sociedades políticas que le sirven de escenario en sus procesos de construcción, comunicación, interpretación y consumo. Por esta razón es necesario reconocer que el desenvolvimiento tecnológico de la literatura resulta indisociable de las sociedades políticas o circulares que —como Estados o imperios— hacen posible su reproducción radial o industrial. Histórica y geográficamente hablando, uno de los centros fundamentales en la expansión radial y tecnológica de la literatura se situó progresivamente en Asia Menor, el Mediterráneo, Europa y, en su conjunto, lo que convencionalmente suele llamarse Civilización Occidental, desde donde se exportó hacia el resto del mundo sobre el cual esta civilización se impuso según las formas políticas propias de cada época. En consecuencia, puede afirmarse, con todo rigor histórico y geográfico, que la literatura es una construcción europea, y que desde Europa se impuso política y científicamente sobre el resto del mundo intervenido por la Civilización Occidental. En la época histórica en la que escribo estas palabras, semejante argumentación está condenada por las ideologías de moda y por los protocolos retóricos de lo «políticamente correcto», de manufactura e intereses posmodernos. Pero el conocimiento científico no está hecho para satisfacer a los ideólogos de cada época, ni para plegarse a la retórica intimidatoria de quienes invaden las instituciones académicas y políticas del Estado con el fin de subvertirlas al servicio de sus intereses gremiales, fideístas o propagandísticos. No escribo para caer simpático, ni para hacer amigos, ni siquiera para convencer a nadie de la validez de las ideas que utilizo. Escribo para exponer racionalmente un sistema de interpretación de los materiales literarios, con el fin de demostrar que la literatura es inteligible como idea, es decir, desde una Filosofía, en tanto que Crítica de la literatura (o conocimiento de las ideas objetivadas formalmente en los materiales literarios), y como concepto, esto es, desde una Ciencia, en tanto que Teoría de la literatura (o conocimiento científico de los materiales literarios). Nada más. Nada menos.

En consecuencia, considero que la literatura es una construcción europea, cuya génesis es esencialmente helena, y como tal se articula racionalmente disociada de los dominios hebreo e islámico, obsesionados por el desenlace disciplinario y legalista de sus sociedades humanas, con frecuencia organizadas como filarquías o fratrías, que no como Estado, frente a la idea de polis griega, consolidada ya en el siglo VIII a.n.E. Adviértase además que las primeras manifestaciones literarias chinas son posteriores en miles de años a las tradiciones literarias halladas en Egipto y Oriente Próximo, y que los sinogramas más tempranos, que aparecen inscritos en caparazones de tortuga, y más tarde también en planchas de bronce, ofrecen contenidos que no son literarios, sino más bien religiosos, dadas sus referencias a lo adivinatorio y a la práctica de oraciones sagradas (dinastía Shang, 商, siglos XVI-XI a.n.E.). Los primeros testimonios sinológicos más afines a lo que podríamos considerar como materiales literarios no aparecen hasta la dinastía Zhou, 周 (siglos XI-III a.n.E.). Varios de ellos se reproducen a través de impresiones xilográficas, procedimiento que permite estampar sobre telas y otros materiales hasta tres mil sinogramas, en su mayoría recopilaciones de enunciados poéticos, crónicas históricas o legendarias, y declaraciones morales o pretendidamente filosóficas destinadas a un uso terapéutico y psicológico (Gernet, 1982; Xie, 1995; Canteras, 2014).

Por todas estas razones puede afirmarse que, como materia susceptible de interpretación conceptual o categorial, esto es, científica, filológica o poética, la literatura se exporta desde Europa al resto del mundo. El núcleo de partida de esta expansión gnoseológica fue, como es bien sabido, la Poética de Aristóteles. Guste o no —la ciencia no se hace para dar gusto (para esos menesteres hay otros instrumentos más baratos, y mucho más asequibles que las ontologías científicas)—, sin el desarrollo tecnológico de manufactura occidental, la literatura no sería hoy día lo que como tal conocemos, leemos, consumimos e interpretamos. El uso de la impresión xilográfica en China, cuyos testimonios conservados más antiguos son del siglo III a.n.E., mientras que en Egipto se han hallado restos de xilografías de los siglos VII-VI, así como el uso sinológico de tipos móviles de impresión, cuya invención se atribuye supuestamente a Bi Sheng (毕升), que vive durante el primer siglo de la dinastía Song (宋) (siglos X-XIII), no son comparables de ninguna manera a la extraordinaria revolución tecnológica que desencadenó el uso de la imprenta de Gutenberg desde 1440 hasta la contemporánea revolución digital. Es innegable, en consecuencia, que la tecnología literaria occidental ha permitido desarrollar e imponer histórica, social y políticamente la idea y el concepto de literatura que actualmente manejamos. Y desde Europa esta tecnología se ha exportado histórica y geográficamente al resto del mundo, siempre desde las formas de la intervención política y bélica, indudablemente, desde el nacimiento del Imperio Romano, y los sucesivos imperios, hasta el presente. De hecho, la expansión de la denominada Literatura Comparada no es otra cosa que la interpretación etic o exogámica (es decir, desde las coordenadas de una literatura propia y externa a la literatura objeto de análisis y examen) de la literatura emic o endonímica, hallada en la cultura geográfica e históricamente intervenida por el antropólogo, el filólogo, el «misionero», o el comparatista de los materiales literarios (Maestro, 2008). Son las sociedades políticas, en particular los imperios, quienes hacen progresar radial o tecnológicamente lo que la literatura es, hasta implantarla en toda la amplitud del eje circular o humano por el que se extiende territorial y políticamente como sociedad humana, operatoria e intervencionista. Si Cervantes no hubiera formado parte del imperio español, es posible que su obra pasara inadvertida durante siglos para el canon literario. Y si Descartes, como filósofo, ha sido históricamente más influyente que Spinoza, es gracias al Estado francés más que a los contenidos de su propio sistema de pensamiento, desde el momento en que el racionalismo del judío apátrida, expulso de la sinagoga en la libérrima Holanda y condenado al jerem (hérem) por sus propios correligionarios, fue la obra de un hombre que vivió, sobrevivió y escribió sin sociedad política que lo amparase, promocionase o reconociera como tal. Piénsese que si san Pablo no hubiera apostado por el modelo político del Imperio Romano para su Iglesia, que desde muy temprano se pretendió católica, esto es, universal —siendo sólo, geográficamente, mediterránea—, el cristianismo no habría tenido jamás su capital en Roma, sino acaso en Nazaret o en Jerusalén, ni —por supuesto— habría sobrevivido socialmente a la ejecución de su fundador, para desintegrarse como una más de las sectas judaicas de su época. De no haber sido por el Imperio Romano, el cristianismo no habría salido de Palestina. El progreso, o es imperialista ―y capitalista―, o no es.

La crítica contra la emporofobia ha crecido en los últimos años. Baste citar la obra de Gustavo Bueno España frente a Europa (1999), La tiranía de la penitencia (2006) de Pascal Bruckner, El mito del multiculturalismo. Distopías de la utopía (2010) de Teresa González Cortés o Imperiofobia y leyenda negra (2016) y Fracasología (2019) de Elvira Roca Barea. No hay que olvidar que la Historia es ―en palabras de Bueno― un «proceso operatorio», en el que interactúan dialécticamente ortogramas prolépticos, planes de construcción (o de destrucción), llevados a cabo por seres humanos, y


determinado por factores que actúan «por encima de la voluntad de los hombres» —para decirlo con las palabras de Marx—, sin embargo, sólo pueden actuar causalmente a través de los planes y programas de unos grupos humanos, en conflicto siempre con los planes y programas de otros grupos diferentes, aunque mutuamente codeterminados (Bueno, 1999: 18).


No menor fuerza confiere a sus argumentos Pascal Bruckner, al atacar y discutir las ideas posmodernas de culpa y arrepentimiento que se imponen desde la retórica y la sofística de buena parte de los intelectuales que se dicen de «izquierdas», una mitología política que, como la «derecha», apenas significa poco más que un retórico juego de apariencias para seducir cada vez a menos gente:


«¡Arrepentíos!». Este es el mensaje que, detrás del proclamado hedonismo, nos repite machaconamente la filosofía occidental desde hace medio siglo, la cual desea ser a la vez un discurso emancipador y la mala conciencia de su tiempo. Lo que nos inocula, respecto al ateísmo, no es más que la vieja noción del pecado original, el antiguo veneno de la condenación. En tierras judeocristianas no hay un combustible tan potente como el sentimiento de culpa, y cuanto más agnósticos, ateos y librepensadores se declaran nuestros filósofos y sociólogos, tanto más amplían las creencias que rechazan (Bruckner, 2006/2008: 9-10).


Lo primero que hay que hacer ante la idea de culpa es desmitificar por completo la experiencia del arrepentimiento, y acreditarla como lo que es, una falsa virtud, una suerte de narcisismo de la sumisión falaz. Ha de recordarse aquí la máxima espinosista según la cual el arrepentimiento no es ninguna virtud, desde el momento en que se trata de la secuela o consecuencia de un error: «El arrepentimiento no es una virtud, o sea, no nace de la razón; el que se arrepiente de lo que ha hecho es dos veces miserable o impotente» (Spinoza, Ética, IV, 54, 1677/2004: 345). Como ordalía del psicologismo antioccidental, la retórica de la culpa y la sofística del arrepentimiento son de origen y tradición francesas: nacen con Montaigne y llegan hasta Sartre, pasado decisivamente por individuos como Rousseau. Vertidas originariamente en formato negrolegendario contra el Imperio Español y la envidiada empresa del descubrimiento, conquista y colonización de América, que Francia, Holanda e Inglaterra hubieran deseado protagonizar —con un potencial exterminador del que habría estado excluida la alianza sanguínea con la población colonizada—, la misma retórica confeccionada para la Leyenda Negra alcanza en el siglo XX a la Alemania que sobrevive al Nazismo, a la Francia impotente que no sabe qué hacer tras las guerras de Argelia, a la Inglaterra que es artífice contemporáneo de incontables conflictos poscoloniales (Palestina, Israel, Afganistán, Corea, Irán, Irak, etc.) y hambrunas intencionadamente exterminadoras (Bengala, India, 1943)[2], por no hablar de los Estados Unidos de América, cuya política interior ha sido terriblemente exterminadora de todos los grupos humanos no anglosajones y cuya política exterior ha sido cuantiosamente desastrosa, en particular para Hispanoamérica. A Pascal Bruckner le impresiona, sin sorprenderle, «el talento con el que la clase de los filósofos recrea e inventa la culpabilidad» (28). Bruckner está pensando en «la fusión entre la extrema izquierda atea y el radicalismo religioso» (29). ¿Por qué?, porque


si la ultraizquierda corteja con semejante constancia a esta teocracia totalitaria, tal vez sea menos por oportunismo que por afinidad real. Ella, que no ha hecho jamás el duelo por el comunismo, demuestra una vez más que su verdadera pasión no es la libertad, sino la servidumbre en nombre de la justicia (Bruckner, 2006/2008: 30).


Bruckner critica insistentemente lo que califica la «contrición inextinguible» (33) de Europa, la rentabilidad de la autodenuncia, y el «orgullo singular de ser los peores» (37), a la vez que se silencia el hecho innegable de que si el Viejo continente «cometió las peores atrocidades», también «habilitó los medios para erradicarlas» (33) a diferencia de lo que ha sucedido y sigue sucediendo en otros continentes. Europa, frente a otros territorios, es consciente de su leyenda negra. Sin embargo, esta épica negrolegendaria proporciona posmodernamente un placer vanidoso, un narcisismo masoquista, que se objetiva en la supremacía de la expresión del odio hacia uno mismo, aparentando de este modo una apariencia de virtud. En realidad, tras este simulacro virtuoso se esconde el monopolio de la propia barbarie: Europa «sólo admite su propia barbarie, esa es su arrogancia, pero se la niega a los demás, encuentra para ellos circunstancias atenuantes (lo cual sólo es una manera de negarles toda responsabilidad)» (38). Y todo protagonismo en el crimen.


Son demasiados los países de África, de Oriente Próximo y de América Latina en los que se confunde la autocrítica con la búsqueda de un chivo expiatorio cómodo que explique sus desgracias. Nunca es culpa suya, siempre se atribuye a un tercero importante (Occidente, la globalización, el capitalismo) […]. Al negar a los pueblos de los trópicos o de ultramar toda responsabilidad en su situación, se los priva en consecuencia de toda libertad, se los devuelve a la situación de infantilismo que inspiró toda la colonización (Bruckner, 2006/2008: 43).


Por su parte, Teresa González Cortés, en su obra El mito del multiculturalismo. Distopías de la utopía (2010), critica la mitificación de la idea de cultura, en la línea del pensador Gustavo Bueno (El mito de la cultura, 1997), y desemboca en una crítica, no menos poderosa, de la idea de multiculturalismo como una de las formas de la utopía posmoderna. No debe resultar exagerado afirmar que los sueños son la venganza del irracionalismo contra la vida cotidiana, racional y civilizadora de la vigilia. Quien vive soñando no sólo vive con los ojos cerrados a la realidad, vive ante todo tramando cómo poner en peligro la vida de los demás, con frecuencia bajo la forma de la utopía, esa cara bonita que adopta la pesadilla cuando florece en la vigilia de las sociedades políticas, por boca de sus profetas y mesías. El racionalismo de la vigilia de las sociedades civilizadas es lo único capaz de limitar los excesos de la mística del soñador que pretende imponer sus utopías mitológicas. Porque no hay utopía que no haya terminado en un matadero. Toda mitología exige que se cumplan sus ilusiones. La mitología es, esencialmente, una explicación ideal e imaginaria de hechos. No es científica, ni crítica. Con todo, la mitología está destinada a poblar un mundo visible. A poblarlo de irrealidades, naturalmente. Los utopistas saben que un mito basado sólo en ficciones muere. El mito necesita una base real: es decir, unos intereses ideológicos, políticos, religiosos, siempre prácticos, siempre inmediatos, siempre terrenales. El multiculturalismo considera que las culturas tienen derechos propios, inalienables, los cuales están por encima de los derechos de las personas, es decir, que los gremios étnicos deben ser respetados por sus costumbres, incluso aunque tales costumbres destruyan los derechos de los individuos que forman parte de sus colectividades. La etnocracia estaría por encima de la democracia, o dicho con más precisión y realismo: la democracia estaría al servicio de la etnocracia. Esto explicaría que una cultura «tiene el derecho» de cortarle el clítoris a las mujeres que forman parte de ella, porque el derecho de los seres humanos está eclipsado por el derecho de las culturas. Así es como la barbarie se puede imponer legalmente en Occidente en nombre del mito del multiculturalismo y de los monstruosos «derechos» que, en algunas culturas subdesarrolladas, indigenistas y retrógradas, exigen sus etnarcas. De esta forma, sofísticamente, en nombre de un idealismo culturalista, en nombre de un mitológico multiculturalismo, se impone a los seres humanos, mediante la figura del patriarca, el etnarca o el filarca, unas normas culturales que limitan sus libertades humanas esenciales: ablación femenina, matrimonios concertados, prácticas tribales, rituales lesivos de iniciación… En nombre de la cultura y del multiculturalismo se puede vulnerar posmodernamente los derechos humanos más fundamentales, con la placidez y complicidad vergonzosas de Occidente. Es lo que sucede, en palabras de Teresa González Cortés, cuando la cultura queda en manos de sofistas, quienes, en defensa de las etnarquías, tratan de esgrimir una retórica culturalista para convencer con argumentos falsos.


El racismo se multiplica a una velocidad exponencial entre grupos y comunidades, los tabúes se vienen abajo, todo se explica desde el punto de vista físico, de la identidad, de la pureza y la diferencia […], triunfo de las especies humanas incompatibles entre sí (Bruckner, 2006/2008: 74).


En medio de toda esta biocenosis histórica y geográfica, de conflictos y dialécticas entre los más diversos elementos culturales, componentes literarios y sujetos operatorios, la literatura se ha abierto camino a través de una genealogía en la que es posible determinar la presencia de cuatro materiales literarios fundamentales, que han sobrevivido indisolubles a todas estas revoluciones y transformaciones: autor, obra, lector e intérprete o transductor. Estos materiales literarios se imponen genealógicamente a los procesos de oposición, absorción e inserción entre los diferentes elementos, términos e incluso sistemas literarios, culturales y políticos, desplazando a muchos otros factores, por descomposición, segregación e incluso deserción, como se verá en el apartado siguiente.


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NOTAS

[1] Siempre me ha resultado vergonzoso y hasta irritante que se hable o se escriba en detrimento de la crítica.

[2] La mayor parte de la información publicada, sobre todo en internet, sobre la hambruna de Bengala, en la India, en 1943, bajo el dominio inglés, está impregnada de leyenda rosa británica, capaz de disolver la crudeza letal de la política de Churchill y del rey Jorge VI del Reino Unido en una suerte de «hambruna de guerra». Semejante exterminio, por hambre, ejecutado por el Reino Unido sobre la población de la India supuso, cuando menos, la mitad de las víctimas oficiales del exterminio nazi (seis millones de judíos asesinados durante el Holocausto). Y cabe sospechar que nunca se conocerá con exactitud el número de asesinados por hambre en Bengala en 1943, bajo la administración de ese gran defensor de la democracia que fue Winston Churchill, premio nobel de literatura diez años después (1953). Como Bob Dylan (2016).






Información complementaria


⸙ Referencia bibliográfica de esta entrada



⸙ Bibliografía completa de la Crítica de la razón literaria